domingo, 31 de enero de 2016

El nicaragüense. Ensayo de Pablo Antonio Cuadra.

El nicaragüense. Pablo Antonio Cuadra.
Nicaragua, 1974.
Pablo Antonio Cuadra solía calificar su basta obra en dos categorías: lo que había escrito a mano y lo que había escrito a máquina. Para él, el flujo de la poesía surgía de un enlace entre cerebro y corazón que desembocaba en la mano escribiendo con tinta sobre el papel. El periodismo, al que dedicó gran parte de su vida, era otra cosa. En la sala de redacción, siempre llena de interrupciones, como se escribía a prisa, las ideas iban directo desde la mente hasta la tecla. Algo similar sostenía don Alberto Cañas, quien también ejerció los oficios de literato y periodista,  al afirmar que el escritor compone con la cabeza y el reportero redacta con los dedos.
Conocido principalmente como poeta y ensayista, Pablo Antonio Cuadra fue, durante más de cuarenta años (1954-1988), codirector del Diario La Prensa, de Nicaragua. Tras acogerse a su retiro, continuó al frente del suplemento cultural La Prensa Literaria, que él mismo había creado. Desde 1964 hasta poco antes de su muerte en 2002, publicó una columna muy leída, titulada precisamente Escrito a Máquina, en la que solía reflexionar sobre prácticamente todo lo humano y lo divino.
El nicaragüense, publicado en 1974, es un libro que recopila varias de sus columnas, que habían aparecido previamente en el periódico, en las que el poeta abordó diversos temas relativos a su país, su gente, su historia y sus costumbres.
Se refiere, natural e inevitablemente a Rubén Darío, a quien considera modelo de la dualidad nicaragüense porque "siempre quiso ser otro". A la larga, su intento de ser otro fue su modo de saltar hacia sí mismo. Darío no fue solamente el gran poeta de Nicaragua, sino el gran poeta de la lengua española y su influencia se extendió por todo un siglo. Sin embargo, los poetas jóvenes suelen ser parricidas y la Vanguardia Granadina, de la que Pablo Antonio fue figura principal, mantuvo en sus inicios una postura severamente crítica hacia Darío. Le reclamaban el haber sido afrancesado, el concentrar su atención en la mitología clásica y el haberse desviado de su tradición por tomar la ruta europea. Cantó más a Argentina y a Chile que a su propia tierra y, al plasmar el recuerdo de un buey viejo que miró en su infancia, tituló el poema Allá lejos.
Cuando el libro se publicó, ya eran lejanos los tiempos en que los vanguardistas llamaban a Darío "nuestro amado enemigo" y, superado el rechazo juvenil, Pablo Antonio cita a Octavio Paz, quien afirmó que el modernismo de Darío no era una evasión de la realidad americana, sino una fuga de lo local en busca de la actualidad universal.
Pablo Antonio comprende que la fidelidad de Darío a su patria consistió en abandonarla y encuentra, en la vida y obra del gran poeta, un reflejo de la historia de Nicaragua. La dualidad que sufrió Darío entre su carne y su alma, entre su poesía, tan sublime y elevada, y su agobiada vida llena de tropiezos y dificultades, hace inteligible la dramática historia de su país, llena tanto de episodios admirables como dolorosos.
Nicaragua, un pueblo de enorme riqueza cultural, sufre de pobreza material. Es un país en el que surgieron grandes escritores en tiempos en que buena parte de su población era analfabeta.
La geografía, la historia, la literatura y hasta las costumbres y la vida cotidiana de Nicaragua son fascinantes como temas de reflexión y Pablo Antonio, en este libro lo que hace es compartir sus reflexiones acerca de su país. Observa, piensa, recuerda, propone explicaciones y lo escribe todo a máquina, es decir, directamente del pensamiento a la tecla. No se trata de un libro informativo ni de un análisis metódico. En ningún momento intenta describir ni estructurar. De hecho, en el libro hay verdaderamente pocos datos y, ese detalle, lejos de ser un defecto, es más bien uno de los mayores atractivos de estas páginas. No se trata de un estudio formal y estructurado, sino casi de un coloquio, de una conversación de tarde soleada meciéndose en un butaco.
Pablo Antonio salta de lo erudito a lo cotidiano. A partir de El Güegüense, el primer personaje de la literatura nicaragüense, pasa a comentar la actitud burlona, picaresca, igualada y desconfiada de su pueblo. La pieza teatral, que data del Siglo XVI y que Pablo Antonio fue el primero en publicar en 1942, ha sido el deleite del público durante siglos porque el protagonista, desde su primera aparición en escena, suelta frases con doble sentido. Esa ironía a veces puede costar cara, pero no se abandona. Cuenta que una vez le preguntó a un campesino por sus notorias cicatrices y aquel hombre, sin darle importancia al asunto, le respondió: "Son un par de burlas".
Pablo Antonio va al mercado y entabla una conversación con la señora indígena que le vende frutas. Su historia es como de las de muchas otras mujeres solas (es decir, sin marido) que trabajan de sol a sol para sacar adelante a sus hijos. Ella tiene a los suyos estudiando, pero dice que la escuela cuesta "un chiquinil". Al poeta, gran conocedor de culturas precolombinas, le pareció viajar en el tiempo. Un chiquinil equivalía, en la época de la Colonia, a ocho mil granos de cacao, una verdadera fortuna. Recuerda entonces que los cronistas coloniales, tanto Oviedo como Bobadilla, consignaron que entre los indígenas nicaraguas, solamente a las mujeres se les permitía comerciar en el tiangue o mercado. A los hombres no los dejaban ni mirar desde afuera. Si alguno entraba, lo apaleaban. Preguntándose por qué el comercio era, en los pueblos ancestrales, una actividad exclusivamente femenina, Pablo Antonio regresó a su casa y le mostró a su señora lo que había comprado. Al enterarse, por medio de su esposa, que el precio que había pagado era abusivo, comprendió por qué los hombres no debían ir al mercado.
Particularmente interesantes son las observaciones que hace sobre la vivienda nicaragüense, cuya principal característica es la sencillez. Tradicionalmente, a la hora de construir ha imperado más el sentido práctico que el lujo. Si se trata de un campesino pobre, levanta un rancho fuerte y espacioso con pocas ventanas. Si es rico, una casona con patio central en que la luz y la ventilación vienen de dentro y no de fuera. En ninguno de los dos casos se presta especial atención a los elementos decorativos.
Como para marcar contraste, pone de ejemplo a Costa Rica, en que hasta las casas de piso de tierra se mantienen primorosamente encaladas y las carretas se pintan de colores vistosos. En Nicaragua, una buena casa basta con que sea espaciosa y de una buena carreta solamente se espera que sea fuerte. Ese gusto por la sencillez, lo encuentra también en la poesía. Hasta Darío, con todo su esplendor versallesco, desnuda su poesía de ornamentación cuando se refiere a Nicaragua.
El libro incluye también artículos sobre los ídolos de piedra precolombinos, el traslado de poblaciones y ciudades enteras, el eterno sueño del canal interoceánico y la antigua rivalidad entre León y Granada que, pese a estar ubicadas, respectivamente, al norte y al sur, son conocidas a nivel histórico como el oriente y el occidente.  Pablo Antonio sostiene que, por las dos antiguas ciudades, en Managua llaman "arriba" al este y "abajo" al oeste. Sin entrar a discutirle, creo que el Sol también podría ser un motivo de esa forma particular de referirse a los puntos cardinales. Verdaderamente reveladora es la observación de que León, ciudad conservadora, fue la cuna del Partido Liberal, mientras que en Granada, ciudad liberal, surgió el Partido Conservador. La historia y política, en todo caso, son temas en los que, lamentablemente, no profundiza. Los nombres de Rafaela Herrera, William Walker, Anastasio Somoza y Augusto César Sandino aparecen solamente una vez cada uno y como de pasada. A Máximo Jerez no lo menciona.  En cambio, ofrece abundantes semblanzas de personajes humildes como, por ejemplo, un viejo pescador del lago.
Nicaragua, como cualquier otro país, va cambiando. El mismo Pablo Antonio observa cómo los viejos hábitos son sustituidos por otros nuevos y, aunque las transformaciones son inevitables, se muestra algo preocupado por el futuro. Dice que si en la época precolombina hubiera hecho tanto calor como el de los tiempos en que escribe, el calor habría sido un dios, pero los indígenas vivían a la sombra de unos árboles que sus descendientes se empeñaron en talar.
Debido precisamente a las variaciones que trae consigo el paso del tiempo, los libros que, en su momento, describen un pueblo, a la larga acaban describiendo una época. 
El libro no tiene prólogo, pero en las páginas finales hay un epílogo, titulado Sobre la Universalidad del nicaragüense, escrito por José Coronel Urtecho, en que, con gran fluidez, el poeta hace un repaso de la historia de Nicaragua en que plantea el paralelismo de acontecimientos locales y globales. 
Siempre he creído que el interés por lo universal no está reñido con el interés por lo local. Conociéndose a uno mismo, es más fácil comprender al otro. Conociendo al otro, uno logra una mayor comprensión sobre sí mismo. Conocer el mundo te ayuda a comprender la aldea. Y conocer la aldea, te ayuda  a comprender el mundo.
INSC: 1409


