viernes, 31 de octubre de 2014

Mucho más que un juego y un deporte.

Más que futbol. Gilbert Porras Jara.
EDiNexo, Costa Rica, 2013.
Tengo claro que el futbol es mucho más que un juego o un deporte. Es una verdadera pasión capaz de desatar la alegría, el llanto o la ira de millones de personas alrededor del mundo. Sin embargo, debo confesar que yo no soy una de ellas. El futbol nunca me interesó ni jugarlo ni verlo. De hecho, no he visto un partido de futbol en toda mi vida. Tampoco he pateado un balón. Cuando era niño, pasé momentos ciertamente incómodos cuando alguno de los compañeros me preguntaba a cuál equipo era aficionado y yo debía responderle que no tenía idea ni siquiera de cuántos equipos había ni de cómo se llamaban. Me miraban como si viniera de otro planeta. Con el tiempo me acostumbré a ese tipo de miradas. En América Latina, quienes no sabemos ni nos interesa saber, nada de futbol, conformamos tal vez la minoría más reducida de todas. 
No tengo nada contra el futbol, simplemente nunca logré hacer conexión con él. Cada vez que miro a personas conmovidas hasta las lágrimas porque su equipo fue eliminado, o explotando eufóricos de alegría porque su equipo logró un triunfo, respeto sus emociones pero no logro encontrarles una explicación. Cuando alguien me empieza a hablar de futbol, tema recurrente en muchas conversaciones, le pongo atención pero muy pronto el interlocutor se percata de que no reconozco ninguno de los nombres que menciona ni estoy entendiendo nada de lo que me está diciendo. Hace años, un amigo me llamó por teléfono para contarme que había un campeonato mundial juvenil en Egipto y que Costa Rica había un hecho un gran papel. Al despedirse me explicó: "Te llamé para contarte porque sé que no te darías cuenta de otro modo". Estaba en lo cierto. Si no me lo hubiera dicho, jamás lo habría sabido. Para la Copa Mundial de 2014 no me llamó y un buen día estaba yo leyendo tranquilamente cuando escuché gritar a unas vecinas como si las estuvieran matando. Ya tenía el teléfono en la mano, para llamar a la policía, cuando me percaté que se escuchaban gritos en todas las casas del barrio. Según me contaron después, Costa Rica estaba jugando un partido decisivo y en el segundo tiempo no ocurrió absolutamente nada. Por esa razón todo el país estaba en silencio. Cuando el árbitro sonó el pitazo final empezaron los gritos. "En todo caso", me dijeron mis amigos, "si hubieras llamado al 911 nadie te habría contestado".
A pesar de lo dicho, disfruté mucho el libro Más que futbol, de Gilbert Porras. La primera vez que lo leí era un borrador inédito. El autor lo puso en mis manos para que le diera una revisadita, detectara dedazos y le ayudara con la corrección de estilo. Yo le agradecí la confianza y le aclaré que con mucho gusto le ayudaría con la redacción y la ortografía pero que en materia de contenido yo no podría hacerle ningún aporte ni corregirle ningún error. Quizá por tratarse de un tema totalmente nuevo y desconocido para mí, la lectura fue muy placentera y agradable. El libro se escribió con la intención de convertirse en un manual para escuelas de futbol, así que lo explica todo de manera completa y paso a paso. Yo solo sabía que en el partido jugaban once contra once con un balón que, si entraba en el arco contrario, hacía un gol. Gracias al libro me enteré del papel de los árbitros, de cómo se manejan las interrupciones del juego, de las sanciones, las tarjetas, el balón en juego o fuera de juego. El libro, sin embargo, es mucho más que un manual de normas, inicia con una reseña de los campeonatos mundiales y de la historia del futbol en Costa Rica, en la que viene una nota aparte sobre cada club de importancia, tiene también capítulos dedicados al dopaje, a la nutrición y la hidratación adecuada para hacer deporte y otros apartados de información valiosa presentados de manera clara y concisa. Pero lo que más me llamó la atención, fueron los mensajes y consejos sobre valores morales y espirituales que aparecen salpicados, muy oportunamente, a todo lo largo del libro. Los manuales educativos para niños y adolescentes no deben limitarse solamente a brindar información y capacitación. Los niños y jóvenes están en etapa de formación y cada actividad que emprendan debe servir para moldear su carácter y su conducta con sabiduría y rectitud. La práctica del deporte puede ser, además de ejercicio y entretenimiento,  una escuela de valores personales y sociales. En el deporte, como en la vida, hay que querer ganar y saber perder. En el deporte, como en la vida, respetar las reglas del juego es más importante que ganar el juego. 
Gilbert Porras, el autor del libro, es un gran amante del futbol. Cuando era joven disfrutaba tanto el deporte que su equipo, el Amigos Futbol Club, programaba un reto en la mañana y otro en la tarde, en dos canchas distintas y, a veces, distantes. Retirado de las canchas, ha continuado ligado al futbol como estudioso, ponente en congresos y capacitador de promotores. Sostiene que el futbolista, como cualquier otra persona, tiene el deber de aportar a la sociedad su ejemplo de buen ciudadano y buena persona. A lo largo de su vida, Gilbert se ha distinguido tanto por su pasión al deporte como por su rectitud. Haga lo que haga, su meta es siempre hacer lo correcto. Al leer su libro, comprendí que el futbol ha sido para él una escuela de formación ética y que espera, por medio del texto que escribió, que lo sea también para las nuevas generaciones.
A Gilbert Porras, el autor del libro, le tengo un gran cariño y respeto. Es mi tío. Fue él quien me enseñó, en mi más tierna infancia, a hacer el nudo de los zapatos y, ya en mi juventud, a hacer el nudo de la corbata. Muy pequeño me llevó al estadio, pero yo, en vez del partido, pasé todo el rato mirando los árboles. También fue quien me enseñó a jugar ajedrez, juego que he practicado toda la vida. Por cierto, para los amantes de los datos curiosos vale la pena mencionar uno bien interesante. El ajedrez tiene veintiséis reglas. El futbol diecisiete.

Camilo José Cela: Un padre singular.

Cela mi padre. Camilo José Cela Conde.
Ediciones Temas de Hoy. España. 1989.
La primera edición es de noviembre de
1989 y la segunda también. Una antes y
otra después del Premio Nobel.
Hay preguntas tontas y situaciones incómodas. Un buen ejemplo de pregunta tonta sería interrogar al hijo de alguien famoso para que diga cómo es ser hijo de su papá. La relación con su padre se estableció desde el nacimiento y cuando el hijo empezó a tener uso de razón ya su padre estaba allí. Después, mucho después, el hijo se daría cuenta que su padre es una persona conocida, lo cual no llegaría cambiar la relación que tendría con él. Además, el padre que tiene es el único que ha tenido de manera que no tiene idea de cómo serían las cosas si fuera hijo de otro. Quienes plantean la pregunta tonta van en busca del detalle exótico que, casi siempre, el interrogado no logra identificar.
Un hijo de un escritor famoso que lleva además su mismo nombre, se enfrenta con frecuencia a situaciones incómodas. Al presentarse simplemente dice: "Yo soy Camilo José Cela", y escucha como respuesta: "¿Usted es el hijo de Camilo José Cela?"
De preguntas tontas y situaciones incómodas ha estado llena la vida de Camilo José Cela Conde, el hijo de Camilo José Cela Trulock, que es el que todos conocemos. 
Cela Conde cuenta que siendo apenas un niño se puso furioso cuando supo que su padre se llamaba igual que él. "Camilo José Cela soy yo", gritó y le llevó su buen rato comprender que su padre no se llamaba igual que él, sino él igual a su padre. 
Conflictos de personalidad aparte, Cela Conde escribió un libro titulado Cela mi padre, que fue publicado en noviembre de 1989. Su aparición coincidió con el Premio Nobel de Literatura su padre y la segunda edición, del mismo mes y año, viene con un pequeño aviso que reza "Biografía del Premio Nobel de Literatura". El libro no es, en todo caso, una biografía. Es un relato personal e íntimo, muy ameno y alegre, de un alguien que tuvo la dicha de tener un padre divertido y bastante excéntrico.
En las primeras páginas, Cela Conde confiesa que no sabe de cuál de todos los Camilo José Cela tiene que hablar y, sin mucha complicación, se refiere un poco a todos. Al escritor, al viajero, al erudito, al desbocado, al impredecible y también, por supuesto, al padre.
Las anécdotas de Cela y sus frases lapidarias amenizan todo el libro. Además de gran novelista, Cela fue académico de la lengua, senador, editor de la revista Papeles de Son Armadans y, muy especialmente, un personaje público de acciones y palabras sorprendentes. Son muchos quienes incluso sin haber leído ni un solo libro de Cela, repiten de memoria sus contundentes afirmaciones y cuentan con deleite algunos de los miles de trances, reales e imaginarios, que se le atribuyen.
Como tuvo una vida larga y alcanzó la fama muy joven, Cela trató de cerca a prácticamente todos los escritores y artistas reconocidos del Siglo XX. Menéndez Pidal, Pío Baroja, Alberto Moravia, Robert Graves, Curzio Malaparte, Hemingway... la lista es larga.
Cela Conde cuenta un par de episodios simpáticos de la amistad de Cela con su vecino Pablo Picasso y relata la entrevista a Joan Miró en que Cela escribió tanto las preguntas como las respuestas.
Lo mejor del libro, sin embargo, son las memorias domésticas de Cela como padre. Su único hijo nació por el tiempo en que Cela revisaba el manuscrito de La Colmena y, aunque el libro no lo pinta como un padre muy afectivo, sí menciona acontecimientos memorables, como la vez que quiso celebrar el cumpleaños de su hijo con pólvora, la negociación de Cela Conde niño para que su padre le comprara una bicicleta y otros momentos insignificantes pero memorables.
Cela Conde creció en una casa llena de libros pero tal parece que la guía de su padre no era muy oportuna. A los nueve años de edad lo puso a leer el Cantar del Cid y Platero y yo, que consideró lecturas introductorias apropiadas para su edad. Cela Conde no entendió nada del Cid y, por el aburrimiento que le provocaban las aventuras del burrito, llegó a odiar a Juan Ramón Jiménez.
Muy divertido también era el juego favorito de Cela Conde cuando niño, que consistía en hacerse el tonto para mortificar a su padre.
Camilo José Cela Conde.
Cela mi padre es un libro que disfruté muchísimo. Tengo entendido que hay una nueva edición que incluye unas páginas extras sobre los últimos años del escritor, pero no me interesa ni adquirirla ni leerla. La última época de Cela, para quienes lo respetamos y admiramos, fue muy difícil de comprender. Su vida privada y familiar se complicó mucho y se ventilaron en los medios de comunicación masiva varios asuntos que, a decir verdad, competían a muy pocas personas. No sé si se referirá a ello en la edición ampliada, pero si Cela Conde cuenta, como sucedió, que pese a ser hijo único del escritor, debió forcejear para poder sentarse en la primera banca de la iglesia el día de su funeral, es algo que no quiero leer. Prefiero quedarme con esta edición de los tiempos anteriores al final, en que un hijo ingenioso recuerda las ocurrencias de su padre simpático.
Además de preguntas tontas y situaciones incómodas, los familiares de los famosos sufren la desgracia de que sus problemas íntimos se comenten en las páginas de los periódicos.
INSC: 0836 

