martes, 31 de marzo de 2015

La familia de Pascual Duarte. Camilo José Cela

La familia de Pascual Duarte. Camilo José Cela.
Editorial Aldecoa, Madrid, 1942.
Este libro empieza con la Nota del transcriptor que relata el hallazgo del manuscrito en una farmacia de Almendralejo. Luego aparece una Carta anunciando el envío del original, firmada por el propio Pascual Duarte, seguida de la Cláusula del testamento de don Joaquín Barrera Gómez, quien era depositario del testimonio escrito por el reo. Al final, hay Otra nota del transcriptor y dos cartas, una del capellán de la cárcel y otra de un guardia civil que presenció la ejecución de Pascual Duarte en el garrote vil. 
Naturalmente, estos documentos del inicio y del final son parte de la ficción de la novela, sin embargo, si le quitamos esos anexos y dejamos solamente el relato de Pascual, quien cuenta su desgracia encerrado en la cárcel mientras espera que se ejecute su sentencia de muerte, todo el libro podría resumirse en dos líneas que son, precisamente, con la que empieza y con la que termina.
Pascual inicia su relato diciendo "Yo, señor, no soy malo" y lo cierra exclamando "Podía respirar..."
Pascual Duarte es un asesino. No es el pobre hombre que en un momento muy particular se sintió acorralado por las circunstancias y, en su desesperación, acabó matando a alguien casi sin querer. Pascual Duarte mata por sed por el deseo de ver derramada la sangre de alguien en particular, planea el crimen con antelación, es parsimonioso a la hora de ejecutarlo ya que sabe que cualquier precipitación, a la hora de matar, puede acarrear terribles consecuencias. Pascual mató de un disparo a su perra, la Chispa, porque no fue capaz de soportar su mirada. Mató a navajazos a su yegua por haber derribado a su esposa. Mató al Estirao, el chulo de su hermana, cuando ya no podía resistir ni una falta de respeto más y, finalmente, mató a su propia madre porque el odio profundo que durante años había sentido hacía ella amenazaba con ahogarlo. 
Lola, la esposa de Pascual, pese al miedo que le tenía se atrevió a decirle: "Es que la sangre parece como el abono de tu vida".
Toda la vida de Pascual está llena de dolor. Para quien disfruta de serenidad y enfrenta ocasionalmente un percance doloroso, la experiencia puede ser traumática. Pero en el caso de Pascual Duarte, como la brutalidad y la violencia han sido constantes desde su infancia, el sufrimiento ha llegado a ser parte de la rutina y lo afronta sin dramas. Desde pequeño presenciaba las palizas que su padre le propinaba a su madre por cualquier motivo. Repartir golpes era la única manera de liberar la tensión. Pascual, al ir creciendo, no hizo más que prepararse para poder sobrevivir en único mundo que conocía, un mundo en que los problemas, que eran frecuentes, se resolvían a golpes y navajazos. 
En otros ambientes, la violencia empieza de manera verbal. Primero se intercambian insultos antes de llegar a las manos. En el mundo de Pascual Duarte, se ahorran las ofensas. Los diálogos son escuetos, con más silencios que palabras, pero la tormenta se puede desatar en cualquier momento. Pascual Duarte es, más que un rústico, un ser primitivo cuyas reacciones se basan en el instinto más que en la razón.
Sin embargo, mientras cuenta, unas veces en detalle y otras de manera sugerida, todo el dolor que ha sufrido y que ha causado, salta a la vista que dijo la verdad en la primera línea de su relato: "Yo, señor, no soy malo."
