lunes, 31 de agosto de 2015

Los "pienses" de don Beto.

La exterminación de los pobres y otros
pienses. Alberto Cañas. Editorial
Costa Rica, 1979.

A mi amigo Sergio Arroyo.


Al igual que muchos otros, este señor compraba un número de lotería cada domingo pero nunca había logrado pegarse el premio mayor. Lo que hacía su caso muy particular era que en cada sorteo salía premiado el número que él había jugado la semana anterior. Cuando descubrió el fenómeno, trató de repetir el mismo número, pero en esa ocasión ganó el número que él había pensado comprar, pero no compró. Después de varios años de soportar esa barbaridad, llegó al punto de saber con certeza el número del premio mayor, pero sin poder ganarlo nunca. Los amigos con los que compartió el secreto, algo le daban de lo que obtenían y el señor siguió jugando, no por avaricia sino solamente para ayudar a otros.
Don Alberto Cañas fue quien imaginó esta trama pero, en vez de escribir el cuento, solamente compartió la idea.  Cuando don Beto era joven, departía en los ratos de ocio con sus vecinos de barrio Amón. A las reuniones llegaba un músico que decía cosas inverosímiles e incomprensibles y se ponía a improvisar melodías con la guitarra. Cuando alguien le preguntaba sobre unas y otras respondía: "Son pienses".
Si hacemos a un lado la teoría romántica de la inspiración, podríamos afirmar que el origen de toda obra literaria es un piense. Al escritor se le mete una idea en la cabeza y, tras darle vueltas, se percata de que esa idea, si se planteara y se desarrollara adecuadamente, podría convertirse en un buen relato. Lo único que faltaría sería escribirlo, pero a los escritores, como a todos los mortales, a veces les da pereza escribir.
El mismo don Beto pone este ejemplo: una señora va al mercado y, con la bolsa pesada en la que sobresalen ramas de apio, lechugas, berros y, tal vez, hasta un repollo, toma un taxi para volver a casa y el taxista la secuestra. No sabemos por qué lo hace. Pongámonos melodramáticos y supongamos que el marido de la señora ha tenido un enredo con la hija o la esposa del taxista, quien, al enterarse, decide secuestrar a la doña para asustarlo, sentirse poderoso, cobrarle un rescate u obligarlo a venir a verlo. Ustedes escogen. El secuestro dura un par de horas que, con diálogos ingeniosos, daría buen material para una breve, simpática y entretenida obra de teatro. Hay distintas posibilidades para plantear, desarrollar y cerrar la situación. Don Beto confiesa que ha analizado e intentado todas las que pasaron por su mente. Sin embargo, cualquiera que sea el rumbo que se le dé a la trama, inevitablemente acabará en el retorno de la señora sana y salva a su casa. Tal vez por ese inevitable y previsible final, don Beto, en vez de escribir el cuento o la obra de teatro, de nuevo, solamente comparte el piense. 
La exterminación de los pobres y otros pienses, publicado en 1979, es un libro atípico. Lo normal es que los escritores publiquen los relatos que han escrito y no las ideas sobre las que en algún momento pensaron escribir pero que finalmente renunciaron a hacerlo. No tengo noticia de que otro escritor haya hecho algo parecido. Siempre quise preguntarle a don Beto la motivación que lo empujó a publicar este libro pero, cuando me encontraba con él, nos poníamos a hablar de otras cosas y acabé quedándome con la duda. Supongo que los pienses se fueron acumulando en su cabeza; que escribió y destruyó varios borradores y que, finalmente, cuando desistió de la idea de desarrollarlos, se percató de que la única manera de quitárselos de encima era publicarlos. Una vez, Jorge Luis Borges le preguntó a Alfonso Reyes "¿Por qué publicamos?" y don Alfonso le respondió: "Publicamos para no pasarnos la vida entera corrigiendo borradores".
En el libro hay un poco de todo: historias románticas y trágicas, de contenido social, de ciencia ficción, distópicas y, muy especialmente, absurdas. Vale la pena hacer un repaso rápido. El relato que le da título al libro trata de una sociedad que, para acabar con la pobreza, esterilizó a todos los pobres. Los pobres se fueron muriendo sin que vinieran otros pobres a ocupar su lugar. Cuando murió el último pobre, al que le hicieron un entierro que acabó siendo famoso, la sociedad estaba compuesta solamente por ricos que trabajaban como pobres. 
Una maestra estaba enamorada del supervisor y el día que pretendía entregársele, el supervisor (hay que decir, en su favor, que tartamudeando y asustado) le propuso trasladarla a un mejor puesto a cambio de cierto favorcito. La maestra se rehusó, ofendida e indignada y el pobre supervisor nunca supo lo que se perdió.
Cierto personaje creía que la única manera de que una democracia funcionara era que en cada elección ganara el partido contrario al gobierno, de manera que fuera cual fuera el partido que resultara electo, al día siguiente de las votaciones este personaje se alineaba con la oposición. Al principio nadie le hacía caso, pero con el tiempo se volvió elocuente y todo el país siguió su ejemplo, por lo que, a pesar de que ningún partido logró reelegirse, la mismas personas gobernaron el país por años. 
En una sociedad del futuro, cuando alguien está hundido en deudas, opta por congelar a su esposa y sus hijos por unos cuantos meses. De esa forma gasta menos y logra nivelar sus finanzas. 
Un político viaja fuera del país y muere en un accidente. Todos los periódicos se llenan de artículos en que, hasta sus más enconados enemigos, elogian su talento, su inteligencia, su integridad y su gran valor humano. Tras una semana en que todo el país lamenta la irreparable pérdida, el político, que había fingido su muerte, regresa a lanzar su candidatura presidencial. 
En apenas 107 páginas, de las cuales siete tienen dibujos de Hugo Díaz y veintiuna están en blanco, este libro contiene treinta y ocho pienses. Se trata de cuentos propuestos pero no narrados. El asunto da para pensar. Uno agradece que los grandes autores hayan escrito sus narraciones en vez de publicarlas como pienses. Habría sido una lástima que Borges simplemente hubiera dicho: un hombre lo recordaba todo y otro escribió el Quijote de manera idéntica, palabra por palabra, a como lo hizo Cervantes.  La trama de los cuentos de James Joyce, de Edgar Allan Poe, de John Steinbeck o del mismo Anton Chejov, podría comprimirse en un par de líneas. Pero el mérito está en escribir los cuentos y no en pensarlos. 
Por otra parte, abundan los libros llenos de buenas ideas que, literariamente, no lograron cuajar. Los narradores torpes, escriben malos cuentos basados en buenos pienses. En su caso, más bien se les habría agradecido que se hubieran limitado a consignar el piense. 
De un tiempo acá se ha puesto de moda el microrrelato. Algunos son verdaderas joyitas a las que nada les falta ni les sobra, pero otros no son más que ideas sueltas que el autor no asumió el riesgo de desarrollar más a fondo. 
Volviendo al libro de don Beto, su lectura deja una sensación ambigua. No se trata de cuentos propiamente dichos, pero tampoco de ocurrencias sacadas de la manga. En cada piense, don Beto muestra el potencial creativo que ofrece la historia a quien estuviera dispuesto a contarla. El abanico de posibilidades es amplio y colorido. Sin embargo, y aquí está lo curioso, las narraciones de este libro no dan ganas de escribirlas, sino de pensarlas. Son llamativas como propuesta pero no como proyecto.
Siempre he creído que cada idea viene con la forma en que debe ser expresada. Hay quienes se ponen a escribir cuentos y luego se percatan de que están escribiendo una novela. Otros, que pretenden escribir una novela, a la larga desisten pero se dan cuenta que en el camino escribieron cuentos valiosos.  Abundan los casos en que un poema se convierte en relato, o una narración con muchos diálogos acaba transformándose en una obra teatral. El escritor no elige, sino que descubre, la forma que debe darle a las ideas que resuenan en su cabeza. De ser así, quizá el destino de las situaciones consignadas en este libro no podía ser otro más que pienses.
INSC: 0986 

sábado, 22 de agosto de 2015

Federico García Lorca en Cuba.

