lunes, 28 de diciembre de 2015

Abnegación. Novela de Joaquín García Monge.

Abnegación. Joaquín García Monge.
Ministerio de Cultura, Juventud y
Deportes. Costa Rica, 1977.
No es común que un autor joven escriba tres novelas de un solo golpe para luego no volver a incursionar en el género nunca más en su vida, pero ese fue el caso de don Joaquín García Monge. A los diecinueve años de edad, en el año 1900, publicó dos novelas: El moto e  Hijas del campo. Abnegación, la tercera, apareció en 1901.
Anteriormente, varios escritos suyos habían aparecido en los periódicos firmados por "El lugareño". En las décadas siguientes, don Joaquín se dedicó a la docencia, la edición de libros y el periodismo y, aunque escribió algunos cuentos y ensayos, jamás volvió a publicar una novela.
Sucede con frecuencia que los autores jóvenes imiten en sus primeras obras a sus escritores favoritos. En un testimonio que consignó por escrito, el propio don Joaquín declara que El moto está construida como las novelas de Pereda,  Las hijas del campo está inspirada en las de Zolá y Abnegación inspirada en la obra Resurrección, de Tolstoi. Sin embargo, pese a la confesión de parte, la influencia no es muy evidente.
Abnegación es una novela breve y sencilla en que la ingenuidad está presente desde la primera hasta la última línea. Se trata de una novela romántica sobre un amor idílico, abnegado y no correspondido que, a la larga, acaba concretándose gracias a los azares del destino.
El puñado de personajes se presenta rápidamente. En un pueblito rural encontramos a Bautista Cedeño, "Tista" para los amigos, un joven pobre de solemnidad que vive en un cuartucho sin más muebles que su cama, con las paredes decoradas con su ropa colgando de los clavos y el piso lleno de papeles y cáscaras de frutas.  Tista es poeta y sueña algún día alcanzar la fama gracias a sus versos. Porfirio, el amigo de Tista, es el novio de Engracia, la hija de doña Gertrudis, en cuya casa han acogido a Guadalupe Blanco, Lupita, una huérfana cuya belleza es tan grande como las desgracias de su desafortunada vida.
El 2 de noviembre, día de los fieles difuntos, Tista, Porfirio, Engracia y Lupita, hacen una visita al cementerio. Tras leer la estrofa escrita en una lápida, Lupita hace burla del mal gusto de la gente del campo. Tista, el autor del texto, se siente herido en su amor propio pero se enamora de Lupita. Vienen luego las páginas del diario de Tista en que pone a Lupita por las nubes y da rienda suelta a su gran dolor al saberse despreciado por ella. En algún momento, Tista se atreve a poner en manos de Lupita los versos que le ha escrito y ella, sin mirarlos siquiera, hace los papeles a un lado como quien aparta un estorbo.
Tista decide entonces irse del pueblo y trasladarse a la capital, donde espera alcanzar dos importantes metas. Primero, colocarse como dependiente de comercio, ganar dinero y lograr reunir algunos ahorros para salir de pobre y, segundo, darse a conocer como poeta. Según Tista, cuando tenga un modesto negocito propio y la fama de literato reconocido, Lupita lo considerará un buen partido. Para dejarlo todo claro, antes de marcharse, Tista le declara su amor por carta a Lupita.
Poco después de la partida de Tista, llega al pueblo el médico cubano Oscar González, hombre de mundo, guapo, elegante y atractivo quien, casi desde su arribo, empieza a cortejar a Lupita. La muchacha, que siempre ha despreciado a los aldeanos, se considera afortunada porque aquel galán tan refinado haya puesto sus ojos en ella. El médico, experto en galanteos que no tiene nada de tímido, al poco tiempo logra poner en ella algo más que sus ojos. Porfirio, por medio de cartas, mantiene informado a Tista quien, a pesar de todo, continúa perdidamente enamorado de Lupita.
Como la novela fue escrita en 1900 y publicada en 1902, no hay detalles acerca de lo sucedido entre Lupita y el Doctor. Simplemente se declara que la muchacha, por tonta, "fue ultrajada". El médico, naturalmente, abandona el pueblo y Lupita queda a merced de los chismes de pueblo chico e infierno grande. Doña Gertrudis, quien la tenía a su cuidado, la echa de su casa para evitar la deshonra de su familia.
Abandonada por todos, Lupita se encamina a la capital, donde no conoce a nadie y, por esas casualidades de la vida, se encuentra con Tista quien, a duras penas, al menos ha logrado obtener la mitad de sus metas. Es apreciado en su trabajo y cuenta con algunos ahorros y buenas perspectivas de negocios. Aunque siendo escribiendo poemas, ya ha descartado su ilusión de obtener renombre como escritor. Publicó algunos de sus poemas en La Prensa Libre y El Heraldo, pero sus inspiradas creaciones solamente le granjearon la admiración de las solteronas cursis. Los escritores de renombre no solamente criticaron severamente su poesía, sino que llegaron al punto de burlarse de ella.
Pese a estar enamorado de Lupita, Tista considera su deber ir a buscar al médico que "la ultrajó" para exigirle que repare el daño infringido casándose con ella. Cuando logra dar con su casa, se da cuenta que el doctorcito es casado y tiene hijos. Viene entonces el final feliz, propuesto por el propio médico. Tista y Lupita se casan y (el libro no lo dice pero hay razones para suponerlo) fueron felices para siempre.
No tengo referencias sobre cómo fue recibida esta novela en el momento de su aparición, pero no me sorprendería que haya tenido la misma suerte que los poemas de Tista: aplaudida por las solteronas cursis y criticada severamente por los colegas escritores.
Abnegación es una novela entretenida, simpática y agradable. A quien la lea a un siglo de distancia de su aparición, quizá le incomode de primera entrada el tono exaltado de las páginas del diario, la rimbombancia de las cartas y hasta la tiesura de los diálogos. Los personajes, más que humanos, parecen cromos de cartón. Tista es un romántico que idealizó a Lupita como don Quijote a su Dulcinea. Porfirio es el amigo leal, Lupita es la ingenua que por despreciar la sencillez del campo, sucumbe al engaño de Oscar González, el conquistador egoísta. No hay contrastes, no hay matices. Un lector de finales del Siglo XX, habría agradecido un poco más de claroscuros, pero la novela, escrita en 1900, corresponde a otra estética. Es interesante que, en el transcurso de cien años, no solamente haya grandes diferencias en la realidad, sino también en la ficción.
En todo caso, un libro no se adapta al lector, sino que es el lector el que debe adaptarse al libro. Una vez que uno entra en sintonía con ese mundo de sentimientos exaltados, coincidencias inexplicables, casualidades hechas a la medida y diálogos recitados con solemnidad de tribuna, la lectura de la novela acaba siendo una experiencia agradable. Además, las novelas de otra época suelen estar llenas de sorpresas y revelaciones. Cuando uno lee una novela contemporánea apenas le presta atención a los detalles del entorno que, por cotidianos, no son interesantes. Esos detalles, serán interesantes para quienes lean la novela cien años después ya que, para entonces, serán verdaderas rarezas.
Más que el argumento o el estilo en que está escrito, en Abnegación me impresionaron particularmente las descripciones de los trajes, la música, el baile y las comidas. Me pregunto cuáles serían esos postres "dulces de sabor amargo" que servían en las fiestas. El libro me hizo recordar una tradición, supongo que antiquísima, que llegué a presenciar cuando era niño. La víspera del día de San Juan, se acostumbraba vaciar una clara de huevo en un vaso con agua que se cubría con un pañuelo. Durante la noche, la clara de huevo, además de tornarse blanca, en su intento de flotar a la superficie, acababa formando figuras caprichosas. Cuando los habitantes de la casa despertaban a la mañana siguiente, retiraban cada uno el pañuelo de su vaso. No había una figura igual a otra. Alguien sin imaginación solamente era capaz de ver una clara de huevo en el agua, pero la idea del juego consistía en descubrir una profecía del futuro. De acuerdo con la tradición, lo que lograra ver en el vaso, se haría realidad antes de un año. A las muchachas casaderas les parecía ver un velo de novia, quienes querían viajar descubrían la forma de un barco. Se contaba de un hombre joven y sano al que se le formó claramente un ataúd con cuatro velas y murió poco después. Al leer Abnegación, recordé que mi abuelita y mi tía Rosa acostumbraban dejar cada una su clara de huevo en el vaso la víspera del día de San Juan. Creo que ya nadie lo hace y la tradición se ha perdido. De no haber sido por este libro, nunca habría recobrado ese simpático recuerdo de mi infancia.
INSC: 1685

jueves, 26 de noviembre de 2015

Christopher Domínguez, crítico literario.

