martes, 30 de septiembre de 2014

La casa de citas.

Las cenizas del sentido. Jorge Ramírez
Caro. Editorial Costa Rica. 1999.
Me gusta leer ensayos, pero cuesta mucho conseguirlos. El ensayista, a diferencia del erudito o del académico, propone y desarrolla un tema sin más intención que la de compartir la secuencia de sus pensamientos y las conclusiones a que llegó. Es un género libre, subjetivo, que se ubica en las antípodas del estudio científico. Una obra académica debe ser metódica, seguir una teoría y demostrar, si puede, sus conclusiones. El ensayista no demuestra, simplemente propone. El padre del género, Michel de Montaigne, creó el ensayo para divagar libremente, sin tener que echar mano a los recursos eruditos propios de los pedantes de su tiempo. Durante más de tres siglos y medio se publicaron ensayos valiosos pero, más o menos desde mediados del siglo XX, se ha dado en llamar ensayos, paradójicamente, a obras académicas llenas de citas y bibliografía, escritas en una prosa profesoral imposible de tragar para un no iniciado.
A mí me gusta leer ensayos literarios, históricos y filosóficos. Pero en las librerías lo que hay son libros de literatura, historia y filosofía muy poco amigables con el lector común. 
Hace años, en 1999, la Editorial Costa Rica le otorgó su premio de ensayo a Las cenizas del sentido, de Jorge Ramírez Caro. Por tratarse de una obra que se refería a los libros y al hábito de la lectura me entró la curiosidad por leerla. La desilusión no pudo ser mayor. Es un libro cargado de citas hasta extremos enfermizos. La resumo para ahorrarle a cualquier curioso el disgusto de leerlo.
La obra está dividida en nueve apartados, cada uno bastante distinto a los otros.
El primer capítulo, titulado Sombras de mi lectura, que se refiere al papel activo del lector, acaba totalmente ahogado en un picadillo de citas. Para quien se sienta a disfrutar de la lectura de un ensayo, resulta inexplicable ese afán majadero de querer justificar cualquier afirmación citando a un autor reconocido. En cada párrafo aparece un "insiste Barthes", "reseña García Berio", "expone Eco", "define Ingarden", "anota Jauss", "según Iser", "señala Pozuelo Yvancos", y así, sucesivamente, ad nauseam.
Da la impresión de que la descarga de citas textuales no es más que un barato y artificial despliegue de erudición. Por buscar referencias, el autor no pudo haber escrito estas páginas fluidamente. ¿Cómo espera que el lector las lea con soltura si, en lugar de proponerle un camino, le pone tropiezos al frente? Este libro invita a desertar en las primeras páginas. Si lo único que brinda son citas de teóricos, la idea de leerlos directamente es a cada párrafo más tentadora.
Desde el principio, surge la duda de a qué clase de público pretendía dirigirse Ramírez Caro. Los estudiosos de la teoría literaria encontrarán en este libro pocas afirmaciones que no hayan escuchado antes y quienes leen por deleite, disfrutan de la prosa o la poesía pero no suelen detenerse a teorizar sobre el fenómeno literario o a hilar delgado en cuanto a su papel de lectores. Este primer apartado, además, está escrito con un tono erudito que, por lo artificial, resulta insoportable.
A partir del segundo capítulo titulado Desde dónde y para quién leemos, el libro empieza a tornarse un poco más ameno, con menos teoría y más ejemplos, aunque sin abandonar del todo el vicio de recurrir a las citas con más frecuencia de la necesaria. 
Otra cosa que llega a ser molesta, además de las citas, es el afán de explicarlo todo exhaustivamente, restando, con ello, el papel activo del lector que tanto defendió con citas de otros. El capítulo cinco, por ejemplo, arranca con una cita de Jorge Luis Borges, clara como el agua y concisa como una roca. Vienen luego veinticuatro páginas explicándola. Veinticuatro páginas absolutamente innecesarias porque la cita lo decía todo.
