martes, 27 de octubre de 2015

El domador de pulgas de Max Jiménez.

El domador de pulgas. Max Jiménez.
Editorial Costa Rica. 1999.
Otros domadores alquilaban brazos para alimentar a sus pulgas, pero al de esta historia le parecía una traición darle a sus pulgas otra sangre que no fuera la suya. Su brazo lleno de piquetes era la verdadera encarnación del amor que sentía por sus animales.
Un buen día decidió no exhibirlas más en el pequeño circo en que las ponía a tirar de una diminuta carreta o caminar por la cuerda floja. Prefirió dejarlas en libertad, dentro de su cuarto miserable, para que ellas hicieran con sus vidas lo que quisieran. El domador les daba su sangre, pero no sus palabras, y se limitó a observarlas sin intervenir en sus decisiones. Las pulgas se reprodujeron y la población llegó a ser numerosa. La comunidad se volvió compleja y cada pulga, a nivel individual, tomó su camino propio.
El domador se dio cuenta de que lo que hace falta en la vida es solo un impulso inicial. Sus pulgas dejaron de ser animalitos saltones y poco a poco fueron separándose en grandes masas, pequeños círculos y hasta pulgas solitarias. Cada pulga empezó a hacerse distinta a las otras. Los animales de la misma especie son difíciles de distinguir, pero llegó el momento en que no había una pulga igual a otra.
Por sus diferencias tan marcadas, empezaron a haber riñas, asesinatos y disputas de honor. Para el domador fue terrible darse cuenta de los actos de violencia que ocurrían en la comunidad de sus amadas criaturas, pero confió en que ellas mismas serían capaces de encontrar la solución a sus problemas. Por iniciativa propia, las pulgas crearon leyes, tribunales y presidios.
En la sociedad de las pulgas, algunas empezaron a destacarse por su talento, mientras que otras se degradaban por sus vicios. La pulga filósofa, por ejemplo, ocupaba su tiempo en reflexionar sobre asuntos profundos y elevados. Su vida era regida por la razón, las ideas y los principios. Solamente se comportaba como animal a la hora de aparearse, como si perdiera la gravedad de su pensamiento al quitarse los pantalones y solo fuera de capaz de recobrarla al recogerla de donde, al igual que los pantalones, la había dejado tirada al descuido.
Pulga artista, por su parte, agobiada desde su niñez por su absoluta conciencia, tenía una vida dolorosa. En todas partes y a cada momento se encontraba con un NO en mayúscula que, a fuerza de repetirse, y por la redondez de la O, acabó convirtiéndose en su mundo. Cada fracaso en el arte era un peldaño firme y eterno para desarrollar su inevitable impulso creativo. Solo quien tiene una gran fortaleza puede alcanzar lo sublime tras una larga cadena de fracasos. Había pulgas medio artistas, que se amoldaban a lo que fuera con tal de no complicarse la vida, pero la pulga verdaderamente artista se levantaba con fuerza como las olas del mar, sin importarle que cada arremetida acabara convertida en espuma.
Las pulgas se entretenían chismeando sobre los defectos de las otras. Cualquier desliz poco virtuoso era comentado con saña y entusiasmo. A la que no había caído, pero se balanceaba en la cuerda floja, las pulgas chismosas la empujaban con la lengua. Elogiaban a la pulgas virtuosas, pero no las respetaban 
La pulga buena era la peor de todas. Era imbécil, inútil, fastidiosa, aguafiestas y un estorbo para la comunidad, pero cada vez alguien se atrevía a mencionarlo, lo callaban de inmediato: "No digás eso, ¿no ves que es muy buena?" Y se le perdonaba estupidez tras estupidez, error tras error, solamente porque era muy buena. Las pulgas principales llegaron a convencerse que la lástima que inspiraba la palabrita "buena", era una alcahuetería que acabaría creando, a la larga, una sarta de inútiles. Inútiles de vida impecable, pero inútiles al fin y al cabo. Ser capaz de mostrar una vida intachable era, en la comunidad de las pulgas, el síntoma más evidente de absoluta ineptitud.
La pulga rey lo tenía bien claro y, por ello, procuraba destacarse por sus defectos que, al alcanzar límites verdaderamente fuera de lo común, acaban generando admiración entre las pulgas plebeyas. La pulga dictador, eliminaba sin clemencia a las pulgas peligrosas y, por sus grandes logros en esa delicada materia, era vitoreada por la multitud cada vez que se asomaba al balcón. La pulga lírica, que escribía poemas tan sublimes que nadie era capaz de apreciar en su verdadero valor, pese a ser incomprendida por las pulgas profanas, era severa e implacable a la hora de juzgar las creaciones de otras pulgas líricas.
