lunes, 20 de abril de 2015

Autobiografía de Rubén Darío.

Autobiografía de Rubén Darío. Edición
escolar. No indica Editorial ni año de
publicación.
Rubén Darío, el Príncipe de las Letras Castellanas, nació en un pueblito que se llamaba entonces Chocoyos, luego se llamó Metapa y desde 1920, en su honor, lleva el nombre de Ciudad Darío. El poblado está actualmente en el Departamento de Matagalpa, Nicaragua, pero en los tiempos en que nació el poeta toda la zona formaba parte de Las Segovias. En Ciudad Darío se conserva como una reliquia la casa en que Darío vino al mundo, pero la verdadera casa del poeta, a la que llegó siendo un bebé recién nacido, a la que volvía cada vez que estaba en su patria y en la que finalmente lo sorprendió la muerte, se encuentra en la ciudad de León. Es una casa esquinera con un hermoso patio interior que, convertida actualmente en un museo dedicado a su memoria, conserva muchos muebles originales así como cartas, documentos y objetos personales del escritor.
En León, a pocas calles de su casa, me encontré en una venta de libros usados su autobiografía en una edición tan sencilla que ni siquiera indica la editorial ni el año de publicación. Tal parece que el libro iba dirigido a escolares, puesto que al final incluye un cuestionario de comprobación de lectura.
Darío escribió su autobiografía a los cuarenta y cuatro años, cuando ya era un poeta admirado e imitado a ambos lados del Atlántico. A la larga, como todos sabemos, la poesía de Rubén Darío acabaría siendo referencia fundamental durante casi todo el Siglo XX. Hay quienes recalcan el hecho de que los escritores latinoamericanos del Siglo XIX se tardaron en encontrar un estilo propio y muchos de ellos no hacían más que imitar a los autores españoles. Con Darío, la corriente de la influencia dio vuelta y sus admiradores e imitadores estaban no solamente en toda América Latina, sino también en España. Dicha apreciación me ha parecido siempre un tanto regionalista y la consigno solamente para discutirla. Juzgar la importancia de una obra literaria por el lugar de origen del autor no es, en mi opinión, un buen punto de partida ni de conclusión.
La casa de Rubén Darío en León, Nicaragua.
Numerosos biógrafos y estudiosos de Darío se han mostrado desilusionados con su autobiografía, tanto por la forma como por el contenido. El estilo dariano, musical y solemne, no aparece por ninguna parte en estas páginas, escritas con concisión y limpia simpleza. Por otra parte, aunque habla de sí mismo, Darío es muy discreto y no hace grandes revelaciones.
Al inicio, se refiere a su nacimiento y sus primeros recuerdos. Era hijo de don Manuel García y doña Rosa Sarmiento y fue bautizado con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento. El general Máximo Jerez fue su padrino. Sus padres se separaron antes de que él naciera y fue confiado al cuidado de su tío el coronel Félix Ramírez, por lo que, de niño, en sus cuadernos escolares escribía su nombre como Félix Rubén Ramírez. Un tatarabuelo se llamaba Darío y en la ciudad de León todos sus descendientes eran conocidos como "los daríos", al punto que su bisabuela ya firmaba Rita Darío. 
El niño Rubén era inteligente, curioso, asustadizo y enamoradizo. Por las noches la casa se llenaba de lechuzas y de fantasmas. Le costaba conciliar el sueño y sufría de pesadillas. Algunas escenas de su infancia lo aterrorizaron toda su vida, como la vez que presenció un pleito a machetazos en que el ganador le cortó la mano al contrincante. También le horrorizaban un par de enanos, madre e hijo, que vivían en casa de don Pedro Alvarado, cónsul de Costa Rica en León. Enamorado de una saltimbanqui, cuyo nombre nunca pudo olvidar (Hortensia Buislay), quiso unirse al circo, pero fue rechazado. Cuando no leía, Rubén se entretenía adivinando figuras en las brasas del fuego o jugando con Laberinto, su perro.