Ya en el capítulo siete el autor pierde completamente el norte y, lejos de focalizar, más bien atomiza. Salta de un tema a otro y, en reiterados momentos, se permite utilizar un tono digno del púlpito más panfletario. De la erudición fingida, pasó a la arenga desbocada. 
El penúltimo capítulo es repetitivo, ya que en él el autor no hace más que subrayar con rojo los argumentos ya largamente expuestos.
Finalmente, es en el noveno y último capítulo, en el que se confirma la sospecha de que Ramírez Caro no tiene la más mínima capacidad de síntesis. Cierra el libro con un picadillo de ideas, cuyo origen, según sus propias palabras, son las anotaciones que hizo al margen de sus libros favoritos. Definitivamente, el autor debe de tener un alto concepto de sí mismo, puesto que casi todos los lectores suelen escribir observaciones al margen de sus libros pero ciertamente son pocos, más bien poquísimos, los que llegan a considerar que esas notas merezcan ser publicadas. De hecho, aparte de Ramírez Caro, no sé de otro que lo haya hecho.
Resulta difícil emitir un juicio de conjunto sobre los nueve apartados, ya que lo más constante de este libro es su irregularidad.
De un despliegue de erudición para sustentar una aburridísima exposición teórica, pasa de repente a un acto de veneración al libro como objeto. Esa veneración, por cierto, llega a ser, en los momentos de mayor entusiasmo, hasta fetichista. Cabe apuntar que una cosa es ser bibliófilo y otra, muy distinta, bibliólatro.
De un tono profesoral, digno del catedrático más riguroso, pasa de repente a un tono exhaltado y emocional con arengas en pro de la lectura.
A veces se permite elevarse en temas y vocabularios doctorales, totalmente indescifrables para un no iniciado y, en otras, recurre a un lenguaje didáctico casi paternal.
En medio de una exposición serena, de repente se le desata el lirismo y suelta unas parrafadas melosas que, si bien en otro contexto podrían resultar apreciables para un lector sensible a ese tipo de manifestaciones, lo cierto es que donde están puestas desentonan.
Pero lo más extraño es la sobreabundancia, ya mencionada, de citas. Al principio, al menos se limitaba a utilizarlas como afirmaciones de autoridad, pero conforme avanza el libro, pasan de ser referencias para convertirse en eje central.
Particularmente exageradas, por lo extensas, resultan las citas que hace de Don Quijote, Fahrenheit 451, Mundo Feliz y sendos discursos de Joaquín García Monge y Omar Dengo. Una de esas citas es de más de tres páginas, seguida, como era de esperarse, por la consiguiente glosa.
Otra característica inexplicable del libro es su tono de prédica. "El poder" es un enemigo abstracto, que no se molesta en definir, sobre el que vuelve recurrentemente y ante el cual adopta un tono maniqueo en ocasiones exaltado.
En el caso de Las cenizas del sentido, lo que se le reclama no es el hecho de que esté constituido por escritos de la más diversa factura y no de ensayos en el más estricto sentido del término. Además de ese punto (que no pasa de ser una clasificación de género), lo más desconcertante en este libro es su insistencia en hacer llover sobre mojado, su obsesión por las citas y su escasa voluntad de síntesis y concentración.
Resulta paradójico, además, que un libro sobre la lectura, escrito por un amante de la lectura, no se haya esforzado por lograr una prosa que fuera accesible y atractiva para un público amplio.
Leer un ensayo, es un deleite intelectual. Leer este libro fue un verdadero dolor de cabeza.


POST SCRIPTUM
Esta nota la escribí en el 2001. No conocía entonces, ni he conocido hasta ahora, a Jorge Ramírez Caro. Poco después de publicada esta nota, fui jurado en un concurso literario de cuento. Las obras se presentaron bajo pseudónimo. El premio se otorgó por unanimidad y el ganador resultó ser Jorge Ramírez Caro quien, a mi juicio, pese a ser un fallido ensayista, como narrador tiene su mérito.

INSC: 1078


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