viernes, 31 de julio de 2015

Puerto Limón. Novela de Joaquín Gutiérrez Mangel.

Puero Limón. Joaquín Gutiérrez Mangel.
Editorial Costa Rica, 1985.
Guy de Maupassant decía que una novela es un ciclo completo de vida. Se toman unos personajes en un determinado momento de su existencia y se les acompaña, durante la transición, hasta el momento siguiente. Eso fue lo que hizo don Joaquín Gutiérrez Mangel en su novela Puerto Limón. En las primeras páginas conocemos a Silvano, el protagonista, un muchacho internado en un colegio de la capital que obtiene buenas notas, es inteligente, atrevido y de carácter fuerte, pero no sabe nada del mundo ni de la vida y no tiene la más mínima idea de lo que quiere hacer en el futuro. Al terminar el libro, Silvano ha madurado y se dispone a enfrentar un destino lleno de incertidumbre, pero escogido por él mismo.
Silvano estaba a punto de terminar sus estudios cuando un telegrama lo lanzó de cabeza al mundo real. Su tío, don Héctor, lo manda a llamar y el muchacho, obediente, toma el tren a Puerto Limón. Se acabaron los tiempos de ir a clases, practicar deporte y vagabundear con los compañeros. Había llegado el momento de trabajar, ir ganando poco a poco su independencia hasta llegar a ser un adulto responsable. Por el momento, su destino no parecía ser otro que convertirse en finquero, como su tío.
Aunque respeta y, hasta cierto punto, admira y quiere a don Héctor, a Silvano no le parece nada atractivo seguir sus pasos. Ni siquiera le encuentra sentido a ese tipo de vida. Comprar tierras, sembrar bananos, venderle la fruta a la Compañía, invertir el dinero que se gana en comprar más tierras, para sembrar más bananos, para venderle más fruta a la Compañía, para ganar más dinero, para comprar más tierras y sembrar más bananos... ¿es ese el destino que le espera?
Tal vez si Silvano hubiera llegado al Caribe en tiempos normales, no habría tenido oportunidad de pensar mucho en ello. Simplemente se habría puesto a trabajar con su tío en las fincas y se habría adaptado pronto a la rutina. Pero Silvano llegó cuando una gran huelga tenía paralizada toda la producción bananera. En Puerto Limón no se hacía más que ver pasar el tiempo. Los peones permanecían horas conversando en las pulperías mientras el olor dulzón de las frutas madurándose en las matas flotaba en el ambiente. Los finqueros y los empleados de la Compañía no hacían más que calcular el valor de los racimos que se iban a perder. Quienes aún tenían dinero para distraerse, iban al cine, jugaban cartas, bebían tragos y hasta organizaban uno que otro baile, pero todos andaban con caras amargas. Eran muchos los trabajadores que no tenían ya ni qué comer, pero ninguno estaba dispuesto a reanudar sus labores mientras no se cumplieran las demandas de la huelga. Algunos, para matar el hambre, pescaban en los ríos o se iban a buscar tubérculos silvestres. Silvano, por su parte, no hallaba qué hacer en ese mundo paralizado. Hablaba con todos pero por su temperamento huraño, cada charla acababa convirtiéndose en una discusión rematada por un berrinche. La situación era tensa. En todo el país no se hablaba más que de la huelga y existía el temor de que en algún momento se desatara la violencia. Había quienes exigían que el gobierno tomara medidas drásticas. Se sabía que tanto los huelguistas como los finqueros estaban cada vez más dispuestos a echar mano de las armas que tenían ocultas.
El comentario típico que se escucha sobre esta novela, es que trata de la gran huelga bananera de 1934. Siempre he creído que quienes repiten este lugar común no han leído el libro o, si lo leyeron, acabaron prestándole más atención al decorado que a los acontecimientos. La huelga, en esta historia, no es más que el telón de fondo. Aunque en el libro hay un episodio sobre el encuentro (no sé si imaginario o real) que sostuvo el presidente Ricardo Jiménez Oreamuno con el líder comunista Manuel Mora Valverde, se mencionan las demandas de los huelguistas y se deja claro el enorme poder de la Compañía, todo eso está en segundo plano. Puerto Limón no es, como muchos la han calificado, un obra histórica de denuncia social. Con semejante etiqueta, la novela hasta pierde atractivo. En América Latina abundan las novelas de lo que se llamó "Literatura comprometida", que consistía en narraciones basadas en hechos reales fuertemente aderezadas con propaganda ideológica. Los libros de este tipo no generaron mayor atención y el gran público acabó rechazándolos. Políticamente eran ineficaces y literariamente eran bastante pobres. Basta que un libro sea calificado dentro de este género para que nadie quiera leerlo.
La política y la economía preocupan, pero no conmueven. Los problemas sociales invitan a la reflexión y al análisis, pero son los pequeños y grandes dramas humanos los que tocan fibras emocionales verdaderamente sensibles. Y en Puerto Limón, lo que está en primer plano es la vida de un puñado de personajes magistralmente construidos, atrapados en medio de dos horizontes (el del Caribe y el de los bananales) en un momento en que parecía que el tiempo se había detenido.
La cosecha se va a perder, los peones se niegan a realizar la corta, los trenes y los barcos, detenidos, no van a ser cargados, las deudas se acumulan y la violencia puede estallar en cualquier momento. Todo eso es preocupante, pero no duele. Lo que duele es que una muchacha linda se quede sola en la playa mirando alejarse al hombre que terminó la charla dándole la espalda. Lo que duele es que Azucena, la empleada doméstica, se haya enfermado y en el hospital no le permitan a su hermano ir a visitarla. La huelga es un problema social grave, pero con huelga o sin huelga la vida continúa y cada uno tiene sus propias ilusiones y preocupaciones en qué pensar. Llega el punto en que uno, como lector, al igual que los propios personajes de la novela, llega a olvidarse de la Compañía, del gobierno y de los sindicatos. Toda la atención se concentra en don Héctor, en Paragüitas, en Tom Wilkenman, en Diana y, muy especialmente, en Silvano. Poco a poco los vamos conociendo más a fondo. Cada uno a su manera y por razones distintas, se siente solo. Don Héctor, el finquero, y Paragüitas, el cabecilla local de la huelga, cada uno con su historia personal y su particular visión del mundo y de la vida, no pueden ser más distintos. Silvano no se parece a ninguno de ellos, pero ambos le inspiran respeto y, en alguna medida, admiración. Ellos ya llegaron a ser quienes eran. Silvano no sabe ni hacia dónde va. Aunque no comparte las ideas ni los valores de su tío, reconoce en él un modelo de orden, disciplina y cumplimiento del deber. Por otra parte, Silvano considera justas las demandas de los huelguistas y está profundamente impresionado por la firmeza con que han reclamado sus derechos y la manera estoica en que han resistido largas semanas sin sueldo. Quienes leen sobre la huelga en los periódicos, podrán tomar posiciones intransigentes y abogar por medidas drásticas. Pero a quienes, como Silvano, conocen de cerca tanto a los finqueros como a los peones, no es tan fácil adoptar una posición radical.
En mi edición de Puerto Limón, don
Joaquín Gutiérrez me escribió:
"A Carlos con un tirón de orejas
Su amigo Joaquín".
Yolanda Oreamuno decía que el mayor mérito de Puerto Limón es que el gran conflicto social se va disminuyendo, mientras que los pequeños dramas humanos se van agrandando hasta alcanzar proporciones enormes. Tras recibir la primera edición de la novela, publicada en Chile en 1950 por la editorial Nascimento, Yolanda le escribe una carta a don Joaquín en la que le elogia el que haya dejado abierta y, en cierta medida, hasta sin resolver, la posición de Silvano. "Si lo hubieras definido", le dice, "le habrías dado orientación, pero no vida. En fin, que dejándolo así, con sus problemas irresolutos de semihombre, con su tendencia a la cobardía y a la emoción, has hecho de él un hombre ya definido, ya eterno, ya estable. No se trata de decir que Silvano por fin se portó bien, aprendió una lección y fue capaz de seguirla repitiéndola para ejemplo de la humanidad, sino de hacer un Silvano cuyos errores y caídas lo lleven a encontrar una solución que no eres tú quien debe dar, sino Silvano."
En Puerto Limón, como en todas las novelas de don Joaquín Gutiérrez, la vida palpita detrás de cada palabra. Y la vida, a diferencia de la Historia, no está marcada por grandes acontecimientos, sino tejida por pequeños instantes.  Al final del libro, Silvano sigue siendo un joven ingenuo, lleno de inseguridad y con más preguntas que respuestas sobre su porvenir pero, tras ciertos hechos dolorosos que es mejor no mencionar (para no estropearle la novela a quienes no la han leído), toma la decisión de dar el primer paso hacia lo que será el resto de su vida.
INSC: 0761



domingo, 26 de julio de 2015

Entrevista a Dulce María Loynaz.

