viernes, 27 de febrero de 2015

El hacendado gallego don Ángel Castro Argiz, padre de Fidel Castro.

Todo el tiempo de los cedros. Paisaje
familiar de Fidel Castro Ruz. Katiuska
Blanco, Casa Editora Abril, Cuba, 2003.
Aunque Fidel Castro fue un dictador comunista y Francisco Franco fue un dictador fascista,  ambos personajes tienen varias características en común. Por su longevidad, ambos llegaron a ser fantasmas en vida y los dos perdieron su batalla contra el tiempo, al que no pudieron detener. En su último discurso, pronunciado en 1975, treinta años después de la derrota del fascismo, Franco seguía hablando de la "conspiración judeo masónica comunista que pretende destruir la civilización occidental". En Cuba, más de un cuarto de siglo después del desplome de lo que se llamó el socialismo real, siguen empeñados en sostener un sistema que generó pobreza, perpetró grandes atropellos contra la libertad individual y cuyo fracaso fue más que evidente. Franco pretendía que el calendario se detuviera en 1939 y Fidel en 1959, pero el tiempo siguió su marcha y sus respectivos países, convertidos en una muestra anacrónica de una realidad que el resto del mundo había dejado atrás, debieron esperar varios años para salir del prolongado paréntesis que la dictadura impuso en su historia.
Tanto los admiradores como los detractores de ambos personajes suelen concentrarse en lo acertado o erróneo de sus actos como gobernantes y, por ello, sus biografías generalmente arrancan a partir del momento en que se levantaron en armas, brindan poca información sobre sus años de infancia y juventud y no suelen ser generosas en detalles sobre su vida personal o familiar. Ambos dictadores alcanzaron una edad avanzada, por lo que sus vidas acabaron siendo más largas que sus biografías.
Francisco Franco y Fidel Castro comparten además su origen gallego. Franco nació en El Ferrol y Fidel Castro es hijo de don Ángel Castro Argiz, quien nació en Láncara, pequeña aldea de Lugo.
Lápida en la casa natal de don Ángel en Láncara.
Los diplomáticos cubanos suelen regalar libros y, hace ya bastantes años, Amado Riol Pírez, un simpático periodista cubano del Centro de Prensa Internacional de La Habana, que estuvo trabajando un tiempo en el Consulado cubano en Costa Rica, tuvo la gentileza de obsequiarme varias obras históricas y literarias recién publicadas en la isla. En el paquete venía Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz de Katiuka Blanco. El libro, escrito con un estilo poético, romántico y bucólico, cuenta la historia de don Ángel Castro, el gallego que se enamoró de Cuba y logró fundar y hacer crecer la próspera hacienda El Birán, así como la de Lina Ruz, la joven muchachita campesina con quien don Ángel tuvo siete hijos, el tercero de los cuales fue el Fidel Castro que todos conocemos. Aunque, como dije, el libro está narrado en clave sentimental, salta a la vista que es fruto de una investigación minuciosa que incluyó, además de consultas en archivos, entrevistas con miembros de la familia y viejos trabajadores de la hacienda. En las páginas finales aparecen reproducciones de numerosos documentos y fotografías de gran interés. Naturalmente, por tratarse de un libro publicado en Cuba, hasta la más mínima anécdota de Fidel es presentada como heroica y admirable y, en las numerosas fotos familiares que se incluyen no aparece Juanita, la hermana de Fidel que, junto con miles de cubanos, abandonó la isla en los primeros años de la revolución y acabó radicada en Miami por no estar de acuerdo con el rumbo que estaba tomando el nuevo régimen. Las confiscaciones y expropiaciones eran lo de menos. Los arrestos arbitrarios, los juicios sumarios, los fusilamientos y los campos de concentración para reeducar a los disidentes fueron lo que horrorizó a todos los que huyeron al exilio, entre quienes iba la hermana menor del comandante.
Casa natal de don Ángel Castro Argiz. Láncara, Lugo, Galicia.
Pero hagamos a un lado a Fidel por un momento y concentrémonos en su padre, cuya historia es poco conocida. Don Ángel era un campesino pobre que apenas si sabía leer y escribir y no tenía un horizonte muy prometedor por delante. La guerra en Cuba, a finales del siglo XIX, le dio la oportunidad de cruzar el Atlántico. En aquellos años era práctica común que los hijos de familias ricas, al ser llamados a filas, les pagaran a un muchacho pobre para que fuera a la guerra en su lugar. Don Ángel fue uno de esos sustitutos.
En calidad de soldado, estuvo en Cuba de 1896 a 1898 y, a pesar de las crueles experiencias que debió haber vivido durante el conflicto, se enamoró de la isla. Al regresar a Galicia, aquel joven veinteañero había decidido radicarse en Cuba. Trabajó duro, ahorró todo lo que pudo y el día de su cumpleaños número treinta desembarcó en La Habana. No traía más que una maleta y sus sueños. Los primeros años fueron los más duros, pero logró contar con la solidaridad de muchos paisanos, ya que la migración de gallegos a Cuba a principios del Siglo XX fue enorme. En aquel tiempo, un hombre de treinta años ya era considerado viejo, pero don Ángel nunca le arrugó la cara al trabajo. Fue peón agrícola en haciendas y campamentos mineros. Su búsqueda de un mejor salario lo fue llevando cada vez más al oriente de la isla. Aficionado a las peleas de gallos, logró hacer algún dinero con esta actividad. Su hijo Raúl, quien sucedió a Fidel en el ejercicio del poder, es aficionado a los gallos de pelea desde niño.
