martes, 7 de octubre de 2014

Madame Bovary de Gustave Flaubert es considerada la novela perfecta.

Madamme Bovary. Gustave Flaubert.
Primera edición. París, 1857.
Quienes aún no la han leído, prepárense para una experiencia maravillosa. Quienes ya la leyeron pueden dar fe de ello. Desde que apareció, en 1857, han sido y siguen siendo muchos los lectores que necesitan tiempo para entrar en sintonía con esta novela, pero una vez que la trama los envuelve y los absorbe, experimentan una de las mayores aventuras literarias de su vida.
El libro es minuciosamente descriptivo. Cuando se entra en una habitación, se menciona la cantidad y la ubicación de todos los muebles. Cuando aparece un personaje, nos enteramos hasta de cuál botón del chaleco andaba suelto. Cuando se narra una acción, se mencionan todos y cada uno de los movimientos. Al principio, el lector se siente un poco contrariado por esa manía de describirlo todo hasta en el más mínimo detalle. Hay quienes se aburren y la abandonan antes de que empiecen las revelaciones. Los que avanzan un poco más, poco a poco comprenden que ese inventario de detalles no es la novela. La novela es, asombrosamente, lo que están leyendo entre líneas, lo que están descubriendo por sí mismos.
En ninguna parte de la novela, Flaubert dice que Charles Bovary era un idiota pero, para el lector, es más que evidente. Nunca dice que Charles Bovary sentía cierta repugnancia por su primera esposa, solamente menciona que aquella mujer tenía los pies fríos y acostumbraba frotarlos con los de él bajo las sábanas.
Charles Bovary, mediocre médico rural, debe visitar una finca porque el propietario se ha roto una pierna. Allí conoce a Emma, la hija del paciente. Basta que el narrador mencione que, cuando Bovary iba de visita, se ponía el chaleco nuevo y, antes de llegar, se apeaba del caballo para limpiarse las botas, para que quede claro que el médico se había enamorado de ella. Cuando la describe bebiendo unas gotas de licor en una copa diminuta con la cabeza echada hacia atrás, es evidente que Bovary no solo estaba enamorado, sino perdidamente loco por ella. 
Uno sigue leyendo descripciones minuciosas y detalladas del paisaje, de los aposentos y del aspecto e indumentaria de los personajes. Pero la novela, repito, no está en las letras impresas en el papel, sino en la mente del lector quien, al enterarse del decorado y de las acciones, logra ver todo lo que está detrás.
Cuando Emma se casa con Charles, que había enviudado, pasa a convertirse, no solo en Madamme Bovary, sino en el eje de la novela. Emma es hija única de un granjero acomodado que la adora con toda su alma y que le brindó, pese a ser él un rústico, una educación refinada. Su marido está totalmente enamorado de ella. Con el tiempo llega a ser madre de una hija preciosa. Emma tiene buena posición social y económica, es admirada, respetada y hasta envidiada en el pueblo. Vive en una casa cómoda hasta con ciertos lujos. Sus caprichos se hacen realidad sin demora. Emma es, además, hermosa, romántica y apasionada y llega a tener aventuras extramaritales bastante ardientes. Sin embargo, de nuevo sin que Flaubert tenga que decirlo, el lector se percata que ella no es feliz, que nada logra llenar un enorme vacío que ha llevado siempre dentro. Que cada vez que cree que, ahora sí, todo será distinto, acaba siendo siempre todo igual. Todo hueco, todo vacío, todo opaco, todo sin sentido. El aburrimiento y la soledad la están matando.
Cuando uno la mira endeudándose más allá de sus posibilidades para cambiar las cortinas y los muebles, para comprar vestidos, joyas y tonterías que no necesita, dan ganas de poder hablarle y decirle: "No, Emma, el problema no está ahí, nada ganás con llenarte de chunches ni con remodelar la casa." Pero si uno pudiera hablarle, tampoco podría decirle dónde está el problema. Uno tampoco lo sabe. Todo es deprimente, nada tiene sentido. Ni el amor del padre, del marido y de la hija, ni el respeto de los vecinos, ni la pasión de los amantes, logra sosegar su alma atormentada.
