jueves, 28 de abril de 2016

Mujeres ensayistas costarricenses.

Antología Femenina del Ensayo.
Leonor Garnier. Ministerio de
Cultura Juventud y Deportes.
Costa Rica, 1976.
No se supone que la producción literaria o académica sea antologada por separado si ha sido escrita por hombres o por mujeres. Sin embargo, dicha práctica no solamente ha sido común, sino hasta necesaria. Las mujeres escritoras, con frecuencia ignoradas por quienes hacen antologías, han debido buscar la manera de compensar esa discriminación.
En 1972, Luis Ferrero Acosta publicó su antología de Ensayistas costarricenses, en la que no incluyó ni una sola mujer. Cuatro años después, en 1976, Leonor Garnier publicó Antología Femenina del Ensayo, en la que solamente aparecían mujeres. Siempre he sospechado que el libro de Garnier surgió como una respuesta al de Ferrero. Ambas obras, en todo caso, comparten la misma limitación, aunque no con el mismo propósito. 
Mientras en el primer caso, al incluir solamente varones, por un descuido que no sabemos si fue casual o voluntario, se  acabaron ignorando obras de importancia. En el segundo caso, al tomar en cuenta solamente a mujeres por un criterio establecido deliberadamente, la intención no era ocultar a un sector, sino más bien mostrar al que no había recibido la atención que merecía.
No se trata de un asunto solamente de género. Con frecuencia las antologías incluyen solamente a autores consagrados y, por ello, también como reacción a ese criterio, los escritores jóvenes o debutantes son antologados en obras aparte. Uno, como lector, desearía que quienes hagan compilaciones opten por un criterio amplio en vez de restringido. Mientras haya discriminación, será necesario contrarrestarla, pero hay que mantener la esperanza de que esa práctica quede pronto en el pasado. No me parece conveniente ni apropiado el crear listas aparte y creo que combatir fuego con fuego no es la mejor forma de apagar un incendio. La discriminación, sobra decirlo, no se combate con discriminación sino, más bien, con integración.
Antología Femenina del Ensayo incluye escritos de diez escritoras, todas ellas nacidas en Costa Rica en el siglo XX. Mientras en el libro de Ferrero, el tema recurrente era el patriotismo y el nacionalismo, el tema recurrente en el de Garnier es la educación y la crítica literaria.
Emilia Prieto, además de un nota sobre el concho, en que critica la actitud arrogante de los habitantes de la ciudad al referirse a las personas del campo, comenta la novela Gentes y Gentecillas de Carlos Luis Fallas.
Lilia Ramos.
Lilia Ramos ofrece un encantador reportaje sobre recuerdos del San José de antaño asociados a la familia del poeta Genaro Cardona y comparte, además, recuerdos personales sobre la obra y figura de su amiga Yolanda Oreamuno.
Emma Gamboa, además de reflexionar sobre educación, hace un sentido homenaje a su maestro Omar Dengo. Margarita Castro Rawson, plantea consideraciones de crítica literaria sobre el costumbrismo costarricense. Virginia Sandoval de Fonseca se refiere, de manera teórica, a las características de la prosa y critica el uso del humor en los cuentos de Magón. María Rosa Picado de Bonilla analiza la poesía de Isaac Felipe Azofeifa, Inés Trejos de Montero se refiere a periodismo y política y María Eugenia Bozzoli brinda un estudio antropológico sobre el pueblo indígena Quepo.
De Yolanda Oremuno se incluyen ¿Qué hora es? y El ambiente tico y los mitos tropicales. Dos clásicos.
Los escritos de María Eugenia Dengo de Vargas son los más breves y personales. En el género de ensayo no se trata de demostrar un punto, sino de reflexionar alrededor de él. Los de Carmen Naranjo son propuestas que invitan al lector a prestarle atención a ciertos temas, sobre los cuales ella propone un planteamiento pero no impone una conclusión. 
La tendencia, que lamentablemente es cada vez más común, de llamar ensayo a lo que en realidad es una investigación metódica, impersonal y llena de citas, está presente tanto en el libro de Ferrero como en el de Garnier. En ambos casos, al final. Los textos de José Luis Vega Carballo, en Ensayistas costarricenses, y de María Eugenia Bozzoli, en Antología Femenina del Ensayo, son definitivamente estudios profusamente justificados y documentados pero, precisamente por ello, no cumplen plenamente con las características del género de ensayo. Les falta lo subjetivo, la sana dosis de opinión, la argumentación que, más que demostrar científicamente, busca convencer con argumentos.
Todas las antologías acaban siendo criticadas por sus inclusiones y exclusiones, que bien pueden ser involuntarias. En el libro de Ferrero, Ensayistas Costarricenses, al no incluir obras escritas por mujeres, se dejó por fuera a Carmen Lyra. Leonor Garnier, en Antología Femenina del Ensayo, tampoco la incluyó.
INSC: 1407

miércoles, 27 de abril de 2016

Artículos de Julio Suñol.

La Rosa de los Vientos.
Julio Suñol Leal.
Editorial Costa Rica, 1988.
Con apenas dieciocho años de edad, Julio Suñol Leal (1932-2011) formó parte del primer equipo de redactores del diario La República, fundado en 1950. Hombre de gran actividad, fue electo diputado por una papeleta independiente en 1962 y, años después, desempeñó el cargo de Embajador de Costa Rica en Venezuela, Perú, México y la Organización de Estados Americanos. El periodismo, sin embargo, fue siempre la gran pasión de su vida. Primer presidente del Colegio de Periodistas (1969-1970) laboró, en distintos puestos y distintas épocas, en prácticamente todos los medios de comunicación del país. En muchos de ellos, llegó a ocupar el cargo de director.
Sabía ser tanto solidario como combativo. Gran amigo de Pedro Joaquín Chamorro, sumó su voz a la lucha contra la dictadura en Nicaragua. Enemigo declarado de Robert Vesco,  libró una gran batalla contra él que, a la larga, ocasionó la desaparición del Diario de Costa Rica y de La Hora.
Autor de cinco novelas, publicó además una innumerable cantidad de ensayos, reportajes, investigaciones y artículos de opinión. Muchas de sus notas fueron desataron verdaderas tormentas. Sin embargo, al presentar una recopilación de sus artículos en el libro Rosa de los Vientos, publicado por la Editorial Costa Rica en 1998, optó por evitar temas polémicos.
La obra, verdaderamente amena, está divida en tres apartados. El primero, sobre recuerdos y anécdotas personales, el segundo sobre reseñas de libros y el tercero y último sobre notas de viajes.
Empecemos por el final. Por su trabajo como diplomático y periodista, Julio Suñol tuvo oportunidad de recorrer todo el mundo. Residió por largas temporadas en distintos países de América Latina, realizó varias giras europeas y llegó a viajar a la Unión Soviética, Japón y China. Fue atendido por personalidades de alto rango, entre ellos el líder ruso Leonid Breznev.
Sin embargo, las crónicas de viaje incluidas en el libro, pese a ser de agradable lectura, no son reveladoras ni sorprendentes. Hay más datos que impresiones personales.
La sección de anécdotas, con la que abre el libro, son mucho mejor logradas. El relato del asalto y casi secuestro que sufrió en Haití se lee con verdadera tensión. En varios momentos, parece que aquello iba a acabar en tragedia y lo único que mantiene viva la esperanza de un final feliz es el hecho de saber que vivió para contarlo.
Dedica, naturalmente, varias remembranzas a su gran amigo Carlos Andrés Pérez. Cuando Carlos Andrés estuvo exiliado en Costa Rica, trabajó como periodista y Julio Suñol fue su jefe. Las dos veces que Carlos Andrés fue presidente de Venezuela, Suñol le presentó credenciales como embajador de Costa Rica. 
Julio Suñol Leal.
(1932-2000)
Quienes gusten de las conspiraciones disfrutarán el relato Se cierra el círculo. En 1956, dos cubanos fueron hallados muertos cerca del Volcán Irazú. Suñol y Carlos Andrés Pérez fueron los primeros periodistas en darle cobertura a la noticia y, por ese simple hecho, llegaron a ser considerados sospechosos de haber realizado el crimen. Treinta y cinco años después, en una recepción en Caracas, mientras conversaba con un general venezolano, se menciona el tema. El militar, que había sido agregado a cargo de espionaje en la embajada de su país en Costa Rica, durante los tiempos de Pérez Jiménez, estaba al tanto de todo y había tenido su cuota de responsabilidad en el asunto. Los cubanos eran unos asesinos contratados por Fulgencio Batista y Anastasio Somoza cuya misión en Costa Rica consistía en matar a don Pepe Figueres y a Rómulo Betancourt, pero el plan fue descubierto y los madrugaron.  
Bastante tenso y lleno de intrigas es también el episodio en que un siniestro personaje llegó de noche a la redacción del periódico supuestamente para asesinar a Carlos Andrés pero, veinte años después, descubrieron que el objetivo del sicario era matar al general Juan Domingo Perón, que entonces estaba en Panamá, y la visita a los periodistas tenía como objetivo solamente tenerlos de testigos de su presencia en San José. 
Pero el apartado que me parece más valioso es el de reseñas de libros. Julio Suñol comentó El general en su laberinto y El amor en los tiempos del Cólera, de Gabriel García Márquez, así como El nombre de la rosa, de Umberto Eco, cuando apenas habían salido de imprenta. Sus comentarios sobre personajes de la historia de Costa Rica, como Rogelio Fernández Güell, Ricardo Jiménez, Otilio Ulate o Florencio del Castillo son verdaderamente valiosos y el artículo sobre Scott Fitzgerald despierta interés en repasar su obra.
Al comentar libros, Julio Suñol no evalúa, ni emite juicios de valor, ni etiqueta las obras, ni las ubica dentro de categorías, tendencias o generaciones. Simplemente, comparte sus impresiones como lector atento y entusiasta. La crítica literaria académica, con todos sus marcos teóricos y referencias, no interesa al público en general y permanece encerrada en la burbuja de la Facultad de Letras. La crítica literaria periodística, más amigable y accesible a cualquier lector curioso, en Costa Rica ha sido, lamentablemente, muy esporádica. 
Julio Suñol, además de periodista combativo, fue también un hombre de amplia cultura general que tenía la habilidad de hacer contagiosa su pasión por la literatura.
INSC: 1317

domingo, 24 de abril de 2016

Literatura mexicana del Siglo V (o XX).