Confesiones de Dulce María Loynaz.
Aldo Martínez Malo. Editorial José
Martí. Cuba. 1999.
La vida de los hijos del general cubano Enrique Loynaz del Castillo parece sacada de una novela. Se afirma que la historia de los hermanos que se dedicaban a juegos extraños en la enorme mansión llena de cofres con tesoros, al inicio de El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, está inspirada en ellos. De ser así, Carpentier, que era su gran amigo y los visitaba con frecuencia, se quedó corto. La casa de los Loynaz no solamente contaba con salones amplios, muebles antiguos y obras de arte, sino que tenía un jardín en el que, además de palmeras y árboles enormes, había fuentes, estatuas de mármol antiguas, pavos reales, cacatúas, flamencos y hasta monos traídos de Venezuela.
Como suele ocurrir, quienes pregonan ideas liberales para su país no acostumbran ponerlas en práctica en su casa. El general Loynaz, héroe de la independencia de Cuba, no les brindó ni la más mínima independencia a sus cuatro hijos, a quienes mantuvo encerrados toda su infancia y juventud en la jaula de oro que les había construido. Recibían visitas pero no tenían permitido visitar a nadie. Ni siquiera los envió a la escuela, ya que prefirió que fueran educados por profesores a domicilio. Naturalmente, de vez en cuando los sacaba de paseo y, como para compensar el encierro, en una de esas salidas se los llevó por varios meses a Egipto, Siria y Palestina. 
Los Loynaz eran cuatro, dos varones y dos mujeres: Dulce María, Enrique, Carlos Manuel y Flor. Todos ellos escribían pero solamente Dulce María, la mayor, llegó a publicar libros. Como es fácil de suponer, debido al régimen de clausura en que crecieron, su relación con el mundo exterior era algo conflictiva. Fueron educados para no molestar, no importunar, no interrumpir, no llamar la atención, no hacerse notar. La casa, con su amplia biblioteca, sus obras de arte, sus espejos enormes y su jardín con monos, era el refugio en que escribían los poemas que fluían con fuerza pero ocultos, como un río bajo tierra. Los jueves a las cinco de la tarde recibían amigos a quienes, además de brindarles una cena deliciosa en un ambiente decorado con un gusto que rayaba en lo macabro, les leían sus más recientes creaciones. Un poema de Enrique llegó a manos de Juan Ramón Jiménez, quien lo publicó en España. Cuando Federico García Lorca estuvo en Cuba, en 1930, quiso conocer a Enrique, pero acabó haciendo mejor amistad con Carlos Manuel y Flor. Lorca pasó una larga temporada con ellos y llamó a su mansión "La casa encantada". Otros visitantes ilustres de los Loynaz fueron el propio Juan Ramón Jiménez y Gabriela Mistral. Alejo Carpentier no faltaba a la cita semanal.
Aunque la poesía de Enrique era muy elogiada, nunca publicó un libro. De hecho, los pocos poemas suyos que aparecieron en revistas llegaron a la imprenta por iniciativa de sus amigos y sin que él lo supiera. Carlos Manuel, además de poeta, era compositor y tocaba todos los instrumentos musicales. Muy joven empezó a dar muestras de sufrir una demencia y, en un viaje a China, Japón y la India, se les escapó a los vigilantes y apareció, sin que ni él mismo supiera cómo, en Australia. En uno de sus arranques, Carlos Manuel quemó toda su obra poética y musical, así como los dibujos y manuscritos de poesías y obras teatrales que había dejado Lorca en su casa. Flor, cuyo nombre completo era Flor Combert, en homenaje al amigo de Antonio Maceo y del propio general Loynaz, además de escribir poesía era famosa por su audacia. Bebía ron y jugaba billar con hombres rudos en las cantinas menos recomendables de La Habana y, en una ocasión, siendo joven y hermosa, se rapó totalmente la cabeza aduciendo que había que quererla con o sin cabello. 
Pero volvamos a Dulce María. El primer novio y el gran amor de su vida fue Pablo Álvarez de Cañas, pero acabó contrayendo matrimonio con su primo Enrique de Quesada Loynaz. El enlace no significó un cambio de vida sino un cambio de encierro. Su marido, al igual que su padre, estaba dispuesto a satisfacer todos sus gustos y caprichos, pero ella debía permanecer encerrada en la jaula de oro. El matrimonio no duró mucho y, tras el divorcio, Dulce María realizó un viaje por Brasil, Uruguay y Argentina en que fue perseguida, y alcanzada, por Pablo Álvarez de Cañas, quien había jurado no casarse con nadie más que con ella. Álvarez de Cañas, su segundo marido, su novio de juventud y su primer gran amor, era empresario periodístico y lejos de reservarse el talento de Dulce María para su exclusivo disfrute personal, impulsó su carrera literaria. Dulce María escribió muchísimas crónicas para los periódicos, poemas y la formidable novela Jardín, que muchos consideran una autobiografía psicológica, ya que trata de la relación de una mujer solitaria con su jardín y su mundo interior. Poetisa, periodista y novelista, Dulce María, cosa rara, nunca escribió un cuento.
Como un empresario periodístico no tiene cabida en un régimen stalinista, Pablo Álvarez de Cañas decidió salir de Cuba a inicios de los años sesenta. Dulce María, hija de un prócer de la independencia cuyo tema de conversación favorito era el patriotismo, no quiso abandonar la isla. Ella, nacida en 1902, era ya para ese entonces un personaje de otra época. Una hija de familia rica, una señora de alta sociedad, una dama católica colaboradora de la obra salesiana de don Bosco, la autora de una novela misteriosa y compleja sobre un mundo interno lleno de imágenes sugerentes, una escritora que ni en sus poemas ni en sus artículos tocaba temas sociales, exigía reivindicaciones ni predicaba ideología alguna. Tras la revolución cubana, Dulce María quedó en la isla como quedaron las viejas mansiones del Vedado con sus muebles de caoba abandonados, como un vestigio de una época que pronto se olvidaría. Como ella no se metía con nadie, nadie se metía con ella. Su aislamiento, en la Cuba comunista, no le incomodaba. Después de todo, el aislamiento no era nada nuevo para ella, casi podría decirse que era su estado natural. Pablo, su marido, regresó a Cuba para morir a su lado y, tras quedar viuda, Dulce María no era más que la viejita misteriosa que vivía sola dedicada a cuidar sus gatos y sus plantas.
Aunque su obra no era promocionada oficialmente, seguía leyéndose. Aldo Martínez Malo, periodista, crítico de arte y gran admirador de la obra de Dulce María, le escribió una carta sin esperar respuesta. Dulce María le contestó dándole las gracias por ser uno "de los que aún recuerdan que existí". El intercambio epistolar se mantuvo, Dulce María invitó a Aldo a visitarla, se hicieron buenos amigos y, gracias a los esfuerzos de Aldo (Dulce María ya estaba anciana y ciega para entonces), llegaron a publicarse manuscritos inéditos tanto de ella como de su padre. Aquello fue como si Cuba hubiera reencontrado una joya perdida. Las editoriales cubanas reeditaron las obras de Dulce María y tanto el gobierno como la prensa y los grupos culturales de la isla le brindaron homenajes.
Confesiones de Dulce María Loynaz es el título de un pequeño libro, publicado por la editorial cubana José Martí, que recoge una larga entrevista,  llena de anécdotas simpáticas y revelaciones interesantes, que sostuvo la escritora con Aldo Martínez Malo.
Cuenta Dulce María que la única vez que habló en persona con José Lezama Lima, el poeta le dijo: "No he leído Jardín", a lo que ella respondió: "No he leído Paradiso". Después se enviaron uno al otro sus libros, pero nunca volvieron a verse. Con Lorca, Dulce María no se entendió muy bien. Eran de temperamentos muy distintos. Lorca prefería la poesía y la compañía de sus hermanos más que la de ella. Una vez, Dulce María escribió un poema en son de broma y, cuando se lo enseñó, Lorca, entusiasmado, le dijo: "Este sí me gusta, es lo mejor que has escrito". Aquel elogio fue para ella un insulto.
Cuando Dulce María escribió La novia de Lázaro, su marido consideró oportuno conocer la opinión de la Iglesia sobre el texto. Invitó a tres obispos a cenar a su casa y, tras atiborrarlos de manjares y licores, Dulce María les leyó su composición. Eran más o menos cincuenta páginas, pero la lectura duró hora y media. Los obispos, como es fácil de suponer, estaban durmiéndose. Cuando don Pablo sugirió que se realizara una segunda lectura para analizar mejor los conceptos, los tres purpurados se apresuraron a declarar innecesario el repaso y ahí mismo le dieron el Nihil Obstat, el Imprimatur y la aprobación plena sin la más mínima objeción y sin hacer ningún comentario. A fin de cuentas, en el árbol genealógico de Dulce María, además de su padre el general de la guerra independencia, y su madre, la bella dama María de las Mercedes Muñoz Sañudo, quien fundó el primer albergue para perros callejeros de La Habana, había también un santo: San Martín de la Ascensión Loynaz, misionero que murió mártir en Asia en el Siglo XVI mientras predicaba el Evangelio.
En la entrevista, además de recuerdos personales jocosos, Dulce María comparte su visión de la literatura. "Lo que no comprendo, trato de olvidarlo, porque no tengo carácter de investigadora", afirma. Para ella la poesía, más que una meta en sí misma, es un tránsito hacia un objetivo desconocido. Como a todos los escritores, a ella le ha ocurrido que, revisando un poema, se ha quedado sin poema. Por otra parte, en ocasiones se ha puesto a escribir un pequeño apunte y, cuando se percata, lleva más de cien páginas. 
También, por supuesto, hace revelaciones personales. Cuenta que su padre era muy severo y siempre hallaba mal todo lo que sus hijos hacían o decían. Tal vez esa represión durante la infancia fue lo que provocó a la larga que de los cuatro hermanos escritores, tres murieran sin publicar un libro y ella solamente publicara los suyos por insistencia de los amigos. Como ya se dijo, en la última etapa de su vida, gracias a la amistad con Aldo Martínez Malo, se publicaron obras de gran importancia que, de no haber sido por él, habrían permanecido para siempre almacenadas en los muebles de la vieja mansión de El Vedado.
Como Dulce María tuvo una vida larga, alcanzó a recibir premios y homenajes con los nombres de sus amigos. El gobierno de Andalucía le dio el Premio García Lorca, el gobierno chileno la medalla Gabriela Mistral y el gobierno cubano el Premio Alejo Carpentier. Supongo que debió haber sido emotivo, aunque algo extraño también, que los galardones tuvieran el nombre de personas a las que ella atendió en su casa. En 1992, Dulce María Loynaz recibió el Premio Cervantes, sin embargo, al repasar los honores y reconocimientos, Dulce María confiesa que lamenta que el gobierno de Nicaragua nunca le haya otorgado el Premio Rubén Darío. Ella conoció a Darío siendo una niña y, con el paso de los años, además de recordarlo con simpatía,  llegó a desarrollar por él una gran admiración literaria. La admiración que Darío sintió por la madre de Dulce María fue, como ella misma lo insinúa, más que literaria.
Dulce María Loynaz murió en 1997. Todos sus amigos y parientes ya se le habían adelantado. Ni ella ni sus hermanos tuvieron hijos. Su vida, aunque bastante extraña, fue rica en experiencias, logros y satisfacciones. Sin embargo, en la entrevista, Dulce María afirma: "La época en que me ha tocado vivir me parece tan fea que, sin detenerme a elegir, habría preferido cualquier otra". 
INSC: 1177
Dulce María Loynaz. (1902-1997) Poetisa, periodista y novelista. 