Aprendió a leer a los tres años y en un armario encontró la Biblia, el Quijote, los Oficios de Cicerón y otras obras que él mismo califica como "extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño". Leyó todos esos clásicos mucho antes de que le compraran libros de cuentos con dibujos.  Ni él mismo es capaz de recordar a qué edad escribió sus primeros versos, pero supone que fueron coplas para ser declamadas en las procesiones de Semana Santa. Siendo un niño le pedían que escribiera obituarios en verso y poemas para bodas y eventos sociales.  
Rubén Darío (1867-1916) 
Educado en un ambiente profundamente religioso, entró al colegio de los jesuitas y los padres estimularon su talento orientando sus lecturas. Muy joven, por su madurez precoz y su inteligencia excepcional, fue admitido en la logia masónica.
Ya era un adolescente cuando un día llegó a su casa una señora vestida de negro que, llorando, lo abrazó y lo cubrió de besos. Era su madre, que no lo había visto desde que era un bebé recién nacido y a quien, después de esa ocasión, no volvería a ver en más de veinte años. Averiguando, supo que don Manuel García, conocido como Manuel Darío, el señor que visitaba a veces en su tienda, era su padre. 
A los catorce años empezó a trabajar como redactor en La Verdad, el periódico local. Unos señores importantes, impresionados por la fama del "poeta niño" se lo llevaron a la capital, Managua, donde gozó de la protección del granadino don Pedro Joaquín Chamorro, del guatemalteco Lorenzo Montúfar y del cubano Antonio Zambrana. 
Se trasladó luego a El Salvador, donde el presidente Rafael Zaldívar le encargó el discurso en honor del centenario de Simón Bolívar. Fue don Juan Cañas quien le recomendó: "Vete a Chile". "¿Cómo me voy a ir a Chile si no tengo recursos?" "Pues vete a nado, aunque te ahogues en el camino."
A partir de este punto, el libro deja de ser un relato para convertirse en recuento de los países que visitó, de los periódicos en que trabajó, de las amistades que hizo y de los personajes interesantes que llegó a conocer. La lista es tan larga que el autor no entra en muchos detalles. A uno le gustaría saber más de sus impresiones sobre los países en que pasó largas temporadas, los amigos que tuvo o los encuentros afortunados que pudo disfrutar, pero todas las menciones son breves.
Casa donde nació Rubén Darío. Ciudad Darío, Nicaragua.
En El Salvador, además de su amistad con Francisco Gavidia, tuvo bajo sus órdenes, cuando era director del periódico La Unión, a Aquileo Echeverría. Durante los meses que vivió en Costa Rica nació su primogénito Rubén Álvaro Darío Contreras, trabajó con Pío Víquez, gozó del mecenazgo de don Lesmes Jiménez y conoció a Antonio Maceo. Un dato curioso es que los amigos que más frecuentaba en San José, Rafael Yglesias, Ricardo Jiménez, Cleto González Víquez y Tomás Regalado, llegaron a ser presidentes, los tres primeros de Costa Rica y el último de El Salvador. Cuando estuvo en Guatemala, Darío logró que Enrique Gómez Carrillo viajara a España y fue el propio escritor guatemalteco quien, años después, hizo posible que Darío se estableciera en Madrid, donde trató de cerca a la Pardo Bazán, a Pedro de Alarcón, a Benito Pérez Galdós, a Ramón de Campoamor, a Juan Valera, a Marcelino Meléndez Pelayo, a Gaspar Núñez de Arce y a José  Zorrilla, con quienes entabló una amistad estrecha. Darío, muy lejos de ser, como podría suponerse, un humilde escritor centroamericano en medio de las estrellas de la literatura española del momento, era más bien el centro de atención y la voz cantante del grupo y llegó a sentirse abrumado, aunque agradecido, por las constantes muestras de admiración que recibía. El colombiano Vargas Vila y el mexicano Amado Nervo, eran también sus grandes amigos. 
