lunes, 28 de septiembre de 2015

Dos libros sobre cine de Mario Giacomelli.

Cine ´93. Mario Giacomelli.
Multimedios, Costa Rica, 1993.
La tecnología avanza a un ritmo tan acelerado que hasta cosas relativamente nuevas se convierten, en poco tiempo, en verdaderas antigüedades. Un buen ejemplo son estos dos libros. Fueron publicados no hace muchos años, ni siquiera tienen las páginas amarillas y ya son verdaderas piezas de museo. Se trata de dos recopilaciones de las críticas de cine publicadas por Mario Giacomelli en 1993 y 1994.
Giacomelli inició su carrera de comentarista en 1983 en Padova, Italia, su ciudad natal, con artículos sobre rock, jazz y crítica de cine que publicaba en periódicos y revistas como Week End Veneto, Splash, Il matino de Padova, entre otros. También participó en la elaboración del libro Il cinema de John Milius.
En 1986 se trasladó a vivir en Costa Rica, donde ha comentado cine desde entonces en diversos periódicos (Semanario Universidad, La Prensa Libre, La República) así como en radio y televisión. 
El cine ha cambiado mucho en su poco más de un siglo de historia. Empezó como una simple atracción de feria que iba de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo asombrando a todos con imágenes en movimiento. El entusiasmo que despertó hizo que pronto se convirtiera en industria y llegara a ser, en la primera mitad del Siglo XX, no solo una de las principales formas de entretenimiento y una efectiva herramienta de propaganda sino, también, un verdadero arte. En la segunda mitad del siglo, el cine pasó por tres etapas. Primero, se iba a ver a los directores, luego a los actores y, finalmente, los efectos especiales. Hay quienes lamentan que los espectadores que hoy llenan las salas de cine no vayan a apreciar las propuestas de brillantes directores ni la interpretación de grandes estrellas, sino solamente a dejarse impresionar por todo lo que la tecnología actual en luces y sonido es capaz de lograr.  Nunca hay que olvidar el origen porque al origen siempre se vuelve. El cine, que nació como atracción de feria, nunca ha dejado de serlo.
La forma de ver películas también ha cambiado. Los curiosos que hace cien años quisieron ver llegar el tren a la estación o a las obreras salir de la fábrica, debieron apretujarse en cobertizos estrechos presididos por la gran sábana blanca. Luego surgieron por todas partes los cines de barrio, hoy desaparecidos. Con las grandes superproducciones se construyeron las enormes salas de cine que, sin importar lo grandes que fueran, solían estar llenas a reventar los fines de semana. La televisión, primero, y las videocaseteras, después, se encargaron de vaciarlas. En los barrios residenciales, donde desde hacía muchos años no había cines, empezaron a aparecer los videoclubes que alquilaban películas. La vida de estos establecimientos, debido a la Internet, fue corta.
En los años noventa, todas las salas de cine de San José seguían abiertas, exhibiendo grandes afiches a la entrada. El Teatro Moderno aún no se había quemado. Todos los sábados había una pequeña multitud frente al Cine Rex a pesar de que ya muchos habían optado por la comodidad y elegancia del Magaly. Los de gusto clásico seguían yendo al Variedades y quienes se habían perdido la película mientras estuvo de moda, tenían una última oportunidad de verla en el Cinema Real. En esos años, además de sus artículos en los periódicos, Mario Giacomelli tenía su popular programa de radio Cinema 90 en que trasmitía música de películas alternada con sus comentarios llenos de datos curiosos.
Mario tiene un verdadero talento para comentar cine. Sabe contar la trama de una película sin echarle a perder sorpresas a quien no la ha visto. Evita referirse a aspectos técnicos. Hacer crítica de cine, comentando la forma en que se suceden los encuadres, es como hacer crítica literaria destacando la habilidad del escritor para poner los signos de puntuación. El comentario va dirigido al público curioso, no al realizador. El público en general inevitablemente se aburre cuando el crítico, en vez de comentar, se pone a evaluar. Toda opinión es personal y discutible, de ahí la importancia de saber justificarla. Ya sea que la película lo haya deslumbrado o desilusionado, Mario siempre deja claras las razones de su impresiones. Sus gustos, como los de todo crítico, acaban a la larga siendo conocidos por sus lectores. Le agrada la ciencia ficción, lo aburren los dramas y no le simpatizan las comedias tontas. A veces, por sus preferencias, ha sido injusto. Con frecuencia ha sobrevalorado películas de ciencia ficción y ha sido severo con producciones que, aunque no sean de su agrado como espectador, debería haber sabido apreciar como comentarista. Sin embargo, Mario siempre ha tenido claro que su trabajo, más que proclamar sus preferencias personales, es informar y orientar a un público que, en muchos casos, busca cosas distintas a las que él recomendaría.
No soy aficionado al cine. Hubo una época en que iba con frecuencia pero, recientemente, ha habido años enteros en los que no he ido ni una sola vez. Sin embargo, no me pierdo los comentarios de Giacomelli ni de su colega Erik Fallas. Ambos son cultos, escriben con concisión y soltura, tienen ideas claras que, por bien pensadas, son capaces de exponer y justificar con propiedad. Se dice que para ser crítico literario no hace falta leer, sino haber leído. Además de haber visto mucho cine, Mario y Erik han reflexionado a fondo más allá de cada película en particular y tienen un criterio formado al que vale la pena prestarle atención, independientemente de que uno vaya al cine o no.  El crítico, si escribe de manera atractiva y dice cosas que merezcan ser atendidas, llega a ser leído por quienes no tienen mayor interés en lo que comenta. Conocí a muchas personas que no iban al teatro ni a los conciertos de la Sinfónica, que no se perdían las notas de Andrés Sáenz. A mí nunca me ha interesado el boxeo, pero disfrutaba leer los comentarios de Esteban Gil Girón.
Cine ´94. Mario Giacomelli.
Multimedios, Costa Rica, 1994.
La labor de los comentaristas suele quedar dispersa y olvidada. No hay nada más viejo que el periódico de ayer. Mario Giacomelli tuvo la feliz idea de publicar en un libro cien de sus reseñas de las películas exhibidas en 1993. En el prólogo dice que se trata del primer ejemplar de una serie de obras anuales que representarán una cita editorial con todos los cinéfilos. Al año siguiente, apareció la segunda entrega, que sería la última. La serie de obras anuales fue de solamente dos títulos: Cine ´93 y Cine ´94. Cuando estos libros aparecieron, un amigo me dijo que eran ideales para ponerlos sobre el televisor, al lado de la videocasetera. Ya nadie tiene videocaseteras y el televisor se ha vuelto tan delgado que no se puede poner un libro sobre él. Las fichas técnicas incluidas en cada reseña, que en aquel tiempo eran una información difícil de conseguir, hoy están a la mano con una simple búsqueda en Internet. En el prólogo de Cine ´94, Mario pide a los lectores que le hagan llegar sus observaciones y comentarios y, para que le escriban, ofrece su dirección de apartado postal.
Lo dicho: el avance de la tecnología ha convertido a estos libros en piezas de museo. Quienes hoy comentan cine, o cualquier otra cosa, lo hacen a través de plataformas digitales, lo comparten por medio de redes sociales y todo queda almacenado en la nube disponible para quien lo busque. 
Hoy, muchos periódicos y revistas han reducido, o eliminado del todo, sus ejemplares impresos en papel pero, simultáneamente, han visto crecer el número de lectores en sus versiones digitales. 
Cuando repaso los libros de Giacomelli, que son de lectura tan agradable, no puedo evitar sentir un poco de nostalgia, pero no al punto de suspirar por los tiempos idos. Las carretas de bueyes son muy lindas, pero hoy las mercancías deben transportarse en camiones. Si Mario tuvo la audacia y la paciencia de recopilar y publicar sus comentarios en dos libros, espero que eche mano de las nuevas oportunidades tecnológicas y pronto suba sus comentarios a la red. De esa forma, un público más amplio tendría acceso a sus valiosas reseñas. Ojalá Erik también lo haga. Ambos, conmigo, ya cuentan con un fiel lector.
INSC: 2004 INSC: 1996

