jueves, 23 de octubre de 2014

Memorias sin nombre.

La señal de Caín. Habib Succar.
Alef Editores, Costa Rica, 2000.
Por muchos motivos, este es un libro conmovedor. Curiosamente, la página que a mí me parece más conmovedora es una que tiene tan pocas palabras que casi está en blanco y es en la que el autor dedica el libro a su esposa y sus tres hijos.
La señal de Caín, de Habib Succar es una novela testimonial en la que se retratan las inquietudes, locuras y confusiones de los escritores costarricenses que, como él, conformaron el grupo Sin nombre en los años setenta. Con la crisis de la edad madura y la distancia que dan los años, repasar aquella época le permite al autor y protagonista enfrentarse con unos fantasmas de los que no puede librarse del todo.
Lo que nos ha entregado Habib Succar, en su novela La señal de Caín es, ante todo, una confesión. La confesión de un joven que quiso ser artista y acabó viendo sus sueños estrellarse contra el muro de la realidad, cuyas urgencias no son fáciles de ignorar.
La confesión de alguien que quiso ser rebelde y que, al llegar a la edad madura, se atormenta al percatarse de que debió haber aprovechado mejor el tiempo y haberse preparado mejor para el futuro. No se arrepiente de las locuras de su juventud, pero ya en la edad madura descubre que las atarantazones juveniles tienen un precio que el destino se encarga de cobrar.
Esta confesión, como cualquier otra, no busca el perdón o la comprensión sino, simple y llanamente, el desahogo. Las experiencias dejan heridas difíciles de cicatrizar y muchas veces la única forma de curar esas heridas es buscar un amigo dispuesto a escuchar para soltarle todo lo que se lleva dentro. Ese amigo por lo general es una persona de confianza, si lo que hacemos es hablar, pero también puede ser un perfecto desconocido, si lo que hacemos con nuestra confesión es escribirla y publicarla.
Ese es uno de los fenómenos más interesantes de la literatura. Como decía el personaje de El Túnel de Sábato, el autor escribe con la esperanza de que entre todos sus lectores haya al menos una persona que sea capaz de comprenderlo. Por eso el escritor tiene una confianza infinita en el lector, en esa persona que no conoce, pero quizá lo pueda comprender.
Todos tenemos secretos. Hay ciertas facetas de nuestras vidas que no compartimos con absolutamente nadie. Ni al amigo de mayor confianza le permitimos asomarse a los capítulos de nuestra existencia que tenemos encerrados bajo llave en el más absoluto secreto. Sin embargo, cuando nos ponemos a escribir, sí somos capaces de revelarle todo a esa persona desconocida que es el lector.
Entre los lectores exigentes, no faltarán quienes le reclamen a La señal de Caín sus torpezas formales o sus tropiezos de estilo. No es un libro cuidado, es cierto. Pero hay que reconocerle a Habib la honradez, la sinceridad y hasta el valor de que ha hecho gala al contarnos su juventud sin ocultar miserias ni bochornos.
El libro, que recoge los momentos más dramáticos de la juventud del autor, está dedicado a sus hijos y su esposa, en lo que podría interpretarse como un esfuerzo de reconciliar el pasado con el futuro.
Aunque haya ciertos intentos por disimularlo, lo cierto es que La señal de Caín es un libro, más que testimonial, autobiográfico. El lector no percibe ninguna distancia entre el autor y el protagonista y aunque aparezca la advertencia de que “Todos los personajes y situaciones son fruto de la fantasía” lo cierto es que cualquier persona medianamente enterada de la vida cultural josefina en las pasadas décadas, puede reconocer los personajes y hasta recordar las situaciones.
El autor menciona algunos nombres propios bastante conocidos como Mario Parra, Zulay Soto o Ana Istarú y a las figuras del mundillo cultural josefino que trató de ocultar bajo otro nombre, le hizo un retrato tan evidente que su rostro se asoma tras el disfraz.
La señal de Caín es la historia de un joven desafortunado y confundido que, en los setenta, quiso ser escritor y acabó integrando con compañeros de generación el grupo Sin nombre. En ese grupo experimentó diversas formas de escape, entró en contacto con distintas manifestaciones estéticas y llegó a desarrollar una enfermiza relación de dependencia con el líder. En medio de la confusión típica del joven que no sabe exactamente qué quiere hacer con su vida, el protagonista llega a familiarizarse con los grandes escritores por medio de lecturas afrontadas en desorden y asimiladas  al compás de los golpes de la vida diaria.
Uno llega a preguntarse si la confusión del protagonista refleja de alguna forma la confusión de aquella generación de escritores costarricenses de los setenta, dispuestos a generar una ruptura y crear algo nuevo, pero sin saber exactamente con qué querían romper y qué era exactamente lo que querían crear.
Fue una juventud intensa y transgresora. Pero la juventud es un defecto que se corrige solo. Queramos o no, con los años viene la calma y, con la calma, también inevitablemente, viene la tentación de echar un vistazo hacia el camino recorrido para evaluar, ya con la distancia que da el tiempo, las propias actuaciones. El protagonista, entonces, al observar su pasado de joven alocado, es capaz de ver su propia confusión. “Me he sentido como un peón perdido en el tablero que no sabe cuál es la estrategia del ajedrecista” confiesa al inicio del libro. Más tarde, ya casi al final, llega a calificarse como una “torpe marioneta que se ha dejado manipular por las circunstancias”.
En esa crisis de la edad madura, el protagonista observa las locuras de una juventud inquieta. No se arrepiente. Las experiencias fueron todas valiosas. Pero no deja de sentir remordimientos al ver que el tiempo que anduvo torrenteando, pudo haberlo dedicado a juntar un patrimonio que le brindara seguridad y un mejor futuro. Aquel que quería ser artista, desea ahora la vida de un burgués acomodado. En la juventud buscó la intensidad, pero en la madurez ansía la estabilidad. Ya con sus años encima y sin una profesión o un capital que le cubra sus necesidades, al protagonista lo angustia una gran incertidumbre ante la vejez que ya ve cercana. Sobre este asunto, el libro llega a ser repetitivo al declarar que un trabajo estable y un cheque fijo a fin de mes son ahora el máximo anhelo de su vida.
El protagonista calcula que ya la mitad de su vida se le ha ido. O, uno nunca sabe, tal vez  más de la mitad. Se sume entonces en una sensación de desperdicio, de culpa por haber desaprovechado el tiempo y por no haber ordenado su vida más tempranamente.
“¿Por qué me suceden estas cosas a mí?” Se pregunta  “¿Por qué no puedo llevar una vida apacible y exitosa como todo el mundo?”
Habib Succar, retratado por Faustino Desinach.

En la señal de Caín aparecen pocas imágenes, pocas historias, pero muchas explicaciones y justificaciones. Es un relato crudo, doloroso y en ocasiones desesperado. Es un libro intenso y desordenado, como intensa y desordenada suelen ser la confesión de remordimientos guardados por mucho tiempo.
El personaje bíblico de Caín representa la culpa que no se puede dejar atrás, ya que está marcada en el cuerpo.
En todas partes se siente el discurso del pecador arrepentido buscando redimirse confesando su vida. La culpa tiene gran presencia en el relato. Los argumentos, por otra parte, son simples y alegóricos. Se trata de sacar a la luz del día los fantasmas que habitan muy adentro. “Creo que requiero de un exorcismo para echar afuera mis fantasmas”.

El libro está lleno de confusión, es desordenado y hasta incoherente, pero así son los desahogos, así es la catarsis, porque para el protagonista, como aparece en la última página del libro, la literatura es eso: catarsis.

INSC: 1114

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