jueves, 26 de noviembre de 2015

Christopher Domínguez, crítico literario.

Servidumbre y grandeza de la vida
literaria. Christopher Domínguez.
Joaquín Mortiz. México. 1998
En Servidumbre y grandeza de la vida literaria, Christopher Domínguez sostiene que si la comunidad de escritores fuera un rebaño, el crítico no sería el pastor que lo guía sino el lobo que lo perturba. Aunque considera que lo ideal sería que la crítica fuera impune, comprende que quienes se sienten amenazados por el lobo están en todo su derecho de odiarlo, ponerle obstáculos para mantenerlo lejos e, incluso, hasta ir en su búsqueda para matarlo. Lo que no admite es que lo intenten domesticar porque, a un lobo, hay que dejarlo ser lobo.
En la literatura, como en la ganadería, los rebaños crecen y los lobos están en peligro de extinción. Hasta en la más remota comarca es posible encontrar escritores valiosos, pero es en verdad difícil encontrar actualmente un crítico literario de buen criterio y buena pluma. Las reseñas de libros en los medios de comunicación masiva, como lobos domesticados, se han convertido en instrumentos del marketing editorial. Los tediosos análisis, que más parecen disecciones de cadáveres, que realizan los académicos en las facultades de Letras, siempre a la sombra de la teoría de moda, no le interesan al público en general. De haber un lobo entre ellos, sus aullidos no se escucharían fuera del campus.
Christopher Domínguez apenas había salido de la adolescencia cuando su maestro, Hugo Castro Hiriart, le dijo: "En ti nació primero el impulso crítico antes que el impulso creador." Tal vez esas palabras le ayudaron a descubrir su vocación, ya que, en pocos años, Christopher llegó a convertirse en un insoslayable referente de la literatura mexicana, no por su única novela, William Pescador de 1997, sino por sus numerosas investigaciones, ensayos y artículos de crítica literaria. 
Hombre de verdadera cultura enciclopédica, lector voraz e incansable, dotado de una inteligencia privilegiada y una franqueza que no conoce límites, muy joven logró llegar a ser el lobo más temido (y más leído) del enorme, variopinto y sobrepoblado mundo de las letras en México.
Servidumbre y grandeza de la vida literaria es una antología que recoge una selección de sus artículos publicados previamente en revistas. Christopher, al referirse a las obras de sus contemporáneos, no tiene misericordia ni se anda por las ramas. 
Afirma que Carlos Monsivais no se merece el azucarado incienso de las buenas conciencias democráticas que ven en ese cronista la disculpa colectiva de su mediocridad y que Carlos Fuentes, que sufre de la más destructiva de las vanidades, no retribuye el esfuerzo que exige a sus lectores. Jose Emilio Pacheco, en su opinión, se convirtió en una bestia negra disfrazada de cordero cuyos lamentos aburren por reiterativos.
Al realismo sucio y la crítica terrorista que Guillermo Fadanelli ejercía al inicio de su carrera, la califica como "una pornografía tan anticuada como zonsa" y remata diciendo que, si su intención es escandalizar, está perdiendo el tiempo. A Samuel Ramos, lo llama uno de los prosistas más aburridos de nuestra literatura y confiesa que a Jorge Aguilar Mora, le profesa una admiración llena de dudas.
Ante el libro A la salud de la serpiente, de José Agustín, se pregunta: "¿Qué necesidad tenía de escribirlo?" ya que "si la Tragicomedia mexicana es triste, A la salud de la serpiente es patética: una novela tan indigesta como aburrida.
En el reparto de latigazos no se salvan ni Elena Poniatowska ni Leopoldo Zea
Ante los relatos urbanos, sobre seres marginales, rostros anónimos que se asoman en la multitud, en que se relatan los inalcanzables sueños de grandeza del pobre diablo, su reacción es violenta: "Dan ganas de quemar a Kafka, dada su perniciosa influencia entre los narradores mexicanos."
Más severo es aún con lo que llama "la retórica feminoide de los años ochenta", que inició con Arráncame la vida, de Ángeles Mastreta. Novelas rosas con sabor a chocolate, en las que la narradora "escribe  en primera persona gemebunda, remilgona, mostrando que la mujer alardea de su inferioridad para hacerse sitio en el mercado editorial". 
El propio Christopher admite que esa virulencia le ha ganado reputación de misógino, pero que él no cree que la buena literatura tenga sexo ni edad. "Desde hace tiempo dejé de creer que la juventud sea un dato relevante para apreciar a un nuevo autor", agrega.
A decir verdad, como crítico literario serio que es, Christopher no se concentra en los autores sino en los libros y, a pesar de la contundencia y la severidad de sus juicios, no hay en sus escritos ni un solo ataque personal. El autor, ya sea hombre o mujer, joven o viejo, famoso o desconocido, de la capital o de provincia, liberal, marxista o católico, amigo cercano o desconocido, no afecta la opinión que se forme sobre su obra. Ni siquiera le importa si está vivo o muerto.  Acerca de los elogios póstumos sostiene: "Alabar una obra porque su autor ha muerto es una de las más variadas formas de inmoralidad."
Se dice que para ser crítico literario no hace falta leer, sino haber leído. El crítico no es el juez que da el veredicto, ni el maestro que enseña, ni el guía que orienta, ni el evaluador que califica, ni el clasificador que pone la etiqueta. Es, ante todo, un lector que cuenta su experiencia y expresa su opinión. Si su opinión sobresalta, incomoda o molesta, es lo de menos. Siempre está abierta la posibilidad de ignorarla o discutirla.
Conscientes de que la unanimidad no es posible ni deseable, los críticos literarios, aunque procuran respaldar sus afirmaciones con argumentos y referencias, no suelen esforzarse mucho en resultar convincentes. Toda idea es capaz de generar una réplica y la presencia del lobo es lo que mantiene al rebaño en movimiento. La grandeza de la vida literaria es que el diálogo de los lectores con los escritores vivos y muertos sea cosa de todos los días.
Los críticos no hacen relaciones públicas, como desearían los autores, ni promocionan ventas, como quisieran las editoriales. Ni siquiera se supone que promuevan la lectura. El vicio de leer se contrae en la infancia o juventud, casi siempre de manera espontánea. 
Christopher fue más que generoso
al llamarme "colega".
Dudo también que un crítico sea capaz de sumarle o restarle lectores a los libros que comenta. En materia de libros, cada lector elegirá la literatura que más le guste y mejor le quede. "Lo más peligroso que puede hacer un crítico" dice Christopher, "es herir una vanidad".
