sábado, 20 de agosto de 2016

Diablo guardián. Novela de Xavier Velasco.

Diablo Guardián. Xavier Velasco.
Alfaguara. México. 2003.
Desde principios de los años noventa, cuando empezó a publicar artículos y reseñas en diversos periódicos y revistas, Xavier Velasco fue ganando seguidores. Su fama, sin embargo, estaba limitada a la ciudad de México y, dentro de la gran urbe, solamente alcanzaba a ciertos círculos muy específicos. La publicación de Diablo Guardián, su segunda novela, en 2003, fue lo que hizo que su nombre llegara a ser conocido internacionalmente.
Diablo Guardián fue ampliamente leída y comentada en toda América Latina. Bastaba leer un par de líneas para quedar enganchado y, casi sin darse cuenta, devorar en apenas un par de días quinientas páginas de aventuras intensas, narradas, por los propios protagonistas, a ritmo acelerado. La novela, que recibió tantos elogios entusiastas como críticas severas, es uno de esos libros que, una vez empezado, no se puede abandonar. Incluso quienes hicieron comentarios negativos sobre ella acabaron leyéndola completa y eso, de alguna forma, tiene su mérito.
Toda la historia gira sobre dos personajes verdaderamente inolvidables: Violetta (con doble T) y Pig. Ambos, para decirlo de una vez, son un par de egoístas caprichosos sin escrúpulos a quienes no les importaría volar el mundo en pedazos si creyeran que podría resultarles divertido o placentero. Se meten en enredos verdaderamente serios, salen de una situación arriesgada para meterse en otra peor y, lejos de buscar sosiego y estabilidad, más bien parece que disfrutan bailar con los ojos cerrados al borde del precipicio.
En todo el libro no hay evolución ni redención. Pig y Violetta son los mismos desde el inicio hasta el final. Las experiencias vividas no los hacen mejores ni peores. No sabemos por qué son como son. Simplemente son así. Dos personas que transitan por la vida a alta velocidad sin prestar la más mínima atención a lo que atropellan en su camino. Incapaces de experimentar remordimientos, no tienen otra meta más que sobrevivir los tropiezos para continuar en lo suyo. La prostitución, el consumo de drogas, el abuso, la violencia, el robo, la estafa y la extorsión forman parte de su vida. Ni ellos, ni el lector que se interese por sus andanzas, se detienen un segundo a cuestionar moralmente nada de lo que ocurre. Hasta las situaciones más humillantes, en este libro no resultan ni siquiera bochornosas.
Pig y Violetta son perversos pero no llegan a ser repugnantes. Al leer sus aventuras se experimenta una extraña contradicción porque, aunque sus acciones sean injustificables e indefendibles, resulta imposible no reírse con ellos y, en el fondo, uno desea que todo les salga bien. Las víctimas de sus jugarretas, en todo caso, tampoco son unas inocentes palomitas.
Aunque la curiosidad morbosa por querer saber lo que vendrá luego es, sin lugar a dudas, una de las razones por las que este libro no puede abandonarse una vez empezado, el tono coloquial en que está escrito y los chispazos de humor presentes en cada página son también buenas razones para no soltarlo.
Tanto los personajes como el autor son mexicanos y, por ello, el libro está lleno de palabras y expresiones que quizá resulten desconocidas para lectores de otras nacionalidades. Sin embargo, como ya mencioné, la novela fue muy bien recibida en toda América Latina. Es una ingenuidad creer que, para trascender fronteras, una obra literaria debe estar escrita en lenguaje neutro. Los localismos, aunque puedan ocultar ciertos detalles a quienes no estén familiarizados con ellos, lejos de ser un obstáculo que impida comprender una narración, acaban impregnándole un delicioso sabor local a la historia.
Diablo Guardián es una novela sabrosamente escrita, que impresiona, entretiene y divierte. Pero su enorme atractivo y la popularidad que obtuvo han sido, por extraño que parezca, el argumento principal de quienes la critican. En literatura, como en muchas otras disciplinas, hay quienes creen que la exquisitez solamente puede ser apreciada por pocos. Aplauden los libros insoportables para el público en general y desprecian los que logran ser atractivos hasta para el común de los mortales. El simple hecho de que un libro logre un buen volumen de ventas, los hace arrugar la cara.
No sorprende, por tanto, que algunos hayan dicho que Diablo Guardián es una lectura fácil, llena de humor y aventuras descabelladas, cuyo argumento no pasa de ser un recuento de frivolidades narradas en clave morbosa. Para ellos, Xavier Velasco tiene méritos como entretenedor, pero no como literato.