La casona de la hacienda El Birán. Oriente. Cuba.
En Oriente, don Ángel encontró la oportunidad de convertirse en hacendado. Eran muchos los pequeños propietarios de aquellas tierras remotas que estaban dispuestos a vender sus fincas para irse a vivir a La Habana o a Santiago. Don Ángel, quien además de trabajador y ahorrativo era muy prudente y cuidadoso en el manejo del dinero, fue comprando propiedades primero con sus ahorros y luego recurriendo al crédito. Tuvo que endeudarse para lograr su sueño (en el libro constan los montos, plazos e intereses de los pagarés que firmó), pero gracias a la eficiente administración de sus activos y a su austero estilo de vida, pronto quedó libre de deudas y, al unir todas sus fincas en una sola hacienda, ya podía considerarse un hombre rico. Su prosperidad en gran medida se debió a que pudo convertirse en proveedor de caña de azúcar para la United Fruit Company, la poderosísima compañía fundada por Andrew Preston y Minor Cooper Keith
Algunos enemigos de Fidel Castro han pretendido crear una leyenda negra sobre la figura de don Ángel. Sostienen que don Ángel formó parte del batallón español, al mando del comandante Ciruela, que atacó e hirió mortalmente al prócer de la independencia Antonio Maceo, el 7 de diciembre de 1896. También afirman que don Ángel se hizo de sus tierras de manera truculenta y que fue un explotador de sus peones.
El vagón de don Ángel. OTE es la abreviatura de Oriente.
Sin embargo, todo parece indicar que estos ataques no tienen fundamento. No hay registros detallados de los soldados españoles en la guerra de Cuba que permitan ubicar las acciones en las que participaron. Don Ángel mantuvo excelentes relaciones con los hacendados vecinos, con la Compañía y con las autoridades locales. De hecho era un hombre que, además de una gran fortuna, llegó a gozar de gran prestigio. Prueba de ello es el tratamiento de don, bastante poco común en Cuba. A Fidel y a Raúl se les llama simplemente Fidel y Raúl. Pero don Ángel, desde antes del nacimiento de sus hijos, ya era don Ángel. Es verdad que no les pagaba el sueldo a sus peones con dinero en efectivo, sino con vales canjeables únicamente en el comisariato, la tienda y la cantina de su propiedad, de manera que el pago que les daba a sus trabajadores como patrón inevitablemente volvía a él como comerciante, pero esa práctica, establecida por la Compañía, era común en todas las grandes haciendas aisladas. Por otra parte, don Ángel creía en el progreso e instaló correo, telégrafo, escuela pública, energía eléctrica, tubería de agua y hasta un cine en su hacienda. Los trabajadores de El Birán vivían en casitas limpias y bien construidas, sus hijos tenían escuela y dispensario médico y, los días libres, disfrutaban de películas y peleas de gallos. 

El escritor Carlos Alberto Montaner, quien no deja pasar una semana sin publicar un severo artículo para criticar a Fidel Castro, en varias ocasiones refutó los argumentos de la campaña de desprestigio contra don Ángel que, en todo caso, nunca fue tomada muy en serio y acabó diluyéndose.
Además del cultivo de caña, que era el negocio principal, en El Birán se criaban vacas, cabras y cerdos; las gallinas ponedoras y los pollos de engorde eran numerosísimos; se elaboraba queso y  se cultivaban árboles frutales y hortalizas para el consumo doméstico. Al alcanzar una situación económica verdaderamente holgada, don Ángel, que siempre tuvo buenos gallos, se hizo además de excelentes caballos. 
La casa natal de don Ángel, en Galicia, era pequeña y estaba construida en piedra. En El Birán edificó una amplia y alta casona de madera, muy bien ventilada e iluminada. A los guajiros locales les sorprendió que don Ángel dispusiera que vacas, cerdos, cabras y gallinas se ubicaran bajo el piso de su vivienda, protección que, en el trópico sin crudo invierno, además de extraña era innecesaria. 
Otra afición de don Ángel era sembrar árboles y los alrededores de El Birán se llenaron de bosques de cedros que el patrón veía crecer con gran alegría.
Fidel, en El Birán, ante el retrato de sus padres. Los mejo-
res amigos de don Ángel en Cuba eran Fidel Pino Santos,
su socio, y el cónsul haitiano Hippólite Hibbert. Se dice
que en honor a ellos, el tercer hijo de don Ángel con Lina
Ruz se llama Fidel Hipólito. Otros dicen que se llama Fidel
Alejandro. Pero en el libro de Katiuska Blanco aparece
una fotografía de su diploma escolar con el nombre
de Fidel Casiano Castro Ruz.
Don Ángel contrajo matrimonio con la maestra María Luisa Argota en 1911 y, entre 1913 y 1918, de esa unión nacieron cinco hijos.  La pareja se divorció en 1925, cuando don Ángel ya tenía dos hijos, Angelita (1923-2012) y Ramón (1924), con Lina Ruz González, una muchacha veintiocho años menor que él que trabajaba en su casa. Más tarde nacerían Fidel (1926), Raúl (1931), Juanita (1933), Enma (1935) y Agustina (1938).
Con Generosa Mendoza, don Ángel procreó a su hijo Martín, nacido en 1930.