El puerto del erotismo y el desencanto.

Puerto de Pasiones. Faustino Desinach
Costa Rica, 2001.
Faustino Desinach dirige una mirada sobre los aspectos más crueles de nuestra sociedad. Crudos, directos y, en buena medida, grotescos, los textos que componen Puerto de Pasiones sorprenden con una forma de expresión descuidada y brutal.
"Tomás dijo que los poemas escritos por mí son vasos de ron echados a la cara”. Esta frase, que el propio Desinach cita en Puerto de Pasiones refleja muy bien el impacto del lector que se acerca a sus versos. Como si se acabara de recibir el golpe del líquido contra el rostro, la primera reacción es de perplejidad.
Conforme pasan las páginas siempre queda algo que sorprende y molesta. La lectura viene acompañada con un sentimiento de desazón, de incomodidad, porque tanto en la forma como en el contenido, en todas las páginas hay algo que molesta y perturba.
Que nadie se deje engañar por el título. Puerto de pasiones está muy lejos de ser el libro que uno pudiera imaginarse. En él no se encuentran ni un solo poema capaz de complacer un gusto poético convencional. Entendámonos: Desinach no es uno de esos poetas aspiran el aroma de las flores; él más bien busca en la basura la causa de su pestilencia para mostrarla en toda su crudeza. La perfección o, simplemente, la musicalidad del poema, lo tienen sin cuidado. Ajeno a todo preciosismo, Desinach opta por el golpe directo, por el impulso fuerte y el impacto doloroso. Huye del pulimiento, quizá por considerarlo un silenciador del estruendo.
Los libros de Deshinach no se pueden leer con los lentes de un gusto poético definido. Para entrar en ellos es necesario, más bien, desprenderse antes de todo lo leído y lo creído. No se trata de un poeta que se acerque al lector sino, por el contrario, un poeta que marcha por su rumbo y que el lector, si quiere entrar en comunicación con él, debe aventurarse a seguirlo dentro de su propio mundo y bajo sus propias reglas. Que se alejen de él los que no estén dispuestos a tolerar lo inmediato y grotesco de sus temas y lo rudo del lenguaje con que los trata.
El libro viene dividido en siete partes. Abre con Juego de Pasiones, en el que ya en sus primeras páginas aparecen los niños que encienden piedras y los policías que frustran clases de manejo en La Sabana. Allí mismo se mencionan los funerales multitudinarios que tuvo el conocido travesti Ana Yanci en Puntarenas.
De primera entrada queda claro que estamos frente a una poesía dependiente de las referencias, de lo inmediato, como si hacer poesía fuera (¿Y por qué no puede serlo?) una forma de mirar la realidad. 
Se ha dicho que el arte es un reflejo del mundo real. En este libro, más que reflejo, es eco. En medio de unos poemas a veces duros de tragar, aparecen sonidos familiares que, lejos de endulzarlo, hacen más amargo el trago.
Domingo Desnudo, la segunda parte, nos muestra todas las reflexiones de un solitario que, encerrado en su casa, reflexiona sobre la muerte del maestro Hugo Díaz y, entre otras muchas actividades, a cual más de extrañas, decide matar el tiempo leyendo los periódicos de la semana pasada. Esta sección cierra con un extraño verso: “Santas Almejas”, que introduce una auténtica letanía que tendrá una presencia muy fuerte a lo largo de la tercera parte y que no se abandonará del todo hasta el final del libro.
A partir de la tercera parte, todos los poemas cerrarán con invocaciones como “Santos Peces Voladores”, “Santos Cangrejos”, “Santas Ballenas” y otras por el estilo.
Es en esta sección donde surge con mayor claridad una voz desencantada, que reniega de quienes se meten a jugar de Madres Teresas sin serlo y acaban huyendo “con las carteras hediondas a chorizo”. Es la voz de un hombre que, aunque vive inmerso en la vida de una ciudad, por alguna razón siente que no forma parte de ella.
El desencanto que empieza a asomarse, se desboca en Muelles, el apartado siguiente, en el que se mencionan, entre otras cosas, las protestas del combo del ICE, el mundo de la droga, las declaraciones de Fidel Castro contra Costa Rica, la telenovela Betty la fea y el banquete que, en diciembre pasado y en ocasión de la navidad, ofreció el Presidente de la República a los indigentes josefinos.  Aparecen, además, sendos retratos de las portadas de La Nación y la Extra y se menciona el asesinado de Parmenio Medina.
No se crea, sin embargo, que el libro cae en lo panfletario. Se percibe más bien una voz de protesta que no pretende ni la denuncia ni la reivindicación.
Tras una descarga de bofetadas fuertes, Desinach baja el tono en Barómetros Inapelables, seis poemas de vocación paisajística que simplemente miran al entorno. Viene luego Amanecer en la Playa, un retorno al erotismo tan explotado por el autor en sus dos primeros libros Itinerario sexual  y Cofee Sex.
Menos erótico y más romántico (aunque siempre salpicado de crudeza) es Estero, la parte más extensa del libro en que se desarrolla un amplio relato sobre dos seres que desean estar juntos pero no pueden alcanzarse. El está en Puntarenas, ella en la Península de Nicoya, pero siempre aparece un imprevisto que les impide tomar el ferry. La necesidad de tener cerca al ser amado, justo cuando la distancia parece infranqueable, llega a ser angustiante.
En esta misma sección, que es la que cierra el libro, se incluye una escandalosa colección de grafitis, así como sendas miradas a los bajos mundos en los que cabe destacar un cine cuya pantalla está hecha de sábanas remendadas y sucias y el consultorio de una bruja que no cuenta con mayores efectos especiales.
Al terminar la lectura de Puerto de Pasiones, ciertamente no quedan en la memoria imágenes poéticas resplandecientes ni versos memorables. Lo que queda es un revoltijo de sensaciones que inquietan hasta mucho después de cerrado el libro.
Ajeno a las intrigas del mundillo literario, Desinach, que edita y publica en solitario sus propios libros, recibirá con un impermeable las réplicas que genere su obra. Las reacciones, inevitablemente, serán violentas.
Puerto de Pasiones no es un poemario redondeado, acabado, bello y, podría agregarse, ni siquiera agradable. Pero su lectura es una experiencia fuerte e impactante, tan fuerte e impactante como recibir de golpe y por sorpresa, un vaso de ron arrojado a la cara. 
Faustino Desinach, poeta, narrador, pintor y fotógrafo.
Esta foto, en NewYork, es de hace bastantes años,
cuando las torres del World Trade Center estaban en pie.

INSC: 1054


La fiesta de Trujillo.