Básicamente, lo que se espera de un crítico literario es que sepa de lo que está hablando, se exprese con propiedad y no tenga miedo de decir claramente lo que piensa. Parece poco, pero mientras los poetas y narradores abundan, los críticos escasean.
En la actualidad, Christopher Domínguez Michael, es uno de los más brillantes cultores de ese oficio casi abandonado que es la crítica. "Las comparaciones son odiosas y los críticos somos odiosos porque comparamos", suele decir. En su trabajo, no hay manera de quedar bien con nadie: los autores a los que nunca menciona se sienten marginados, los que critica acaban ofendidos, los que incluye en antologías se consideran mal representados y los lectores, que tienen su propia opinión, disfrutan de su prosa pero leen sus artículos con una mueca de incomodidad.
Servidumbre y grandeza de la vida literaria fue el primer libro de Christopher que leí. Me fue muy útil para familiarizarme, al menos con una breve referencia, con nombres y títulos de la literatura mexicana contemporánea que, muy probablemente, nunca tendré oportunidad de leer. Estas reseñas y, en particular, las reflexiones de las últimas páginas, me sirvieron además para comprender ciertos conceptos sobre el oficio de la crítica literaria que, antes de leer el libro, solamente intuía.
INSC: 1163
Christopher Domínguez Michael. Crítico literario.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Mirar con inocencia. Cuentos de Alfonso Chase.

Mirar con inocencia. Alfonso Chase.
Editorial Costa Rica. 1975.
Ilustraciones de Hugo Díaz.
Alfonso Chase tenía poco más de veinte años de edad cuando, en 1966, publicó Los reinos de mi mundo, su primer libro de poesía. Al año siguiente debutó como novelista con Los juegos furtivos y en 1975 apareció su libro de cuentos Mirar con inocencia. Escritor incansable desde entonces, ha publicado también ensayos e investigaciones históricas, ha compilado numerosas antologías y ha sido colaborador habitual de distintos periódicos y revistas.
Como su obra, además de vasta, es diversa, resulta difícil emitir sobre ella una valoración de conjunto. Cada uno de sus libros es muy distinto a los otros.  Todos, sin embargo, tienen en común el haber sido de alguna manera provocadores y audaces. No hay una sola página escrita por Alfonso que pueda leerse sin al menos un sobresalto. Cuando se pone sentimental, ubica en el lugar preciso la gota de humor y cuando asume un tono doctoral suelta oportunamente algún dato sorpresivo o una de sus famosas afirmaciones tajantes.
Mirar con inocencia, su primer libro de cuentos, tuvo una edición modesta pero masiva. En aquellos años, los libros de la Editorial Costa Rica eran de papel periódico con tapa de cartulina, pero los tirajes eran de miles de ejemplares que se distribuían por todo el país y se vendían a precios accesibles.
En su momento, el libro sorprendió por su audacia y, a pesar de los años transcurridos, estas narraciones no han perdido su frescura. Apareció en una época que, más que de cambio, fue de ruptura. Las diferencias de los jóvenes con la generación de sus padres era notoria en la música y el vestir, pero iba más allá. Había un ansia de renovación, un deseo de replantear las prioridades de la vida. La juventud fue rebelde y desafiante más que nunca en la década de los sesenta y setenta. La moda hippie, con su consumo de drogas y su práctica de amor libre, así como el eco de los acontecimientos de mayo de 1968 en París o de la tragedia de la plaza de Tlatelolco, en México, en octubre del mismo año, marcaron fuertemente tanto la mente como las emociones de los jóvenes de aquella época.
La ciudad de San José, capital de Costa Rica, ya no era para ese entonces el bucólico pueblón en donde bastaba alejarse solamente un par de cuadras del parque central para encontrar gallinas picoteando en el polvo.  A la literatura costarricense, que tanto se había ocupado en señalar el contraste entre el campo y la ciudad, le había llegado la hora de ocuparse de sus personajes urbanos. Mirar con inocencia es un libro de cuentos en que no hay cafetales, ni trapiches, ni carretas de bueyes, sino pequeños y grandes dramas, de sabor agridulce, que ocurren, en la mayoría de los casos, entre cuatro paredes.
Aparecen, entre otros, un joven que vive en onda, una doñita que perdió la razón, un ladrón de bicicletas al que le fue concedido un milagro, dos monjitas dispuestas a tomar la justicia en sus manos, un pobre hombre arrestado sin motivo e interrogado brutalmente, así como uno que otro que es delincuente o pachuco. Todos ellos, algunos entusiasmados y otros aterrorizados por los cambios, viven en un mundo que se transforma abruptamente. Pero, aunque es un libro de un autor joven que escribe en código joven, Mirar con inocencia es mucho más que un documento de época.
Cada cuento tiene su particular encanto, muchos de ellos están escritos con elevado lirismo y algunos son verdaderas obras maestras. En Los relojes, una familia sufre la humillación de un embargo. Los ejecutores registran la casa, amontonan los objetos de valor y hacen una lista con precios estimados hasta completar el total del monto a cobrar. Deciden llevarse los muebles de la sala, la refrigeradora y hasta los colchones. Los libros ni los vuelven a ver, porque no valen. Y al final de ese día amargo y tenso, es el niño pequeño quien, por iniciativa propia, encuentra la forma de salvar lo verdaderamente importante y logra devolver la sonrisa a los rostros todavía llorosos de sus familiares.
En este libro, además, está el formidable monólogo Con la música por dentro, en que una mujer, sufrida pero alegre, vive sin complicaciones y se conforma con poco porque no necesita mucho para estar contenta. Su historia es triste: fue abusada desde niña, su compañero se atrevió a golpearla y, por necesidad, aparte de vender lotería, debe prostituirse ocasionalmente. Fue operada en sueños por el Dr. Ricardo Moreno Cañas, consulta de vez en cuando a un adivino y, como de alguna forma ha adquirido lo que llaman conciencia de clase, se ha vuelto rojilla y desfila con sus güilas el primero de mayo. Insolente, supersticiosa, religiosa y politiquera es una buena madre y una esforzada trabajadora que, pese a haber tenido una vida difícil, nunca se ha dejado vencer por la amargura. Basta un chop sui en un restaurante chino, un par de tragos, una bailadita o un paseo en tren al puerto para que ella, que nació con la música por dentro, se convenza que la vida es bella. En este cuento, además de haber realizado un amplio retrato sociológico, Alfonso ha creado un personaje verdaderamente inolvidable.
El libro encierra muchos otros detalles que, vistos con la distancia que dan los años, resultan sorprendentes. "La orden de los iluminados", que se ha convertido en personaje infaltable en las teorías de conspiración que tanto circulan actualmente, se menciona en uno de los cuentos.  Por otra parte, mucho antes de que se pusieran de moda, el libro incluye varias páginas de microrrelatos.