La vida de don Ángel y Lina fue feliz. Eran personas de gustos e ideas sencillas, satisfechos con la vida aislada y próspera en El Birán. Todos sus hijos hicieron la primaria en la escuela pública de la hacienda junto con los hijos de los peones. El mayor, Ramón, verdaderamente disfrutaba participar en la administración de El Birán y acabó convirtiéndose en el gran apoyo de don Ángel, quien, inevitablemente, estaba envejeciendo. Ramón, al igual que sus otros hermanos, realizó su educación secundaria en colegios religiosos privados pero en vez de ir a la universidad prefirió quedarse en la finca ayudando a sus padres.
Las mujeres estudiaron en colegios de monjas en Santiago y Fidel y Raúl fueron a la Universidad de La Habana. Muy pronto Fidel, joven estudiante de Derecho, se involucró en la convulsa y agitada vida política de la capital cubana, que se desarrollaba en un agitado y violento debate permanente. En La Habana, por ese entonces, abundaban oradores callejeros, protestas, manifestaciones, discusiones y discursos interminables, alianzas, complots y componendas. Definitivamente, el revuelto y acalorado ambiente habanero era algo muy distinto a la vida austera y tranquila de El Birán. Fidel se involucró en la política de manera apasionada y activa a tiempo completo. Por andar en mitines, asambleas y reuniones de comités, no disponía ni de un minuto para trabajar. Con su título de abogado, casado y con un hijo, seguía viviendo del dinero que le enviaba don Ángel. Fidel no heredó los hábitos austeros de su padre y su viaje de bodas fue una prolongada estadía de varios meses en Nueva York.
Todos sabemos lo que vino luego. El asalto al Cuartel Moncada en 1953, por el que Fidel fue a la cárcel y, luego, al exilio.
Don Ángel Castro Arguiz murió de una obstrucción intestinal el 21 de octubre de 1956. Curiosamente, Fidel, a los ochenta años, la misma edad a la que falleció su padre, tuvo la misma enfermedad.
La muerte de don Ángel ocurrió cuarenta y dos días antes de que Fidel regresara clandestinamente a Cuba para iniciar su lucha armada. Vale la pena mencionar que las autoridades militares del gobierno de Batista nunca molestaron a Lina ni a Ramón. Fidel y Raúl estaban en la Sierra como guerrilleros rebeldes, pero Lina y Ramón, su madre y su hermano, eran hacendados que hacían negocios sin meterse en política.
Después del triunfo de la revolución, han circulado versiones en las que Lina y Ramón aparecen como revolucionarios muy activos pero, al igual que en el caso de la leyenda negra de don Ángel, pareciera que esas versiones son más propagandísticas que históricas.
El libro Todo el tiempo de los cedros, de Katiuska Blanco, se concentra en la historia de amor de don Ángel y Lina, en su experiencia al frente de El Birán y en la infancia y juventud de Fidel Castro. Naturalmente, mucho de lo que he mencionado en esta nota lo he tomado de otras fuentes ya que en este libro, como en cualquier otro publicado en Cuba, la persona de Fidel, así como todo lo que haga o diga, es tratado en tono reverencial. Sin embargo, a pesar de esta comprensible limitación, el libro brinda un atractivo retrato de don Ángel Castro, que es el héroe de esta historia. Engendrar a Fidel Castro no es, ni de lejos, lo más destacable en la vida de don Ángel. Su hijo, en todo caso, no se le parece. Don Ángel era callado, discreto, sencillo, trabajador, ahorrativo, buen administrador y, aunque esta es una palabra que no les gusta a los comunistas, fue un hombre exitoso. Al llegar a Cuba, don Ángel no tenía estudios, ni dinero, ni amigos. Solamente tenía un sueño. Su fortuna no se debió a un golpe de suerte. Fue el fruto de años de trabajo duro, de ahorro, de prudencia, de austeridad y de disciplina. Don Ángel supo descubrir  y aprovechar las oportunidades que la vida le puso por delante. En Estados Unidos, a personajes como él los llaman self made men,  hombres que se hacen a sí mismos, personas emprendedoras de origen humilde que logran formar un gran patrimonio a base de esfuerzo. Los self made men, curiosamente, son los héroes del capitalismo. Don Ángel tuvo que trabajar en el campo en Galicia durante años para reunir el dinero necesario para viajar a Cuba. No tuvo, como su hijo Fidel, un padre que lo matriculara en colegios privados, lo enviara a la universidad, le financiara una estadía de meses en Nueva York a todo lujo y lo mantuviera después de graduado y casado. Por algo se dice que entre los millonarios, los magnates fundadores por lo general son simpáticos, mientras que sus herederos con frecuencia son antipáticos. El que empezó sin nada sabe lo mucho que cuesta hacerse de un patrimonio, pero el que se lo encontró hecho piensa que la vida es fácil.
Don Ángel llegó a Cuba con una maleta y, al morir, dejó un capital de seis millones de dólares. No tengo una idea exacta de cuánto sería el equivalente de seis millones de dólares de 1956 en la actualidad. Tampoco me interesa averiguarlo. Lo importante es que don Ángel empezó de cero.
Los admiradores de Fidel le elogian que, al expropiar a los terratenientes, para darles parcelas a los campesinos, repartió hasta la hacienda El Birán, patrimonio suyo, de su madre y de sus hermanos. Sus adversarios, por el contrario, afirman que Fidel, al destruir todo lo que en Cuba era productivo, destruyó hasta aquello que con tanto esfuerzo levantó su padre.
En la Cuba de Fidel, desaparecieron tanto las haciendas como las compañías agroindustriales privadas. La agricultura de planificación estatal centralizada tuvo en Cuba las mismas consecuencias que en la Unión Soviética y Europa del Este. Afortunadamente, don Ángel no vivió para verlo. Lina murió muy dolida porque su hijo Fidel desmembrara El Birán, fruto del esfuerzo de su marido.