Sin llegar a desarrollar una amistad, Darío tuvo encuentros casuales con otras figuras. Pasó una tarde entera con José Martí en Panamá. Participó en un par de tertulias con Verlaine.  Cuando le presentó credenciales a Alfonso XIII, el monarca elogió su obra literaria. En su audiencia con el papa León XIII fue presentado como redactor del diario del general Mitre de Argentina, pero el Papa, quien escribía poemas en latín, sabía a quién tenía al frente. En París, sostuvo una conversación con Oscar Wilde que verdaderamente lo impresionó. "Rara vez he encontrado una distinción mayor, una cultura más elegante y una urbanidad más gentil." 
No se crea, sin embargo, que el largo recuento de viajes y encuentros es una crónica de las altas esferas sociales y culturales en que Darío se desenvolvía. Darío gozó de fama, de prestigio, de reconocimiento, de éxitos literarios y periodísticos; su talento era reconocido en cualquier país al que llegara, las puertas de los círculos más exclusivos estaban siempre abiertas para él pero, en medio de esta agenda social intensa, el poeta muestra sin pudor y sin complejos una vida económicamente inestable, llena de angustias y de apuros. Darío nunca fue un hombre rico. Ni siquiera tuvo ingresos regulares. Le atrasaban los sueldos, no sabía rendir el dinero cuando lo tenía y en muchas ocasiones, en todos los países en que vivió, se vio en la necesidad de comer de fiado. En las fondas y las pensiones le daban crédito y el poeta, aunque estaba siempre en apuros, había aprendido a llevar su vida adelante con resignación, optimismo y buen humor. Una vez, en Argentina, Darío estaba sin un céntimo y, aunque el suizo del restaurante en que comía no le cobraba las cuentas atrasadas, ya lo atendía con mal semblante. En eso lo llaman de La Nación y le piden el obituario de Mark Twain, que estaba muriéndose. Más de una vez, la muerte de un escritor famoso le había salvado la vida, ya que le pagaban muy bien las notas necrológicas. Darío preparó el artículo y, contando con el dinero que iba a recibir, invitó a sus amigos a una cena "opípara y bien humecida". Pero el artículo no fue publicado. En su lugar apareció en el periódico una nota que informaba que Mark Twain había recobrado la salud. Dice Darío que el escritor norteamericano, con su recuperación, le había propinado una broma del humor negro que lo hizo famoso. Felizmente, logró modificar el artículo para que fuera publicado (y pagado) días después.
En su autobiografía, Darío tiene la altura y la nobleza de no mencionar nunca a quienes lo maltrataron, lo ofendieron o le hicieron daño. No habla muy bien del escritor José Etchegaray ni de Crisanto Medina, su jefe en España, pero lo que dice de ellos no llega ni a una línea. Con honestidad, pero también con gran discreción y delicadeza, Darío menciona en un par de ocasiones las serias crisis que sufrió por su alcoholismo. Salta a la vista que, además de gran poeta, Darío fue un hombre de nobles sentimientos y de temperamento alegre. De joven se interesó por el espiritismo, práctica que estuvo de moda entre los intelectuales de principios del Siglo XX, pero pronto abandonó esas andanzas porque descubrió que él era una poderosa antena que captaba mucho más de lo que podía soportar. Lo que para otros era un entretenimiento morboso y, en buena medida, una farsa, para él era una fuente de experiencias terroríficas de un realismo espantoso. Definitivamente, Darío tenía además un espíritu muy elevado.
Al final de su libro dice: "Y aquí pongo término a estas comprimidas memorias que, como dejo escrito, he de ampliar más tarde." No podía saber el poeta que solamente le quedaban cinco años de vida y, contra su deseo, nunca pudo ampliar el relato de sus recuerdos.
Darío vivió en El Salvador, Guatemala, Costa Rica, Honduras, Chile, Argentina, Brasil, México, Cuba, España, Francia y los Estados Unidos. Visitó Italia, Alemania, Venezuela y Colombia. Pero su hogar era León, Nicaragua. 
Muy enfermo, Darío regresó a Nicaragua para pasar sus últimos días abrigado por las paredes de la casa en que había crecido. Murió en febrero de 1916, pocas semanas después de haber cumplido cuarenta y nueve años de edad y fue sepultado en la catedral de León. 
Tumba de Rubén Darío. Catedral de León, Nicaragua.
INSC: 2010




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