viernes, 22 de julio de 2016

Ecos de ceniza. Obra teatral de Klaus Steinmetz.

Ecos de ceniza. Klaus Steinmetz.
MG Asociados. Costa Rica, 2001.
El montaje de la obra de teatro Ecos de ceniza de Klaus Steinmetz, estrenada en el 2001, volvió a poner en el tapete un crimen que en su momento conmovió y escandalizó a la sociedad costarricense. Más allá de este recordario, la pieza retrata varios dramas humanos en que la honestidad, o su ausencia, juega un papel de primer orden.
Mientras estuvo en cartelera, quizá por habérsele prestado mayor atención a su vínculo con un hecho conocido, la primera impresión que generó fue que era una obra demasiado apegada a una referencia histórica que el público debía conocer previamente.
Sin embargo, la lectura reposada del libro permite descubrir que Ecos de ceniza tiene muchos otros méritos además del de servir como cura contra la amnesia.
Ecos de ceniza es todo un cuestionamiento sobre la honestidad puesta en conflicto frente a la conveniencia. En su desarrollo asistimos al intenso drama humano de un juez que, en su afán de hacer carrera y por sed de éxito, acaba renunciando a unos principios que siempre creyó irrenunciables.
La obra surge, según declaraciones del propio autor, de la indignación ante un hecho histórico que es una verdadera vergüenza en nuestra historia judicial.
Vale la pena recordarlo. El 21 de marzo de 1987, en unas fiestas populares en San Francisco de Dos Ríos, fue asesinado el estudiante de Derecho Leonardo Chacón Mussap.
Las circunstancias del crimen conmovieron a todo el país.
En un chinamo, Roque di Leone, alto funcionario del Poder Judicial, algo pasado de tragos le faltó al respeto a una mesera. Chacon Mussap salió en defensa de la muchacha y di Leone, argumentando que él era un hombre muy importante en la Corte Suprema de Justicia, amenazó de muerte al joven estudiante.
Di Leone fue a su casa y regresó al lugar con una pistola.
Instigado por su esposa, quien le ayudó a localizar al joven y le gritó que lo matara, di Leone le disparó a Mussap por la espalda y lo asesinó ante todos los presentes.
El crimen en sí mismo conmocionó a todo el país. Un joven estudiante defiende a una mesera de un patán. El disparo no se dio al calor del momento, sino que el asesino, durante el trayecto de ida y vuelta para traer el arma tuvo el tiempo suficiente serenarse y pensar en lo que hacía. El espectáculo grotesco de la esposa de di Leone, señalando al estudiante y gritándole a su marido, en presencia de multitud de testigos, que disparara. Y, finalmente, el cobarde tiro por la espalda a alguien totalmente expuesto e indefenso.
Pero lo verdaderamente indignante fue el proceso judicial que vino luego. Los Magistrados del más alto tribunal constitucional de la República, quienes habían conocido y trabajado con di Leone de cerca durante muchos años, acordaron concederle el beneficio de la pensión, pese a que la legislación vigente (artículo 240 de la Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia) establecía que si un funcionario judicial era condenado penalmente, de manera inmediata perdía todos sus privilegios de funcionario.
El texto de la resolución, que establece que a la administración no debe importarle "la conmoción social producida por el delito imputado (...) ni en general sus méritos o su conducta personal", sino que los derechos adquiridos del funcionario se mantengan, escandalizó a la sociedad entera y minó la credibilidad del Poder Judicial.
En Costa Rica, como en cualquier otra democracia, se cuestionan las acciones del presidente y los ministros y se ponen en duda la capacidad y las intenciones de los diputados pero, hasta el caso de Roque di Leone, la Corte Suprema de Justicia había gozado de credibilidad y confianza general.
Más tarde, de los doce años de cárcel a que di Leone fue condenado, solamente permaneció en prisión tres (1989 a 1992), durante los cuales gozó de privilegios exepcionales. Lo dejaron libre debido a que sufría de un meningioma. El caso no era grave y di Leone estaba recuperándose, pero por el riesgo de que su enfermedad pudiera complicarse si permanecía en prisión, los jueces dispusieron que terminara de cumplir la sentencia en su casa.
Basado en estos hechos, Klaus Steinmetz planteó su obra Ecos de ceniza, en la que muestra cómo las buenas conexiones pueden servir hasta para evadir la justicia.
Quizá por tener su origen en un hecho histórico, la primera aproximación al libro de Steinmetz fue desde el punto de vista referencial. Incluso, como mencioné al inicio, una de las críticas más recurrentes que se escuchó que se le hicieron a la obra durante el tiempo que estuvo en cartelera, se concentraba en el hecho de que era muy dependiente de un suceso que no se detenía a explicar y que el público debía conocer previamente para apreciarla mejor.