jueves, 17 de septiembre de 2015

Los raros de Rubén Darío.

Los raros. Rubén Darío. Editorial
Maucci, Barcelona, 1905.
Al leer reseñas de libros o semblanzas de autores, es común tropezarse con títulos y nombres totalmente desconocidos. Con frecuencia, en esos casos, sorprende el entusiasmo y la admiración que es capaz de generar una obra o un escritor cuya fama es casi clandestina. Surge entonces el interés por conseguir el libro reseñado o averiguar más sobre ese escritor cuyo nombre escuchamos por vez primera pero, en la mayoría de los casos, la curiosidad suele quedar insatisfecha debido a que la información disponible es mínima.
Sin embargo, cuando un lector apasionado descubre una obra o un autor que lo impresiona, no puede aguantarse las ganas de alborotar el vecindario, aunque su revelación no esté disponible para los vecinos. 
Reseñar un libro ante un público que no tiene posibilidades de conseguirlo es un acto de fe. El autor es desconocido, pero merece ser dado a conocer. El libro no está disponible, pero conviene recomendarlo, por si acaso alguien se lo encuentra.
A la larga, uno acaba familiarizándose con ciertos autores por carambola. ¿Cuántos han leído el Amadís de Gaula o Tirante Blanco? Supongo que muy pocos, pero todos los que hemos repasado Don Quijote los hemos oído mentar tanto que nos resultan familiares.
Rubén Darío escribió semblanzas sobre veintiún escritores en su libro Los raros. Algunos de ellos hoy son muy famosos (Edgar Allan Poe, Heinrik Ibsen, Paul Verlaine), pero para la época en que apareció el libro eran aún autores desconocidos para el gran público. A su regreso de Europa, donde entró en contacto con los simbolistas franceses, Darío se estableció en Buenos Aires, Argentina, donde, por medio de artículos en el diario La Nación, fue publicando reseñas sobre la vida y obra de esos autores audaces, innovadores y huraños que no habían alcanzado la fama y el reconocimiento que merecían. 
Diecinueve de esas notas fueron recopiladas en la primera edición del libro, publicada en Argentina en 1896. Vale la pena citar la lista completa: Edgar Allan Poe, Laconte de Lisle, Paul Verlaine, El conde Matías Augusto de Villers de L`Isle de Adam, León Bloy, Jean Richepin, Jean Moreas, Rachilde, George George d`Esparbès, Augusto de Armas, Laurent Tailhade, Fray Doménico Cavalca, Eduardo Dubus, Teodoro Kannon, El conde de Lautréamont, Max Nordau, Henrik Ibsen, José Martí y Eugenio de Castro.
En la segunda edición corregida y aumentada, publicada en Barcelona en 1905, se agregaron dos más: Camile Mauclair y Paul Adam.
El cubano José Martí es el único de los reseñados que escribía en español (Augusto de Armas también era cubano, pero escribió toda su obra en francés), Edgar Allan Poe, norteamericano que escribía en inglés era una influencia fundamental para los simbolistas, Henrik Ibsen era noruego que escribía en danés, Eugenio de Castro escribía en portugués y Fray Doménico Cavalca en italiano. Salvo estas excepciones, todos los autores escribieron en francés y no existían traducciones disponibles, ni en Buenos Aires ni en Barcelona ni en ninguna parte en aquella época. Cabe mencionar también que Fray Doménico, monje medieval, es el único del grupo que no vivió en el Siglo XIX. Y ya que estamos con datos curiosos, el conde de Lautréamont, cuyo nombre era Isidoro Ducasse, nació y vivió hasta los trece años de edad en Uruguay. Serían por tanto, cuatro americanos y diecisiete europeos. La nota sobre José Martí, por cierto, fue el obituario que publicó Darío en Argentina para dar a conocer su figura, su obra literaria, su causa patriótica y su temprana muerte. Dice Darío que "el genio, ese majestuoso fenómeno del intelecto elevado a su mayor potencia, alta maravilla creadora, no ha tenido aún nacimiento en nuestras repúblicas, ha intentado aparecer dos veces en América; la primera en un hombre ilustre de esta tierra, la segunda en José Martí". Lo de "esta tierra", sin lugar a dudas se refiere a Argentina, pero por más que le he dado vueltas al asunto, no me atrevo a especular a quién se refiere. Lo irónico de la cita es que el genio de América era, precisamente, Rubén Darío.