La fiesta del chivo. Mario Vargas Llosa
Alfaguara, España, 2000.
El dictador latinoamericano es un personaje muy curioso. Su crueldad es tan grande como su ridiculez y, por ser al mismo tiempo verdugo y payaso, los pueblos que han sufrido uno lo han convertido tanto en objeto de sus temores como de sus burlas. Los escritores, por su lado, andan siempre en busca de personajes interesantes y les encanta encontrarse historias reales que en verdad ocurrieron pero que parecen fruto de la imaginación más desbocada. No es de sorprender, por tanto, que Mario Vargas Llosa, el escritor peruano, haya escrito sobre Rafael Leonidas Trujillo, el dictador dominicano.
La fiesta del chivo es una novela que nos lleva a República Dominicana, país del que Trujillo fue amo y señor desde 1930 hasta su muerte en 1961. Su control total sobre el país llegó al punto de instaurar en las escuelas el culto a su madre y de cambiar el nombre de la ciudad capital de San Domingo a Ciudad Trujillo.
En el libro se relatan tres historias distintas. La primera se refiere al retorno de Urania Cabral, una dominicana radicada en Estados Unidos que vuelve a su país para enfrentarse con un viejo trauma de adolescencia. La segunda nos brinda un recuento detallado de las actividades de Trujillo en el último día de su vida, desde que se levantó, a las cuatro de la mañana, hasta que lo cosieron a balazos en la madrugada del día siguiente. La tercera y última de las historias, por su parte, se ocupa de la vida de los conspiradores que asesinaron al tirano, las razones que los llevaron a involucrarse en la conjura y la suerte que corrieron luego.
Las tres historias se siguen sin ninguna dificultad, ya que vienen distribuidas de una forma muy simple: un capítulo para cada una, alternativamente, desde el principio hasta el final.
Al leer La fiesta del chivo, tuve la sensación de que algo no cuajaba. Mario Vargas Llosa es un escritor experto para quien el difícil arte de armar una novela es un juego conocido. Trujillo, por su parte, es un personaje riquísimo. Las historias que se pueden contar sobre su manía por el control absoluto son tan asombrosas que rayan en lo absurdo. Es decir, el protagonista y la historia de la novela son interesantes y la narración estuvo a cargo de uno de los grandes. Sin embargo, repito, hay algo que no cuaja. La novela está llena de puntos flacos.
Para empezar, debemos recordar que no es lo mismo novela histórica que historia novelada. La diferencia obvia está en el mismo orden de las palabras. La novela histórica es ante todo novela y la historia novelada es ante todo historia. Una cosa es crear una obra de ficción basada en hechos y personajes reales y otra muy distinta es valerse de recursos literarios para hacer más fluida la lectura de una investigación histórica.
No entro a juzgar hasta qué punto Vargas Llosa le dio libertad a su fantasía al escribir este libro, pero la lectura me dejó la sensación de una obra más didáctica que literaria. Todas las páginas están colmadas de personajes con nombre y dos apellidos, detalles mínimos y fechas exactas. En los diálogos, pareciera que los personajes estuvieran obligados a brindar información clave y explicaciones amplias cada vez que abren la boca, lo que convierte a La fiesta del chivo en un libro en que los datos están en primer plano y la prosa en segundo. El libro provoca respeto, admiración y hasta asombro, pero no por la calidad de la composición, sino por la de la investigación.
La conversación de Urania con su padre y sus familiares, por ejemplo, en la que repasa hechos de treinta y cinco años atrás con pelos y señales, está tan llena de detalles mínimos y discursos argumentales que resulta, además de carente de naturalidad, fastidiosa. Aquello parece más un expediente judicial que una conversación familiar.
A veces la extensión y profundidad de una clase magistral, que se supone es una intervención en un diálogo, son tan desbordadas, que da la sensación de estar leyendo uno de aquellos interminables discursos que don Pedro de Alarcón hacía soltar a los personajes de sus novelas.
A La fiesta del chivo, además del agobiante torrente de datos, se le puede reclamar el hecho de que, pese a ser una novela que se ubica y se refiere a la República Dominicana, está escrita en un español bastante neutro, lo que delata que el esmero por brindar datos históricos no fue emulado a la hora de explorar la riqueza de los giros, expresiones y localismos del lenguaje dominicano. Incluso aparecen, en boca de dominicanos, expresiones españolas como "forrado de cuartos".
El personaje de Urania, por otra parte, se mueve en una dicotomía muy curiosa. Nacida en la República Dominicana, parte a Estados Unidos a los catorce años y no regresa sino cuando ya ronda los cincuenta. La comparación de los dos países, que se desprende del texto, roza el desprecio al origen. Es como el contraste entre civilización y barbarie. Urania ve a República Dominicana llena de ruido, calor sofocante y fritangas, mientras que asocia a Estados Unidos con la calma, el frío del otoño y el yogur bajo en calorías. Estados Unidos, recalca, tiene una prensa libre, un régimen de libertades y fue en la universidad de Harvard, donde esta muchacha descubrió que la vida valía la pena ser vivida.
El dictador dominicano Rafael Leonidas
Trujillo  (1891-1961) uniformado, condecorado y
maquillado para la foto. 
Pero quizá el punto más llamativo del libro, en cuanto a su forma sea este: ¿Se puede escribir una novela con un único personaje? Vargas Llosa lo hizo.
Todas las historias que se cuentan giran en torno a Trujillo. Lo que le sucede a los demás personajes se relata solamente en función de la relación que tuvieron con Trujillo. Tal vez lo que el autor pretendía haya sido mostrar el peso de la figura del dictador en la vida de todos los dominicanos, pero resulta lamentable que no se haya explorado ninguna vida paralela y ajena a lo que sucediera en el Palacio Presidencial. Trujillo, por cierto, además de centro de gravedad de todo el libro, acaba casi coronado por una aureola de heroísmo: es organizado, amigo de los amigos, enemigo de la corrupción y, a su manera, hasta patriota. El papel del malo de la película recae sobre el modosito Doctor Balaguer, un señorito casto, cursi y aparentemente inofensivo, que supo jugarse las cartas para caer de pie, traicionando tanto al dictador como a quienes lo mataron.
Existen ya varias novelas que se ocupan del tema del dictador. Tirano Banderas, de Valle Inclán, Yo el supremo, Augusto Roa Bastos, El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, El recurso del método, de Alejo Carpentier, El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez y La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez, por citar solo las más conocidas. Pero mientras estas otras novelas han explorado el mundo psicológico del poder y han retratado el lado humano de quien lo ejerce, Vargas Llosa se ha concentrado en lo histórico a nivel detallado y esta obsesión acabó convirtiéndose en el lastre más pesado de su novela. La fiesta del chivo es un libro que se lee para obtener información, para enterarse, no para deleitarse en la prosa ni para adentrarse en la complejidad interna de los personajes. La novela no está escrita como novela, sino como un informe frío, meticuloso y lleno de detalles. Se vuelve morbosa y tétrica a la hora de describir torturas (también en detalle) y resulta empalagosamente dramática, al estilo de una novela rosa, en la confesión del drama de Urania.
Duele decirlo, pero esta obra no es lo que uno podría esperar ni de Vargas Llosa ni de Trujillo. Es un libro rico en información y datos, pero la información y datos los lectores como yo, los buscamos en otra parte. No en una novela.
INSC: 1002

La historia de todos nosotros.