Ciertamente, hay en el texto muchas líneas que remiten al asesinato de Leonardo Chacón Mussap sin citarlo explícitamente.
El juez que liberó al asesino en una oportunidad dice: "Ya estaba muerto, veinticinco años de cárcel no resucitan a nadie". Más tarde aparece: "Ese hombre que no llegará a prócer porque se le cruzó en el camino un momento trágico en la vida en la vida de un hombre", como dijeron sus benefactores, no merece compartir la jaula con el asesino de Aguantafilo o de Los Guidos."
Un testigo recuerda: "Habían ido hasta su casa a traer un arma".
Otro personaje se lamenta: "¿Por qué no le habrá pegado un tiro a un simple hijo de vecina? Justo le dio a éste, estudiante de Derecho y con familia de abogados."
Sin embargo, aún admitiendo que la obra, considerada solamente dentro de su valor recordatorio, es bastante dependiente referencias de las que no se puede suponer al público como enterado, no hay que olvidar que toda pieza literaria, por el simple hecho de serlo, pertenece a la esfera de la ficción y acaba siendo un universo propio en sí misma.
Sería oportuno entonces preguntarse cómo sería apreciada esta obra por un público que desconozca por completo la historia del crimen sobre el que está inspirada. Muy probablemente, en una lectura bajo esas circunstancias, los méritos de Ecos de ceniza, lejos de atenuarse se acentúen.
Ecos de ceniza es una crítica y una denuncia contra la impunidad y, por serlo, el conflicto principal no se centra ni en el asesino ni en la víctima, sino en el personaje del juez que cede a las presiones y, para garantizar su propio éxito, acaba haciendo algo que sabe incorrecto e injusto, pero que logra calzar dentro del marco legal.
En ese sentido, Salazar, el juez, es un personaje impecablemente bien construido. Steinmetz no nos presenta la imagen de un corrupto perverso sino, por el contrario, la de un puritano e idealista. Salazar es, ¿por qué no decirlo?, un buen hombre. Como entusiasta estudioso de la teoría, sus clases en la Facultad de Derecho logran ganarle el respeto, la admiración y hasta la amistad de sus estudiantes. De costumbres conservadoras y principios morales estrictos, soporta castamente su viudez y, hombre religioso además, lamenta que su hija no haya llevado su vida de una manera más convencional.
Klaus Steinmetz. Crítico de arte, dramaturgo y poeta.
Incluso los encargados de armar el asunto para que su amigo el acusado salga libre, tienen por cierta la fama de hombre honesto que Salazar se ha ganado. Por medio de un ascenso, sin embargo, consiguen hacerlo partícipe de sus planes y él, fiel aún a sus principios, lo que hace es conducir el juicio de una manera en que no le quede forma de dictar otra sentencia más que la absolutoria.
Es realmente meritorio que Steinmetz, al presentarnos el personaje del corrupto, no lo haya construido de manera caricaturesca como el malo de la película, sino que nos haya mostrado a un hombre de carne y hueso, de personalidad compleja, aquejado por angustias internas y conflictos con el medio en que se desenvuelve.
Salazar tuvo incluso la tentación, si puede llamarse así, de denunciarlo todo, pero su sentido práctico se impuso al sopesar las consecuencias.
Solamente algunos pocos de los personajes menores de la obra podría decirse que carecen de matices. Steinmetz, como dramaturgo, tiene el enorme mérito de haber desarrollado un tema tan delicado y complejo como el de la corrupción en los tribunales sin haber caído en posiciones maniqueas.
La realidad que nos pinta nunca es en blanco en negro, sino llena de sombras en la parte iluminada y de destellos en el lado oscuro.
Por otra parte, la obra se desarrolla en diferentes planos, moviéndose desenfadadamente y con gran fluidez en distintos tiempos y lugares, con una progresión circular compleja pero que no deja ni un cabo suelto.
De diálogos ágiles, salpicados con dosis similares de humor y cinismo, Ecos de ceniza plantea un juego de apariencias que definitivamente será apreciado tanto por quienes conozcan, como por quienes no, el hecho histórico en que se inspiró el autor para escribirla.
La peculiaridad de que el asesinato de Chacón Mussap apenas se insinúe y aparezca más bien como oculto en una nebulosa, lejos de empobrecer la obra la enriquece. La médula del asunto es la injusticia e impunidad, que tanto indignan. En caso en cuestión podría ser el de Chacón Mussap o cualquier otro.
INSC: 1398