Pero no nos distraigamos con detalles y volvamos al libro. ¿Quiénes son estos autores y qué tienen todos ellos en común? Son una rara colección de personajes extraños y diferentes entre sí. Darío retrata sin piedad a Verlaine lleno de vicios que llegó al final de su vida arruinado, económica, física y espiritualmente.  León Bloy, por su parte, con su fanatismo católico, es un caballero medieval que, en el siglo que le tocó nacer, emprendió la cruzada de nadar en solitario contra corriente. Algunos personajes tuvieron una vida privilegiada y otros una existencia miserable pero, en ambos casos, lo particular de su condición los alejó del gran público. Basta repasar la lista para percatarse que, a la larga, unos pocos de ellos alcanzaron la fama y el prestigio que no gozaron en vida, mientras que, a un siglo de distancia, la gran mayoría de los nombres sigue sumida en la oscuridad de la que Darío trató de sacarlos. 
Estas vidas, obras y personalidades tan distintas, solamente tienen en común el haber logrado impresionar profundamente a Darío. Ya sean héroes o antihéroes, así hayan escrito páginas sublimes o grotescas, todas las semblanzas de este libro están escritas con admiración desbordada.
La crítica literaria tal vez perdería rigurosidad, pero ganaría en franqueza, si hiciera a un lado la prudencia. Casi siempre, quien reseña un libro, procura disimular la reacción emocional, favorable o de rechazo, que ese libro le provocó. Se empieza entonces a andar por las ramas. Se analiza la técnica como si se tratara de un artefacto, se desmenuzan los componentes como si se estuviera haciendo una autopsia, se establecen referencias con otras obras para ubicar el aporte dentro de un corpus más amplio, pero se oculta al lector sensible que está detrás hasta del crítico más metódico.  Ese no es el caso de Darío. Darío quedó deslumbrado por estos autores y, sin disimular su entusiasmo, los elogia hasta ponerlos por las nubes, cita fragmentos de sus obras y los perfuma con incienso y repasa los episodios más sublimes o más dolorosos de sus vidas siembre desde el asombro.
Darío, al referirse a libros de otros autores, no los analiza, no los evalúa, no los juzga. Simplemente se les aproxima, se hunde en ellos, logra entrar en su particular dinámica y estética y, luego, comparte las sensaciones que esas lectoras lograron impregnar en él. 
Rubén Darío (1867-1916)
Retrato de 1905.
La lectura de Los raros, entre otras muchas, deja dos grandes enseñanzas. Una de tolerancia y otra de humildad. Se habla mucho de lo peligroso que puede llegar a ser el fanatismo religioso o político, pero poco se menciona a su hermano trillizo, el fanatismo estético. Hay quienes, tras volverse adictos a determinada escuela, se vuelven incapaces de reconocer los méritos de obras que responden a otras búsquedas y echan mano, por tanto, a otros recursos. Darío, que tenía una sólida cultura clásica, capaz de recitar de memoria los clásicos latinos y griegos, gran conocedor de la poesía medieval italiana y del Siglo de Oro español, quedó fascinado por la audacia de las nuevas propuestas de sus estrictos contemporáneos y fue quien dio a conocer a los poetas simbolistas en América. Por el atrevimiento, hubo quienes lo tildaron de decadente. No comprendieron entonces, como muchos no comprenden hoy, que precisamente quienes conocen a fondo las normas tradicionales son los que más aplauden lo verdaderamente novedoso. 
Por otra parte, es verdaderamente conmovedor que el poeta que renovó la poesía castellana y acabó convirtiéndose en referente continental durante casi un siglo, se muestre deslumbrado ante escritores cuya fama no llegó ni a la esquina. 
La admiración, como el enamoramiento, es un fenómeno intenso, pero pasajero. Por eso es mejor expresarlo mientras está vivo. Años después, al releer amarillentas cartas de amor o elogios literarios desbordados, uno se percata que, aunque en el fondo el sentimiento de alguna forma se mantiene, tal vez la manera de expresarlo fue un tanto desbordada.
El propio Darío, en la primera página de la segunda edición de Los raros menciona: "En la evolución natural de mi pensamiento, el fondo ha quedado siempre el mismo. Confesaré, no obstante, que me he acercado a algunos de mis ídolos de antaño y he reconocido más de un engaño en mi manera de percibir."
INSC: 2139