Tiros en el concierto.
Christopher Domínguez Michael
Biblioteca Era. México, 1999.
La literatura mexicana del siglo XX es tan rica y variada que, si alguien pretendiera ser exhaustivo al comentarla en conjunto, correría el riesgo de no ofrecer más que una lista de autores y títulos. Quizá por ello el reconocido crítico Christopher Domínguez Michael, al hacer un repaso del desarrollo literario de su país durante el siglo XX, optó por concentrarse en solamente unas cuantas figuras que fueron protagonistas principales durante ciertos momentos clave.
Tiros en el concierto es una colección de ensayos reveladores e inquietantes cuya lectura, ciertamente cautivadora, facilita la comprensión de la literatura mexicana del último siglo. No se trata de uno de esos aburridos estudios de corte académico, que tanto abundan, obsesionados en poner etiquetas y en agrupar las obras por tendencias o generaciones. Es, más bien, un libro apasionado, escrito por un lector obsesivo y voraz, que conoce a fondo el tema y quien, tras mucho leer y mucho pensar, expone de manera sustentada y convicente, las conclusiones a las que ha llegado.
Para ser crítico literario, lo importante no es leer sino haber leído. Los juicios del crítico no son más que su opinión personal, pero cuando se trata de un crítico serio, inteligente y culto, como Christopher, hasta las valoraciones más subjetivas están sólidamente fundamentadas. Las reacciones llenas de entusiasmo o de rechazo, no responden al gusto, sino al criterio.
El subtítulo del libro, Literatura Mexicana del Siglo V, enigmático de primera entrada, responde al hecho de que los primeros documentos escritos en México en lengua española fueron las Cartas de relación de Hernán Cortés quien, en 1521, culminó la conquista de Tenochtitlan. El siglo XX, entonces, es el quinto de la literatura mexicana escrita en español.
En esa centuria intensa, México, además de vivir la primera revolución del siglo de las revoluciones, fue cuna de grandes literatos cuyas vidas, ideas, motivaciones, pretensiones e intensiones abarcaron todo un amplio espectro de gran diversidad.
La muestra que ofrece Christopher Domínguez, es bastante representativa.
Empieza por Alfonso Reyes, el sereno erudito helenista. Sigue con José Vasconcelos, cuyas actuaciones como revolucionario y político, así como sus devaneos filósoficos y teológicos, hacen que su vida sea más interesante y asombrosa que todas sus novelas juntas. Martín Luis Guzmán, autor de El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa, es en buena medida el cantor épico de la revolución mexicana. Los poetas del grupo Los contemporáneos, exploran y difunden nuevas tendencias con resultados irregulares. Rubén Salazar Mallén, hecho a un lado por sus controversiales ideas fascistas y la vehemencia con que las proclamaba, es el típico escritor despreciado en vida y olvidado tras su muerte. En la esquina opuesta, José Revueltas, pese a ser comunista que pensaba con su propia cabeza era tan obediente al partido que retiró de circulación Los días terrenales por las críticas de los camaradas y, pese a ser oficialmente agnóstico o ateo, su obra El luto humano (sobre la Cristiada) es de gran contenido místico y está llena de referencias bíblicas.
Christopher Domínguez retrata a estos autores de cuerpo entero. La información que ofrece sobre sus vidas, brinda la clave para comprender las razones por las que cada uno fue abrazando sus particulares ideas éticas, estéticas y políticas. Cada uno de estos literatos tiene, como cualquier ser humano, aciertos notables y errores garrafales, facetas admirables y episodios oscuros. Los libros que publicaron, son reseñados tanto individualmente como dentro de una perspectiva de conjunto. La carrera de cada escritor traza una curva distinta que no siempre es ascendente. Hay quienes, tras debutar con el pie derecho, pierden el norte o el cuidado y cada libro que escriben está peor logrado que el anterior. Otros muestran, en su producción literaria, una secuencia de altos y bajos.    
Reyes, Vasconcelos, Guzmán, los contemporáneos, Salazar Mallén y Revueltas son mexicanos, pero sus actitudes, tanto humanas como literarias, tienen sus equivalentes en escritores de otras latitudes.
Los ensayos de este libro, facilitan la tarea de apreciar títulos fundamentales de la literatura mexicana, así como la de comprender la mentalidad de su autor y el contexto de la época en que fueron escritos.
Una vez trazadas las coordenadas de referencias, Christopher plantea interesantes consideraciones sobre la creación literaria en general, en que se vale, para brindar ejemplos, de los autores y obras reseñados. Su mirada no se ciñe a lo local y, en la segunda parte del libro, dedica un largo apartado a Stendhal, en el que, lejos de alejarse del tema de la literatura mexicana, aclara conceptos sobre su desarrollo.
Pese a brindar abundante información y plantear temas filosóficos profundos, el estilo conciso, provocador, contundente y apasionado de Christopher, permite que las más de quinientas páginas de Tiros en el concierto se lean con interés creciente y verdadero deleite. 
Al final, para que el lector cierre el libro con una sonrisa, hay un divertido cuento, titulado precisamente Tiros en el concierto, que es una verdadera obra maestra de ingenio y fino humor.
INSC; 1162

lunes, 18 de abril de 2016

Libro sobre la carreta típica costarricense.

La carreta costarricense. Constantino
Láscaris y Guillermo Malavassi.
Editorial Costa Rica. Tercera edición.
1985.
La carreta típica costarricense, tirada por bueyes y pintada con alegres diseños, fue durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, instrumento fundamental en el desarrollo del comercio. Actualmente, elevado a la categoría de símbolo nacional por su valor artístico e histórico, este hermoso vehículo de carga sigue presente en la vida de los agricultores costarricenses, quienes, pese a trabajar ya con camiones y tractores, mantienen la tradición de contar con una yunta de fornidos bueyes y una carreta bien decorada.
En tiempos de la Colonia el comercio era mínimo y los caminos estrechos, por lo que las mercancías se transportaban a lomo de mula. Las yuntas de bueyes se utilizaban en aquella época para arrastrar los enormes troncos de árboles que debían ser removidos cuando se abría, en la selva virgen, un espacio para la agricultura.
La cureña (plataforma sin cajón tirado por bueyes) se utilizó mucho antes que aparecieran las carretas. Quizá por ello, se impuso la palabra "Boyero" en lugar de "Carretero".
Cuando se extendió el cultivo del café y su consecuente exportación, las mulas resultaron poco prácticas para transportarlo. Empezaron a verse entonces las largas caravanas de carretas que iban y venían, desde los beneficios de las tierras altas hasta Puntarenas. En 1844, un viaje de San José al puerto tardaba de once a quince días. Los boyeros evitaban caminar bajo el sol de mediodía. Iniciaban la marcha a las cuatro de la mañana y la suspendían a las nueve, luego la retomaban a las dos de la tarde y avanzaban hasta que los venciera el sueño. Para transportar pasajeros, bastaba acondicionar la carreta con un colchón y un toldo.
Una de las cosas que más llamaron la atención de los viajeros que visitaron Costa Rica en el siglo XIX fue el constante tránsito de carretas por todas las vías del país. Solamente los campesinos extremadamente pobres no tenían carreta. Cuando una muchacha quería que su pretendiente la visitara en la casa, el padre le decía: "Si tiene carreta, que pida la entrada.
Durante la peste del cólera, las carretas de bueyes recorrían los poblados para recoger cadáveres y llevarlos a enterrar en la fosa común situada donde hoy se encuentra la Iglesia de las Ánimas.
Como la construcción del ferrocarril se inició en Alajuela, los rieles y la locomotora desarmada en piezas, fueron transportados en carreta desde Puntarenas.
Además de su protagonismo en la historia, la carreta ha estado presente en nuestra literatura y nuestra pintura y se ha convertido, por su decoración, en una pieza de arte característica de Costa Rica.
Dos filósofos, Constantino Láscaris y Guillermo Malavassi Vargas, realizaron un valioso estudio sobre la carreta costarricense  en que recopilaron prácticamente todo lo que hay que saber sobre ella. El libro, publicado cuando la carreta aún se utilizaba en ciertas zonas del país pero ya venía siendo desplazada por los camiones, está lleno de datos interesantes. Al inicio las ruedas tenían rayos, pero se atascaban en el barro. Luego se cortaron de una sola pieza de tronco de árbol, pero finalmente se optó por hacerlas de cuñas rodeadas de un aro metálico. En el yugo se acostumbra poner un espejo, el buey más fuerte se enyuga a la izquierda y los bueyes deben pesar más que la carreta cargada. El estudio incluye croquis de la estructura, una lista de palabras propias del oficio y documentos históricos reveladores, como reglamentos para el tránsito de carretas decretados por el Dr. Castro Madriz, un intento de monopolio de la actividad propuesto por don Juanito Mora y las disposiciones de don Cleto González Víquez para evitar que las carretas dañaran los caminos de macadam.
Aparece también toda una antología de textos literarios y periodísticos sobre la carreta, escritos por Joaquín García Monge, Arturo Agüero Chaves, Francisco Amighetti, Emilia Prieto, Gilbert Laporte, Carmen Lyra y Mario González Feo entre otros.
El tema más interesante es el relativo a la decoración. Las fotografías antiguas muestran carretas sin pintar incluso en las primeras décadas del siglo XX. En Costa Rica funcionaban varias fábricas de carretas. La de Isaías Delgado en Puriscal, la de Antonio Muñoz en Zapote, la de Fermín Bozzoli en San Isidro del General y la de don Isidro Chaverri fundada en 1870 y situada en Sarchí.
Aunque existen testimonios de que en Cartago se pintaban las carretas desde 1912, tal parece que fue la fábrica de Chaverri la que popularizó la decoración. Originalmente, todas las carretas se pintaban de rojo, con el mismo producto que se utilizaba para pintar los portones de los cafetales. Alrededor  de 1910, Fructuoso Chaverri (hijo de Isidro) empezó a decorar las ruedas con estrellas de picos. Luego vinieron las flores y los diseños caprichosos. Se llegaron a formar dos escuelas artísticas distintas y los campesinos, con solamente ver las pinturas de una carreta, sabían si había sido decorada en Sarchí o en Puriscal. José León Sánchez sostiene que la decoración de carretas se debió a la presencia de inmigrantes italianos, ya que solamente en Sicilia y Costa Rica las carretas se pintan de manera tan primorosa. Sin embargo, esta hipótesis ha sido refutada, entre otros, por Manuel de la Cruz González, ya que los diseños son bien distintos. En las primeras oleadas de inmigrantes italianos, además, no había sicilianos.
Los primeros en estudiar el arte de las carretas fueron Emilia Prieto y Gilbert Laporte, quienes acabaron interesando en el asunto a Carmen Lyra. El artículo de Prieto, publicado en 1931, dice que "desde hace muchos años" se acostumbra pintar las carretas. En realidad no eran tantos, puesto que la práctica de decorar carretas inició en 1912 y se popularizó hacia 1920.
Carmen Lyra, por su parte, aunque se muestra impresionada al visitar una fábrica de carretas y observar el proceso que, tanto en lo artesanal como en lo artístico requiere un cuidado minucioso, declara que nunca había imaginado que la vanidad humana pudiera llegar hasta una carreta.
El arte de la carreta típica costarricense no es solo visual, sino también musical. La selección de la madera de las ruedas y la armazón del eje, procuran que el sonido que produzca al avanzar sea agradable al oído. Así como no hay dos carretas pintadas con el mismo diseño, tampoco hay dos que suenen igual.
La lectura del libro de Láscaris y Malavassi inevitablemente provoca nostalgia por un pasado no tan lejano. Mientras repasaba sus páginas, recordaba los tiempos en que era niño en Sabanilla de Montes de Oca, cuando todas las urbanizaciones de hoy en día eran aún cafetales y desde lejos escuchaba acercarse a Lencho Vargas, un simpático vecino, siempre sonriente, que con el chuzo al hombro, caminaba despacio frente a su carreta de bueyes, complacido por la alegría que provocaba en todos los pequeños que salíamos a la calle solamente para verlo pasar.
INSC: 0312
Carreta cargada con cacao. La foto no tiene fecha, pero es de los tiempos
en que se pintaban solamente de rojo.