Pablo Antonio Cuadra (1912-2002). Poeta, ensayista y periodista nicaragüense.

sábado, 23 de enero de 2016

El tiempo entre costuras. Novela de María Dueñas.

El tiempo entre costuras. María Dueñas.
Booket. España.
La vida de Sira Quiroga, una humilde costurera madrileña, parecía destinada a ser modesta, rutinaria y opaca pero, por azares del destino, acabó siendo una secuencia de aventuras, cada una más sorprendente y arriesgada que las anteriores.
Desde pequeña aprendió a coser y, tras haber cursado solamente la enseñanza primaria, empezó a trabajar en el mismo taller de costura en que laboraba su madre. Se hizo de un noviecito tan pobre como ella, a quien terminó abandonando seducida por un galán engominado que resultó ser un verdadero sinvergüenza. Ignacio, el noviecito rechazado, aparecerá más tarde en su vida, mientras que Ramiro, el causante de su desdicha, desaparecerá para siempre junto con todo lo que le robó. El botín, vale la pena mencionarlo, era más que considerable, ya que Sira, aunque de origen humilde, era hija de un acaudalado industrial que decidió darle en vida su herencia.
Eran los años de la Segunda República Española y ya el ambiente empezaba a ponerse tenso. La violencia no tardaría en estallar. Acatando el consejo de su padre, Sira se trasladó con Ramiro a Marruecos, donde la pobre muchacha quedó sola, enferma y sin un centavo. El jefe de policía local se apiadó de ella y la colocó en la pensión de Candelaria, una modesta casa de huéspedes habitada por españoles tanto republicanos como nacionales que, al discutir las noticias de la guerra civil, acababan convirtiendo cada comida en un altercado. Cuando estaban a punto de arrojarse los platos sobre las cabezas, la Candelaria ponía orden. Ella, ajena a las pasiones políticas, solamente se preocupaba por la tranquilidad de su casa y la prosperidad de su negocio. Cuando Sira le preguntó de qué lado estaba, la casera le respondió tajante: "Con el que gane".
Candelaria, al descubrir lo bien que cosía la muchacha, se las ingenió para montarle un taller de costura. En poco tiempo Sira ganó prestigio como modista y no solo llegó a tener entre sus clientas a las damas de la alta sociedad del protectorado español de Tetuán, sino que logró establecer una amistad estrecha y duradera con Rosalinda Fox, la amante del alto comisionado Juan Luis de Beigbeder, quien sería el Ministro de Asuntos Exteriores durante los primeros catorce meses de la dictadura de Francisco Franco. 
Con la ayuda de Rosalinda y de Marcus Logan, Sira logró traer a su lado a su madre. La señora, que era su única familia en el mundo, había permanecido en Madrid que se había convertido por entonces un campo de batalla. Madre e hija pasaron los años de la guerra civil cosiendo en Tetuán, trabajando mucho, ahorrando todo lo que podían y tratando de restablecer su relación fracturada. Cuando la vida de la joven costurera parecía arribar a un periodo de estabilidad, el servicio secreto británico, por medio de Rosalinda, la reclutó y la envió, con nombre falso, de nuevo a Madrid. Su misión sería establecer un taller de costura y atraer como clientas a las esposas de los diplomáticos nazis en España con el fin de recopilar información que pudiera ser valiosa. Ya metida en el espionaje, Sira realiza un breve pero intenso viaje a Portugal, en que demuestra habilidades insospechadas y logra enterarse de movidas del más alto nivel.
Publicada en 2009, El tiempo entre costuras, de María Dueñas, alcanzó gran popularidad. Debo confesar, sin embargo, que yo no sabía nada de la novela cuando, en la Navidad del 2015, mi buen amigo Joaquín Trigueros León me la dio como obsequio. Su regalo fue bastante oportuno ya que el día que me lo dio yo debía hacer un largo viaje en autobús y no llevaba nada para leer. Esta novela es tan entretenida que no solo captura la atención desde las primeras páginas sino que, pese a ser bastante extensa, uno acaba leyéndola de principio a fin en poco tiempo. La prosa fluye a buen ritmo y, antes de que surja el primer bostezo, algún acontecimiento inesperado logra despertar de nuevo el interés por lo que vendrá luego.
De primera entrada, me pareció una novela rosa. La seducción de Ramiro y la fascinación que Sira, joven humilde y sencilla, experimenta por aquel hombre apuesto, elegante y refinado es verdaderamente empalagosa.  Hasta el drama de quedarse sola en Marruecos, la pérdida del bebé que estaba esperando y la angustia de verse de repente desamparada, perseguida y abrumada por deudas, me pareció un dramón lacrimógeno de telenovela. La forma en que se narraban los hechos era tan atractiva que, pese a la impresión inicial de estar leyendo a Corín Tellado, no pude abandonar el libro.
Más tarde, en el episodio en que Sira, cubierta de telas, con solamente los ojos, las manos y los pies visibles, recorre las calles de madrugada para concretar la venta de las armas que lleva atadas, bajo el disfraz, en todo su cuerpo, tuve la impresión de leer una novela de aventuras.
Cuando entraron en escena Rosalinda Fox,  Juan Luis de Beigbeder y hasta el propio Ramón Serrano Suñer, supuse que el libro sería una novela histórica.
Una vez finalizada la lectura, mantuve las dos primeras calificaciones y descarté la tercera. El tiempo entre costuras tiene mucho de novela rosa. La muchacha desamparada, la separación familiar, el conflicto con la madre, la aparición sorpresiva de un padre rico, el enamoramiento de galanes apuestos, la vida glamorosa en los grandes hoteles y, muy especialmente, el final sacado de la manga en que Sira, en vez de convertirse en una mujer fuerte e independiente, se ofrece como "premio" para el héroe que la rescató del peligro.
Las citas en la peluquería y en el club, los contactos con el jefe de la inteligencia británica en un falso consultorio médico madrileño, las visitas de Ignacio y Beigbeder a su apartamento, así como la aparatosa huida de Portugal son las audaces aventuras de un agente secreto. El libro, además, es bastante descafeinado. Una novela rosa sin una escena apasionada y una trama de espías sin un solo tiro ni un solo muerto. Tal vez en esa combinación de suspiros y adrenalina (romance y acción, dirían en el cine) radique la buena acogida que tuvo esta novela por parte del público.