Pascual Duarte es violento, peligroso y desalmado. Es incapaz de controlar el odio que lleva dentro y su furia no conoce límites, pero no es malo. Todo lo contrario. En el fondo actúa guiado por su sentido, primitivo pero auténtico, de la ética y de la justicia. Pese a ser un hombre tosco, es capaz de amar profundamente a sus hermanos, a su mujer y a su hijo. Y precisamente por el gran amor que siente por ellos, el sufrimiento que le causan lo desespera. No soporta ver a su hermana Rosario permanentemente humillada y agredida. La corta vida de su hermano Mario, con severas limitaciones tanto físicas como mentales, fue algo deprimente. Su esposa Lola, a la que amaba tanto tierna como apasionadamente, le fue infiel y quedó embarazada del hombre que Pascual más detestaba en el mundo. Su hijo, de quien esperaba grandes alegrías al verlo crecer, murió recién nacido. 
Pascual se siente acorralado por la vida. Odia a su madre porque no logra descubrir en ella virtud alguna. Le reprocha el no haber llorado en el entierro de Mario y su alcahuetería para que su mujer le fuera infiel en su ausencia. El Estirao ha ultrajado a su hermana y a su mujer y, además, se lo restriega en la cara. La caída de su mujer del lomo de la yegua la hizo abortar, por tanto la yegua merece morir. 
En la última línea de su relato, Pascual exclama: "Podía respirar..." Había cometido crímenes horribles, es cierto, pero lo había hecho por desesperación, por que le faltaba el aire, porque no podría encontrar la paz mientras ciertas personas vivieran.
Publicada en Madrid en 1942, La Familia de Pascual Duarte fue prohibida por la censura franquista a poco después de su lanzamiento. Quizá los mismos censores quedaron horrorizados al percatarse de que, al leer la historia de un asesino, las víctimas no les inspiraron compasión sino desprecio. El asesino, en esta novela, es la víctima.  
Cuando la censura mandó recoger la novela, ya el primer tiraje se había vendido. La prohibición en España favoreció que el libro fuera publicado en Argentina y muy pronto aparecieron las traducciones al italiano (1944), inglés y sueco (1947), francés (1948) y alemán (1950). Camilo José Cela, que tenía solamente veintiséis años cuando publicó su primera novela, logró convertirse en un clásico instantáneo, un éxito con el que todos los escritores primerizos sueñan pero que muy pocos logran.
Curiosamente, la única crítica que se le puede hacer a este libro consiste en señalar precisamente su mayor mérito. Esta novela está escrita en una prosa impecable que me atrevo a calificar de sublime. Cada párrafo es una obra maestra de elegancia y expresividad. Cada línea es nota tensa y hermosa que, en muchas ocasiones se eleva a una altura que alcanza la maestría. Hay páginas enteras de tal musicalidad y belleza que, más que como una narración, pueden ser leídas como un poema. Las reflexiones filosóficas son profundas y, a la vez, concisas. Definitivamente, estas páginas no pudieron haber sido escritas por un rústico que apenas fue a la escuela unos años a medio aprender a leer, escribir, contar, sumar y restar. El cuento del manuscrito hallado por casualidad no engaña a nadie. La familia de Pascual Duarte no es el testimonio de un reo condenado a muerte, sino la primera obra maestra de uno de los grandes escritores de nuestra lengua. 
INSC: 1738



jueves, 26 de marzo de 2015

Una casa en el barrio del Carmen.

Una casa en el barrio del Carmen. Alberto Cañas.
Novela. Editorial Costa Rica. Cuarta edición.
1978.
Inevitablemente, las ciudades crecen y se transforman. El destino de los pequeños pueblos que rodean a las ciudades en crecimiento es convertirse en sus suburbios. Los barrios residenciales dentro del casco urbano, ya sean de casitas humildes y populares o de caserones de abolengo llenas de historia, tarde o temprano acabarán convirtiéndose en zonas comerciales. 
Los viejos habitantes del centro, que han pasado su vida entera en la misma casa, viven en un doble tiempo. De la puerta hacia afuera todo ha cambiado, los vecinos han muerto o se han ido a otro sitio. Cada vez el tumulto callejero es más numeroso pero con menos caras conocidas. Sin embargo, de la puerta hacia adentro el tiempo parece haberse detenido, ya que viven en el mismo espacio, con los mismos muebles y la misma rutina de toda la vida. 
