domingo, 14 de septiembre de 2014

El paraíso perdido de Somoto.

Relincho en la sangre. Luis Enrique
Mejía Godoy. Anamá, Nicaragua, 2002.
Algunas de las páginas de Relincho en la Sangre parecen arrancadas de una típica novela del realismo mágico. El cura del pueblo se enamora perdidamente de una muchacha (la bisabuela de Luis Enrique) a quien va echarle serenata con el órgano de la iglesia. Cuando ella sale embarazada y va camino a convertirse en la primera madre soltera de las Segovias, el cura, responsable de la situación, declara en el púlpito ante todo el pueblo, que estaba enterado de sus amores pero era respetuoso de su investidura, que como no se sabía quien podía ser el padre de la criatura, él se iba a encargar personalmente de satisfacer los antojos que la muchacha tuviera durante el embarazo. Así el pueblo pudo ver al cura, durante los meses que tardó la gestación, llevándole bocaditos y golosinas a la mujer de sus amores.
Luis Enrique y su hermano Carlos se van a vivir con su tío, Monseñor Luis Enrique Mejía y Fajardo a la Catedral de Managua. Allí sufren las disciplinas y ridiculeces de su tío el prelado, que era un personaje salido de un cromo rococó, y logran pasar una infancia divertida con las monedas que logran sustraer de la limosna de la misa.
El maestro de capilla toca en las mañanas en la iglesia y en la noche donde las putas. Como, a pesar de contar con dos trabajos, todavía sus ingresos eran reducidos, daba además clases particulares. Entre sus estudiantes estaba el poeta Rigoberto López Pérez, a quien le enseñaba violín cada vez que iba a León. Cuando López Pérez le pegó un balazo a Tacho Somoza, la Guardia encerró como sospechosos a todos sus allegados incluyendo, naturalmente, a su maestro de violín. Poco después el dictador muere y Monseñor Mejía tuvo que hacer los arreglos para sacar al músico de la cárcel para que pudiera tocar el órgano en el funeral del tirano. En esa ceremonia estuvieron presentes también, en calidad de monaguillos, Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, quienes con el tiempo llegarían a convertirse en los principales trovadores del movimiento sandinista que acabaría derrocando a Tacho Somoza hijo.
Lo que más asombra de todo lo dicho, es que no se trata de un cuento simpático escrito por una mente desbordada de imaginación, sino de hechos históricos que sucedieron hace relativamente pocos años. Como bien decía Alejo Carpentier, al exponer su teoría sobre lo real maravilloso, en la historia, o más bien en las historias de nuestra América, los hechos reales son tan extraordinarios que acaban resultando inverosímiles para el que los repasa. En este continente en que estamos lejos de agotar nuestro caudal de mitologías, lo real es maravilloso y lo maravilloso es real. En Europa ya nadie cree en caballeros con armaduras matando dragones. Aquí, en América Latina, por el contrario, hace falta una gran dosis de imaginación para creer lo que sucedió recientemente.
Luis Enrique se puso a escribir sus memorias tal y, al lado de páginas bucólicas y nostálgicas por los tiempos idos, acabó entregándonos también unos episodios del más puro realismo mágico.
El hecho que Luis Enrique, un nicaragüense que lleva más de treinta años cantando acompañado de su guitarra, haya decidido a escribir y publicar sus memorias no debería observarse como un hecho aislado. Todo lo contrario. Tal parece que en Nicaragua existe un gran interés por repasar los años idos y el público, tanto nicaragüense como latinoamericano, ha mostrado tanto interés por esos testimonios que casi podríamos decir que en Nicaragua las memorias tienen ya un lugar destacado dentro de los muchos géneros literarios que allá se cultivan.
En los últimos años han publicado sus memorias Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Gioconda Belli y, ahora, Luis Enrique. No sabemos cuándo publicarán las suyas Daniel Ortega, Pastora, Calero o el Chigüín, pero sí estamos seguros de que el día que lo hagan, sus libros serán leídos con la misma voracidad con que han sido recibidas las otras memorias nicas publicadas hasta ahora.
No se crea sin embargo que todo el interés que despierta tanto este libro como los otros citados, se deba exclusivamente a sus testimonios sobre los complejos procesos de transformación que han sacudido a Nicaragua en las últimas décadas. En el libro de Luis Enrique, como ocurre con frecuencia en otros libros de memorias, la infancia y la primera juventud, esas épocas anteriores a cualquier preocupación social o profesional, son las que se repasan con mayor detenimiento y los recuerdos íntimos y familiares ocupan el primer plano antes que las circunstancias más amplias en que hayan sucedido.
Tal vez nunca volveríamos la vista atrás si no fuera por la nostalgia del paraíso perdido. El paraíso en que todos hemos vivido y todos hemos perdido: la infancia.
En el caso de Luis Enrique, su paraíso perdido tiene nombre y está en el mapa: Somoto, un pueblo chico y polvoriento, lleno de personajes simpáticos en que sucedían hechos insignificantes y extraños que acabaron siendo memorables.
El papá de Luis Enrique, el Chas Mejía, quien se hacía llamar el trovador errante, su mamá La Negra María, su tío parrandero y trotamundos, el otro tío cura glotón y cursi que soñaba en convertirse en el primer cardenal nicaragüense, junto a muchos otros personajes en mayor o medida mágicos, acabaron convirtiéndose en los modelos o antimodelos de aquel muchacho que empezaba a conocer el mundo y la vida y que ahora, ya cincuentón y puesto a escribir sus memorias, descubre lo determinantes y fuertes que acabaron siendo todos ellos en su formación y cómo su presencia los acompañará siempre.
En una de sus muchísimas frases lapidarias, don Beto Cañas dice que “uno no puede ponerse a escribir sobre lo que le pasó antier”. No es la distancia ni el tiempo lo que da la perspectiva, sino más bien el reposo, la serenidad que siempre llega un poco tarde y acaba permitiéndole a uno mirar lo que le ha ocurrido como si le hubiera ocurrido a otro.
El libro entero de Luis Enrique está escrito en un tono sereno. El autor  es un hombre tranquilo que se define a sí mismo como una “llamarada de tusa”. “Por cualquier cosa me arrecho pero ahí mismo se me pasa”.
Todos los personajes, hasta los que podrían considerarse los malos de la película (incluyendo al propio Tacho Somoza) están construidos con serenidad y, podríamos decir, hasta con cierto cariño, mirando siempre sus aspectos más humanos y vulnerables. Según el libro, Tacho acabó muriéndose por someterse a una operación para evitar quedar en silla de ruedas tras el balazo en la espalda, ya que no quería darles el gusto a sus adversarios de que lo vieran transportado por sus acólitos en las ceremonias públicas como un maniquí.

Definitivamente, la lectura de Relincho en la sangre se disfruta por lo mágico de los hechos reales, por la nostalgia por los tiempos idos y por el tono sereno con que relatan hasta los episodios dolorosos.

INSC: 1448

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