domingo, 19 de julio de 2015

Rubén Darío en Costa Rica.

Rubén Darío en Costa Rica. Diez cuentos
seleccionados por Luis Ferrero Acosta.
Ministerio de Educación Pública.
Costa Rica, 1967.
Rubén Darío estuvo en Costa Rica solamente una vez, pero su permanencia en el país se prolongó por nueve meses, del 24 de agosto de 1891 al 15 de mayo de 1892. Cuando arribó, Darío ya era una figura conocida debido a que los cuentos y poemas de su libro Azul, publicado en Chile en 1888, fueron reproducidos por numerosos periódicos tanto en España como en América Latina, incluidos, naturalmente, los de Costa Rica. En 1890 se había publicado en Guatemala una edición de Azul corregida y aumentada, de la cual Darío trajo varios ejemplares para vender en sus presentaciones.
Aunque su fama llegaba antes que él a donde fuera, Darío era por entonces un hombre joven. Vino recién casado y durante su estancia en San José cumplió sus veinticinco años de edad y nació su primer hijo. La historia de amor de Darío con su esposa, Rafaelita Contreras Cañas, empezó dulce y acabó trágica. Se conocían desde que eran niños en León, Nicaragua y, además de estar muy enamorados, compartían la pasión por la literatura. Con el pseudónimo de Stella, Rafaelita publicó cuentos en diversas revistas de Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En El Salvador, Darío trabajaba para el  presidente Francisco Menéndez Valdivieso, quien le tenía gran afecto y respeto y, lo más importante, le pagaba bien. Con buenos ingresos y protegido a la sombra del poder, Darío contrajo matrimonio civil el 22 de junio de 1890. Pero ese mismo día, de manera sorpresiva, fue derrocado el presidente Menéndez. La joven pareja, que seguramente soñaba con una vida serena y estable, debió abandonar El Salvador al día siguiente de la boda. Darío, en su Autobiografía, se declara muy agradecido con el presidente Menéndez y, precisamente por ese agradecimiento, prefiere no referirse a las razones de su caída. 
Rubén Darío (1867-1916)
Rubén y Rafaelita se instalaron brevemente en Guatemala, donde celebraron su matrimonio por la Iglesia y el poeta fue nombrado director de El correo de la tarde, que era el diario que defendía las acciones del gobierno. Cuando ese periódico dejó de publicarse, Darío y su esposa debieron buscar buscar nuevos rumbos. Como la familia materna de Rafaelita era costarricense optaron por mudarse a Costa Rica.  A una semana de haber llegado, el poeta salvadoreño Francisco Gavidia, quien había sido testigo de la boda de Darío en El Salvador y era por entonces director de La Prensa Libre, le dio trabajo en la redacción. Días después (el 3 de setiembre de 1891), sin remover a Gavidia, Darío fue nombrado director del periódico. Curiosamente, en el vestíbulo de La Prensa Libre no hay ni placas ni retratos que recuerden a esos dos grandes escritores que ocuparon juntos la dirección del decano de la prensa nacional.
Como Darío no tenía más ingresos que las remuneraciones por sus artículos, pese a trabajar en La Prensa Libre, publicó numerosas colaboraciones en otros periódicos, entre ellos El Diario del Comercio y El Heraldo de Costa Rica, este último dirigido por Pío Víquez. Dio recitales y conferencias en Cartago, Heredia, San José y Alajuela. El 15 de setiembre de 1891 asistió a la inauguración del Monumento a Juan Santamaría y escribió un artículo titulado Bronce al soldado Juan, en que se refirió a la discusión, acalorada por aquel entonces, sobre si Juan Santamaría había nacido en Alajuela o en Barba de Heredia. Como parte de su labor periodística, Darío publicó editoriales, obituarios, reseñas de libros, reportajes, sus impresiones sobre los pueblos de Costa Rica que visitaba y, por supuesto, numerosos poemas y relatos. Escribía sobre cualquier tema y publicó, por ejemplo, un artículo sobre lo importante que es el ejercicio físico para mantener la salud. Al referirse a la política, era cuidadoso y trataba de no levantar roncha pero, a pesar de su prudente delicadeza y diplomacia, lograba dejar clara su posición e invitaba a los lectores a reflexionar sobre ciertos asuntos preocupantes. Darío y Gavidia, juntos, entrevistaron a Antonio Saldaña, el último rey bribrí de Talamanca.  Aunque Darío rehuía la confrontación, mantuvo dos polémicas por la prensa. Una con su compatriota el periodista granadino Enrique Guzmán, con quien había llegado a Puntarenas en el mismo barco, y otra con un sacerdote que firmaba con pseudónimo del que nunca se supo el nombre.
Rafaela Contreras Cañas. Stella. (1869-1993)
Primera escritora costarricense.
En su Autobiografía, Darío enumera a los amigos de su tiempo en Costa Rica: el Ingeniero Lesmes Jiménez, don Cleto González Víquez, don Ricardo Jiménez Oreamuno, don Rafael Yglesias Castro, Pío Víquez, el general cubano Antonio Maceo y el salvadoreño Tomás Regalado. En el grupo no menciona a su hermano del alma, Aquileo Echeverría, ya que a él lo conocía de mucho antes, cuando habían trabajado juntos en Guatemala y El Salvador. Aquileo publicó sus Concherías en Costa Rica en 1905, pero la edición que se realizó en Barcelona en 1909, así como todas las siguientes, vienen con el famoso prólogo de Rubén Darío que, después de elogiar todo lo que tiene Costa Rica en abundancia, dice: "Costa Rica tiene además un poeta: Aquileo Echeverría."
Otro gran amigo de Darío fue Jorge Castro Fernández, hijo del Dr. José María Castro Madriz. Cuenta la leyenda que, muchos años después, Jorge, que ya había fallecido, se le apareció a Darío para confirmarle que había vida después de la muerte. Esa, por cierto, no es la única anécdota legendaria de las muchas que se cuentan. Se le atribuye, por ejemplo, haber afirmado que los ticos no hacemos revoluciones armadas porque nos da miedo que los tiros rompan los vitrales del Teatro Nacional. Darío nunca dijo eso. La construcción del Teatro Nacional se inició en 1893, cuando Darío ya se había ido de Costa Rica. El Teatro Nacional, además, no tiene vitrales.