Brígida y su hermano Eusebio, ambos solterones y ya de edad avanzada, son unos personajes de otra época que residen en una espaciosa casona esquinera en el Barrio del Carmen. Todo, en esa casa, empezando por sus habitantes, parece provenir de tiempos inmemoriales. Los espaciosos dormitorios tienen biombos, la enorme mesa ovalada del comedor está cubierta por un mantel tejido por la propia Brígida en sus lejanos años de juventud y, además de los bizcos retratos de los antepasados, las paredes están decoradas con viejas y oscuras pinturas al óleo. Rosa, la cocinera, de edad indefinible, trabaja en esa casa desde el nacimiento de Eusebio. A los dos hermanos y la doméstica los acompaña una lora que es el único ser viviente en la casa que, de vez en cuando, hace un poco de ruido. Hace años que dejaron de recibir visitas. De hecho, ya casi no conocen a nadie ni nadie los conoce. La única salida de Brígida es a la misa matutina en la iglesia del Carmen. Eusebio, que trabajó toda su vida como burócrata de medio pelo, acaba de pensionarse y no sabe qué hacer durante todo el largo día. 
Las perspectivas a futuro parecen evidentes. Brígida, Eusebio, la doméstica y la lora morirán eventualmente y, entonces, algunos parientes lejanos que ni siquiera los frecuentaban, harán todo lo que la ley les permita para apropiarse de la casona, tirar todos los trastos inservibles que haya dentro y vender el inmueble a precio de oro, ya que es amplio y está bien ubicado. 
Pero los acontecimientos se precipitan. Dos parientes, cada uno por su lado, deciden no esperar la muerte de Eusebio y Brígida y, jugándoles sucio, empiezan sendas maniobras para despojar a los ancianos de su propiedad. Los planes y las tácticas de cada uno de ellos son distintas, ninguno está al tanto de las movidas del otro, pero ambos esperan hacer el negocio de su vida a costa de los viejos y sin darles nada de las ganancias. 
Pablo Alvarado, cuñado de los viejos, había traspasado una hipoteca sobre la casona a un tercero para que la rematara. Su plan era que Brígida y Eusebio perdieran la casa para luego venderla, siempre por medio de terceros, a una institución del gobierno para que construyera un edificio de oficinas.
José Eduardo León, yerno de don Pablo, estaba haciendo lo suyo para que una compañía norteamericana se apropiara de la casona para convertirla en una estación de gasolina. Brígida y Eusebio, al percatarse de que existe el riesgo de perder su casa, tratan de mover sus contactos (que son casi inexistentes) para conseguir el dinero necesario para evitar el remate. El par de viejos ni siquiera saben de dónde vienen los tiros y, cómo hay dos procesos independientes, les resulta difícil comprender el panorama.
Esta novela breve de Alberto Cañas es de ritmo veloz y tensión creciente. Las descripciones de los espacios y situaciones, así como las historias particulares de todos los personajes son una delicia de ingenio y humor, pero don Beto no se detuvo más que lo estrictamente necesario en los detalles. Esta novela es pura acción acelerada y da la impresión de estar contada a toda prisa. No hay tiempo que perder: a Chebito y a Brígida se les acorta a cada minuto el plazo para encontrar una solución y uno, como lector, siente la misma angustia y la misma urgencia que ellos por llegar cuanto antes al desenlace. En cada página surge alguna esperanza de un final feliz y, en cada página también, parece que todo está perdido y que los viejos van a acabar en la calle. El final es sorpresivo y agridulce. Las maniobras truculentas se destapan y, gracias a un giro inesperado, Eusebio y Brígida logran tomar el sartén por el mango, la propiedad acaba vendiéndose pero el dinero acaba íntegro en sus manos. Ni Pablo Alvarado ni José Eduardo León ganan un centavo. Brígida y Eusebio cayeron en una trampa pero, como los gatos, cayeron de pie.