García Lorca pasaje a La Habana. 
CiroBianchi Ross. Puvill Libros. 
Pablo de la Torriente Editorial. 
Barcelona. 1997.
Cuando, en enero de 1930, Federico García Lorca, que ya llevaba más de seis meses viviendo en New York, se disponía a preparar su regreso a España, recibió una propuesta que cambió sus planes.  La Institución Hispano Cubana de Cultura lo invitaba a dictar una serie de conferencias en La Habana. Le ofrecían hospedaje, alimentación y unos generosos honorarios. El poeta no se hizo de rogar. Recorrió en tren toda la costa este de los Estados Unidos, desde New York hasta Tampa, Florida, donde tomó el barco hacia Cuba. Según él, su escala en La Habana sería solamente una parada breve en el retorno a su tierra, pero acabó quedándose en la isla más de tres meses.
La presencia de Lorca en Cuba, es la historia de un amor intenso y correspondido. Lorca se enamoró del país y todos los cubanos que lo trataron quedaron fascinados con el poeta.
García Lorca pasaje a La Habana, es el título del libro en que Ciro Bianchi Ross hace un recuento minucioso de aquella visita prolongada e inolvidable. Por medio de entrevistas a las personas que lo trataron de cerca, así como consultas a periódicos y revistas de la época, Bianchi Ross logra reconstruir hasta los más mínimos detalles de la estadía de Lorca en Cuba. No hay dato que no esté respaldado con un testimonio o con un documento y, pese a tal rigurosidad, el libro es breve y ameno. 
Lorca, en sus primeras impresiones, más que apreciar, compara. La Habana le parece un Cádiz más grande y más caliente. Se muestra sorprendido, además, de que las personas, en vez de hablar, griten. La publicidad turística de aquella época promocionaba a Cuba como el lugar en que coincidían el alma del pasado y el progreso del presente. La arquitectura era asombrosa: fortalezas, templos y palacios antiguos, alternaban con teatros modernos en los que se disfrutaba, como en New York, de cine sonoro. El Capitolio había sido inaugurado apenas el año anterior y la ciudad contaba, además de la prestigiosa universidad, galerías de arte, salas de conciertos y asociaciones culturales, con electricidad, tuberías de agua y gas, tranvías, más de treinta emisoras de radio y una amplia red de teléfonos. De su Andalucía aislada y bucólica, Lorca había pasado al  ritmo de vida acelerado y técnico de New York y ahora, en Cuba, encontraba un mundo intermedio entre lo tradicional y lo moderno, lleno de personas amigables que lo llevaban siempre a donde hubiera música y una botella de ron.
Pero la experiencia de Lorca fue mucho más que turística. Quedó asombrado por La poesía moderna de Cuba, antología publicada en 1926 por Jose Antonio Fernandez de Castro y Felix Lizaso. Lorca estaba en La Habana cuando Nicolás Guillén presentó su libro Motivos del son, Eugenio Florit dio a conocer Trópico, Boti, Kindergarten y Pablo de Torriente Bray, el libro de cuentos Batey. La novela Juan Criollo, de Jorge Mañac, el poemario Pulso y honda, de Manuel Navarro Luna y El renuevo y otros cuentos, de Carlos Montenegro, demostraban que Cuba era un país en que se escribía con musicalidad y una audacia nada convencional.
Sus anfitriones, Antonio Quevedo y María Muñoz, un matrimonio de españoles que fueron a Cuba en su viaje de bodas y nunca regresaron a España, eran musicólogos y acogieron al poeta por recomendación de Manuel de Falla. Ellos le mostraron cómo, en el terreno de la música culta, la isla tenía grandes figuras como Amadeo Roldán o Alejandro García Caturla. En lo que se refiere a la música popular, 1930 fue un año en que surgieron verdaderos clásicos como Aquellos ojos verdes, de Nilo Menéndez, el tango-conga Mama Inés, de Eliseo Grenet, el primer danzón Tres lindas cubanas de Antonio María Romeu o los sones Lágrimas negras y Suavecito, de Miguel Matamoros e Ignacio Piñeyro, respectivamente. Ya fuera en las salas de conciertos con músicos de conservatorio o en los bailes populares, los compositores cubanos dominaban la escena.
Además de poeta y músico, Lorca era dramaturgo y en La Habana tuvo la oportunidad de ver cómo elenco y público armaban el espectáculo juntos. Debió de haberle hecho gracia, como granadino, que la sala que presentaba ese tipo de comedia se llamara Teatro Alhambra. Ir al Alhambra era desprestigiarse. Nadie respetable ponía un pie allí. Era un teatro para la canalla, en que el público era insolente y desde el momento en que se levantaba el telón, armaba el relajo.  El elenco estaba compuesto por personajes estereotipados: el negro, el gallego, la mulata, el guajiro, el policía y el maricón. En la actualidad, la inquisición bienpensante de la corrección política habría mandado prohibir el espectáculo por machista, racista, xenófobo y homofóbico, pero aquellos eran otros tiempos. Con semejante reparto, lo que se hacía en el Alhambra era satirizar la realidad del momento y el público, majadero y cínico, ponía de su parte para hacer el espectáculo más intenso. Había tanto humor, ingenio, insolencia y agudeza en el escenario como en las butacas. Con frecuencia, la mejor frase de la noche era gritada desde la última fila. Los asistentes, al interrumpir el espectáculo, en vez de estropearlo, lo mejoraban. Quienes lo acompañaban, recuerdan que Lorca se retorcía de la risa en su asiento durante toda la función.
En Cuba, además, Lorca tuvo ocasión de hacer amistad con una familia cuyo estilo de vida habría dejado estupefactos a los surrealistas europeos. Los hermanos Dulce María, Enrique, Carlos Manuel y Flor Loynaz habitaban una mansión con un jardín en el que había pavos reales, cacatúas y monos. Durante sus viajes por Europa, África y Asia, habían comprado gran cantidad de obras de arte pero, de vuelta en Cuba, no las habían desempacado y tenían todo el primer piso lleno de enormes cajas de madera sin abrir. La mansión, con amplia biblioteca, enormes espejos y muebles antiguos, estaba saturada de pinturas y esculturas. Tenían una jaula llena de hojas secas, sobre la mesa habían levantado pirámides de monedas apiladas de menor a mayor, construyeron un puente para pasar sobre el árbol de mango y eran atendidos por un mayordomo que caminaba con el candelabro con velas encendidas en la mano. Los cuatro hermanos Loynaz eran poetas y músicos, vivían de noche y se acostaban al amanecer. En la mansión Loynaz, que Lorca llamaba "La casa encantada", el granadino escribió los primeros borradores de El público y Así pasen cinco años y repasó la versión final de La zapatera prodigiosa. Alejo Carpentier, gran amigo de aquellos cuatro hermanos, decía que los Loynaz eran personas muy cuerdas y muy normales que, simplemente, vivían en su propio mundo. 
El primer encuentro de Lorca con ellos fue también bastante surrealista. Juan Ramón Jiménez había publicado en España poemas de Enrique Loynaz y Lorca quiso ir a visitarlo. Ese día, Enrique esperaba a una persona que no conocía para firmar un contrato y cuando le avisaron que alguien lo buscaba, salió con el papel en la mano y, sin saludar, le dijo al visitante: "Firme aquí." Federico trató de presentarse, pero Enrique solamente repetía "Firme aquí". Lorca entonces no tuvo más remedio que firmar y, cuando Enrique leyó el nombre escrito al pie del documento, le dijo que había leído los poemas del Romancero Gitano publicados en la revista habanera Social
Dulce María Loynaz y Enrique atendieron cortésmente a Lorca, pero la gran amistad la entabló con los otros dos hermanos, Carlos Manuel y Flor. Federico dejó numerosos borradores en casa de los Loynaz y, ya de vuelta a España, le envió a Flor el manuscrito de Yerma. 
Federico llegó a Cuba el viernes 7 de marzo de 1930. El domingo siguiente, pronunció su primera conferencia. En esa misma semana estaba en La Habana, también dictando conferencias, Jidu  Krishnamurti, pero la prensa local concentró su atención en el poeta granadino y pasó por alto la presencia del místico de la India. Krishnamurti, que contestaba preguntas con más preguntas, se andaba por las ramas y por las nubes y nunca decía nada concreto no logró conectar con el público cubano. Lorca, en cambio, los fascinó.
Dictó sus conferencias habituales: sobre la poesía, sobre Luis de Góngora, sobre el cante jondo y sobre las nanas. Esta última era especialmente celebrada, porque además de hablar, cantaba y tocaba el piano. Tras sus presentaciones en La Habana, se fue de gira por las provincias. Estuvo en Sagua La Grande, Cienfuegos, Caibarén, Santiago de las Vegas, Santa Clara, Caimito del Guayabal y llegó a realizar un viaje relámpago a Santiago de Cuba, pese a la distancia que lo obligaba a pasar un día entero en tren de ida y otro día entero en tren de vuelta. Regresó sin sombrero, porque se lo arrojó al paisaje más hermoso que miró por la ventana. 
Cuba estaba gobernada entonces por Gerardo Machado en cuyo gobierno, además de construir la carretera central, realizó importantes obras de infraestructura y desarrolló la industria, la agricultura y el comercio. Pese a la prosperidad en que se vivía, la oposición a la dictadura era intensa. Lorca fue testigo de numerosas y masivas protestas,  pero haciendo a un lado la violencia y el despotismo en la vida política, los cubanos tenían encanto, eran alegres, contagiaban su júbilo natural y hacían reír con su humor ingenioso. El poeta granadino, además de ser agasajado por los intelectuales, artistas y la alta sociedad, conversaba con campesinos, pescadores y personas humildes. Todos lo recibían con sonrisas. En cada puerta abierta le ofrecían agua, café o ron y lo hacían sentarse en la mecedora para charlar un rato. Solamente escuchar el acento cubano ponía al poeta jubiloso. A diario repetía: "Esta isla es el paraíso."
Un día de calor particularmente intenso, lo invitaron a tomar champola de guanábana. Al probarla, empezó a declamar sílaba por sílaba "Cham-po-la-de-gua-na-ba-na" y sentenció: "No hay refresco en todo el mundo que tenga nombre más eufónico, musical y altisonante... ¡Ni que sepa mejor!"
Ante Nicolás Guillén y José Lezama Lima, se puso el vaso frente a los ojos para "ver la vida color de ron". Aprendió a bailar, se hizo amigo de los soneros y llegó a atreverse a acompañarlos con las maracas o las claves. Recién llegado, como buen español, comía pescado y mariscos y bebía vino. Luego se acostumbró al arroz con frijoles negros y lechón acompañado de cerveza.
El Diario de la Marina, principal periódico de Cuba, así como todos los medios de provincias, promocionaban y comentaban elogiosamente sus presentaciones. Solamente apareció un artículo que criticaba la veneración a Lorca que se había desatado en Cuba. Lo escribió el poeta canario Saturnino Tejera, que firmaba como Tinerfe y publicaba en La Correspondencia. No fue necesario que Lorca respondiera ya que otros salieron en su defensa. 
Mientras estuvo en New York, el padre de Lorca le enviaba dinero y, tal vez por ello, el poeta le escribía con frecuencia para brindarle un informe detallado de lo que hacía. En Cuba Lorca cobraba bien sus presentaciones (le pagaban 150 pesos y un traje costaba solamente cinco). Cuando se terminó el ciclo de conferencias, se trasladó del Hotel Unión, que le pagaba la Institución Hispano Cubana de Cultura, al Hotel Detroit, que cobraba tres pesos la noche. Se levantaba a las once, almorzaba con Antonio Quevedo y María Muñoz, pasaba la tarde con los Loynaz y, al caer la noche, se iba con Carlos Manuel y Flor a parrandear hasta que amaneciera. Era un hombre famoso, respetado, querido, admirado y sin obligaciones. Estaba totalmente liberado. A veces se perdía y ni él mismo era capaz de recordar los nombres de las personas que lo habían invitado a comer, beber o pasear. En una de sus escapadas fue hasta Matanzas y Varadero.
A diferencia de cuando estuvo en New York, mientras permaneció en Cuba solamente una vez le escribió a su familia. A su regreso a España se hizo famosa su frase: "Si algún día me pierdo, que me busquen en Cuba."
Doña Vicenta, la madre de Lorca, al escribirle a María Muñoz de Quevedo una carta de agradecimiento por las atenciones que le había prestado a Federico, le dice: "Mi hijo habla con un entusiasmo tan grande de Cuba que yo creo que le gusta más que su tierra".
Federico García Lorca a bordo del
barco el día que partió de La Habana.
Lo que se suponía era una visita corta para dictar un par de conferencias, se prolongó más de tres meses. Lorca llegó a Cuba el 7 de marzo y partió el 12 de junio. Rodeado de sus amigos, pasó su último día en La Habana charlando tranquilamente en el restaurante del hotel. Cuando alguien notó que se hacía tarde, le dijo que, si pensaba quedarse, sería mejor mandar a bajar el equipaje del barco. Lorca contestó que ni siquiera había empacado. Los amigos le hicieron las maletas y Flor manejó a toda prisa para dejarlo a tiempo en el puerto. A bordo de la nave, Lorca fue fotografiado con su mano apoyada en un poste. Sus palabras de despedida fueron: "Aquí he pasado los mejores días de mi vida".
Desde su visita, Lorca es el autor no cubano más difundido en la isla. Sus obras teatrales no han dejado de representarse en Cuba. Se le han erigido monumentos, el Teatro Nacional de La Habana lleva su nombre y su figura es objeto de constantes homenajes. En 1937, Nicolás Guillén publicó en su honor España: poemas en cuatro angustias y una esperanza. En 1961, Lezama Lima escribió el ensayo García Lorca: alegría de siempre contra la casa maldita. Alejo Carpentier, que no pudo coincidir con él en Cuba, pero que lo trató de cerca en Europa, escribió numerosos artículos sobre su obra y figura.
La imagen que Lorca dejó en Cuba es la de un hombre que no se presta, sino que se da. Un monstruo de simpatía, una persona alegre que derrocha la vida, alguien con tanta riqueza interior que no se mide al entregarla. Un sabio curioso, lleno de respuestas y de preguntas, que lo sabe y lo ignora todo. 
Tanto la poesía como el teatro de García Lorca, son muy distintos antes y después de su viaje por New York y Cuba.
Cuando llegó a Cuba la noticia de que Lorca había sido fusilado, daba la casualidad que Margarita Xirgú, gran amiga del poeta, se encontraba en La Habana presentando Yerma. Esa noche, todos los que habían conocido a Lorca asistieron al teatro. Ninguno pasó por alto el error que cometió la Xirgú al final de la obra. En la última línea, en lugar de recitar "Yo misma he matado a mi hijo", llena de dolor y furia exclamó: "Me han matado a mi hijo".
INSC: 914B