Aunque la gran mayoría de las pulgas eran ordinarias y había entre ellas muchas definitivamente tontas, torpes y hasta dementes, llegaron a considerarse seres superiores cuya vanidad debía extenderse incluso más allá de su muerte. Muchas se hicieron aficionadas a las sesiones espiritistas para comunicarse con las pulgas del más allá. La pulga medium era una farsante. Una vez una pulguita joven le preguntó si podía ver cómo se encontraba su papá. La pulga medium, en medio del trance, le informó que su papá estaba muy bien porque había entrado al cielo. "¿Cómo? ¿Ha muerto?", exclamó asustada la pulguita, "Si antes de venir aquí lo dejé en la casa con un ligero dolor de cabeza". La pulga medium, sin inmutarse y con tono solemne le respondió: "Te he revelado una verdad muy delicada: tu verdadero padre está en el cielo."
La creación es una forma de rebelarse contra la muerte. El artista busca manifestarse, confirmar su vida dándosela a otros, por el temor de desaparecer completamente. Los libros tienen el sentido de almacenar vida, de salvar vida y quienes los escribieron no desearon otra cosa que continuar viviendo en sus páginas hasta el infinito.
El domador, que no escribía libros pero sí los leía, quiso perpetuar su vida a través de sus pulgas.  Ya no sabía cuántos años llevaba viviendo solamente para ellas. Su piel se había tornado de un color amarillento verdoso. Se había convertido en un espectro, en un cuento de vecindario. Se sabía que aún estaba vivo porque de vez en cuando se veía pasar una sombra a través de la ventana sucia llena de telarañas. 
El domador de pulgas, de Max Jiménez, es una novela con un final verdaderamente sorpresivo y lleno de simbolismos.
Quienes han comentado el libro, han repetido miles de veces, desde que se publicó la primera edición en 1935, que se trata de una alegoría de la sociedad y los caracteres humanos. Tal explicación, por evidente, resulta innecesaria, pero hay quienes no son capaces de resistir la tentación de recalcar lo obvio. No han faltado tampoco algunos que, aficionados al chisme arqueológico, sostienen que algunos episodios de la novela, como el del marido celoso que asesinó al amante de la pulga adúltera, están basados en hechos reales de personajes conocidos y prominentes de la época. Para ellos, la pulga rey es Alfonso XIII y la pulga dictador es Adolfo Hitler. Sobre la pulga buena, es decir, idiota, que llegó a ser presidente, no hay consenso acerca de quién pudo ser. 
Max Jiménez Huete. 1900-1947.
Es decir, mientras unos leen El domador de pulgas de manera superficial, limitándose a ver solamente lo que salta a la vista, otros miran con lupa hasta el más mínimo detalle en busca de claves históricas. Están también los que destacan la crítica social que plantea, así como su profundo contenido caricaturesco, estético, filosófico y hasta religioso.
El domador es una víctima que se inmola por las criaturas a las que ama. Una especie de Prometeo que le da el fuego de los dioses a los mortales. Las pulgas dejaron de ser animales y fueron convirtiéndose en seres humanos. Aunque chupan su sangre, no están agradecidas con el domador, más bien, en cuanto pueden confrontarlo, le reclaman lo que les hizo. Ellas eran felices y acabaron siendo desgraciadas. A la larga, como dice el propio Max en la primera página: "El destino es más fuerte que la voluntad."
Leer un libro de Max Jiménez es siempre una experiencia conmovedora y sorprendente. En un largo desfile de imágenes sugerentes, que se alternan de manera abrupta, en cada párrafo (casi en cada línea) se encuentra una frase contundente que golpea con fuerza y deja un eco como el de un martillazo sobre el yunque. 
¿Quién no ha sentido en el andar de las pulgas algo así como el andar de su conciencia?
Este libro, como todos los de Max, está lleno de angustia, de dolor y de soledad.
Don Paco Amighetti, quien fue su gran amigo, dejó escrito que Max tenía una extraordinaria lucidez que lo hacía reírse de todo lo que consideraba absurdo. Pero ese sentido del humor no lo puso en su obra. La risa, la alegría, y la frase ingeniosa en son de broma, las derrochó en sus tertulias. En sus libros dejó más bien su dolor y su drama, que fue volviéndose cada vez más amargo y más conciso. 
INSC: 1322

sábado, 17 de octubre de 2015

Edward VIII y Wallis Simpson. Dos vidas y dos versiones de la historia.

La mujer que el rey amó. Ralph Martin.
Editorial Pomaire, España, 1975-
Sobre esta historia circulan dos versiones: la dulce y la amarga. Según la primera, el rey Edward VIII estaba tan perdidamente enamorado de Wallis Simpson, que renunció al trono de Inglaterra para poder casarse con ella. Desde 1936, año de la abdicación que fue noticia de primera plana en todo el mundo, esta historia de un amor intenso que se enfrenta a los prejuicios y tradiciones de una sociedad puritana y conservadora, llegó a alcanzar la categoría de cuento de hadas. Algo así como una variación real, moderna y dolorosa de la Cenicienta. El rey se enamoró de una norteamericana divorciada dos veces. La nobleza, el gobierno, la iglesia, el parlamento y la prensa de su país se opusieron al enlace y él acabó dejándolo todo para irse con ella.