En cuanto a su referencia histórica, es bastante pobre. Hay dos capítulos, el 34 y el 35, en que la novela abandona el tono testimonial y suelta una ráfaga de datos sobre la ambigua actitud del régimen de Franco durante la II Guerra Mundial. Este paréntesis, didáctico, pesado y lleno de datos, en que la narradora se permite hasta soltar el editorial, rompe la unidad narrativa de lo que, se supone, era un testimonio. Sira era una muchacha que apenas había ido un par de años a la escuela, no entendía nada de historia ni de política y, de repente, se convierte en una analista enterada de todos los detalles del escenario político, militar y diplomático de la época. Como para reparar la digresión, la autora pone a Sira a decir que todo eso ella no lo sabía, sino que Rosalinda se lo había mencionado en sus cartas. La escena en que los nazis negocian el Wolfranio con hacendados portugueses, por otra parte, no es fiel a la realidad histórica. Sobre el tema hay dos libros verdaderamente valiosos, uno de ficción (Casino Royale de Ian Flemming) y otro de investigación histórica (Lisboa 1939-1945 de Neill Lochery) que, por cierto, no aparecen en la inexplicable e innecesaria bibliografía que María Dueñas ofrece en las páginas finales.
Lo único que hace Serrano Suñer, en la novela, es recoger la polvera que se le había caído a Sira. Rosalinda Fox y Juan Luis de Beigbeder, personajes tan fascinantes como el propio cuñadísimo, son retratados muy superficialmente.
De hecho, una de las objeciones que se le puede hacer a esta novela es, precisamente, la escasa profundidad de su personajes. Empieza a ritmo vertiginoso, sin detenerse en detalles intrascendentes pero, conforme avanza, el libro se va tornando cada vez más descriptivo. Si no fuera por los oportunos golpes de timón que cambian el rumbo de los acontecimientos, la lectura de muchos episodios habría sido fastidiosa. Mucho se le hubiera agradecido a María Dueñas el que, en vez de describir salones y atuendos minuciosamente, se hubiera ocupado de moldear un poco más a fondo a las decenas de figuras humanas que pasan como estrellas fugaces. Jamila, la joven criada de Tetuán, es apenas una sombra. Las dos muchachitas asistentas en el taller de Madrid, son menos que eso. Decía don Joaquín Gutiérrez que escribir una novela, más que contar historias, es crear personajes. Con el tiempo las historias se tornan borrosas o incluso se olvidan, pero los personajes de las novelas son los que acaban siendo memorables. María Dueñas pudo haber explorado más a la madre y al padre de Sira, a los habitantes de la pensión, a Félix y su madre, a Candelaria, a don Claudio, pero todos ellos aparecen y desaparecen sin que se les preste mayor atención. Ni siquiera Sira, la protagonista, se explora a profundidad, al punto que cuesta sentir simpatía por ese gato que siempre cae de pie.
Don Joaquín Gutiérrez decía también que un cuento es un puño cerrado y una novela es una mano abierta. Si uno puede contar la historia de un personaje en un relato breve. Pero si uno va escribir una novela extensa, debe incluir muchas historias de muchos personajes distintos. El tiempo entre costuras es una obra de seiscientas páginas, totalmente lineal, concentrada en Sira y sus andanzas. La guerra civil española y la II Guerra Mundial no son más que cosas que ocurrieron alrededor de ella. Es una verdadera lástima que en este libro, salvo tímidos asomos, no haya historias paralelas. La Candelaria, por ejemplo, con su instinto de supervivencia a toda prueba, es uno de los personajes más simpáticos y atractivos del libro que acaba, como el resto, echada al olvido por la narradora y la protagonista.
La parte que más disfruté de esta novela, no tiene que ver con Sira sino con sus vecinos. En el apartamento de al lado vivía Félix y su madre doña Engracia. La viuda y su hijo, que trabajaba de burócrata, paseaban todas las tardes del brazo, iban a la iglesia y merendaban en lugar distinto cada día. Ante los conocidos que saludaban, no hacían más que elogiarse uno al otro.  "Con cuidado, mamá, no te vayas a tropezar", "Ay, mi Félix, que haría yo sin él."
Apenas llegaban a casa, Félix le servía a su madre una copa de anís tras otra hasta que la escuchaba roncar. Entonces dejaba a la vieja durmiendo la borrachera y se iba de marcha por los antros más sórdidos del pueblo a encontrarse con sus compañeros de fiesta desenfrenada. Sus amistades nocturnas estaban al tanto del juego y fingían no conocer a Félix cuando se lo encontraban paseando al lado de su madre. A veces las cosas no salían según lo previsto y, ya ebria, la vieja, en vez de dormirse, se ponía violenta y empezaba a insultar a su hijo, como si supiera, o al menos sospechara, en los pasos que andaba. Félix, por su parte, le respondía los insultos y le declaraba su odio, con la tranquilidad de que, a la mañana siguiente, la amnesia borraría todo lo dicho.
El final de la novela, además de cursi y lamentable, es abrupto. Como si se tratara de una feliz coincidencia, cuando uno se cansa de leer, María Dueñas se cansa de escribir. Allí, en las páginas finales, queda claro el poco interés que esta escritora tiene por los personajes que ella misma construyó. Cuenta lo que pasó con las figuras históricas que mencionó a lo largo del texto, pero solamente propone lo que pudo haber pasado con los personajes de ficción y ofrece varias opciones para escoger.
El tiempo entre costuras ha tenido numerosas ediciones en diversas lenguas. No me sorprende que el libro sea  tan popular, ya que es una lectura que no requiere del más mínimo esfuerzo por parte del lector. Todo se explica. Si menciona la Union Jack, inmediatamente se aclara que es la bandera del Reino Unido. Con cierta frecuencia se hacen recapitulaciones, totalmente innecesarias para un lector atento. Hay un momento en que la protagonista recibe una nota que dice: "¿Qué fue de la S. que dejé en T.?" Incluso quien haya leído distraídamente, comprendería que la S. es Sira y la T. Tetuán, pero la explicación viene a renglón seguido. 
En libros, como en muchas otras cosas, popularidad no es sinónimo de calidad. He revisado varias de las reseñas que han publicado los fans de esta novela, que son legión. Su entusiasmo los ha llevado a calificar el libro como una verdadera revelación literaria cuando, en realidad, El tiempo entre costuras es una novela entretenida, fácil y agradable de leer, ideal como lectura ociosa en un viaje largo, pero no más que eso.
INSC: 2730