sábado, 12 de septiembre de 2015

Cinco mendigos con nombre e historia.

Por el amor de Dios. Luis Dobles Segreda
Editorial Costa Rica, 1994.
En la actualidad, a quienes deambulan por las calles vestidos de harapos en procura de que los transeúntes les den alguna moneda se les llama mendigos. Hasta no hace mucho tiempo, se les decía limosneros o pordioseros, ya que las palabras con las que solían pedir eran: "Una limosna por el amor de Dios".
A pesar del título, ninguno de los personajes del libro de cuentos de don Luis Dobles Segreda, pronuncia el famoso dicho. Ni siquiera mendigan. Son cinco personas a las que les fue mal en la vida y acabaron convirtiéndose en figuras pintorescas de la provincia de Heredia. Lograban sobrevivir gracias al auxilio de los vecinos, quienes los conocían bien y les tenían cariño. En su momento, cada uno con su excéntrica conducta, llegó a ser una especie de celebridad local. Su recuerdo, de no haber sido por el libro de don Luis, habría desaparecido.
Moreira, hombre envejecido desde su juventud, da la impresión de que le tuviera miedo a las personas. Nunca mira a quien le habla y susurra palabras sueltas como única respuesta a las preguntas que le hacen. Sabe leer y escribir y hace muchos años tuvo un libro: un catecismo que acabó aprendiéndose de memoria de tanto repasarlo. Nunca tuvo novia ni amigos, trabajaba de cartero y vivía con su madre, la única persona con quien conversaba sin trabarse. En los buenos tiempos nada les faltaba. La mamá le lavaba la ropa y siempre andaba limpio. Estaba alentado y trabajaba mucho. Cuando pintaron el templo parroquial, Moreira trabajó como voluntario, pero tuvo la mala suerte de caerse de un andamio alto y, aunque salió con vida del golpe, no pudo volver a trabajar. Cuando la viejita murió, Moreira, que ya estaba loquito, durmió en el cementerio, sobre el montículo de tierra, como un año. Los vecinos lo veían saltar la tapia en las noches. Un par de veces los policías lo sacaron a la fuerza. El pobre hombre entendió mal lo que le dijeron y creyó que tenía prohibido ingresar al cementerio por lo que, en adelante, siguió llegando solamente hasta el portón, desde donde, con los manos agarradas a las rejas, miraba hacia el sector en que reposaba su madre.
También tocado de la cabeza, Venao, a diferencia de Moreira, es un hombre parlanchín y chistoso. Dice que siendo joven conoció a don Braulio Carrillo, luchó contra los filibusteros, trató de cerca a Juan Santamaría, jugó apostando fuerte con don Próspero Fernández, fue protegido del General don Pedro Quirós, pero por su conducta indisciplinada y no saber leer ni escribir, no pudo hacer carrera en el ejército. En repetidas ocasiones, como civil y como militar, estuvo en el cepo. Respondón, insolente y dicharachero, a Venao le gustaba hacerse el gracioso incluso en las peores circunstancias. La vez que, en un pleito a cuchillo, mató a un hombre, no dejó de bromear durante el combate. Huyendo de la justicia con nombre falso, Venao estuvo de mandador de fincas en Atenas y hasta sembrando cacao en Matina. Era bueno para caminar. Cuando no había tren a Puntarenas y enviaban a Venao a hacer alguna diligencia, se iba de madrugada y a la noche del día siguiente estaba de vuelta. Por ese tipo de proezas se ganó su apodo. Ya viejo e inofensivo, vive de sus recuerdos y se deleita en repasar sus andanzas, no se sabe si reales o imaginarias, pero seguramente bien adornadas con exageraciones.
Jacinta Camacho, mejor conocida como Picale la Gallina, tuvo un hijo pero se le murió pequeño. Los chiquillos del barrio, al verla pasar, le preguntan si ella lo mató y la pobre mujer, ofuscada como si fuera la primera vez que oyera la burla, empieza a gritar un largo alegato en su defensa. Llama a la manera antigua, diciendo "Ave María", en vez de "Upe", que apenas comenzaba a usarse en su tiempo. Además de loquita, Jacinta estaba tuberculosa, por lo que cargaba su propio tarro para pedir de puerta en puerta la leche que el médico le recomendó que tomara a diario. Pese a su miseria, la mujer estaba bien nutrida debido a que tenía una excelente estrategia: en todas las casas decía "Solo aquí me dan".
Calachas, por su parte, anda con dos caballos viejos y enfermos. Uno tiene una pelota en una pata y, a los niños que le preguntan, les dice que una vez se comió un coco, se le fue por mal camino y no ha encontrado la manera de sacárselo. Con sus jumentos, Calachas es una especie de correo, los vecinos le dan el dinero y le dicen qué ocupan y él les trae los encargos, que van desde telas hasta tarjetas para enamorados. Hubo un tiempo en que Calachas no era Calachas, sino don Nicolás. Tenía dinero, buenos caballos y muchas enamoradas. Espera recuperarse y sabe que cuando vuelva a tener dinero, le volverán a decir don. 