lunes, 17 de agosto de 2015

Las múltiples facetas de Monseñor Víctor Manuel Sanabria.

Monseñor Sanabria. Apuntes biográficos.
Ricardo Blanco Segura.
Editorial Costa Rica, 1971.
Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez, segundo Arzobispo de San José, Costa Rica, hablaba varios idiomas, fue profesor de literatura, empresario periodístico, historiador, genealogista y autor de numerosos libros. Sin embargo, es recordado principalmente por su participación activa, pública y notoria, en los hechos políticos de la década de los cuarenta. Aprobó que los católicos militaran en las filas del partido Vanguardia Popular, liderado por comunistas. Trabajó activamente al lado del Dr. Calderón Guardia en la promulgación de las leyes sociales. Se ofreció como mediador para evitar el conflicto armado de 1948 e influenció en varios aspectos la Constitución promulgada tras la guerra civil.
Octavo y último hijo de don Zenón Sanabria Quirós y doña Juana Martínez Brenes, nació el 17 de enero de 1898 en San Rafael de Oreamuno. Sus padres y hermanos eran agricultores por lo que, desde niño, trabajó en el campo. Era hábil y rápido con la pala y el machete y, a lo largo de toda su vida, cada vez que visitaba su tierra, incluso ya siendo arzobispo, disfrutaba trabajar al lado de sus parientes en los cultivos de la parcela familiar.  A los catorce años manifestó su deseo de ser sacerdote y fue admitido en el Seminario, donde se destacó tanto por su inteligencia como por su piedad. Tras finalizar su bachillerato fue enviado a Roma y allá obtuvo un doctorado en Derecho Canónico y recibió la ordenación sacerdotal. Tuvo la intención de ingresar a la Compañía de Jesús, pero el arzobispo Rafael Ottón Castro no se lo permitió. De vuelta en Costa Rica, fundó, junto con otros socios, El Correo Nacional, cuya primera edición apareció el 2 de julio de 1925. Sanabria era el director y gerente del periódico, pero su aventura periodística duró apenas poco más de tres meses. El 31 de octubre apareció el último número editado por Sanabria. La empresa fue vendida a don Luis Cartín, quien continuó publicando el diario hasta 1934. El clérigo, con más amargura que resignación, solía repetir: "Soy un mal administrador y un periodista frustrado."
Pasó entonces a la docencia. Impartía clases de teología a los seminaristas y de literatura a los estudiantes de secundaria.
En aquellos tiempos era común que las clases de literatura dictadas por un sacerdote fueran más o menos una farsa. La práctica general era que el cura advirtiera a los estudiantes sobre los peligros y desviaciones morales o intelectuales que les podría generar la lectura de ciertos libros que ni él mismo había leído nunca. Ese no era el caso de Sanabria. Don Joaquín Gutiérrez Mangel, que fue su alumno en el Colegio Seminario, recuerda que Sanabria recitaba de memoria a los poetas del Siglo de Oro y al referirse a cualquier autor, antiguo o moderno, lo hacía con amplitud y conocimiento de causa. Sus clases de literatura, en vez de asustar con peligros, despertaban curiosidad e interés por las obras comentadas.
Sanabria, que tenía una inteligencia aguda y una memoria prodigiosa, era un lector voraz al que todo le interesaba. Leía los periódicos del día, así como obras literarias, históricas y filosóficas. Como si eso fuera poco, solía pasar horas en los archivos leyendo documentos antiguos.
Dominaba perfectamente el latín, el inglés, el francés y el italiano. Cuando se puso a investigar la historia de la Iglesia en Costa Rica, se topó con una obstáculo. El segundo y el tercer obispo, Bernardo Augusto Thiel y Juan Gaspar Storck, así como los vicarios de Limón y los padres paulinos que regentaban el seminario, eran alemanes por lo que, entre los documentos que dejaron, había varios escritos en alemán. Cuando se topaba con alguno de ellos, llamaba al padre Cornelio Nacken para que se lo tradujera. Como le daba pena molestarlo, pensó que no debía ser tan difícil aprender alemán, se compró un diccionario y una gramática y empezó a traducir por sí mismo los documentos. Cuando se sintió seguro, le habló al padre Nacken en alemán. Su pronunciación, naturalmente, tenía errores, pero las oraciones estaban no solo bien construidas, sino que eran hasta elegantes. Nacken consideró asombroso que alguien pudiera aprender una lengua por sí mismo y, para ayudarle con su pronunciación, tanto él como todos los curas alemanes que había en Costa Rica, que eran varios, continuaron conversando con Sanabria en alemán de ahí en adelante. En 1943 publicó el libro Cuarto viaje de Colón, de Felipe Valentini, que él tradujo directamente del alemán.
El Doctor Calderón Guardia, Rigoberto Pacheco Tinoco, el
Arzobispo Sanabria y el poeta Rogelio Sotela colocan
 la primera piedra de la Universidad de Costa Rica. 1940.
Las obras históricas de Sanabria son numerosas. Desde su primer libro, Datos Cronológicos para la historia eclesiástica de Costa Rica, publicado en 1927, demostró ser un investigador minucioso y un escritor de prosa elegante. Publicaría después las biografías de Anselmo Llorente Lafuente y de Bernardo Augusto Thiel, así como un recuento de los acontecimientos que sucedieron antes y durante la primera vacante episcopal de San José. Al investigar el culto a la Virgen de los Ángeles, de la que era muy devoto, no logró hallar ningún documento en que constara el nombre de la campesina que encontró la imagen pero, como el apellido más común en la Puebla de los Pardos era Pereira y el nombre más frecuente entre las mujeres era Juana, decidió llamarla Juana Pereira. A partir de 1932, Sanabria fue publicando por entregas los datos que se conservaban en la Curia sobre los muertos en la Campaña Nacional de 1856. En la lista, el héroe nacional Juan Santamaría no estaba registrado como caído en batalla, sino como víctima del cólera. Entre los historiadores de su época, ninguno le reclamó a Sanabria que se hubiera tomado la libertad de inventarle un nombre a un personaje sin contar con un documento que lo respaldara, pero sí lo criticaron por reproducir un documento que ponía en duda la gesta heroica del soldado Juan en la batalla de Rivas.
Esa no fue la única polémica que levantaron sus investigaciones. Como tenía su disposición los registros de matrimonios y nacimientos desde la época colonial, se puso a hacer genealogías hasta completar las de San José y Heredia y dejar muy avanzadas las de Alajuela y Cartago. Al igual que en el caso de Juan Santamaría, publicó los datos que había encontrado en los archivos y numerosos miembros de las familias de abolengo se molestaron al percatarse que, entre sus ancestros, además de los hidalgos españoles de los que presumían descender, había numerosos indígenas y esclavos negros.
Por modestia y como restándole importancia, Sanabria siempre dijo que sus investigaciones no eran más que apuntes, esbozos, anotaciones o simples recopilaciones de datos y como tales los publicaba. Siguiendo su ejemplo, don Ricardo Blanco Segura tituló "apuntes biográficos" al libro que escribió sobre Monseñor Sanabria, a quien conoció y trató de cerca. Don Ricardo, como Sanabria, es investigador meticuloso y escritor de estilo elegante. Las obras de ambos autores, además, tienen en común el que no disimulan simpatías ni antipatías por determinados personajes. Esta subjetividad, que quizá en el gremio de los historiadores pueda ser considerada un defecto, acaba siendo, para el lector común y silvestre, un aderezo delicioso en medio de tanto dato.