lunes, 11 de enero de 2016

El arpa y la sombra de Alejo Carpentier: dos vidas y un encuentro de fantasmas.

El arpa y la sombra.
Alejo Carpentier. Editores
Mexicanos Unidos, México, 1980. 
A finales del siglo XIX, hubo tres intentos por declarar santo a Cristóbal Colón. Pese a que la iniciativa contó con el apoyo entusiasta de los papas Pío IX y León XIII, secundados por ochocientos cincuenta obispos, no logró superar el minucioso examen de los expertos consultados y el expediente fue archivado con un NO rotundo. 
La biografía de Colón, en muchos aspectos impresionante, tenía grandes misterios y numerosos episodios muy cuestionables. Colón era reconocido como explorador osado y hombre rudo, valiente y terco, pero ni en vida ni tras su muerte se le llegó a atribuir fama de santo. No se supone que haya un santo sin devotos y Colón, fallecido en 1506, durante más de trescientos años no había tenido ninguno. 
La propuesta de su canonización no surgió en Italia, ni en España ni en ninguno de los países americanos sino, curiosamente, en Francia. En 1851 el conde Roselly de Lorges, por encargo del papa Pío IX, publicó el libro Historia de Cristóbal Colón, en que retrataba al Almirante como un instrumento de la Divina Providencia. Con entusiasmo desbordado, Roselly se atrevió a afirmar: "Cristobal Colón fue un santo, ofrecido por la voluntad del Señor, allí donde Satanás era un rey."
Como suele ocurrir, cuando alguien llega demasiado lejos, no tarda en aparecer otro que puede ir aún más allá. En 1884, ya durante el pontificado de León XIII, su tocayo, León Bloy, publica El revelador del Globo. Cristóbal Colón ante los toros, una minuciosa biografía del Almirante, escrita en tono de alabanza, en que sostiene que todas las acciones de Colón, incluyendo la introducción de la esclavitud en el Nuevo Mundo, fueron admirables. "La esclavitud" afirma Bloy, "fue una escuela de abnegación y mansedumbre."
Con semejantes defensores, no sorprende que la causa haya fracasado en sus tres intentos. El asunto no volvió a mencionarse y cayó en el olvido. 
En 1937, mientras preparaba una adaptación para radio de El libro de Cristóbal Colón de Paul Claudel, Alejo Carpentier se topó con la obra de Roselly, que atribuía virtudes sobrehumanas al Almirante y con el increíble libro de Bloy, en que, al referirse a la historia sagrada, ponía a Cristóbal Colón al mismo nivel que Moisés y San Pedro.
La lectura de ambas obras lo dejó perplejo y, de primera entrada, indignado. Sin embargo, como Carpentier era un gran apasionado de la historia y, muy especialmente, de los episodios más descabellados e inverosímiles de la historia, acabó interesándose en el tema. Estudió a fondo el proceso, investigó detenidamente la biografía de Colón y del Papa Pío IX, repasó documentos durante cuarenta años y, en 1978, publicó El arpa y la sombra, su novena y última novela.
La obra está dividida en tres partes: El arpa, La mano y La sombra. No recuerdo a quién le escuché la interpretación de que el arpa podría representar al Reino de los Cielos, la mano al mundo terrenal y la sombra a la oscuridad de la muerte.
El libro arranca con la historia del clérigo Giovanni María Mastai Ferreti, quien nació, hijo de un conde empobrecido, en Senigallia, Italia, en 1792, apenas un par de años después de la Revolución Francesa. Creció, por tanto, en un mundo de ideas nuevas y audaces. Los reyes, que habían tenido aseguradas las coronas sobre sus cabezas durante siglos, temblaban ante la posibilidad de perder, no solo la corona, sino también la cabeza. Se inventaban nuevas máquinas y la industria se desarrollaba a ritmo vertiginoso. Los estudiosos prestaban más atención a los filósofos ilustrados que a los padres de la escolástica. Napoleón mantenía a Europa en una zozobra constante. En América, la fundación de los Estados Unidos y la independencia de los países latinoamericanos demostraban que era posible prescindir de la monarquía y adoptar una legislación basada en la libertad individual. El joven Mastai, que era piadoso y devoto, pero también inteligente, culto y curioso, trataba de comprender la complejidad de esa época cambiante en que le había tocado nacer. 
A los treinta y un años de edad, tuvo la oportunidad de ver la otra cara del mundo. La Iglesia, en la América hispanoparlante, dependía de la corona española. Tras lograr la independencia política, las nuevas naciones procuraron también la independencia eclesiástica y, pese a que los próceres fundadores eran de pensamiento liberal y, en buena medida, anticlerical, se interesaron por establecer relaciones directas con la Santa Sede. La primera misión que envió el Papa a la América independiente tuvo como destino Chile y estuvo a cargo de monseñor Giovanni Muzi, quien se llevó al joven Mastai como secretario. 
Ni en sus más desbocadas fantasías había imaginado aquel cura que el mundo fuera tan grande. Primero, atravesar todo el océano Atlántico en un barco con tablas que crujían. Semanas enteras avanzando entre las olas sin más vista que un horizonte redondo y lejano. Al llegar a Buenos Aires, Mastai quedó con la boca abierta al contemplar el enorme río de la Plata. Tras unos días de descanso, de nuevo semanas enteras en medio de un horizonte redondo, esta vez en carreta, cruzando la pampa argentina hasta toparse con la barrera colosal de los Andes con sus cimas nevadas. Ya fuera en el mar, en la pampa o remontando la cordillera, parecía que aquel viaje era interminable. La misión llegó finalmente a Santiago de Chile, donde permanecería por dos años en medio de una comunidad católica, devota y obediente al Papa que estaba en Roma, allá, tan lejos.
De vuelta en Europa, durante el resto de su vida Mastai presumiría de su viaje a América y evocaría, con descripciones asombrosas, aquel océano, aquel río, aquella pampa y aquella cordillera. 
Giovanni María Mastai Ferreti. (1792-1878)
Papa Pío IX (1852-1878)