El hijo menor de Fidel Castro, Ángel Castro Soto,
nacido en 1974, lleva el nombre de su abuelo.
Hay quienes dicen que la manía por el poder absoluto de Fidel Castro se puede rastrear en su infancia y juventud. En El Birán, donde Fidel nació y pasó su infancia, el patrón era don Ángel, se hacía lo que él decía y se acabó. En los colegios religiosos donde estudió en su juventud, el director era la máxima autoridad, se hacía lo que el director dijera y se acabó. Los gobiernos de Cuba, salvo honrosos y breves intentos democráticos, se caracterizaron por ser autoritarios y represivos. Como nunca tuvo la oportunidad de conocer la democracia, Fidel gobernó su país durante medio siglo como si fuera su finca.
En El Birán, actualmente, no hay tantos cultivos ni tanto ganado como en los tiempos de don Ángel, pero los árboles que sembró el viejo gallego siguen en pie. La casona fue restaurada para ser convertida en un museo dedicado a la infancia y juventud de Fidel Castro. Muchas cosas están cambiando en Cuba últimamente. Silvio Rodríguez, tras una vida entera defendiendo lo indefendible, recientemente ha descubierto que en La Habana hay familias pobres. Pablo Milanés ha ido más allá y mencionó que estuvo preso, de 1965 a 1967, en una UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción) que eran los campos de concentración de corte stalinista que había en Cuba para que disidentes políticos, homosexuales y personas con creencias religiosas se reeducaran por medio de trabajos forzados. A estas alturas, Silvio Rodríguez quiere integrarse al grupo de los críticos y Pablo Milanés al de las víctimas.  Con semejantes cambios de postura no me sorprendería que, en un futuro no muy lejano, la casona de El Birán deje de ser un museo en honor a la infancia de Fidel Castro y se convierta en un museo dedicado al espíritu emprendedor de don Ángel Castro Argiz.

Don Ángel Castro Argiz. 1875-1956.
INSC: 1935

lunes, 16 de febrero de 2015

John Cockburn viajó por Costa Rica, de Nicoya a Chiriquí, en 1731.

Los viajes de Cockburn por Costa Rica.
John Cockburn. Traducción de Alec Ross.
Notas de Carlos Meléndez Chaverri.
Editorial Costa Rica, 1976.
No está claro por qué motivo ni bajo cuáles circunstancias seis súbditos británicos que viajaban a bordo del navío John & Jane por el mar Caribe, fueron capturados por un Guarda Costa español y abandonados, desnudos y heridos, en un sitio llamado Porto-Cavalo, en la costa norte de Honduras, en octubre de 1731. Tampoco se sabe la razón por la que estos hombres andaban de viaje tan lejos de su patria. 
La única posibilidad de tomar un barco que los llevara de vuelta a Inglaterra era llegar al puerto de Chiriquí, que quedaba en la costa pacífica del istmo de Panamá. Es decir, debían cruzar Honduras de una costa hasta la otra y, luego, atravesar todo El Salvador, toda Nicaragua, toda Costa Rica y la mitad de Panamá sin dinero ni provisiones. Dos murieron en el camino. Otros dos tuvieron la suerte de viajar en un barco desde el Golfo de Nicoya hasta Chiriquí y el último de ellos, llamado John Cockburn, al que le tocó cruzar todo el istmo centroamericano, escribió sus recuerdos e impresiones de la odisea.
Su libro, titulado Viaje por tierra desde el Golfo de Honduras hasta el Gran Mar del Sur, fue publicado en Londres en 1785. Lamentablemente, es una obra inconseguible. Sé de ella porque la Editorial Costa Rica publicó, en 1962 y 1976, un pequeño libro titulado Los viajes de Cockburn por Costa Rica, que incluye, además de interesantes notas de don Carlos Meléndez Chaverri y un ensayo de Franz Termer sobre el valor histórico, geográfico y etnológico de las observaciones de Cockburn, la traducción del relato del viaje del inglés desde Nicoya hasta el Golfo Dulce.
Hay decisiones editoriales que resultan difíciles de comprender. Si Cokburn escribió un libro sobre su viaje desde Honduras hasta Chiriquí, lo lógico habría sido publicar una traducción completa pero, en este caso, el nacionalismo jugó una mala pasada y se publicó solamente el fragmento que se refiere a Costa Rica. Un lector aficionado a la historia agradece la publicación, pero lamenta que sea incompleta. Tengo entendido que el viaje de Cockburn por Honduras estuvo lleno de aventuras y que consignó tradiciones populares de Santa Ana, en El Salvador. Me habría gustado leer sobre su paso por León y por Granada, en Nicaragua, que ya eran ciudades grandes en aquella época y, por supuesto, habría querido saber cómo llegó finalmente a su destino en Chiriquí. Pero, como dije, el libro empieza justo cuando Cockburn puso un pie en Guanacaste y termina cuando sale de territorio costarricense. No pierdo la fe de poder leer, algún día, el viaje completo.
Portada de la primera edición. Viaje por
tierra desde el Golfo de Honduras hasta
el Gran Mar del Sur. John Cockburn.
Londres, 1735.