En el cuento de don Alejando, es el único en que aparece "por el amor de Dios" pero solamente como referencia.  El viejo músico todavía tiene la tuba herrumbrada colgando de un clavo en la pared, pero cuando la sopla ya no suena igual. Hubo un tiempo en que tocaba en la iglesia, los bailes y en la plaza. Tenía muchos contratos y dinero de sobra. La vida no era tan cara entonces, compraba un real de carne y alcanzaba hasta para los perros. Cuando aparecieron las vacas flacas, su mujer se escapó con otro y, cuando el otro la dejó, don Alejandro la recibió de nuevo en su casa, en la que, además de la pareja, vivían sus dos hermanas ya muy viejitas, su hija y su nieto. A duras penas lograban pasar con el sueldo de conserje del viejo, que barría y tocaba la campana en el Colegio de San Agustín. Cuando el Colegio se transformó en Escuela Normal, botaron el caserón de adobe para construir un edificio de amplios corredores y salones que el viejo ya no tenía fuerzas para limpiar. Cuando lo echaron, como consuelo, le dieron el puesto a su hija. Don Alejandro se fue quedando ciego por las cataratas y acabó ubicándose al lado de la puerta de un consultorio donde, sin extender la mano, recibe limosnas sin necesidad de pedirlas.
Luis Dobles Segreda publicó Por el amor de Dios en 1918. Las ganancias que se obtuvieron con la edición fueron destinadas a ayudar a ancianos menesterosos. Pese a los años transcurridos, este libro sigue siendo fresco y atractivo. 
Escribir sobre limosneros y loquitos tiene sus riesgos. El mayor de todos es quedarse en lo evidente, complacerse en describir la miseria sin ir más allá o más a fondo. No es lo mismo acostumbrarse a verlos pasar que conocerlos. De primera entrada la atención se centra en la ropa deshecha, el cabello maltratado y la piel tostada, la mirada perdida y el discurso incoherente. Pero los mendigos, como cualquier otra persona, tienen nombre y una o varias historias detrás. ¿Quienes son? ¿De dónde vienen? y ¿Cómo llegaron a este estado? son preguntas que no pueden ser respondidas desde lejos. Quienes leyeron la primera edición de este libro seguramente estaban acostumbrados a ver a estos cinco personajes. Hasta es posible que les hubieran dado algo. Pero muy probablemente acabaron descubriendo, en estos cuentos, revelaciones inesperadas.
En cada relato, don Luis Dobles Segreda va presentando al personaje poco a poco. De primera entrada solo vemos lo exterior, la apariencia y la conducta, pero luego podemos asomarnos a sus sentimientos, sus dolores y alegrías, sus recuerdos dulces y amargos y los sueños que aún les quedan.
Luis Dobles Segreda.
1889-1956
Don Luis, más que autor parece amigo, puesto que escribe sobre ellos con respeto y afecto. No se burla, no los ridiculiza, no los juzga, no los justifica, no los reivindica. Simplemente, los retrata.
La prosa en que están escritos estos cuentos es limpia, clara, transparente. La forma en que reproduce el lenguaje de sus personajes, con sus dichos y refranes ya viejos desde entonces, con sus palabras pronunciadas de manera particular, es tan fluida que hasta da la impresión, al leer, de estar escuchando su voz y mirando el brillo de sus ojos.
La pobreza, la enfermedad y la demencia, son temas que no cualquier escritor puede desarrollar sin distraerse. Si se pone sentimental y lacrimógeno, el escritor, más que los personajes, acaba dando lástima. Si se trepa a la tribuna y se larga con un discurso lleno de indignación sobre lo cruel e injusta que es la sociedad, en vez de un relato termina escribiendo un panfleto. Si se concentra más de la cuenta en los detalles, acaba soltando descripciones interminables. Y si le da por explotar lo pintoresco, al final le puede salir una caricatura. Don Luis Dobles Segreda, que tenía solamente veintinueve años de edad cuando publicó este libro, no cayó en ninguna de esas trampas.
Los tiempos han cambiado mucho desde que apareció este libro. Los indigentes que hoy viven en las calles no cuentan, al menos en centros urbanos superpoblados, con la protección de vecinos que los llamen por el nombre y les abran cuando toquen la puerta. No es lo mismo ser mendigo de aldea que de gran ciudad. Los escritores actuales ya no los tratan con dignidad, respeto y afecto. Ni siquiera se les acercan.
INSC: 1559

miércoles, 9 de septiembre de 2015

El cacique Garabito.