Servidumbre y grandeza de la vida
literaria. Christopher Domínguez.
Joaquín Mortiz. México. 1998
En Servidumbre y grandeza de la vida literaria, Christopher Domínguez sostiene que si la comunidad de escritores fuera un rebaño, el crítico no sería el pastor que lo guía sino el lobo que lo perturba. Aunque considera que lo ideal sería que la crítica fuera impune, comprende que quienes se sienten amenazados por el lobo están en todo su derecho de odiarlo, ponerle obstáculos para mantenerlo lejos e, incluso, hasta ir en su búsqueda para matarlo. Lo que no admite es que lo intenten domesticar porque, a un lobo, hay que dejarlo ser lobo.
En la literatura, como en la ganadería, los rebaños crecen y los lobos están en peligro de extinción. Hasta en la más remota comarca es posible encontrar escritores valiosos, pero es en verdad difícil encontrar actualmente un crítico literario de buen criterio y buena pluma. Las reseñas de libros en los medios de comunicación masiva, como lobos domesticados, se han convertido en instrumentos del marketing editorial. Los tediosos análisis, que más parecen disecciones de cadáveres, que realizan los académicos en las facultades de Letras, siempre a la sombra de la teoría de moda, no le interesan al público en general. De haber un lobo entre ellos, sus aullidos no se escucharían fuera del campus.
Christopher Domínguez apenas había salido de la adolescencia cuando su maestro, Hugo Castro Hiriart, le dijo: "En ti nació primero el impulso crítico antes que el impulso creador." Tal vez esas palabras le ayudaron a descubrir su vocación, ya que, en pocos años, Christopher llegó a convertirse en un insoslayable referente de la literatura mexicana, no por su única novela, William Pescador de 1997, sino por sus numerosas investigaciones, ensayos y artículos de crítica literaria. 
Hombre de verdadera cultura enciclopédica, lector voraz e incansable, dotado de una inteligencia privilegiada y una franqueza que no conoce límites, muy joven logró llegar a ser el lobo más temido (y más leído) del enorme, variopinto y sobrepoblado mundo de las letras en México.
Servidumbre y grandeza de la vida literaria es una antología que recoge una selección de sus artículos publicados previamente en revistas. Christopher, al referirse a las obras de sus contemporáneos, no tiene misericordia ni se anda por las ramas. 
Afirma que Carlos Monsivais no se merece el azucarado incienso de las buenas conciencias democráticas que ven en ese cronista la disculpa colectiva de su mediocridad y que Carlos Fuentes, que sufre de la más destructiva de las vanidades, no retribuye el esfuerzo que exige a sus lectores. Jose Emilio Pacheco, en su opinión, se convirtió en una bestia negra disfrazada de cordero cuyos lamentos aburren por reiterativos.
Al realismo sucio y la crítica terrorista que Guillermo Fadanelli ejercía al inicio de su carrera, la califica como "una pornografía tan anticuada como zonsa" y remata diciendo que, si su intención es escandalizar, está perdiendo el tiempo. A Samuel Ramos, lo llama uno de los prosistas más aburridos de nuestra literatura y confiesa que a Jorge Aguilar Mora, le profesa una admiración llena de dudas.
Ante el libro A la salud de la serpiente, de José Agustín, se pregunta: "¿Qué necesidad tenía de escribirlo?" ya que "si la Tragicomedia mexicana es triste, A la salud de la serpiente es patética: una novela tan indigesta como aburrida.
En el reparto de latigazos no se salvan ni Elena Poniatowska ni Leopoldo Zea
Ante los relatos urbanos, sobre seres marginales, rostros anónimos que se asoman en la multitud, en que se relatan los inalcanzables sueños de grandeza del pobre diablo, su reacción es violenta: "Dan ganas de quemar a Kafka, dada su perniciosa influencia entre los narradores mexicanos."
Más severo es aún con lo que llama "la retórica feminoide de los años ochenta", que inició con Arráncame la vida, de Ángeles Mastreta. Novelas rosas con sabor a chocolate, en las que la narradora "escribe  en primera persona gemebunda, remilgona, mostrando que la mujer alardea de su inferioridad para hacerse sitio en el mercado editorial". 
El propio Christopher admite que esa virulencia le ha ganado reputación de misógino, pero que él no cree que la buena literatura tenga sexo ni edad. "Desde hace tiempo dejé de creer que la juventud sea un dato relevante para apreciar a un nuevo autor", agrega.
A decir verdad, como crítico literario serio que es, Christopher no se concentra en los autores sino en los libros y, a pesar de la contundencia y la severidad de sus juicios, no hay en sus escritos ni un solo ataque personal. El autor, ya sea hombre o mujer, joven o viejo, famoso o desconocido, de la capital o de provincia, liberal, marxista o católico, amigo cercano o desconocido, no afecta la opinión que se forme sobre su obra. Ni siquiera le importa si está vivo o muerto.  Acerca de los elogios póstumos sostiene: "Alabar una obra porque su autor ha muerto es una de las más variadas formas de inmoralidad."
Se dice que para ser crítico literario no hace falta leer, sino haber leído. El crítico no es el juez que da el veredicto, ni el maestro que enseña, ni el guía que orienta, ni el evaluador que califica, ni el clasificador que pone la etiqueta. Es, ante todo, un lector que cuenta su experiencia y expresa su opinión. Si su opinión sobresalta, incomoda o molesta, es lo de menos. Siempre está abierta la posibilidad de ignorarla o discutirla.
Conscientes de que la unanimidad no es posible ni deseable, los críticos literarios, aunque procuran respaldar sus afirmaciones con argumentos y referencias, no suelen esforzarse mucho en resultar convincentes. Toda idea es capaz de generar una réplica y la presencia del lobo es lo que mantiene al rebaño en movimiento. La grandeza de la vida literaria es que el diálogo de los lectores con los escritores vivos y muertos sea cosa de todos los días.
Los críticos no hacen relaciones públicas, como desearían los autores, ni promocionan ventas, como quisieran las editoriales. Ni siquiera se supone que promuevan la lectura. El vicio de leer se contrae en la infancia o juventud, casi siempre de manera espontánea. 
Christopher fue más que generoso
al llamarme "colega".
Dudo también que un crítico sea capaz de sumarle o restarle lectores a los libros que comenta. En materia de libros, cada lector elegirá la literatura que más le guste y mejor le quede. "Lo más peligroso que puede hacer un crítico" dice Christopher, "es herir una vanidad".
Básicamente, lo que se espera de un crítico literario es que sepa de lo que está hablando, se exprese con propiedad y no tenga miedo de decir claramente lo que piensa. Parece poco, pero mientras los poetas y narradores abundan, los críticos escasean.
En la actualidad, Christopher Domínguez Michael, es uno de los más brillantes cultores de ese oficio casi abandonado que es la crítica. "Las comparaciones son odiosas y los críticos somos odiosos porque comparamos", suele decir. En su trabajo, no hay manera de quedar bien con nadie: los autores a los que nunca menciona se sienten marginados, los que critica acaban ofendidos, los que incluye en antologías se consideran mal representados y los lectores, que tienen su propia opinión, disfrutan de su prosa pero leen sus artículos con una mueca de incomodidad.
Servidumbre y grandeza de la vida literaria fue el primer libro de Christopher que leí. Me fue muy útil para familiarizarme, al menos con una breve referencia, con nombres y títulos de la literatura mexicana contemporánea que, muy probablemente, nunca tendré oportunidad de leer. Estas reseñas y, en particular, las reflexiones de las últimas páginas, me sirvieron además para comprender ciertos conceptos sobre el oficio de la crítica literaria que, antes de leer el libro, solamente intuía.
INSC: 1163
Christopher Domínguez Michael. Crítico literario.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Mirar con inocencia. Cuentos de Alfonso Chase.

Mirar con inocencia. Alfonso Chase.
Editorial Costa Rica. 1975.
Ilustraciones de Hugo Díaz.
Alfonso Chase tenía poco más de veinte años de edad cuando, en 1966, publicó Los reinos de mi mundo, su primer libro de poesía. Al año siguiente debutó como novelista con Los juegos furtivos y en 1975 apareció su libro de cuentos Mirar con inocencia. Escritor incansable desde entonces, ha publicado también ensayos e investigaciones históricas, ha compilado numerosas antologías y ha sido colaborador habitual de distintos periódicos y revistas.
Como su obra, además de vasta, es diversa, resulta difícil emitir sobre ella una valoración de conjunto. Cada uno de sus libros es muy distinto a los otros.  Todos, sin embargo, tienen en común el haber sido de alguna manera provocadores y audaces. No hay una sola página escrita por Alfonso que pueda leerse sin al menos un sobresalto. Cuando se pone sentimental, ubica en el lugar preciso la gota de humor y cuando asume un tono doctoral suelta oportunamente algún dato sorpresivo o una de sus famosas afirmaciones tajantes.
Mirar con inocencia, su primer libro de cuentos, tuvo una edición modesta pero masiva. En aquellos años, los libros de la Editorial Costa Rica eran de papel periódico con tapa de cartulina, pero los tirajes eran de miles de ejemplares que se distribuían por todo el país y se vendían a precios accesibles.
En su momento, el libro sorprendió por su audacia y, a pesar de los años transcurridos, estas narraciones no han perdido su frescura. Apareció en una época que, más que de cambio, fue de ruptura. Las diferencias de los jóvenes con la generación de sus padres era notoria en la música y el vestir, pero iba más allá. Había un ansia de renovación, un deseo de replantear las prioridades de la vida. La juventud fue rebelde y desafiante más que nunca en la década de los sesenta y setenta. La moda hippie, con su consumo de drogas y su práctica de amor libre, así como el eco de los acontecimientos de mayo de 1968 en París o de la tragedia de la plaza de Tlatelolco, en México, en octubre del mismo año, marcaron fuertemente tanto la mente como las emociones de los jóvenes de aquella época.
La ciudad de San José, capital de Costa Rica, ya no era para ese entonces el bucólico pueblón en donde bastaba alejarse solamente un par de cuadras del parque central para encontrar gallinas picoteando en el polvo.  A la literatura costarricense, que tanto se había ocupado en señalar el contraste entre el campo y la ciudad, le había llegado la hora de ocuparse de sus personajes urbanos. Mirar con inocencia es un libro de cuentos en que no hay cafetales, ni trapiches, ni carretas de bueyes, sino pequeños y grandes dramas, de sabor agridulce, que ocurren, en la mayoría de los casos, entre cuatro paredes.
Aparecen, entre otros, un joven que vive en onda, una doñita que perdió la razón, un ladrón de bicicletas al que le fue concedido un milagro, dos monjitas dispuestas a tomar la justicia en sus manos, un pobre hombre arrestado sin motivo e interrogado brutalmente, así como uno que otro que es delincuente o pachuco. Todos ellos, algunos entusiasmados y otros aterrorizados por los cambios, viven en un mundo que se transforma abruptamente. Pero, aunque es un libro de un autor joven que escribe en código joven, Mirar con inocencia es mucho más que un documento de época.
Cada cuento tiene su particular encanto, muchos de ellos están escritos con elevado lirismo y algunos son verdaderas obras maestras. En Los relojes, una familia sufre la humillación de un embargo. Los ejecutores registran la casa, amontonan los objetos de valor y hacen una lista con precios estimados hasta completar el total del monto a cobrar. Deciden llevarse los muebles de la sala, la refrigeradora y hasta los colchones. Los libros ni los vuelven a ver, porque no valen. Y al final de ese día amargo y tenso, es el niño pequeño quien, por iniciativa propia, encuentra la forma de salvar lo verdaderamente importante y logra devolver la sonrisa a los rostros todavía llorosos de sus familiares.
En este libro, además, está el formidable monólogo Con la música por dentro, en que una mujer, sufrida pero alegre, vive sin complicaciones y se conforma con poco porque no necesita mucho para estar contenta. Su historia es triste: fue abusada desde niña, su compañero se atrevió a golpearla y, por necesidad, aparte de vender lotería, debe prostituirse ocasionalmente. Fue operada en sueños por el Dr. Ricardo Moreno Cañas, consulta de vez en cuando a un adivino y, como de alguna forma ha adquirido lo que llaman conciencia de clase, se ha vuelto rojilla y desfila con sus güilas el primero de mayo. Insolente, supersticiosa, religiosa y politiquera es una buena madre y una esforzada trabajadora que, pese a haber tenido una vida difícil, nunca se ha dejado vencer por la amargura. Basta un chop sui en un restaurante chino, un par de tragos, una bailadita o un paseo en tren al puerto para que ella, que nació con la música por dentro, se convenza que la vida es bella. En este cuento, además de haber realizado un amplio retrato sociológico, Alfonso ha creado un personaje verdaderamente inolvidable.
El libro encierra muchos otros detalles que, vistos con la distancia que dan los años, resultan sorprendentes. "La orden de los iluminados", que se ha convertido en personaje infaltable en las teorías de conspiración que tanto circulan actualmente, se menciona en uno de los cuentos.  Por otra parte, mucho antes de que se pusieran de moda, el libro incluye varias páginas de microrrelatos.
Es siempre injusto etiquetar a un autor por una sola de sus obras. Alfonso Chase ha publicado tantos libros entre novelas, cuentos, poemas y ensayos, que, en su caso, pretender asociar su figura de escritor a solamente uno de ellos sería, más que una injusticia, una temeridad. Tengo claro que Alfonso, por su amplia obra, es mucho más que el joven autor de Mirar con inocencia pero, al menos en mi opinión muy personal como lector, este es el libro suyo por el que estoy más agradecido.
INSC: 0036
Alfonso Chase Brenes. Poeta, novelista, cuentista y ensayista costarricense.





sábado, 14 de noviembre de 2015

Un tributo a Angela Acuña Braun.