Las páginas continúan pasando, cada vez con más dolor. Mientras el autor sigue describiéndolo todo con lujo de detalles, el lector va introduciéndose más y más en el alma, el corazón y la mente de esa mujer que ha estado siempre sola, que no sabe ni qué está buscando, pero que no lo encuentra.
Hay momentos en que la compenetración del lector con el personaje llega a extremos escalofriantes. Emma, sola en la casa, se pone a revisar un armario. Flaubert solamente hace el inventario de las cosas que va sacando, pero uno, el lector, sabe con certeza en qué piensa Emma al ver cada uno de los objetos, qué recuerdos vienen a su mente cuando los tiene en sus manos. En otra ocasión, Emma, en una gira exploratoria, sube al alto del galerón que estaba al lado de su casa, en que guardaban el coche. Desde arriba, mira lo lejos el paisaje: una colina, el cielo azul, una nube blanca, un árbol torcido y una bandada de pájaros. El silencio es absoluto y lentamente baja su mirada y contempla el pavimento. Flaubert, por supuesto, no lo dice, pero para el lector es evidente que Emma está pensando en lanzarse al vacío, en acabarlo todo de una vez. Cuando, tras unos segundos eternos, Emma baja por la escalera y regresa a la casa, es inevitable interrumpir la lectura para soltar un suspiro de alivio. Si el lector solamente presta atención a las palabras impresas y no ha logrado la conexión con el personaje, este pasaje no tiene sentido. La mujer  simplemente trepó a lo alto, miró alrededor y bajó por la misma escalera que había subido. Pero el lector que conoce el juego de Flaubert, (que muestra las imágenes y relata los hechos pero le deja al lector la tarea de descubrir lo que está ocurriendo), se percata que Emma se trepó a lo alto por un impulso que ni ella sabía hasta dónde podía llevarla y que, al mirar el paisaje silencioso, se percató que había llegado al tope, que no soportaba vivir un segundo más.
Su profunda depresión, a la larga, acaba ganando la partida. Emma se envenena y muere. Su suicidio es una sorpresa para todos. Para todos menos para el lector. Nadie logra comprender sus motivos. Nadie excepto el lector.  
Gustave Flaubert tardó diez años escribiendo esta novela. La revisó hasta en el más mínimo detalle. Es célebre su afirmación: Madame Bovary, C`est moi. "Madame Bovary, soy yo". Durante el último siglo y medio, una legión de lectores atentos puede decir lo mismo: "Madame Bovary, soy yo." 
Gustave Flaubert.  1821-1880
Autor de Madame Bovary. No hay más que decir.
Esta novela, desde su aparición, hasta hoy, ha recibido juicios encontrados. Hay quienes no la soportan, se aburren espantosamente y no le encuentran sentido. Están también quienes la consideramos una obra maestra. El motivo de la diferencia de criterios es muy claro. Los primeros la leyeron. Los segundos la vivimos. Para ellos fue una lectura, para nosotros fue una experiencia.
Tengo entendido que Madame Bovary se empezó a llamar "La novela perfecta", por lo impecable de su escritura. Los franceses, que tanta atención y cuidado le ponen a su lengua, se deleitan al repasar, línea por línea, la elegante prosa de esta novela, en que cada sílaba está en su sitio como una nota musical que forma parte de una sinfonía. La musicalidad y la corrección de la escritura, fruto, como se dijo, de diez años de trabajo, es deslumbrante. Sin embargo, de ser cierta esta información, creo que se llegó al calificativo correcto por las razones equivocadas. La novela perfecta no es la que está impresa en el papel, sino la que el lector atento se encuentra entre líneas. 
El público es una bestia insaciable que siempre, especialmente cuando está satisfecha, pide más. Por la extraordinaria experiencia que tuve con Madame Bovary, leí otras novelas y relatos de Flaubert, pero acabé desilusionado. ¿Por qué seremos los lectores tan ingratos al punto de pedirle otro milagro a quien ya ha hecho uno? 

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