Los molinos de Dios. Alberto Cañas
REI, Costa Rica, 1993. Segunda Edición.
Actualmente, la economía de Costa Rica está muy diversificada. Aquí se produce de todo y se hace de todo, pero durante más de siglo la producción de café fue primordial, al punto que el café es uno de los personajes más importantes de la historia del país. Gracias al café, Costa Rica entró al comercio mundial. Los buenos y los malos tiempos se medían con la cosecha y los precios del café, que llegó a ser conocido como el grano de oro. Don Ricardo Jiménez llegó a afirmar que no hay mejor ministro de Hacienda que una buena cosecha de café.
Sin embargo, a pesar de su gran importancia histórica, el café no ha sido tema recurrente en nuestra literatura. Carlos Luis Fallas, con Mamita Yunai y don Joaquín Gutiérrez con Puerto Limón y Murámonos Federico, nos legaron novelas ambientadas en los bananales de nuestra costa Caribe. Don Fabián Dobles, por su parte, en El sitio de las abras, noveló el drama del pionero que abre montaña. Pasarían más de cuarenta años, desde la publicación de estos clásicos, para que don Beto Cañas publicara Los Molinos de Dios, nuestra gran y, me parece, hasta el momento única, novela cafetalera.
Quizá nuestros escritores consideraron que los cafetales de calles limpias y con árboles frutales para la sombra, no tenían el dramatismo de la selva golpeada por el hacha ni de los bananales en que los peones sufrían de paludismo bajo torrenciales aguaceros.  La selva virgen era un enemigo inmenso contra el hombre que pretendía abrir en ella un espacio para la agricultura y en los bananales, propiedad de una compañía cuyo tamaño y poder le hacían sombra al propio Estado costarricense, ocurrieron algunos de los conflictos sociales más intensos de la primera mitad del Siglo XX. Sin embargo, era en los serenos cafetales, deliciosamente perfumados en la época en que florecen, donde podía rastrearse mejor la historia de nuestro pequeño país.
En los bananales y en la montaña, el trabajo es duro y las condiciones adversas. Los cafetales no tienen mayor dramatismo. Todo lo contrario, los paleros que les dan mantenimiento se refrescan con mandarinas y, en la época de la cosecha, hombre mujeres y niños conversan sonrientes mientras llenan sus canastos. La única dificultad, es doblar una rama alta, la única molestia, es ser picado por los insectos.  Como toda la familia trabaja y se paga lo recolectado en el día, durante el periodo de la cosecha de café hasta los más pobres manejaban más dinero del que acostumbraban. Por más de un siglo fue una tradición que los niños, cogiendo café, se financiaran los útiles y el uniforme de la escuela. También por más de un siglo fue una tradición que el cafetal, al que se podía entrar y salir por cualquier sitio, fuera la sede de encuentros amorosos que debían permanecer en secreto. 
La novela de don Beto no arranca en un cafetal de los tiempos de antes, sino en la ciudad de los tiempos de hoy. 
Una señora de alta sociedad, furiosa por haberse encontrado a su esposo con otra, es atacada, al bajar de su lujoso vehículo, por un joven delincuente. El percance, con puñalada incluida, fue de gravedad. Al enterarse del suceso, doña Tila González Juárez de Guzmán (tía Tila, en adelante), antiquísima institución del poderoso y aristocrático clan, exclama: "En nuestra familia nunca han ocurrido situaciones de esas." Sus sobrinas, al escucharla, se asustan de que le esté fallando la memoria. La historia familiar está llena de infidelidades. "Lo que nunca ha ocurrido", aclara la tía Tila con la mano apoyada en su bastón, "han sido hechos de puñal."
Se da entonces un salto atrás en el tiempo y se cuenta la historia de dos vecinos, ñor Bartolo Guzmán y Luis Muñoz que, siglo y medio antes, eran vecinos en las afueras de San José. Sus vidas, casi idénticas en sus orígenes tuvieron un destino muy diferente. Ambos eran hombres rústicos que apenas sabían escribir y, a su manera, eran amigos. A ñor Bartolo le fue bien, económicamente, al punto de que pudo enviar a Vicentico, su hijo, a estudiar a Europa. Luis Muñoz no tuvo tan buena suerte y prefirió irse a abrir montaña al norte del país, donde llegó a ser un fundador, junto con otro tocayo, de un pueblo al que llamaron, luego de mirarse uno al otro por breves segundos, San Luis. Vicentico volvió de Europa con esposa limeña y gustos extraños. Convenció a su padre, un humilde campesino, que contribuyera económicamente para la construcción de un teatro donde se representarían óperas y zarzuelas y hasta logró enfundarlo en un frac el día del estreno. Los hijos de Luis, por su parte, tuvieron sus altas y bajas y uno de sus descendientes fue una verdadera oveja negra. Una familia, la de ñor Bartolo, no solo se enriqueció, sino que se aristocratizó. La otra familia, la de Luis Muñoz, no solo se empobreció, sino que se pauperizó. Mientras los descendientes del primero eran socios de los clubes sociales más exclusivos, los descendientes del otro deambulaban por la calle sin rumbo ni esperanza. No es difícil adivinar hacia donde vamos. La señora rica de buena familia y el delincuente que la apuñaló, eran descendientes, cada uno por su lado, de dos hombres que siglo y medio atrás eran vecinos y amigos y cuyas vidas, en aquel entonces, no eran tan diferentes como las que le tocó vivir a sus tataranietos varias generaciones después.  ¿Por qué los descendientes de uno andan en automóviles de lujo y los del otro no tienen más que lo que andan puesto? 
Además de otras circunstancias personales, el principal responsable fue el café. La Costa Rica idílica de la Colonia y primeros años de la Independencia, de pequeños propietarios sin diferencias de clases no es un mito, pero el café, para bien y para mal, acabó con ella. No era lo mismo cultivar maíz que cultivar café. No era lo mismo ser cafetalero que ser dueño de beneficio. No era lo mismo ser beneficiador que ser exportador.
El enriquecimiento que generó el café fue tan rápido que, siendo joven, la tía Tila se atrevió a burlarse, delante de su padre, de un campesino descalzo y don Vicente, muy serio, la reprendió diciéndole: "Y acaso nosotros sabemos cuándo se calzó papá." Del concho descalzo y analfabeto, a la presumida señorita que hablaba francés y bebía el té en tazas de porcelana, solo había una generación de por medio. Del campesino valiente, fundador de un cantón y rico gamonal de provincia, al cargador de sacos en el mercado también solo hubo una generación de por medio. Tanto los descendientes de los desafortunados como de los desfavorecidos, en cada nueva generación se apartaron más del campo para llevar, ya sea por lo alto o por lo bajo, una vida de ciudad. Los clanes se fueron ampliando y diluyendo debido a enlaces que fueron fruto, casi siempre, de la casualidad y la conveniencia más que del amor.
En ninguna de mis relecturas he tenido la paciencia de contar el número de personajes que llenan las páginas de Los molinos de Dios, pero todos ellos, los protagónicos y los secundarios, logran siempre conmoverme con su grandes y pequeños dramas, con su conciencia de estar en un aquí y un ahora en que el tiempo corre tan a prisa que casi ni les permite adaptarse a los cambios. El tiempo, en Los molinos de Dios, realmente vuela. En pocas páginas, porque no es una novela extensa, están comprimidos ciento cincuenta años de Historia y de historias.
En las subidas y bajadas de esa montaña rusa que no estuvo quieta ni un segundo en siglo y medio, cualquier costarricense podrá encontrar retazos de la historia de su propia familia ya que, de esa maraña de fincas, migraciones y transformaciones venimos todos. La letra del Himno Nacional de Costa Rica rinde homenaje al labriego sencillo del que descendemos. Al retratar el destino de las familias de dos de ellos, don Beto acabó escribiendo la historia de todos nosotros.
Toda la familia, hombres, mujeres y niños participa en la recolección del café.




INSC: 1221

El triunfo de los débiles.

Zulai. María Fernández de Tinoco.
EUNED, Costa Rica, 1995.
La novela Zulai fue la primera novela costarricense de ambientación indígena. Pese a la importancia que debería otorgársele, así sea solamente por ese hecho, lo cierto es que la obra es realmente muy poco conocida. La novela fue escrita por María Fernández de Tinoco y muy probablemente en la persona de su autora se encuentre buena parte de las razones de su ocultamiento.
La señora Fernández (1877-1963), era una refinada dama de principios del siglo pasado, hija del educador Mauro Fernández Acuña y de la también educadora Ada Le Capellain. Su padre fue quien realizó la reforma educativa durante el gobierno de Bernardo Soto y su madre fue una de las fundadoras del Colegio Superior de Señoritas.
De una curiosidad ciertamente voraz, María Fernández de Tinoco leía y hablaba con soltura en francés y, a base de lectura constante, se había formado una cultura general amplia en la que cabían, además de la historia, la literatura y la filosofía, los estudios esotéricos y ocultistas a los cuales era muy aficionada.
Naturalmente, ninguna de estas características explicaría el ocultamiento de su obra por tantos años. Culta, refinada y de buena familia, era de esperar que al incursionar en las letras su obra fuera bien recibida, cosa que realmente ocurrió, en 1909, con la publicación de sus dos novelas en un mismo tomo: Zulai y Yontá.
La razón del ocultamiento posterior de María Fernández de Tinoco se debe a su marido. Ella era la esposa de Federico Tinoco Granados, el ministro de Guerra que le dio un golpe de Estado a Alfredo González Flores en 1917 y gobernó el país dictatorialmente hasta 1919.
Aunque en un principio sus acciones gozaron de la simpatía de las clases dirigentes, la desilusión con su régimen vino muy pronto. Represivo, violento y arbitrario, el régimen de los Tinoco, como llegó a conocerse luego debido a la yunta de Federico con su hermano Joaquín, llegó a ser considerado una de las páginas más negras de la historia de Costa Rica.
Aunque el gabinete ministerial de los Tinoco estuvo formado por las más destacadas figuras de la realidad nacional de entonces al punto que  el propio Hernán Peralta llegó a sostener que la Constitución proclamada por los Tinoco ha sido una de las mejor concebidas en la historia de nuestro país, lo cierto del caso es que al régimen se le recuerda más por el quebranto del establecimiento jurídico, por el asesinato de Rogelio Fernández Güell y por los galanteos y los duelos a muerte de Joaquín.
Haber sido parte del régimen de los Tinoco era considerado, en la primera mitad del siglo XX, poco menos que como una traición a la patria. Incluso hay quienes explican el hecho de que Roberto Brenes Mesén se haya marchado a los Estados Unidos y no haya regresado sino hasta muy entrada la década de los cuarenta, en el hecho de haber formado parte del gabinete de los Tinoco.
Lo cierto del caso es que el apelativo “tinoquista” fue, por casi cincuenta años, el peor insulto con el que se podía calificar a una figura pública costarricense.
Aunque el cargo no tenía mayor protagonismo por entonces, María Fernández de Tinoco fue nuestra Primera Dama durante los dos años de dictadura.
Con el paso de los años el  régimen de los Tinoco cayó en el olvido, al punto que cuando en 1994 don Alberto Cañas, entonces presidente de la Asamblea Legislativa, mandó retirar el retrato del dictador de la sala de expresidentes, buena parte de la opinión pública no tenía idea ni de quién se estaba hablando.
Quizá la única lectura anecdótica que podría hacerse de Zulai, radique en el hecho de que, pese a haber sido escrita por la esposa de un dictador, la novela es una alegoría en que se manifiesta un enorme rechazo por los abusos de autoridad y se subraya la dignidad y la fe en la justicia de las víctimas de esos abusos. No obstante, hay que recordar las fechas: Zulai fue publicada en 1909 y la dictadura empezó en 1917. No podía imaginarse esa escritora que con tanta vehemencia condena los atropellos del cacique Kaurki, que menos de una década después de publicado su libro, su esposo se convertiría en algo así como el Kaurki de los ticos.
La trama de la novela es de una concepción y construcción clásica. Zulai, una indígena joven y hermosa, descubre sin mayor sorpresa que no tiene libertad para tomar sus propias decisiones. Está enamorada de Ivdo, un hombre de padres desconocidos que vive aislado del resto de la población, pero se ve obligada a casarse con el cacique Kaurki para que éste libere a su madre del embrujo que la tenía paralizada. El día de la boda un golpe de suerte la libera del enlace, ya que Kaurki es mordido por una serpiente bocaracá y muere poco después. Ivdo planea el rescate, desea huir con ella lejos del poblado para disfrutar juntos de una vida en libertad dentro de la selva. De no rescatarla, Zulai sería sacrificada para ser enterrada en la misma tumba de Kaurki. Cuando todo parece indicar que nos aproximamos a un final feliz, Irzuma, el nuevo cacique, asesina a Ivdo y le perdona la vida a Zulai a cambio de que ella acceda a convertirse en su esposa. Aunque Irzuma le promete que ella sería su única mujer, Zulai se resiste y, en el forcejeo con sacerdotes y guerreros “cae de espaldas, indefensa, en la hoguera que la envuelve avara entre sus ardientes espirales”.
Zulai es una obra breve, pero rica y compleja, en la que la influencia de las tragedias de Shakespeare o de Sófocles, así como de otras obras clásicas resulta más que evidente.
De contenido híbrido, queda claro desde el principio que la obra no busca retratar a ningún grupo indígena en particular, puesto que se mencionan prácticas que fueron totalmente ajenas a los grupos precolombinos como, por ejemplo, que el Cacique mande a hacer una escultura de sí mismo (como en Roma) o que la viuda sea sacrificada en el funeral de su marido para sepultarla con él (como en la India).
Más que exactidudes históricas o antropológicas, lo que se descubre en la lectura de Zulai es un mensaje alegórico sobre la esperanza de los débiles frente a los abusos de los poderosos. Para dar ese mensaje, María Fernández de Tinoco se valió de todas las muestras que tuvo a mano e imaginó esa sociedad en la que una muchachita no tenía más opción que la muerte frente a la autoridad del cacique, los guerreros y los sacerdotes.
La novela Zulai, ha sido reeditada dentro de la colección Vieja y Nueva Literatura Costarricense que publica la EUNED. Además del texto íntegro de la obra, esta edición viene con un valioso prólogo de Marco Retana y un Epílogo, de la propia María Fernández de Tinoco, en la que ella misma propone una lectura simbólica de los elementos que incluyó en su novela.
En la introducción al epílogo, la Sra. Fernández, como ya se dijo amiga del ocultismo y los fenómenos sobrenaturales, cuenta que, en un sueño, un anciano le dijo que Zulai no fue ni una personalidad ni la representación de un pequeño territorio de indígenas sometidos a ritos crueles y jefes ignorantes, sino que, en esa sencilla narración se encuentran jirones de prehistoria, de historia antigua, contemporánea y tal vez moderna de América Latina.
Zulai, una novela costarricense publicada hace más de cien años y que fue desconocida e inconseguible por más de medio siglo, tiene mucho que mostrar, entre su multitud de símbolos, a los lectores del siglo XXI.