La ciudad de San José en la que vivió Darío era un pueblo de casas de adobe y teja. Los únicos edificios grandes eran la Catedral, la Fábrica de Licores, el Hospital San Juan de Dios, el Seminario y el Hospicio de Huérfanos. El comercio constaba de ocho almacenes, dieciséis tiendas, tres cervecerías, siete ventas de materiales de construcción, unas cien pulperías y cuatro librerías. Darío publicó un aviso, en La Prensa Libre, que decía: "Azul. Por Rubén Darío. El libro de moda! Se vende en la Librería de Montero. Hay pocos ejemplares."
Rubén Darío. Grabado de Francisco Amighetti.
El Club Internacional, donde se reunían los ricachones, tenía una biblioteca de cinco mil volúmenes, pero como Darío no era miembro del club, iba a leer a la Biblioteca Nacional, ubicada en la Universidad de Santo Tomás, que apenas tenía tres mil volúmenes. En la sala de lectura de la Biblioteca, Darío entabló amistad con los jóvenes estudiantes que la frecuentaban, entre ellos Roberto Brenes Mesén.
Había tres hoteles, pequeños pero muy elegantes. El Gran Hotel de G. de Benedictis, el Hotel Roma de don José Sacripanti y el Hotel Francés de José Vigne. Darío no tenía para hospedarse en un hotel, sino que alquilaba una casita pequeña en el número 265 de la Calzada del Paso de la Vaca, actual calle ocho norte. Allí, el 12 de noviembre de 1891, nació su primogénito Rubén Darío Contreras. El día anterior, Darío se había quedado sin trabajo ya que, junto con Gavidia, fue despedido de La Prensa Libre. Rafaelita, su esposa, había quedado muy débil tras el parto y Darío, desempleado, debió firmar pagarés por las consultas médicas y las medicinas. Aunque la situación de Darío empezaba a tornarse deseperada, mantenía buenas relaciones con las altas esferas sociales. Su hijo fue bautizado por el obispo Bernardo Augusto Thiel y sirvieron de padrinos don Lesmes Jiménez y doña Margarita Foxá, esposa de don Julio de Arellano, ministro español acreditado en Costa Rica.
Sin trabajo fijo, con la esposa enferma, alquilando casa y con un hijo recién nacido, la vida de Darío se hizo muy difícil en Costa Rica, donde no conseguía oportunidades para salir adelante. Quería viajar de nuevo a Guatemala, para ver si encontraba allá alguna forma de arreglar su situación, pero si no contaba con recursos ni para hacer frente a sus gastos ordinarios, mucho menos tenía para un pasaje en barco. Don Lesmes Jiménez, el padrino de su hijo, le dio a Darío el dinero para el viaje. Al entregárselo, puso en sus manos también un sobre en el que estaban todos los pagarés firmados por el poeta. Don Lesmes había pagado todas sus deudas que ascendían casi a los dos mil pesos.
Darío partió solo a Guatemala y envió a su esposa y a su hijo a El Salvador. Poco después, Darío viajó a España en 1892, como enviado del Presidente nicaragüense Roberto Sacasa con motivo de las fiestas del cuarto centenario del viaje de Cristóbal Colón. A su regreso a Nicaragua, recibió la noticia de que Rafaelita, su esposa, había fallecido en enero de 1893 en El Salvador. Tenía solamente veinticuatro años de edad. Rafaelita, hija del hondureño Álvaro Contreras y de la costarricense Manuela Cañas, había nacido en Costa Rica en 1869 y, por los numerosos cuentos que publicó en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, en los periódicos dirigidos por su marido, es considerada la primera escritora costarricense.
Darío, que nunca regresó a Costa Rica y no pudo despedirse de Rafaelita, perdió también contacto con su hijo.
Cuando Rubén Darío falleció, en 1916, su muerte fue muy lamentada en Costa Rica, donde se le recordaba con admiración y gran cariño. El tiempo que pasó en Costa Rica no fue nada fácil para él, pero todas las páginas que escribió sobre nuestro país están llenas de imágenes alegres y afirmaciones elogiosas.
Teodoro Picado Michalski (1900-1960)
Presidente de Costa Rica de 1944 a 1948.
Cuando era un joven estudiante de Derecho,
antes de cumplir veinte años de edad,
recopiló en dos tomos todos los artículos
que publicó Rubén Darío en Costa Rica.
Un joven estudiante de Derecho, gran admirador del poeta, se dio a la tarea de recopilar todas sus publicaciones en Costa Rica. Revisó uno por uno los ejemplares de los periódicos de la época y, con el auspicio de don Joaquín García Monge, publicó la antología completa de sus artículos en dos tomos, el primero de 150 páginas en 1919 y el segundo de 110 páginas en 1920, ambos con el título de Darío en Costa Rica. La recopilación es minuciosa. Cada artículo viene con la fecha y el nombre del periódico en que fue publicado. El primero está fechado el 2 de setiembre de 1991 y el último el 12 de junio de 1892.
Darío en Costa Rica, fue además la primera recopilación de la obra periodística del poeta. Pasarían muchos años antes de que en Nicaragua, Argentina, Chile, Guatemala, El Salvador o España, países en los que Darío ejerció el periodismo, se emprendiera un proyecto semejante.
El joven estudiante de Derecho que compiló las publicaciones de Darío en Costa Rica era Teodoro Picado Michalski, quien sería Presidente de la República de 1944 a 1948 y, tras la guerra civil que lo obligó a abandonar el cargo, se trasladó a vivir a Nicaragua, donde finalmente murió. Don Teodoro nunca fue invitado a formar parte de la Academia Costarricense de la Lengua, pero sí fue nombrado miembro de la Academia Nicaragüense de la Lengua.
El libro de Picado sobre Darío, de más está decirlo, no se consigue en ninguna parte. Hay que ir a consultarlo a la Biblioteca Nacional.
En 1967, centenario del nacimiento de Rubén Darío, por iniciativa de Luis Ferrero Acosta, el Ministerio de Educación Pública de Costa Rica editó un pequeño folleto con diez de los cuentos que Darío publicó en Costa Rica. Supongo que algunos fueron escritos aquí, mientras que otros los trajo en la valija. Valdría la pena averiguar a cuántos y cuáles de sus relatos fueron concebidos, escritos y publicados por primera vez en Costa Rica.
INSC: 1771

viernes, 17 de julio de 2015

Seis poetas latinoamericanos en San José.