Es siempre injusto etiquetar a un autor por una sola de sus obras. Alfonso Chase ha publicado tantos libros entre novelas, cuentos, poemas y ensayos, que, en su caso, pretender asociar su figura de escritor a solamente uno de ellos sería, más que una injusticia, una temeridad. Tengo claro que Alfonso, por su amplia obra, es mucho más que el joven autor de Mirar con inocencia pero, al menos en mi opinión muy personal como lector, este es el libro suyo por el que estoy más agradecido.
INSC: 0036
Alfonso Chase Brenes. Poeta, novelista, cuentista y ensayista costarricense.





sábado, 14 de noviembre de 2015

Un tributo a Angela Acuña Braun.

Ángela Acuña forjadora de estrellas.
Yadira Calvo. Editorial Costa Rica. 1989
Angela Acuña Braun fue la primera mujer costarricense en obtener el título de bachillerato y la primera centroamericana en graduarse como abogada. Incursionó además en el periodismo, la política y la diplomacia. Su marido, Lucas Raúl Chacón González fundó, en 1915, el primer grupo de Boy Scouts en Costa Rica. 
Aunque fue declarada Benemérita de la Patria y existe un premio de periodismo con su nombre, su figura es bastante poco conocida. Ángela Acuña Forjadora de Estrellas, de Yadira Calvo, es uno de los pocos estudios que se ocupan de su vida y su obra. Además de brindar datos biográficos detallados y hacer un esbozo de sus ideas y actividades, el libro presta especial atención a las discusiones que surgieron cada vez que se planteó la posibilidad de reconocer el derecho al voto de las mujeres. Ángela Acuña Braun fue participante activa y, en muchas ocasiones, promotora de ese debate.
En Costa Rica, las mujeres pudieron ejercer el Derecho y ser jueces antes de poder votar. Doña Yvonne Clays Spoelders, la primera mujer en la diplomacia costarricense, realizó gestiones a nombre de Costa Rica en Washington antes de que las mujeres fueran ciudadanas de pleno derecho.
Ángela Acuña Braun nació en Cartago, el 2 de ocubre de 1892, hija de don Ramón Acuña García y doña Adela Braun Bonilla. Su abuelo materno era alemán, pero no está claro porqué su apellido se escribe de esa manera.
Ángela no tuvo oportunidad de conocer a su padre, puesto que murió, de manera algo misteriosa, cuando ella tenía solamente dos años de edad. El 30 de noviembre de 1894, don Ramón Acuña ofreció una cena en honor del Presidente de la República, don Rafael Yglesias Castro. Circulaba el rumor de que el gobernante iba a ser envenenado durante el banquete, por lo que el anfitrión, a la hora del brindis, intercambió su copa por la del mandatario. Que cada quien piense lo quiera, pero esa misma noche don Ramón cayó enfermo y justo un mes después falleció. 
Doña Adela, por su parte, murió cuando Ángela tenía trece años de edad. Pese a haber quedado huérfana tan pequeña, el futuro de Ángela, quien era una destacada estudiante, se vislumbraba prometedor. Su maestro Carlos Gagini, tras escucharla hacer uso de la palabra en una velada escolar le dijo: "No me he de morir sin oír su voz en el Congreso o en el Foro".
De 1906 a 1910, Ángela residió en Europa, donde gozó de la hospitalidad, protección y guía del embajador de Costa Rica, don Manuel María marqués de Peralta y de su esposa, la condesa Jehanne de Clérembault Soler. Durante su estadía en el viejo continente, Ángela, entre otras experiencias memorables, tuvo la oportunidad de asistir a una presentación de Enrico Carusso y, aunque no pudo conocerlo en persona, recibió una carta muy afectuosa de Aquileo Echeverría quien, gravemente enfermo, se encontraba entonces en Barcelona.
Cuando regresó al país, gracias al apoyo de don Roberto Brenes Mesén, Ángela se matriculó en el Liceo de Costa Rica, donde obtuvo su título de Bachiller en 1912. Inmediatamente, ingresó a la Escuela de Derecho. De esa época son sus primeros artículos sobre la participación de la mujer en política. En 1915, junto a José Albertazzi Avendaño, fundó la revista literaria Fígaro, que tendría como colaboradores a Carlos Gagini, Paco Soler, Ricardo Fernández Guardia, Eduardo Casalmigia y Alejandro Alvarado Quirós, entre otros.
En los años veinte, el voto femenino era ya tema recurrente en los debates políticos. Manifestándose al respecto, don Ricardo Jiménez Oreamuno, tal vez sin darse cuenta, al abogar por la eliminación de un prejuicio, acabó subrayando otro: "No veo porqué se le niega ese voto a las mujeres, mientras se les da a los indígenas de Talamanca."
En 1934, don Arturo Volio Jiménez presenta un proyecto de ley que pretende reconocer el derecho al voto de las mujeres. La iniciativa parece contar con apoyo en el Congreso y en medio del debate que desató en la prensa, el padre Rosendo Valenciano escribió un artículo en el que afirmó que el derecho voto femenino no lo asustaba porque, aunque se aprobara, las mujeres decentes no harían uso de él. El Presidente de la República, don Ricardo Jiménez Oreamuno, pese a haberse mostrado favorable a la reforma poco antes, al ver una sotana de por medio, cambió de parecer. Don Ricardo, profundamente anticlerical, dijo que si las mujeres pudieran votar, votarían por quien les dijera el cura, de manera que aprobar el voto femenino, en ese momento, era darle la mitad del electorado a la Iglesia y retiró su apoyo al proyecto. 
De hecho, nueve años después, en 1943, cuando el proyecto volvió a discutirse, el padre Valenciano también cambió de parecer y se puso de parte de las sufragistas, a quienes facilitó el salón parroquial de la iglesia de la Merced para que realizaran sus reuniones. Por ironías de la vida, cuando el padre Valenciano se puso al lado del derecho de las mujeres a votar, el arzobispo, Monseñor Víctor Manuel Sanabria, se manifestó en contra.
Hay quienes dicen que la intención de la propuesta de voto femenino de 1943, presentada por Francisco Orlich, Otto Cortés, Roberto Gamboa, Eladio Trejos, Francisco Urbina, Juan María Solera y Luis Calvo Gómez, era una maniobra de León Cortés, candidato a las elecciones presidenciales de 1944 y, por ello, tampoco prosperó. La Directiva del Colegio de Abogados, por su parte, sostuvo la tesis de que el derecho al voto de las mujeres era inconstitucional. Hubo hasta una comedia de teatro, titulada Las candidatas, en la que actuaba Zoilo Peñaranda, que ironizaba sobre el tema. Doña Ángela, sin haberla visto, consideró que la obra teatral era ofensiva y trató, sin lograrlo, que fuera prohibida.