Ángela Acuña forjadora de estrellas.
Yadira Calvo. Editorial Costa Rica. 1989
Angela Acuña Braun fue la primera mujer costarricense en obtener el título de bachillerato y la primera centroamericana en graduarse como abogada. Incursionó además en el periodismo, la política y la diplomacia. Su marido, Lucas Raúl Chacón González fundó, en 1915, el primer grupo de Boy Scouts en Costa Rica. 
Aunque fue declarada Benemérita de la Patria y existe un premio de periodismo con su nombre, su figura es bastante poco conocida. Ángela Acuña Forjadora de Estrellas, de Yadira Calvo, es uno de los pocos estudios que se ocupan de su vida y su obra. Además de brindar datos biográficos detallados y hacer un esbozo de sus ideas y actividades, el libro presta especial atención a las discusiones que surgieron cada vez que se planteó la posibilidad de reconocer el derecho al voto de las mujeres. Ángela Acuña Braun fue participante activa y, en muchas ocasiones, promotora de ese debate.
En Costa Rica, las mujeres pudieron ejercer el Derecho y ser jueces antes de poder votar. Doña Yvonne Clays Spoelders, la primera mujer en la diplomacia costarricense, realizó gestiones a nombre de Costa Rica en Washington antes de que las mujeres fueran ciudadanas de pleno derecho.
Ángela Acuña Braun nació en Cartago, el 2 de ocubre de 1892, hija de don Ramón Acuña García y doña Adela Braun Bonilla. Su abuelo materno era alemán, pero no está claro porqué su apellido se escribe de esa manera.
Ángela no tuvo oportunidad de conocer a su padre, puesto que murió, de manera algo misteriosa, cuando ella tenía solamente dos años de edad. El 30 de noviembre de 1894, don Ramón Acuña ofreció una cena en honor del Presidente de la República, don Rafael Yglesias Castro. Circulaba el rumor de que el gobernante iba a ser envenenado durante el banquete, por lo que el anfitrión, a la hora del brindis, intercambió su copa por la del mandatario. Que cada quien piense lo quiera, pero esa misma noche don Ramón cayó enfermo y justo un mes después falleció. 
Doña Adela, por su parte, murió cuando Ángela tenía trece años de edad. Pese a haber quedado huérfana tan pequeña, el futuro de Ángela, quien era una destacada estudiante, se vislumbraba prometedor. Su maestro Carlos Gagini, tras escucharla hacer uso de la palabra en una velada escolar le dijo: "No me he de morir sin oír su voz en el Congreso o en el Foro".
De 1906 a 1910, Ángela residió en Europa, donde gozó de la hospitalidad, protección y guía del embajador de Costa Rica, don Manuel María marqués de Peralta y de su esposa, la condesa Jehanne de Clérembault Soler. Durante su estadía en el viejo continente, Ángela, entre otras experiencias memorables, tuvo la oportunidad de asistir a una presentación de Enrico Carusso y, aunque no pudo conocerlo en persona, recibió una carta muy afectuosa de Aquileo Echeverría quien, gravemente enfermo, se encontraba entonces en Barcelona.
Cuando regresó al país, gracias al apoyo de don Roberto Brenes Mesén, Ángela se matriculó en el Liceo de Costa Rica, donde obtuvo su título de Bachiller en 1912. Inmediatamente, ingresó a la Escuela de Derecho. De esa época son sus primeros artículos sobre la participación de la mujer en política. En 1915, junto a José Albertazzi Avendaño, fundó la revista literaria Fígaro, que tendría como colaboradores a Carlos Gagini, Paco Soler, Ricardo Fernández Guardia, Eduardo Casalmigia y Alejandro Alvarado Quirós, entre otros.
En los años veinte, el voto femenino era ya tema recurrente en los debates políticos. Manifestándose al respecto, don Ricardo Jiménez Oreamuno, tal vez sin darse cuenta, al abogar por la eliminación de un prejuicio, acabó subrayando otro: "No veo porqué se le niega ese voto a las mujeres, mientras se les da a los indígenas de Talamanca."
En 1934, don Arturo Volio Jiménez presenta un proyecto de ley que pretende reconocer el derecho al voto de las mujeres. La iniciativa parece contar con apoyo en el Congreso y en medio del debate que desató en la prensa, el padre Rosendo Valenciano escribió un artículo en el que afirmó que el derecho voto femenino no lo asustaba porque, aunque se aprobara, las mujeres decentes no harían uso de él. El Presidente de la República, don Ricardo Jiménez Oreamuno, pese a haberse mostrado favorable a la reforma poco antes, al ver una sotana de por medio, cambió de parecer. Don Ricardo, profundamente anticlerical, dijo que si las mujeres pudieran votar, votarían por quien les dijera el cura, de manera que aprobar el voto femenino, en ese momento, era darle la mitad del electorado a la Iglesia y retiró su apoyo al proyecto. 
De hecho, nueve años después, en 1943, cuando el proyecto volvió a discutirse, el padre Valenciano también cambió de parecer y se puso de parte de las sufragistas, a quienes facilitó el salón parroquial de la iglesia de la Merced para que realizaran sus reuniones. Por ironías de la vida, cuando el padre Valenciano se puso al lado del derecho de las mujeres a votar, el arzobispo, Monseñor Víctor Manuel Sanabria, se manifestó en contra.
Hay quienes dicen que la intención de la propuesta de voto femenino de 1943, presentada por Francisco Orlich, Otto Cortés, Roberto Gamboa, Eladio Trejos, Francisco Urbina, Juan María Solera y Luis Calvo Gómez, era una maniobra de León Cortés, candidato a las elecciones presidenciales de 1944 y, por ello, tampoco prosperó. La Directiva del Colegio de Abogados, por su parte, sostuvo la tesis de que el derecho al voto de las mujeres era inconstitucional. Hubo hasta una comedia de teatro, titulada Las candidatas, en la que actuaba Zoilo Peñaranda, que ironizaba sobre el tema. Doña Ángela, sin haberla visto, consideró que la obra teatral era ofensiva y trató, sin lograrlo, que fuera prohibida.
En 1947, durante el gobierno de Teodoro Picado, se realizó un nuevo intento por lograr la reforma pero tampoco prosperó.
No sería sino hasta 1949, con la nueva Constitución Política, que las mujeres obtendrían el derecho al voto. Entre los constituyentes que defendieron la reforma estaba don Arturo Volio Jiménez, quien quince años antes había presentado una iniciativa formal al respecto. Por ironías del destino, don Arturo no estuvo presente el día que se aprobó el texto y no pudo votar. Sin embargo, la mayoría fue holgada. Hubo 33 votos a favor y ocho en contra.
El libro pretende otorgar a Ángela Acuña Braun y sus compañeras sufragistas el mérito de haber logrado esta conquista histórica. No discuto que su papel haya sido importante, pero no creo que fuera decisivo. En mi opinión, los avances democráticos se deben más al desarrollo de las ideas que a las presiones de grupos o personas en particular. La primera vez que se planteó seriamente el derecho al voto de las mujeres fue en 1890, apenas dos años después del nacimiento de doña Ángela.
En los inicios de la vida republicana solamente tenían derecho a votar los propietarios de tierras, ya que poseían una parte del territorio nacional. Después obtuvieron el derecho al voto los comerciantes que, aunque no tuvieran terrenos a su nombre, manejaban capitales de cierta consideración y, por tanto, contribuían con el pago de impuestos. Más adelante, se le reconoció el derecho al voto a las personas que, sin tierras y sin capital, por el simple hecho de saber leer y escribir, se consideraban calificados para decidir sobre el futuro del país. Luego se comprendió que los adultos que trabajaban, aunque fueran analfabetos, eran ciudadanos de la República y tenían derecho a voto. En ese proceso democrático, las mujeres no fueron tomadas en cuenta y, cuando se planteó la cuestión, se repasaron casi uno por uno todos los pasos que ya se mencionaron. La propia Ángela Acuña Braun, en un artículo de 1915, señalaba que era injusto que tuvieran "derecho al voto millares de hombres que no poseen nada, y por consiguiente no pagan impuesto municipal alguno, y estén privadas de ese voto multitud de mujeres propietarias que con su dinero hinchan las arcas del Municipio." 
Las elecciones del año anterior, 1914, fueron las primeras en que pudieron votar los hombres pobres y analfabetos. Al igual que a don Ricardo con los indígenas de Talamanca, a doña Ángela pretendió descalificar un prejuicio recalcando otro. No era un asunto de hombres o mujeres. Era un asunto de hombres pobres e ignorantes que tenían derecho a votar y mujeres cultas y ricas que no lo tenían. En algún momento se llegó a discutir un voto femenino selectivo, según el cual se le concedería el derecho solamente a las mujeres profesionales o dueñas de cierto capital.
Lo cierto del caso es que todos los legisladores que reconocieron el derecho al voto de quienes no tenían tierras, eran terratenientes. Todos los legisladores que impulsaron el derecho al voto de los analfabetos, sabían leer y escribir. Y, finalmente, todos los legisladores que aprobaron el voto femenino, eran hombres.
Aunque cada país tiene su historia particular, se estima que las mujeres pudieron votar más o menos cincuenta años después de que los pobres pudieran hacerlo. En el caso de Costa Rica fueron poco menos de cuarenta años. En 1914 los pobres votaron primera vez y las primeras elecciones nacionales en que votaron las mujeres fueron en 1953, aunque algunas de ellas ya habían ejercido su derecho en un plebiscito realizado en San Carlos en 1950.
Doña Ángela se había trasladado con su hija los Estados Unidos en 1945 y estuvo fuera del país por varios años. En 1953 se postuló como candidata a diputada pero no salió electa. Ni siquiera pudo votar ya que, por motivos de trabajo, estuvo fuera del país el día de las elecciones. Su cuñada, Ana Rosa Chacón González, fue una de las tres primeras diputadas electas en esa oportunidad. Las otras dos fueron Estela Quesada y María Teresa Obregón Zamora.
Ángela Acuña Braun nunca llegaría al Congreso. Era una mujer muy respetada y apreciada en las altas esferas culturales y sociales, pero no llegó a ser una figura conocida por el pueblo. Aunque en materia de derechos de la mujer tenía una posición de avanzada, en otros temas era conservadora hasta extremos medievales. En un artículo de 1962, por ejemplo, declara que la función de los gobernantes es un legado divino. Sus ideas elitistas y aristocráticas la llevaban a juzgar a las personas por sus modales y su cultura, por lo que los campesinos (o campesinas) no formaban parte de su auditorio.
El presidente Mario Echandi nombró a Ángela Acuña Braun embajadora ante la Organización de Estados Americanos. En 1970, a los setenta y ocho años de edad, doña Ángela publicó su único libro La mujer costarricense a través de cuatro siglos. Este tratado de mil ochenta y dos páginas dividido en dos tomos es un recuento de figuras históricas presentadas de manera aleatoria, casi sin ningún tipo de orden ni criterio en que, según anota Yadira Calvo: "el dato valioso y la anécdota insustancial ocupan, democráticamente, el mismo escaño."
Ángela Acuña forjadora de estrellas es, ante todo, un tributo a la labor de una mujer que, pese a estar llena de prejuicios añejos, luchó por erradicar uno en particular. El libro está elegantemente escrito y cuidadosamente documentado, al punto que en mi lectura, atenta como siempre, solamente descubrí en él dos erratas y dos errores. 
En la página 121 se menciona a un tenor que cantaba "áreas", cuando los tenores lo que cantan son arias. En la página 164 al mencionar la palabra "cocina" en alemán, aparece "Keche" en vez de Küche
Las erratas son hasta simpáticas, pero los dos errores son delicados.
En la página 200 dice que don Otilio Ulate se encontraba reunido con don Pepe Figueres en la casa del Dr. Carlos Luis Valverde Vega cuando este último fue asesinado. Esa noche, como se sabe, don Pepe no estaba en la casa del Paseo Colón sino a muchos kilómetros de distancia, en la finca La Lucha, con sus hombres alzados en armas. 
En la página 91, al referirse a la dictadura de los Tinoco, dice que "muchos costarricenses notables sirven al régimen o simpatizan con él" y cita a Roberto Brenes Mesén, a Joaquín García Monge y a la propia Ángela Acuña Braun. 
Roberto Brenes Mesén fue parte del gabinete de Federico Tinoco, y Ángela Acuña Braun, gran amiga de Federico y de su esposa María Fernández de Tinoco, fue ardiente defensora de la dictadura. Pero, y aquí está el grave error, don Joaquín García Monge ni le sirvió al régimen ni simpatizó con él, más bien fue su víctima, perdió su trabajo y fue perseguido. 
Cuando los hermanos Alfredo y Jorge Volio preparaban tropas en Nicaragua contra la dictadura de los Tinoco, Ángela Acuña Braun se refirió a ellos como "falsos y miserables hijos de mi patria" y cerró el párrafo diciendo: "Rompo mi pluma sobre el inmaculado papel en que hoy escribo y pido al cielo ¡Maldición!"
Yadira Calvo justifica esta clara posición de apoyo a la dictadura por la amistad de muchos años de doña Ángela con María Fernández de Tinoco, Mimita, quien, vale la pena agregar, era una mujer de amplia cultura y refinados modales, autora de dos novelas  Zulai y Yontá.
Ángela Acuña Braun. 1888-1983
Primera bachiller de Costa Rica y primera
abogada de Centroamérica.
Tras dejar el poder, Federico Tinoco se fue con su esposa a Francia. Roberto Brenes Mesén, por su parte, estigmatizado como "tinoquista" se trasladó a vivir durante más de veinte años a los Estados Unidos. Curiosamente, en sus luchas por el voto femenino, doña Ángela contó siempre con el apoyo de don Arturo Volio Jiménez, hermano de Alfredo y Jorge, a quienes ella había llamado "falsos y miserables hijos de mi patria". Cuando Mimita regresó a Costa Rica, tras la muerte de Federico, también gozó de la amistad de don Arturo. Lo irónico del caso es que no hubo represalias ni resentimientos contra ellas por sus posiciones políticas  precisamente porque, por ser mujeres, se consideraba que estaban totalmente fuera de la política.
Muchos años después de la revista literaria Fígaro, doña Ángela fundó el semanario Mujer y hogar. La familia y la protección de la niños fue su gran obsesión en su carrera de abogada. Su tesis de grado fue sobre los derechos del niño. Planteó valiosas propuestas para el funcionamiento de los juzgados tutelares de menores y su gran triunfo fue lograr, en 1941, que las mujeres pudieran ejercer como jueces en los Tribunales de la República. Otro aporte suyo significativo fue el establecimiento, en 1924, de la celebración del 12 de octubre como Día de la raza, que en 1992 pasó a llamarse Día de las Culturas.
Ángela Acuña Braun falleció el 10 de octubre de 1983, a los noventa y cinco años de edad. Un año antes de su muerte había sido declarada Benemérita de la Patria.
INSC: 1989