sábado, 16 de abril de 2016

El Túnel. Novela de Ernesto Sábato.

El Túnel. Ernesto Sábato.
Cátedra. Letras Hispánicas.
España, 1983.
Cuando una novela trata de un crimen, lo típico es que el nombre de quien lo cometió se descubra al final, pero en El Túnel de Ernesto Sábato, esa información viene en la primera línea.  
"Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne." Así, con los nombres del asesino y de su víctima, arranca el libro. El hecho de conocer el desenlace de la historia desde el momento mismo de empezar a leerla no disminuye el interés ni la curiosidad por saber algo más del asunto. Enterados de antemano de lo que va a suceder, la concentración se centra en el motivo del asesinato.
Castel, ya juzgado y preso, decide contar la historia con la esperanza de que, entre quienes la lean, haya al menos una persona que pueda comprenderlo.
Con cierta amargura, aunque sin pizca de arrepentimiento, reconoce que existió una persona que podría entenderlo, pero fue precisamente la persona a quien mató.
De hecho, la primera vez que Juan Pablo Castel posó su mirada sobre su futura víctima, se debió a que solamente ella había reparado en un detalle que todos pasaban por alto. El pintor exponía sus cuadros en un salón bastante concurrido. En una de sus obras, había una pequeña imagen de una mujer que miraba el mar. Nadie, salvo María, prestó atención a ese elemento que, para Castel, era fundamental.
No tuvo ocasión de hablar con ella. Ni siquiera pudo averiguar su nombre, pero el artista quedó de alguna manera obsesionado y, por varios días, no hizo más que fantasear sobre qué le diría en caso de que la volviera a ver. El encuentro ocurrió por casualidad y fue bastante tenso y brusco. Ambos tenían personalidades bastante complejas y, aunque sus conversaciones no eran precisamente placenteras, llegaron a establecer una relación definitivamente enfermiza desde el primer momento.
Castel asumía ante ella un papel dominante y agresivo, pero en realidad era él quien había llegado a desarrollar una enorme dependencia afectiva. María estaba casada con Allende, un hombre ciego de temperamento sereno y mantenía, además, una misteriosa amistad con Hunter, un personaje del que no sabemos mucho más que la intensa repugnancia que provocaba a Castel.
La novela, narrada por la voz desesperanzada y pesimista del pintor, tiene momentos verdaderamente memorables. Los interrogatorios a los que Castel sometía María son verdaderamente angustiantes. Los dos encuentros de Castel con Allende, el primero frío en medio de una calma incómoda y el segundo, violento y absurdo, ya después del asesinato, son de gran tensión. La discusión en la oficina de correos, cuando Castel pretende que le sea devuelta la carta que acaba de echar al buzón, pese a la ira contenida del protagonista, tiene algunos ribetes cómicos. La conversación en la estancia, en que se meciona a Jorge Luis Borges (a quien llaman Georgie), es bastante caricaturesca.
La obsesión de Castel por María acaba empujándolo a cometer un crimen pasional. Su soledad, que solamente conseguía aliviar al lado de ella, se acrecienta en vez de disminuir tras cada encuentro. Castel irrespeta a María, la ofende y la agrede, quizá debido a la frustración de saber que ella (aunque también está bastante tocada) no llegará nunca a corresponder su nivel de dependencia.
Juan Pablo Castel, como todo obsesivo monotemático, llega a ser fastidioso. Una vez que queda clara la dinámica de la relación patológica que sostenía con María, la historia hasta deja de ser interesante. Los detalles del asesinato y de lo que ocurrió luego, se leen por puro trámite. Enterados desde la primera página del final de la novela, lo importante no era el cómo ni el dónde ni el cuándo, sino el por qué.
Desde su aparición, en 1948. la novela El Túnel, de Ernesto Sábato, ha generado todo tipo de comentarios. Por la angustia que transmite, la intensidad del personaje y la sequedad con que está escrita, la obra ha sido calificada de pesadilla psicológica. No es, como dijo Graham Greene, un libro que se lea con placer, pero sí logra mantener absorto al lector.
INSC: 0647
Ernesto Sábato (1911-2011). Autor de El Túnel (1948), Sobre héroes y tumbas
(1961) y Abaddón el exterminador (1974)

lunes, 11 de abril de 2016

El padre Alberto Mata recuerda a Monseñor Sanabria.