INSC: 1775



El maravilloso Marqués.

Te acordás hermano. Joaquín Gutiérrez,
Editorial Costa Rica, 1982.
Todo escritor joven debería leer esta novela. Pedro Ignacio, un joven que a duras penas se gana la vida, además de la lucha, bastante dura, por la subsistencia, saca tiempo para departir con sus amigos y para escribir cuentos. Una tarde cualquiera, al entrar a la habitación alquilada en donde vive, lo recibe una humareda apestosa. Tras abrir la ventana descubre, sentado en la cama, a un personaje extraño, que nunca había visto antes. "¿Cómo entró?" le pregunta, pero el personaje aquel, de cuya pipa había salido el humarascal que hacía el aire de la habitación casi irrespirable, sin responderle, simplemente se presenta como "El Marqués" y le explica que el motivo de su visita es tenía curiosidad por sus cuentos.
A Pedro Ignacio lo halagó que alguien estuviera interesado en su incipiente y totalmente inédita obra literaria, pero seguía molestándole que un perfecto desconocido hubiera entrado a su pieza sin permiso.
El marqués se negaba a dar explicaciones y le insistía Pedro Ignacio que le leyera sus cuentos. "No te la pierdas", le dijo.
"¿Qué cosa?" replicó Pedro Ignacio.
"La crítica que te voy a hacer", contestó El Marqués, apurándolo a empezar de una vez.
Pudo más la vanidad que el asombro. Pedro Ignacio comenzó a leer uno de sus cuentos mientras El marqués fumaba con la vista fija en el cielo raso. Lo interrumpió cuando una palabra no le pareció apropiada. En un cuento, un cazador le dispara a una garza que iba volando y la garza "cayó" del cielo. El verbo, en opinión del Marqués, era inapropiado por seco, por carente de emoción. Tras pensarlo unos instantes, exclamó victorioso: "La garza se desgajó del cielo". Se desgaja algo vivo, una rama o un brazo, y lo que se desgaja muere. La garza herida no podía solamente haber caído. Utilizar el verbo caer, en este caso, se le podría perdonar a un redactor, a un cronista, pero no a un literato.
El Marqués le soltó una pequeña cátedra sobre el arte de escribir que merece ser transcrita:

Escucha: Para hacer un cuento, tú, o yo, o Chejov, o quien sea, solo contamos con tres o cuatro mil palabras. No nos dan más. Y con ese puñado nos obligan a crear seres vivos, urdir una intriga, ambientarlos y más encima estrujarle el corazón al lector. Es un lector que nos leerá en la peluquería, o cagado de sueño antes de dormirse, pero esa impresión le debe durar por lo menos un día. O un año. O mil, si acaso somos geniales. Por eso no podemos darnos el lujo de derrochar, de desperdiciar ni una sola palabra. Cada una debe ser de terciopelo o de cuero de culebra; vibrar, vociferar o susurrar. Además, deben amarse todas entre sí, como en una colmena; besarse, arder juntas. ¿Me estás oyendo? Porque solo así lograremos meterle al lector una brasa en el pecho, dejarle una cicatriz permanente, quemarle algunas neuronas. ¡Joderlo!
Además, detrás de cada palabra debe estar la vida acechando. Y el lector debe sentir de algún modo eso: que detrás de cada palabra está palpitante la vida. ¿Está claro? ¿Entendiste? Pues ojalá. Ojalá porque hay boludos que escriben cincuenta años y se mueren sin haberlo entendido nunca.

El Marqués llegó a la vida de Pedro Ignacio como un gato que se le enredó en las piernas en medio de un pleito de perros. Además de su lector más fiel más atento y su crítico más implacable, se convirtió en su amigo. Era un fastidio, pero un fastidio que llegó para quedarse. Todo en su vida era un misterio. Pedro Ignacio ni siquiera logró averiguar su nombre y al absurdo de su figura, debía sumarle el absurdo de llamar Marqués a un vago que no nunca tenía un centavo encima, que se vestía de harapos, comía por cuenta ajena y no se le conocía domicilio alguno. De su historia, solo circulaban fragmentos tan inversosímiles que no eran dignos de ser tomados en serio.
Pero en Te acordás hermano, hay mucho más que la amistad entre Pedro Ignacio y el Marqués. La novela, ambientada en Chile en tiempos del dictador Gabriel González Videla nos permite conocer a una pléyade de jóvenes idealistas, soñadores, comprometidos con el arte y con el desarrollo social que, aunque no tenían mayores recursos materiales, disfrutaban de la vida como si fuera una fiesta porque, jóvenes al fin, la alegría los desbordaba, el mundo mejor con el que soñaban lo creían posible y tenían todo el futuro por delante. 
Uno de los momentos de la novela que más disfruto al repasarla, es la fiesta en casa de una viuda excéntrica. Aquella señora era tan aficionada a amontonar objetos extraños que los invitados solían permanecer inmóviles en los sillones ya que el ambiente saturado los hacía temer que si estiraban las piernas inevitablemente acabarían botando algo. Los jóvenes de la pandilla se acomodan donde pueden, se sientan en el piso y celebran con una ovación el sonido de cada corcho que sale disparado de la botella. El marido de la anfitriona había muerto asesinado y, presidiendo aquel salón colmado de cosas raras, estaba el corazón de su difunto marido dentro de un frasco de alcohol. La fiesta se extendió tanto y fue tan alegre, que estuvieron a punto de beberse hasta el alcohol del frasco. 
No me sorprendería que aquella fiesta, aquella viuda y aquella sala, no hayan salido de la imaginación de don Joaquín, sino de su experiencia. El tiempo que vivió en Chile, don Joaquín se hospedó en la casa de doña Margarita Aguilar Machado, costarricense, bastante excéntrica, viuda del poeta peruano José Santos Chocano, quien murió asesinado.
Volviendo al Marqués, de la misma forma en que se introdujo en la vida de Pedro Ignacio hasta el punto de ser parte integral de ella, su figura, ridícula y solemne, tan digna de admiración como de lástima, se va introduciendo en los sentimientos del lector. Cuando le llegaron a avisar que había recibido una herencia, el Marqués, que pasaba hambre con frecuencia, despidió a los emisarios con un desplante. Cuando, por una vez en su vida, el Marqués abandona su actitud de superioridad y se lamenta por lo que sufre, al final del discurso sale corriendo por la calle. Como todo en él, su carrera fue absurda, corría como alguien que no hubiera corrido nunca en su vida. Cuando asiste al velorio de Luchito, los amigos se indignan al notar que el Marqués llevaba puesto el abrigo del difunto, robado de su armario. "Lo que les molesta es que todos lo pensaron, pero yo lo hice", se justificó. Para ver mejor al muerto, se alumbró con una vela arrancada del candelabro que acabó chorreando sobre el cadáver. Aquel velorio, como todas las aventuras de la pandilla, fue memorable. Para evitar dormirse, mientras esperaban que amaneciera, jugaron un partido de fútbol en el callejón. Partieron al cementerio en tres taxis. Sobre el techo del primero iba, amarrado, el ataúd de Luchito. Los peatones se volvían a mirarlo. Aquel cortejo fúnebre les parecía tan pobre, tan triste, tan estrafalario. 
Las conversaciones sobre la vida, el arte y la literatura que sostenían el Marqués y Pedro Ignacio se asemejan, en la profundidad de su sabiduría, a las de los filósofos griegos pero les ganan en humor, alegría y sarcasmo. Pedro Ignacio y el Marqués se habían conocido en mayo. En el funeral de Luchito, el enero siguiente, fue la última vez que hablaron. Al despedirse, el Marqués le dijo al oído a Pedro Ignacio: "Si quieres, úsame como personaje." Era lo único en su vida que podía regalar. El lector más atento y el crítico más severo de un escritor, acabaría convirtiéndose en uno de los personajes de sus obras.
Escribir una novela, más que contar historias, es crear personajes. Esto me lo dijo el propio don Joaquín Gutiérrez. Cuando lo escuché, recordé inmediatamente al Marqués y, en mi ingenuidad, le pregunté: "Don Joaquín, ¿cómo hizo usted para crear un personaje tan maravilloso como el Marqués?"
Don Joaquín después de suspirar hondo me respondió: "A un personaje como el Marqués no hay escritor que pueda crearlo." Y tras unos segundos de silencio, como si me contara un secreto agregó: "El marqués existió."
INSC: 1997 

miércoles, 29 de octubre de 2014

Vamos para Panamá.