Garavito nuestra raíz perdida.
Oscar Bakit. Jiménez y Tanzi,
Costa Rica, 1981.
Todas las biografías tienen su dosis de ficción. No hay ni un solo personaje histórico cuyas andanzas en este mundo estén fuera de duda. Hasta los historiadores más serios deben echar mano de su imaginación para reconstruir episodios sobre los que no hay muchos documentos. Cuanto más antiguo sea el personaje biografiado, menor será la información disponible y, por tanto, mayor será la carga legendaria basada únicamente en suposiciones. 
El libro Garabito nuestra raíz perdida, de Oscar Bakit es un buen ejemplo. Sobre Garabito no hay más referencias que las pocas menciones consignadas por los conquistadores españoles. No sabe cuándo nació ni cuándo murió, ni cuáles eran sus dominios, ni a cuál comunidad pertenecía. Ninguno de los conquistadores lo vio en persona y existen dudas sobre su verdadero nombre. Con todo y esta carencia de datos, Garabito es un personaje fascinante precisamente por lo misterioso.
La teoría comúnmente aceptada es que Garabito era el cacique que regía la costa pacífica de Costa Rica por la época en que inició la conquista española. Al norte, en territorio chorotega, se fundó Nicoya en 1522. Francisco Hernández de Córdoba, en 1524, el mismo año en que había fundado León y Granada en Nicaragua, fundó el primer poblado español en Costa Rica, llamado Villa Bruselas, en algún lugar entre Chomes y Orotina. La hermosa ciudad de Granada sigue en el mismo sitio, de León Viejo quedaron algunas ruinas, pero de Villa Bruselas no quedó nada. La población desapareció antes de cumplir cinco años de haber sido instalada. 
Las atrocidades de Pedrarias Dávila circulaban de boca en boca entre los distintos grupos indígenas de la zona y tal parece que al territorio de la actual Costa Rica, la mala fama de los conquistadores llegó antes que ellos. 
Por los tiempos de la corta vida de Villa Bruselas, el cacique Garabito debió haber sido un niño o hasta es probable que no hubiera nacido aún. Quien sí consta que estuvo en Villa Bruselas fue un capitán español llamado Andrés de Garabito, que servía a las órdenes de Hernández de Córdoba. Al igual que su tocayo indígena, se sabe poco de él. Protagonizó un par de escándalos, fue enjuiciado, escapó y se le perdió la pista. 
Tras el fracaso de Villa Bruselas, los españoles tardaron varios años en intentar una nueva incursión. En 1561, arriba Juan de Cavallón acompañado de una tropa numerosa y bien armada que incluía hasta un sacerdote, don Juan de Estrada Rávago, quien ya había hecho algo de fortuna y, en vez de regresar a España, financió la expedición. Se supone que la primera misa celebrada en Costa Rica la ofició el padre Estrada, pero no sabe cuándo ni dónde.
Cavallón y sus hombres exploraron Orotina y llegaron hasta Esparza, pero no les fue muy bien ya que el cacique Garabito les puso las cosas cuesta arriba. Los ataques eran sorpresivos, frecuentes y rápidos. Los hombres de Garabito aparecían de repente, causaban bajas a los españoles, se retiraban y volvían a emboscarlos a los pocos días. Garabito nunca logró ser identificado porque, para despistar, varios de sus hombres se hacían pasar por él. Cavallón llegó a atrapar y a ejecutar a uno de esos falsos Garabitos. 
A pesar de los constantes ataques, Cavallón logró llegar hasta el valle central del país, donde fundó Garcimuñoz, en recuerdo a su pueblo natal en Castilla La Mancha. Uno de sus exploradores, Ignacio de Cota, atravesó la cordillera y llegó hasta el Guarco. El sargento portugués Antonio Álvarez Pereira le salvó la vida a Cavallón en uno de los tantos ataques de Garabito. Se dice que Álvarez Pereira, además, logró secuestrar a la esposa y dos hijos de Garabito, pero ni así logró capturar al cacique. Cavallón, con total honestidad, dejó por escrito el testimonio de todas las veces que tuvo que salir huyendo. Como sabía que Garabito la tenía contra él, Cavallón decidió mudarse a México.
El nuevo conquistador, don Juan Vásquez de Coronado, en una carta a Felipe II le dice: "Esté Vuestra Majestad cierto que en Costa Rica no hay indio de paz... el más dañoso para la pacificación de esta provincia es un cacique llamado Garabito."