Monseñor Dr. Víctor Manuel Sanabria.
Alberto Mata Oreamuno.
Casa Gráfica. Costa Rica, 1985.
El 17 de enero de 1985, día en que Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez habría cumplido ochenta y seis años de edad, el padre Alberto Mata Oreamuno publicó un pequeño libro con recuerdos personales del célebre Arzobispo de San José.
Además de clérigo, Monseñor Sanabria fue periodista, propietario de un periódico, profesor de literatura, genealogista, autor de varios libros de historia, traductor y figura clave en la historia de Costa Rica. Su participación en la promulgación de las Garantías Sociales y el Código de Trabajo, su protagonismo antes, durante y después de la Guerra Civil de 1948 y sus frecuentes intervenciones, por carta pero de manera pública, sobre los debates de la Asamblea Constituyente, hacen que su figura sea con frecuencia objeto de juicios encontrados.
Son muchos los autores que se han referido a las múltiples facetas de Monseñor Sanabria. Quizá por ello, el padre Mata, al escribir sobre él, en vez de repetir datos conocidos o entrar en discusiones por largo tiempo abiertas, optó por retratar al hombre de carne y hueso, al moreno y nervioso hijo de campesinos que conoció muy bien y fue su amigo de muchos años.
Víctor Manuel Sanabria Martínez, octavo y último hijo de don Zenón Sanabria Quirós y doña Juana Martínez Brenes, nació el 17 de enero de 1898 en San Rafael de Oreamuno. Sus padres y sus hermanos eran agricultores. A los catorce años manifestó su deseo de ser sacerdote, por lo que su padre le pidió a don Francisco Aguilar Barquero, el abogado de su confianza, que le sacara una cita con el padre Agustín Blessing Presinger, rector del Seminario, para presentarle a su muchacho.
Cuando salieron del encuentro, don Zenón le preguntó a su hijo: "Vos entendiste lo que don Francisco y el Padre Blessing decían?". El joven, por respeto, respondió que no.
Años después, Francisco Aguilar Barquero llegaría ser Presidente de la República y tanto Blessing como Sanabria serían ordenados obispos. Don Zenón, el cuarto asistente a aquella cita, seguiría siendo un campesino de cultura y vocabulario muy limitados que, con frecuencia, se quedaba sin comprender lo que la gente "leída" decía su alrededor. 
En el Seminario, Víctor Manuel Sanabria destacó por su privilegiada inteligencia. Por ello, cuando terminó el bachillerato, el Obispo Stork no consideró prudente que continuara sus estudios eclesiásticos en el país y decidió enviarlo a Roma, donde fue ordenado diácono y sacerdote y donde, de nuevo, se lució como estudiante.
En el Colegio Pío Latino Americano, donde estudiaban los jóvenes clérigos más talentosos procedentes de todos los países americanos de habla hispana, Víctor Manuel Sanabria obtuvo, con Summa Cum Laude, su Doctorado en Derecho Canónico. La idea era que continuara estudiando para que lograra igualar a otro costarricense, Monseñor Rafael Ottón Castro Jiménez quien, en la misma institución, había obtenido tres doctorados: el de Derecho Canónico, el de Filosofía y el de Teología. Sin embargo, Sanabria debió regresar al país debido a que su padre estaba muy delicado de salud. Ni siquiera pudo asistir al acto de graduación en que el propio Papa Pío XI le iba a hacer entrega, no solamente de su diploma, sino de la medalla al mejor estudiante de su promoción.
Sanabria regresó a tiempo para despedirse de su padre y celebrar sus funerales. El clero en Costa Rica era escaso, por lo que le pidieron que, en vez de volver a Roma a seguir estudiando, iniciara de inmediato su labor pastoral. Unas semanas más tarde, lo llamaron de la Nunciatura para entregarle el diploma y la medalla que el Papa le había enviado. La medalla, jamás se la enseñó a nadie y Sanabria nunca antepuso a su nombre el título de Doctor.
La amistad de Sanabria con el padre Mata inició en la juventud. Se conocieron en la estación de Cartago, cuando Sanabria tomaba el tren para Limón, a donde iba a embarcarse rumbo a Europa. Sanabria solamente había recibido las órdenes menores y Mata no había decidido aún ser sacerdote.
Al retorno de Sanabria, fue nombrado párroco de San Ignacio de Acosta, donde al ya entonces seminarista Alberto Mata le tocó pasar una temporada acompañándolo a visitar las comunidades más alejadas de la zona. Cuando el padre Mata celebró su primera misa, en la Capilla del Colegio de Sión, Sanabria hizo de acólito. Cuando Sanabria fue nombrado obispo de Alajuela, llamó al padre Mata para que lo acompañara en las visitas pastorales a las parroquias de su diócesis que, en aquel tiempo, incluían todo el territorio de Guanacaste. 
El padre Mata, que lo conoció muy de cerca, menciona que tanto la personalidad como la actividad de Sanabria eran asombrosas. Como había estudiado en Roma, dominaba el latín perfectamente. Hablaba en inglés con los funcionarios de la Embajada Americana, en italiano con el Nuncio, en francés con las monjas del Colegio de Sión y en alemán con los padres paulinos del Seminario. Leía un libro nuevo cada tres días y pasaba todo el tiempo escribiendo notas en cuadernos. Era además muy piadoso. Celebraba la misa al amanecer, rezaba todos los tiempos de la Liturgia de las Horas y, completamente solo, hacía una prolongada visita al Santísimo cada tarde.
Su temperamento era muy nervioso, parpadeaba de manera intermitente y violenta, caminaba de un lado para otro y siempre, incluso en las celebraciones litúrgicas más solemnes, movía sin cesar la cabeza, las manos y los pies. Aunque nunca lo hizo en público, fumaba precipitada y aceleradamente varios cigarrillos al día. Para refrescarse, bebía café negro sin azúcar. Hablaba muy rápido y siempre, incluso en reposo, respiraba con esfuerzo, jadeaba y sudaba copiosamente. En la actualidad, no hace falta ser médico para saber que si un fumador tiene problemas para respirar y suda en abundancia sin motivo, eso puede ser una señal de que su corazón no anda muy bien. Acostumbrados a sus movimientos nerviosos y a su carácter hiperactivo, quienes lo rodeaban no vieron ninguna señal de alarma y recibieron sorprendidos la noticia de que el Arzobispo había muerto de un infarto a los cincuenta y cuatro años de edad.
Los recuerdos del padre Mata dejan constancia que Sanabria, además de su profunda religiosidad, su aguda inteligencia y su vasta cultura, se distinguía por su ingenio y su sentido del humor. Se reía con estrepitosas carcajadas cuando veía a alguien imitar la cara, los gestos y la forma de hablar de algún personaje conocido, así se tratara de él mismo. Incluso en las reuniones más importantes, contaba chistes, hacía bromas y replicaba con dichos y expresiones campesinas. Sabía ser elegante y distinguido cuando tenía que serlo, pero le molestaban la pompa y los tratamientos protocolarios. Le agradaba la forma en que lo trataba el padre Bellut quien, por haberlo conocido cuando era joven, incluso ya era Arzobispo metropolitano continuó llamándolo "Víctor".
Recién nombrado Arzobispo de San José, en su primera reunión con el clero de la arquidiócesis, le dijo a sus sacerdotes: "Solamente una monedita de oro le cae bien a todo el mundo. Si yo no le simpatizo a alguno de ustedes al punto de que se sienta incómodo conmigo, no hay problema. Yo con mucho gusto puedo tramitar su traslado a otra jurisdicción. Si algún otro quiere también irse, no hay problema, puede hacerlo. Pero si un tercero quiere irse, en ese caso el que se va soy yo".
El libro del padre Mata sobre Monseñor Sanabria es en verdad simpático. Lo único que se le podría criticar es que es demasiado breve. Los personajes históricos acaban siendo recordados por sus acciones y sus palabras. En los libros y en las aulas, las nuevas generaciones se familiarizarán con sus nombres y rostros así como con lo que hicieron o dijeron. Pero la persona de carne y hueso seguirá siendo de alguna manera desconocida. Solamente cuando, como en este caso, quienes los trataron de cerca dejan escrito un testimonio sobre ellos, es que los personajes de los libros de historia adquieren un rostro cálido, humano y cercano.
Poco antes de su muerte, mientras bebía café y se fumaba un cigarrito, Monseñor Sanabria le dijo a Luisa Gómez, su cocinera y empleada doméstica de toda la vida: "Me imagino el día que yo me muera. Las grandes campanas de la catedral: Din, Don, Din, Don. Todo el mundo en apuros y carreras, el Nuncio, los obispos, los sacerdotes y seminaristas... el gobierno, la prensa y la gente de la calle comentando "¡Murió el Arzobispo!" y luego, unos tres meses después... ya nadie se va a acordar de mí." 
INSC: 0258
Don Alberto Mata Oreamuno, Monseñor Sanabria, obispo de Alajuela y el
Presidente León Cortés Castro en Liberia.

domingo, 10 de abril de 2016

El historiador Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno.