Vamos para Panamá. Rodolfo Arias,
Perro Azul, Costa Rica, 2000.
A este libro no lo recuerdo como una lectura, sino como una experiencia. Cuando pienso en él, no recuerdo las palabras, sino los hechos. Mi memoria me traiciona a tal punto que me parece haber vivido lo que leí. En mis recuerdos, yo estuve allí, a la orilla de la carretera en el Cerro de la Muerte esperando en medio de la nada a que el motor del Land Rover finalmente arrancara. Pasé la noche en el hotel de Gunter y no pude evitar que se me saliera una lágrima cuando apareció el niño perdido. A todos los personajes del libro los recuerdo como si los hubiera conocido.
Aunque en Vamos para Panamá suceden ciertos acontecimientos que rayan en lo extraordinario y uno de ellos es verdaderamente poco común, el grueso de la novela se ocupa de hechos cotidianos. La mujer que observa el ruedo descosido de una colcha. El hombre que usando el abdomen de su esposa como almohada se pone a fantasear sobre todas las maneras posibles de hacer plata. El muchachito curioso que se pasa la tarde mirando las hojas de una enciclopedia o viaja con su dedo por las páginas de un atlas. Dos niñas, ya entradas en la adolescencia con sus propios conflictos y preocupaciones. Todos ellos conforman una familia de clase media baja que alquila una casa incómoda que desde hace años pide a gritos una manita de pintura.
Un buen día, el padre logra cerrar un buen negocio y, con el dinero que se gana, decide llevarse a toda la familia de paseo a Panamá. Miguel es así, un hombre que aunque no puede mantener al día las cuentas de la electricidad y al que con frecuencia le cortan el teléfono, en cuanto le cae alguna platilla se lleva a los niños al Parque de Diversiones y a la esposa a cenar en un restaurante carísimo.
A bordo de un viejo Land Rover con la canasta cargada de maletines, muy de madrugada, salieron para Panamá y, en vez de tomar por la costanera, se enrumban hacia Cartago, ya que Miguel sostiene que un viaje a Panamá no es lo mismo si no se pasa por la cima del mundo, el Cerro de la Muerte.
Ya en el cerro, exactamente en el medio de la nada, al vehículo se le rompe un eje y se quedan tirados a la orilla de la carretera.
Toda la ilusión de ir a Panamá, ver el canal, comprar ropa, una cámara de video, barbies y tenis con luces, se vio truncada. Pero el viaje no podía suspenderse y Miguel bajó en un camión hasta Cartago, de donde regresó con Perica, un mecánico dispuesto a arreglar el chunche.
A partir de ese pequeño drama, que después se convierte en uno mayor, Rodolfo Arias logra un magnífico retrato de cada uno de los personajes. Además de los miembros de la familia y el mecánico, hay otros personajes memorables: don Nosé, un viejillo rústico y sordo que tiene su rancho en el monte, Yobani, un pachucazo alcohólico que se ofreció a ayudar y Gunter, el alemán dueño del hotel en que acabaron refugiándose.
¿Qué se puede hacer, a la orilla de la carretera, mientras se espera que arreglen el automóvil? Solamente pensar y nada más que pensar. La novela no tiene un narrador, sino que está construida con los pensamientos de todos los personajes. El lector entra entonces en la mente del mecánico que cuando está tirado bajo el Land Rover batallando con una tuerca que no se afloja, en la de la señora sentada sobre una piedra que mira su sombra proyectándose sobre el pavimento y en la de la muchachita que recuerda, mientras mira los matorrales a la orilla del camino, a su noviecito del colegio.
Primera edición de Vamos para Panamá
de Rodolfo Arias. Editores Alambique,
1997. Fueron solo 500 ejemplares
encuadernados en papel de banano.
Lo que más asombra de este concierto a varias voces, es la maravillosa habilidad del autor al reproducir, no solo el lenguaje sino la mentalidad y el punto de vista de cada uno de los personajes. Sin necesidad de ninguna advertencia, el lector tiene claro, en cada párrafo, cuándo las palabras vienen de la mente del padre, del viejo, del mecánico, del niño, de alguna de las muchachitas o de la señora. El tema de las reflexiones, la perspectiva al enfrentarlo y el lenguaje utilizado al desarrollarlo, no dejan lugar a dudas acerca de en la mente de quién estamos dentro. Los personajes, conocidos desde lo más hondo de su interior, acaban haciéndose visibles y toman al lector de la mano para que se entere de mucho más de lo que ocurre. 
Hay quienes piensan que para escribir una gran novela se necesita un gran drama. Ciertamente, un automóvil descompuesto en la carretera no es un drama con mayúscula. Un niño perdido por una noche, tampoco. Pero Vamos para Panamá, sin lugar a dudas, es una gran novela y, más que eso, su lectura es una experiencia hermosa.
A fin de cuentas, el percance en el Cerro de la Muerte, sirvió para que todos los miembros de la familia descubrieran muchas cosas respecto a sí mismos y se percataran de lo mucho que se amaban entre sí. En un arranque de entusiasmo, Miguel abraza y alza a su hijo y, al notar lo pesado que está, descubre que desde hacía mucho tiempo no lo alzaba.
Vamos para Panamá, además de una novela impecablemente construida, es un libro bello por los cuatro costados y una experiencia que vale la pena vivir y repasar.

INSC: 1192

lunes, 27 de octubre de 2014

La biografía que quiero leer.