La dedicatoria en mi ejemplar de
Diablo Guadián: "Para Carlos Porras,
por el lector que eres y que soy antes
que nada. Xavier Velasco."
Personalmente creo que quienes opinan así no fueron capaces de ir más allá de lo obvio. Tildan la novela de superficial, cuando en realidad lo verdaderamente superficial fue su lectura. Diablo Guardián es una caricatura. Una caricatura del consumismo, del mundo de las apariencias, del afán trepador de la clase media, del vacío que no se puede llenar con la embriaguez, de la hipocresía que hay detrás del altruismo, de la inconfesada ansia de reposo propia de quienes no pueden detenerse.
La novela, lo repito una vez más, es atractiva, fascinante, cautivadora y se lee a la misma velocidad con que Violetta y Pig entran y salen de los agujeros que ellos mismos cavan. Pero lo que valdría preguntarse es ¿Por qué? ¿Por qué nos interesa saber lo que hará una muchachita adolescente que cruza la frontera con cien mil dólares robados? ¿Por qué es tan entretenido que se hospede en un hotel lujoso de Nueva York del que sale solamente para ir a comer en los mejores restaurantes y comprarse ropa carísima? ¿Por qué cada vez que tiende una trampa estamos de su lado? ¿Por qué disfrutamos su venganza? ¿Por qué, en fin, un libro sobre dos personas que no saben, ni les interesa saber, la cantidad de leyes, normas, límites y preceptos a los que le han pasado por encima, llegó a ser tan popular?
Violetta y Pig no conocen frenos ni barreras, pero detrás de su aparente vida de fiesta hay un vacío, un dolor oculto quizá, que los obliga a vivir permanentemente en riesgo para poder convencerse, con cada suspiro de alivio, de que aún están vivos. Tal vez la mejor forma de apreciar la vida es vivir al lado de la muerte. Tal vez el egoísmo sea la forma más intensa de odiarse a uno mismo. 
En alguna parte del libro Violeta pronuncia estas palabras: "Un día me dijeron que la felicidad consiste en no querer moverse de donde uno está. Si eso es verdad, aquel fue el día más feliz de mi vida."
Si eso es verdad, un mundo donde nadie se queda quieto es un mundo donde nadie es feliz. Todos piensan en irse a otro sitio, hacer otra cosa, vivir de manera distinta. En la vida real, el desplazamiento debe hacerse sin quebrantar ciertas reglas, pero a la hora de ponerse a fantasear (y leer un libro es vivir una fantasía) más de uno quisiera tener el arrojo y la suerte de Pig y Violetta.
INSC: 1758
El novelista mexicano Xavier Velasco 

domingo, 14 de agosto de 2016

Dos libros del Dr. José Enrique Sotela Montagné.

Anécdotas, remembranzas y algo más.
Dr. José Enrique Sotela Montagné.
Mundo Gráfico, Costa Rica, 2006.
El Dr. José Enrique Sotela Montagné no pudo ir a su propia despedida de soltero. Cuando iba a contraer matrimonio con doña Tatiana González Taurel, el Dr. Carlos Manuel Gutiérrez Cañas organizó una fiesta por todo lo alto en su casa, que era ni más ni menos que el Castillo Azul, actual sede de la Presidencia Legislativa. Al llegar a la cita, sin haber puesto un pie dentro de la residencia, recibió el mensaje de que lo ocupaban con urgencia para una cirugía. En aquel tiempo solamente había seis médicos anestesiólogos en el país. Uno estaba de guardia en el San Juan de Dios, otro tenía gripe (razón más que suficiente para no entrar en un quirófano) y los demás estaban fuera de San José. 
"La única razón válida para negarse a participar en una cirugía es estar en otra cirugía", se dijo. Dio la media vuelta y se dirigió a cumplir con su deber. El asunto se complicó y la operación fue terminando a las cinco de la mañana del día siguiente, cuando ya la fiesta en su honor había terminado.
Tuve el privilegio de escuchar esta simpática historia directamente del Dr. Sotela unos cuantos años antes de que la incluyera en su libro Anécdotas, remembranzas y algo más, publicado en 2008. 
Hijo del poeta Rogelio Sotela y de la escritora Amalia Montagné Carazo, el Dr. Sotela Montagné tiene, como sus padres, la habilidad de escribir con fluidez y encanto.