La vida aventurera de Cristóbal
Madrigal y otras noticias de antaño.
Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno.
Editorial Costa Rica, 1983.
Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno tuvo una vida modesta dedicada a la agricultura, el servicio público y el estudio de la historia. Hijo primogénito de don Jesús Jiménez Zamora y doña Esmeralda Oreamuno Gutiérrez, nació en Cartago en 1854 y murió en Alajuela en 1916.  En distintas épocas, sus dos abuelos, su padre y su hermano, gobernaron el país. Su abuelo paterno, Ramón Jiménez Robledo, fue gobernador de la provincia de Costa Rica en los últimos años de la época colonial, durante el reinado de Fernando VII. Su abuelo materno, Francisco María Oreamuno Bonilla, fue Jefe de Estado de 1844 a 1848. Su padre fue Presidente de la República en dos ocasiones, de 1863 a 1866 y de 1868 a 1870. Su hermano menor, Ricardo Jiménez Oreamuno, ha sido el único costarricense en haber ocupado la presidencia de los tres poderes de la República y en ser electo tres veces presidente: de 1910 a 1914, de 1924 a 1928 y de 1932 a 1936.
Miembro de semejante familia, no sorprende que don Manuel de Jesús haya ocupado también distintos cargos públicos. Fue presidente municipal, diputado en varias ocasiones (en total estuvo diez años en el Congreso), Secretario de Relaciones Exteriores y de Hacienda y encabezó misiones diplomáticas fuera del país. En 1894 fue candidato a la Presidencia de la República pero, ante los graves acontecimientos que sucedieron durante la campaña, con suspensión de garantías, alzamientos populares y hasta muertos, se retiró de la contienda y aceptó como inevitable que el Presidente José Joaquín Rodríguez impusiera como su sucesor a su yerno Rafael Yglesias Castro.
Durante la primera administración de su hermano don Ricardo, don Manuel de Jesús fue nombrado por el Congreso "Designado a la Presidencia", que era como se llamaba entonces a los vicepresidentes. 
Irónicamente, don Manuel era muy estudioso pero no tuvo la oportunidad de estudiar. Terminó su bachillerato en el Colegio San Luis Gonzaga en un momento en que su familia atravesaba dificultades económicas por lo que, en vez de ir a la universidad, debió ponerse inmediatamente a trabajar. Su padre, que había sido derrocado por el General Tomás Guardia, estaba muy endeudado y no tenía más recursos que su profesión de médico y una finca, no muy productiva, en Tucurrique.
La gran pasión de don Manuel de Jesús era la historia de Costa Rica, pero esa historia no había sido escrita aún. Entonces, todo el tiempo libre que le quedaba tras cumplir sus deberes como funcionario y atender sus negocios particulares, lo dedicaba a leer documentos antiguos. Atando cabos con los datos que encontraba en protocolos de notarios, informes de gobernadores, testamentos, correspondencia oficial, actas municipales y libros parroquiales, poco a  poco logró reconstruir hechos y retratar a sus protagonistas.
Como todo investigador histórico, se topó con dificultades. Por ejemplo, escribió una detallada reseña de la vida de Diego de Sojo y Peñaranda, fundador de la comunidad de Talamanca, en el Caribe sur de Costa Rica, quien había nacido, en 1567, en una comarca cercana a Madrid llamada precisamente Talamanca. Los datos que brinda son minuciosos. Menciona sus actividades, el recorrido de sus exploraciones, los problemas que debió enfrentar y hasta el nombre de sus dos hijos: Alonso, que se fue a vivir a Esparza, y Juana, que contrajo matrimonio con Lorenzo Sánchez. La esposa de don Diego de Sojo era de apellido Torres, pero don Manuel de Jesús nunca pudo averiguar el nombre porque las polillas se comieron la parte del papel en que estaba escrito. "Así son de voraces los gusanos con el nombre y con el cuerpo de todos los mortales", consignó don Manuel de Jesús al final del estudio.
Cada vez que completaba una de sus crónicas o semblanzas de personajes, las publicaba en el periódico con el título Noticias de Antaño. Más de sesenta años después de su muerte, la Editorial Costa Rica publicó una recopilación de sus trabajos en tres libros: Doña Ana de Cortabarría, La vida aventurera de Cristóbal Madrigal y La cadena de los Juan Mora
Las historias incluidas en el segundo título están llenas de revelaciones impresionantes.
Pedrarias Dávila mandó fundar la primera villa en la costa pacífica de nuestro país, cerca de donde actualmente está Chomes. Entre los allí destacados estaba el capitán Andrés de Garabito, quien fue el primer español en explorar el interior de Costa Rica. Más tarde, el cacique indígena que resistió la conquista tomó su nombre. 
En 1561, para combatir al Cacique Garabito, Juan de Cavallón vino con noventa soldados y un numeroso grupo de esclavos negros, así que españoles y negros entraron juntos y al mismo tiempo en la historia de Costa Rica. En el grupo venía también un portugués, Juan de Pereira, quien fue el primer europeo en llegar a Turrialba y Tucurrique.
Además de riguroso investigador, don Manuel de Jesús Jiménez es un escritor de estilo ameno que se esmera en que la crónica sea no solamente apegada a los hechos, sino también de agradable lectura. Las andanzas de personajes históricos como Diego Peláez, Álvaro de Acuña, Domingo Jiménez, Juan Solano y Alonso y Juan de Bonilla, parecen salidas de una novela de aventuras. A todos, el autor los retrata con virtudes y defectos y se refiere tanto a las hazañas que realizaron como a las trastadas que constan en actas. Juan Alonso de Guzmán fue el primer español en llegar hasta el Chirripó, lo cual no deja de ser admirable, pero protagonizó un acto que el propio don Manuel de Jesús califica como una página negra de nuestra historia. El hecho hasta resulta difícil de imaginar, o de creer, pero existen numerosos documentos de todo tipo que, por alguna u otra razón, lo mencionan. Resulta que Juan Alonso de Guzmán logró hacer amistad con los indígenas que habitaban las faldas del cerro. Levantó un rancho y convocó a una reunión a toda la comunidad. Cuando los tuvo a todos juntos en un solo lugar, con solamente un puñado de soldados, secuestró al pueblo entero, encadenó a los indígenas unos con otros y se los trajo caminando hasta Cartago.
Los viajes largos, en todo caso, tal parece que eran normales en aquella época. Los habitantes de Cartago tenían sus plantaciones de cacao en Matina y el comercio con mulas hacia Panamá se hacía, de Cartago a Chiriquí, pasando por Aserrí, Quepos y Boruca. Los barcos que viajaban con mercancías entre Cartagena y Veracruz, hacían una parada en Talamanca para abastecerse de alimentos y vender artículos cuyo destino final era Cartago.
Cuando llegó la noticia de que el pirata Mansfelt había desembarcado con setecientos hombres y se disponía a incursionar tierra adentro, los cartagos, que eran pocos, hicieron llegar refuerzos de Aserrí y Barba. Curiosamente, aunque fueron al encuentro de los bucaneros, no hubo combate.  El propio don Manuel de Jesús se pregunta por qué, si los piratas eran tan agresivos en otras latitudes, aquí se marcharon antes de la batalla. 
En 1597, otro pirata, Sir Francis Drake, sorprendió al aparecer por el Pacífico. Le había dado la vuelta al Cabo de Hornos y las autoridades españolas, que pensaban que solamente había piratas en el Caribe, temieron por la seguridad de Perú y peinaron la zona en su búsqueda. Nuestro adelantado, don Gonzalo Vásquez de Coronado, tomó un buque y se integró a la persecución. Llegó hasta el puerto de Acapulco, en México, sin encontrarlo. Nadie sabía que la intención de Sir Francis Drake, al rodear el continente, no era atacar las ciudades españolas del Pacífico, sino tomar rumbo a Asia para ser, como lo logró, el primer inglés en dar la vuelta al mundo.
Mientras la comunidad de Esparza, fundada en 1569, crecía, Cartago se despoblaba por una racha de terremotos e inundaciones. La gente empezó a irse de la que llamaban "la ciudad del lodo", hasta el punto en que hubo un momento en que solamente quedaron nueve vecinos bastante separados entre sí. Para 1571, la ciudad se reestableció y volvió a crecer.
Gerónimo de Retes, nacido en Cartago en 1597, oyó hablar que había muchos indígenas que emigraban a tierras situadas detrás del volcán Barba, región que todavía los criollos no habían explorado. En enero de 1640 incursionó en la zona con cuarenta y nueve soldados y cien indígenas aliados. Llegaron hasta las llanuras de Sarapiquí y San Carlos. Quedaron asombrados por la belleza del lugar que, pese a su atractivo, tardaría un par de siglos en ser poblado por criollos.
Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno.
1854-1916
Salvador de Torres, nacido en Madrid, fue figura importante durante la conquista. Anduvo por el Chirripó y acompañó a Diego de Sojo y Peñaranda en la fundación de Talamanca. Cuando los indígenas destruyeron la villa y el puerto de Talamanca, Salvador de Torres se instaló en Cartago por un corto tiempo, tras el cual, junto con dos amigos, Francisco Castro y Juan Martínez, acompañados los tres por sus esposas e hijos, decidieron establecerse en un valle deshabitado en el que criaron ganado y sembraron maíz, trigo y caña de azúcar. Estas tres familias fueron las primeras residentes en San José de Costa Rica, actualmente capital de la República. El río Torres, al norte de la ciudad, debe su nombre a este colono. Un descendiente suyo, el padre Manuel Antonio Chapuí de Torres, fue quien regaló a los habitantes de la villa La Sabana de Mata Redonda para que pastara su ganado. Como los habitantes de San José ya no tienen ganado (al menos no en la capital) La Sabana es un parque recreativo y deportivo que, por la generosidad del padre Chapuí, aún les pertenece.
Don Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno se permite también revelar algunos detalles familiares. El fierro de marcar ganado de su hermano, don Ricardo, perteneció a Diego de Peláez y data de los primeros tiempos de la conquista.
Leer las Noticias de Antaño es un verdadero deleite para quienes, como su autor, sean apasionados de la historia de Costa Rica que, precisamente, don Manuel de Jesús fue uno de los primeros en investigarla y escribirla.
Inexplicablemente, la Editorial Costa Rica clasificó la ficha del libro como "leyendas" y "folklore" (sic), cuando en realidad se trata de historia. Ese detalle, en el que en todo caso pocos repararán, puede pasarse por alto. Lo que sí es imperdonable es la nota del editor, consignada en el propio libro, que dice: "De las Noticias de Antaño completas, solamente se han dejado por fuera aquellas intrascendentes que se referían a algún pequeño dato genealógico".
¿Quién habrá sido el editor de este libro? ¿Cómo se atreve a calificar de "intrascendentes" los datos genealógicos de don Manuel de Jesús por pequeños que fueran?"
Tal vez en otros países, de gran población, la genealogía sea un pasatiempo de ociosos. Pero en Costa Rica, donde todos los habitantes formaron prácticamente una sola gran familia durante casi cuatrocientos años, desde los primeros conquistadores hasta las inmigraciones ya numerosas, frecuentes y de diverso origen que empezaron a finales del siglo XIX, los estudios genealógicos son una clave fundamental de nuestra historia.
Todos los Jiménez, Bonilla, Solano, Acuña y Pereira, que tanto abundan en Cartago, descienden de los personajes de este libro. El apellido Retes, que por algún motivo ya casi no hay costarricenses que lo lleven, fue uno de los más comunes en la vieja metrópoli incluso hasta el Siglo XVIII.
Manuel de Jesús Jiménez fue, además de historiador riguroso y ameno narrador, un gran genealogista, al punto que fueron sus investigaciones las que inspiraron y sirvieron de base a Monseñor Víctor Manuel Sanabria en su monumental trabajo de elaboración de las genealogías de Cartago. También, dicho sea de paso, don Manuel colaboró con Monseñor Thiel en la conservación de los archivos eclesiásticos, que antes de la llegada del obispo alemán se mantenían en un descuido lamentable, así como con don León Fernández en la fundación de los Archivos Nacionales.
Don Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno fue candidato presidencial pero no llegó, como sus dos abuelos, su padre y su hermano, a gobernar este país. A diferencia de sus ilustres parientes, don Manuel de Jesús, en lugar de hacer historia, la escribió.
INSC: 2732

viernes, 8 de abril de 2016

Corazón. Novela de Edmondo di Amicis.