Con el tiempo apareció la segunda versión, según la cual, lo del romance con Wallis Simpson fue solo la excusa que aprovecharon los políticos ingleses para deshacerse de Edward, que era simpatizante de los nazis. La maniobra no les pudo haber salido mejor. Lo destronaron sin tener que revelar, ni a Inglaterra ni al mundo, los verdaderos motivos de su caída.
Quienes han estudiado el tema a fondo sostienen que ambas versiones son ciertas. Desde el instante mismo en que conoció a Wallis Simpson, el rey experimentó una fascinación por ella que, con los años, acabó convirtiéndose en una dependencia que rayaba en lo enfermizo. Cuando pronunció la famosa frase de que no podía seguir adelante sin contar con la compañía de "la mujer que amo", estaba siendo honesto. Desde la boda hasta su muerte, estuvo a su lado. No soportaba tenerla lejos, al punto de que, mientras la peinaban y maquillaban, era capaz de estar sentado inmóvil durante horas en los salones de belleza.
Sus imprudentes declaraciones, antes, durante y después de haber ocupado el trono, dejaban muy claras sus simpatías por la Alemania Nazi. Como muchos otros de su generación, desconfiaba de la democracia y le tenía miedo al comunismo, por lo que acabó simpatizando con los regímenes autoritarios fascistas que,  al menos durante sus primeros años, daban muestras de ser capaces de garantizar tanto el orden como el progreso. En su favor puede decirse que no fue el único que se tragó el cuento y creyó en el espejismo.
Edward, a quien llamaban David cuando fue Príncipe de Gales, no se destacó en los estudios, ni en la milicia ni en el deporte. Tampoco daba muestras de estar interesado en la política, ni en los negocios, ni en la historia, ni en el arte, ni en la música. Desde muy joven quedó claro que el heredero de la corona no era inteligente, ni prudente, ni culto, ni talentoso. Cuando creció se volvió frívolo, aficionado a las fiestas y reacio a cumplir con sus deberes. Las ceremonias oficiales, a las que asistía obligado y casi arrastrado por su familia y los funcionarios de la casa real, eran para él un verdadero fastidio.  Como es fácil de suponer, sus amistades eran de costumbres y personalidades similares a las suyas. Su padre, el rey George V, preocupado porque su heredero no se tomara en serio la vida, afirmó que David era tan incapaz y tan irresponsable que, cuando accediera al trono, no llegaría a cumplir ni un año en el puesto. El señor salió profeta: Edward VIII fue rey de Inglaterra del 20 de enero al 11 de diciembre de 1936.
Para hacer el cuadro completo, el joven príncipe que no era inteligente, ni culto, ni talentoso ni cumplidor del deber, tampoco era muy simpático. Creía (así se lo habían enseñado) que la dignidad de su persona era superior a la de los otros. Cualquier llamada al orden era, para él, un atropello y una falta de respeto. Durante la I Guerra Mundial prestó servicio militar, pero los oficiales de su unidad se encargaron de mantenerlo lejos de los disparos. Cansado de sus constantes berrinches y actitud arrogante, el comandante de la tropa le dijo en su cara: "Si yo tuviera la seguridad de que lo van a matar, lo enviaría al frente ahora mismo. No lo hago solamente porque me preocupa que lo tomen prisionero."
Cuando se convirtió en rey, el personal de la corte le indicaba qué hacer, a dónde ir, cómo vestirse y cómo comportarse. El propio Edward consignó en sus memorias que, en los discursos que le tocaba leer, a él no lo dejaban poner ni una sola palabra.   Cansado de ser una marioneta de la corte, exclamó: "Ni siquiera como rey puedo hacer lo que quiero." Uno de los oficiales le explicó que, en esta vida, nadie hace lo que quiere. Todas las personas hacen lo que tienen que hacer.
Edward, Duque de Windsor y su esposa Wallis Simpson,
con Adolfo Hitler, en Alemania durante su viaje de bodas.
A lo largo de la historia han sido numerosos los casos de príncipes poco brillantes, pero en Inglaterra, en 1936, esa circunstancia, además de molesta, era peligrosa. En los círculos sociales que frecuentaba el nuevo rey, además de figuras tan frívolas como él, había numerosos agentes nazis. Joachim Von Ribbentrop, quien luego sería ministro de Relaciones Exteriores del III Reich, estaba entonces en Londres y era de uno de los asiduos a las cenas y fiestas privadas del monarca. El gobierno británico desconfiaba tanto de esa amistad, que llegó a restringir la información que suministraban al rey. Para hacer la pantomima, lo mantenían al tanto de asuntos de poca importancia pero nunca compartieron con él temas diplomáticos, militares, industriales ni financieros.
