martes, 11 de noviembre de 2014

El espía tico.

El secreto encanto de la KGB. Las cinco
vidas de Iosif Grigulievich. Marjorie Ross
Grupo Norma, Costa Rica, 2004.
La historia de la Guerra Fría tardará muchos años en ser escrita. A diferencia de todas las guerras anteriores en la historia de la humanidad, en la Guerra Fría no hubo enfrentamientos que tuvieran miles de testigos. Las batallas, los momentos tensos, los frentes abiertos, los escenarios de las acciones y hasta los héroes victoriosos o luchadores derrotados se mantuvieron y, siguen estando, en secreto. Desde la conferencia de Yalta, en 1945, quedó claro que los Estados Unidos y la Unión Soviética terminaron la Segunda Guerra Mundial como aliados, pero no como amigos. La clase de sociedad que querían establecer y sus planes para el futuro del mundo una vez terminado el conflicto armado eran antagónicos. En aquellos años circuló el rumor de que, una vez vencida la Alemania Nazi, las tropas aliadas continuarían la guerra contra la URSS. 
La guerra, sin embargo, por prudencia y actitud responsable de los líderes de ambos bandos, nunca estalló, pero durante casi medio siglo el mundo vivió en un estado de tensión constante. 
La Guerra Fría no fue una guerra clásica, de toma de posiciones y avance de tropas. Fue una guerra silenciosa, de acciones encubiertas, de agentes secretos, de infiltraciones, de robo de información, de paranoia generalizada. En la URSS, había purgas y reorganización de altos mandos constantes por temor a traidores. En Estados Unidos se desató la cacería de brujas del Mcarthismo, que creía ver agentes rusos por todas partes.
Salvo la crisis de los misiles, en 1962, ninguna otra batalla de esta guerra, más que fría silenciosa y secreta, llegó a ocupar titulares en los medios de comunicación. Recientemente se ha sabido que durante las presidencias de Johnson y de Nixon hubo también momentos en que se estuvo a punto de abrir fuego sin que nadie, a ninguno de los lados de la cortina de hierro, se enterara.
Poco a poco se irán abriendo archivos y publicando documentos que, en manos de investigadores que tengan la paciencia de atar cabos, nos permitirán ir conociendo las nombres y las acciones de quienes participaron en esta larga, silenciosa y atípica guerra.
Algunos de ellos han sido ya descubiertos, como Iosif Romualdovich Grigulievich cuya vida, o mejor dicho cinco vidas, es el personaje central del libro El secreto encanto de la KGB de Marjorie Ross. Esta obra, aunque es fruto de una rigurosa investigación, está escrita como una intrigante y misteriosa novela de espionaje. Lo asombroso es que todo lo que se cuenta en realidad ocurrió.
Estamos frente al feliz encuentro de un personaje fascinante y una escritora talentosa: Grigulievich y Marjorie Ross. 
Grigulievich nació en 1913 en Vilnius, una población que se encuentra en la actual Lituania y que por entonces formaba parte del imperio ruso. Sus padres emigraron a Argentina, donde nuestro personaje pasó buena parte de su juventud, aunque cursó estudios en La Sorbona. En la década de 1930, ya como espía soviético, tuvo algunas misiones en la convulsa España republicana con la meta, que no se logró, de liberar a la península del fascismo. Trabajó luego bajo las órdenes del general Orlov, especialista en aniquilar enemigos del pueblo, y logró hacer méritos suficientes para que su carrera continuara en ascenso. 
Iosif Grigulievich 1913-1988 por la época
en que era Teodoro B. Castro.
El libro explica en detalle operaciones delicadas, que incluían hasta asesinatos, en cuya logística participaron, cerca de Orlov Griguliévich, figuras reconocidas como la fotógrafa Tina Modotti, el pintor mexicano David Alfaro Siqueiros, el poeta chileno Pablo Neruda y el líder histórico del comunismo español Santiago Carrillo.
Grigulievich formó parte importante en el plan para asesinar a León Trotsky en México. Durante la Segunda Guerra Mundial, Griguliévich trabajó, encubierto y con nombre falso en Argentina, Chile y Uruguay, monitoreando y, en la medida de los posible, saboteando las actividades nazis en el Cono Sur. Durante esta época tuvo gran libertad de acción y manejó cantidades enormes de dinero. 
En Chile, entabla amistad con don Joaquín Gutiérrez Mangel quien, además de escritor y militante comunista, ostentaba el cargo de Cónsul de Costa Rica. El padre de don Joaquín, Francisco de Paula Gutiérrez Ross, don Paco, había ocupado por esos años los cargos de Ministro de Hacienda y Embajador de Costa Rica en los Estados Unidos. 
Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, la prioridad de los servicios de inteligencia soviéticos era infiltrar sus agentes en puestos clave de terceros países con el fin de obtener información. El libro atribuye a don Joaquín Gutiérrez una participación fundamental para hacer pasar a Griguliévich por costarricense, primero, y conseguir que se le asignara un cargo diplomático después. Era necesario, antes que nada, crearle una identidad. El nombre, de nuevo según el libro, fue propuesto por el propio don Joaquín. Griguliévich pasaría a llamarse Teodoro Castro Bonefill. Teodoro, para rendir homenaje al abuelo materno de don Joaquín, Monsieur Theodore Mangel, ciudadano francés, concesionario del famoso Café de la Paix, en París, quien tras haber conocido a cafetaleros ticos en una feria mundial, se trasladó a Costa Rica donde se casó y vivió el resto de sus días. Castro es uno de los apellidos más comunes en Costa Rica y la familia Bonefill, de origen francés, estaba emparentada también, por la parte materna, con don Joaquín. 
Juntos, don Joaquín y Griguliévich, repasaron todo lo necesario para hacer creíble la identidad y en Santiago de Chile, el espía soviético obtuvo su pasaporte costarricense. Con su nuevo nombre, Teodoro B. Castro (escribía su nombre a la usanza anglosajona) pasó una temporada en Brasil, para informarse sobre el cultivo y proceso del café y luego se instaló en Roma, haciéndose pasar por un cafetalero costarricense que había vivido largas temporadas en Brasil y Uruguay.
En la Ciudad Eterna tuvo la oportunidad de conocer a don Pepe Figueres, que viajó a Europa precisamente para abrir mercados al café costarricense, principal producto de exportación y base de la economía nacional por aquel entonces. Tanto don Pepe, como don Chico Orlich, que lo acompañaba, eran empresarios cafetaleros y Griguliévich logró impresionarlos con su conocimiento sobre el grano de oro. En Roma, además, Griguliévich cultiva amistades con altas figuras tanto de la política italiana como de la Santa Sede. Llegó a reunirse con el Papa Pío XII en quince ocasiones y obtuvo audiencias papales para ciudadanos costarricenses de paso en Roma. Durante el gobierno de Otilio Ulate, siendo don Mario Echandi ministro de Relaciones Exteriores, Griguliévich fue nombrado Ministro de Costa Rica en Roma. El dinero que le llegaba de Moscú le permitió desempeñar el cargo no solamente con altura, sino hasta con derroche. Daba fiestas por todo lo alto y agasajaba de manera espléndida a los costarricenses que visitaban Roma.
El libro es amplio en detalles de la labor diplomática de Griguliévich. Además de una intensa correspondencia y vida social, su trabajo en lo político y lo comercial fue más que satisfactorio para la cancillería costarricense, donde nadie sospechaba que el Ministro de Costa Rica en Roma ni siquiera era costarricense. De Moscú le llegan órdenes para asesinar a Tito, el líder de Yugoslavia y, para facilitar las cosas, logra que el gobierno costarricense lo nombre como representante diplomático en aquel país. La muerte de Stalin hace que el plan de asesinar a Tito se abandone.  El reacomodo de fichas en la inteligencia soviética, hace que Griguliévich retorne a su patria y así Teodoro B. Castro, uno de los mejores funcionarios en la historia diplomática de Costa Rica, desaparece sin dejar huellas en 1953.
En Rusia y con su verdadero nombre, con sendos trabajos sobre las finanzas del Vaticano y sobre la revolución cultural en Cuba, obtuvo un Doctorado en Historia y trabajó en el departamento de América Latina del Comité de Estado para las Relaciones Culturales. A la larga lista de personajes históricos con quienes Griguliévich mantuvo una amistad cercana, se sumó Ernesto el Che Guevara. El espía ruso que vivió en tantos países bajo nombres falsos y que realizó tareas verdaderamente delicadas, murió a los setenta y cinco años de edad, en 1988, apenas dos años antes de que desapareciera el sistema para el que había trabajado y al que había dedicado su vida.
El libro de doña Marjorie causó sorpresa y polémica. Sorpresa, porque un espía soviético había sido diplomático costarricense valiéndose de una falsa identidad. Y polémica por presentar a nuestro querido escritor, don Joaquín Gutiérrez Mangel, involucrado con matráfulas de la KGB. El propio don Joaquín en sus memorias Los Azules Días, en el capítulo dedicado a don Manuel Mora Valverde, recuerda que juntos visitaban en Rusia a Grigulievich.
Muy probablemente, conforme se sigan abriendo archivos secretos, surgirán más historias asombrosas, sorprendentes y polémicas sobre la Guerra Fría. Una guerra cuya historia y cuyos protagonistas tardaremos años en conocer.
El libro de Marjorie Ross es una valiosa muestra de las sorpresas para las que debemos estar preparados.

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