En 1947, durante el gobierno de Teodoro Picado, se realizó un nuevo intento por lograr la reforma pero tampoco prosperó.
No sería sino hasta 1949, con la nueva Constitución Política, que las mujeres obtendrían el derecho al voto. Entre los constituyentes que defendieron la reforma estaba don Arturo Volio Jiménez, quien quince años antes había presentado una iniciativa formal al respecto. Por ironías del destino, don Arturo no estuvo presente el día que se aprobó el texto y no pudo votar. Sin embargo, la mayoría fue holgada. Hubo 33 votos a favor y ocho en contra.
El libro pretende otorgar a Ángela Acuña Braun y sus compañeras sufragistas el mérito de haber logrado esta conquista histórica. No discuto que su papel haya sido importante, pero no creo que fuera decisivo. En mi opinión, los avances democráticos se deben más al desarrollo de las ideas que a las presiones de grupos o personas en particular. La primera vez que se planteó seriamente el derecho al voto de las mujeres fue en 1890, apenas dos años después del nacimiento de doña Ángela.
En los inicios de la vida republicana solamente tenían derecho a votar los propietarios de tierras, ya que poseían una parte del territorio nacional. Después obtuvieron el derecho al voto los comerciantes que, aunque no tuvieran terrenos a su nombre, manejaban capitales de cierta consideración y, por tanto, contribuían con el pago de impuestos. Más adelante, se le reconoció el derecho al voto a las personas que, sin tierras y sin capital, por el simple hecho de saber leer y escribir, se consideraban calificados para decidir sobre el futuro del país. Luego se comprendió que los adultos que trabajaban, aunque fueran analfabetos, eran ciudadanos de la República y tenían derecho a voto. En ese proceso democrático, las mujeres no fueron tomadas en cuenta y, cuando se planteó la cuestión, se repasaron casi uno por uno todos los pasos que ya se mencionaron. La propia Ángela Acuña Braun, en un artículo de 1915, señalaba que era injusto que tuvieran "derecho al voto millares de hombres que no poseen nada, y por consiguiente no pagan impuesto municipal alguno, y estén privadas de ese voto multitud de mujeres propietarias que con su dinero hinchan las arcas del Municipio." 
Las elecciones del año anterior, 1914, fueron las primeras en que pudieron votar los hombres pobres y analfabetos. Al igual que a don Ricardo con los indígenas de Talamanca, a doña Ángela pretendió descalificar un prejuicio recalcando otro. No era un asunto de hombres o mujeres. Era un asunto de hombres pobres e ignorantes que tenían derecho a votar y mujeres cultas y ricas que no lo tenían. En algún momento se llegó a discutir un voto femenino selectivo, según el cual se le concedería el derecho solamente a las mujeres profesionales o dueñas de cierto capital.
Lo cierto del caso es que todos los legisladores que reconocieron el derecho al voto de quienes no tenían tierras, eran terratenientes. Todos los legisladores que impulsaron el derecho al voto de los analfabetos, sabían leer y escribir. Y, finalmente, todos los legisladores que aprobaron el voto femenino, eran hombres.
Aunque cada país tiene su historia particular, se estima que las mujeres pudieron votar más o menos cincuenta años después de que los pobres pudieran hacerlo. En el caso de Costa Rica fueron poco menos de cuarenta años. En 1914 los pobres votaron primera vez y las primeras elecciones nacionales en que votaron las mujeres fueron en 1953, aunque algunas de ellas ya habían ejercido su derecho en un plebiscito realizado en San Carlos en 1950.
Doña Ángela se había trasladado con su hija los Estados Unidos en 1945 y estuvo fuera del país por varios años. En 1953 se postuló como candidata a diputada pero no salió electa. Ni siquiera pudo votar ya que, por motivos de trabajo, estuvo fuera del país el día de las elecciones. Su cuñada, Ana Rosa Chacón González, fue una de las tres primeras diputadas electas en esa oportunidad. Las otras dos fueron Estela Quesada y María Teresa Obregón Zamora.
Ángela Acuña Braun nunca llegaría al Congreso. Era una mujer muy respetada y apreciada en las altas esferas culturales y sociales, pero no llegó a ser una figura conocida por el pueblo. Aunque en materia de derechos de la mujer tenía una posición de avanzada, en otros temas era conservadora hasta extremos medievales. En un artículo de 1962, por ejemplo, declara que la función de los gobernantes es un legado divino. Sus ideas elitistas y aristocráticas la llevaban a juzgar a las personas por sus modales y su cultura, por lo que los campesinos (o campesinas) no formaban parte de su auditorio.
El presidente Mario Echandi nombró a Ángela Acuña Braun embajadora ante la Organización de Estados Americanos. En 1970, a los setenta y ocho años de edad, doña Ángela publicó su único libro La mujer costarricense a través de cuatro siglos. Este tratado de mil ochenta y dos páginas dividido en dos tomos es un recuento de figuras históricas presentadas de manera aleatoria, casi sin ningún tipo de orden ni criterio en que, según anota Yadira Calvo: "el dato valioso y la anécdota insustancial ocupan, democráticamente, el mismo escaño."
Ángela Acuña forjadora de estrellas es, ante todo, un tributo a la labor de una mujer que, pese a estar llena de prejuicios añejos, luchó por erradicar uno en particular. El libro está elegantemente escrito y cuidadosamente documentado, al punto que en mi lectura, atenta como siempre, solamente descubrí en él dos erratas y dos errores. 
En la página 121 se menciona a un tenor que cantaba "áreas", cuando los tenores lo que cantan son arias. En la página 164 al mencionar la palabra "cocina" en alemán, aparece "Keche" en vez de Küche
Las erratas son hasta simpáticas, pero los dos errores son delicados.
En la página 200 dice que don Otilio Ulate se encontraba reunido con don Pepe Figueres en la casa del Dr. Carlos Luis Valverde Vega cuando este último fue asesinado. Esa noche, como se sabe, don Pepe no estaba en la casa del Paseo Colón sino a muchos kilómetros de distancia, en la finca La Lucha, con sus hombres alzados en armas. 
En la página 91, al referirse a la dictadura de los Tinoco, dice que "muchos costarricenses notables sirven al régimen o simpatizan con él" y cita a Roberto Brenes Mesén, a Joaquín García Monge y a la propia Ángela Acuña Braun. 