Cuando se destapó el romance del rey con la señora Simpson, el gobierno y la nobleza aprovecharon la oportunidad que les cayó del cielo. Hicieron entonces el papel de nacionalistas y puritanos: rechazaron a Wallis por ser americana y divorciada dos veces. El público se distrajo en el asunto personal, el rey abdicó envuelto en una aureola de simpatía y no sería sino hasta muchos años después que los motivos políticos del asunto saldrían a flote.
Sobre el tema, en su dos versiones, romántica y política, se ha publicado muchísimo. De vez en cuando siguen apareciendo artículos con nuevas revelaciones. Tanto quienes se concentran en la historia personal de la pareja, como quienes se ocupan de la trama conspirativa, han llegado a extremos de especulación que rayan en lo descabellado. Un título imprescindible sobre este asunto es La mujer que el rey amó, de Ralph Martin. El libro, publicado tras la muerte de Edward, pero mientras Wallis aún vivía, brinda una generosa imagen de ambos personajes. El autor se esfuerza por pintar un retrato agradable de ambos y trata de justificar, o al menos hacer comprensible, sus controversiales actitudes. Martin tuvo la oportunidad de entrevistar a la señora Simpson y declara que era una dama agradable, elegante y cortés. Tal parece que ella y su marido fueron felices juntos, pero sus vidas, pese a la forma benévola en que son presentadas, son bastante difíciles de mirar con simpatía.
Todas las biografías tienen su toque heroico y, de alguna manera, al leerlas, se va desarrollando cierta fascinación por los personajes. Conforme se va conociendo la historia de su vida, poco a poco el biografiado se va haciendo más cercano al lector. Incluso en los casos de que se trate de un personaje oscuro o perverso, cuya vida esté muy lejos de ser admirable, de alguna manera sus acciones se tornan comprensibles o explicables al saber más de su paso por este mundo. En este caso, sin embargo, tras leer una biografía de 600 páginas, cuanto más se conoce sobre las vidas de Edward y Wallis, más difícil resulta comprenderlas.
Edward y Wallis vivieron en vacaciones permanentes. Iban a esquiar a los Alpes, realizaban cruceros por el Mediterráneo, asistían casi a diario a cenas y recepciones, vivían en mansiones amplias, exquisitamente amuebladas y decoradas, vestían modelos exclusivos, eran atendidos por una legión de sirvientes, compraban joyas y disfrutaban de su vida como pareja. Además de todo esto, eran felices juntos. Sin embargo, y esto es algo verdaderamente difícil de explicar, sus vidas, de alguna forma, inspiran lástima.
Aunque había nacido en el seno de una familia modesta de Baltimore, Wallis tenía en común el príncipe su falta de interés por temas serios, su incapacidad de cumplir deberes y su afición al lujo y las diversiones. Era muy cuidadosa, eso sí, por estar siempre arreglada. Su cita diaria con el peluquero, el masajista y la maquilladora ocupaba la mitad de su día. Era exigente en la selección de sus vestidos y, ya fuera como invitada o como una anfitriona, se conducía de manera impecable y agradable. Daba órdenes precisas a la servidumbre y solía estar al tanto de hasta el más mínimo detalle del menú que se iba a degustar, los licores que serían servidos y la música que se iba a bailar.
Definitivamente, tal para cual. Con el dinero que la familia real ponía a su disposición, pudieron haber vivido discretamente, dedicados exclusivamente a divertirse. Pero en su burbuja color de rosa, la pareja ni siquiera se daba cuenta del mundo en que vivía y acabó convirtiéndose en un dolor de cabeza para el gobierno británico. Tras su boda, celebrada en Francia, decidieron realizar, como parte de su luna de miel, una visita a la Alemania nazi. La foto de su entrevista con Hitler hizo que muchos recordaran las palabras del oficial encargado de cuidarlo durante la I Guerra Mundial: "no me preocupa que lo maten, sino que lo hagan prisionero". La posibilidad de que Edward fuera secuestrado era una preocupación constante para los servicios de inteligencia británicos.
La pareja se estableció en París, dedicada a ofrecer y asistir a fiestas. Cuando Francia fue invadida por Alemania, al inicio de la II Guerra Mundial, Edward, que ya no era príncipe ni rey, sino que tenía el título de Duque de Windsor, dio unas declaraciones en que dejó clara su simpatía por Hitler. Winston Churchill le escribió una carta en la que, de manera oblicua y entre líneas, le ordenó que se quedara callado. Casi a la fuerza, la diplomacia y la inteligencia británicas trasladaron a Edward y Wallis a Portugal, que era un país neutral.