Su paso por Costa Rica, es impresionante. Tras tropezarse en su camino con el enorme río Tempisque, Cockburn y dos de sus compañeros (los otros dos ya habían muerto), avanzaron durante días por la pampa guanacasteca. Muy esporádicamente se encontraban con algún indígena que les daba indicaciones para llegar a Nicoya. Los indígenas ni siquiera les preguntaban hacia dónde se dirigían, puesto que Nicoya era el único destino posible en aquellas tierras. Una vez en Nicoya, fueron recibidos por el alcalde, un francés llamado Michel de Boyce. El dato es más que curioso, ya que es verdaderamente extraño que durante la Colonia española un francés estuviera por estas tierras y fuera, además, alcalde. En Nicoya los recibieron bien, los alojaron en una choza y les dieron de comer tortillas, carne de saíno, plátanos maduros y frutas, entre las cuales Cockburn destaca los zapotes que, en sus palabras, "son realmente deliciosos".
Todas las viviendas eran chozas de paja, pero el lugar era ordenado y limpio y no había un mosquito en toda la villa. Alrededor del poblado abundaban los árboles frutales. A Cockburn le llamó la atención que los nicoyanos fueran padres amorosos, aunque poco preocupados por instruir o proteger a sus hijos. Los bebés gateaban libremente por la tierra, mientras que los niños que ya podían ponerse en pie tenían como únicos juguetes los cráneos, garras y colas de los animales que sus padres habían cazado. Cockburn anota que durante toda su estadía en Nicoya nunca vio a un hombre besar a una mujer. Considerando la impresionante belleza de las indígenas chorotegas, este dato verdaderamente me impresionó. No había, en la villa, ni templo ni cura, por lo que todas las actividades religiosas estaban centradas en una imagen de la Santísima Virgen, que presidía los funerales y entierros y ante la cual los pobladores bailaban en los días de fiesta.
Los dos compañeros de Cockburn estaban muy enfermos para continuar el viaje y debían quedarse en Nicoya mientras se recuperaban. Cockburn quiso adelantar su viaje y, en compañía de tres indígenas, partió hacia la Hacienda Catalina. Caminaron tres días sin ver una sola persona. Cada uno llevaba un cuero que le servía de cama, en las noches, y de impermeable, cuando llovía. En la Hacienda Catalina le prestaron una canoa, en la que viajaron hasta la isla de Chira y la isla Caballo. Cockburn pudo presenciar cómo los indígenas teñían de púrpura el algodón con la tintura de un molusco, al que se preocupaban por no lastimar. Los caminantes solían levantar ranchos para acampar. Era común, entonces, encontrar ranchos pero no personas. Por alguna razón que no está del todo clara, los indígenas que lo acompañaban desaparecieron y, al verse abandonado, Cockburn regresó caminando a Nicoya. Allí se llevó la triste sorpresa de que sus dos compañeros no solo se habían recuperado, sino que habían tenido la suerte de abordar una nave que iba hacia Panamá. Por no esperarlos y querer adelantarse, Cockburn se había quedado solo y rezagado.
Cinco indígenas se ofrecieron a acompañarlo en su viaje hasta Chiriquí. Estos indígenas, con la fibra de la corteza de los árboles, fabricaban una tela suave y resistente llamada mastate. A Cockburn le regalaron una pieza enorme como una sábana, con la cual se hizo una chaqueta. Le llamó mucho la atención que los bejucos que colgaban de los árboles, aparentemente delgados y frágiles, una vez trenzados formaban una cuerda muy resistente. El plan era hacerse a la mar en una balsa en la isla del Caño y navegar cerca de la costa hasta llegar al Golfo Dulce. Aunque el mar estaba tranquilo, tuvieron la precaución de amarrarse con cuerdas de bejuco a la balsa. Esa previsión fue verdaderamente sabia ya que, poco después de haber zarpado, se encontraron con una tormenta que, de no haber ido atados, las olas los habrían separado en el agua sin posibilidad de reencontrarse. La tormenta los empujó hacia la costa, a la que llegaron con la balsa ya prácticamente destruida.  
La primera noche en tierra la pasaron subidos en un árbol mientras, en el suelo, un grupo de jaguares (Cockburn dice "tigres") caminaba en círculos. Cuando uno de los jaguares intentó trepar al árbol, un indígena le cortó la garra con el machete y, al caer al suelo, los otros jaguares lo devoraron. A la mañana siguiente, los indígenas se fueron de caza, sin más armas que sus machetes, y le encargaron a Cockburn que tuviera listo un fuego cuando volvieran, pero nunca regresaron. Cockburn los esperó tres días subido en un árbol, del que solo bajaba para mantener ardiendo el fuego. Los alimentos que llevaban eran limitados y Cocburn trató de rendirlos al máximo. Cuando ya la carne seca se le había acabado y solamente le quedaban unos cuantos plátanos y pedazos de coco, decidió desplazarse a otro sitio. En la playa pudo ver a un animal enorme, que describe del tamaño de "cuatro caballos juntos", que muy posiblemente se trataba de una foca elefante, cuya presencia es común en costas del Pacífico. Vio de lejos algunos jaguares y saínos.
La ruta del viaje por Centroamérica de
John Cockburn.
Encontró un río donde pudo saciar su sed y reunir suficiente leña para hacer un fuego grande, que alejara los animales mientras él dormía. Además de cansado y hambriento, Cockburn estaba también herido ya que se había golpeado contra las rocas al caer en un pequeño acantilado. Su único alimento eran huevos de tortuga, cuando los encontraba y, para distraer el miedo y el hambre, pasaba gran parte del día durmiendo. Estaba seguro de que esa costa sería el lugar donde terminaría su vida y, cada vez que conciliaba el sueño aceptaba serenamente la posibilidad de no volver a despertar. Sin embargo, no dejaba de explorar la zona. Un día que se internó en la selva, se encontró una choza recién construida en la que había un fuego encendido y, sobre el fuego, una olla de barro en la que hervía un cocido de plátanos y carne de saíno. Estaba devorándolo cuando vio llegar un perro, seguido de tres indígenas quienes, tras escuchar su historia, le indicaron que muy probablemente sus compañeros que fueron de caza y no regresaron debían de estar muertos.