Antología de seis poetas latinoamericanos.
Piedad Bonnett. Jorge Bustamante García.
Fabián Casas. Fabio Morábito. William
Ospina. Rocío Silva Santisteban.
Compilador: Osvaldo Sauma. Ediciones
Perro Azul, Costa Rica, 2006.
Como nunca he escrito un poema en mi vida, soy uno de los poquísimos lectores de poesía que no escriben poesía. Ni siquiera lo he intentado. Dudo que haya fanáticos al fútbol que nunca hayan pateado un balón pero, en poesía, ese es mi caso. He estado siempre en la gradería, nunca en la cancha. Los poemas los leo a solas, en silencio y en casa, porque los libros de poesía no son como las novelas, que se pueden leer en cualquier parte. Eliseo Alberto dice que la poesía casi siempre es verdad, mientras que la novela casi nunca lo es. La ficción no requiere de una lectura tan recogida y serena como la de verdades profundas. Cuanto más leo poesía, más me percato de que no hace falta que yo escriba un solo verso. Otros, en sitios lejanos y mucho antes de que yo naciera, me han quitado las palabras de la boca. 
Cuando asisto a lecturas de poesía me gusta sentarme atrás, contra la pared. Después de todo, uno va a escuchar, no a ver, y el hecho de no mirar los rostros de los asistentes más bien facilita la concentración. Al finalizar el acto, me acerco a los poetas para pedirles que me autografíen sus libros y, como en esos momentos suelen estar asediados por los lectores, el saludo y la conversación que puedo sostener con ellos es apenas de unos segundos.
En el año 2006, seis poetas latinoamericanos, invitados por Osvaldo Sauma, visitaron Costa Rica para ofrecer una serie de recitales como parte del Festival Internacional de las Artes. El argentino Fabián Casas, los colombianos Piedad Bonnett, Jorge Bustamante García y William Ospina, la peruana Rocío Silva Santisteban y el mexicano Fabio Morábito, durante cuatro días se sentaron juntos a leer sus poemas en diversos auditorios y ante distintos tipos de público. A propósito de su visita, Osvaldo Sauma hizo una selección de poesías de todos ellos que, con el título de Antología de seis poetas latinoamericanos, fue publicada por ediciones Perro Azul. Conservo ese libro como un tesoro, no solo porque todos los autores antologados y el propio compilador me escribieron dedicatorias cariñosas, sino como un recuerdo de la ocasión en que, sin haber escrito un solo poema en mi vida, estuve en la cancha y no en la gradería.
Naturalmente, yo no quería perderme ni una sola lectura, pero poco antes del arribo de los poetas Osvaldo me sorprendió con la pregunta "¿Vas a ir?" y tras escuchar mi rotundo "Por supuesto" me propuso que hiciera de maestro de ceremonias en las presentaciones. Solamente debía dar la bienvenida al público, presentar a los poetas, darles la palabra y, lo más triste y delicado, controlarles el tiempo. Pasar de la pared del fondo a la mesa principal me hizo sentir algo fuera de lugar, pero tenía sus ventajas. Cuando la lectura terminaba, en vez del breve saludo habitual, tenía el privilegio de irme con ellos a cenar. Recuerdo que nos movilizábamos todos juntos en un microbús facilitado por la organización del Festival. En una ocasión, cuando veníamos del Museo de Arte Costarricense y nos dirigíamos a Tres Ríos, por un asunto de logística debimos cambiar de vehículo a un costado de la Catedral. Era ya tarde en la noche y nos mezclamos con los transeúntes durante el transbordo. Recordé el poema El peatón, de Jaime Sabines. Cuando un poeta, así sea uno famoso, está en la calle, no es más que un peatón. 
Antes o después de los recitales, Fabián Casas me contó historias de su abuelo y de su proyecto editorial Eloísa Cartonera. Conversé con Jorge Bustamante García sobre literatura rusa. A William Ospina le regalé las traducciones de Shakespeare de don Joaquín Gutiérrez, con Fabio Morábito y su esposa casi siempre hablaba de música. Piedad Bonnett y Rocío Silva Santisteban, aunque suelen escribir poemas un tanto desgarrados y dolorosos, me impresionaron por su gran sentido del humor. Durante aquella semana, los poetas no eran solo la mano misteriosa que había escrito los textos que leía en silencio y soledad, sino personas que me sonreían de frente, con quienes caminaba por las estrechas aceras de San José y me apretujaba en un microbús todas las noches.
El propio día de la última lectura, Osvaldo me pidió que al final del acto dijera algunas palabras de despedida y agradecimiento. Como solamente los genios y los charlatanes improvisan, me puse a escribir un discurso que, aunque breve, me llevó un buen rato terminar y llegué al Centro Cultural de México justo a la hora en que estaba programada la actividad. "Qué bueno que llegaste, tenemos que empezar ya." Me dijo Osvaldo. No había tiempo de que Osvaldo revisara la hoja que había escrito. Al notar mi inseguridad, Jorge Bustamante García me alentó: "Si trajiste un discurso, echátelo."
Estaba nervioso, pero al finalizar el acto lo leí. Luego doblé la hoja en cuatro y la guardé dentro del libro. Con frecuencia repaso los poemas de la antología y, a pesar de los años, recuerdo claramente la voz de los autores. La hoja de mi discurso la hago a un lado sin abrirla. Leer lo que han escrito otros es placentero, pero leer lo que ha escrito uno mismo no deja de ser enojoso. En todo caso, como las palabras que dije en aquella ocasión de alguna forma las considero ligadas a este libro, las comparto.

Señoras y señores:

Gracias a la gentileza y generosidad de mi gran amigo y maestro Osvaldo Sauma, organizador de este encuentro, durante las últimas cuatro noches me ha tocado a mí, un civil que nunca en su vida ha escrito un poema, compartir la mesa con los poetas invitados a este Festival de las Artes. Aun sentado al frente, en poesía soy y sigo siendo un miembro más del público. Nada más que un fan que pide autógrafos y un asistente silencioso y predispuesto al asombro.
Las siete lecturas de estos últimos días, han sido deliciosos encuentros íntimos, en que nuestros queridos invitados han deleitado a un público que compensa lo escaso con lo atento. Desde aquí, este miembro del público escapado de su sitio, ha tenido la oportunidad de ver los rostros conmovidos y meditabundos de los habitantes de esta prosaica ciudad de San José que han descubierto que la poesía es un alimento fundamental para la vida.
Luis Chaves se queja de que a la poesía la tratan como a una anciana. Sauma, por su parte, repite a cada minuto y ante cada auditorio que la poesía debe dejar de ser considerada una joya rara y preciosa para convertirse más bien en la botella de leche que se espera cada mañana en la puerta.
Y sin la más mínima demora, entre el dicho y el hecho, ha sido el propio Osvaldo el primero en llevar la poesía a la calle para repartirla. Fue él quien inició la costumbre, afortunadamente sostenida e imitada al día de hoy hasta por quienes lo adversan, de sacar la poesía del claustro de los iniciados para hacerla resonar en cualquier sitio donde encuentre la puerta abierta.  Memorables fueron las visitas, propiciadas por Osvaldo, de Jaime Sabines y de José Emilio Pacheco, de Blanca Varela y de Juan Gelman, de Jorge Enrique Adoum, Claribel Alegría y Juan Manuel Roca.
Este año 2006, en que los josefinos amantes de la poesía celebramos que Sauma haya tomado de nuevo las riendas literarias de este Festival Internacional de las Artes, el maestro ha convocado a Piedad Bonnett, Jorge Bustamante García, Fabián Casas, Fabio Morábito, William Ospina y Rocío Silva Santisteban. Poetas de plena madurez y en plena producción, cuyo debut en las letras está tan lejano en el tiempo como su retiro. Voces frescas, pero ya consagradas, que sin duda nos seguirán sorprendiendo en ese futuro en que los leeremos a la distancia, pero con los ecos de su acento y tono de voz aún resonándonos en el oído.
Hay versos que marcan lo más profundo de nuestro ser como un hierro al rojo vivo. Tal vez se tornen borrosos con el tiempo, tal vez se pierdan en la memoria o se confundan con otras lecturas o experiencias. Hasta es posible que se olviden, pero siempre estarán allí dentro, como una cicatriz imborrable en nuestra sensibilidad. ¿Podremos volver a mirar las cabezas de la Isla de Pascua sin que resuenen en nuestra memoria los versos de William Ospina? ¿Olvidaremos algún día que el amanecer en una parte del mundo es el anochecer amenizado por tambores en la región vecina? ¿Podremos mirar a los niños mecerse en el columpio sin envidiarles el que aún no hayan perdido el paraíso? Fabio Morábito, quien fiel a Huidobro practica su mandamiento de que la poesía no debe escribirse en la lengua materna, nos ha enseñado que solo gracias a la tercera oreja no nos volvemos sordos. Piedad Bonnett quien, a pesar de ser mujer o tal vez precisamente por ello, sabe mejor que nadie lo que es un hombre triste, nos ha demostrado lo provechoso que puede ser un gato cuando ya no puede cazar ratas y Fabián Casas, el argentico saprissista amante de los habitués, además de brindar una imagen de la muerte al alcance de todos, nos ha hecho comprender que hasta las parejas que nunca corrieron de la mano bajo la lluvia de arroz esperan que su unión dure para siempre. Jorge Bustamante García, que nos conoce bien, que ha vivido entre nosotros los ticos, colombiano de paso y nostálgico errante, nos ha mostrado la magnitud del interminable laberinto del retorno, mientras Rocío Silva Santisteban, en una línea, nos ha revelado que el pisotón de la bota negra en la cara es lo que nos permite aprender a odiar, o a perdonar.
Estas y otras enseñanzas son las que, grabadas con las voces y acentos de sus autores, han quedado resonando en mi interior tras estas cuatro noches inolvidables. Pero yo, repito, aunque esté aquí sentado, no soy más que un miembro del público y como sé que cada uno lee en el otro el cúmulo de sus propias miserias, estoy seguro de que las imágenes atesoradas y la sabiduría descubierta en estas lecturas, así como el uso que de ellas se haga, es único y particularmente distinto para cada persona de las aquí presentes.
Para escribir un poema, el poeta debe aislarse de quienes lo rodean. Para leer un poema, el lector debe hacer lo mismo. La literatura, entonces, sería algo así como un cable tenso entre solitarios, la paradoja de dos personas que se aislaron para poder acompañarse. Hemos tenido la oportunidad de asistir al hecho excepcional, de que autor y lector compartan el mismo recinto. Hemos tenido el privilegio de ponerle voz y rostro a los nombres que ya antes habíamos leído al pie de unos versos.
A Osvaldo Sauma, le agradezco el haberme brindado este lugar de privilegio. Y a los poetas invitados, Piedad, Jorge, Fabián, Fabio, William y Rocío, en nombre del maestro Sauma, del Festival de las Artes y de todos los aquí presentes, les doy las gracias por haber compartido sus poesías en San José de Costa Rica. Sepan, poetas, que el público costarricense seguirá atentamente el desarrollo de su obra, celebrará los triunfos que obtengan y esperará ansioso la oportunidad de abrazarlos de nuevo.
Muchas gracias.     
INSC: 2034

lunes, 13 de julio de 2015

Al través de mi vida. Memorias de Carlos Gagini.