En su libro Lisboa 1939-1945, Neill Lochery cuenta que los agentes nazis se mantenían cerca del Duque y que el gobierno británico temía que los alemanes lograran convencerlo de pretender recuperar el trono de Inglaterra para convertirlo en su monarca títere y aliado. Definitivamente, había que enviarlo bien lejos. Churchill entonces le hizo saber que debía salir inmediatamente de Portugal y le presentaba dos opciones a escoger. Aceptar el cargo de Gobernador de las Islas Bahamas o retornar a Inglaterra. Aunque Edward no era muy inteligente, comprendió que si volvía a Inglaterra, así lo hospedaran en un lujoso palacio, sería prácticamente un prisionero, por lo que optó por trasladarse hacia el Caribe.
Mientras la guerra iba calentándose en Europa, con escasez de alimentos, bombardeos aéreos, movilizaciones de tropas y desplazamientos de civiles, Edward se quejaba de que, en Bahamas, la mansión en que debía vivir  era una casona vieja de madera, la servidumbre era incompetente, el calor era insoportable y había muchos mosquitos. La alta sociedad de Bahamas, además, no parecía interesada en organizar bailes y fiestas.
Debido a la guerra, el gobierno británico decidió nombrar un nuevo embajador en Washington y Edward se ofreció para el puesto. En su opinión, él era la persona indicada para representar a Inglaterra en las recepciones de la Casa Blanca y jugar golf con los senadores. Sobra decir que su propuesta no fue tomada en serio. Ni siquiera le respondieron. Edward no era capaz de comprender que la embajada británica en Washington era, en aquellos momentos, de vital importancia y que debía ser ocupada por un hombre con experiencia y amplia visión global, discreto, inteligente, hábil negociador y, muy especialmente, enemigo declarado de los nazis. El duque se mostró ofendido e indignado cuando supo que el nuevo embajador inglés ante los Estados Unidos sería Lord Halifax. No lograba explicarse por qué nombraron a un ex virrey de la India, en vez de a un ex rey de Inglaterra.
Como se aburría espantosamente en las Bahamas, de vez en cuando solía pasear con su esposa en Florida. El vuelo era brevísimo y allí, ya fuera en Miami o en Tampa, había buenos hoteles, tiendas, joyerías, salones de belleza y, lo más importante, personas alegres dispuestas a bailar hasta la madrugada.
Durante la guerra, los ingleses llegaron a olvidarse de Edward. Su hermano, el rey George VI, que lo sustituyó en el trono, pese a ser tímido y tartamudo, logró ganarse la simpatía del pueblo, no solo por su discreción y austeridad sino por la manera en que cumplió su papel en aquellos difíciles años. A pesar de los bombardeos diarios, se negó a abandonar Londres y su hija, la actual reina Elizabeth, que era entonces una muchachita, prestó servicio en las fuerzas armadas. Elizabeth no solamente aprendió a manejar automóvil, algo raro para una princesa en aquella época, sino que además era muy buena arreglando desperfectos mecánicos y reparando motores.
En los primeros años de la posguerra, Edward y Wallis volvieron a despertar preocupaciones en la familia real. En sus fiestas ya no se codeaban con agentes nazis, sino con mafiosos norteamericanos. El rey George, pese a ser su hermano menor, debió hablarle como un padre y exigirle que se alejara de ciertas amistades antes de que su nombre se viera envuelto en un escándalo. Poco después de la advertencia, un buen número de compañeros de parranda de Edward y Wallis fueron a parar a la cárcel.
La pareja montó su residencia en París, pero con frecuencia pasaba largas temporadas en Nueva York. Se hospedaban en una suite del Waldorf Astoria en compañía de sus numerosos y muy mimados perros. Se levantaban a eso del medio día. Mientras Wallis era peinada, maquillada y masajeada, Edward esperaba sentado sin hacer nada. En la tarde bebían cócteles, luego cenaban vestidos de etiqueta, a veces en su casa donde recibían invitados, otras en casa de amigos que los agasajaban y en algunas ocasiones en restaurantes o clubes. Tras la cena, que solía terminar tarde, bailaban hasta el amanecer. A principios de los años sesenta el duque se quejó de que justo cuando había logrado dominar el swing, debió aprender a bailar twist.  Con cierta frecuencia solía jugar golf o asistír a excursiones. Fue invitado por Francisco Franco a participar en una cacería. La pareja era asidua a los desfiles de modas y a los casinos. Cuando empezaron a envejecer, redujeron su vida social y ocuparon su tiempo en jugar con los perros y armar enormes rompecabezas. La única actividad de Wallis era ser una socialitee, pero el duque tenía dos pasatiempos: le gustaba tejer y sembrar plantas en el jardín.