Sin saberlo, Cockburn había llegado bastante cerca del Golfo Dulce. Los indígenas le dijeron que, caminando por la costa, tardaría como veinte días en llegar a Chiriquí, pero que ellos conocían un atajo por la montaña, le ofrecieron acompañarlo y le aseguraron que llegarían en nueve días.
Hasta este punto llega el fragmento que tuve oportunidad de leer. Obviamente John Cockburn no solo llego a Chiriquí, sino que pudo regresar a Inglaterra, donde publicó su libro. 
El testimonio de Cockburn, aunque recoge solamente sus observaciones sin mayores referencias, ya que no tenía cómo darlas, ha servido a los investigadores para ubicar su ruta. Las referencias de ríos grandes, de árboles, de cerros y de vegetación han sido reconocidas por los estudiosos. Naturalmente, cuando Cockburn dice "tigres" se refiere a jaguares y cuando dice "jabalíes" se refiere a saínos. Llama poderosamente la atención que en todo el relato no haya mencionado ni una sola serpiente o cocodrilo. Cuando Cockburn menciona a los "indios Queype" seguramente deben de ser Quepo. Las observaciones de Cockburn sobre las armas y costumbres de los indígenas Borucas han sido muy apreciadas por los antropólogos. No se ha podido determinar, además, a qué grupo étnico pertenecían los últimos indígenas que lo llevaron a su destino. En la portada de su libro, Cockburn afirma que su odisea fue reseñada en "varios periódicos", pero esas publicaciones no han sido encontradas. 
Cockburn fue abandonado en Honduras en Octubre y llegó a Chiriquí en enero. Se embarcó rumbo a Jamaica, donde permaneció un mes y, tras un viaje de ocho semanas, arribó al puerto de Bristol, Inglaterra. Su libro tuvo varias ediciones en inglés durante el siglo XIX, pero ninguna en el siglo XX ni en lo que va del XXI. De su vida, tanto antes como después de su accidentado viaje en Centroamérica, no hay dato alguno.
INSC: 2124

lunes, 9 de febrero de 2015

Una novela erótica y humorística sin mucho que decir.

Todo está permitido. Óscar de la
Borbolla. Grupo Editorial Patria.
México, 2002.
No soy aficionado a la literatura erótica ni a la humorística. Tampoco me llaman la atención los textos que se presentan como relatos románticos, de terror o misterio. Naturalmente, disfruto que las narraciones vengan aderezadas con pequeñas o grandes dosis de erotismo, de humor, de misterio, de romance o, incluso, de terror, pero mi interés disminuye cuando una historia viene etiquetada de antemano. Las obras literarias son capaces de generar múltiples impresiones y emociones en el lector. Los relatos que se presentan como eróticos, cómicos, románticos etcétera, pretenden provocar en el lector una única reacción. De ahí mi falta de interés por este tipo de literatura.
Sin embargo, por recomendación de una buena amiga, leí Todo está permitido, una novela erótico-cómica de Óscar de la Borbolla, un autor mexicano del que no tengo mayor información pero quien tal parece que publica mucho y con frecuencia, al punto que el ejemplar que leí forma parte de una colección llamada Biblioteca Óscar de la Borbolla.
El texto de la tapa afirma que "Todo está permitido es un recorrido humorístico y erótico por las distintas formas en que el poder se expresa." 
De primera entrada, me sonó interesante esa combinación de erotismo y humor, emociones que, al menos en mi experiencia, no combinan. El deseo sexual es una tensión que busca alivio, mientras que la risa es un alivio en sí misma. Me resulta difícil imaginar a alguien que esté sexualmente excitado y riendo al mismo tiempo. Por otra parte, si entendemos por poder la habilidad de controlar a otros, está claro que el sexo es uno de los métodos de manipulación más efectivos.
El libro tiene un buen arranque. Un viejo burócrata, que considera que sus subalternas deben satisfacer sus caprichos sexuales si desean conservar el puesto, copula sobre su escritorio con la nueva secretaria de la oficina. Para él, aquello no es más que rutina pero, esta vez, el acto es interrumpido por la entrada abrupta de los miembros de la Directiva del sindicato quienes, armados de cámaras que relampaguean incesantes flashes, documentan el hecho en numerosas fotografías en todos los ángulos. Gabriela, la muchacha que yace sobre el escritorio, es novia de uno de los sindicalistas y se prestó su colaboración para tenderle la trampa al jefe quien, tal parece que está perdido y deberá ceder en todo lo que pidan.
Sin embargo el plan, que parecía perfecto, falló. El jefe le regaló un automóvil a Gabriela a cambio de que se declarara enamorada de él, por lo que las fotos dejarían de ser la evidencia de un abuso y se convertirían en una invasión a la privacidad de dos personas adultas dueñas de sus acciones.