Cuando Giovanni María Mastai Ferreti llegó a ser Papa con el nombre de Pío IX, al recibir peregrinos sonreía complacido cuando le recordaban que él era el primer Papa en haber estado en el nuevo mundo. Su pontificado (1846-1878), fue el más largo de la historia y, también, uno de los más complejos. Fue el último Papa rey y el primer papa en ser fotografiado. Al inicio de la novela, Carpentier nos hace acompañarlo en la salida de una solemne ceremonia pontificia. El enorme cortejo se va arralando de salón en salón hasta que, tras quitarse los ornamentos, el papa queda solo en su despacho. Sobre la mesa descansa un expediente que ha repasado muchísimas veces. Esperan su firma y nadie se atreve apurarlo, pero el papa tiene sus dudas. Muchas veces ha tomado la pluma y se ha detenido antes de estampar el primer trazo. Recuerda su viaje y considera que sí, que se requiere un santo que sea como un coloso de Rodas con un pie a cada lado del océano y, aunque algo en su conciencia le indica que no debería hacerlo, finalmente firma el documento para iniciar el proceso de canonización de Cristóbal Colón.
En la segunda parte, viene un monólogo largo e intenso. Cristóbal Colón, el almirante de la Mar Océano, viejo, enfermo, amargado y lleno de rencores, siente que se acerca su hora y manda a llamar al confesor. Está dispuesto a decirle todo. Él, que ha escrito diarios minuciosos, que ha abierto querellas interminables, que ha mantenido correspondencia abundante y que, en fin, ha estampado su firma en cientos de folios, siempre se ha cuidado de no brindar ningún tipo de información referente a su persona. A nadie le ha revelado dónde nació ni qué hacía antes de recorrer las cortes en busca de patrocinio para emprender su viaje hacia el oeste más allá de las columnas de Hércules, donde se acababa el mundo. Tampoco ha dicho nunca por qué estaba tan seguro del éxito de su empresa cuando nadie más creía en ella. 
Colón, además de callar, ha mentido. Siempre, sobre todo y ante todos, ha mentido. La verdad de su vida, de sus viajes, de sus secretos, solamente él la conoce. Le mintió a la Reina Isabel, a los frailes, a los hermanos Pinzón. Rodrigo de Triana fue el primero en ver tierra, pero Colón dijo que no, que él la había visto antes, porque no podían ser otros ojos, sino los suyos, los primeros en contemplar la prueba de su éxito. Le mentía a la tripulación, para que creyera que aún estaban cerca de las Azores. Alteraba documentos, mapas, cuentas, reportes de gastos. En su informe a los reyes católicos, tras el viaje, exageró todo lo visto. Vivió en dos realidades. La que solamente él conocía y la que le comunicaba a los otros. Su mayor temor era ser descubierto, pero había jugado bien sus cartas.  Las autoridades se atrevieron a hacerlo a un lado en la administración de los dominios que él había ganado para la corona española. "Si le hubiera entregado las indias a los moros, no podrían en la corte mostrarme mayor desprecio". ¡Hasta le habían puesto cadenas! La corte le había otorgado su título de Almirante y le pagaba rentas, pero para él toda recompensa era poca.
Cristóbal Colón. Personaje fascinante y misterioso.
Escribió detalladas bitácoras, innumerables cartas y
documentos oficiales, pero nunca brindó mayor
información sobre sí mismo.
Así como exageró al hablar de sus hazañas, exageró  también al describir su pobreza. A veces ni él mismo podía distinguir lo que había vivido en realidad y lo que había inventado.
Pero Colón, en su lecho de muerte, está dispuesto a decir, por una vez en su vida, la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Hace examen de conciencia y descubre, orgulloso, que de los siete pecados capitales solamente uno le ha sido siempre ajeno: el de la pereza. La soberbia, la avaricia, la codicia, la lujuria, la envidia y la gula han formado siempre parte de su vida, pero la pereza, jamás.
Magistralmente, Carpentier hace a Colón repasar toda su vida y reproduce, en el monólogo, el estilo, los giros y las expresiones que el propio Colón utilizaba en los diarios de sus viajes, al punto que, más que una novela escrita por un cubano en el siglo XX, a uno le parece estar leyendo un documento del propio navegante del siglo XV.
Finalmente, el confesor llega, pero Colón, aunque sabe que el cura está obligado al silencio por el secreto sacramental, no se atreve a asumir ni el más mínimo riesgo de que su imagen quede manchada ante la posteridad y, cuando acerca sus labios al oído del sacerdote, una vez más, empieza a mentir.
La tercera parte recopila los debates del fallido proceso de beatificación. La discusión se torna intensa y, en ocasiones, hasta violenta. Los apasionados argumentos de los postuladores de la causa no hacen más que acrecentar la resistencia de los opositores. Hay momentos en que las deliberaciones son verdaderamente ridículas pero, por increíble que parezca, así fueron. El fantasma de Colón, acompañado por el fantasma de Andrea Doria, presencia la discusión con interés, pero sin emoción. De todas formas, él ya está fuera del mundo.
La prosa de Carpentier, sobra decirlo, es una delicia. Musical, impactante, sorprendente. Todas sus novelas, de alguna u otra forma, están basadas tanto en la historia como en lo fantástico. Lo real maravilloso, decía él.
El intento de canonización de Cristóbal Colón es hoy, y lo será cada vez más en el futuro, difícil de comprender. Cristobal Colón es una figura histórica misteriosa. No hay certeza sobre el lugar dónde nació, ni siquiera su hijos supieron nunca lo que significaban los símbolos de su firma y, como siguió viajando después de muerto, tampoco se sabe en cuál de sus cuatro tumbas está sepultado. El propio Papa Mastai es un personaje complejo. Fue en un tiempo defensor de las libertades y luego promulgó el Sylabus. Benévolo en algunas aspectos y drástico en otros, cultivó tanto fieles devotos como enemigos violentos. Tuvo que salir huyendo disfrazado de Roma y, el día de su funeral, unos manifestantes intentaron apoderarse del ataúd para tirarlo al río. 
El papa Mastai, Cristóbal Colón y el fallido proceso de canonización, definitivamente merecían ser plasmados en una novela. ¿Qué más se le puede pedir a una novela además de personajes fascinantes e historias cautivadoras? Y si esos personajes existieron y esas historias ocurrieron, el deleite viene aderezado con el asombro. 
INSC: 1568

sábado, 9 de enero de 2016

Viajes de Carl Hoffmann en Costa Rica.