Aunque don Beto Cañas es muy respetado en Costa Rica como periodista y como dramaturgo, muchos consideran que sus novelas no son de gran relevancia. Yo no comparto esa opinión. Para mí las novelas de don Beto, Los Molinos de Dios, Feliz año Chaves Chaves y Una casa en el barrio del Carmen son obras realmente meritorias, tanto en estilo como en contenido. En estas tres novelas, la sociedad costarricense es tanto el tema como el público. Don Beto escribe sobre Costa Rica para los costarricenses y, en las tres novelas, el tema central es la transformación. Las cosas ya no son como antes y nunca volverán a serlo. Todo lo que aprendimos en el pasado que dejamos atrás, apenas nos sirve para lograr sobrevivir en la realidad que tenemos por delante. Nada detiene el paso del tiempo ni los cambios que su marcha trae consigo. Esta novela es un buen ejemplo. Fue publicada en 1965 cuando todavía quedaban algunos ancianos habitando las casonas señoriales del centro de San José. Al final de la novela, Chebito y Brígida se mudan al barrio Escalante y la misa diaria de Brígida pasa de la iglesia del Carmen a la de Santa Teresita. Lo irónico es que hoy, el avance de la actividad comercial josefina ya ha llegado hasta barrio Escalante, donde muchas de las casonas han sido convertidas en bares, restaurantes, tiendas y oficinas. Los barrios de San José son barrios casi sin niños y sin jóvenes. Muchas de las casonas espaciosas son habitadas por ancianos como Eusebio y Brígida, que ni reciben visitas ni frecuentan a sus parientes, pero que sospechan que en algún momento su casa acabará convertida en edificio de oficinas o estación de gasolina.
INSC: 0670

jueves, 19 de marzo de 2015

Fahrenheit 451 de Ray Bradbury

Fahrenheit 451. Ray Bradbury.
Plaza & Janés. España. 1981
Gracias a este libro todos sabemos, y repetimos, que 451 grados Fahrenheit (más o menos 232 grados centígrados) es la temperatura a la que arde el papel. Confieso que nunca me he molestado en averiguar si el dato es cierto. La cosa es que esta novela, con su título tan particular, lleva más de cincuenta años de ser leída y comentada. Su primera edición apareció en octubre de 1953, en un tomo que incluía también dos relatos cortos (El parque de juegos y La roca lloró) que se eliminaron en ediciones posteriores. Pocos meses después de su aparición, la novela fue publicada por entregas en las ediciones de marzo, abril y mayo de 1954 de la por aquel entonces naciente revista Playboy. En 1966 Universal Pictures produjo una adaptación al cine con el mismo título que, aunque recibió buenas críticas en su momento, no alcanzó ni de lejos el impacto popular del libro. Fahrenheit 451, la novela, sigue publicándose, vendiéndose y leyéndose. Fahrenheit 451, la película, es una pieza de museo que solamente los cinéfilos aficionados a la arqueología han visto.  
La trama es bastante conocida. En una sociedad del futuro los libros están prohibidos y el trabajo de los bomberos consiste en quemarlos. La razón por la que las autoridades decidieron erradicar la literatura de esa sociedad fue que llegaron a la conclusión de que la lectura no permite que las personas sean felices. Cuando alguien lee, se convierte en un ser aislado, melancólico, incomprendido e incomprensible. La prohibición lleva ya cincuenta años, por lo que todos los adultos y los jóvenes, que han nacido y crecido escuchando ese argumento, le tienen un miedo profundo a los libros. Solamente los muy viejos son capaces de recordar un mundo en el que había bibliotecas llenas de poesías, novelas, cuentos y ensayos. 