Roberto Brenes Mesén fue parte del gabinete de Federico Tinoco, y Ángela Acuña Braun, gran amiga de Federico y de su esposa María Fernández de Tinoco, fue ardiente defensora de la dictadura. Pero, y aquí está el grave error, don Joaquín García Monge ni le sirvió al régimen ni simpatizó con él, más bien fue su víctima, perdió su trabajo y fue perseguido. 
Cuando los hermanos Alfredo y Jorge Volio preparaban tropas en Nicaragua contra la dictadura de los Tinoco, Ángela Acuña Braun se refirió a ellos como "falsos y miserables hijos de mi patria" y cerró el párrafo diciendo: "Rompo mi pluma sobre el inmaculado papel en que hoy escribo y pido al cielo ¡Maldición!"
Yadira Calvo justifica esta clara posición de apoyo a la dictadura por la amistad de muchos años de doña Ángela con María Fernández de Tinoco, Mimita, quien, vale la pena agregar, era una mujer de amplia cultura y refinados modales, autora de dos novelas  Zulai y Yontá.
Ángela Acuña Braun. 1888-1983
Primera bachiller de Costa Rica y primera
abogada de Centroamérica.
Tras dejar el poder, Federico Tinoco se fue con su esposa a Francia. Roberto Brenes Mesén, por su parte, estigmatizado como "tinoquista" se trasladó a vivir durante más de veinte años a los Estados Unidos. Curiosamente, en sus luchas por el voto femenino, doña Ángela contó siempre con el apoyo de don Arturo Volio Jiménez, hermano de Alfredo y Jorge, a quienes ella había llamado "falsos y miserables hijos de mi patria". Cuando Mimita regresó a Costa Rica, tras la muerte de Federico, también gozó de la amistad de don Arturo. Lo irónico del caso es que no hubo represalias ni resentimientos contra ellas por sus posiciones políticas  precisamente porque, por ser mujeres, se consideraba que estaban totalmente fuera de la política.
Muchos años después de la revista literaria Fígaro, doña Ángela fundó el semanario Mujer y hogar. La familia y la protección de la niños fue su gran obsesión en su carrera de abogada. Su tesis de grado fue sobre los derechos del niño. Planteó valiosas propuestas para el funcionamiento de los juzgados tutelares de menores y su gran triunfo fue lograr, en 1941, que las mujeres pudieran ejercer como jueces en los Tribunales de la República. Otro aporte suyo significativo fue el establecimiento, en 1924, de la celebración del 12 de octubre como Día de la raza, que en 1992 pasó a llamarse Día de las Culturas.
Ángela Acuña Braun falleció el 10 de octubre de 1983, a los noventa y cinco años de edad. Un año antes de su muerte había sido declarada Benemérita de la Patria.
INSC: 1989

martes, 3 de noviembre de 2015

Laberintitis. Cuentos de Anabelle Aguilar Brealeay.

Laberintitis. Anabelle Aguilar Brealeay.
Editorial Universidad de Costa Rica.
2009.
Estos cuentos confirman que lo que no te mata te hace más fuerte. De hecho, quizá la única ventaja de las desgracias es que sirven para demostrar la enorme capacidad de resistencia de quienes se creían débiles. Los dieciocho relatos que componen el libro son bastante breves, de apenas un par de páginas cada uno, pero esa concisión magnifica la intensidad. Algunas historias son verdaderamente dolorosas y hasta crueles, mientras que en otras la tragedia tiene un sabor agridulce, ya que están salpicadas por una ironía punzante que invita a sonreír incluso en medio de la tristeza. Cada página está llena de imágenes sugerentes de gran simbolismo y cada línea está escrita con delicadeza y contundencia.
En el prólogo, Judith Gerendas sugiere que "en este libro hay una poética de la crueldad, a partir de la cual se produce una incisiva exploración de las desgarraduras, de las rupturas, de las muertes frente a la cual no hay piedad, de las vidas frustradas. Historias de seres que solo anhelaban hechos elementales, pero cuyos deseos resultaron imposibles de cumplir."
Con semejante presentación, uno se inclinaría a pensar que los relatos llevarían la tragedia hasta niveles macabros o grotescos. Es verdad que en algunos hay escenas particularmente violentas y dolorosas, pero en la impresión que queda de la obra en conjunto no pesa tanto la crueldad como el absurdo.
Las protagonistas de los cuentos sufren agresiones y humillaciones, son separadas violentamente de sus seres queridos, se enfrentan a la demencia, la enfermedad y la miseria pero, más que un mundo cruel, lo que el libro nos muestra es un mundo ilógico, absurdo, sin sentido, en el que pesa más el azar que la voluntad o la razón.
Lo mejor y lo peor de las vidas de estas mujeres viene comprimido en pocos párrafos. Los días de cada una de ellas transcurrieron en silencio, en el anonimato, en la sombra. Sus respectivas tragedias permanecieron ocultas para todos salvo para ellas mismas. En su mundo oscuro, el consuelo no era la luz al final del túnel, sino los pequeños rayos de luz que se colaban por diminutos boquetes. Pero ellas, que soportaron su dolor a solas, tampoco compartieron con nadie sus sueños, esperanzas, ilusiones o recuerdos alegres.
La que pierde su fortuna, descubre que la ruina económica no es tan dura como la ruina personal. La que no se siente amada, almacena en su mesa de noche novelas de amor que cambia cada jueves o, mientras pica naranjas en rebanadas diminutas, escucha por la radio historias más interesantes que la suya. Está también la que permaneció cautiva en una jaula amueblada lujosamente, llena de floreros de cristal, que debía mantener inmaculadamente limpia, libre de hasta la más mínima mota de polvo. En algún momento pensó en huir con los niños, pero... ¿a dónde? Cuando perdió la razón y fue recluida en un manicomio, su único tesoro era una fotografía de sus hijos, ya desteñida de tanto acariciarla.
Está también la historia de la que llegó soltera a los sesenta y cinco y, en un bus, conoció a su primer marido, con quien vivió en luna de miel permanente hasta que el pobre hombre, en un descuido, se tragó una uva con todo y abeja. Una semana después del entierro, la desconsolada mujer sucumbió ante las galanterías de su vecino, con quien acabó casándose. Por desgracia, aquel hombre dio un mal paso (literalmente) y, al saltarse involuntariamente un peldaño, rodó por la escalera. Durante el velorio, la pobre viuda se desmayó y el hermano menor de su segundo marido, no solo se apresuró a levantarla, sino que en la misma funeraria le propuso matrimonio. Pese a la advertencia de que tal parecía que su maldición era que quien se casara con ella moría trágicamente, el cuñado asumió el riesgo.