Carl Hoffmann Viajes por Costa Rica.
Notas, prólogo y selección por
Carlos Meléndez Chaverri.
Ministerio de Cultura, Juventud y
Deportes. Costa Rica. 1976
Además de haber sido el médico de las tropas costarricenses que lucharon contra los filibusteros de William Walker en 1856, el Dr. Carl Hoffmann fue quien dio a conocer a la comunidad científica de su época, el pueblo, la flora, la fauna y la geografía de Costa Rica.
Nació el 7 de diciembre de 1823 en Stettin, un poblado que en aquella época formaba parte del reino de Prusia. Antes había pertenecido a Suecia y actualmente es la ciudad de Szcecin, en Polonia. 
Estudió en la Universidad de Berlín, fundada por Wilhelm von Humboltd (el hermano de Alexander), donde obtuvo su título de médico y cirujano en 1846. Recién graduado, debió participar en la atención de enfermos de cólera morbus, peste que hacía estragos en la Europa de aquel entonces y a la que le correspondió volver a combatir en Costa Rica una década después.
Las cosas no andaban bien en el viejo continente y los jóvenes europeos, ya fueran campesinos, artesanos o profesionales, buscaban nuevos horizontes con mayores oportunidades. La gran mayoría emigraba a los Estados Unidos pero, a la hora de dar el paso, Hoffmann optó por Costa Rica. Desde hacía tiempo mantenía correspondencia con Fernando Streber, un abogado alemán que residía en San José y le contaba maravillas del país.  El propio Alexander von Humboltd acabó de convencerlo. Cuando Hoffmann le consultó si sería una buena idea trasladarse a aquel remoto y pequeño país centroamericano, el gran naturalista lo alentó a emprender el viaje. Gracias a su profesión de médico tendría trabajo asegurado y, en el plano científico, gozaría de la oportunidad de hacer investigaciones en una región poco explorada. 
En compañía de dos amigos, el Dr. Alexander von Frantzius y el Sr. Julián Carmiol Grasneck, el joven médico se embarcó rumbo a Costa Rica. En el bolsillo traía una carta de recomendación de Humboltd dirigida al Presidente de la República, don Juan Rafael Mora Porras. No se trataba de un viaje de exploración. Aquellos tres valientes alemanes habían decidido hacer de Costa Rica su hogar y, de hecho, salieron de Alemania para nunca más volver.
El barco los dejó en San Juan del Norte, entonces también llamado Greytown. Allí quedaron asombrados por la inmensa altura de los árboles. Hoffman le disparó a un pajarito de colores que estaba en una rama alta y, segundos después, cayó a sus pies un enorme papagayo. En una embarcación pequeña remontaron el río San Juan y entraron a territorio costarricense por Sarapiquí. Siguieron luego por Vara Blanca, Barva, la Villa y Heredia. Allí los tres alemanes se separaron. Frantzius se fue a vivir a Alajuela, Carmiol se estableció por un tiempo en Puntarenas y Hoffmann continuó hasta la capital, San José.
Apenas llegó, empezó a ejercer la medicina y el comercio. Casi de inmediato logró ganarse el respeto y el aprecio de los vecinos. Como no lo dominaba la avaricia, cuando atendía pacientes, era más que razonable a la hora de cobrar sus servicios y, en su actividad comercial, vendía productos de calidad a precios accesibles. Gran apasionado de la democracia, trataba a todas las personas con el mismo respeto y cortesía.
El 1 de marzo de 1856, día de la movilización general decretada por don Juanito Mora contra William Walker, Hoffmann cerró su tienda y se puso a las órdenes del presidente, quien lo nombró médico en jefe del ejército.
En la batalla de Rivas, el 11 de abril de 1856, Hoffmann tomó un fusil y logró matar al artillero enemigo que operaba el cañón. En sus memorias, La Guerra de Nicaragua, William Walker no le da ninguna importancia al incendio que provocó Juan Santamaría. Simplemente dice "Quemaron algunas casas". Pero el filibustero sí lamenta, y mucho, la muerte del artillero, ya aquel cañón pudo haber jugado un papel decisivo aquel día.
A la mañana siguiente, mientras los sobrevivientes enterraban a cerca de quinientos muertos, Hoffmann debió atender a más de trescientos heridos. En las siete amputaciones que realizó en aquella dura jornada tuvo como asistente a Pancha Carrasco. Poco después, como se sabe, vino la peste del cólera, que obligó al ejército costarricense a regresar a la capital trayendo consigo la propagación de la enfermedad. Hoffmann, como es fácil de suponer, tuvo mucho que hacer por entonces. Recomendaba, para combatir el mal, el alcanfor.
En lo que se refiere a sus exploraciones científicas por territorio costarricense, solamente se conservan tres escritos suyos. Uno sobre un viaje al volcán Irazú, otro al volcán Barva y un tercero sobre Orosi y Cartago. Los tres fueron publicados en Alemania en 1856, 1858 y 1860 respectivamente.
En 1976, el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes publicó Karl Hoffmann Viajes por Costa Rica, un libro en que, además de una traducción al español de los tres artículos que dejó el alemán, se incluye una reseña biográfica elaborada por don Carlos Meléndez Chaverri y se trascriben la carta de recomendación de Humboltd y la que Hoffmann le dirigió a don Juanito Mora una hora antes de su muerte.
La lectura de este libro es fascinante. Hoffmann, que escribe dirigiéndose a científicos alemanes, procura ser detallado en sus descripciones. Por tratarse de un documento ya bastante antiguo, las unidades de medida que menciona con frecuencia son indescifrables. Habla de pies ingleses y millas alemanas. Dice que la temperatura del Valle Central es de 40 grados R. Quienes vivimos aquí, sabemos que nunca ha estado tan frío como 40 grados Farenheit ni tan caliente como 40 grados centígrados. En un primer momento supuse que R significaba Rankine, pero luego me di cuenta de que la escala Rankine es de 1859 y el artículo de Hoffmann fue escrito en 1855. Luego averigué que la R en realidad significaba Reamur, que era la escala que se utilizaba para medir la temperatura desde 1731. Menciono el dato solamente como curiosidad, ya que, actualmente, los escritos de Hoffmann, más que por sus mediciones científicas, llaman la atención por su valor histórico y testimonial.
Dr. Carl Hoffmann. (1823-1859)