En 1938, Sanabria fue consagrado obispo de Alajuela, diócesis que en aquel tiempo comprendía todo el norte del país, incluyendo Guanacaste y media provincia de Puntarenas. Apenas tuvo tiempo de recorrer todo el territorio y visitar, al menos una vez, cada parroquia, puesto que en 1940 fue nombrado Arzobispo de San José.
Sanabria tomó posesión de su cargo el 28 de abril de 1940. Pocos días después, el 8 de mayo, el Dr. Rafael Ángel Calderón Guardia asumió la presidencia de la República. El arzobispo y el presidente no eran los únicos hombres jóvenes en cargos de importancia. Toda una nueva generación, que había nacido alrededor del cambio de siglo, estaba relevando a las viejas figuras. Eran los años cuarenta y quienes tenían las riendas del país eran hombres de cuarenta años de edad. La parsimonia de los liberales de antaño parecía haber quedado atrás. Había una voluntad de emprender proyectos ambiciosos y de verlos convertidos en realidad lo más pronto posible.   
La iniciativas que Sanabria puso en marcha eran audaces. Iban desde la fundación de sindicatos católicos, hasta la creación de la emisora Radio Fides, que decidió instalar como reacción a Radio Faro del Caribe, fundada poco antes. Inició la construcción del Seminario en Paso Ancho (donde soñaba retirarse, cuando dejara el cargo, para dedicarse por completo a la historia), así como de la Casa de Ejercicios Espirituales en Calle Blancos. 
El Dr. Calderón Guardia, quien había estudiado en la universidad de Lovaina, declaró que las acciones de su gobierno estarían inspiradas en la Doctrina Social de la Iglesia, lo cual le atrajo la simpatía y el apoyo del Arzobispo. El gobierno también tenía como aliado al partido comunista.  Eran los años de la II Guerra Mundial, en que los Estados Unidos y la Unión Soviética luchaban en el mismo bando, por lo que ni los comunistas eran antiyanquis ni las democracias occidentales consideraban enemigos a los comunistas.
El 13 de junio de 1943, el partido comunista, en una asamblea plenaria, tomó la decisión de cambiar de estatutos y de nombre. A partir de esa fecha se llamaría Partido Vanguardia Popular. Manuel Mora, quien había fundado el partido comunista en 1931 y era el líder indiscutible de la agrupación, le dirigió una carta a Monseñor Sanabria, en la que le consultaba si encontraba algún obstáculo para que los católicos militaran en su partido. El Arzobispo le contestó el mismo día que no encontraba obstáculo alguno.
Manuel Mora, Luis Demetrio Tinoco Castro, Monseñor Sanabria,
Teodoro Picado y el Dr. Calderón Guardia el día de la
promulgación de las Garantías Sociales. 15 de setiembre de 1943.
El hecho fue, por decir lo menos, bastante extraño. ¿Por qué el partido comunista decidió cambiar de nombre? ¿Por qué el mismo día que el partido cambió de nombre Manuel Mora se dirigió al Arzobispo? ¿Por qué el Arzobispo contestó en el mismo día? El escándalo que se armó trascendió las fronteras. El gobierno de Guatemala, por ejemplo, no le permitió a Sanabria asistir al Congreso Eucarístico por considerarlo un obispo comunista.
Poco después, el 15 de setiembre de 1943, fueron promulgadas las Garantías Sociales y, para festejar el acontecimiento, se organizó una manifestación masiva en la capital. El presidente de la República invitó al Arzobispo a sumarse a la celebración y ambos acabaron paseando por San José en un Jeep descubierto al lado de Manuel Mora, el líder comunista, y Teodoro Picado, el candidato oficialista para las elecciones del año siguiente. Por esa época, además, Calderón Guardia, desde la presidencia, y Manuel Mora, desde el Congreso, lograron la derogatoria de las leyes liberales que había promulgado Próspero Fernández en 1884, que limitaban la influencia de la Iglesia en la educación pública. El arzobispo, por su parte, había participado activamente en la elaboración del recién promulgado Código de Trabajo.
Lo curioso es que el candidato de la oposición, León Cortés Castro, junto con su esposa doña Julia Fernández, había sido padrino de la consagración episcopal de Sanabria. Don León no dijo una palabra, pero muchos de sus seguidores criticaron duramente al Arzobispo. 
Ante los cuestionamientos, Sanabria respondió de una manera un tanto esquiva. Dijo que las acciones de un obispo solamente pueden ser juzgadas por Dios, por el Papa y por la Historia. Como en aquel tiempo Roma estaba ocupada por los nazis y era bombardeada por los Estados Unidos, Pío XII no tenía mucho tiempo que dedicarle a las andanzas de un arzobispo centroamericano y a nadie se le ocurrió elevar la protesta a la Santa Sede. 
En las elecciones de 1944, en que salió electo don Teodoro Picado, hubo hasta muertos. En las parlamentarias de 1946, también. Los ánimos estaban más que caldeados. Había violencia en las calles. En las presidenciales de 1948, el Dr. Calderón Guardia fue derrotado por don Otilio Ulate, pero la elección fue anulada. Don Pepe Figueres se levantó en armas. Tras un ataque armado a la casa en que se encontraba el candidato ganador, que le costó la vida al anfitrión, el Dr. Fernando Valverde Vega, el gobierno le ofreció a Ulate la posibilidad de ir a la cárcel o refugiarse en una embajada. Su delito era simplemente haber ganado las elecciones. Ulate optó por ir a la cárcel y Monseñor Sanabria, para proteger su vida, lo acompañó a la Penitenciaría. Ante la guerra civil inminente, el Arzobispo no solo se ofreció como mediador, sino que propuso a las partes en conflicto que dejaran la solución en sus manos. Solamente Ulate aceptó la propuesta. Monseñor Sanabria llegó incluso a viajar hasta La Lucha, donde estaban los rebeldes, para entrevistarse con don Pepe. Tal vez la participación del Arzobispo parezca un tanto extraña en la actualidad pero en aquel momento él era la única persona en el país que le hablaba a todos. Calderón, Picado, Ulate y Figueres lo respetaban y lo escuchaban, pero sus esfuerzos por evitar el conflicto fueron en vano.
Las relaciones de Sanabria con la Junta Fundadora de la Segunda República, presidida por don Pepe, no fueron cordiales. Cuando se instaló la Asamblea Nacional Constituyente, se cantó un Te Deum en la Catedral y el Vicario General, el padre Alfredo Hidalgo, que era calderonista, pronunció un discurso que molestó al gobierno. Los diputados que redactaban la nueva Constitución recibieron presiones públicas y privadas del Arzobispo, quien defendía el Estado confesional, la participación de la Iglesia en los programas de educación pública y el derecho de los clérigos a ser electos diputados. Logró que todas sus propuestas fueran incluidas en el texto constitucional. 
Cuando, en diciembre de 1948, el Dr. Calderón Guardia junto con un grupo de seguidores y con el apoyo de Anastasio Somoza, invadió desde Nicaragua la provincia de Guanacaste y tomó la población fronteriza de La Cruz, el arzobispo condenó el hecho.
Sanabria contó siempre con el apoyo del clero y de los fieles, pero perdió simpatías entre los políticos. Cada uno lo consideraba del bando contrario. Unos decían que era cortesista, o comunista, o calderonista o ulatista. Había hasta quienes creían que era figuerista. Todas sus actuaciones públicas eran cuestionadas y criticadas. Aunque aún era un hombre joven, estaba muy enfermo. Una afección cardiaca lo hacía respirar con dificultad. En 1950 viajó a Roma para presentar su renuncia personalmente ante el Papa, pero Pío XII no se la aceptó. Interrumpió su viaje y regresó de inmediato a Costa Rica en cuanto se enteró de la profanación en la Basílica de Los Ángeles. Las joyas habían sido robadas, la imagen de la Virgen había desaparecido y el vigilante había sido asesinado. Cuando apareció la imagen de la Negrita, que tal parece nunca salió del templo, el arzobispo organizó solemnes celebraciones litúrgicas.