martes, 3 de noviembre de 2015

Laberintitis. Cuentos de Anabelle Aguilar Brealeay.

Laberintitis. Anabelle Aguilar Brealeay.
Editorial Universidad de Costa Rica.
2009.
Estos cuentos confirman que lo que no te mata te hace más fuerte. De hecho, quizá la única ventaja de las desgracias es que sirven para demostrar la enorme capacidad de resistencia de quienes se creían débiles. Los dieciocho relatos que componen el libro son bastante breves, de apenas un par de páginas cada uno, pero esa concisión magnifica la intensidad. Algunas historias son verdaderamente dolorosas y hasta crueles, mientras que en otras la tragedia tiene un sabor agridulce, ya que están salpicadas por una ironía punzante que invita a sonreír incluso en medio de la tristeza. Cada página está llena de imágenes sugerentes de gran simbolismo y cada línea está escrita con delicadeza y contundencia.
En el prólogo, Judith Gerendas sugiere que "en este libro hay una poética de la crueldad, a partir de la cual se produce una incisiva exploración de las desgarraduras, de las rupturas, de las muertes frente a la cual no hay piedad, de las vidas frustradas. Historias de seres que solo anhelaban hechos elementales, pero cuyos deseos resultaron imposibles de cumplir."
Con semejante presentación, uno se inclinaría a pensar que los relatos llevarían la tragedia hasta niveles macabros o grotescos. Es verdad que en algunos hay escenas particularmente violentas y dolorosas, pero en la impresión que queda de la obra en conjunto no pesa tanto la crueldad como el absurdo.
Las protagonistas de los cuentos sufren agresiones y humillaciones, son separadas violentamente de sus seres queridos, se enfrentan a la demencia, la enfermedad y la miseria pero, más que un mundo cruel, lo que el libro nos muestra es un mundo ilógico, absurdo, sin sentido, en el que pesa más el azar que la voluntad o la razón.
Lo mejor y lo peor de las vidas de estas mujeres viene comprimido en pocos párrafos. Los días de cada una de ellas transcurrieron en silencio, en el anonimato, en la sombra. Sus respectivas tragedias permanecieron ocultas para todos salvo para ellas mismas. En su mundo oscuro, el consuelo no era la luz al final del túnel, sino los pequeños rayos de luz que se colaban por diminutos boquetes. Pero ellas, que soportaron su dolor a solas, tampoco compartieron con nadie sus sueños, esperanzas, ilusiones o recuerdos alegres.
La que pierde su fortuna, descubre que la ruina económica no es tan dura como la ruina personal. La que no se siente amada, almacena en su mesa de noche novelas de amor que cambia cada jueves o, mientras pica naranjas en rebanadas diminutas, escucha por la radio historias más interesantes que la suya. Está también la que permaneció cautiva en una jaula amueblada lujosamente, llena de floreros de cristal, que debía mantener inmaculadamente limpia, libre de hasta la más mínima mota de polvo. En algún momento pensó en huir con los niños, pero... ¿a dónde? Cuando perdió la razón y fue recluida en un manicomio, su único tesoro era una fotografía de sus hijos, ya desteñida de tanto acariciarla.
Está también la historia de la que llegó soltera a los sesenta y cinco y, en un bus, conoció a su primer marido, con quien vivió en luna de miel permanente hasta que el pobre hombre, en un descuido, se tragó una uva con todo y abeja. Una semana después del entierro, la desconsolada mujer sucumbió ante las galanterías de su vecino, con quien acabó casándose. Por desgracia, aquel hombre dio un mal paso (literalmente) y, al saltarse involuntariamente un peldaño, rodó por la escalera. Durante el velorio, la pobre viuda se desmayó y el hermano menor de su segundo marido, no solo se apresuró a levantarla, sino que en la misma funeraria le propuso matrimonio. Pese a la advertencia de que tal parecía que su maldición era que quien se casara con ella moría trágicamente, el cuñado asumió el riesgo.
Me impresionó particularmente el cuento de la familia que va a visitar a la abuela y se encuentra un hermoso arreglo de flores amarillas tirado en la calle. Se detienen a recogerlo, suponen que debió habérsele caído a algún repartidor y se lo llevan como regalo a la viejita.
Cada relato tiene su encanto y atractivo particular. En medio del dolor, no hay ni una sola queja ni un solo reclamo. Las cosas sucedieron como sucedieron y la historia se cuenta yendo directamente al grano sin el más mínimo rodeo. Los únicos detalles que se mencionan son los imprescindibles y, precisamente por eso, todos ellos acaban siendo impactantes y memorables.
Encontrarse con una colección de cuentos agradablemente escritos y con una trama tan cautivadora como intensa, es motivo suficiente para quedar agradecido y satisfecho, pero este libro, además, me dejó intrigado. En el cuento Paroxismo, se menciona el terremoto de Cartago del 3 de mayo de 1910. El el cuento Laberintitis, que da título al libro, se habla de una pareja de amantes cuyos encuentros amorosos tenían lugar en una isla ubicada en medio de un lago y, al final, por motivos que no se mencionan, Olivier, el galán, es fusilado en la plaza.
No tengo claros los detalles porque no es una historia que haya leído, sino una leyenda que alguien me contó, pero se dice que mientras estuvo en Costa Rica, Francisco Morazán se hizo de una novia con quien se citaba en la finca Las Cóncavas, en Cartago, donde hay un laguito rodeado de árboles. Morazán, como se sabe, al ser derrocado, en vez de marchar al exilio, como le exigió Tata Pinto, se fue a Cartago a tratar de reunir tropas (y tal vez a despedirse de su amada) y fue finalmente fusilado en el Parque Central de San José. Recuerdo que, hace ya bastantes años, tuve la oportunidad de comentar la leyenda, justo a la orilla del lago de Las Cóncavas, con mi buen amigo don Roberto Trejos Escalante y con don Luis Castro Monge, propietario de la hacienda en aquel entonces, pero no contábamos, ninguno de los tres, con suficientes detalles como para reconstruir la historia completa.
¿Será posible que Anabelle Aguilar Brealeay, en este libro, además de escribir cuentos nos haya planteado acertijos? ¿Acaso todas estas historias están basadas en hechos reales y la brevedad y lo escueto de los relatos sea su manera de no hacer reconocibles a los verdaderos protagonistas? ¿Quién será la niña que aplasta hojas secas al paso de su bicicleta herrumbrada solamente para mezclar sonidos y no estar sola?
El libro cierra con una bella carta que Anabelle le dirige a Eunice Odio, en la que le pregunta: "¿A quién le importa que escriba de mi abuela adúltera, de mi madre frustrada o de mi tía que casó cuatro veces después de los sesenta?
Como obra de ficción literaria, Laberintitis, de Anabelle Aguilar Brealeay, es un deleite. Como fuente de pistas para los aficionados a la historia menuda de Costa Rica, este libro es un verdadero enigma duro de descifrar.
INSC: 2392

domingo, 1 de noviembre de 2015

Pío XII. Papa durante la II Guerra Mundial.