En capítulos posteriores se conoce algo más de la vida de Gabriela, de sus conflictivas relaciones con su madre y con su abuela y de cómo, a muy temprana edad, descubrió que su cuerpo era un recurso del que podía echar mano para lograr lo que se propusiera. El jefe, como parte de la compensación, escaló los servicios de Gabriela a un nivel superior y ella pasó una temporada en Cancún a disposición de un pobre viejo que la deseaba poseer pero era incapaz de consumar el acto. Allí, en Cancún, Gabriela solicita los servicios de prostitutos del hotel de cinco estrellas en que está hospedada, se compra todos los antojos con las tarjetas de crédito que el viejo dejó a su disposición y, cuando finalmente el anciano galán logró lo que parecía imposible de lograr, la despachó de vuelta a la ciudad de México, desempleada y desechada y, lo que es peor, mal acostumbrada a lujos que estarían fuera de su alcance hasta que consiguiera otro viejo adinerado.
Más o menos la primera mitad de la novela cumple lo prometido en el texto de la tapa. Todos los personajes, el jefe, el novio sindicalista, la madre, la abuela y Gabriela misma, mueven sus fichas en un juego cruzado de poder que fluye en todas direcciones. Todos quieren controlar y manipular a los otros y, en alguna medida, lo logran. Las descripciones detalladas de actos sexuales de todo tipo, así como los giros y expresiones que pretendían ser cómicos, no me interesaban tanto, en esta primera parte del libro, como los métodos de extorsión psicológica con los que se doblegaba la voluntad ajena. De haber seguido por esa vía, este libro pudo haber sido una novela interesante, pero la verdad es que, en determinado punto, la narración pierde no solo el norte, sino la unidad y el concepto. 
La segunda mitad del libro no es más que una secuencia de escenas descabelladas supuestamente cómicas, supuestamente eróticas que son puramente efectistas. Gabriela vuelve a trabajar en un prostíbulo dedicado a superproducciones teatrales para satisfacer las fantasías sexuales de millonarios. Un magnate petrolero pidió un escenario de desierto australiano en que cientos de muchachas estarían con la cabeza bajo es escenario disfrazadas de avestruz. A ocurrencias de este tipo se dedican capítulos enteros. Encierro en una posada de Veracruz con orgía con desconocidos, abandono en medio de la carretera, un galán que debe hablarle permanentemente, pesca de ricachones en un club social.
El libro que en un primer momento parecía ser una novela apreciable, acabó convertido en una secuencia de encuentros sexuales insólitos y situaciones humorísticas que, unas veces sí y otras veces no, son capaces de hacer reír. Al principio, leí el libro con verdadero interés como si estuviera frente a una obra literaria digna de atención. Al final, mi lectura fue distraída, a la espera de toparme con algún chiste bueno y con el deseo creciente de que el libro acabara pronto. El final, por cierto, no puede ser peor. Gabriela logró que se enamorara de ella un viejo millonario que le heredó toda su fortuna. La lectura del testamento, ante los familiares del difunto sorprendidos e indignados por su última voluntad, en vez de risa me dio lástima.
Dejo constancia de mi reacción personal, pero no entro a calificar este libro. Cuando algo no es de su gusto, los ingleses dicen "It is not my cup of tea" (No es mi taza de té). Definitivamente, el té que yo bebo y los libros que yo leo son de otro tipo. Nada hay de malo en este libro, simplemente no es para mí. Como dije al inicio, no soy aficionado a la literatura erótica ni a la humorística. Este libro me ha servido para confirmarlo.

martes, 3 de febrero de 2015

Los cuentos de Magón: un clásico de la literatura costarricense.

Cuentos de Magón. Manuel González
Zeledón Magón. Editorial Costa Rica,
2001.
En el prólogo de este libro, León Pacheco afirma que nadie es más tico que Magón. Tal vez esté en lo cierto. Durante el siglo XIX y principios del XX, varios autores escribieron cuadros de costumbres sobre la vida en Costa Rica, pero los cuentos de Magón y las Concherías de Aquileo Echeverría fueron las obras que llegaron a convertirse en fundamentales. Costa Rica es un país tan joven que los autores de los clásicos de nuestra literatura nacieron en el siglo XIX y murieron en el XX.
Manuel González Zeledón, que firmaba sus cuentos como Magón, nació en San José en la noche buena de 1864. En 1906 se trasladó a los Estados Unidos, donde fue Cónsul de Costa Rica en Nueva York y Ministro y Encargado de Negocios de nuestra embajada en Washington. En 1936, ya muy enfermo, regresó a Costa Rica solamente para morir en su tierra.
Además de su trabajo como abogado y diplomático, Magón escribía cuentos en los que, con tanto cariño como ironía, retrataba la vida modesta y sencilla de aquella sociedad austera y un tanto primitiva que era nuestro país en aquel entonces. Nadie recuerda hoy las labores profesionales de Magón, pero sus cuentos siguen leyéndose y continúan generando sonrisas ya que, como las Concherías de Aquileo, están llenos de personajes pintorescos y situaciones absurdas. Cuando miro a Cuba, con su gran José Martí, o a Nicaragua con su sublime Rubén Darío, me llama poderosamente la atención el hecho de que en la literatura costarricense se considere como nuestros dos grandes autores a Magón y Aquileo, dos escritores modestos que cultivaban sabrosamente el humorismo sin tomarse muy en serio a sí mismos. Eran escritores sin grandes pretensiones que tenían como tema y como público a una comunidad pequeña también sin pretensiones de grandeza. Magón publicaba sus cuentos en los periódicos y la primera edición que los recopiló todos en un solo libro apareció en 1947, nueve años después de su muerte.