Bernardo Augusto Thiel. Monseñor
Víctor Manuel Sanabria. Editorial
Costa Rica, 1982.
Benjamín Disraelí decía "Cuando quiero leer un libro, lo escribo." Ojalá uno pudiera decir lo mismo. Hay libros que me gustaría leer pero que sé que no puedo escribir. Uno de ellos es una biografía amplia y detallada del obispo Bernardo Augusto Thiel.
Monseñor Sanabria escribió un libro sobre Thiel, lo conozco y lo he leído con atención. Es interesante pero tanto como documento histórico como como biografía, se queda corto. El libro de Sanabria tiene varios lados flacos. Para empezar, es un libro sobre un obispo escrito por otro obispo, de manera que es totalmente acrítico y parcializado, casi hagiográfico. Thiel es el héroe que lucha contra las fuerzas del mal que pretenden destruir la Iglesia. Las posiciones de los liberales, muchas de ellas perfectamente razonables, no encuentran en la obra de Sanabria ni la más mínima voluntad de comprensión. Todo lo contrario, el autor llega al punto de permitirse tildar con calificativos burdos y hasta groseros, a los intelectuales que, en el Siglo XIX y como parte del proceso de consolidación de la República, buscaron establecer límites claros entre las esferas que competían al Estado y a la Iglesia. Un ejemplo: en 1888 el obispo Thiel se opuso a la creación del Registro Civil. En su opinión, el Estado no tenía por qué llevar el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones ya que de eso se había encargado desde los tiempos de la Colonia, y bastante bien, la Iglesia. Que el Estado instalara su propio registro en nada afectaría la acción de la Iglesia, pero Thiel veía en la nueva institución un intento de hacer la Iglesia a un lado. A Thiel puede disculpársele esta falta de comprensión, a Sanabria, cuarenta años después, no.
El libro de Sanabria está abundantemente documentado. La afición de Sanabria a la historia eclesiástica no solo lo hizo pasar largas horas revisando el archivo eclesiástico, sino que lo organizó de manera tan eficiente que ha sido de mucha utilidad para investigadores posteriores. Sin embargo, su libro no puede ser considerado una biografía de Thiel ya que, al concentrarse en su ejercicio episcopal, deja por fuera todas sus otras interesantes facetas.
Vale la pena hacer un recuento. Además de clérigo, Monseñor Thiel era políglota y lingüista. Fue el primero en estudiar las lenguas indígenas en Costa Rica. Escribía obras de filosofía y teología que eran publicadas en Alemania por la prestigiosa editorial Herder. Era un lector y escritor compulsivo, amante de la información detallada. Realizó el primer estudio demográfico de Costa Rica con datos que se remontan hasta donde la documentación disponible se lo permitió. Dictaba clases y examinaba en persona a los estudiantes del seminario. Escribía diarios detallados sobre todas sus actividades. En tren, carreta, a caballo o a pie, visitó todas las poblaciones de su diócesis que abarcaba todo el país. Ya a nivel personal, coleccionaba monedas y estampillas, jugaba ajedrez y era muy hábil para los manejos financieros.
Thiel nació en Elberfeld, Alemania en 1850 y a los veinticuatro años, en París, fue ordenado sacerdote de la orden lazarista, fundada por San Vicente de Paul. Eran los años de la Kulturkampf de Bismark, cuyas reformas acabaron enfrentando al Estado alemán con el partido Zentrum de los católicos alemanes. Estuvo tres años en Ecuador, donde también había conflictos entre la Iglesia y el Estado, de 1874 a 1877, y luego fue trasladado a Costa Rica.
Aunque, como se dijo, Thiel era un hombre culto y estudioso, al igual que todo el clero de su época criticaba la democracia, el liberalismo y la Ilustración, estaba a la defensiva de cualquier avance de la esfera de acción del Estado que pudiera disminuir la influencia de la iglesia y añoraba los tiempos en la autoridad civil y la autoridad eclesiástica dirigían el mundo de común acuerdo. Durante la dictadura de Tomás Guardia, Thiel pudo experimentar en la práctica ese anhelo que luego se rompió, y de manera drástica, durante el gobierno de Próspero Fernández.
Fotografía de Thiel, recién consagrado obispo,
con apenas treinta años de edad.
Cuando Thiel llegó a Costa Rica, en 1877, el país no tenía obispo desde hacía seis años. La sede estaba vacante desde 1871, cuando falleció el primer obispo, Anselmo Llorente, quien también tuvo serios encontronazos con don Juanito Mora y otros presidentes precisamente porque el límite de autoridad eclesiástica y la civil no estaba del todo clara. Vale la pena hacer una aclaración histórica. Desde los primeros años de la conquista, el Papa delegó la autoridad de la Iglesia en los nuevos territorios a la corona española. Cuando los países de América Latina empezaron a independizarse, una de sus acciones más urgentes fue firmar concordatos con la Santa Sede para que las iglesias locales pasaran a depender directamente del Papa sin injerencia de las autoridades españoles que ya no pintaban nada a este lado del Atlántico. El concordato incluía entre sus cláusulas el patronazgo estatal a la Iglesia, lo que permitía al Jefe de Estado proponer y vetar nombres para el nombramiento de obispos. Muerto Llorente, la Santa Sede y el gobierno de Tomás Guardia no lograban ponerse de acuerdo para nombrar un sucesor. Cada parte se aferró tercamente a su candidato, a sabiendas de que la contraparte lo objetaba, y la vacante se extendió por nueve años.
El joven sacerdote alemán conquistó la simpatía de Tomás Guardia, al punto que propuso su nombre para que ocupara la silla episcopal costarricense. La Santa Sede estuvo de acuerdo pero fue necesario hacer una excepción a las normas y esperar un tiempo, ya que Thiel apenas había cumplido los treinta años de edad.
Aquella dupla armónica medieval de Papa y Emperador, se vivió en Costa Rica mientras don Tomás estuvo en el poder. Las relaciones de Guardia, que más que un dictador era un monarca, con Thiel, que más que un obispo era un papa, fueron excelentes no solo a nivel oficial sino personal. El el cuento Mi primer trabajo, Magón relata que a su graduación llegaron juntos don Tomás, vestido de uniforme de gala, y Thiel, vestido de púrpura. Aquellos dos, decía Magón, iban juntos a todas partes. Gonzalo Chacón Trejos, en Tradiciones costarricenses, se refiere a Thiel como inversionista en minas de oro. La señora Ana Isabel Herrera Sotillo, publicó un valioso trabajo sobre las visitas pastorales y la correspondencia de Thiel. 
Monseñor Thiel en Costa Rica. Visitas
Pastorales 1880-1901. Ana Isabel Herrera
Sotillo. Editorial Tecnológica, Costa Rica,
2009. Compilación de valiosos documentos.
La luna de miel era en verdad dulce. Ni Thiel se metía con lo que hacía el gobieno de Guardia, ni Guardia con lo que hacía la iglesia de Thiel. Ambos tenían pasión por las grandes obras. Mientras don Tomás arrancaba la gran empresa del ferrocarril, Thiel construyó (y cambió de sitio) la Catedral y la iglesia de la Merced. Construyó también el templo parroquial de San Ramón que sería posteriormente destruido por un terremoto. Durante la visita de Thiel a San Ramón, por cierto, ocurrió una anécdota simpática. En San Ramón había estado, desterrado por Guardia, don Julián Volio Llorente. Allá en el norte, don Julián se dedicó, además de al cultivo de café y de caña, a difundir la cultura entre los habitantes. Se dice que San Ramón se convirtió en tierra de poetas en buena medida por la presencia e influencia de don Julián. Cuando Thiel llegó de visita, los ramonenses, como para mostrarle la cultura del pueblo, lo llevaron a conocer la biblioteca pública, herencia de don Julián. Thiel revisó la colección y se mostró indignado de que estuvieran a disposición del público libros tan peligrosos para la moralidad y las buenas costumbres como, por ejemplo, Los tres mosqueteros. Dejó entonces, además de un donativo para formar una biblioteca con libros buenos, la advertencia de que no leyeran los que había dejado don Julián.
A la muerte de Tomás Guardia, en 1882, se desató una breve, pero encarnizada, lucha de sucesión. Ocupó la presidencia su cuñado, don Próspero Fernández con quien Thiel no logró establecer la estrecha relación que tuvo con don Tomás.
1884 fue el año de la drástica ruptura. Don Próspero introdujo en la legislación costarricense el matrimonio civil y el divorcio, secularizó la enseñanza y los cementerios, prohibió las órdenes religiosas y expulsó del país a los jesuitas y al propio Thiel. Don Ricardo Blanco Seguro publicó un libro titulado 1884 el Estado, la Iglesia y las reformas liberales, en que se refiere extensamente a todos estos acontecimientos. En países con una sociedad más amplia y compleja, un conflicto entre la Iglesia y el Estado podría ser analizado y explicado a partir de motivos ideológicos o choques de intereses. En Costa Rica, que era entonces y sigue siendo una aldea, en todos los conflictos sociales hay siempre un factor personal que no debe pasarse por alto. Al leer las cartas que, desde el exilio, le dirige el obispo a Bernardo Soto y sus correspondientes respuestas, salta a la vista que hay algo que no mencionan pero que los dos conocen. Soy de la idea de que el conflicto entre Próspero Fernández y Bernardo Augusto Thiel nació de algún tipo de roce personal bastante grave. Thiel llegó al extremo de regañar, por carta, al sacerdote que ofició el funeral de Próspero Fernández. Bernardo Soto, en sus cartas al prelado, en medio de una prosa diplomática y elegante, básicamente lo que le dice es que a Próspero no se le ha pasado el berrinche y no cree que se le pase pronto. Un sector del clero, que luego fue obligado a retractarse, se manifestó de acuerdo con la expulsión de Thiel.
Thiel regresó a Costa Rica cuando asumió la presidencia Bernardo Soto, el yerno de Próspero. Las relaciones de la Iglesia con el Estado, al retorno de Thiel, fueron frías y distantes, pero sin enfrentamientos. En 1891, el Papa León XIII publica su encíclica Rerum Novarum, que fue replicada don años después por la Carta Pastoral de Justo Salario de Thiel, que generó alguna polémica que no pasó a más. A imitación del Zentrum, partido católico alemán, Thiel propició la fundación del partido Acción Católica, que tuvo poco éxito y corta vida. 
Corta vida tuvo también Monseñor Thiel quien, al igual que su gran amigo Tomás Guardia, falleció poco después de haber cumplido los cincuenta años.
En verdad me gustaría leer una biografía completa de Thiel. Una biografía novelada, en la que el autor, aunque se documente minuciosamente, se permita llenar con imaginación los enlaces que sean necesarios y que consigne diálogos y situaciones que, aunque no ocurrieron, pudieron haber ocurrido. Aunque la figura de Thiel ha sido estudiada, creo que aún está por escribirse una biografía digna de su figura. Los historiadores profesionales hace rato que dejaron de hacer biografías, por lo que la tarea le tocará, muy probablemente a un literato. Me gustaría decir, como Disraelí, que cuando quiero leer un libro lo escribo, pero en este caso, conozco mis límites. Antes de escribir la primera línea de esta biografía, sería necesario haber pasado al menos un par de años en archivos y bibliotecas. La biografía de Thiel es una tarea que yo no haré como escritor pero confío, como lector, que alguien la haga o, mejor, que la esté haciendo.
   
INSC: 0330

De emperador a jardinero.