La historia de lo que llegó a ser conocido como "el romance del siglo" de vez en cuando era recordada en las revistas, que repetían aquello del rey que renunció al trono por amor y terminaban con el infaltable "...y fueron felices para siempre." Se llegaron a hacer reportajes, películas y documentales para televisión. En 1961, en una entrevista, el duque se quejó del desprecio con que había sido tratado por el gobierno inglés, que había desaprovechado su talento y rechazado sus servicios.
Charles Curran, miembro del Parlamento por el Partido Conservador, se apresuró a contestarle.
"¿Cómo se atreve?" fue el título del contundente artículo que el legislador publicó en la prensa. La nota empezaba diciendo que el Duque pudo haber hecho cualquier cosa que se hubiera propuesto. Cuando dejó el trono era joven, sano y rico. Pudo haber estudiado una profesión, pudo haberse dedicado al comercio, a la agricultura o a la industria, pudo haber fundado o comprado una empresa, pudo haber sido un patrocinador o un mecenas, pudo haberse dedicado a una causa. Pero, continuaba el escrito, el duque ha dedicado los últimos veinticinco años a no hacer nada. Ha pasado un cuarto de siglo entretenido en su vida social. La conclusión del artículo de Curran era cruel. Terminaba diciendo que su vida era absurda, inútil y sin sentido.
Tal vez Curran fue demasiado severo. Hay personas que no han hecho nada por la humanidad o por la patria, pero al menos han hecho algo por sí mismos. El caso de Edward y Wallis es extraño porque nunca tuvieron la ambición de emprender un proyecto al cual dedicar sus energías. Si no les interesaba ganar dinero, que en todo caso no les hacía falta, al menos pudieron estar motivados por la ilusión de hacer y lograr algo por sí mismos. Sus defensores argumentaron que por su dignidad, un rey no podía rebajarse a trabajar, sin percatarse de que el trabajo no disminuye, sino que aumenta la dignidad de la persona. Edward y Wallis eran incapaces de asumir ninguna responsabilidad y, por ello, resulta un tanto injusto reclamárselo.
Quienes insisten en recordar las simpatías pronazis de Edward, suelen referirse a él como "un hombre peligroso". Lo peligroso, sin embargo, era más bien que un hombre definitivamente tonto estuviera en aquella posición en aquel preciso momento. A nivel personal, a pesar de su arrogancia y sus limitaciones, existe consenso de que Edward no era un hombre de malos sentimientos. Incapaz de hacer cualquier cosa, era también incapaz de hacerle deliberadamente daño a nadie.
Aunque ya estaba demasiado viejo para meterse en enredos, los servicios de inteligencia británicos vigilaban sus movimientos. Por canales confidenciales le llegó a la reina Elizabeth la noticia de que Edward había comprado dos espacios en el cementerio de Baltimore, Maryland, la tierra de Wallis. Un emisario de la casa real se puso en contacto con él. Con la excepción de cinco (cuatro en Francia y uno en Alemania) todos los reyes de Inglaterra estaban sepultados en suelo inglés. Tras la abdicación, Edward solamente había regresado a Inglaterra tres veces: al funeral de su madre, al funeral de su hermano y a la inauguración de un monumento a su madre. El emisario le manifestó el deseo de la reina, su sobrina, de que cuando llegara el momento, él fuera sepultado cerca de sus familiares. Edward dijo que aceptaba si permitían que Wallis fuera enterrada a su lado. Su deseo fue concedido y Edward vendió los lotes del cementerio de Baltimore.
Cuando Edward agonizaba en un hospital de París, la reina fue a visitarlo acompañada de Phillip, su esposo, y el príncipe Charles, su hijo. Pocos días después falleció. Su funeral fue privado y solamente asistieron cuarenta miembros de la familia, muchos de los cuales ni siquiera lo habían conocido. Para todos, incluyendo a Wallis, la viuda, estaba claro lo que significaba un funeral privado: Era un funeral sin honores.
Apenas finalizado el entierro, Wallis le anunció a la reina que quería partir de Inglaterra de inmediato. La reina le preguntó por qué. "Porque quiero irme", fue la simple respuesta.
Wallis se fue y no volvió a Inglaterra sino hasta doce años después, ya muerta, para ser sepultada al lado de su marido.
¿Una historia de amor como para arrancar suspiros? ¿Una trama detectivesca llena de espías y conspiraciones subterráneas? O, tal vez, las dos versiones de esta historia no sean más que especulaciones levantadas sobre dos personajes inocuos, simples y bobalicones que, por azares del destino, estuvieron en el ojo del huracán sin comprender lo que ocurría a su alrededor.
INSC: 2562
Wallis Simpson (1896-1986) y su esposo Edward Duque de Windor (1894-1972).

domingo, 4 de octubre de 2015

Testimonio de un ex Guardia Nacional de Nicaragua.

Yo deserté de la Guardia Nacional
de Nicaragua. José Antonio Robleto Siles.
EDUCA, Costa Rica, 1979.