Monseñor Dr. Víctor Manuel Sanabria Martínez.
(1898-1952)
II Obispo de Alajuela y II Arzobispo de San José.
La última batalla pública de Monseñor Sanabria es bastante controversial. En mayo de 1952, el pastor bautista Adolfo Robleto empezó a publicar en La Nación un espacio dominical. Monseñor Sanabria le escribió al director y gerente del periódico, don Ricardo Castro Beeche (el famoso Cacayo). En su carta no solo lo instaba a no admitir publicaciones de iglesias protestantes en el periódico, sino que lo amenazaba con prohibirle a los católicos leer o anunciarse en La Nación. Cacayo le respondió recordándole el derecho a la libertad de expresión y a la libertad de culto y le dejó claro que las publicaciones que tanto le incomodaban no eran producidas por la redacción del periódico, sino que eran espacios pagados por la Iglesia Bautista, que él, como director y gerente del medio, no tenía ninguna razón para rechazar. Sanabria replicó que la libertad de expresión y de culto tienen límites y que al ser católica la mayoría del país esa "propaganda" era ofensiva y recalcó su intención de crear un boicot contra el periódico si continuaba brindándole espacio a la Iglesia Bautista. Don Ricardo, como habría hecho cualquier otro director de periódico, le contestó que no cedía ante presiones y que no aceptaba que nadie le dijera lo que debía publicarse o no en el medio a su cargo y, para dejarlo bien claro ante todos, publicó las cuatro cartas. Don Adolfo Robleto, el pastor bautista, al leer aquel cruce epistolar, decidió dejar de publicar su espacio.
Dos días después, Monseñor Sanabria murió de un ataque al corazón a los cincuenta y cuatro años de edad. Es el único Arzobispo de San José que no está enterrado en la Catedral Metropolitana, ya que dispuso ser sepultado en su pueblo natal de San Rafael de Oreamuno.
En 1959, la Asamblea Legislativa declaró a Monseñor Sanabria Benemérito de la Patria, pero la declaratoria tuvo cinco votos en contra. El Colegio Técnico Vocacional de Desamparados y el Hospital de Puntarenas, llevan su nombre. 
INSC: 0668

sábado, 15 de agosto de 2015

Juan Bosch brinda su interpretación de la historia de Costa Rica.