El Papa de Hitler. John Cornwell. Editorial
Planeta. España. 2001.
Dice el viejo refrán que no hay que juzgar un libro por la portada. El Papa de Hitler, de John Cornwell, es un buen ejemplo. El título y la fotografía de cubierta son tan osados como engañosos.
Sobre la figura de Eugenio Pacelli, Nuncio Apostólico en Alemania de 1917 a 1929, Secretario de Estado del Vaticano de 1929 a 1939 y Papa, con el nombre de Pío XII, desde 1939 hasta 1958, se han publicado cualquier cantidad de obras que van desde estudios históricos serios y documentados hasta panfletos llenos de afirmaciones sin fundamento.
En vida, el Papa Pacelli gozó de gran prestigio, pero cinco años después de su muerte una obra teatral, El Vicario de Rolf Hochcuth,  abrió un debate que aún hoy está lejos de agotarse. El punto central de la discusión es que, aunque Pacelli realizó, en repetidas ocasiones, actos no solo valientes sino hasta heroicos a nivel personal y movilizó a todo el aparato de la Santa Sede y de la Iglesia europea en general,  para socorrer a los civiles durante la II Guerra Mundial, nunca pronunció un mensaje que, de manera clara y directa, condenara los atropellos cometidos por la Alemania Nazi. 
Quienes lo critican, sostienen que su silencio ante hechos que debió haber censurado, no obedeció a la prudencia ni a la falta de información, sino que respondía un pacto oculto entre la Santa Sede y el III Reich. Los más atrevidos, llegan a afirmar que Pacelli, a nivel personal, simpatizaba con los nazis. Quienes lo defienden, argumentan que así como no hay palabras contra los nazis, tampoco las hay a favor y que Pío XII, en todo caso, hizo mucho más de lo que dijo y sus acciones son más elocuentes que cualquier discurso. Ambos bandos tienen numerosos hechos para poner sobre el tapete.  Entre los innumerables libros y artículos que se han escrito sobre el tema, no se ha escuchado aún una voz desapasionada. Para unos fue un héroe que actuó con sabiduría y prudencia, mientras que para otros fue un cómplice de las atrocidades que no denunció.
En las polémicas sobre figuras históricas es común encontrar, entre otros muchos, tres tipos de autores: el torero de café, el profeta a posteriori y el sabelotodo. En España llaman toreros de café a quienes, cómodamente sentados alrededor de una mesa, dicen lo que debió haber hecho el matador en el ruedo. Sobra decir que ninguno de ellos ha tenido nunca un toro al frente. En el plano de la historia, hay quienes, con la misma facilidad de la tauromaquia de tertulia, juzgan a los protagonistas de los hechos sin considerar la complejidad del momento que debieron enfrentar.
Por otra parte, es muy fácil calificar las decisiones como acertadas o erróneas cuando todo ha pasado y se sabe en qué paró el asunto. Cualquiera es profeta a posteriori, pero quienes debieron tomar decisiones en determinado momento no contaban, como sus severos jueces, con la ventaja de saber cómo iban a terminar las cosas. Es absurdo que años, décadas o siglos después de los hechos, se les reclame a las figuras históricas el no haber sido capaces de ver el futuro.
El historiador sabelotodo, por su parte, es aquel que no se conforma con investigar y exponer una versión bien sustentada y razonable, sino que aspira a decir la última palabra. En historia, como en muchas otras áreas, es más serio hablar de posibilidades que de verdades. Ante hechos no probados o dudosos, confío mucho más en un historiador que sugiera "lo que pudo haber ocurrido..." que en uno que afirme "lo que en verdad ocurrió..."
Pero volvamos al libro de Cornwell. El título y el subtítulo, El Papa de Hitler, la verdadera historia de Pío XII, son, por decir lo menos, poco serios. La ilustración de la portada, además, podría generar confusiones. Se trata de una foto de 1929, en que el nuncio Pacelli abandona el Palacio Presidencial en Berlín. La capa episcopal puede confundirse fácilmente con el tabarro pontificio y los oficiales de guardia con uniforme prusiano tocados con el stahlhelm parecen soldados nazis. La combinación del título y la fotografía me pareció grotescamente engañosa. Sin embargo, recordando el adagio de no juzgar un libro por la portada, emprendí la lectura y me bastaron pocas páginas para convencerme de que, pese a su cubierta ciertamente cuestionable, tenía en mis manos una investigación profunda y minuciosamente documentada.
El autor de este libro no cae nunca en el error de editorializar como torero de café, ni como profeta a posteriori ni como historiador sabelotodo. Se limita a consignar hechos, proponer análisis y sugerir conclusiones.
Por su estilo conciso, fluido y claro, es capaz de brindar avalanchas de datos y meter en la danza a cientos de personajes sin abrumar al lector. Cornwell tiene la meritoria y rara habilidad de ofrecer un panorama integral de situaciones complejas de manera breve y diáfana. El libro se lee con interés creciente y tiene el enorme mérito de ser comprensible fácil de seguir para cualquier lector, incluyendo uno no muy familiarizado con los acontecimientos que se reseñan. Pocos historiadores son tan amigables con el público en general. Los comentarios y las apreciaciones personales que el autor se permite expresar, esporádicamente pero a todo lo largo del libro, dejan claro que Pío XII no le simpatiza. Sin embargo, Cornwell  se limita a consignar su opinión en pocas palabras y sin mayores alegatos. Me agrada el hecho de que un historiador opine francamente sobre lo que escribe. Dejar por escrito la posición personal me parece mucho más honesto que fingir imparcialidad. Lo que no debe hacer nunca el historiador es alterar datos o presentar como hechos lo que son suposiciones, pero si el material que ha reunido lo ha llevado a formarse una opinión, tiene todo el derecho de expresarla. Cornwell, en todo caso y como ya se dijo, nunca suelta el editorial y se concentra en exponer los acontecimientos tal y como constan en los documentos que consultó. Sus opiniones, como las de cualquiera, son discutibles, pero la rigurosidad de su investigación es muy respetable incluso para quienes, como yo, no compartan sus puntos de vista.
Tanto el personaje principal como la época en que le tocó vivir, son de una complejidad fascinante. Tanto en los histórico como en lo biográfico, Cornwell logra pintar un retrato verdaderamente completo y revelador.
Eugenio Pacelli, hijo de una familia de la aristocracia romana, era un hombre severo, misterioso y reservado que practicaba un misticismo ascético y llevaba una vida espartana. Era un lector infatigable, buen jinete, tocaba el violín y hablaba varios idiomas. Organizado y metódico hasta extremos obsesivos, planificaba su rutina diaria minuto a minuto, dormía solamente cinco horas, comía solo, no tenía amigos personales y nunca participaba en conversaciones ociosas. Tanto en sus discursos y correspondencia oficiales como en sus declaraciones improvisadas, solía expresarse con un estilo elíptico, muy elegante pero poco claro. A este hombre alto, pálido, flaco y de voz aguda, que hablaba lentamente pronunciando las palabras sílaba por sílaba, de salud frágil y modales refinados, le correspondió ser Papa en unos años en que el mundo se sumergió en una espiral de violencia que parecía de nunca acabar.
Había trabajado desde muy joven en la diplomacia vaticana. Vivió doce años en Alemania, primero en Munich y luego en Berlín y, como Nuncio Apostólico, fue el artífice del concordato con el Reich. Hitler había ocupado la Cancillería en enero de 1933 y el acuerdo se firmó en julio de ese año. Sin embargo, Pacelli y Hitler nunca se conocieron en persona ya que, en 1929, Pacelli había retornado a Roma al ser nombrado Cardenal Secretario de Estado del Vaticano.
El Concordato entre la Santa Sede y el III Reich le daba a la Iglesia católica ciertos beneficios, tales como un salario para los curas por parte del Estado así como garantías y subsidios para los centros de enseñanza católicos. A cambio, la iglesia se comprometía a ciertas concesiones, algunas de ellas verdaderamente pintorescas, como que en Alemania todo el clero estuviera formado exclusivamente por alemanes y no se permitiera el ministerio de sacerdotes de otras nacionalidades. Sin embargo, el punto más delicado del acuerdo fue la disolución del partido Zentrum. Desde la época de Bismark, a finales del Siglo XIX, los católicos alemanes tenían este partido político que llegó a ser la mayor fuerza política durante la República de Weimar, tras la I Guerra Mundial.
El partido liberal y el social demócrata eran minoritarios, por lo que la mayoría siempre la obtenía Zentrum, que era el que formaba gobierno. Poco a poco los votantes alemanes se fueron radicalizando y tanto el partido nazi como el comunista empezaron a contar con más apoyo popular. Estaba claro que si alguno de los dos llegaba al poder se acabaría la democracia parlamentaria. Los socialdemócratas intentaron realizar una coalición con los comunistas, pero los comunistas no aceptaron por que Stalin en persona se los prohibió. Los liberales eran minoría y a quien le tocaba inclinar la balanza era al partido Zentrum. Heinrich Brüning, líder del Zentrum, sostenía que, puestos a elegir, había que aliarse con los comunistas contra los nazis. Franz Von Pappen, otra importante figura del partido, sostenía la tesis contraria, que había que aliarse con los nazis contra los comunistas. El presidente del partido, Monseñor Ludwig Kaas, vivía en el Vaticano y desde allí dirigía por control remoto a la mayor fuerza política alemana.
El prelado Kaas, al igual que una amplia mayoría del alto clero europeo de entonces, apoyaba el fascismo. Aliado históricamente a las monarquías (de hecho era una de ellas), el papado desconfiaba de las democracias republicanas liberales y aborrecía el comunismo. En esas circunstancias, el fascismo que rechazaba las libertades características de la democracia, adversaba el comunismo y no se mostraba hostil a la Iglesia, gozó, al menos en su primera etapa, del apoyo de la diplomacia papal. Mussolini fue quien creó el Estado del Vaticano en 1929 y, poco después de fundado, el diminuto estado pontificio se entendió bien con las dictaduras fascistas, mientras que con los países democráticos las relaciones eran distantes y con los comunistas inexistentes.
Todos sabemos lo que pasó. Hitler llegó a ocupar la cancillería impulsado por Von Pappen quien, ingenuamente, creyó que podría manejarlo. El concordato fue firmado y el partido Zentrum acabó disuelto. Heinrich Brüning, que salió profeta, abandonó Alemania y se fue a Londres a pegar el grito al cielo. De todos los líderes políticos de la época, Brüning fue el único capaz de vaticinar lo que se iba a venir encima a la vuelta de unos años. Tras la muerte de Hindenburg y el incendio del Reichtag, Hitler tomó el poder absoluto y se desentendió tanto de la nobleza (Von Pappen y sus secuaces) como del concordato. Pío XI publicó la encíclica Mit Brennender Sorge, en que manifiestó su preocupación por el rumbo que estaba tomando Alemania, pero Hitler no iba a hacerle caso a un simple papel.
Pacelli, Secretario de Estado Vaticano, viajó a los Estados Unidos y se entrevistó con el presidente Franklin Delano Roosevelt en 1936. El 2 de marzo de 1939, el día de su cumpleaños número sesenta y tres, Pacelli fue electo Papa. En setiembre de ese mismo año, tras la invasión nazi a Polonia, Inglaterra y Francia le declararon la guerra a Alemania. Días antes, Pío XII pronunció el famoso discurso en que dijo: "Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra."
Al menos en los primeros años, Pío XII creyó posible una solución negociada al conflicto. Mantuvo canales abiertos con todas las potencias beligerantes. La correspondencia con la Alemania nazi estaba llena de protestas y contraprotestas, pero nunca se rompió. También se mantuvieron las relaciones con la Italia fascista. Dentro del Vaticano había embajadas de Francia e Inglaterra. Cuando ya los Estados Unidos habían entrado en la guerra, el presidente Roosevelt envió un delegado permanente a la Santa Sede y, poco después, al propio Secretario de Estado americano a entrevistarse con el Papa. Lo asombroso del caso es que, como el Vaticano no tiene aeropuerto y era un país neutral, el Estado italiano, en guerra declarada con los Estados Unidos, debió permitir que un avión americano aterrizara en el aeropuerto de Roma y facilitar el paso de los enviados diplomáticos por las calles de su capital hasta el palacio apostólico.
Mientras la diplomacia vaticana mantenía comunicación con todas las potencias involucradas en la guerra, excepto, naturalmente, con la Unión Soviética, se estableció al mismo tiempo un servicio de asistencia para civiles desplazados. La residencia papal de Castelgandolfo acabó convertida, por disposición directa del Papa, en un albergue de refugiados. La capital italiana, durante los años de la guerra, empezó gobernada por el fascismo, luego fue ocupada por tropas alemanas, sufrió prácticamente una guerra civil entre distintos bandos revolucionarios y luego fue tomada por el ejército americano sin que el Papa se moviera de su sitio. Exigió, eso sí, que los cardenales salieran de Roma y se mantuvieran en un lugar seguro para que, en caso de que lo mataran, no tuvieran dificultad de reunirse para elegir a su sucesor.
En 1943, cuando Roma fue bombardeada, el Papa abandonó el Vaticano y se trasladó al sector bajo fuego para acompañar a los habitantes de la zona. A los pocos días, al efectuarse un segundo bombardeo, volvió a hacerlo. Era evidente que el Papa estaba dispuesto a morir al lado del pueblo romano. Tras esos dos gestos, los bombardeos cesaron. Se hicieron incluso bromas sobre el hecho de que aquel hombre, extremadamente flaco, fuera capaz de servir como escudo protector de una ciudad entera.
El retrato que hace Cromwell de Pío XII lo muestra como un hombre de carácter fuerte, amplia cultura y mente brillante, pero frío, poco emotivo, totalmente encerrado en su mundo interno, incapaz de realizar un gesto o pronunciar una palabra de manera espontánea. Pacelli pensaba en blanco y negro sin matices. Su visión de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto era tajante pero, a la hora de expresarse, calculaba el alcance que podrían tener sus declaraciones, así como todas las posibles interpretaciones que se les pudieran atribuir. Sus discursos, sus cartas y hasta sus conversaciones, como ya se dijo, estaban planteados de una forma tan elíptica y enigmática que, con frecuencia, parecían indescifrables.
Si esa fue su manera de expresarse durante toda su vida, ¿Por qué se le reclama el no haber pronunciado un discurso contundente durante la guerra? Reflexionar sobre la figura de Pío XII, no consiste en ponerse a especular sobre lo que pudo haber pasado si hubiera actuado de una manera distinta a cómo lo hizo. Imaginar otra historia alternativa puede ser un ejercicio de fantasía divertido pero no ayuda a comprender. Tampoco se trata de dictar cátedra de torero de café sobre lo que debió haber hecho o dejar de hacer. Es muy fácil juzgar lejos del lugar, lejos del momento, lejos de la responsabilidad y lejos de las consecuencias.
Para muchos, la prudencia de Pío XII fue complicidad y su ecuanimidad fue indiferencia. Pero para comprender su actitud, independientemente de como se la quiera calificar, el propio Papa dejó claras, desde el inicio de la guerra, las normas que regirían sus acciones y sus palabras. En cuanto a las acciones, procuraría aliviar el sufrimiento de todos de manera efectiva y discreta. En cuanto a las palabras, repetiría el mensaje eterno de Cristo, de amor, perdón, fraternidad, justicia y paz, pero no se referiría a ningún hecho en particular. En cada discurso, en cada aparición pública o transmisión radial, Pío XII, siempre en su estilo poético e indirecto, predicó los altos valores del Evangelio de manera general. Hablaba sobre la supeditación de lo político a lo moral, e insistía en la supremacía del individuo sobre el sistema. Los regímenes políticos son temporales mientras que el alma de cada persona es eterna. No condenó las deportaciones ni los asesinatos en masa, ni el bombardeo alemán sobre Londres, ni el bombardeo inglés sobre Dresden, ni el ataque japonés a Pearl Harbour, ni las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Ni siquiera dijo una palabra sobre el bombardeo aliado sobre Roma que tuvo la oportunidad de vivir muy de cerca. Pensándolo bien, si se hubiera puesto a mencionar una por una todas las atrocidades que ocurrieron durante su pontificado, no habría tenido tiempo de hacer otra cosa. 
La actitud de Pío XII durante la guerra genera y seguirá generando controversia.  Para unos, una figura misteriosa, fría y calculadora hasta extremos increíbles. Para otros, un hombre cuya profunda espiritualidad le permitió mantenerse ecuánime en una época convulsa en la que las masacres llegaron a ser parte de la vida diaria.
INSC: 2115