José Antonio Robleto Siles solamente una vez vio a Anastasio Somoza Debayle en persona. No tuvo, sin embargo ocasión de hablarle, ya que la reunión fue breve y el grupo era numeroso. Se había tenido noticia de que había grupos guerrilleros en las montañas del norte del país y Somoza quiso dirigir unas palabras a los oficiales que iban a ser enviados a la zona. Sus instrucciones fueron claras y contundentes: "Creo que está de más recordarles lo que deben hacer con las personas involucradas con la guerrilla. No queremos prisioneros."
La orden fue acatada al pie de la letra. Cuando atrapaban guerrilleros, o campesinos que colaboraban con grupos rebeldes, los torturaban, los interrogaban y, en cuanto habían obtenido de ellos suficiente información, los mataban y los enterraban en el monte. Los prisioneros, en el momento mismo en que empezaba el interrogatorio, tenían claro que iban a morir. Algunos, como un favor, pedían que los mataran con un disparo. A quienes no se les concedía ese privilegio, eran degollados o ahorcados.
Los enfrentamientos con grupos guerrilleros armados eran mínimos. La mayor parte de los ejecutados eran humildes agricultores montañeses que con hacha y machete habían limpiado de malezas un terrenito para levantar su rancho, cultivar su maíz y criar sus cerdos y gallinas. Su único delito había sido darles de comer o servirles de guía, o hacerles pequeños favores a los rebeldes. 
Algunos ayudaban a los guerrilleros por simpatía con la causa pero la gran mayoría lo hacía porque no tenía más remedio. ¿Qué puede hacer un campesino si llega un grupo armado y le pide comida, un lugar donde dormir, que los lleve de un sitio a otro o que vaya al pueblo a hacerles compras?
Los mismos oficiales de la Guardia llegaron a percatarse de que había quienes acusaban al vecino de ser colaborador de los rebeldes solamente para tomar venganza por viejas rencillas personales.
En la montaña se pierde la noción del tiempo. El estar permanentemente alerta ante un ataque hacía el que el avance fuera lento y tenso. La lluvia borraba cualquier rastro y  el hecho de peinar la zona durante días sin encontrar al enemigo, en vez de calmar los ánimos más bien los tensaba. 
La tropa estaba bien armada, pero los uniformes y las botas eran de mala calidad. Tras un par de aguaceros la ropa estaba desteñida y los zapatos inservibles. Estaban expuestos a mordeduras de serpientes y a la leishmaniasis, que provocaba llagas en la piel. En la noche, al acostarse en el frío y húmedo campamento, tenían presente que el ruido de la lluvia no les permitiría escuchar si alguien se estuviera acercando y, al pasar las tormenta, las gotas aisladas que cayeran desde los árboles sobre las hojas del suelo sonarían como pasos. 
Durante la noche, además, aparecían en la memoria los rostros, la voz y los gestos de los campesinos ejecutados. En más de una ocasión, Robleto Siles, durante sus largas horas de insomnio en el campamento se preguntó: ¿Qué estará haciendo Somoza en estos momentos?
En aquella reunión, la única vez que los vio en persona, Somoza los llamó buenos hijos de la patria, les dijo que su misión era para salvar al país y les prometió una recompensa por sus servicios. Pero no había oratoria que pudiera justificar lo que estaban haciendo. Muchos guardias, Robleto Siles entre ellos, no podían ya presenciar las ejecuciones. Los oficiales que se habían especializado como verdugos, se llevaban al prisionero lejos para ejecutarlo. Cuando regresaban contando entre risas detalles sobre la forma en que lo mataron, quedaba la esperanza, o el consuelo, de que estuvieran mintiendo. Tal vez a ellos también se les había ablandado el corazón y lo dejaron ir. Era poco probable pero reconfortaba pensarlo.
Aquello no tenía sentido ni para los propios guardias. El interrogatorio no aportaba información valiosa. La tortura era repugnante hasta para quienes la ordenaban y la ejecución era un crimen que ya no podían ni mirar. Aunque estaban próximos a ser ejecutados, los guardias les daban algo de agua, comida, abrigo a los prisioneros. Se daba incluso la paradoja de que el mismo torturador, al finalizar la sesión, les curara las lesiones y les diera analgésicos.
Los guardias eran campesinos emigrados a la capital que, al no encontrar trabajo, se inscribían como reclutas. Para evitar que gastaran su sueldo en alcohol y prostitutas, sus esposas lo cobraban en la capital. Sin un centavo en el bolsillo, mal vestidos, mal abrigados, mal comidos y mal alojados, ellos eran también víctimas de los oficiales. Robleto Siles cuenta que el oficial a cargo de su grupo, para quedarse con el dinero destinado a la alimentación de la tropa, les daba raciones de sopa transparente y mínimas cantidades de arroz y frijoles. Los que estaban de guardia, por el hambre, en vez de vigilar se dormían. 