Al través de mi vida. Carlos Gagini.
Editorial Costa Rica, 1976.
Carlos Gagini es recordado, ante todo, por su Diccionario de Costarriqueñismos (1919) y por la polémica que sostuvo con Ricardo Fernández Guardia en 1894 sobre el nacionalismo en la literatura. Sus cuentos, novelas y obras de teatro ya casi no se leen. Aunque cursó algunas clases de Derecho e intentó convertirse en ingeniero, como su padre, Gagini no logró nunca obtener un título universitario.  Muy joven, por necesidad, se puso a dar clases y acabó siendo profesor toda su vida. Completamente solo, de manera autodidacta, logró aprender griego y latín, así como inglés, francés e italiano. Su curiosidad por los idiomas lo llevó a dominar el esperanto y a investigar las lenguas indígenas. La abundancia y la rigurosidad de sus estudios permiten considerarlo el primer filólogo y lingüista costarricense. 
En 1923, junto con García Monge, Brenes Mesén, el Marqués de Peralta, Fabio Baudrit, don Cleto y don Ricardo entre otros, Gagini fue uno de los fundadores de la Academia Costarricense de la Lengua.
Sus memorias, tituladas Al través de mi vida, son sencillamente deliciosas. Se entretiene en recordar sus travesuras de niño consentido, travieso y enamoradizo que se escapaba de clases para nadar en la poza del río Torres e ideó un código en que cambiaba letras por números para enviarle mensajes a su novia. Su padre, el ingeniero suizo Pedro Gagini, era muy cariñoso con él, nunca lo castigó, le regaló un revólver cuando cumplió quince años, lo llevaba al teatro, a las peleas de gallos y a las corridas de toros que se jugaban todos los domingos en la Plaza de la Fábrica, actual parque España. 
Doña Mercedes Acuña, madre de don Mauro Fernández (su padrino), fue quien le enseñó a leer a escribir antes de entrar a la escuela, en la que tuvo por maestros a Pío Víquez, el Dr. Ferraz, el músico Pilar Jiménez y Henry Twight (el abuelo de Clorito Picado). 
Cuando terminó el bachillerato en el Instituto Nacional, empezó a estudiar Derecho, pero la carrera no le agradó ya que los estudios consistían, casi exclusivamente, en memorizar aforismos. Don Lesmes Jiménez, ingeniero graduado en Bélgica, había abierto unos cursos de ingeniería y el joven Carlos, para cambiar de carrera, solamente debió trasladarse al otro lado del pasillo. La Universidad de Santo Tomás tenía únicamente dos aulas: una para Derecho y otra para Ingeniería. En la de Ingeniería no tenían caballete para montar la pizarra, por lo que debían ponerla acostada sobre una mesa, alrededor de la cual se agrupaban los estudiantes de pie. 
Su padre, consciente tanto de la inteligencia de su hijo como de las escasas posibilidades que tenía en Costa Rica de adquirir una formación profesional, pensaba enviarlo a estudiar a Europa, pero cayó enfermo, la enfermedad acabó con sus ahorros y murió al poco tiempo. La familia perdió su patrimonio por deudas y Carlos Gagini, antes de cumplir los veinte años, debió ponerse a trabajar dando clases de lo que fuera, en donde fuera.
Ser ahijado de Mauro Fernández, el Ministro de Educación, no le trajo ningún beneficio. Todo lo contrario. El presidente Bernardo Soto le otorgó una beca para estudiar en Europa pero don Mauro lo hizo permanecer en el país. Los planes que realizó Gagini para adecuar los programas de educación a la realidad urbana o rural, sus propuestas de educación técnica o su reforma al sistema del recién creado Liceo de Costa Rica, también fueron rechazados por don Mauro. Gagini preparó una antología con lecturas explicadas para escuelas. Don Mauro le ofreció publicarla, pero nunca lo hizo. Tras una larga espera, de la frustración, Gagini destruyó el borrador.
Aunque era un hombre sin más entradas que su sueldo, en 1885, cuando Costa Rica se preparaba para la guerra por las amenazas de invasión de Justo Rufino Barrios, Gagini, al igual que muchos otros maestros, siguió dando clases sin cobrar su salario para que los estudiantes no se atrasaran. El filólogo y lingüista autodidacta vivía lleno de deudas y un sábado, para poder comprar leña, debió vender la Gramática Comparada de Bopp.
La Municipalidad de Alajuela le ofreció trabajo, tanto a él como a su hermana Mariana, para que fueran los directores de las escuelas de varones y de niñas respectivamente. Gagini, en sus memorias, sin reparar en lo injusto de la diferencia, cuenta que su sueldo era de ochenta pesos al mes y el de su hermana, por hacer el mismo trabajo, era de cincuenta. En Alajuela, en las elecciones de 1894, en que el Presidente José Joaquín Rodríguez impuso la candidatura de su yerno Rafael Yglesias Castro, Gagini presenció un hecho valiente digno de registrarse en la historia. Los votantes contrarios a la candidatura de Yglesias habían sido encarcelados. Ante una mesa de votación se presentó una mujer que dijo: "Mi marido está preso, pero yo vengo a entregar su voto por el Lic. Félix Montero." No se lo recibieron, pero ese debió haber sido el primer intento de voto femenino en Costa Rica.
El Presidente Rodríguez fue quien hizo posible la publicación, en 1891, de Barbarismos y provincialismos de Costa Rica, el primer libro de Gagini. Don Rafael Yglesias era su amigo cercano y Federico Tinoco estaba casado con una prima suya. Sin embargo, Gagini soñaba con un régimen de democracia y respeto por la ley y, sin entrar a confrontarlos, supo guardar una sana distancia con estos tres gobernantes autoritarios. Debió soportar callado numerosos atropellos. Gagini era el único redactor de Costa Rica Ilustrada, revista que fue clausurada por el presidente Rodríguez, quien consideró que un poema que se había publicado era subversivo.
Al Instituto de Alajuela asístía a clases un estudiante campesino descalzo que, pese a tener que caminar más de cinco kilómetros desde su casa, nunca llegó tarde. La hora del almuerzo la pasaba sentado en una banca. Gagini lo invitó a almorzar y el joven, por vergüenza, mintió y le dijo que él traía comida de su casa. Su caso no era único. Para poder brindarle alimentos y útiles a jóvenes como él, dispuestos a continuar sus estudios a pesar del hambre y las largas caminatas, Gagini les escribió a todas las Municipalidades del país proponiendo que cada una estableciera al menos una beca. Todas se negaron.
En 1887, Gagini formó parte del primer equipo docente del recién fundado Liceo de Costa Rica, del que más tarde llegaría a ser director. En sus clases, introdujo por primera vez en la educación formal la lectura de autores contemporáneos, lo cual despertó verdadero interés en sus pupilos por la literatura.
De la misma forma en que manifestó agradecimiento y admiración por sus profesores, en sus memorias recuerda con afecto a sus alumnos, entre quienes estuvieron Joaquín García Monge, Víctor Guardia Quirós, Teodoro Picado Michalski y Roberto Brenes Mesén, entre otros. A Brenes Mesén, el propio Gagini le enseñó a leer y escribir siendo un niño, pero en la edición que tengo de sus memorias (Editorial Costa Rica, 1976), en la página 99 lo llama "mi amigo" y en la página 114, "mi enemigo". No me queda claro si se trata de un error, de un lapsus o de un cambio de opinión.
A pesar de las estrecheces económicas en que vivió, Gagini tuvo la oportunidad de realizar un largo viaje por Europa y disfrutó enormemente su estadía en el viejo continente, especialmente en Francia y España. Las mismas estrecheces económicas lo empujaron a emigrar a El Salvador, donde permaneció casi cuatro años regentando un internado para varones. En sus memorias es evidente el cariño por sus estudiantes y la satisfacción por los logros alcanzados en el país hermano, al que se refiere siempre de manera respetuosa y agradecida. Sin embargo, da la impresión de que su período salvadoreño no fue del todo una experiencia agradable.
De izquierda a derecha: Don Carlos Gagini
(1865-1925), el poeta Rogelio Sotela (1894-
1943) y el dramaturgo Jacinto Benavente
(1866-1954). 
De vuelta en Costa Rica, Gagini trabajó en el Colegio Superior de Señoritas, en el Liceo de Heredia, en la Escuela Normal, en la Biblioteca, la Imprenta y los Archivos Nacionales. El Estado le ofreció una merecida pensión, pero él se negó a aceptarla mientras tuviera fuerzas para seguir trabajando. Como hombre de honor, cumplió su palabra. Se pensionó en 1924 y murió en 1925.
Sus memorias son breves porque no pudo terminarlas. En ellas ni siquiera se refiere a sus investigaciones lingüisticas y apenas menciona su basta obra literaria. Están escritas, eso sí, con alegría, amenidad y gran sentido del humor. Una de las anécdotas más divertidas es sobre la vez que puso a una niña a hacer un análisis gramatical de un texto frente al Dr. José María Castro Madriz. La joven estudiante señaló todos los errores sin que ella, ni Gagini, supieran que el autor era el propio Dr. Castro, quien, al final, felicitó tanto a la alumna como al maestro.  Ya en el plano de revelaciones personales, Gagini cuenta que siendo joven, al mejor estilo de don Juan Tenorio, se introdujo clandestinamente en un internado de mujeres para visitar a su noviecita. Estuvo a punto de ser descubierto, pero logró salir a tiempo. Lo curioso, y hasta injusto si se quiere, es que años después, cuando uno de sus alumnos intentó realizar una proeza similar, con el mismo propósito, lo castigó severamente. Aunque, bueno, tal vez no lo castigó por la audacia de atreverse a hacerlo, sino por la torpeza de dejarse atrapar.
Los estudios filológicos y lingüisticos de Gagini, así sea para cuestionarlos y discutirlos, siguen siendo consultados por los especialistas. Sus novelas, cuentos y obras de teatro, han dejado de reeditarse y cuesta conseguirlos. Pero Al través de mi vida, su breve, divertido e íntimo libro de memorias, pese a haber sido escrito hace más de cien años, sigue siendo una lectura fresca y atractiva que contiene, además, un valioso mensaje: la vida de un maestro es difícil y modesta pero puede estar llena de logros y alegría.
INSC:  2019