Una interpretación de la historia
costarricense. Juan Bosch. Editorial
Juricentro. Costa Rica. 1980.
Juan Bosch fue un escritor muy prolífico. Además de sus dos novelas, La mañosa (1936) y El oro y la paz (1975), publicó cuentos, crónicas de viajes y numerosos ensayos históricos y políticos. Este dominicano, hijo de catalán y puertorriqueña, fue además uno de los más activos opositores del dictador Rafael Leonidas Trujillo y, por ello, debió pasar varios años fuera de su patria. Estuviera donde estuviera, Bosch no dejaba de orquestar planes para derrocar al tirano. El mayor intento fue la famosa incursión en Cayo Confites en 1947 que, pese a contar con el apoyo militar y económico de distintos gobiernos de la zona, acabó en fracaso. Gran parte de las armas que quedaron en poder de los rebeldes fueron cedidas al año siguiente por el propio Bosch a don Pepe Figueres para la guerra civil en Costa Rica.  
A inicios de los años cincuenta, Bosch estableció su residencia en Cuba donde por algún tiempo pudo vivir sin grandes sobresaltos. En La Habana, Bosch encontró el centro de operaciones apropiado para hacer negocios y mantener a su familia (su vida personal), para leer, investigar, participar en foros y debates y escribir artículos y ensayos (su vida intelectual) y para continuar realizando planes para lograr establecer una democracia en la República Dominicana (su vida política). Sin embargo, cuando Fulgencio Batista tomó el poder tras derrocar al presidente Prío Socarrás, una de sus primeras disposiciones fue meter a Bosch a la cárcel. El encierro, gracias a la presión internacional, duró poco y, apenas quedó libre, Bosch se trasladó a vivir a Costa Rica.
Las islas del Caribe, las pequeñas repúblicas del istmo centroamericano y los países de América del Sur, tenían en común una historia llena de dictadores, golpes de Estado y enfrentamientos armados. Costa Rica, en cambio, aunque acababa de pasar por una guerra civil, había vivido desde tiempos coloniales con gran estabilidad en que los conflictos internos, además de escasos, fueron breves.  A Bosch le interesó el fenómeno, recopiló información, leyó e investigó todo lo que pudo, reflexionó al respecto y, en 1963, publicó un ensayo titulado Una interpretación de la historia costarricense.
El libro apareció el mismo año en que Bosch llegó a ser Presidente de la República Dominicana, pero no fue muy leído ni comentado. El gobierno de Bosch, vale la pena recordarlo, duró apenas unos meses antes de ser derrocado. En 1980, la editorial Juricentro, de don Gerardo Trejos, reeditó el ensayo pero tampoco esta vez llamó mucho la atención.
La democracia costarricense tiene varias explicaciones tan idílicas que rayan en lo mitológico. Bosch no toma ese camino. En su estudio, concentrado principalmente en la influencia de las actividades económicas sobre las estructuras políticas, plantea una versión que, aunque discutible, tiene el mérito de ser novedosa y poco explorada.
Empieza afirmando que la historia de Costa Rica, aunque es mucho menos dramática, es mucho más interesante que la de los países vecinos, ya que se explica mejor bajo la superficie de los hechos que sobre los hechos mismos. Durante la colonia, Costa Rica era un territorio aislado en que sus escasos habitantes, tan huraños que preferían vivir aislados unos de los otros, apenas cultivaban lo que necesitaban para vivir. La dificultad de acceso desde el exterior y de tránsito entre las pequeñas y alejadas poblaciones no favorecía el comercio. Costa Rica, pese a su nombre, no era un buen lugar para hacerse rico. En el Siglo XVIII, los habitantes del Valle Central, pese a la distancia y lo difícil del viaje, empezaron a cultivar cacao en Matina con verdadero entusiasmo. Consta que en 1775 había en la zona 179.400 matas y doce años después, en 1787 ya había 353.254. Bosch hace notar que los datos, tan minuciosos sobre el número de matas, no dejan claro si pertenecían a trescientas cincuenta familias pobres o a treinta y cinco familias ricas. Los cultivos de cacao, en todo caso, fracasaron por las invasiones de los misquitos y de los piratas. Según Bosch, este fracaso debe tomarse como una bendición. Esas plantaciones eran atendidas por esclavos y, de haber sido exitosas, habrían requerido mayor número de esclavos lo que, a la larga, habría creado diferencias sociales de manera temprana con terribles consecuencias en el largo plazo.
La declaración de independencia no cambió las condiciones de vida en el país. La noticia de la independencia simplemente llegó por correo desde Guatemala y tomó por sorpresa a los integrantes de los cabildos. 
Don Braulio Carrillo hizo bien en sustituir la legislación colonial por una nueva que favoreciera el desarrollo de la agricultura y el comercio, pero cometió el error de intentar establecer un régimen dictatorial y eso provocó que los cartagos favorecieran a Morazán, quien, aunque se presentaba como liberal, no garantizaba las libertades que los costarricenses estaban acostumbrados a disfrutar y, además, pretendía llevarlos a la guerra. Carrillo acabó en el exilio y Morazán fusilado. Queda claro, entonces, desde el inicio de la vida independiente, que los ticos no estaban dispuestos a soportar una dictadura.
El cultivo del café cambió el panorama económico. La exportación del grano introdujo a Costa Rica en el comercio mundial y, poco a poco acabó generando una división entre ricos y pobres. Los pequeños productores recibían, por supuesto, sus ganancias, pero los más favorecidos eran los beneficiadores y comerciantes. Según Bosch, la caída de don Juanito Mora se debió a que afectó los intereses tanto del sector agrícola como del comercial. Don Juanito, además, se mostró muy aferrado al poder, realizó desplantes autoritarios como la expulsión del obispo Anselmo Llorente y La Fuente y sus negocios privados fueron demasiado audaces como para que los ricos (que ya había muchos) los pasaran por alto. Vicente Aguilar, el hombre más rico de Costa Rica, cuñado y socio de don Juanito, acabó convirtiéndose en su enemigo. En 1858 ya había varios millonarios en la tierra donde medio siglo atrás todos eran humildes campesinos que trabajaban para mantener a sus familias. Los grupos económicamente poderosos no tolerarían un gobernante que amenazara de alguna forma sus intereses.
En este sentido, don Tomás Guardia fue verdaderamente sabio. Logró mantenerse en el poder hasta su muerte porque, pese a su temperamento autoritario, no entró en conflicto ni con los agricultores ni con los comerciantes. Bosch aporta el dato curioso de que el café, en tiempos de Guardia, parecía haber alcanzado un techo. El valor de las exportaciones del grano fue prácticamente el mismo en todos los años desde 1869 hasta 1881. 
En tiempos de Guardia, entra en escena Minor Cooper Keith, quien no solo realizaría la empresa de construir el ferrocarril que comunicaría todas las ciudades del interior con Puerto Limón en el Caribe, sino que acabaría convirtiéndose en propietario de las plantaciones bananeras de la costa. En febrero de 1880, Keith realizó la primera exportación de 360 racimos de banano y su presencia y poder en Costa Rica acabaría transformando la vida del país.
Hasta la aparición de la compañía bananera, los peones agrícolas eran también pequeños propietarios que se trataban de igual a igual con el patrón. Los trabajadores de la compañía eran simples asalariados de una corporación enorme. Con el tiempo, las tierras de la compañía llegaron a ser prácticamente un mundo aparte del resto del país.
Bosch sostiene que el gran error de don Alfredo González Flores fue haberse enfrentado a cafetaleros y comerciantes al pretender regular la banca, que era controlada por ellos. Curiosamente, Bosch no dice ni una palabra sobre el régimen de Federico Tinoco.  
Siguiendo con sus explicaciones puramente económicas, Bosch sostiene que la guerra civil de 1948 no se debió a las razones aludidas de pureza del sufragio, sino a la necesidad de un cambio de estructuras que favoreciera el desarrollo industrial. La emergente clase media de profesionales no podía seguir tolerando que el país fuera controlado por finqueros y comerciantes. Bosch sostiene que iniciativas como la nacionalización bancaria o el desarrollo de la energía eléctrica, realizadas por Figueres, tenían como fin desarrollar la industria. Figueres, tras triunfar en la guerra civil, gobernó por decreto durante dieciocho meses en los que replanteó el modelo de país. No logró, sin embargo, una Constitución de acuerdo con su plan, ya que la Asamblea Constituyente acabó siendo controlada por grupos conservadores. 
Según Bosch, la sociedad igualitaria eminentemente agrícola de la Colonia evolucionó a formas más diversificadas en su economía sin abandonar nunca su aspiración de libertades individuales y su rechazo a gobiernos autoritarios. Los momentos más tensos de la vida del país responden, no a los conflictos políticos que se argumentan en los libros de historia, sino a cambios de la estructura económica. 
Bosch escribió un ensayo, es decir, una reflexión personal cuyo propósito no es demostrar sino proponer. A su interpretación se le pueden discutir muchos puntos específicos, pero no deja de ser, en conjunto, una visión interesante y original a la que vale la pena prestarle atención. 
INSC: 0531
Juan Bosch. (1909-2001). Autor de dos novelas y numerosos libros de
cuentos y ensayos. Presidente de la República Dominicana en 1963.

lunes, 3 de agosto de 2015

Minor Cooper Keith. Fundador de la United Fruit Company.