jueves, 21 de julio de 2016

Memorias del liceísta Walter Hernández Valle.

Años de primavera. Memorias de un
liceísta. Walter Hernández Valle.
Editorial Costa Rica, 2002.
En su libro Años de primavera, Walter Hernández Valle, repasa sus tiempos de estudiante en el Liceo de Costa Rica durante la década del cuarenta y, además de lo estrictamente personal y anecdótico, brinda un retrato íntimo sobre el San José de entonces.
La etapa de la secundaria suele dejar recuerdos imborrables que, con el paso de los años, acaban siendo evocados con nostalgia. Uno podría preguntarse si esa nostalgia guarda relación directa con el colegio en que se estudió o si se refiere más bien a la edad en que se pasó por las aulas. Como a la enseñanza media se entra siendo casi un niño y se sale siendo casi un adulto, muchas de las experiencias que se viven durante ese periodo acaban siendo determinantes en la vida.
Con tono bastante comedido y un sentido del humor más bien discreto, los veintiún relatos que incluyó Walter Hernández Valle en su libro se refieren a acontecimientos verdaderamente memorables que le tocó protagonizar o presenciar durante los cinco años transcurridos entre su primer día de clases en el Liceo y su graduación de bachiller.
La distancia de los años siempre es saludable en este tipo de libros y, a decir verdad, el autor esperó un tiempo más que prudencial para publicar el suyo. Hernández Valle estudió en el Liceo de Costa Rica de 1945 a 1949 y sus memorias aparecieron publicadas en el año 2002, cuando el Liceo, la ciudad, el país y el mundo eran totalmente distintos a los de sus tiempos de estudiante. 
El mundo, en aquel entonces, acababa de salir de la II Guerra Mundial. Costa Rica vivía graves conflictos políticos que desembocaron en una guerra civil. La ciudad de San José no pasaba de ser un pueblo grande en que las casas mantenían abierta, durante todo el día, la puerta de la calle. Y el Liceo, como era la única institución pública de enseñanza media para varones en la capital, recibía en sus aulas a jóvenes de familias ricas y pobres, a costarricenses por los cuatro costados y a hijos de inmigrantes recién llegados, a josefinos de los barrios cercanos y a muchachos de zonas alejadas como eran entonces Desamparados o La Uruca.
El uniforme gris, que aún se mantiene, incluía una chaqueta de solapa cruzada y botones metálicos y, además, un quepis. El libro empieza por allí, por el recuerdo del pantalón nuevo bien planchado y de las manos de su padre enseñándole a hacer el nudo de la corbata.
Pero más allá de los detalles nostálgicos y anecdóticos, salta a la vista el respeto con que la institución era vista en aquel entonces. El director del Liceo, don Alejandro Aguilar Machado, impresionaba a los estudiantes con su elevada oratoria. Los profesores eran figuras respetadas tanto dentro como fuera de las aulas. Uno de los más estrictos, según el libro, era el de Biología, don Joaquín Felipe Vargas Méndez. Cuenta don Walter que, al iniciar sus estudios de Medicina en Buenos Aires, se sorprendió al percatarse que prácticamente todos los contenidos de diversas materias ya los dominaba gracias a las clases de don Joaquín en la secundaria. A pesar de que abundaban las travesuras juveniles, los estudios se tomaban muy en serio. La caballerosidad era considerada tan importante como las calificaciones y los profesores inculcaban a los estudiantes valores altruistas y maneras correctas a todas horas, tanto con la palabra como con el ejemplo.
Entre los veintiún relatos independientes que conforman el libro, hay algunos verdaderamente memorables, como el de la persecución en bicicleta, desde el Liceo hasta Barrio México, para atrapar a quien había robado un timbre de bicicleta. Lo irónico del caso es que como el ladrón, naturalmente, iba a la cabeza del grupo, el mismo timbre robado le servía para abrir el paso.
Otras páginas simpáticas son las que recuerdan los apodos de los compañeros, la fundación del Deportivo Saprissa o la célebre rifa de un reloj de lujo en que, con mucho tacto y cortesía, quedó demostrada la solidaridad entre compañeros. Cuando Fernando Altmann Ortiz, que había obsequiado el reloj, anunció el número ganador, nadie reclamó el premio. Al revisar la lista, Altmann descubrió que ese número no se había vendido pero, en vez de repetir el sorteo, anunció que, según la lista, el ganador era fulanito de tal, un compañero tan pobre que ni siquiera había comprado un boleto de la rifa. El favorecido trató de decir que había un error, pero Altmann logró hacer que mantuviera silencio y aceptara el regalo. El asunto se trató con tal delicadeza y discreción, que los demás compañeros acabaron enterándose de lo sucedido medio siglo después, en la asamblea en que celebraron los cincuenta años de su graduación.
Quizá la historia más conmovedora e interesante sea Amores de estudiante. Con semejante título, uno podría suponer que se trata simple y llanamente del típico noviazgo entre adolescentes, es decir, un romance inocentón sin mayores complicaciones, pero la historia que se cuenta (con nombres ficticios por respeto a los protagonistas), fue realmente grave.