Corazón. Edmondo di Amicis.
Géminis Editora. Colombia. 1988.
Convertida en un verdadero clásico infantil desde el momento mismo de su aparición, en 1886, la novela Corazón de Edmondo de Amicis, además de deleitar con su dulce encanto y delicado humor, ha sido, para innumerables generaciones de jóvenes, una rica fuente de valiosas enseñanzas.
Los autores que escriben para niños rara vez son capaces de alcanzar el balance que logró de Amicis en este libro. Corazón divierte y educa. Las historias, a veces cómicas y a veces tristes, son siempre interesantes y entretenidas. El mensaje educativo, la moraleja que encierra cada situación, se presenta de manera sutil pero clara.
De Amicis tenía claro a quién se dirigía. Esperaba que su libro fuera leído por niños de nueve a trece años. Quizá por consideración a ese público de atención tan volátil, estructuró la novela en apartados breves y concisos. Les habló, además, de un espacio que conocían bien y formaba parte de su vida diaria. Corazón es el diario de un curso lectivo en una escuela pública, escrito por un alumno de tercer grado de primaria, que va desde el primer día de clases hasta los exámenes finales y la salida a vacaciones.
Los adultos, en distintos lugares y distintas épocas, son bastante diferentes, pero los niños de la escuela primaria, en todo tiempo y lugar, viven experiencias similares. Quien lea Corazón, encontrará que ese salón de clase ubicado en Turín a finales del siglo XIX, se asemeja mucho al que asistió siendo niño. Los mejores estudiantes comparaban sus calificaciones y el que obtenía el segundo puesto no podía disimular su frustración y su envidia. Había un muchachote grandulón y corpulento que casi no cabía en el pupitre y otro diminuto y asustado que con frecuencia era víctima de los abusivos. No faltaba tampoco el travieso e inquieto al que se le iba la mano en las bromas. A lo largo del curso lectivo, había accidentes y riñas, pleitos a puñetazos, ofensas y groserías, seguidas por la llamada de atención del maestro que obligaba a la reconciliación forzosa. 
Como en la novela se trata de una escuela pública, quizá la única en la localidad, a ella asistían niños ricos, consentidos por sus padres, bien nutridos y llenos de juguetes, y niños pobres que, tanto antes como después de las clases, debían ayudar a sus padres en la faena. El más pobre de todos, hijo de una verdulera cuyo marido se ausentó del hogar durante años, tiene además un brazo paralizado. En la clase hay también un forastero, ya que en la primera semana del curso llegó a la escuela un niño calabrés.
Gracias a Enrico Bottini, autor del diario que va del 17 de octubre de 1881 al 10 de julio de 1882, uno va conociendo poco a poco a sus compañeros estudiantes del tercer grado elemental.
Rabucco, el albañilito, anda siempre la ropa salpicada de cemento, pintura o cal, pero don Alberto, el padre de Enrico, le explica a su hijo que las manchas en la ropa causadas por el trabajo no pueden considerarse suciedad. Rabucco tiene una cualidad muy particular y es que puede hacer una mueca en que pone boca de liebre. 
Franti es el incorregible, el que desaprovecha las segundas oportunidades y acaba siendo expulsado de la escuela. Precossi, hijo de un herrero alcohólico, recibe malos tratos y palizas de su padre. Crossi es el pelirrojo del brazo inmóvil. Nelli, el jorobado. Votini, el vanidoso. Stardi, el huraño que no habla con nadie. Nobis, el presumido hijo de padre rico. Betti, el hijo del carbonero. Coraci, el calabrés. Derossi, el más inteligente de la clase.
Garoffi es el comerciante, siempre anda vendiendo baratijas y nunca gasta un centavo. Sus compañeros suponen que debe tener una fortuna guardada en su alcancía y que, de seguir así, es casi seguro que en el futuro será un hombre muy rico. Cuando el circo llegó al pueblo, mientras todos los niños disfrutaban la función, Garoffi contaba cabezas para calcular cuánto pudo haber sido lo recaudado esa noche.
Pero el héroe de la novela, sin lugar a dudas, es Garrone, hijo del maquinista del ferrocarril, un muchacho de catorce años, alto, corpulento y con una enorme cabezota pelada al rape quien, pese a tener voz y cuerpo ya de adulto, cursa el tercer grado debido a que la mala salud de su madre, la pobreza familiar y su propia dificultad para el estudio lo han hecho atrasarse en la escuela que, además, empezó tarde. En el salón, Garrone impone más orden e inspira más respeto que el propio maestro. 
Este grupo tan variopinto, a lo largo del año estudia gramática y aritmética pero lo que realmente aprenden es a convivir unos con otros, a respetarse y a ser comprensivos entre ellos.  
En cada acontecimiento, hay enseñanzas de heroísmo, de caridad, de comprensión y de honor.
Aprovechando que el maestro había salido, un grupo de abusivos empezó a golpear con sus reglas a Crossi, el del brazo paralizado, quien para defenderse les arrojó un tintero que, por mala suerte, cayó sobre el maestro que en ese momento regresaba al aula. "¿Quién ha sido?" Preguntó. Ante el silencio general, repitió la pregunta varias veces. 
Garrone se puso en pie y dijo con firmeza: "Fui yo".  
"No fuiste tú." Replicó el maestro. "El culpable no será castigado. ¡Que se levante!"
Crossi confesó que él había arrojado el tintero contra quienes lo golpeaban. El maestro preguntó quiénes lo habían agredido y les soltó un breve discurso: "Ustedes han golpeado a un débil que no se podía defender. Han cometido una de las acciones más bajas y vergonzosas con que se puede manchar una criatura humana. ¡Cobardes!"
En otra ocasión, Nobis, el hijo del padre rico, discutía con Betti, el hijo del carbonero. En el intercambio de insultos, Nobis le dijo: "Tu padre es un andrajoso". Esa tarde, coincidieron en la escuela los padres de ambos. Enterado de la situación, el Sr. Nobis, que era lo que llamaban "un gran señor", obligó a su hijo a disculparse delante de la clase y delante del carbonero. Seguidamente, Nobis y el carbonero se dieron la mano y le pidieron al maestro que, en adelante, sus hijos se sentaran juntos. Cuando ambos padres se fueron, el maestro les pidió a los niños que se acordaran bien de lo que habían visto porque "Esta es la más importante lección del año".
Además del diario de Enrico, en la novela aparecen varios cuentos, ya que el maestro compartía con los alumnos uno cada mes. Estos relatos también se valen de personajes sencillos para mostrar cómo los actos de generosidad y hasta de heroísmo con frecuencia son realizados por personajes humildes de quienes no se sabe ni su nombre. Varios de los cuentos mensuales exaltan el patriotismo, el amor entre padres e hijos y la unidad de la familia. 
Definitivamente, Corazón es un libro lleno de modelos, de principios, valores y moral, pero no deja por eso de ser una novela agradable y bien contada. Pese a su mensaje educativo, en ninguna página se suelta el sermón. Los niños captan mejor las enseñanzas con un ejemplo que con una prédica.
En la misma Italia hay quienes han hecho severas críticas y parodias de Corazón. La consideran una novela poco realista porque siempre triunfa el bien sobre el mal. En verdad algunos pasajes son más ideales que reales. Por más generosos que sean sus sentimientos, ningún niño se desprende tan fácilmente de su juguete favorito para dárselo al compañero que no tiene ninguno. Sin embargo, a pesar de su idealismo, en la novela hay pobreza, miseria, enfermedad, alcoholismo, violencia dentro de la familia, muerte de seres queridos, frustración y dificultades. Di Amicis no pinta un mundo idílico y color de rosa, sino la realidad con todos sus contrastes y destaca que, incluso en medio de los tragos amargos de la vida, siempre hay quienes hacen a un lado el egoísmo y actúan con solidaridad y consideración hacia los otros.
Corazón, además, es una de esas pocas novelas infantiles que quien no la leyó de pequeño la puede disfrutar de adulto. 
La única cosa difícil de comprender en la novela es el título. Cada vez que repaso el libro (en cuyo texto la palabra corazón aparece solamente un par de veces), me  pregunto por qué Di Amicis decidió llamarla así. 
INSC: 2731

Edmondo di Amicis. (Oneglia, 1846 - Bordighera, 1908)

jueves, 7 de abril de 2016

Poesías de Constantino Láscaris.

De Salomón a Demóstenes Smith.
Constantino Láscaris. Editorial de la
Universidad de Costa Rica, 1994.
Constantino Láscaris (1923-1979), conocido principalmente como profesor de filosofía, ensayista, columnista en la prensa y comentarista en la televisión, le confesó al poeta Carlos Rafael Duverrán que toda su vida, de manera secreta, había escrito poesía. 
Curiosamente, Láscaris, que nunca se abstenía de participar en ningún debate y siempre tenía algo que decir sobre cualquier tema, publicaba con frecuencia abrumadora en cuanto periódico o revista se lo permitieran pero mantenía sus poemas lejos de la mirada y aún del conocimiento del público.
La razón de esa timidez, según le confió al propio Duverrán,  se debía a que cuando era joven, en Madrid, le mostró a Carlos Martínez Rivas un largo poema que había escrito. El poeta nicaragüense lo leyó de manera atenta y con rostro severo y, casi cuando estaba a punto de terminarlo, exclamó: "¡Al fin has escrito un buen verso!" El hecho de que un gran poeta, como Martínez Rivas, encontrara digna de mérito solamente una línea en varias páginas lo desanimó y Láscaris optó por seguir el camino prosaico de la investigación académica. Sin embargo, siguió escribiendo poesía.
En 1972, decidió publicar su primer libro de poemas De Salomón a Demóstenes Smith, probablemente escrito en Costa Rica (donde residía desde 1956), ya que muchos de los poemas hacen referencia a la costa caribeña, tierra de cacao y banano, con playas vecinas a la selva sombreadas por palmeras.
Pese a ser una figura reconocida, su debut poético no tuvo ningún impacto. Aparte de las palabras que Duverrán escribió como prólogo, el libro no generó comentario alguno. Tras este desaire, Láscaris nunca más volvería a publicar poesía.
Láscaris murió en 1979. Quince años después, en 1994, la Editorial de la Universidad de Costa Rica reeditó el libro con una introducción, esta vez más amplia, del propio Duverrán. Pese a la reedición, de nuevo la voz de Láscaris como poeta fue ignorada. Ningún poeta le ha prestado atención al libro y el público en general ni siquiera sabe de su existencia.
El ejemplar que tengo lo adquirí en una venta de libros usados y me llevé una gran sorpresa al descubrir que se trataba de un libro de poemas. Ciertamente la portada no le ayuda. Al ver un folleto amarillo, con ese título bajo el nombre de Constantino Láscaris, cualquiera supondría, como yo lo hice en un inicio, que se trataba de una conferencia o un ensayo.
Como apunta Duverrán en el prólogo, no tenemos idea de cómo sería la obra poética de Láscaris, hoy inevitablemente perdida. Si escribió poemas toda su vida, es probable que haya tocado muchos temas y explorado distintas maneras de expresarlos. Lo que dejó para la posteridad, como poeta, es un librito pequeño y modesto pero, a decir verdad, definitivamente interesante y bien logrado.
En su introducción, Duverrán sostiene que los poemas se refieren a la libertad frente al abuso del poder. Difiero totalmente de sus impresiones. De hecho, tras releer el libro un par de veces, no logro ver desde dónde pudo llegar a esa conclusión. El libro es, más bien, una obra llena de erotismo en que se contrastan dos personajes apasionados y sensuales. Por una parte, el sabio rey Salomón, personaje bíblico de la antigüedad y, por otra, Demóstenes Smith, un alegre don Juan caribeño.
En cuanto a las mujeres de Salomón, siempre me confundo. No recuerdo si tenía trescientas esposas y setecientas concubinas o setecientas concubinas y trescientas esposas. Lo cierto es que en total eran mil. Demóstenes Smith, por su parte, declara orgulloso: "Con estas manos atrapé la vida /Me quiso una china de ojos rizados /me embrujó una mulata canela /me perseguía una gringuita rubia /y me enamoré de una zamba patinegra."
Al igual que Salomón, después de probar mil mujeres distintas, Demóstenes Smith encontró a su reina de Saba.
Cuando un hombre comparte el lecho con muchas mujeres, se cree que las utiliza como objeto para su placer. Cuando una mujer comparte el lecho con muchos hombres, se cree más bien que está siendo utilizada contra su voluntad. En el primer caso, el hombre lo hará voluntariamente y por gusto y, en el segundo, la mujer lo hará forzada y porque no le queda otra salida. La prostitución, que tanto antiguamente como en la actualidad es una forma de esclavitud, aparece sutilmente insinuada en el libro cuando una concubina de la corte de Salomón repasa la forma en que la vistieron y maquillaron para después venderla de hora en hora.
Láscaris, que logra saltar del polvoriento y seco oriente de Salomón, a las tierras húmedas y verdes de Demóstenes Smith, es capaz también de adaptar el lenguaje a cada escenario. Los versos que se refieren al personaje bíblico, evocan, con solemnidad y delicadeza, los Salmos y el Cantar de los Cantares. Los cantos alegres caribeños, propios de tierras verdes, lluviosas y soleadas, cálidas y húmedas, con frecuencia están compuestos al estilo de Nicolás Guillén. "Bamba mabamba choleté /ranca la bonga /zunga la manga; /pincha corronga; /chola chananga /en la chupeta del yeyé /cholelé /bamba mabamba /rascaté".
Salomón es sabio y poderoso. Demóstenes Smith es ignorante y pobre. Pero ambos, insaciables amantes enamorados de la belleza femenina, acaban, en el lecho, jadeando como manigordos ahítos, mientras contemplan la belleza de los labios gordos entreabiertos al aire, en que han aliviado su angustia y su soledad.
INSC: 1859

Jadeo de manigordo

Con mi zamba patinegra entre mis brazos
dedicado a hacer feliz a mi zamba patinegra,
mordisqueando su orejita de charol,
yo me daba por entero,
yo Demóstenes Smith la sacudía
y me le daba por entero.
La muy ladrona se abría como un aguacate maduro,
como una guanábana que destila felicidad
y me devoraba entre sus muslos prietos como un pulpo.
Me dejé exprimir entero
hasta quedarme yerto,
dichosamente vacío sobre su pulpa sazonada,
feliz de darme yo tomándola devoradora.
Y sonreía
los gordos labios abiertos al aire
con leve jadeo de manigordo ahíto.




sábado, 2 de abril de 2016

Cuando un milagro es noticia.