Vásquez de Coronado envió un centenar de hombres a atrapar a Garabito, pero fracasaron. Es imposible capturar a alguien que no se puede identificar. Para contrarrestar la mala fama de Pedrarias y no sufrir las constantes derrotas de Cavallón, Vásquez de Coronado optó por la vía diplomática y se dispuso a hacer amigos. En sus relaciones con los pueblos indígenas, prefería negociar a imponerse. Llegó a establecer una buena relación con el cacique Corohore, a quien describió como "el indio más lindo que he visto". A Garabito, de más está decirlo, nunca lo vio. 
Dulcehe, la hermana de Corohore, estaba secuestrada por un grupo rival. Vásquez de Coronado logró liberarla y en vez de castigar a los secuestradores, les pagó el rescate que pedían para quedar bien tanto con los vencidos como con los aliados. Dulcehe, bautizada luego como doña Inés, acabó emparejándose con Antonio Álvarez Pereira, que ya era capitán y de esa unión descienden grandes familias de la aristocracia costarricense. 
Don Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno, en su libro Noticias de antaño, publicado en 1948, trata de contar la historia de sus ilustres ancestros, pero se acaba confundiendo nombres y afirma que Dulcehe era la esposa de Garabito. Don Norberto Castro Tossi realizó un estudio sobre el tema, pero murió antes de publicarlo y el manuscrito se perdió. A Garabito, que se supone era el señor de la costa pacífica, algunos autores le atribuyen ser el padre del cacique de Turrialba. 
Poco a poco la presencia de españoles en Costa Rica fue aumentando, se logró establecer una coexistencia con los pobladores indígenas y los ataques de Garabito cesaron. No se sabe si el cacique guerrero murió, fue derrocado o se aisló con su gente.
Los documentos sobre Garabito, además de escasos son contradictorios. Perafán de Rivera confunde a Garabito con Coyoche, el cacique chorotega. Gil González Dávila, por su parte, al remontar el río grande Tárcoles, tuvo noticias del cacique Huetara y llamó al pueblo de Garabito "los huetares". Los conquistadores españoles, en todo caso, no estaban aquí haciendo investigaciones etnográficas y, ante esos nombres nuevos para sus oídos, confunden caciques con poblaciones o grupos sociales enteros. Las investigaciones sobre los pueblos indígenas costarricenses son aún escasas y recientes y en ellas las crónicas de los conquistadores han aportado más confusión que claridad. 
Hace bastantes años, en Ecuador, se estableció un parque dedicado a guerreros indígenas. Óscar Bákit realizó la escultura de Garabito que representaría a Costa Rica. Una réplica de dicha escultura estuvo durante algún tiempo en el Parque Central de San José antes de ser trasladada al parque del Barrio Don Bosco. El día de la inauguración del monumento, asistieron representantes de la municipalidad, de ministerios y de la universidad que, según declara el propio Bákit en su libro, saltaba a la vista que no tenían idea de quien fue Garabito. La placa, además, repetía el error de Perafán de Rivera y confundía a Garabito con Coyoche. 
Además de que la información sobre Garabito es mínima y confusa, los investigadores la cuestionan. En 1572, Fray Diego Guillén declara en una carta que el cacique rebelde y misterioso tomó su nombre del capitán Andrés de Garabito. Trescientos años después, el Marqués de Peralta desacredita el documento al afirmar: "Esa carta desfigura los hechos". Carlos Gagini sostuvo, en su momento, que es poco probable que un cacique indígena que lucha contra los españoles haya tomado su nombre de uno de ellos. Bákit tampoco lo cree y dedica varias páginas de su libro a especulaciones sobre el posible significado de la palabra Garabito en una lengua indígena que ni siquiera se molesta en determinar. 
El caso da para pensar. Hay un documento de la época que dice una cosa y tres investigadores, el Marqués de Peralta, Gagini y Bákit, le restan credibilidad porque no calza con la historia que quieren contar. Especialmente atrevida, por decir lo menos, es la afirmación del Marqués que habla de "hechos" a tres siglos de distancia.
Es sabido que, por motivos que podríamos llamar mágicos, algunos indígenas prefieren no revelar su nombre. En ese caso, no tendría nada de raro que el guerrero hubiera escogido un nombre del enemigo para mantener en secreto el propio.
El libro de Bákit, divagatorio y lleno de suposiciones, no logra definirse entre la historia y la ficción. Si hubiera optado por narrar una vida legendaria, debería haber sido una novela. Si se hubiera limitado a los hechos, habría sido de muchas menos páginas. 
INSC: 2206