Eugenio Pacelli (1876-1958) Papa Pío XII (1939-1958).

martes, 27 de octubre de 2015

El domador de pulgas de Max Jiménez.

El domador de pulgas. Max Jiménez.
Editorial Costa Rica. 1999.
Otros domadores alquilaban brazos para alimentar a sus pulgas, pero al de esta historia le parecía una traición darle a sus pulgas otra sangre que no fuera la suya. Su brazo lleno de piquetes era la verdadera encarnación del amor que sentía por sus animales.
Un buen día decidió no exhibirlas más en el pequeño circo en que las ponía a tirar de una diminuta carreta o caminar por la cuerda floja. Prefirió dejarlas en libertad, dentro de su cuarto miserable, para que ellas hicieran con sus vidas lo que quisieran. El domador les daba su sangre, pero no sus palabras, y se limitó a observarlas sin intervenir en sus decisiones. Las pulgas se reprodujeron y la población llegó a ser numerosa. La comunidad se volvió compleja y cada pulga, a nivel individual, tomó su camino propio.
El domador se dio cuenta de que lo que hace falta en la vida es solo un impulso inicial. Sus pulgas dejaron de ser animalitos saltones y poco a poco fueron separándose en grandes masas, pequeños círculos y hasta pulgas solitarias. Cada pulga empezó a hacerse distinta a las otras. Los animales de la misma especie son difíciles de distinguir, pero llegó el momento en que no había una pulga igual a otra.
Por sus diferencias tan marcadas, empezaron a haber riñas, asesinatos y disputas de honor. Para el domador fue terrible darse cuenta de los actos de violencia que ocurrían en la comunidad de sus amadas criaturas, pero confió en que ellas mismas serían capaces de encontrar la solución a sus problemas. Por iniciativa propia, las pulgas crearon leyes, tribunales y presidios.
En la sociedad de las pulgas, algunas empezaron a destacarse por su talento, mientras que otras se degradaban por sus vicios. La pulga filósofa, por ejemplo, ocupaba su tiempo en reflexionar sobre asuntos profundos y elevados. Su vida era regida por la razón, las ideas y los principios. Solamente se comportaba como animal a la hora de aparearse, como si perdiera la gravedad de su pensamiento al quitarse los pantalones y solo fuera de capaz de recobrarla al recogerla de donde, al igual que los pantalones, la había dejado tirada al descuido.
Pulga artista, por su parte, agobiada desde su niñez por su absoluta conciencia, tenía una vida dolorosa. En todas partes y a cada momento se encontraba con un NO en mayúscula que, a fuerza de repetirse, y por la redondez de la O, acabó convirtiéndose en su mundo. Cada fracaso en el arte era un peldaño firme y eterno para desarrollar su inevitable impulso creativo. Solo quien tiene una gran fortaleza puede alcanzar lo sublime tras una larga cadena de fracasos. Había pulgas medio artistas, que se amoldaban a lo que fuera con tal de no complicarse la vida, pero la pulga verdaderamente artista se levantaba con fuerza como las olas del mar, sin importarle que cada arremetida acabara convertida en espuma.
Las pulgas se entretenían chismeando sobre los defectos de las otras. Cualquier desliz poco virtuoso era comentado con saña y entusiasmo. A la que no había caído, pero se balanceaba en la cuerda floja, las pulgas chismosas la empujaban con la lengua. Elogiaban a la pulgas virtuosas, pero no las respetaban 
La pulga buena era la peor de todas. Era imbécil, inútil, fastidiosa, aguafiestas y un estorbo para la comunidad, pero cada vez alguien se atrevía a mencionarlo, lo callaban de inmediato: "No digás eso, ¿no ves que es muy buena?" Y se le perdonaba estupidez tras estupidez, error tras error, solamente porque era muy buena. Las pulgas principales llegaron a convencerse que la lástima que inspiraba la palabrita "buena", era una alcahuetería que acabaría creando, a la larga, una sarta de inútiles. Inútiles de vida impecable, pero inútiles al fin y al cabo. Ser capaz de mostrar una vida intachable era, en la comunidad de las pulgas, el síntoma más evidente de absoluta ineptitud.
La pulga rey lo tenía bien claro y, por ello, procuraba destacarse por sus defectos que, al alcanzar límites verdaderamente fuera de lo común, acaban generando admiración entre las pulgas plebeyas. La pulga dictador, eliminaba sin clemencia a las pulgas peligrosas y, por sus grandes logros en esa delicada materia, era vitoreada por la multitud cada vez que se asomaba al balcón. La pulga lírica, que escribía poemas tan sublimes que nadie era capaz de apreciar en su verdadero valor, pese a ser incomprendida por las pulgas profanas, era severa e implacable a la hora de juzgar las creaciones de otras pulgas líricas.
Aunque la gran mayoría de las pulgas eran ordinarias y había entre ellas muchas definitivamente tontas, torpes y hasta dementes, llegaron a considerarse seres superiores cuya vanidad debía extenderse incluso más allá de su muerte. Muchas se hicieron aficionadas a las sesiones espiritistas para comunicarse con las pulgas del más allá. La pulga medium era una farsante. Una vez una pulguita joven le preguntó si podía ver cómo se encontraba su papá. La pulga medium, en medio del trance, le informó que su papá estaba muy bien porque había entrado al cielo. "¿Cómo? ¿Ha muerto?", exclamó asustada la pulguita, "Si antes de venir aquí lo dejé en la casa con un ligero dolor de cabeza". La pulga medium, sin inmutarse y con tono solemne le respondió: "Te he revelado una verdad muy delicada: tu verdadero padre está en el cielo."
La creación es una forma de rebelarse contra la muerte. El artista busca manifestarse, confirmar su vida dándosela a otros, por el temor de desaparecer completamente. Los libros tienen el sentido de almacenar vida, de salvar vida y quienes los escribieron no desearon otra cosa que continuar viviendo en sus páginas hasta el infinito.
El domador, que no escribía libros pero sí los leía, quiso perpetuar su vida a través de sus pulgas.  Ya no sabía cuántos años llevaba viviendo solamente para ellas. Su piel se había tornado de un color amarillento verdoso. Se había convertido en un espectro, en un cuento de vecindario. Se sabía que aún estaba vivo porque de vez en cuando se veía pasar una sombra a través de la ventana sucia llena de telarañas. 
El domador de pulgas, de Max Jiménez, es una novela con un final verdaderamente sorpresivo y lleno de simbolismos.
Quienes han comentado el libro, han repetido miles de veces, desde que se publicó la primera edición en 1935, que se trata de una alegoría de la sociedad y los caracteres humanos. Tal explicación, por evidente, resulta innecesaria, pero hay quienes no son capaces de resistir la tentación de recalcar lo obvio. No han faltado tampoco algunos que, aficionados al chisme arqueológico, sostienen que algunos episodios de la novela, como el del marido celoso que asesinó al amante de la pulga adúltera, están basados en hechos reales de personajes conocidos y prominentes de la época. Para ellos, la pulga rey es Alfonso XIII y la pulga dictador es Adolfo Hitler. Sobre la pulga buena, es decir, idiota, que llegó a ser presidente, no hay consenso acerca de quién pudo ser. 
Max Jiménez Huete. 1900-1947.
Es decir, mientras unos leen El domador de pulgas de manera superficial, limitándose a ver solamente lo que salta a la vista, otros miran con lupa hasta el más mínimo detalle en busca de claves históricas. Están también los que destacan la crítica social que plantea, así como su profundo contenido caricaturesco, estético, filosófico y hasta religioso.
El domador es una víctima que se inmola por las criaturas a las que ama. Una especie de Prometeo que le da el fuego de los dioses a los mortales. Las pulgas dejaron de ser animales y fueron convirtiéndose en seres humanos. Aunque chupan su sangre, no están agradecidas con el domador, más bien, en cuanto pueden confrontarlo, le reclaman lo que les hizo. Ellas eran felices y acabaron siendo desgraciadas. A la larga, como dice el propio Max en la primera página: "El destino es más fuerte que la voluntad."
Leer un libro de Max Jiménez es siempre una experiencia conmovedora y sorprendente. En un largo desfile de imágenes sugerentes, que se alternan de manera abrupta, en cada párrafo (casi en cada línea) se encuentra una frase contundente que golpea con fuerza y deja un eco como el de un martillazo sobre el yunque. 
¿Quién no ha sentido en el andar de las pulgas algo así como el andar de su conciencia?
Este libro, como todos los de Max, está lleno de angustia, de dolor y de soledad.
Don Paco Amighetti, quien fue su gran amigo, dejó escrito que Max tenía una extraordinaria lucidez que lo hacía reírse de todo lo que consideraba absurdo. Pero ese sentido del humor no lo puso en su obra. La risa, la alegría, y la frase ingeniosa en son de broma, las derrochó en sus tertulias. En sus libros dejó más bien su dolor y su drama, que fue volviéndose cada vez más amargo y más conciso. 
INSC: 1322