miércoles, 8 de julio de 2015

La Colmena. Novela de Camilo José Cela.

La Colmena. Camilo José Cela.
Alianza Editorial, España, 1992.
La Colmena es la mejor muestra de que una novela compleja no es, necesariamente, una lectura pesada. Desde la primera página, la prosa avanza sin prisa pero fluidamente. Se mencionan personajes pintorescos y situaciones algo cómicas. El libro promete ser entretenido y ameno. Al inicio, hasta da la impresión de ser una obra ligera, de esas que se disfrutan con deleite porque su lectura no exige mayor concentración. Conforme avanzan las páginas, van desfilando frente a nuestros ojos pequeños dramas cotidianos, situaciones sin importancia, podría decirse, cuyos protagonistas son gente del montón. Los personajes, que tienen apariciones breves, pero recurrentes, no se llegan a conocer a profundidad, pero logran inspirar simpatía, cierto cariño y, especialmente, mucha lástima. La vida de todos ellos es complicada y difícil y acabamos conociéndola solamente un poco al acompañarlos apenas por unos instantes. Quienes han tenido la paciencia de contarlos, afirman que en La Colmena hay más de trescientos cincuenta personajes. Esos lectores minuciosos han descubierto además que todo lo que se cuenta ocurre en un espacio y un tiempo muy reducido. El espacio es de apenas pocas calles en Madrid que bien podrían recorrerse a pie en una hora y el tiempo es de tres días y medio a finales de 1943.
Ubiquémonos por un momento en ese lugar y esa época: la Guerra Civil española había terminado poco antes, la dictadura ya estaba acomodada pero la destrucción y el dolor del conflicto estaba lejos de cicatrizar. A la Segunda Guerra Mundial, en ese momento, no se le veía ni un pronto final ni un claro vencedor. Escaseaba todo: el alimento, el trabajo, las medicinas. En esa situación tan compleja, la vida continuaba, los jóvenes se enamoraban, los familias mantenían de alguna forma su rutina y sus maneras, los comerciantes abrían sus negocios y los idealistas no dejaban de soñar. Tal vez porque la necesidad los golpeaba a todos por igual, ninguno se permitía caer de manera ostensible en la desesperación. En todas las ciudades hay personas que pasan hambre y deambulan por las calles sin un centavo en el bolsillo, pero en el Madrid de La Colmena esa era la norma general.
Doña Rosa, la propietaria del café La Delicia, donde la gran mayoría de los personajes de la novela pasa las horas muertas, se molesta por sus bajas ganancias. El café está permanentemente lleno pero no se vende casi nada. Hay repostería y bocadillos, pero los clientes solamente piden café solo. En todo caso, ellos van allí a congregarse y no a consumir.
La Colmena es una novela de la que no se puede ofrecer un resumen. ¿Quién podría decir, en pocas palabras, lo que le sucede a más de trescientos cincuenta personas en tres días? Uno pierde algo y otro lo encuentra. Una muchacha se prostituye, con permiso de su novio tuberculoso, para comprarle medicinas. Un poeta flaco y ojeroso, que ya no aguanta más el hambre, pide algo de comer a sabiendas de que no podrá pagarlo. El viejo sentado en el rincón repasa datos que aprendió en la escuela. El limpiabotas le lustra los zapatos a un hombre que le debe dinero. La madre vieja muere mientras su hijo anda echando una canita al aire. La guardia civil arresta e interroga. En fin, uno está con un personaje en un sitio en determinado momento y, tras echar el vistazo a lo que ocurre, salta a un lugar distinto, en otra hora, a ver qué le está sucediendo a otro desdichado.
Definitivamente, La Colmena es una novela de estructura muy compleja. Cela tardó cinco años escribiéndola y él mismo confesó, en alguno de los prólogos, que el trabajo fue agotador. Sin embargo, como ya se dijo, la obra que fue difícil de escribir, no es difícil de leer. La curiosidad morbosa por lo que ocurre en la vida ajena o en el apartamento del vecino, mantiene despierto el interés. No podemos decir que al cerrar el libro nos enteramos de todo lo que ocurrió en esos tres días y medio en aquellas pocas manzanas madrileñas. Naturalmente debieron haber ocurrido muchas más cosas de las que leímos, pero acabamos la lectura con una imagen amplia y clara de la vida cotidiana en aquella época.
Hay dos detalles de La Colmena que me impresionaron profundamente, uno literario y otro histórico. El literario es que, en varias ocasiones, el mismo episodio se repite con bastantes páginas de diferencia, pero narrado desde otra perspectiva. Se cuenta el altercado de un cliente del café con un mesero. Más tarde se repite pero no con la visión del cliente, sino con la del mesero. Después aparece el hecho visto por el señor de la mesa vecina y, naturalmente, no falta la impresión de doña Rosa, la dueña del café. En ocasiones ocurre que, al mencionar de pasada a un personaje en segundo plano, gracias a lo leído hasta el momento, sabemos quién es, de dónde viene y hacia dónde va.
El detalle histórico es que en toda la novela nunca se menciona a Francisco Franco. Esa omisión tiene su mérito. ¿Sería alguien capaz de escribir una novela sobre lo que le ocurre a trescientos cincuenta personajes de La Habana durante tres días y medio sin mencionar a Fidel Castro? Aunque la sombra de ambos dictadores fue, y en un caso sigue siendo, omnipresente en su país, los de a pie tienen sus propios asuntos en qué pensar y el tirano, en la solución de sus problemas cotidianos, ni suma ni resta. 
Cela, que sabía lo que podía esperar de la censura franquista, ni siquiera presentó la obra y la primera edición de La Colmena fue publicada en Argentina, en 1951.
Dicen que para ver el bosque no hay que prestarle atención a los árboles. ¿Será la analogía válida también para una colmena? Cela nos demuestra lo contrario. Al permitirnos asomarnos a la realidad íntima de cada individuo, a sus pequeños dramas y conflictos personales, logró retratar la vida de una ciudad entera en uno de sus momentos más difíciles.
Quienes hacen análisis literarios de manera tradicional (tema central, ubicación espacial y temporal, tipo de narrador etc.) se han atrevido a afirmar que en La Colmena no hay un personaje principal. Quienes así opinan no fueron capaces de ver el conjunto. Es verdad que ninguno de los cientos de desdichados que viven sus penurias sin esperanza de encontrarles pronta solución tiene un protagonismo destacado. La historia de cada uno de ellos no pasa de ser una más del montón. Pero en La Colmena sí hay, por supuesto, un personaje principal. Ese personaje es Madrid, la ciudad entera, la colmena y, más que personaje principal, es el personaje único, aunque múltiple.
Los libros de historia se distraen en hechos particulares y pocas veces logran brindar una visión amplia e integral de una época. ¿Cuántos investigaciones y ensayos se han escrito sobre España en los años posteriores a su guerra civil? Todos ellos se refieren al aislamiento internacional, a la intensa represión de la dictadura, a la complicada posición de no beligerante durante la II Guerra Mundial. Al leer libros de historia nos enteramos de datos estadísticos y le seguimos el hilo a complicadas estrategias militares, políticas y diplomáticas, pero toda esa información apenas nos brinda la base para imaginar lo que vivió el pueblo en aquel momento. Los historiadores estudian el desarrollo de la sociedad y no se supone que le presten atención al ciudadano de a pie ni, mucho menos, al pobre diablo. Para eso están los novelistas. Lo curioso es que con mucha frecuencia, comprendemos mejor un periodo histórico gracias a una obra de ficción más que a una investigación minuciosa. 
A los libros de historia, en todo caso, uno se acerca en busca de información. A las novelas, en busca de deleite. La Colmena, además de toda su riqueza, complejidad y maestría, es un lectura deliciosa.
INSC: 1997

lunes, 6 de julio de 2015

Antonio Maceo en Costa Rica.