En esa sociedad sin libros, la única fuente de información y entretenimiento es la televisión, que ha llegado a suplir hasta la escuela. Las pantallas de televisión ocupan toda la pared y los trabajadores de clase media se endeudan para poder comprar esos enormes aparatos. 
Guy Montag, el protagonista de la novela, trabaja como bombero y su sueldo es modesto. Sin embargo, ya ha podido cubrir tres paredes de la sala de su casa con pantallas. Su esposa, Mildred, es algo impaciente y, aunque cada vez que discuten Montag le recuerda que aún están pagando las pantallas, ella le reclama que ya va siendo hora de comprar la cuarta pantalla para completar un espacio en el que, aunque esté en casa, le parezca siempre que está en otro sitio. Lo irónico es que no tienen vida en familia por estar mirando a las familias de la televisión. No todo, por supuesto, son telenovelas y comedias. También se transmiten programas de concursos y uno que otro reportaje. Eso sí, nada de argumentos profundos, nada de tramas complejas, nada que implique reflexión ni el más mínimo esfuerzo mental. Solamente chistes simples, imágenes impactantes y juegos divertidos. 
Los habitantes de esta sociedad han alcanzado un alto grado de bienestar. Duermen, trabajan, consumen los productos que se anuncian y ven televisión. ¿Qué más se puede pedir?
Pero nunca faltan quienes, como Adán y Eva, aunque viven en el paraíso no resisten la tentación de hacer lo único que está prohibido. En esa sociedad trabajadora, consumista y televidente, todavía hay quienes, quebrantando la ley, tienen escondidos libros en sus casas y, lo que es peor, los leen. Es fácil reconocer a los criminales por su aspecto taciturno y melancólico y nunca falta el vecino buen ciudadano que avisa a los bomberos para que irrumpan sorpresivamente en la casa del lector clandestino, localicen el escondite donde están ocultos los libros y les prendan fuego. Una señora mayor, sin lugar a dudas desequilibrada, murió en las llamas por no separarse de sus libros. Montag participó en la quema y quedó muy impresionado, pero la ley es la ley.
Ya lo dijo el poeta Heinrich Heine: "Donde se queman libros se terminan quemando también personas."
Guy Montag es un buen hombre que cumple con su deber sin complicarse la vida con cuestionamientos éticos. Un buen día conoce a Clarisse McClellan, una muchachita vecina ciertamente muy extraña. Tan extraña que prefería caminar por la calle y contemplar árboles en vez de permanecer sentada en su casa mirando la televisión. Clarisse tiene una conversación interesante con Montag. La conversación, en general, y la conversación interesante, en particular, es algo que rara vez ocurre en esa sociedad perfecta. En su charla, Clarisse se atreve a preguntarle a Montag si alguna vez ha leído algún libro o solamente se limita a quemarlos. Montag no ha leído ninguno, pero no tardará en hacerlo. La muerte de la anciana acabó intrigándolo. Algo debe de haber en los libros para que quienes leen los amen tanto.
El capitán Beatty, jefe de Montag, nota que su subalterno está algo cambiado. Trata de aconsejarlo y le monta guardia. Sus sospechas no tardarán en confirmarse: Montag se ha convertido en un lector.
Quienes han leído la novela saben como termina. Quienes aún no la han leído pueden estar tranquilos porque no voy a contar el final. 
Fahrenheit 451 es una novela breve y está dividida en tres partes. La primera, Era estupendo quemar, es tan monótona como la sociedad que describe. La segunda, La criba y la arena, ya entra en conflictos e intrigas y la tercera, Fuego vivo, es de ritmo acelerado y gran tensión.
Ray Bradbury. 1920-2012.