sábado, 17 de octubre de 2015

Edward VIII y Wallis Simpson. Dos vidas y dos versiones de la historia.

La mujer que el rey amó. Ralph Martin.
Editorial Pomaire, España, 1975-
Sobre esta historia circulan dos versiones: la dulce y la amarga. Según la primera, el rey Edward VIII estaba tan perdidamente enamorado de Wallis Simpson, que renunció al trono de Inglaterra para poder casarse con ella. Desde 1936, año de la abdicación que fue noticia de primera plana en todo el mundo, esta historia de un amor intenso que se enfrenta a los prejuicios y tradiciones de una sociedad puritana y conservadora, llegó a alcanzar la categoría de cuento de hadas. Algo así como una variación real, moderna y dolorosa de la Cenicienta. El rey se enamoró de una norteamericana divorciada dos veces. La nobleza, el gobierno, la iglesia, el parlamento y la prensa de su país se opusieron al enlace y él acabó dejándolo todo para irse con ella.
Con el tiempo apareció la segunda versión, según la cual, lo del romance con Wallis Simpson fue solo la excusa que aprovecharon los políticos ingleses para deshacerse de Edward, que era simpatizante de los nazis. La maniobra no les pudo haber salido mejor. Lo destronaron sin tener que revelar, ni a Inglaterra ni al mundo, los verdaderos motivos de su caída.
Quienes han estudiado el tema a fondo sostienen que ambas versiones son ciertas. Desde el instante mismo en que conoció a Wallis Simpson, el rey experimentó una fascinación por ella que, con los años, acabó convirtiéndose en una dependencia que rayaba en lo enfermizo. Cuando pronunció la famosa frase de que no podía seguir adelante sin contar con la compañía de "la mujer que amo", estaba siendo honesto. Desde la boda hasta su muerte, estuvo a su lado. No soportaba tenerla lejos, al punto de que, mientras la peinaban y maquillaban, era capaz de estar sentado inmóvil durante horas en los salones de belleza.
Sus imprudentes declaraciones, antes, durante y después de haber ocupado el trono, dejaban muy claras sus simpatías por la Alemania Nazi. Como muchos otros de su generación, desconfiaba de la democracia y le tenía miedo al comunismo, por lo que acabó simpatizando con los regímenes autoritarios fascistas que,  al menos durante sus primeros años, daban muestras de ser capaces de garantizar tanto el orden como el progreso. En su favor puede decirse que no fue el único que se tragó el cuento y creyó en el espejismo.
Edward, a quien llamaban David cuando fue Príncipe de Gales, no se destacó en los estudios, ni en la milicia ni en el deporte. Tampoco daba muestras de estar interesado en la política, ni en los negocios, ni en la historia, ni en el arte, ni en la música. Desde muy joven quedó claro que el heredero de la corona no era inteligente, ni prudente, ni culto, ni talentoso. Cuando creció se volvió frívolo, aficionado a las fiestas y reacio a cumplir con sus deberes. Las ceremonias oficiales, a las que asistía obligado y casi arrastrado por su familia y los funcionarios de la casa real, eran para él un verdadero fastidio.  Como es fácil de suponer, sus amistades eran de costumbres y personalidades similares a las suyas. Su padre, el rey George V, preocupado porque su heredero no se tomara en serio la vida, afirmó que David era tan incapaz y tan irresponsable que, cuando accediera al trono, no llegaría a cumplir ni un año en el puesto. El señor salió profeta: Edward VIII fue rey de Inglaterra del 20 de enero al 11 de diciembre de 1936.
Para hacer el cuadro completo, el joven príncipe que no era inteligente, ni culto, ni talentoso ni cumplidor del deber, tampoco era muy simpático. Creía (así se lo habían enseñado) que la dignidad de su persona era superior a la de los otros. Cualquier llamada al orden era, para él, un atropello y una falta de respeto. Durante la I Guerra Mundial prestó servicio militar, pero los oficiales de su unidad se encargaron de mantenerlo lejos de los disparos. Cansado de sus constantes berrinches y actitud arrogante, el comandante de la tropa le dijo en su cara: "Si yo tuviera la seguridad de que lo van a matar, lo enviaría al frente ahora mismo. No lo hago solamente porque me preocupa que lo tomen prisionero."
Cuando se convirtió en rey, el personal de la corte le indicaba qué hacer, a dónde ir, cómo vestirse y cómo comportarse. El propio Edward consignó en sus memorias que, en los discursos que le tocaba leer, a él no lo dejaban poner ni una sola palabra.   Cansado de ser una marioneta de la corte, exclamó: "Ni siquiera como rey puedo hacer lo que quiero." Uno de los oficiales le explicó que, en esta vida, nadie hace lo que quiere. Todas las personas hacen lo que tienen que hacer.
Edward, Duque de Windsor y su esposa Wallis Simpson,
con Adolfo Hitler, en Alemania durante su viaje de bodas.
A lo largo de la historia han sido numerosos los casos de príncipes poco brillantes, pero en Inglaterra, en 1936, esa circunstancia, además de molesta, era peligrosa. En los círculos sociales que frecuentaba el nuevo rey, además de figuras tan frívolas como él, había numerosos agentes nazis. Joachim Von Ribbentrop, quien luego sería ministro de Relaciones Exteriores del III Reich, estaba entonces en Londres y era de uno de los asiduos a las cenas y fiestas privadas del monarca. El gobierno británico desconfiaba tanto de esa amistad, que llegó a restringir la información que suministraban al rey. Para hacer la pantomima, lo mantenían al tanto de asuntos de poca importancia pero nunca compartieron con él temas diplomáticos, militares, industriales ni financieros.
Cuando se destapó el romance del rey con la señora Simpson, el gobierno y la nobleza aprovecharon la oportunidad que les cayó del cielo. Hicieron entonces el papel de nacionalistas y puritanos: rechazaron a Wallis por ser americana y divorciada dos veces. El público se distrajo en el asunto personal, el rey abdicó envuelto en una aureola de simpatía y no sería sino hasta muchos años después que los motivos políticos del asunto saldrían a flote.
Sobre el tema, en su dos versiones, romántica y política, se ha publicado muchísimo. De vez en cuando siguen apareciendo artículos con nuevas revelaciones. Tanto quienes se concentran en la historia personal de la pareja, como quienes se ocupan de la trama conspirativa, han llegado a extremos de especulación que rayan en lo descabellado. Un título imprescindible sobre este asunto es La mujer que el rey amó, de Ralph Martin. El libro, publicado tras la muerte de Edward, pero mientras Wallis aún vivía, brinda una generosa imagen de ambos personajes. El autor se esfuerza por pintar un retrato agradable de ambos y trata de justificar, o al menos hacer comprensible, sus controversiales actitudes. Martin tuvo la oportunidad de entrevistar a la señora Simpson y declara que era una dama agradable, elegante y cortés. Tal parece que ella y su marido fueron felices juntos, pero sus vidas, pese a la forma benévola en que son presentadas, son bastante difíciles de mirar con simpatía.
Todas las biografías tienen su toque heroico y, de alguna manera, al leerlas, se va desarrollando cierta fascinación por los personajes. Conforme se va conociendo la historia de su vida, poco a poco el biografiado se va haciendo más cercano al lector. Incluso en los casos de que se trate de un personaje oscuro o perverso, cuya vida esté muy lejos de ser admirable, de alguna manera sus acciones se tornan comprensibles o explicables al saber más de su paso por este mundo. En este caso, sin embargo, tras leer una biografía de 600 páginas, cuanto más se conoce sobre las vidas de Edward y Wallis, más difícil resulta comprenderlas.
Edward y Wallis vivieron en vacaciones permanentes. Iban a esquiar a los Alpes, realizaban cruceros por el Mediterráneo, asistían casi a diario a cenas y recepciones, vivían en mansiones amplias, exquisitamente amuebladas y decoradas, vestían modelos exclusivos, eran atendidos por una legión de sirvientes, compraban joyas y disfrutaban de su vida como pareja. Además de todo esto, eran felices juntos. Sin embargo, y esto es algo verdaderamente difícil de explicar, sus vidas, de alguna forma, inspiran lástima.
Aunque había nacido en el seno de una familia modesta de Baltimore, Wallis tenía en común el príncipe su falta de interés por temas serios, su incapacidad de cumplir deberes y su afición al lujo y las diversiones. Era muy cuidadosa, eso sí, por estar siempre arreglada. Su cita diaria con el peluquero, el masajista y la maquilladora ocupaba la mitad de su día. Era exigente en la selección de sus vestidos y, ya fuera como invitada o como una anfitriona, se conducía de manera impecable y agradable. Daba órdenes precisas a la servidumbre y solía estar al tanto de hasta el más mínimo detalle del menú que se iba a degustar, los licores que serían servidos y la música que se iba a bailar.
Definitivamente, tal para cual. Con el dinero que la familia real ponía a su disposición, pudieron haber vivido discretamente, dedicados exclusivamente a divertirse. Pero en su burbuja color de rosa, la pareja ni siquiera se daba cuenta del mundo en que vivía y acabó convirtiéndose en un dolor de cabeza para el gobierno británico. Tras su boda, celebrada en Francia, decidieron realizar, como parte de su luna de miel, una visita a la Alemania nazi. La foto de su entrevista con Hitler hizo que muchos recordaran las palabras del oficial encargado de cuidarlo durante la I Guerra Mundial: "no me preocupa que lo maten, sino que lo hagan prisionero". La posibilidad de que Edward fuera secuestrado era una preocupación constante para los servicios de inteligencia británicos.