El último emperador. Puyi. Globus, España
1990. Como pueden ver, el libro me costó 500
colones. 
La revolución francesa decapitó a Luis XVI y la revolución rusa acribilló a Nicolás II. Los últimos emperadores de Alemania y Austria, así como los últimos reyes de Italia o Grecia debieron marchar al exilio. Aisin-Gioro Pu Yi, el último emperador de China, tuvo mejor suerte. Ni lo mataron ni lo exiliaron. Fue hecho prisionero al finalizar la II Guerra Mundia y, tras cumplir un proceso de adaptación, pasó el resto de sus días en su país dedicado al oficio de jardinero. 
Ninguno de los vecinos del humilde barrio de trabajadores en que vivía, tenía idea de que aquel hombrecillo delgado de gruesos lentes, al que veían cuidar esmeradamente pequeños árboles y arbustos, había ocupado el trono imperial.
Ya retirado, recibió de las autoridades chinas el encargo de escribir sus memorias, que fueron publicadas originalmente en chino y luego traducidas a lenguas europeas. Sobre este libro fue que Bernardo Bertolucci realizó su película de 1987 El último emperador.
Tuve la suerte de encontrarme, en la sección de ofertas de una librería, una edición en español de las memorias de Pu Yi. El libro, en pasta dura, me costó quinientos colones, menos de un dólar. Aunque ya había visto la película, que es muy hermosa, el libro fue cautivante y revelador ya que me permitió conocer la apreciación personal de Pu Yi sobre su propia historia, que él mismo considera extraña y hasta absurda.
Pu Yi ni siquiera se enteró que había llegado a ser emperador, puesto que fue proclamado cuando tenía solamente dos años y diez meses de edad. Tampoco se enteró de que había sido depuesto, ya que la república fue establecida cuando él tenía solamente seis años de edad y fueron otros quienes firmaron la abdicación. Cuando se dio cuenta que era emperador, ya no lo era. China se había convertido en república pero, curiosamente, mantuvo al Emperador recluido en la Ciudad Prohibida, una jaula de oro en que todo continuaba de acuerdo con tradiciones milenarias como si nada hubiera cambiado. "Era como formar parte del elenco de una obra de teatro que no tenía público", afirma el propio Pu Yi, aunque lo cierto es que, incluso en los tiempos en que el emperador tenía poder, el público estuvo siempre al lado afuera del muro.
El lujo y el derroche de la corte imperial llegaba a extremos increíbles. La servidumbre la constituía una legión de eunucos. Se preparaban toneladas de alimentos que nadie consumía y que estaban listos solamente para satisfacer algún antojo imperial. Si el emperador no los solicitaba, se tiraban. Toda la ropa del emperador era nueva, nunca usaba una prenda por segunda vez. 
Sin embargo, su infancia no fue feliz. Aunque, por motivos difíciles de explicar y más difíciles de entender, oficialmente tenía nueve madres, nunca conoció el amor materno. Sus madres lo visitaban muy de vez en cuando y las visitas nunca tardaban más de tres minutos. Si hacía algún berrinche, gritaba o lloraba, los sirvientes lo encerraban en un cuarto pequeño y oscuro del que no salía hasta que se hubiera tranquilizado. Sobra decir que el encierro más bien aumentaba su desesperación. Cuando empezó a estudiar, los maestros le hacían leer y le explicaban la filosofía de los antiguos sabios chinos. Ninguno de sus maestros le dejó tarea ni le hizo un examen y el niño, que ya recitaba a Confucio, no era capaz de encontrar China en un mapa ni sabía que el arroz crecía en la tierra. 
Pu Yi no evoca sus años en el trono con nostalgia. Todo lo contrario, los considera un periodo en que fue víctima de una tortura cruel y absurda. Debió escoger su esposa y sus concubinas por fotografías, sin haberlas visto en persona nunca antes.
De alguna manera se las arregló para tener algo de vida normal. Tuvo una bicicleta en la que paseaba por los patios y los corredores y apenas instalaron un teléfono llamaba a diversas sin más motivo que jugar con el aparato.
Ajeno a todo contacto con el mundo exterior, en 1917 se llevó la sorpresa de que había habido una restauración y tenía de nuevo el poder sobre el Imperio. De la misma forma en que nada en su vida cambió al perder el poder, nada cambió al recuperarlo. Reinar consistía en estar varias horas al día sentado completamente inmóvil en el trono. 
El emperador al lado de su maestro
Sir Reginald Femming Johnston.
Cuando debió recibir al Cuerpo Diplomático fue la primera vez en su vida que tuvo al frente personas que no eran chinas. Le advirtieron que no se sobresaltara, que eran personas muy extrañas. Aunque mantuvo la compostura, quedó más que impresionado, aterrorizado, cuando miró ojos y cabello de todos colores. Los extranjeros lo asustaban. A pesar de ello, un extranjero, Sir Reginald Fleming Johnston, llegó a ser el primer amigo que tuvo en su vida. Aquel caballero escocés, catedrático de literatura en Oxford que hablaba chino perfectamente, había sido contratado como tutor para que instruyera a Pu Yi, que ya hablaba inglés, en historia, literatura, cultura y modales occidentales. Mientras todos en la Ciudad Prohibida, se postraban en el suelo y bajaban la mirada ante el emperador, Sir Reginald se mantenía tan erguido que Pu Yi llegó a creer que andaba puesta una coraza bajo la ropa. Además, el tutor escocés manifestaba abiertamente ante el emperador qué quería, qué le gustaba y qué le molestaba. Era un maestro exigente que le ponía tarea y evaluaba los progresos. Nunca antes nadie había tratado a Pu Yi de igual a igual y ese trato propició un gran respeto y afecto entre tutor y estudiante. La fascinación era recíproca. Mientras Sir Reginald observaba la preciosa túnica de seda del emperador, Pu Yi miraba con admiración la corbata, el chaleco y la levita de su tutor. Al profesor le llamaba la atención ver a su discípulo escribir con un pincel mojado en un tazón de tinta sobre un papel de arroz y al alumno le impresionaba ver a su maestro escribir con pluma fuente en su cuaderno. Sir Reginald recitaba en mandarín antiguos poemas chinos con impecable pronunciación y entonación y exigía que Pu Yi hiciera lo mismo, en inglés, con los sonetos de Shakespeare. Cuando Pu Yi alcanzó notables progresos, su maestro, para premiarlo, le regaló unos confites. Pu Yi leyó en la envoltura: "Sabor y color artificiales" y quedó asombrado de que, en la industrializada Inglaterra, los sabores y colores se hicieran con productos químicos. En China, los dulces mandarina o de fresa, estaban hechos de mandarinas y fresas, cosa que fascinaba al escocés.
Gracias a Sir Reginald, que le llevó revistas ilustradas con fotografías, Pu Yi se enteró de la I Guerra Mundial y supo que existían artefactos como tanques y aviones. A veces, Pu Yi convidaba a Sir Reginald a la ceremonia del té con todo el ritual oriental y, en otras ocasiones, Sir Reginald lo invitaba a tomar el té al estilo y con la vajilla y los bocadillos británicos. Cuando la confianza creció entre ellos, Sir Reginald llegó a darle consejos. Le explicó claramente los conceptos de monarquía y república, de los que el emperador no tenía ni idea y lo puso al tanto de lo frágil que era su posición y de los cuidados que debía tener para conservarla.
Pu Yi se enteró, gracias Sir Reginald, que vivía en el Siglo XX y trató de modernizar la vida en la corte. Los cambios fueron vistos como caprichos irracionales por parte de los nobles y el emperador empezó a tener enemigos en casa. La autoridad imperial, en todo caso, era ya insalvable. Pu Yi fue depuesto y debió marchar al exilio. Como no sabía prácticamente nada del mundo y no tenía ningún asesor que lo aconsejara (Sir Reginald había regresado al Reino Unido), Pu Yi pasó su exilio derrochando dinero a manos llenas, comprando joyas, jugando en casinos y bebiendo en cabarés y cometió la imprudencia de servir de títere de los japoneses para fundar en China el efímero imperio de Manchukuo (1932-1945). Al finalizar la II Guerra Mundial fue capturado por el Ejército Rojo de la Unión Soviética. En 1949, cuando Mao Tze Dong tomó el poner en China, el antiguo emperador fue repatriado.
En vez de matarlo, como muchos suponían que iba a suceder, Pu Yi fue internado junto a otros nobles en un campamento para que aprendiera un oficio y fuera reinsertado a la vida del país. Pu Yi, que nunca en su vida había realizado labor manual alguna, cuenta lo difícil que era para él lavar su ropa o arreglar su cama. El trabajo de los internos consistía en armar cajas de cartón y mientras otros lo hacían casi automáticamente, él se tardaba un gran rato en armar una sola. Sus manos eran torpes. Nunca, en su vida, había manipulado ni siquiera unas tijeras. Para él era difícil hasta hacerle punta a un lápiz.
Contra lo que uno pudiera imaginarse, en sus memorias los recuerdos del campo de trabajo son más alegres que los del palacio imperial. Tanto él como los nobles que lo acompañaban eran reclusos, pero se les trataba como seres humanos con su propia personalidad, mientras que en los tiempos de palacio todos eran esclavos de tradiciones y rituales impuestos. A Pu Yi, que había tenido miles de sirvientes en palacio y que dispuso de millones de dólares en el exilio, la idea de ganarse la vida con su trabajo no solo no le pareció molesta, sino justa, retadora y agradable. 
Aunque sus niveles de producción eran los más bajos, al recibir el primer sueldo fruto de su trabajo, compró unas frutas confitadas que, al saborearlas, le parecieron las más dulces que había probado. Salió del campo dispuesto a mantenerse con el fruto de su trabajo de jardinero y ser útil a la sociedad. Las joyas y depósitos bancarios en el extranjero a su nombre, los entregó al Estado.
En su nueva vida tuvo una familia unida, conoció la amistad y la camaradería y cuando se retiró, debido a un cáncer, se integró a un club de ancianos que realizaba actividades recreativas. Una de ellas fue una visita a la ciudad imperial con Pu Yi como guía.
Hay quienes dicen que la historia de Pu Yi y sus memorias son muestra de un lavado de cerebro. No creen que un emperador pueda ser infeliz y que considere el cambiar su posición por el oficio de jardinero como una alegría y un logro personal. Stefan Sweig, en su biografía de María Antonieta, menciona que Luis XVI era aficionado a la mecánica y que elaboró con sus propias manos relojes y otros artefactos en los que el monarca diseñó el mecanismo y fabricó cada pieza. Según Sweig, si la revolución francesa, en vez de decapitarlo, hubiera puesto a Luis de operario en una fábrica de relojes, lo habría hecho el hombre más feliz del mundo. Pu Yi, así sea con el cerebro lavado, sí tuvo la oportunidad de conocer la felicidad.
INSC: 1567
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