Ray Bradbury fue un autor de ciencia ficción muy reconocido. Sus Crónicas marcianas llegaron a ser muy populares en su momento. Sin embargo, la ciencia ficción es un género que, aunque sigue cultivándose, ya no genera gran interés. La razón es que el futuro llega, y pasa, muy pronto. Julio Verne publicó Veinte mil leguas de viaje submarino en 1869 y, apenas veintiún años después, en 1890, navegó el primer submarino. En Fahrenheit 451, publicada en 1953, Montag necesita dinero y lo saca de un cajero automático. El cajero automático, aunque su presencia tardó en extenderse, se inventó apenas catorce años después, en 1967. Ocurre también que los futuristas se quedan en el pasado. En la sociedad de Fahrenheit 451, hay cabinas con teléfonos públicos y las personas envían cartas con estampillas.  
Pero más que mirar qué se cumplió y qué no, en materia tecnológica en la novela de Bradbury, vale la pena prestar atención más bien al momento en que en la obra fue escrita. Los primeros años de la década de los cincuenta fueron un período oscuro en los Estados Unidos. Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y empezaba la Guerra Fría. La Unión Soviética, aliada en la lucha contra la Alemania nazi, se había convertido, casi de la noche a la mañana, en el nuevo enemigo. El senador por Wisconsin Joseph McCarthy fue el artífice, vocero y figura principal de una ola de paranoia colectiva que, por miedo a la infiltración comunista, proponía una sociedad policial y represiva. Las acciones inquisitoriales se ensañaron, como era de esperarse, en figuras de la literatura y el cine. El pueblo americano, aterrorizado ante un enemigo oculto que acecha por todas partes, llegó a considerar que el control y la represión eran necesarios para mantener la seguridad. Fahrenheit 451 fue publicada en el apogeo del McCarthismo. El mensaje de la novela era oportuno. La censura no solo es absurda, sino inútil. 
Mucho de la sociedad consumista y televidente de la novela se ha cumplido en la realidad, pero no tanto como para caer en el pesimismo. Mirar la televisión es un acto pasivo. Navegar en internet es interactivo. Cada vez es más fácil escoger opciones de entretenimiento. Personas que comparten aficiones e intereses pueden enlazarse para compartir información sin importar dónde se encuentren. Y, además, el libro sigue gozando de excelente salud. Los grandes autores de la literatura universal son leídos hoy por un mayor número de lectores del que los leyeron en vida.
Ray Bradbury murió en 2012. El primer dispositivo electrónico portátil para almacenar y leer libros digitales fue lanzado por Sony en 2004. Poco después, en 2007, aparecería el Kindle de Amazon. Supongo que Bradbury, autor de una novela en que los amantes de los libros procuran preservar las grandes obras de la literatura, debió haberse sentido muy feliz por el hecho de que, en esa sociedad del futuro que alcanzó a ver, era posible llevar a todas partes centenares de libros en el bolsillo.
 INSC: 0459
Ya lo dijo el poeta Heinrich Heine: "Donde se queman libros se terminan quemando
también personas."

lunes, 16 de marzo de 2015

Celebración de la Inocencia de Francisco de Asís Fernández

Celebración de la inocencia. Poesía reunida.
Francisco de Asís Fernández. Fondo
Editorial Cira. Nicaragua. 2001.
Francisco de Asís Fernández Arellano (Chichí para los amigos) no solo es un poeta de cuerpo entero, sino un poeta de alma y cuerpo. La poesía, para él, es mucho más que un arte, es el arma y el escudo con que se enfrenta al dolor de los tropiezos y la música con que celebra las alegrías y los placeres de un mundo que, a pesar de los dolores de cabeza que a veces desata, ante sus ojos de invencible optimista es siempre hermoso.
Chichí, quien profesa gran amor, respeto y admiración a su progenitor, el escritor, poeta y dramaturgo Enrique Fernández Morales, repite con frecuencia que su padre hizo más su alma que su cuerpo. Don Quico, como es conocido su padre, además de literato y productor teatral, fue un gran estudioso de toda manifestación artística, desde las obras clásicas universales, hasta las manifestaciones populares locales, al punto que es recordado como "el habitante de los cinco continentes del arte". 