Keith y Costa Rica. Watt Stewart.
Editorial Costa Rica. 1991.
Aunque le advirtieron que el futuro de quienes abandonan los estudios no suele ser muy halagüeño, a los dieciséis años de edad Minor Cooper Keith decidió no volver a la escuela y dedicarse a trabajar como dependiente de una sastrería en la que le pagaban tres dólares a la semana. En 1863 esa suma era un estupendo salario y el muchacho, nacido en Brooklyn, New York, ahorró todo lo que pudo y, cuando logró reunir un modesto capital, se trasladó a Texas, donde tanto las tierras como los animales se conseguían a precios tan bajos que muy pronto logró tener cuatro mil cabezas de ganado.
Keith era un hombre con suerte. En cierta ocasión un huracán hizo que un buen número de reses acabaran hundidas en el Golfo de México y, sin tener tiempo de lamentarse por la pérdida, pudo ver cómo los animales regresaron a la playa. Un pariente suyo se había dedicado a construir ferrocarriles en Ecuador y Perú, entre ellos, el tren a Cuzco, que fue una verdadera obra maestra de ingeniería. El general Tomás Guardia, presidente de Costa Rica, le propuso un contrato para construir un ferrocarril que comunicara San José con la costa caribe del país y fue entonces cuando el joven Minor recibió la carta que cambiaría su vida. Su pariente le escribió para decirle que haría más dinero en Costa Rica, en tres años, del que podría hacer en Texas durante todo el resto de su vida. Ni lerdo ni perezoso, Keith vendió su finca y su ganado y se trasladó a Costa Rica. Llegó en barco a Colón, cruzó el istmo y se embarcó en Panamá rumbo Puntarenas y, de allí, subió a caballo hasta la capital. A su tío, Henry Meiggs, el contrato no le pareció atractivo. El proyecto era complicado y requeriría muchos años. Aunque, vista en un mapa, la distancia entre San José y la costa caribe parezca pequeña, los kilómetros de selva virgen que había que atravesar, llena de altos cerros y profundos y caudalosos ríos, desanimaban a cualquiera. A cualquiera menos a Keith, quien convenció a su tío de firmar el contrato y dejar el asunto en sus manos. Definitivamente una propuesta audaz, puesto que Keith no sabía nada de trenes y tenía solamente veintitrés años de edad. 
Un capricho de Guardia complicó el proyecto desde el inicio. Lo lógico habría sido empezar las obras en la costa y, poco a poco, irse acercando a la capital, pero el general se opuso. De hacerlo así, pasarían años antes de que el pueblo pudiera ver el proyecto terminado y, para dar un golpe de efecto, dispuso que la construcción se iniciara en Alajuela. No hubo manera de convencerlo de lo caro y complicado que sería hacerlo como él quería, por lo que, las piezas de la primera locomotora que vino a Costa Rica debieron ser trasladadas, en carretas de bueyes, desde Puntarenas hasta Alajuela.  El plan de Guardia era que la línea del tren avanzara Alajuela, Heredia, San José y Cartago y, luego, que buscara la ruta hacia el Caribe. Keith no tuvo más remedio que complacerlo, pero decidió que el proyecto avanzara paralelamente desde el otro extremo. Como el valle central era terreno conocido, dejó el proyecto en manos de subalternos y se fue personalmente a la costa a ver cómo y por dónde lograba llegar hasta Cartago.
Fue Keith quien escogió construir el muelle y el campamento en el lugar en que actualmente se encuentra Puerto Limón. El contrato, firmado en 1871, establecía que la línea debía estar terminada en 1884, pero no fue posible ya que constantemente faltaban el dinero y la mano de obra. Al llegar a Costa Rica, el capital personal de Keith, fruto de la venta de sus activos en Texas, era de cuarenta mil dólares, que no alcanzaban ni para empezar. El gobierno tampoco andaba bien de reales. Por esa situación, Keith, que había abandonado la escuela a los dieciséis años y no tenía más diploma que el de la primaria, debió hacer de diplomático y ministro de hacienda en la sombra durante los gobiernos de Tomás Guardia, Próspero Fernández y Bernardo Soto, para negociar con bancos ingleses y americanos el financiamiento del proyecto.
Por otra parte, la población de Costa Rica, en 1871, era de apenas ciento cincuenta mil habitantes, por lo que había que traer trabajadores de otros países. Los primeros setecientos que logró convencer fueron contratados en New Orleans y entre ellos venían cuarenta hombres que habían militado en las filas de William Walker. Además de americanos, Keith, que se había comprado su propio barco, trajo también obreros chinos, italianos y jamaiquinos. La malaria y otras enfermedades tropicales acababan con ellos. Se calcula que solamente durante la construcción del tramo entre Puerto Limón y Matina murieron cuatro mil trabajadores. Por otra parte, Keith pagaba un dólar al día y en la construcción del Canal de Panamá pagaban cinco dólares al día, por lo que muchos se le fueron. Para un chino, un americano o un europeo, no importaba moverse unos cientos de kilómetros al sur para ganar cinco veces más. Para colmo de males, escaseaba el dinero. En una ocasión no había para pagar los sueldos y el general Guardia, para evitar que todos los trabajadores se fueran en estampida, militarizó los campamentos y los peones debieron trabajar diez horas diarias durante nueve meses sin recibir salario. Para el honor de Keith y de Guardia ante la historia, hay que anotar que los salarios atrasados fueron pagados posteriormente.
Minor Cooper Keith y su esposa doña
Cristina Castro Fernández.
El 31 de octubre de 1883 (fiesta de Haloween) Minor Cooper Keith contrajo matrimonio con Cristina Castro Fernández, hija del Dr. José María Castro Madriz. El enlace se celebró en Brooklyn, New York y la pareja fue de viaje de bodas a Londres, donde Keith debía renegociar el financiamiento para la construcción del ferrocarril. Doña Cristina estaba muy impresionada porque en el hotel en que se hospedaron había un elevador, el primero que veía en su vida. Un día doña Cristina desapareció y tras largas horas de búsqueda la encontraron tirada en el fondo de la maravilla tecnológica. Doña Cristina entró al elevador cuando el elevador no estaba allí y cayó desde una altura de varios pisos. Milagrosamente sobrevivió pero, a raíz del incidente, sufrió de desmayos y episodios frecuentes de amnesia toda su vida.
En 1886, en el acto solemne de inauguración del tramo Cartago Turrialba, al presidente Bernardo Soto le alcanzaron una pala para que, simbólicamente, iniciara las obras y, no está claro si el presidente era muy fuerte o la herramienta era muy frágil, pero lo cierto es que la pala se quebró. 
Dos años después, los trabajadores italianos se declararon en huelga, la primera en la historia de Costa Rica. Keith exigía a los tribunales que obligara a los italianos a volver a sus labores, mientras que los trabajadores demandaban que Keith mejorara las condiciones en que vivían. Los jueces a cargo trataron de dictar una sentencia salomónica y, después de que se conoció el veredicto, ni Keith ni los huelguistas se mostraron conformes y se negaron a acataron lo dispuesto. Quedó claro que tanto al empresario americano como a los trabajadores italianos, las leyes y los tribunales costarricenses los tenían sin cuidado. Sobra decir que no hubo manera de hacerlos ceder en sus posiciones. 
Finalmente, en setiembre de 1890, la línea que venía de la costa y la que venía del interior del país llegaron al río Birrís. Se construyó el puente, de doscientos metros de largo y cien metros de alto, pero el maquinista de cada lado le cedía al otro el honor de inaugurarlo. Como estaba claro que nadie confiaba en la resistencia de la estructura, Keith pidió que un operario pusiera en marcha la locomotora e inmediatamente se bajara y que, cuando la máquina estuviera al otro lado, alguien se subiera a detenerla. Así se hizo y Keith cruzó el río como único pasajero del tren, ondeando por la ventana una bandera de los Estados Unidos. Cuando el hecho fue conocido en San José surgió la pregunta lógica: ¿No había una bandera de Costa Rica?
El 7 de diciembre de 1890 llegó a San José la primera locomotora (la 15) que hizo el recorrido desde Puerto Limón. La noche de año nuevo de 1890 a 1891 se organizó una gran fiesta en el Palacio Nacional para agasajar a Keith. Además del banquete y del baile, amenizado por una orquesta dirigida por Manuel María Gutiérrez, el compositor del Himno Nacional, hubo numerosos y prolongados discursos. Todos querían dar su aporte a la avalancha oratoria. Cleto González Víquez hasta se soltó con un poema de su propia inspiración. Todos hablaron, excepto Keith. Cuando alguien hizo notar ese detalle, lo empujaron al podio y allí Minor Cooper Keith pronunció el único discurso de su vida, un discurso de apenas doce palabras que fue muy comentado. Simplemente dijo: "Señores, suplico darme su perdón. Yo no ser hablador, ser puramente trabajador".