Me impresionó particularmente el cuento de la familia que va a visitar a la abuela y se encuentra un hermoso arreglo de flores amarillas tirado en la calle. Se detienen a recogerlo, suponen que debió habérsele caído a algún repartidor y se lo llevan como regalo a la viejita.
Cada relato tiene su encanto y atractivo particular. En medio del dolor, no hay ni una sola queja ni un solo reclamo. Las cosas sucedieron como sucedieron y la historia se cuenta yendo directamente al grano sin el más mínimo rodeo. Los únicos detalles que se mencionan son los imprescindibles y, precisamente por eso, todos ellos acaban siendo impactantes y memorables.
Encontrarse con una colección de cuentos agradablemente escritos y con una trama tan cautivadora como intensa, es motivo suficiente para quedar agradecido y satisfecho, pero este libro, además, me dejó intrigado. En el cuento Paroxismo, se menciona el terremoto de Cartago del 3 de mayo de 1910. El el cuento Laberintitis, que da título al libro, se habla de una pareja de amantes cuyos encuentros amorosos tenían lugar en una isla ubicada en medio de un lago y, al final, por motivos que no se mencionan, Olivier, el galán, es fusilado en la plaza.
No tengo claros los detalles porque no es una historia que haya leído, sino una leyenda que alguien me contó, pero se dice que mientras estuvo en Costa Rica, Francisco Morazán se hizo de una novia con quien se citaba en la finca Las Cóncavas, en Cartago, donde hay un laguito rodeado de árboles. Morazán, como se sabe, al ser derrocado, en vez de marchar al exilio, como le exigió Tata Pinto, se fue a Cartago a tratar de reunir tropas (y tal vez a despedirse de su amada) y fue finalmente fusilado en el Parque Central de San José. Recuerdo que, hace ya bastantes años, tuve la oportunidad de comentar la leyenda, justo a la orilla del lago de Las Cóncavas, con mi buen amigo don Roberto Trejos Escalante y con don Luis Castro Monge, propietario de la hacienda en aquel entonces, pero no contábamos, ninguno de los tres, con suficientes detalles como para reconstruir la historia completa.
¿Será posible que Anabelle Aguilar Brealeay, en este libro, además de escribir cuentos nos haya planteado acertijos? ¿Acaso todas estas historias están basadas en hechos reales y la brevedad y lo escueto de los relatos sea su manera de no hacer reconocibles a los verdaderos protagonistas? ¿Quién será la niña que aplasta hojas secas al paso de su bicicleta herrumbrada solamente para mezclar sonidos y no estar sola?
El libro cierra con una bella carta que Anabelle le dirige a Eunice Odio, en la que le pregunta: "¿A quién le importa que escriba de mi abuela adúltera, de mi madre frustrada o de mi tía que casó cuatro veces después de los sesenta?
Como obra de ficción literaria, Laberintitis, de Anabelle Aguilar Brealeay, es un deleite. Como fuente de pistas para los aficionados a la historia menuda de Costa Rica, este libro es un verdadero enigma duro de descifrar.
INSC: 2392

domingo, 1 de noviembre de 2015

Pío XII. Papa durante la II Guerra Mundial.

El Papa de Hitler. John Cornwell. Editorial
Planeta. España. 2001.
Dice el viejo refrán que no hay que juzgar un libro por la portada. El Papa de Hitler, de John Cornwell, es un buen ejemplo. El título y la fotografía de cubierta son tan osados como engañosos.
Sobre la figura de Eugenio Pacelli, Nuncio Apostólico en Alemania de 1917 a 1929, Secretario de Estado del Vaticano de 1929 a 1939 y Papa, con el nombre de Pío XII, desde 1939 hasta 1958, se han publicado cualquier cantidad de obras que van desde estudios históricos serios y documentados hasta panfletos llenos de afirmaciones sin fundamento.
En vida, el Papa Pacelli gozó de gran prestigio, pero cinco años después de su muerte una obra teatral, El Vicario de Rolf Hochcuth,  abrió un debate que aún hoy está lejos de agotarse. El punto central de la discusión es que, aunque Pacelli realizó, en repetidas ocasiones, actos no solo valientes sino hasta heroicos a nivel personal y movilizó a todo el aparato de la Santa Sede y de la Iglesia europea en general,  para socorrer a los civiles durante la II Guerra Mundial, nunca pronunció un mensaje que, de manera clara y directa, condenara los atropellos cometidos por la Alemania Nazi. 
Quienes lo critican, sostienen que su silencio ante hechos que debió haber censurado, no obedeció a la prudencia ni a la falta de información, sino que respondía un pacto oculto entre la Santa Sede y el III Reich. Los más atrevidos, llegan a afirmar que Pacelli, a nivel personal, simpatizaba con los nazis. Quienes lo defienden, argumentan que así como no hay palabras contra los nazis, tampoco las hay a favor y que Pío XII, en todo caso, hizo mucho más de lo que dijo y sus acciones son más elocuentes que cualquier discurso. Ambos bandos tienen numerosos hechos para poner sobre el tapete.  Entre los innumerables libros y artículos que se han escrito sobre el tema, no se ha escuchado aún una voz desapasionada. Para unos fue un héroe que actuó con sabiduría y prudencia, mientras que para otros fue un cómplice de las atrocidades que no denunció.
En las polémicas sobre figuras históricas es común encontrar, entre otros muchos, tres tipos de autores: el torero de café, el profeta a posteriori y el sabelotodo. En España llaman toreros de café a quienes, cómodamente sentados alrededor de una mesa, dicen lo que debió haber hecho el matador en el ruedo. Sobra decir que ninguno de ellos ha tenido nunca un toro al frente. En el plano de la historia, hay quienes, con la misma facilidad de la tauromaquia de tertulia, juzgan a los protagonistas de los hechos sin considerar la complejidad del momento que debieron enfrentar.
Por otra parte, es muy fácil calificar las decisiones como acertadas o erróneas cuando todo ha pasado y se sabe en qué paró el asunto. Cualquiera es profeta a posteriori, pero quienes debieron tomar decisiones en determinado momento no contaban, como sus severos jueces, con la ventaja de saber cómo iban a terminar las cosas. Es absurdo que años, décadas o siglos después de los hechos, se les reclame a las figuras históricas el no haber sido capaces de ver el futuro.
El historiador sabelotodo, por su parte, es aquel que no se conforma con investigar y exponer una versión bien sustentada y razonable, sino que aspira a decir la última palabra. En historia, como en muchas otras áreas, es más serio hablar de posibilidades que de verdades. Ante hechos no probados o dudosos, confío mucho más en un historiador que sugiera "lo que pudo haber ocurrido..." que en uno que afirme "lo que en verdad ocurrió..."