En 1997 publicó Reseña histórica de la anestesia en Costa Rica, un libro de más de cuatrocientas páginas que, aunque de primera entrada pareciera dirigido a un público especializado, es tan interesante y ameno que quien empiece a hojearlo inevitablemente acabará leyéndolo completo. Hacer atractivo un tema muy particular para quienes nunca se habían interesado en él, es un mérito que pocos escritores tienen.
Resulta alentador descubrir que en Costa Rica los avances médicos no tardaban mucho en llegar. La anestesia, elaborada por William Morton, empezó a utilizarse en Masachussets en 1846. Casi inmediatamente su uso se extendió por Europa y, en 1875, apenas veintinueve años después de sus primeras aplicaciones , el Dr. Carlos Durán, médico graduado en Londres, la introdujo en Costa Rica. El Dr. Ricardo Jiménez Núñez, primer costarricense especializado en anestesiología, llegó a publicar un tratado sobre el tema en San José, en 1941. Las salas de recuperación fueron establecidas por el propio Dr Sotela en 1962, apenas diez años después de que John Lundy creara la primera unidad de este tipo en la Clínica Mayo. El Dr. Quirce Morales, fundó por su parte la unidad de cuidados intensivos y el Dr. Andres Vesalio Guzmán Calleja fue quien dio impulso a la especialización en anestesiología. Además de consignar nombres, fechas y acontecimientos, el libro hace un recuento de los cambios en las sustancias utilizadas para dormir al paciente, así como en la evolución de las técnicas y los equipos para aplicarlas.
Reseña histórica de la anestesia en Costa
Rica. Dr. José Enrique Sotela Montagné.
CCSS, Costa Rica, 1997.
Verdaderamente fascinantes son las páginas que dedica a la historia de los anestésicos. Desde que existe la medicina y la cirugía, ha habido esfuerzos por mitigar el dolor de los pacientes. Menciona referencias de indígenas americanos precolombinos tanto como citas de la Odisea. Cita a médicos de Grecia y Roma "SEDARE DOLOREM DIVINUM OPUS EST" (Sedar el dolor es obra divina), tanto como egipcios o asirios, para luego recorrer paso a paso todos los descubrimientos desde la Edad Media hasta la época actual. De la mandrágora aplicada por Dioscórides a Tiberio César, a la esponja soporífera inventada por Teodorico de Luca en 1236, del vitriolo al éter, de la morfina a la anestesia.
Al aplicar la anestesia, el Dr. Sotela dormía al paciente pero, al hablar sobre ella, más bien despierta el interés en el lector. Ahora bien, si con un tema tan especializado, don José Enrique fue capaz de lograr un libro ameno y entretenido, es fácil suponer la verdadera delicia que es su libro de anécdotas y remembranzas.
Empieza recordando que se graduó de bachiller en el Liceo de Costa Rica el 7 de diciembre de 1940 y, el 22 de enero del año siguiente, tomó el avión que lo llevaría a estudiar medicina en la ciudad de México. Compañeros suyos de facultad fueron Longino Soto Pacheco y Fernando Trejos Escalante. Manuel Aguilar Bonilla y Rodrigo Cordero iban más adelantados. La vida de estudiante fue austera pero entretenida. Alojados en pensiones modestas, aquellos ticos que acabaron siendo amigos de toda la vida mantenían una provisión de galletas en la mesita de noche por si les daba hambre a deshoras. El día que recibían el giro mensual amanecían con solamente el dinero del autobús para ir a recogerlo y su principal entretenimiento consistía en jugar futbol el domingo. Rara vez podían ir al cine pero sí tuvieron oportunidad de ver torear a Manolete.
Cuando estaba en tercer año de la carrera, don José Enrique recibió la triste noticia del fallecimiento de su padre, ocurrido en San José, el 13 de julio de 1943. Cuando se enteró, ya se habían realizado los funerales. En todo caso, no habría podido llegar a tiempo puesto que un viaje de México a Costa Rica, en aquellos años, incluso en avión demoraba más de un día debido a las escalas. Gracias a una beca de veinticinco dólares al mes, pudo continuar estudiando hasta graduarse.
Regresó a Costa Rica justo antes de que estallara la guerra civil. Pocos días después de que el asesinato del Dr. Carlos Luis Valverde conmocionara al país, una tropa de asalto, similar a la que había perpetrado aquel crimen, irrumpió en el Hospital San Juan de Dios y don José Enrique, solamente por pedirles a los soldados que tuvieran un poco de consideración y respeto hacia los pacientes, fue arrestado y trasladado a la Penintenciaría. Tuvo el honor, si se puede llamar así, de que en el mismo camión viajara, también como prisionero, don José María Zeledón, el autor de la letra del Himno Nacional, quien trabajaba en un puesto administrativo del hospital.