A mediados de los años cuarenta, don Quico se integró a un grupo de patriotas que, con más idealismo que recursos, intentó derrocar al dictador Anastasio Somoza. En su plan no consideraron la amistad del presidente costarricense Teodoro Picado con el dictador nicaragüense y el movimiento fracasó antes de empezar. Don Quico decidió permanecer con su familia en Costa Rica hasta que se calmaran los ánimos y, por ese autoexilio, Chichí nació en el Hospital San Juan de Dios, en San José. Sus padrinos fueron don Joaquín García Monge, el editor del Repertorio Americano, y la Beata Sor María Romero, religiosa salesiana nacida en Granada, Nicaragua, hogar de don Quico.
Nicaragua es quizá el país con mayor número de poetas por habitantes del mundo. Su personaje histórico más reconocido es precisamente un poeta, Rubén Darío, elevado a la estatura de héroe nacional. Su retrato, que aparece incluso en el papel moneda, no solo está presente en escuelas e instituciones públicas sino que preside, como un ícono, modestos comercios como barberías, pulperías y, ¿por qué no?, hasta cantinas.
La admiración generalizada por Rubén Darío  propició que, en Nicaragua, la poesía llegara a ser el arte nacional. Sin embargo, los poetas nicaragüenses del Siglo XX y lo que va del XXI, no se han quedado en el modernismo dariano (que más bien se cultiva poco), sino que han procurado abrirse nuevas formas de expresión para desarrollar su propia voz. Las nuevas generaciones de artistas, casi inevitablemente, son parricidas. Curiosamente, cuando las nuevas voces tratan de apartarse del monumento al enorme figurón que les hace sombra y los opaca, en vez de destructores acaban siendo continuadores del impulso creador de quien pretendían tomar distancia. Uno de los movimientos renovadores de poesía más interesantes que verdaderamente vale la pena leer, estudiar y, por supuesto, disfrutar, surgió en la ciudad de Granada. Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho, Joaquín Pasos y otros jóvenes poetas, con el afán renovador de las artes que sacudió la primera mitad del Siglo XX formaron lo que se llamó la Vanguardia Granadina. Julio Valle Castillo afirma que, por su temperamento más bien inclinado a lo clásico y lo místico, don Quico mantuvo distancia de los vanguardistas, pero inevitablemente debió haber participado de alguna forma en la discusión sobre las audacias que caracterizaban los poemas de las nuevos escritores de la pequeña ciudad colonial. Más tarde aparecería ese formidable poeta que fue Carlos Martínez Rivas y, durante los primeros años de la revolución sandinista, el padre Ernesto Cardenal realizaría esa maravillosa quijotada de la alfabetización poética, que puso a escribir poesía prácticamente a todo aquel que pudiera escribir.
Chichí creció entonces en esa Granada en que la poesía era el tema de discusión permanente. Su padre era poeta. Sus amigos, como los amigos de su padre, también eran poetas. Granada es quizá la única ciudad del mundo en que todas las conversaciones se interrumpen cuando alguien anuncia que va a leer un poema. La poesía se escucha en silencio, pero se comenta acaloradamente.  
Aunque la poesía es el eje central de la vida de Chichí, quien todo lo vive, lo observa, lo recuerda y lo procesa como poeta, no ha publicado mucho. El primer libro suyo que leí fue Pasión de la memoria y, desde el primer momento, me impresionó su desenfado y su prisa por tomar al toro por los cuernos. Luego leí Árbol de la vida, cuya profunda mirada hacia el interior de su ser llegó a conmoverme. Conozco, naturalmente, su antología Poesía política nicaragüense, de 1986 y, aunque ya he leído los poemas de estos libros, no pierdo la fe de conseguir algún día ejemplares de A principio de cuentas (1968), La sangre constante (1974) y En el cambio de estaciones (1981).