Pero volvamos al libro de Cornwell. El título y el subtítulo, El Papa de Hitler, la verdadera historia de Pío XII, son, por decir lo menos, poco serios. La ilustración de la portada, además, podría generar confusiones. Se trata de una foto de 1929, en que el nuncio Pacelli abandona el Palacio Presidencial en Berlín. La capa episcopal puede confundirse fácilmente con el tabarro pontificio y los oficiales de guardia con uniforme prusiano tocados con el stahlhelm parecen soldados nazis. La combinación del título y la fotografía me pareció grotescamente engañosa. Sin embargo, recordando el adagio de no juzgar un libro por la portada, emprendí la lectura y me bastaron pocas páginas para convencerme de que, pese a su cubierta ciertamente cuestionable, tenía en mis manos una investigación profunda y minuciosamente documentada.
El autor de este libro no cae nunca en el error de editorializar como torero de café, ni como profeta a posteriori ni como historiador sabelotodo. Se limita a consignar hechos, proponer análisis y sugerir conclusiones.
Por su estilo conciso, fluido y claro, es capaz de brindar avalanchas de datos y meter en la danza a cientos de personajes sin abrumar al lector. Cornwell tiene la meritoria y rara habilidad de ofrecer un panorama integral de situaciones complejas de manera breve y diáfana. El libro se lee con interés creciente y tiene el enorme mérito de ser comprensible fácil de seguir para cualquier lector, incluyendo uno no muy familiarizado con los acontecimientos que se reseñan. Pocos historiadores son tan amigables con el público en general. Los comentarios y las apreciaciones personales que el autor se permite expresar, esporádicamente pero a todo lo largo del libro, dejan claro que Pío XII no le simpatiza. Sin embargo, Cornwell  se limita a consignar su opinión en pocas palabras y sin mayores alegatos. Me agrada el hecho de que un historiador opine francamente sobre lo que escribe. Dejar por escrito la posición personal me parece mucho más honesto que fingir imparcialidad. Lo que no debe hacer nunca el historiador es alterar datos o presentar como hechos lo que son suposiciones, pero si el material que ha reunido lo ha llevado a formarse una opinión, tiene todo el derecho de expresarla. Cornwell, en todo caso y como ya se dijo, nunca suelta el editorial y se concentra en exponer los acontecimientos tal y como constan en los documentos que consultó. Sus opiniones, como las de cualquiera, son discutibles, pero la rigurosidad de su investigación es muy respetable incluso para quienes, como yo, no compartan sus puntos de vista.
Tanto el personaje principal como la época en que le tocó vivir, son de una complejidad fascinante. Tanto en los histórico como en lo biográfico, Cornwell logra pintar un retrato verdaderamente completo y revelador.
Eugenio Pacelli, hijo de una familia de la aristocracia romana, era un hombre severo, misterioso y reservado que practicaba un misticismo ascético y llevaba una vida espartana. Era un lector infatigable, buen jinete, tocaba el violín y hablaba varios idiomas. Organizado y metódico hasta extremos obsesivos, planificaba su rutina diaria minuto a minuto, dormía solamente cinco horas, comía solo, no tenía amigos personales y nunca participaba en conversaciones ociosas. Tanto en sus discursos y correspondencia oficiales como en sus declaraciones improvisadas, solía expresarse con un estilo elíptico, muy elegante pero poco claro. A este hombre alto, pálido, flaco y de voz aguda, que hablaba lentamente pronunciando las palabras sílaba por sílaba, de salud frágil y modales refinados, le correspondió ser Papa en unos años en que el mundo se sumergió en una espiral de violencia que parecía de nunca acabar.
Había trabajado desde muy joven en la diplomacia vaticana. Vivió doce años en Alemania, primero en Munich y luego en Berlín y, como Nuncio Apostólico, fue el artífice del concordato con el Reich. Hitler había ocupado la Cancillería en enero de 1933 y el acuerdo se firmó en julio de ese año. Sin embargo, Pacelli y Hitler nunca se conocieron en persona ya que, en 1929, Pacelli había retornado a Roma al ser nombrado Cardenal Secretario de Estado del Vaticano.
El Concordato entre la Santa Sede y el III Reich le daba a la Iglesia católica ciertos beneficios, tales como un salario para los curas por parte del Estado así como garantías y subsidios para los centros de enseñanza católicos. A cambio, la iglesia se comprometía a ciertas concesiones, algunas de ellas verdaderamente pintorescas, como que en Alemania todo el clero estuviera formado exclusivamente por alemanes y no se permitiera el ministerio de sacerdotes de otras nacionalidades. Sin embargo, el punto más delicado del acuerdo fue la disolución del partido Zentrum. Desde la época de Bismark, a finales del Siglo XIX, los católicos alemanes tenían este partido político que llegó a ser la mayor fuerza política durante la República de Weimar, tras la I Guerra Mundial.
El partido liberal y el social demócrata eran minoritarios, por lo que la mayoría siempre la obtenía Zentrum, que era el que formaba gobierno. Poco a poco los votantes alemanes se fueron radicalizando y tanto el partido nazi como el comunista empezaron a contar con más apoyo popular. Estaba claro que si alguno de los dos llegaba al poder se acabaría la democracia parlamentaria. Los socialdemócratas intentaron realizar una coalición con los comunistas, pero los comunistas no aceptaron por que Stalin en persona se los prohibió. Los liberales eran minoría y a quien le tocaba inclinar la balanza era al partido Zentrum. Heinrich Brüning, líder del Zentrum, sostenía que, puestos a elegir, había que aliarse con los comunistas contra los nazis. Franz Von Pappen, otra importante figura del partido, sostenía la tesis contraria, que había que aliarse con los nazis contra los comunistas. El presidente del partido, Monseñor Ludwig Kaas, vivía en el Vaticano y desde allí dirigía por control remoto a la mayor fuerza política alemana.
El prelado Kaas, al igual que una amplia mayoría del alto clero europeo de entonces, apoyaba el fascismo. Aliado históricamente a las monarquías (de hecho era una de ellas), el papado desconfiaba de las democracias republicanas liberales y aborrecía el comunismo. En esas circunstancias, el fascismo que rechazaba las libertades características de la democracia, adversaba el comunismo y no se mostraba hostil a la Iglesia, gozó, al menos en su primera etapa, del apoyo de la diplomacia papal. Mussolini fue quien creó el Estado del Vaticano en 1929 y, poco después de fundado, el diminuto estado pontificio se entendió bien con las dictaduras fascistas, mientras que con los países democráticos las relaciones eran distantes y con los comunistas inexistentes.