El milagro costarricense de Juan
Pablo II. Valentina Alazraki.
Planeta. México. 2014.
La Iglesia tiene sus creencias y el periodismo tiene sus reglas. Para los creyentes, la posibilidad de que Dios intervenga y responda a los ruegos de los fieles con un milagro está siempre abierta. Los periodistas, aunque muchos de ellos lo olviden, por norma ética y profesional deben dar a conocer solamente hechos confirmados. ¿Cómo se supone, entonces, que un periodista (creyente o no) deba cubrir la noticia de un milagro?
Me he planteado esa pregunta tras leer El milagro costarricense de Juan Pablo II, libro escrito por la periodista mexicana Valentina Alazraki, quien desde 1974, es corresponsal de Televisa en el Vaticano.
Antes de entrar a comentarlo, vale la pena mencionar unos cuantos datos. Los cristianos de los primeros siglos se llamaban entre sí "Santos" y cuando alguno moría, especialmente si era martirizado, consideraban que iba directamente al Cielo, le rendían culto a su memoria y le solicitaban su intercesión ante Dios. Es decir, los primeros santos fueron declarados como tales por el propio pueblo. Luego se estableció que fueran los obispos los encargados de hacer la declaratoria de santidad, sistema que aún se mantiene en las iglesias orientales. 
En 1558, la Iglesia Católica Romana creó la Sagrada Congregación para la causa de los Santos, que sería a partir de entonces la institución encargada de estudiar, aprobar y rechazar los procesos de canonización. La declaratoria de santidad, originalmente rápida, local y decidida por el pueblo, pasó a estar reservada exclusivamente al Papa y el sistema se volvió lento y exigente.
Tras el fallecimiento de la persona que en vida tuvo fama de santidad, si sus devotos proponían que se le abriera una causa, se recopilaban testimonios y se estudiaban a fondo hasta sus más mínimas acciones y dichos. Si el asunto prosperaba, se le declaraba "Venerable", lo que significa que la Iglesia acepta que, en vida, esa persona practicó virtudes cristianas en grado heroico. Cuando, por intercesión del "Venerable", alguien era favorecido por un milagro, entonces se le declaraba "Beato". Si ocurría un segundo milagro, entonces se le declaraba "Santo", se le asignaba una fiesta en el calendario y se autorizaba a los fieles a rezarle.
Los escrutinios eran tan minuciosos que hasta la más mínima acción cuestionable podía retardar el proceso por siglos o cancelarlo por completo. Juan Pablo II suavizó bastante las normas, al punto que él canonizó más santos que todos sus antecesores juntos. Algunos de los personajes que elevó a los altares generaron, por diversos motivos, acalorados debates y cuestionamientos.
Cuando el papa polaco murió, en 2005, en el propio día de su funeral hubo personas que mostraban pancartas con la leyenda "Santo Súbito". Su proceso de canonización fue abierto ese mismo año y, en 2011, tras la aceptación de un primer milagro por su intercesión, fue declarado Beato. El segundo milagro aceptado por la causa y que remató el proceso de canonización tuvo como protagonista a una costarricense llamada Floribeth Mora.
La señora Mora padecía de un aneurisma que desapareció sin dejar secuelas. Ella atribuyó su curación a las oraciones que había elevado al Papa Juan Pablo II, de quien es gran devota y sostiene que fue curada el propio día de la beatificación del papa polaco. La señora Floribeth escribió su testimonio en una página en Internet que no requería de información de contacto para escribir en ella y, por eso, cuando los postulantes de la causa se interesaron en saber más sobre su caso, tuvieron ciertas dificultades en localizarla. Una vez en contacto con ella, le solicitaron dictámenes médicos en que constara tanto que había padecido el aneurisma como que ya no lo tenía. Médicos neurólogos, tanto en Costa Rica como en Roma, donde viajó para someterse a exámenes, consideraron inexplicable la situación. 
Cuando se dio a conocer el caso, fue tema de numerosos reportajes. Aunque hubo, inevitablemente, una que otra declaración salida de tono y algunas notas que explotaron lo insólito y melodrámatico de la situación, los periodistas costarricenses serios le dieron cobertura a la noticia con profesionalismo y distancia. Supieron informar sin involucrarse y consignar declaraciones sin suscribirlas. En el fondo, como ocurre con frecuencia en comunicación, todo es cuestión de forma. El asunto es saber separar lo que firma el periodista y lo que declaran las personas que consultó. Existe una gran diferencia entre decir "Ocurrió un milagro" y "La Iglesia considera milagroso tal acontecimiento". Y así como es importante dejar clara la diferencia entre los hechos que el periodista reporta y las interpretaciones que otros les den, es fundamental separar la opinión personal del reportero de la información que cubre. No se supone que el periodista discuta las creencias personales de una creyente, ni que cuestione la normas de la Iglesia, ni que ponga en duda los dictámenes médicos. Pero tampoco se supone que los consigne por escrito bajo su firma. Un profesional de la comunicación  tiene claro que su mayor arma (y su mayor escudo) es la distancia. Deberá escribir sobre Bancos, sin tener mayor conocimiento de Economía y Finanzas, sobre la Iglesia, sin saber de Teología o Derecho Canónico o sobre temas de salud, sin ser médico. Su trabajo, como comunicador, consiste en confirmar los datos que reporta, escribir con concisión y claridad, utilizar los términos adecuados incluso al referirse a disciplinas que no domine y consultar las fuentes idóneas para analizar e interpretar los hechos.
En este sentido, los estudiantes de periodismo deberían estudiar a fondo el libro de Valentina Alazraki para tomar nota de todo lo que no deben hacer. Resulta en verdad increíble que esta obra, pésimamente estructurada y terriblemente mal escrita, sea fruto de una periodista con más de treinta años de experiencia.
Alazraki falla hasta en lo más elemental, como es la confirmación de datos. Dice que, durante su visita a Costa Rica, en 1983, Juan Pablo II pernoctó en el Seminario Central (participó en una reunión allí, pero no pasó la noche), que oficio una misa con los jóvenes (tuvo un encuentro con ellos en el estadio, pero sin misa), que estuvo tres días en Costa Rica (fueron cuatro) entre otras docenas de datos erróneos que, en verdad, no eran tan difíciles de confirmar.
Por otra parte, pese a haber sido corresponsal en el Vaticano por más de treinta años, salta a la vista que no domina ciertos términos elementales. Un ejemplo: Todos los sacerdotes religiosos son clérigos, pero no todos los clérigos son religiosos. Se llaman religiosos a los sacerdotes que pertenecen a una orden. Alazraki, que por lo visto en treinta años no ha notado esta sutileza, en su libro llama "religiosos" a curas del clero secular. Ni siquiera tiene claro el significado de la palabra "laico", que define como: "gente no relacionada directamente con el clero".
La estructura gramatical de cada párrafo de este libro requiere con urgencia los auxilios de un corrector de estilo. Algunas torpezas son simples descuidos, como cuando aparece "entonces decidió entonces", pero hay otras en que la redacción atropellada se mezcla con el dato mal consignado hasta el punto de hacer casi imposible la comprensión. Vale la pena citar un botón de muestra: "Ese hombre, nacido en el mismo país que Juan Pablo II, fue posteriormente nombrado secretario del cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia, y luego secretario de Karol Wojtyla." Stanislaw Dziwisz fue secretario de Wojtyla desde 1966 hasta 2005. Tras la muerte del papa polaco, Dziwisz fue nombrado Arzobispo de Cracovia en 2005 y creado cardenal en 2006. Entonces, si "ese hombre" fue secretario del Cardenal Dziwisz, no pudo haber sido nombrado "luego" secretario de Karol Wojtyla. Ahora, si el final de la oración se refiere al propio Dziwisz, Alazraki enumera sus cargos en orden inverso al cronológico.
Pese a sus limitaciones estilísticas, Alazraki hace frecuentes intentos por darle un toque literario a la historia que cuenta y, en vez de escribir como periodista, lo hace como narradora omnisciente.
"Edwin estaba desesperado, no entendía por qué los médicos..." "Mientras, en su casa, Floribeth dormía después de recordar..."
En una novela es normal que el narrador lo sepa todo, incluyendo lo que piensan, sueñen o hagan sus personajes cuando están solos, pero un periodista que escribe sobre un hecho real no se supone que se permita esas licencias.
Cuando se refiere propiamente al milagro, queda claro que, además de por un corrector de estilo, habría sido conveniente que el libro hubiera sido revisado por un teólogo. La Iglesia misma es muy prudente y cuidadosa al hablar de asuntos milagrosos e inexplicables, pero Alazraki, a quien tal parece la tienen sin cuidado tanto el fondo como la forma de lo que escribe, se permite hacer afirmaciones que contradicen hasta la doctrina católica sobre el tema.
La cercanía que desarrolla la periodista con Floribeth (de quien sabe hasta lo que piensa o siente), es muy poco profesional. Alazraki declara que, después de conocerla, con frecuencia hablaba con ella para informarle cómo iba el proceso de canonización en Roma. ¿Y la sana distancia? ¿Y la reserva discrecional debida a las fuentes? Alazraki trabaja para Televisa, como corresponsal en el Vaticano. Como periodista acreditada debe cubrir un proceso y, a título personal, comparte información con alguien que es parte del proceso que cubre. La situación, para ciertos ingenuos, como yo, es grave. Pero bueno, de quien no domina ni las reglas elementales de gramática no se puede esperar que conozca normas de ética periodística.
El milagro costarricense de Juan Pablo II no es más que un libro de temporada. Todos sus errores y defectos, desde la primera página hasta la última, quizá se deban a que fue escrito a toda prisa. Si este libro no hubiera estado a la venta en Costa Rica en el año 2014, cuando Floribeth Mora y la canonización del Papa polaco eran la noticia del día, no se habría vendido. Disponible en librerías en el momento y lugar correcto, el público corrió a adquirirlo por ser el tema del momento. 
Valentina Alazraki es autora de otros libros: Juan Pablo II, viajero de Dios, Juan Pablo II y la Virgen de Guadalupe, La luz eterna de Juan Pablo II, México siempre fiel, Juan Pablo II, el santo que conquistó el corazón del mundo y En nombre del amor, memoria íntima de un hombre santo. Este último título, según consta en la información de la solapa, fue publicado por Planeta y ha sido un éxito de ventas.
No he leído ninguno de esos otros libros ni creo que llegue a hacerlo. Sospecho que si ha escrito repetidas veces sobre el mismo personaje, es porque sabe que hay un público numeroso dispuesto a comprar cuanto libro se publique sobre él. El hecho de que el sétimo libro suyo sobre Juan Pablo II sea tan descuidado, me lleva a pensar que Alazraki no considera que el público al que se dirige sea muy exigente.
INSC: 2728

viernes, 1 de abril de 2016

León Nuñez de Acoyapa.