sábado, 5 de septiembre de 2015

Una mirada profunda a la vida y obra de Frida Kahlo.

Frida Kahlo, una experiencia de límites.
Roxana Pinto López. Editorial de la
Universidad de Costa Rica. Editorial
Plaza y Valdés, México, 2001.
El libro Frida Kahlo, una experiencia de límites, de la escritora costarricense Roxana Pinto, brinda interesantes aproximaciones a la obra y figura de la controversial artista mexicana. Fruto de una investigación rigurosa, al estudio hay que reconocerle, ante todo, el haber evitado la explotación de lo anecdótico para poder entrar más a fondo en el universo simbólico de los autorretratos y el diario de la pintora.
La figura de Frida Kahlo (1907-1954) genera reacciones tan diversas que van desde la más completa devoción hasta el rechazo más contundente. Si bien es cierto que, durante su vida, sus cuadros fueron expuestos en salones de renombre y merecieron críticas entusiastas, lo cierto es que no fue sino varias décadas después de su muerte que su popularidad empezó a extenderse. A raíz de la publicación de varias biografías de la artista que aparecieron en la década de los setenta, su imagen empezó a transformarse en ícono.
La vida de Frida Kahlo, de hecho, brinda una excelente materia prima para la construcción de un mito. No han faltado, sin embargo, quienes ante la fridamanía desatada en años recientes hayan externado su voz de protesta.
En opinión de sus detractores, Frida ha sido convertido en bandera proselitista. Christopher Domínguez Michael, en su ensayo No todos somos Frida Kahlo, menciona que la popularidad de la pintora se debe a su condición de mujer, latina, homosexual, minusválida y comunista, de manera que encarna todas las facetas de la marginalidad que debe ser reivindicada.  Lo cierto del caso es que en las librerías abundan biografías de la Kahlo que no hacen más que describir en detalle su accidente de tránsito y sus chismes de alcoba. 
Por ese motivo, la lectura de Frida Kahlo, una experiencia de límites, de Roxana Pinto, resulta de una frescura digna de agradecerse. Pinto, psicóloga y Máster en Literatura, en vez de explotar el anecdotario de la Kahlo para complacer la curiosidad de los morbosos, optó por explorar a fondo el universo simbólico que encierran tanto el diario como los autorretratos de la artista mexicana. En la introducción del libro la propia autora declara que su intención nunca fue escribir una biografía, "pues ya las hay suficientes y bien documentadas", sino descubrir cómo el lenguaje de la mexicana no se haya solamente a nivel empírico, sino que guarda toda una ficción poética.
Para acercarse a la obra de Kahlo, Roxana Pinto echa mano del psicoanálisis, la sociocrítica y las teorías de género. A lo largo del estudio, la investigadora va analizando diversas pinturas a partir de un marco teórico previamente expuesto. Las conclusiones a las que llega son ciertamente reveladoras y enriquecen, en mucho, la visión de quien, con conocimiento previo de la obra de Kahlo, se acerque al libro en busca de una apreciación más profunda. 
Debe señalarse que este libro, si bien no es un documento estrictamente para iniciados, tampoco constituye un trabajo que pudiera considerarse introductorio. El interés de Pinto por Kahlo data de varios años y, de hecho, esta obra tiene su origen en su propia tesis de Maestría en Literatura. Cuando Roxana presentó su tesis, recibió la sugerencia de "traducirla" a un lenguaje menos académico con miras a compartir sus apreciaciones con un público más amplio.
Inevitablemente, las tesis de grado requieren de marcos teóricos, citas y notas que justifiquen hasta la más mínima afirmación. Los trabajos dirigidos al público en general, en cambio, pueden prescindir de mencionar las fuentes sin dejar por ello de ser rigurosos. En este punto, el libro de Roxana deja un sabor ambiguo.
Por una parte, el libro está escrito en forma fluida y amena, con un tono más cercano al de una charla que al de una conferencia. Por otra parte, especialmente al inicio, las digresiones sobre asunto teóricos son demasiado extensas. El capítulo dedicado a "El sujeto", por ejemplo, es una larga disertación teórica y, sin no fuera por una breve mención en el antepenúltimo párrafo, habría terminado sin mentar a Frida. El peso predominante de lo teórico, más marcado al inicio que al final del libro, hacen que el lector recuerde a cada párrafo el origen universitario de las páginas que está leyendo.
Las reflexiones que incluye el libro sobre diferentes aspectos descubiertos en la pintura de Kahlo son verdaderamente reveladores. La idea generalizada es que Frida Kahlo era una mujer excéntrica, esposa de Diego Rivera, que no hizo más que pintarse a sí misma en unos autorretratos muy particulares.
Los ensayos de Octavio Paz y Carlos Fuentes sobre la artista vinieron a redimensionarla y a llamar la atención sobre lo mucho que hay que observar, y no ha sido observado, en sus cuadros.
El trabajo de Roxana Pinto es tanto un profundo ejercicio de observación como una atractiva invitación a observar. A observar la columna rota como un símbolo de significados diversos; a observar todos los mensajes que están tan ocultos como evidentes en sus autorretratos; a observar cómo, mientras se retrataba a sí misma, la Kahlo retrató también grandes conflictos sociales, históricos, psicológicos, mexicanos, éticos, femeninos, sexuales o, en una palabra, humanos.
Frida Kahlo, una experiencia de límites, fue publicado en coedición por la Universidad de Costa Rica y la Editorial Plaza y Valdés de México. En medio de tantos libros que han aparecido y seguirán apareciendo sobre esta artista, el de Roxana Pinto logró ir más allá de la anécdota. Quien lo lea con atención, acabará descubriendo, en cada pintura de Frida Kahlo, una variedad de mensajes que abarcan mucho más que su excéntrica personalidad y su complicada vida.
INSC: 1181
Frida Kahlo (1907-1954)


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