Recuerdo como si hubiera sido ayer el día que don Álvaro Arana Ballar, mi maestro de tercer grado de primaria, leyó en clase Para justicias el tiempo, un cuento en el que un hombre abusivo engaña a un niño para quitarle su asiento en el circo sin sospechar que, varios años después, el niño tendría la oportunidad de vengarse. Ya en la secundaria, leí El clis de sol. Un campesino de piel morena bastante oscura, le presenta a Magón a sus dos hijas, unas gemelitas rubias como la cerveza.  La madre es también morena. La razón por la que las niñas nacieron rubias, explica el orgulloso padre, es que durante el embarazo hubo un eclipse de sol. Magón, intrigado, le pregunta de dónde sacó esa idea y el campesino declara que eso fue lo que le dijo el maestro italiano rubio que come en su casa desde hace años. También en la secundaria leí la conmovedora novelita La propia, el más extenso de sus relatos, sobre un hombre que pierde su fortuna y eventualmente hasta su libertad, por una infidelidad que acabó en crimen pasional. Arruinado y preso, aquel mal marido que se comportó como un idiota y un patán, recibe la visita de su esposa que, a pesar de todo lo que le hizo, de alguna manera seguía amándolo.
Verdaderamente humorísticos son Quiere usted quedarse a comer, sobre los apuros que se pasan cuando se debe preparar a toda prisa una comida más o menos presentable para un visitante inesperado y Usufructo, sobre unos candelabros de plata que donde menos estaban era en casa de la dueña, ya que todo el mundo los pedía prestados para decorar rezos y velorios.
Manuel González Zeledón. Magón.
1864-1936
Los Cuentos de Magón incluyen también sabrosas anécdotas sobre acontecimientos históricos. En Mi primer empleo se menciona al General Tomás Guardia y al Obispo Bernardo Augusto Thiel. En Qué hora es se cuenta cómo el General Antonio Maceo logró salir de Costa Rica rumbo a Cuba, para sumarse a la lucha por la independencia, mientras un doble que ni siquiera hablaba español se paseaba por San José haciéndose pasar por él.
Magón escribe sus cuentos deleitándose en el repaso de los detalles y reproduciendo la manera de hablar de sus personajes. Con cierta frecuencia, el lector se encuentra con palabras cuyo significado desconoce. Hay expresiones que aunque eran comunes hace un siglo y se escucharon hasta hace poco, han caído totalmente en el desuso. Además, es probable que los lectores más jóvenes no sepan qué es un horcón o un atado de dulce. Por ello, las ediciones más recientes de los Cuentos de Magón incluyen un glosario en las páginas finales.
Curiosamente, mientras el vocabulario de estos relatos se vuelve cada vez más difícil de comprender, los títulos de los Cuentos de Magón se han convertido en expresiones que forman parte del vocabulario del costarricense. Cuando un tico se entera de que alguien que hizo una trastada finalmente recibió su merecido exclama "Para justicias el tiempo". Cuando mira un niño que no se parece a sus padres dice que es "un clis de sol" y cuando tiene una relación seria y estable con una mujer la llama "la propia".
No me atrevería a calificar ninguno de los cuentos de Magón como mi favorito, pero cada vez que tengo el libro en mis manos hay uno que siempre leo de primero. Se trata de Un día de mercado en la Plaza Principal. El relato es muy simple, solamente cuenta que el saco donde llevaba la compra se le rompió y dejó frutas y verduras regadas por el suelo. Lo que me fascina de este relato es la descripción detallada y minuciosa que hace del lugar, los vendedores, el público, la mercadería y la dinámica con que funcionaba todo. En aquellos años el mercado no era un lugar, sino un día. Un día en que los pobladores de San José se despertaban muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, por el ruido que hacían las ruedas de las carretas de bueyes que venían cargadas a la capital desde lugares tan lejanos como Santa Ana. El mercado se montaba frente a la Catedral y cada vendedor levantaba un puesto con armazones de madera y techo de manta. En un sector estaban las frutas, en otro las verduras, en otro los herreros que ofrecían hachas, machetes y herramientas. Aparte estaban los hojalateros con ollas, sartenes, cuchillos y tijeras. El jabón lo elaboraban en grandes bloques y los vendedores, armados de una regla y un cuchillo, partían trozos a gusto del cliente. Los compradores llevaban un canasto y un saco. Con el canasto iban de puesto en puesto y, cuando el canasto estaba lleno, vaciaban su contenido en el saco. Mientras hacían sus compras, dejaban el saco en cualquier esquina sin nadie que lo cuidara. "Andá compráte las vainicas; aquí te espero, y si no me hallás aquí, las echás al saco y te me juntás en la venta de cacao de ñor Bejarano."
Magón escribe sobre una Costa Rica que yo no conocí. Desde que tengo memoria el parque frente a la Catedral tiene su quiosco enorme y me resulta difícil imaginármelo como mercado. Sí alcancé a bañarme en la poza de un río y a ver pasar carretas de bueyes frente a mi casa. Las nuevas generaciones de ticos, para poder nadar en un río deben ir bastante lejos de San José y solamente ven carretas de bueyes el día del desfile. Esa Costa Rica que ya no existe no podemos añorarla quienes no la conocimos, pero por alguna extraña circunstancia, tal vez por una fibra de memoria colectiva que se tensa, los cuentos de Magón provocan nostalgia.
Magón fue declarado Benemérito de la Patria en 1953. Desde 1961, el máximo reconocimiento y homenaje que otorga el Estado de  Costa Rica a quien haya dedicado su vida entera a la promoción de la cultura se llama Premio Magón.
INSC: 1299
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