Todos sabemos lo que pasó. Hitler llegó a ocupar la cancillería impulsado por Von Pappen quien, ingenuamente, creyó que podría manejarlo. El concordato fue firmado y el partido Zentrum acabó disuelto. Heinrich Brüning, que salió profeta, abandonó Alemania y se fue a Londres a pegar el grito al cielo. De todos los líderes políticos de la época, Brüning fue el único capaz de vaticinar lo que se iba a venir encima a la vuelta de unos años. Tras la muerte de Hindenburg y el incendio del Reichtag, Hitler tomó el poder absoluto y se desentendió tanto de la nobleza (Von Pappen y sus secuaces) como del concordato. Pío XI publicó la encíclica Mit Brennender Sorge, en que manifiestó su preocupación por el rumbo que estaba tomando Alemania, pero Hitler no iba a hacerle caso a un simple papel.
Pacelli, Secretario de Estado Vaticano, viajó a los Estados Unidos y se entrevistó con el presidente Franklin Delano Roosevelt en 1936. El 2 de marzo de 1939, el día de su cumpleaños número sesenta y tres, Pacelli fue electo Papa. En setiembre de ese mismo año, tras la invasión nazi a Polonia, Inglaterra y Francia le declararon la guerra a Alemania. Días antes, Pío XII pronunció el famoso discurso en que dijo: "Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra."
Al menos en los primeros años, Pío XII creyó posible una solución negociada al conflicto. Mantuvo canales abiertos con todas las potencias beligerantes. La correspondencia con la Alemania nazi estaba llena de protestas y contraprotestas, pero nunca se rompió. También se mantuvieron las relaciones con la Italia fascista. Dentro del Vaticano había embajadas de Francia e Inglaterra. Cuando ya los Estados Unidos habían entrado en la guerra, el presidente Roosevelt envió un delegado permanente a la Santa Sede y, poco después, al propio Secretario de Estado americano a entrevistarse con el Papa. Lo asombroso del caso es que, como el Vaticano no tiene aeropuerto y era un país neutral, el Estado italiano, en guerra declarada con los Estados Unidos, debió permitir que un avión americano aterrizara en el aeropuerto de Roma y facilitar el paso de los enviados diplomáticos por las calles de su capital hasta el palacio apostólico.
Mientras la diplomacia vaticana mantenía comunicación con todas las potencias involucradas en la guerra, excepto, naturalmente, con la Unión Soviética, se estableció al mismo tiempo un servicio de asistencia para civiles desplazados. La residencia papal de Castelgandolfo acabó convertida, por disposición directa del Papa, en un albergue de refugiados. La capital italiana, durante los años de la guerra, empezó gobernada por el fascismo, luego fue ocupada por tropas alemanas, sufrió prácticamente una guerra civil entre distintos bandos revolucionarios y luego fue tomada por el ejército americano sin que el Papa se moviera de su sitio. Exigió, eso sí, que los cardenales salieran de Roma y se mantuvieran en un lugar seguro para que, en caso de que lo mataran, no tuvieran dificultad de reunirse para elegir a su sucesor.
En 1943, cuando Roma fue bombardeada, el Papa abandonó el Vaticano y se trasladó al sector bajo fuego para acompañar a los habitantes de la zona. A los pocos días, al efectuarse un segundo bombardeo, volvió a hacerlo. Era evidente que el Papa estaba dispuesto a morir al lado del pueblo romano. Tras esos dos gestos, los bombardeos cesaron. Se hicieron incluso bromas sobre el hecho de que aquel hombre, extremadamente flaco, fuera capaz de servir como escudo protector de una ciudad entera.
El retrato que hace Cromwell de Pío XII lo muestra como un hombre de carácter fuerte, amplia cultura y mente brillante, pero frío, poco emotivo, totalmente encerrado en su mundo interno, incapaz de realizar un gesto o pronunciar una palabra de manera espontánea. Pacelli pensaba en blanco y negro sin matices. Su visión de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto era tajante pero, a la hora de expresarse, calculaba el alcance que podrían tener sus declaraciones, así como todas las posibles interpretaciones que se les pudieran atribuir. Sus discursos, sus cartas y hasta sus conversaciones, como ya se dijo, estaban planteados de una forma tan elíptica y enigmática que, con frecuencia, parecían indescifrables.
Si esa fue su manera de expresarse durante toda su vida, ¿Por qué se le reclama el no haber pronunciado un discurso contundente durante la guerra? Reflexionar sobre la figura de Pío XII, no consiste en ponerse a especular sobre lo que pudo haber pasado si hubiera actuado de una manera distinta a cómo lo hizo. Imaginar otra historia alternativa puede ser un ejercicio de fantasía divertido pero no ayuda a comprender. Tampoco se trata de dictar cátedra de torero de café sobre lo que debió haber hecho o dejar de hacer. Es muy fácil juzgar lejos del lugar, lejos del momento, lejos de la responsabilidad y lejos de las consecuencias.
Para muchos, la prudencia de Pío XII fue complicidad y su ecuanimidad fue indiferencia. Pero para comprender su actitud, independientemente de como se la quiera calificar, el propio Papa dejó claras, desde el inicio de la guerra, las normas que regirían sus acciones y sus palabras. En cuanto a las acciones, procuraría aliviar el sufrimiento de todos de manera efectiva y discreta. En cuanto a las palabras, repetiría el mensaje eterno de Cristo, de amor, perdón, fraternidad, justicia y paz, pero no se referiría a ningún hecho en particular. En cada discurso, en cada aparición pública o transmisión radial, Pío XII, siempre en su estilo poético e indirecto, predicó los altos valores del Evangelio de manera general. Hablaba sobre la supeditación de lo político a lo moral, e insistía en la supremacía del individuo sobre el sistema. Los regímenes políticos son temporales mientras que el alma de cada persona es eterna. No condenó las deportaciones ni los asesinatos en masa, ni el bombardeo alemán sobre Londres, ni el bombardeo inglés sobre Dresden, ni el ataque japonés a Pearl Harbour, ni las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Ni siquiera dijo una palabra sobre el bombardeo aliado sobre Roma que tuvo la oportunidad de vivir muy de cerca. Pensándolo bien, si se hubiera puesto a mencionar una por una todas las atrocidades que ocurrieron durante su pontificado, no habría tenido tiempo de hacer otra cosa. 
La actitud de Pío XII durante la guerra genera y seguirá generando controversia.  Para unos, una figura misteriosa, fría y calculadora hasta extremos increíbles. Para otros, un hombre cuya profunda espiritualidad le permitió mantenerse ecuánime en una época convulsa en la que las masacres llegaron a ser parte de la vida diaria.
INSC: 2115

Eugenio Pacelli (1876-1958) Papa Pío XII (1939-1958).

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