Idearium Maceísta. Armando Vargas Araya
Editorial Juricentro, Costa Rica, 2002.
Durante más de una década, el prócer cubano Antonio Maceo anduvo errante por los distintos países del Caribe. Como parte de ese periplo que debió emprender forzado por las circunstancias, en 1881 visitó Costa Rica y tal parece que el país le agradó, puesto que justo diez años después volvió para quedarse.
Su mayor prioridad era la lucha por la independencia de Cuba, causa a la que dedicó todos sus bienes, pensamientos y energías y por la que, eventualmente, acabaría perdiendo la vida.  Sin embargo, los cuatro años que pasó en Costa Rica (de febrero de 1891 a marzo de 1895), Maceo se dedicó con ahínco al establecimiento y desarrollo de una colonia agrícola en Mansión de Nicoya. A finales del siglo XIX, Costa Rica era un país prácticamente despoblado y las autoridades consideraban que el arribo de inmigrantes no solo era conveniente y necesario, sino también urgente.
El plan consistía en que Maceo hiciera venir al país a cien familias cubanas, a las que el gobierno costarricense les pagaría el transporte y les entregaría tierras para cultivo. El contrato tuvo sus opositores pero finalmente fue aprobado por el Congreso, firmado y puesto en marcha. Todos los cambios que le fueron introducidos durante el largo y fuerte debate parlamentario, acabaron quitándole beneficios a los colonos pero Maceo, quien estaba verdaderamente interesado en el proyecto, no tuvo más salida que aceptarlo. El documento incluía una cláusula que exigía que el setenta y cinco por ciento de los inmigrantes debían ser blancos y solamente admitía un veinticinco por ciento de mestizos. Maceo, que era mulato, acabó firmando.  Tiempo después, su hermano Antonio contrajo matrimonio y un fotógrafo de San José se negó a retratar a la pareja porque ella era blanca y él era negro.
Los prejuicios raciales y la desconfianza que generaba un militar cubano en la aldeana sociedad tica de entonces no fueron los únicos obstáculos que debió enfrentar. El periodista Pío Víquez se opuso al proyecto desde el inicio y  escribía casi a diario punzantes editoriales contra el general cubano. En determinado momento, Maceo le escribió para reclamarle de manera respetuosa, pero enérgica, que cesara sus ataques. De más está decir que esa réplica más bien provocó que los artículos contra su presencia y actividades en el país fueran más frecuentes y amargos.
El proyecto de Mansión de Nicoya, aunque desde el inicio dejó de ser ventajoso, empezó a andar cuesta arriba. Maceo tuvo un encontronazo con Flor Crombet, quien de ser su socio a convertirse en un enemigo. Con su compatriota, el Dr. Zambrana, también acabó distanciándose. El asunto se complicó tanto que Maceo nunca pudo hacer venir las cien familias previstas pero, incluso con menos colonos de lo planeado originalmente, los cubanos en Nicoya, además de engordar ganado, iniciaron cultivos de plátano, frijoles, yuca, maíz, caña de azúcar, cacao, café y tabaco. Mientras llegaba el tiempo de la cosecha, la colonia agrícola no disponía de recursos ya que el contrato la había dejado descapitalizada. Además, no contaban con beneficio de café ni ingenio azucarero. A pesar de la situación adversa, Maceo poco a poco fue sacando la comunidad adelante, administró muy inteligentemente los pocos recursos disponibles y, en poco tiempo, alcanzó importantes beneficios económicos que, como es fácil de suponer, fueron reservados para la lucha de independencia de Cuba. Un dato curioso es que para mantener el orden entre los colonos, Maceo estableció la ley seca.
Antonio Maceo y Grajales. (1845-1896) 
Aunque el viaje entre Nicoya y San José era largo y cansado, Maceo pasaba largas temporadas en la capital, donde se había hecho de pocos pero muy buenos amigos, entre los que estaban don Ricardo Jiménez Oreamuno y el escritor Manuel González Zeledón, Magón, quien en uno de sus cuentos dejó testimonio de las circunstancias en que el General abandonó de incógnito el territorio costarricense.
Maceo no era el único visitante ilustre en la tranquila ciudad de San José de aquellos años, en la que vivieron el escritor salvadoreño Francisco Gavidia y el poeta nicaragüense Rubén Darío. El general ecuatoriano Eloy Alfaro, aunque residía en Alajuela, también se daba su vueltecita por San José regularmente. El poeta cubano Enrique Loinaz del Castillo, se trasladó directamente desde Cuba para servirle a Maceo como administrador de la colonia nicoyana. Hasta José Martí vino en dos ocasiones a reunirse con Maceo y dar conferencias. Su primera visita, en junio de 1893, fue de ocho días y la segunda, en junio del año siguiente fue de trece días. Martí deseaba ir a ver en persona la comunidad cubana en Nicoya, pero el viaje no pudo concretarse.
Un dato curioso es que Gavidia, Alfaro, Maceo y Darío asistieron, el 15 de setiembre de 1891, a la inauguración del monumento a Juan Santamaría en Alajuela. 
Todos los que conocieron a Maceo, desde Darío o don Ricardo Jiménez, hasta don Federico Apéstegui, el comerciante vasco radicado en Nicoya quien escribió un libro de memorias sobre la época, coinciden en describirlo como un hombre reservado, de pocas palabras, gentil, culto y refinado.
Es triste decirlo, pero lo que Maceo presenció mientras estuvo en Costa Rica no fue precisamente una democracia en la que brillaban los derechos, las garantías y las libertades. El gobierno del presidente José Joaquín Rodríguez Zeledón fue autoritario y despótico, al punto de clausurar el congreso, realizar arrestos sin causa y dictar condenas de cárcel o destierro sin proceso alguno. Es irónico que hasta los más severos dictadores de Costa Rica, como don Tomás Guardia o don Federico Tinoco, hayan  procurado que hasta sus actos más arbitrarios estuvieran respaldados de alguna forma por la legalidad, mientras que José Joaquín Rodríguez, reconocido abogado y juez que había presidido la Corte Suprema de Justicia, se haya saltado a la torera la Constitución y las leyes. Rodríguez, en todo caso, había sido el impulsor de la colonia cubana en Nicoya y, quizá por ello, Maceo, quien además era hombre de pocas palabras, no se manifestó al respecto.
Una noche, a la salida del teatro Variedades, Maceo fue víctima de un atentado que casi le cuesta la vida.
Antonio Maceo, el Titán de Bronce, es un personaje fascinante y cuatro de sus cincuenta y un años de vida los pasó en Costa Rica. Su presencia en nuestro país, sin embargo, no ha sido objeto de muchas investigaciones.
En el año 2002, la Editorial Juricentro publicó Idearium Maceísta, de Armando Vargas Araya, una obra verdaderamente valiosa y completa que, además de brindar un compendio del pensamiento político y filosófico de Maceo, hace un recuento minucioso de las vicisitudes que debió afrontar durante su presencia en Costa Rica. Uno de los grandes méritos de este libro, además de la fluidez de la prosa y la rigurosidad de la investigación, es que no solamente cita los documentos sino que los reproduce. El contrato del gobierno con Maceo aparece íntegro, así como una bella página que escribió Martí en su cuarto de hotel, frente a la Plaza de Artillería, luego de haberse asomado al balcón un domingo en la mañana. El artículo de Rubén Darío sobre el monumento a Juan Santamaría, así como el poema En Costa Rica de Enrique Loinaz del Castillo son otras de las delicias bibliográficas que don Armando Vargas Araya, además de consultar, generosamente decidió compartir.
En Costa Rica se erigieron dos monumentos a Antonio Maceo, uno en Barrio Los Ángeles en San José y otro en Nicoya. La escuela de Mansión de Nicoya lleva el nombre de Antonio Maceo. El libro de don Armando Vargas Araya se suma y complementa, esta serie de homenajes a un personaje cuya presencia en Costa Rica no debe olvidarse.
INSC: 2227 
La señora María Cabrales, esposa de Antonio de Maceo, fundó en Costa Rica
en 1895, el club José Martí.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...