Las poblaciones de Curridabat, Tres Ríos y La Uruca, son descritas como pequeñas aldeas de apenas un puñado de casas. Menciona grandes cultivos de plátanos, en Heredia, y de caña de azúcar, en Cartago. Cerca de la hacienda de don Jesús Jiménez, por el lado de Paraíso, había una mina de cobre. Los ríos Torres y Virilla eran caudalosos y limpios. En Ochomogo había una enorme laguna llena de garzas blancas. La población de Barva, donde Hoffman por primera vez miró un quetzal y probó el palmito, estaba habitada exclusivamente por indígenas y, en sus alrededores, era común toparse con monos y tapires, así como encontrar abundantes anonas y fresas silvestres. Le llamó mucho la atención que las cercas que delimitaban las propiedades fueran de setos vivos. Los más utilizados eran el poró, el güitite, el jocote y el itabo. No había, en aquel tiempo, ni un solo hotel ni restaurante, por lo que tanto para comer como para dormir debía recurrir a la hospitalidad de los vecinos, quienes, no solo lo atendían lo mejor que podían sino que, con frecuencia, lo acompañaban en su expedición.
Algunas cosas, sin embargo, no han cambiado. Ya en aquel entonces en Cartago se cultivaban las papas para todo el país y la impuntualidad tica era la norma. El alemán, muy metódico, preparaba un plan y siempre, por algún inconveniente de último momento, la partida se demoraba de una a varias horas.
En la subida al volcán Irazú, Hoffman anota que ningún árbol le es conocido. Tiembla de frío en la altura, especialmente cuando la niebla lo empapa y le impide mirar hasta el suelo donde va a dar el paso. Descubre, sorprendido, que en aquella montaña hay senderos que los indios utilizan para caminar hasta el mar Caribe. Descansó cerca de la cima, en la Hacienda San Juan (imagino que el actual San Juán de Chicuá), que estaba entonces abandonada. Cuando llegó al cráter del volcán la mañana estaba despejada y Hoffmann y sus acompañantes permanecieron largo rato en silencio, asombrados por el hermoso paisaje. Tras beber un trago "para aclarar la vista", fue capaz de mirar desde allí tanto el Caribe como el océano Pacífico.
Además del reporte escrito, Hoffman, al igual que sus amigos Frantzius y Carmiol, quienes exploraron otras regiones del país, enviaban muestras de plantas, pieles de animales y pájaros disecados al museo de Berlín. Particularmente valioso fue el envío de pieles de pumas y jaguares, ya que en aquel tiempo en las universidades europeas se enseñaba que en Centroamérica no había grandes felinos.
Hoffman deja claro que gatos siempre han habido, de todos colores y tamaños. Lo que no había eran ratones. Los ratones llegaron la década de 1830 y las ratas en las de 1840, en embarques de mercadería procedentes de Inglaterra.
En una región de bosque cerrado y tupido, Hoffman relata lo duro que es abrir un espacio para la agricultura o la ganadería. Se empieza talando con hacha los grandes árboles. Los troncos se retiran con yuntas de bueyes o son aserrados en el sitio. Luego se le prende fuego al lugar. Cuando se apaga el fuego, se riega maíz en el campo. Después de recoger las mazorcas, se mete ganado para que se coma la maleza y pise el terreno. Se intenta sacar entonces las raíces de los árboles. La rutina de fuego, maíz y ganado, se repite una y otra vez y así, al cabo de unos tres o cuatro años, se obtiene un terreno limpio para ser arado o mantener como pastizal.
Hoffmann anota que la recolección del grano
de café era realizada por mujeres, como aparece
en la famosa pintura del Teatro Nacional.
Hoffman destaca que el cultivo del café es la principal actividad del país y que la inmensa mayoría de terrenos de Heredia, San José y Cartago está cubierta de cafetales. La recolección del grano, en tiempos de cosecha, era realizada exclusivamente por mujeres y niños.
En su expedición a Barva, Hoffmann se interesa en los casos de personas que, por haber sido picadas por serpientes en repetidas ocasiones, han llegado a ser inmunes al veneno.
Aunque sus intereses más marcados son la geografía, la botánica y la zoología, en su artículo sobre Orosi, brinda valiosas observaciones sociológicas. Alrededor del convento, fundado en 1790, y al que llama "el edificio mejor construido que he visto en Costa Rica", los indígenas de la zona, pese a estar bautizados con nombres españoles, mantenían su estilo de vida tradicional. Los hombres cazaban y pescaban y las mujeres se ocupaban de la agricultura. Las tierras de Cachí y Orosi le pertenecían a la comunidad y no había títulos de propiedad a nivel individual. Los indígenas no utilizaban dinero y de los artículos que podían ofrecerles los criollos a cambio de sus productos solamente había dos que aceptaban: las hachas y los machetes. En sus casas no había ni un solo clavo, ya que las construían atando los troncos con bejucos. Hoffman tuvo oportunidad de observarlos pescando en los ríos. Como había un cierto tipo de pez, muy apetecido, que no picaba el anzuelo, lo pescaban con lanza.
Los indígenas elaboraban preciosas vasijas de cerámica, pero Hoffmann afirma que nunca los vio usarlas para cocinar. Sobre las brasas, sin recipiente alguno, ponían los peces, la carne, la yuca, las mazorcas, las papas y los plátanos.
En Orosi, Hoffman escuchó la leyenda de "La loba negra que aúlla", una combinación del Cadejos con La Llorona.
El médico eminente, ciudadano distinguido, héroe de guerra e incansable explorador, era un hombre fuerte, alto y corpulento, pero acabó enfermo de un mal pulmonar que, se supone, era tuberculosis. En busca de un clima más benigno se trasladó a vivir a Puntarenas. Mientras agonizaba, justo una hora antes de su muerte, dicta una carta a su amigo, el Presidente Juan Rafael Mora, para felicitarlo por su reelección. "He nacido en un suelo muy distante", le dice antes de manifestar su agradecimiento a la república que "tan benignamente" lo acogió. Hoffman estaba tan débil que ni siquiera pudo firmar la carta. Murió el 11 de mayo de 1859, con apenas treinta y cinco años de edad. Fue sepultado en Esparza. En 1929, año en que se inauguró el monumento a don Juanito Mora frente al correo, los restos del Dr. Carl Hoffmann fueron trasladados al cementerio general de San José.
INSC: 2720