Como es fácil de suponer, él estudiaba en el Liceo de Costa Rica y ella en el Colegio de Señoritas. Se enamoraron bailando boleros en las melcochas y pronto llegaron a la conclusión de que no podían vivir el uno sin el otro. El muchachito, imberbe aún, llegó a la casa de su novia  a pedir su mano. Con voz todavía de niño, le manifestó a sus suegros que estaba dispuesto a dejar el Liceo para ponerse a trabajar y, ya casado, continuar estudiando de noche. Los padres de la muchacha no solo desairaron al pretendiente sino que le prohibieron a su hija cualquier contacto con él. 
Los enamorados, entonces, decidieron fugarse. Ella hizo los arreglos necesarios con una amiga que vivía en Puntarenas y ya estaba sentada al lado de su novio en el tren cuando llegó el papá furioso y se la llevó arrastrada para la casa luego del inevitable escándalo. El plan no se cumplió porque la amiga del puerto, para avisar que ya todo estaba listo, envió un telegrama que fue recibido por el padre de la novia. Para evitar intentos similares en el futuro, la muchacha fue enviada a California. El galán de la historia también acabó en el extranjero, pero bastante lejos de su amada. Nunca volvieron a verse, él se casó unos años después pero ella murió soltera.
El libro hace mención, por supuesto, a la compleja situación política de Costa Rica en los años cuarenta con una perspectiva sin lugar a dudas valiosa. El propio año en que el autor obtuvo su bachillerato, fue promulgada la Constitución de 1949. El padre de don Walter, el periodista Rubén Hernández Poveda, publicaba diariamente la crónica de las sesiones de la Asamblea Constituyente que luego recogió en el libro Desde la barra. 
Además de hechos sumamente conocidos y comentados sobre los gobiernos del Dr. Calderón Guardia y el Licenciado Teodoro Picado, el libro menciona acontecimientos minúsculos, casi domesticos, sobre los cuales, de no haber sido por esta obra, no nos habríamos enterado nunca.
Eso es lo valioso de la literatura testimonial, que recoge episodios que los historiadores no podrían encontrar en ningún archivo. Por eso mismo resultan deliciosas también las anécdotas del Benemérito de la Patria don Alejandro Aguilar Machado, del escultor Juan Manuel Sánchez, del historiador Carlos Monge Alfaro o del poeta José Basileo Acuña, que entonces formaban parte del equipo de profesores del Liceo.
Todos ellos pasaron a la historia de nuestro país por sus méritos, pero es gracias a libros de memorias como el de Hernández Valle que podemos aproximarnos a su perfil más humano,
El libro viene ilustrado con las caricaturas de los profesores que hacía Hugo Díaz en su época de liceísta. Estos dibujos, que permanecían inéditos hasta la publicación de este libro, fueron los primeros trabajos de don Hugo, quien llegaría a ser el caricaturista e ilustrador más reconocido del país.
La publicación de Años de primavera sirvió también como recordario para un centenario importante. En el prólogo, el historiador Rafael Obregón Loría menciona que el Liceo fue fundado en 1887 y su primera sede estuvo en la avenida segunda. No fue sino hasta 1903 que la institución se ubicó definitivamente en sus instalaciones actuales. El libro, publicado en 2002, llamó la atención de los liceístas sobre el centenario del edificio.
En las páginas finales viene la lista de los graduados en 1949. Entre los nombres conocidos están don Fernando Altmann Ortiz, quien fuera ministro de Salud a finales de los años setenta, el periodista Manuel Formoso Herrera y el filósofo Enrique Góngora Trejos. Todos ellos, tras la ceremonia de graduación, acabaron lanzándose, con zapatos, chaqueta y corbata, a las aguas de una fuente. Una etapa de sus vidas se había cerrado y, para anunciarlo a los vecinos, pasearon ruidosos y empapados por la ciudad.

"Casi al filo del mediodía y luego de una emotiva asamblea de despedida (...) abandonamos los predios del querido colegio y nos dirigimos, en bulliciosa y desordenada manifestación, hacia la explanada situada al frente de la iglesia de La Soledad. Allí cumplimos con una sagrada tradición liceísta de muchos años: lanzarnos a la fuente, rebosante de agua, que entonces existía en el lugar. Pasamos así a convertirnos en los tradicionales "mojaos" de aquel año."

"Largo rato permanecimos en la explanada, tratando de lanzar al agua a los compañeros que se rehúsaban a hacerlo voluntariamente, ante la mirada y la sonrisa condescendiente de los peatones que acertaban a pasar por el lugar."

"Después continuamos con aquella bulliciosa marcha por las principales calles del centro de San José, alegrando el ambiente citadino con canciones, bombetas, cohetes y "perseguidores" hasta muy entrada la tarde."


INSC: 1487
Los bachilleres del Liceo de Costa Rica de 1949, ya mojados, posan frente
a la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad.
Fotografía propiedad de Macú Cordero.

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