Keith era el héroe nacional (hasta se propuso erigirle un monumento) pero, días después, cuando sacó la factura, se convirtió en villano. Al hacer los números de cierre del proyecto, Keith solicitó que el gobierno de Costa Rica le pagara doscientas mil libras esterlinas por pérdidas, aportes personales y gastos no previstos. Aquello desató un escándalo. ¿Cómo se atrevía el hombre más rico, no solamente de Costa Rica, sino de todo el Caribe, a exigirle semejante cantidad a este pobre país? En todos los periódicos se recordaba que, fruto del contrato del ferrocarril, Keith había recibido tres mil doscientos kilómetros cuadrados en tierras, que equivalían a más del seis por ciento del territorio nacional. Keith, que trajo a Costa Rica las primeras cepas de banano procedentes de Panamá, ya tenía en plena producción numerosas fincas y, por medio del monopolio de los comisariatos, dominaba todo el comercio del Caribe. Keith tenía una flota de barcos que hacía rutas por Nueva Orleáns y las Antillas. Había firmado un contrato con Estrada Cabrera para la construcción del ferrocarril en Guatemala y controlaba la producción de hule, zarzaparrilla y carey en Honduras y Belice.
Keith, definitivamente, no se había quedado quieto. Además del ferrocarril, había recibido otros contratos del gobierno costarricense. Construyó los mercados de Heredia y Cartago, así como los acueductos, el sistema de cloacas y el tajamar de Limón, donde también pavimentó las carreteras. Instaló la red de tranvías de San José y Cartago y el primer sistema de energía eléctrica de la capital. En el campo privado, sus actividades agrícolas no se limitaban al banano. Asociado con don Federico Tinoco Yglesias, estableció la hacienda Juan Viñas en Turrialba. Dicha hacienda pasó luego a manos de don Cecilio Lindo y, más tarde, a don Manuel Francisco (don Lico) Jiménez Ortiz. Con su amigo don Pablo Quirós, desarrolló plantaciones de Cacao y, con otros socios, fundó en Guanacaste la hacienda Sardinal, en Puntarenas la finca Chomes, en Cartago los enormes cafetales de Concepción de Tres Ríos y de El Molino. Hubo quienes, incluso con cálculos conservadores, llegaron a la conclusión de que Keith era dueño de la sexta parte del territorio nacional y de al menos la tercera parte del comercio y de la banca. Las inversiones de Keith rayaban en lo asombroso. Instaló un criadero de tortugas para exportar carey. Un huracán rompió la cerca y las tortugas se fueron al mar pero, a diferencia de las vacas de Texas, nunca regresaron.
Muchos se hicieron ricos a su sombra. Cecilio Lindo, un muchacho jamaiquino de dieciocho años que vino a Costa Rica a trabajar con Keith por un sueldo de $40 al mes, veinte años después recibió del propio Keith cinco millones de dólares por los bananales que había cultivado.
Para Keith, cobrarle las doscientas mil libras esterlinas al gobierno no era un abuso, sino, simplemente, un asunto de cierre de contrato. Se defendía argumentando que, independientemente de su fortuna personal, que ya para entonces era enorme, él había hecho sus números y el gobierno costarricense le debía doscientas mil libras. Sin embargo, por la avalancha de hostilidad hacia su persona que se desató, retiró la solicitud que había presentado. No se fue, sin embargo, con las manos vacías. El presidente José Joaquín Rodríguez le giró, sin autorización del Congreso, ochenta mil libras esterlinas del tesoro público. El pago trascendió y hubo un escándalo en la prensa, pero al presidente Rodríguez, tanto la prensa como la Constitución y las leyes, lo tenían sin cuidado.
Keith se estableció en Babylon, Long Island, New York, y continuó construyendo trenes y estableciendo proyectos agrícolas en todo el Caribe. Aunque no volvió a residir en Costa Rica, su sombra, como el hombre más rico del país, se hizo sentir por más de cincuenta años. En Brasil, construyó más de 1200 kilómetros de línea férrea. Su ingenio azucarero, en Cuba, procesaba mil quinientos quintales diarios. Don Ángel Castro Argiz, el padre de Fidel Castro, hizo su fortuna gracias a contratos con la United Fruit Company. Keith poseía grandes extensiones de tierra en Cuba, República Dominicana, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala, Brasil, Venezuela y Colombia. Su finca más famosa, al menos entre los amantes de la literatura, estaba situada en la cuenca del río Magdalena y se llamaba Macondo.
Keith prefería los monopolios a la competencia y, por ello, estaba dispuesto a establecer alianzas. El 30 de marzo de 1899, en New Jersey, fundó, junto con Andrew Preston, la United Fruit Company, la poderosísima Mamita Yunai que acabó siendo personaje principal en la historia y la literatura de numerosos países. Preston ocupó la presidencia y Keith la vicepresidencia. El par de magnates no se llevaba bien, desconfiaban el uno del otro y se toleraban por pura conveniencia. 
Pese a haber llegado a ser uno de los hombres más ricos del mundo, Keith no dejaba pasar ninguna oportunidad. Ya viejo, al ver las gallinas que picoteaban en el patio de su casa, tuvo la idea de desarrollar el asunto y, a los pocos meses, la granja que instaló en su propiedad era la principal proveedora de huevos de la ciudad de Nueva York.
Keith, como él mismo se definió en su único discurso, no era hablador. No se detenía mucho en analizar situaciones ni en barajar posibilidades. Era un hombre de pocas palabras. Cerraba los tratos en cinco minutos. Cuando vendía, estaba dispuesto a bajar el precio y, cuando compraba, aceptaba pagar lo que le pidieran. Todo con tal de no perder mucho tiempo. A pesar de su enorme fortuna, mantuvo siempre un estilo de vida modesto. Comía siempre en casa, se acostaba y se levantaba temprano y no tenía vicios. Le gustaba la música, pero rara vez iba al teatro. No ofrecía ni asistía a fiestas. Era un hombre tan austero que incluso sus propios amigos y familiares lo consideraban aburrido. Tampoco mostraba inclinaciones intelectuales. Una vez, doña Cristina, su esposa, lo miró leyendo un libro y cuándo le preguntó qué estaba leyendo Keith le contestó: "¿Usted cree que yo me acuerdo de lo que leo?"
Minor Cooper Keith fue un millonario sin escándalos ni extravagancias. Su única pasión surgió casi por casualidad. Durante la construcción del ferrocarril a Limón, en las excavaciones aparecían frecuentemente entierros indígenas. A Keith le hicieron gracia aquellas piezas de oro, jade y cerámica y quiso conservarlas. A la larga, acabó reuniendo la colección más grande, amplia y valiosa de objetos precolombinos. La colección, mientras vivió, estuvo en su casa y actualmente se encuentra repartida entre el Museo de Broklyn y el Museo de Historia Natural de New York. 
Doña Cristina, su esposa, hizo donaciones importantes a hospitales, escuelas y centros de beneficencia. El Hospital San Juan de Dios y el Asilo Carlos María Ulloa fueron de los más favorecidos en Costa Rica. Naturalmente, el dinero venía de Keith, puesto que doña Cristina no tenía ingresos propios. Sin embargo, a Keith no le hacía mucha gracia dar dinero a organizaciones. Prefería ayudar a individuos. Cada vez que una institución le pedía un donativo, Keith arrugaba la cara y soltaba una excusa, pero cuando alguien, incluso un desconocido, le exponía una necesidad personal, ahí mismo firmaba el cheque.
Solamente una vez en su vida, a los setenta y cinco años de edad,  Keith visitó a un médico. Luego calificó el encuentro como inútil e innecesario. Minor Keith murió poco después de haber cumplido 81 años el 14 de junio de 1929 y fue sepultado en el cementerio de Greenwood en Brooklyn.
Aunque no hay libro de historia de Costa Rica que no lo mencione, cuesta mucho encontrar una biografía suya. En Estados Unidos se han hecho varios estudios de su obra y figura desde los tiempos en que aún vivía. En 1964 Watt Stewart publicó una detallada investigación titulada Keith y Costa Rica que, pese a lo minuciosa, solo puede considerarse un capítulo de una biografía que aún está por escribirse de manera integral. Ignoro si hay investigaciones similares sobre sus actividades en Guatemala, Cuba, República Dominicana, Brasil y el largo etcétera. Sobre la United Fruit Company, hay numerosas investigaciones históricas pero, como es fácil de suponer, están más concentradas en números que en personas.
Minor Cooper Keith. 1848-1929.
Minor Keith y doña Cristina no tuvieron hijos. ¿A dónde fue a parar su fortuna? Ese es un misterio sin resolver. En su testamento, Keith empieza declarando que ni él mismo tiene idea de cuál es el monto total de sus activos. Haciendas, propiedades, edificios, maquinaria, depósitos bancarios y participación en acciones en al menos una veintena de países. Pese a no tener claro el total de su fortuna, Keith legó sumas a sus sobrinos, familiares, amigos y empleados cercanos. A la persona a la que le heredó el monto más bajo le dejó diez mil dólares. Luego dispuso que, una vez entregadas esas sumas, el capital restante se dividiera entre cien y dejó especificado el destino que debería dársele a cada porción. 
Keith murió en junio de 1929. Cuatro meses antes de su muerte, en febrero, redactó su testamento. Cuatro meses después de su muerte, en octubre, colapsó la Bolsa de Valores de Nueva York. La fortuna de Keith, como la de muchos otros, simplemente desapareció. Las investigaciones se prolongaron por años y no hubo manera de recuperar nada. Ninguna de las personas mencionadas en su testamento recibió un solo centavo. 
INSC: 1288
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