Tras quince años de leer sus poemas, en el año 2002, en casa de Blanca Castellón, tuve el placer de conocer a Chichí en persona. Era tal como me lo imaginaba: simpático, divertido, ingenioso, sonriente. Debí haberle caído bien de primera entrada, porque al día siguiente me invitó a su casa y me regaló, con una cariñosa dedicatoria, dos libros que considero verdaderos tesoros de mi biblioteca: Friso de la poesía, el amor y la muerte, en edición de lujo con ilustraciones de José Luis Cuevas, y Celebración de la inocencia, su poesía reunida publicada en 2001. 
Verdaderamente me sorprendió que en un libro de 239 páginas cupieran los poemas publicados a lo largo de más de treinta años de creación. En poesía, como en cualquier otro arte, es muy considerado ofrecerle al público los logros y no los intentos. 
Celebración de la inocencia es un libro que repaso a menudo para deleitarme en su amplio abanico de emociones y sensaciones. El apartado de poemas breves titulado Cartas marcadas, así como la Biografía de Honey y Mi primo Chale, siempre me hacen sonreír. Disfruto también los poemas narrativos y extensos sobre los personajes de Granada. La comadre Mercedes, una anciana servidora doméstica que en su regazo chineó a varias generaciones de la familia y que tenía el don de interpretar los sueños. El tío David, quien sufría episodios de demencia. La abuela que tras una larga enfermedad, debió abandonar la casa en que había vivido siempre y, tras una breve mirada a lo que había sido su mundo, murió en la puerta de la calle mientras la sacaban en camilla. Y la ciudad de Granada, por supuesto, siempre presente, ya sea mostrada o insinuada, en cada página. 
Aunque, como todo poeta, Chichí con frecuencia mira hacia su interior y reflexiona sobre el amor y la muerte, sobre el dolor y el placer, sobre el enigmático mundo de los sueños y la imaginación, su poesía es siempre clara y fresca como el agua. Su poesía, incluso cuando es reflexiva o nostálgica, de alguna forma es siempre alegre, sin traumas ni resentimientos. La vida es una fiesta incluso en los momentos dolorosos.
Por amor a la poesía, y a su ciudad, en el año 2005, Chichí, junto con su esposa Gloria Gabuardi y sus amigos Nicasio Urbina, Blanca Castellón, Gioconda Belli, Fernando López y muchos otros, organizó el I Festival de Poesía de Granada que, desde entonces, en febrero de cada año reúne a poetas de diversas lenguas venidos de todo el mundo. No se trata de esos encuentros literarios de claustro con interminables disertaciones y ponencias, sino de una alegre celebración en la que, durante una semana entera, se lee poesía en espacios abiertos ante un numeroso público.
Aunque hay quienes creen que la poesía es un género literario escrito en clave casi indescifrable solo accesible para iniciados, la experiencia del Festival, al que han asistido poetas de diferentes temas y estilos, ha demostrado que la poesía puede ser, al menos en Nicaragua, una atracción de interés masivo.
Durante la última década, Chichí ha debido enfrentar todo tipo de obstáculos y dificultades, pero su tenacidad, verdaderamente inclaudicable, ha logrado que el Festival siga creciendo y consolidándose.
Y, lo mejor de todo, Chichí ha seguido publicando. Celebración de la inocencia es su poesía reunida hasta el año 2001, pero su obra ha seguido creciendo, no solo en títulos, sino en calidad y profundidad.
En otra oportunidad me referiré a su producción poética más reciente. De momento, que sea esta nota mi modesto homenaje a un admirado poeta al que, desde hace ya bastantes años, tengo el honor de llamar mi amigo.
INSC: 1359
El primer Festival Internacional de Poesía de Granada, en 2005, inició con un funeral
simbólico en el que se sepultó la ignorancia. Chichí muestra la cinta que decoraba el ataúd.





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