Aquel teniente además de a sus propios soldados, les robaba a los campesinos. Además de armas y dinero, a uno le quitó un par de mulas que luego vendió. Robleto encaró al teniente y le exigió que alimentara bien a la tropa y que devolviera a los campesinos todo lo que les había robado. El teniente, como única respuesta, le dijo que ya llegaría el día en que él podría tomar decisiones. Robleto, entonces, le advirtió que al regresar a la capital iba a reportar sus rapiñas. El teniente lo retó a los golpes, pero Robleto, que sabía que la verdadera intención era abrirle un proceso disciplinario, no cayó en la trampa. Entonces le ofreció dinero, pero Robleto tampoco picó el anzuelo. 
Robleto se convirtió entonces en un militar inconforme, que protestaba por la mala calidad de los alimentos, las pésimas condiciones del campamento, lo bajo de los sueldos y la falta de descanso. Organizó a la tropa y logró algunas mejoras. Pero el cambio más drástico había ocurrido en su interior. Tras sus meses en las montañas se percató de que estaba luchando en el bando equivocado. Que él no debía defender la dictadura, sino combatirla. A fin de cuentas, tanto los campesinos como los guerrilleros y los propios guardias eran personas humildes que se mataban entre sí sin darse cuenta de que formaban parte del mismo pueblo.
De regreso a la capital, fue destinado a la Cárcel Modelo, donde estaba preso Tomás Borge, con quien mantenía largas conversaciones. Naturalmente, el líder guerrillero era cauteloso al hablar con Robleto quien, a fin de cuentas, era un oficial de la Guardia Nacional. Como a Borge le tenían prohibido el acceso a periódicos y radio, fue Robleto quien le comunicó la muerte de Carlos Fonseca Amador, el fundador del Frente Sandinista para la Liberación Nacional y se conmovió al verlo soltar el llanto. 
Un buen amigo le informó a Robleto que lo tenían vigilado. No se iban a gastar tiempo y papeleo en un proceso en el que tendría oportunidad de hablar. En cualquier momento lo matarían de manera que pareciera un accidente o una muerte en combate. En octubre de 1977, tras innumerables peripecias, José Antonio Robleto Siles se asiló en la Embajada de Costa Rica en Managua, donde permaneció dos meses, hasta que el 31 de diciembre, aprovechando el tráfico de fin de año, logró trasladarse a Granada y, desde allí, siempre con la complicidad de amigos, se trasladó a territorio costarricense.
El testimonio de José Antonio Robleto Siles fue publicado por la Editorial Universitaria Centroamericana EDUCA, en 1979, cuando ya Somoza había abandonado Nicaragua y los Sandinistas habían tomado el poder. Aunque relata hechos sangrientos cometidos por la Guardia Nacional, no podría considerarse un libro morboso ni revanchista. El autor menciona los asesinatos y las torturas sin entrar en detalles. De hecho, las palabras asesinato y tortura no requieren de adjetivos para realzar su crudeza. Tampoco hay en la obra ni discursos propagandísticos, ni acusaciones que reclamen justicia, ni lamentaciones de culpa. Se trata de un libro concentrado en los hechos, que avanza a un ritmo ágil y fluido. Salta a la vista que el autor tuvo algún tipo de ayuda en la redacción. Hay ciertas líneas que, por el lenguaje utilizado, cuesta creer que hayan sido escritas por un guardia. Por aquí y por allá aparecen "alienación", "traición de clase" y otras palabras y expresiones de la vieja izquierda, pero el libro no cae en lo panfletario.  Ni siquiera está escrito con odio. Es narración pura en la que lo emocional se encuentra insinuado entre líneas. Esta limpieza de prosa, sin concesiones a lo emotivo, más bien resalta lo dramático de los hechos. Hay un momento en que la patrulla se encuentra un rancho con solo mujeres, y al preguntarle por los hombres, aquellas campesinas descalzas les informaron que ya otro destacamento había pasado antes y que a sus maridos y sus hijos "Allí, bajo esos árboles, los fueron a matar y ahí mismo los enterraron." 
El prisionero y el vigilante, el torturador y el torturado, el condenado a muerte y el verdugo, se miran a los ojos y se tratan de vos.
 El autor tiene la altura de omitir nombres para no ofender ni molestar a los familiares de los aludidos. 
José Antonio Robleto Siles nació en Granada, Nicaragua, en 1952. Alcanzó el grado de Teniente de Infantería en la Guardia Nacional. El escritor Lisandro Chávez Alfaro fue quien trascribió el testimonio. 
Yo deserté de la Guardia Nacional de Nicaragua, es un documento valioso para la historia centroamericana. Es el testimonio de una época dolorosa que ha quedado atrás pero no debe ser olvidada.
INSC: 0641
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