sábado, 2 de enero de 2016

Corrupción en miniatura.

La soda y el F.C. Alberto Cañas.
Editorial Costa Rica. 1983.
Aunque estudió en la universidad y obtuvo su título de licenciado en Derecho, Lesmes Chaverri es un diputado maicero. No llegó a ocupar un escaño en el Congreso por sus méritos oratorios (que no tiene), ni por sus innovadoras ideas (que tampoco tiene), sino, simplemente, por sus aportes, verdaderamente modestos, pero notorios, en favor del progreso del cantón de San Luis, una pequeña comunidad alejada de la capital de la que ni siquiera es nativo.
Llegó a San Luis como abogado de una compañía minera que, según creían los lugareños, iba a ser una fuente de riquezas inimaginables pero que, a la larga, no pasó de ser intento frustrado. La compañía se fue, pero Lesmes se quedó ejerciendo su profesión en San Luis, donde se casó y estableció su hogar. Además de abogado con buena clientela, llegó a ser dirigente comunal, formó parte de la junta rural de crédito, presidió la municipalidad, se  empeñó en construir una plaza de deportes (con éxito) y en que el equipo local de fútbol ascendiera a la primera división (sin ningún éxito). Figura conocida en el cantón, logró la obtener la candidatura a diputado y acabó sentado en el Congreso, pero él, mejor que nadie, sabe que su carrera política no pasará de allí. No es una ni una ficha valiosa para su partido, que no lo toma muy en serio, ni un contrincante temible para el partido contrario, que ni se acuerda que existe.
Los proyectos que se discuten en el plenario sobre los grandes temas nacionales lo tienen sin cuidado. A Lesmes solo le interesa lograr que el gobierno realice obras en su pueblo, para poder presentarlas como fruto de su labor como diputado ante sus vecinos.
Tanto él, como los otros diputado maiceros, conocen el juego y saben cómo lograr sus propósitos. Aunque les hiere en su vanidad, tienen claro que sus intervenciones son objeto de burlas, que la prensa los considera diputados folclóricos y que los líderes parlamentarios de los diferentes partidos los miran por encima del hombro. Sin embargo, en los casos en que un proyecto no cuenta con el apoyo de una clara mayoría, su voto se torna valioso y ellos saben negociarlo bien. Cuando hay una votación reñida, ellos, los simplones diputados rurales, que no solo no han participado en el debate, sino que ni siquiera lo han entendido, son quienes, al final del proceso, pueden inclinar la balanza. En esas ocasiones, que suelen ser frecuentes, tanto los líderes del gobierno como los de la oposición, se les acercan con halagos y ofertas. Está claro que el voto de cada humilde diputado de provincias está en subasta y será entregado al mejor postor. Muchas veces el éxito o el fracaso de un tratado internacional o de una importante reforma judicial o administrativa, ha dependido de la reparación del puente o del cambio del techo de la escuela de un pueblito tan remoto que solamente sus habitantes podrían ubicar en el mapa.
La negociación de su voto es un juego de poder estimulante para Lesmes Chaverri, pero las largas deliberaciones del plenario lo aburren espantosamente. Cada vez que hay un debate sobre economía o administración pública, que suelen prolongarse por varios días, simula estar atento pero, aunque su cuerpo permanece inmóvil en la silla, su mente acaba divagando sobre cualquiera de sus muchas preocupaciones personales.
Le preocupa particularmente el futuro de su hijo Bernal quien a duras penas terminó la enseñanza secundaria y, ya en el umbral de la vida adulta, no da muestras de tener capacidad ni talento alguno. La posibilidad de que estudie una carrera está descartada. El muchacho no es muy brillante y su padre es el primero en reconocerlo. En San Luis, además, no hay muchas oportunidades de conseguir un buen empleo. Lo ideal sería montarle algún tipo de negocio, pero Lesmes Chaverri, abogado, dirigente comunal y ahora diputado de la República, no dispone del capital necesario para hacerlo. A la larga, sin embargo, gracias a una jugarreta ideada, planeada y ejecutada en solitario, logra hacer realidad su propósito.
La Soda de Chico Artavia, que empezó como una fonda más que modesta y luego pasó a ser cantina y salón de baile, es no solo uno de los negocios más rentables de San Luis, sino el centro social por excelencia (solo hay uno) en que los sanluiseños celebran sus bodas, cumpleaños, graduaciones y cualquier otro tipo de fiesta con asistencia masiva. Chico, el dueño, está dispuesto a vender, pero pide una cantidad de la que Lesmes Chaverri no dispone.
Pensó en buscar un préstamo pero, cuando se discutía el presupuesto de la República, se le prendió la lamparita y tuvo una mejor idea. Mientras los diputados nacionales se enfrascan en acaloradas discusiones sobre la distribución del gasto y la asignación de prioridades, a los diputados rurales solamente les interesa que en el presupuesto se incluya alguna partida específica para su comunidad. Por regla general, se les conceden para mantenerlos contentos ya que su voto puede ser decisivo en algún momento. Por regla general, también, se acostumbra darle el cheque al diputado para que lo entregue formalmente en su pueblo en una ceremonia, sino fastuosa, al menos sonada y colorida, en que los beneficiarios le agradecen el aporte como si su representante lo hubiera donado de su bolsillo y el diputado corresponde con un discurso en que afirma que obtener esos recursos tan necesarios fue más difícil que subir el Everest en velocípedo.
Lesmes Chaverri no tuvo que insistir mucho ante sus compañeros diputados para que se asignara una pequeña partida en el presupuesto para el San Luis Futbol Club. Tampoco le fue difícil lograr que el cheque le fuera entregado a él personalmente. Lo que nadie sabía es que el tal club deportivo había dejado de existir, ni que el propio Lesmes Chaverri, por medio de triquiñuelas legales, se había convertido en apoderado del Club. Otro detalle del que nadie se percató fue que, a la hora de aprobarse la partida, había un cero de más en el monto solicitado.
Los escándalos de corrupción en que suelen verse envueltos los políticos son por sumas astronómicas, esta pequeña novela es sobre un caso de corrupción de miniatura que, incluso en el remoto caso de haberse descubierto, no habría ocupado la primera página de los periódicos. Cuando de corrupción se trata, nadie repara en los mordiscos de ratón.
La soda y el F.C. es la novela menos conocida de don Alberto Cañas. También es la más modesta. No tiene el encanto nostálgico de Una casa en el barrio del Carmen, ni la audacia formal de Feliz Año Chaves Chaves, ni el atractivo histórico de Los Molinos de Dios. Se trata, podría decirse, de un divertimento que, pese a tener como tema central un acto de corrupción, no está escrito en tono de denuncia sino, más bien, en clave cómica.
De sus cuatro novelas, solamente Una casa en el barrio del Carmen, no menciona a San Luis, el pueblo que inventó don Beto como escenario de sus narraciones. Allí, en la lejana comarca fundada por dos tocayos, se evocan los versos del poeta bizco Sinoel Cascante, se repasan los chismes de los Melitones y los enamorados van a bañarse a la poza de los Shultze. Como soy curioso, una vez le pregunté a don Beto si el San Luis de sus libros está inspirado en el cantón de San Carlos y me respondió que no, que San Luis está inspirado en Naranjo, que él conoció siendo muy joven en sus vacaciones. Lo que nunca me atreví a preguntarle, a él que fue diputado en varias ocasiones, fue si la historia de La Soda y el F.C. en realidad ocurrió.
INSC: 1574


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