La pareja se estableció en París, dedicada a ofrecer y asistir a fiestas. Cuando Francia fue invadida por Alemania, al inicio de la II Guerra Mundial, Edward, que ya no era príncipe ni rey, sino que tenía el título de Duque de Windsor, dio unas declaraciones en que dejó clara su simpatía por Hitler. Winston Churchill le escribió una carta en la que, de manera oblicua y entre líneas, le ordenó que se quedara callado. Casi a la fuerza, la diplomacia y la inteligencia británicas trasladaron a Edward y Wallis a Portugal, que era un país neutral.
En su libro Lisboa 1939-1945, Neill Lochery cuenta que los agentes nazis se mantenían cerca del Duque y que el gobierno británico temía que los alemanes lograran convencerlo de pretender recuperar el trono de Inglaterra para convertirlo en su monarca títere y aliado. Definitivamente, había que enviarlo bien lejos. Churchill entonces le hizo saber que debía salir inmediatamente de Portugal y le presentaba dos opciones a escoger. Aceptar el cargo de Gobernador de las Islas Bahamas o retornar a Inglaterra. Aunque Edward no era muy inteligente, comprendió que si volvía a Inglaterra, así lo hospedaran en un lujoso palacio, sería prácticamente un prisionero, por lo que optó por trasladarse hacia el Caribe.
Mientras la guerra iba calentándose en Europa, con escasez de alimentos, bombardeos aéreos, movilizaciones de tropas y desplazamientos de civiles, Edward se quejaba de que, en Bahamas, la mansión en que debía vivir  era una casona vieja de madera, la servidumbre era incompetente, el calor era insoportable y había muchos mosquitos. La alta sociedad de Bahamas, además, no parecía interesada en organizar bailes y fiestas.
Debido a la guerra, el gobierno británico decidió nombrar un nuevo embajador en Washington y Edward se ofreció para el puesto. En su opinión, él era la persona indicada para representar a Inglaterra en las recepciones de la Casa Blanca y jugar golf con los senadores. Sobra decir que su propuesta no fue tomada en serio. Ni siquiera le respondieron. Edward no era capaz de comprender que la embajada británica en Washington era, en aquellos momentos, de vital importancia y que debía ser ocupada por un hombre con experiencia y amplia visión global, discreto, inteligente, hábil negociador y, muy especialmente, enemigo declarado de los nazis. El duque se mostró ofendido e indignado cuando supo que el nuevo embajador inglés ante los Estados Unidos sería Lord Halifax. No lograba explicarse por qué nombraron a un ex virrey de la India, en vez de a un ex rey de Inglaterra.
Como se aburría espantosamente en las Bahamas, de vez en cuando solía pasear con su esposa en Florida. El vuelo era brevísimo y allí, ya fuera en Miami o en Tampa, había buenos hoteles, tiendas, joyerías, salones de belleza y, lo más importante, personas alegres dispuestas a bailar hasta la madrugada.
Durante la guerra, los ingleses llegaron a olvidarse de Edward. Su hermano, el rey George VI, que lo sustituyó en el trono, pese a ser tímido y tartamudo, logró ganarse la simpatía del pueblo, no solo por su discreción y austeridad sino por la manera en que cumplió su papel en aquellos difíciles años. A pesar de los bombardeos diarios, se negó a abandonar Londres y su hija, la actual reina Elizabeth, que era entonces una muchachita, prestó servicio en las fuerzas armadas. Elizabeth no solamente aprendió a manejar automóvil, algo raro para una princesa en aquella época, sino que además era muy buena arreglando desperfectos mecánicos y reparando motores.
En los primeros años de la posguerra, Edward y Wallis volvieron a despertar preocupaciones en la familia real. En sus fiestas ya no se codeaban con agentes nazis, sino con mafiosos norteamericanos. El rey George, pese a ser su hermano menor, debió hablarle como un padre y exigirle que se alejara de ciertas amistades antes de que su nombre se viera envuelto en un escándalo. Poco después de la advertencia, un buen número de compañeros de parranda de Edward y Wallis fueron a parar a la cárcel.
La pareja montó su residencia en París, pero con frecuencia pasaba largas temporadas en Nueva York. Se hospedaban en una suite del Waldorf Astoria en compañía de sus numerosos y muy mimados perros. Se levantaban a eso del medio día. Mientras Wallis era peinada, maquillada y masajeada, Edward esperaba sentado sin hacer nada. En la tarde bebían cócteles, luego cenaban vestidos de etiqueta, a veces en su casa donde recibían invitados, otras en casa de amigos que los agasajaban y en algunas ocasiones en restaurantes o clubes. Tras la cena, que solía terminar tarde, bailaban hasta el amanecer. A principios de los años sesenta el duque se quejó de que justo cuando había logrado dominar el swing, debió aprender a bailar twist.  Con cierta frecuencia solía jugar golf o asistír a excursiones. Fue invitado por Francisco Franco a participar en una cacería. La pareja era asidua a los desfiles de modas y a los casinos. Cuando empezaron a envejecer, redujeron su vida social y ocuparon su tiempo en jugar con los perros y armar enormes rompecabezas. La única actividad de Wallis era ser una socialitee, pero el duque tenía dos pasatiempos: le gustaba tejer y sembrar plantas en el jardín.
La historia de lo que llegó a ser conocido como "el romance del siglo" de vez en cuando era recordada en las revistas, que repetían aquello del rey que renunció al trono por amor y terminaban con el infaltable "...y fueron felices para siempre." Se llegaron a hacer reportajes, películas y documentales para televisión. En 1961, en una entrevista, el duque se quejó del desprecio con que había sido tratado por el gobierno inglés, que había desaprovechado su talento y rechazado sus servicios.
Charles Curran, miembro del Parlamento por el Partido Conservador, se apresuró a contestarle.
"¿Cómo se atreve?" fue el título del contundente artículo que el legislador publicó en la prensa. La nota empezaba diciendo que el Duque pudo haber hecho cualquier cosa que se hubiera propuesto. Cuando dejó el trono era joven, sano y rico. Pudo haber estudiado una profesión, pudo haberse dedicado al comercio, a la agricultura o a la industria, pudo haber fundado o comprado una empresa, pudo haber sido un patrocinador o un mecenas, pudo haberse dedicado a una causa. Pero, continuaba el escrito, el duque ha dedicado los últimos veinticinco años a no hacer nada. Ha pasado un cuarto de siglo entretenido en su vida social. La conclusión del artículo de Curran era cruel. Terminaba diciendo que su vida era absurda, inútil y sin sentido.
Tal vez Curran fue demasiado severo. Hay personas que no han hecho nada por la humanidad o por la patria, pero al menos han hecho algo por sí mismos. El caso de Edward y Wallis es extraño porque nunca tuvieron la ambición de emprender un proyecto al cual dedicar sus energías. Si no les interesaba ganar dinero, que en todo caso no les hacía falta, al menos pudieron estar motivados por la ilusión de hacer y lograr algo por sí mismos. Sus defensores argumentaron que por su dignidad, un rey no podía rebajarse a trabajar, sin percatarse de que el trabajo no disminuye, sino que aumenta la dignidad de la persona. Edward y Wallis eran incapaces de asumir ninguna responsabilidad y, por ello, resulta un tanto injusto reclamárselo.
Quienes insisten en recordar las simpatías pronazis de Edward, suelen referirse a él como "un hombre peligroso". Lo peligroso, sin embargo, era más bien que un hombre definitivamente tonto estuviera en aquella posición en aquel preciso momento. A nivel personal, a pesar de su arrogancia y sus limitaciones, existe consenso de que Edward no era un hombre de malos sentimientos. Incapaz de hacer cualquier cosa, era también incapaz de hacerle deliberadamente daño a nadie.
Aunque ya estaba demasiado viejo para meterse en enredos, los servicios de inteligencia británicos vigilaban sus movimientos. Por canales confidenciales le llegó a la reina Elizabeth la noticia de que Edward había comprado dos espacios en el cementerio de Baltimore, Maryland, la tierra de Wallis. Un emisario de la casa real se puso en contacto con él. Con la excepción de cinco (cuatro en Francia y uno en Alemania) todos los reyes de Inglaterra estaban sepultados en suelo inglés. Tras la abdicación, Edward solamente había regresado a Inglaterra tres veces: al funeral de su madre, al funeral de su hermano y a la inauguración de un monumento a su madre. El emisario le manifestó el deseo de la reina, su sobrina, de que cuando llegara el momento, él fuera sepultado cerca de sus familiares. Edward dijo que aceptaba si permitían que Wallis fuera enterrada a su lado. Su deseo fue concedido y Edward vendió los lotes del cementerio de Baltimore.
Cuando Edward agonizaba en un hospital de París, la reina fue a visitarlo acompañada de Phillip, su esposo, y el príncipe Charles, su hijo. Pocos días después falleció. Su funeral fue privado y solamente asistieron cuarenta miembros de la familia, muchos de los cuales ni siquiera lo habían conocido. Para todos, incluyendo a Wallis, la viuda, estaba claro lo que significaba un funeral privado: Era un funeral sin honores.
Apenas finalizado el entierro, Wallis le anunció a la reina que quería partir de Inglaterra de inmediato. La reina le preguntó por qué. "Porque quiero irme", fue la simple respuesta.
Wallis se fue y no volvió a Inglaterra sino hasta doce años después, ya muerta, para ser sepultada al lado de su marido.
¿Una historia de amor como para arrancar suspiros? ¿Una trama detectivesca llena de espías y conspiraciones subterráneas? O, tal vez, las dos versiones de esta historia no sean más que especulaciones levantadas sobre dos personajes inocuos, simples y bobalicones que, por azares del destino, estuvieron en el ojo del huracán sin comprender lo que ocurría a su alrededor.
INSC: 2562
Wallis Simpson (1896-1986) y su esposo Edward Duque de Windor (1894-1972).

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