Figuras, Figurantes, Figurines y
Figurones. León Núñez. 
Nicaragua, 2011.
El Dr. León Núñez es un abogado nicaragüense que observa atentamente los acontecimientos y personajes de su país para luego
comentarlos en su muy leída columna del diario La Prensa. 
A veces publica experiencias u opiniones a título personal pero muy frecuentemente deja constancia que ha recibido apoyo de sus amigos, los analistas políticos de Acoyapa y los artistas de la Peña El Bejuco, a cuyo criterio sometió los temas antes de escribir el artículo. 
Núñez escribe sin rodeos y sin pelos en la lengua. Va directamente al grano y siempre plantea, desarrolla y cierra los temas en clave cómica. Ante situaciones que harían a otros columnistas rasgarse las vestiduras y soltar protestas llenas de indignación, Núñez opta por esbozar (y provocar) una sonrisa burlona. La concisión, contundencia y, muy especialmente, el sentido tan ingenioso como punzante, del que hace gala, lo han convertido en uno de los columnistas más populares de Nicaragua durante los últimos veinte años.
Su trabajo periodístico ya ha sido recopilado en dos libros: El síndrome del figuero, con columnas publicadas entre 1990 y 2002, y Figuras, Figurantes, Figurines y Figurones, que recoge las que aparecieron entre 2001 y 2010. El propio autor llama la atención sobre el hecho de que, a pesar del paso de los años, los personajes protagónicos de la escena política nicaragüense siguen siendo los mismos. Como no tengo el primer libro, no sé exactamente a quiénes se refiere, pero puedo imaginarlo. Daniel Ortega, el Cardenal Obando y Bravo y el Comandante Edén Pastora han sido figuras principales desde los años setenta. Arnoldo Alemán, quien fue Presidente de la República de 1997 a 2002, no ha dejado de ser, por diversos motivos, personaje de primera fila.
He tratado de conseguir el primer libro de Núñez, pero tal parece que la edición se agotó casi inmediatamente después de su aparición. El segundo, lo adquirí apenas salido de imprenta. Entré a una librería en Granada y el encargado, sin haberme permitido curiosear ni siquiera unos segundos en los estantes, se me acercó con el libro en la mano. "Si busca algo interesante para leer, le recomiendo éste".  
No tuvo que insistirme. El título, Figuras, Figurantes, Figurines y Figurones, hizo que me decidiera a comprarlo sin abrirlo siquiera. Hacía menos de un año que yo había publicado un libro titulado Figuras y Figurones y, además de la feliz coincidencia, me pareció casi un designio del destino que el vendedor me lo ofreciera apenas crucé la puerta del establecimiento. 
Los artículos de León Núñez son una buena muestra de la sabiduría del viejo adagio que reza "Es preferible reír que llorar." Las páginas de opinión de los periódicos están llenas de quejas y lamentos. Quizá por ello muchos lectores les pasan de largo. La corrupción, el irrespeto a la ley y los abusos de poder desatan la ira de los columnistas apasionados que, por repetitivos, acaban cansando. Núñez, sabiamente, descubre y demuestra que todas las situaciones injustificables o abusivas son también absurdas y, enfocadas desde ese ángulo, más que indignantes resultan risibles.
Quienes escriben sobre la lentitud de los trámites burocráticos suelen narrar su experiencia en las oficinas gubernamentales como un calvario y clamar por mayor eficiencia. Núñez, en cambio, opta por familiarizar a sus lectores con ciertas palabras clave. Como abogado que es, en una oportunidad debió presentar un documento en una institución, donde le informaron que el trámite se demoraría seis meses pero, si pagaba agilización, estaría listo en tres meses. Como no podía esperar tanto, consultó si había otras opciones y entonces le dijeron que, en forma rápida, podría pasar a recogerlo en dos meses. "¿Cuánto debo pagar para que me lo entreguen en un mes?" preguntó. "¡Ah!", le respondió el burócrata, "Usted ocupa un trámite veloz."
Ya enterado de la terminología (normal en seis meses, ágil en tres, rápido en dos y veloz en uno), le explicó al funcionario que necesitaba el documento en una semana.  "Entonces lo que usted quiere es que se lo entreguemos balazo. Se lo podemos entregar balazo, pero tenemos que ponernos de acuerdo con el precio y todo trámite balazo es caro."
Cuando al presidente Enrique Bolaños le dio la manía de andar repartiendo condecoraciones a diestra y siniestra, León Núñez le dedicó una columna titulada Don Enrique ¿Y mi condecoración?
Mientras otros columnistas comentaban, con palabras técnicas, las conclusiones de los más recientes estudios sociológicos, Núñez llamaba la atención sobre el hecho que no hay, en Nicaragua, ni un solo problema social que no haya sido estudiado. Lamentaba que, en vez de poner manos a la obra, cada cierto tiempo se encargara la realización de un nuevo estudio, pero se consolaba con la certeza de que, en el país, desde hace tiempo, todo está teóricamente resuelto.
Cuando el expresidente Arnoldo Alemán fue condenado a prisión, Núñez propuso que la pena fuera más breve, pero más severa. Como es sabido, el Comandante Edén Pastora fue quien lideró la famosa Operación Chancera, en la que un grupo guerrillero bajo su mando logró tomar el Palacio Nacional. El golpe fue en verdad osado y, pese a sus riesgos, acabó siendo un éxito para los rebeldes frente a la dictadura de Somoza. Esa hazaña fue tan importante para Pastora que desde ese día (22 de agosto de 1978), no habla de otra cosa. Núñez entonces propone que el expresidente Alemán, en vez de cárcel, sea condenado a reunirse diariamente con Pastora durante un año. Las mañanas estarían dedicadas a repasar los planes de la operación, las tardes al desarrollo de las de los acontecimientos dentro del Palacio y las noches a la evacuación del recinto.
La descripción que hace del panorama político nicaragüense no puede ser más clara. Aunque los sandinistas, por un lado, y los liberales, por otro, tienen pequeños grupos disidentes, lo verdaderamente importante no son los partidos sino los líderes, Arnoldo Alemán y Daniel Ortega. Ni siquiera se trata de una división ideológica ya que hay arnoldistas de izquierda, de centro y derecha y orteguistas de izquierda, de centro y derecha. En ambos bandos es común que haya personas honestas que trabajan a las órdenes de un sinvergüenza así como sinvergüenzas que trabajan a las órdenes de una persona honesta. 
Núñez se alarma cuando el grupo de analistas de Acoyapa, su pueblo, se reúne en varias ocasiones consecutivas sin tocar el tema de la política. Una vez, para mantener vivas las deliberaciones, propuso dividir el comité de rumores en dos subcomités: el de los rumores falsos y el de los rumores verdaderos. La idea no prosperó puesto que la línea entre verdad y mentira es tan tenue que resulta inexistente.
La peña El Bejuco, por su parte, con frecuencia improvisa representaciones teatrales cuyos diálogos Núñez comparte en su columna. Montan en escena, por ejemplo, un diálogo de Daniel Ortega con su médico o de George W. Bush con el embajador de Nicaragua en Washington. Un personaje recurrente en estos espectáculos es el Cardenal Miguel Purificación Obando y Bravo, antiguo arzobispo de Managua, cuyas posiciones políticas, a lo largo de las últimas tres décadas, no han sido precisamente constantes. Ha sido aliado de sus enemigos de la víspera y viceversa. Núñez lo disculpa porque la naturaleza humana es cambiante. En Nicaragua hay un refrán muy sabio (que le encanta al cardenal) que dice que la tortilla que no se da vuelta se quema. En la ocasión en que la peña El Bejuco, representó un encuentro de Obando y Bravo con el Papa Benedicto XVI, el pontífice alemán, de inmaculada cabellera blanca, abre el diálogo preguntándole al arzobispo que es de su misma edad: "¿Usted se pinta el pelo?" "No me lo pinto, Santidad", responde el prelado, "me lo pintan." El tono rojizo, casi naranja, del tinte, definitivamente no es muy afortunado.
León Núñez explica que sus artículos nacen de sus observaciones de la realidad. No escribe sobre lo que debería ser ni sobre teorías o análisis políticos porque no mira las personas, ni las situaciones en que se ven envueltas, desde una perspectiva abstracta. Confiesa que no tiene visión universal, ni nacional. Ni siquiera provinciana. "La provincia es muy grande para mí", afirma. "Yo escribo con ojos burlescos de aldeano."
Como columnista, ha procurado evitar términos como Estado de Derecho, Democracia Participativa o Representativa, Gobernabilidad, Institucionalidad, Modernización del Estado o de la Economía etc. Se burla abiertamente del uso que hacen los tecnócratas de la palabra escenario y no entra en las discusiones cuasi esotéricas de los analistas. "Si yo escribiera sobre esos temas, acabaría repitiendo todo lo que han dicho y siguen diciendo quienes abordan los grandes temas de nuestro tiempo." 
Núñez escribe libremente, como quiere, cuando quiere y de lo quiere. "Tal vez sería más cómodo escribir de otra manera", declara, "pero no puedo." Al escribir, ni siquiera se pregunta con quién va a quedar bien, o mal. Le tiene sin cuidado si su artículo lo puede beneficiar o perjudicar. Ni siquiera piensa en lo que gana como colaborador del periódico porque, aunque La Prensa le ofreció que se hiciera cargo de una columna semanal pagada, no aceptó la oferta. Con tal de publicar cuando le plazca y sin compromiso, optó por seguir escribiendo sin cobrar un centavo.
INSC: 2509
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