Aunque los enfrentamientos eran intensos, don José Enrique tuvo siempe claro que su profesión de médico estaba por encima de las pasiones políticas. Se mostró agradecido con el Dr. Calderón Guardia, su colega, quien, cuando era presidente, aprobó la beca que le permitió terminar sus estudios. Trató de cerca a don Otilio Ulate, en plena guerra civil salvó de la muerte a la esposa del líder comunista Arnoldo Ferreto, fue colaborador del gobierno de don Mario Echandi y formó parte del equipo médico que realizó una delicada operación a don José Figueres. También participó en una cirugía a don Walter Olsen, el suegro de don Pepe, realizada cuando el simpático viejito danés contaba ya ciento dos años de edad.
Tengo dedicados los dos libros del Dr. Sotela.
En el libro de anécdotas me escribió: Para don Carlos
Porras Jara, profesor de literatura y filología, quien
"con amor y paciencia" como dijo el poeta
Rogelio Sotela, pero sobre todo con enorme
vocación, logró compilar la obra poética de mi
padre. Afectuosamente, José Enrique Sotela
Abril del 2008/
En la carrera profesional de don José Enrique hubo grandes éxitos así como momentos dolorosos. Participó en el primer trasplante de riñón realizado en Centroamérica y formó parte del equipo médico que, en 1965, viajó a Honduras para atender a los pasajeros del accidente de autobús en que perdieron la vida treinta y un personas.
Pero más que en su experiencia como médico, el libro de anécdotas y semblanzas se ocupa, principalmente, de historias simpáticas y jocosas. Recuerda cuando llegó, a las dos de la tarde, a un remoto puesto fronterizo entre México y Guatemala y el único oficial a cargo en aquella lejanía se negaba a dejarlo pasar. Muy gentilmente, como era su estilo, don José Enrique le señaló el aviso que decía que la frontera se abría a las seis de la mañana y se cerraba a las seis de la tarde y el uniformado, sin inmutarse, simplemente le respondió: "Pos pa mí ya son las seis."
También cuenta cómo a veces las buenas acciones tienen recompensas inesperadas. Una vez, cuando fue a recoger a su esposa al aeropuerto, se ofrecieron a traer a San José a Moe Morton, un norteamericano que viajaba solo y que venía a hacer negocios a Costa Rica. Mientras Mr. Morton estuvo en el país, don José Enrique y doña Tatiana, además de presentarlo ante el presidente Francisco Orlich y al Ing. Claudio Volio Guardia, gerente del Banco Anglo Costarricense, le sirvieron de guías y asesores. Para corresponder a las atenciones recibidas, Mr. Morton invitó al Dr. Sotela y a su esposa a California, donde, para agasajarlos, los llevó al estreno de Motín a Bordo, en el que tuvieron la oportunidad de conocer a Marlon Brando y, como si eso fuera poco, terminaron la noche cenando con Kirk Douglas.
Además de su profesión de médico y su labor como conferencista internacional en foros especializados, don José Enrique prestó sus servicios a diversas instituciones de manera altruista y desinteresada. Cuando don Mario Echandi lo nombró miembro de la misión diplomática especial que asistiría al sesquicentenario de la independencia de México, tanto él como todos los demás miembros del grupo cubrieron con sus propios medios los gastos del viaje. Presidió la Junta Directiva del Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados sin cobrar dietas. Su afán de servir al país no respondía al deseo de obtener ganancias materiales sino al de contribuir con su aporte al bienestar general. Como esa actitud, lamentablemente, no es muy común, hubo quienes no la comprendieron.
Cuando se creó la Facultad de Medicina de la Universidad de Costa Rica, el Dr. Sotela fue uno de los profesores fundadores. A los pocos años hubo un cambio en el plan de estudios y los cursos que impartía don José Enrique, que estaban en primer año, pasaron al final de la carrera. Como consecuencia, se generó un largo paréntesis en su actividad docente. Los estudiantes que ingresaron con el plan viejo ya habían aprobado la materia y los de nuevo ingreso no tendrían que cursarla hasta el final de su carrera. Es decir, el Dr. Sotela, por su nombramiento de profesor en propiedad, estaría tres años recibiendo un sueldo de la Universidad sin impartir ningún curso. Aunque la situación era accidental e involuntaria y estaba dentro de lo legal, don José Enrique, por principio, se negó a recibir dinero a cambio de nada y cada mes donó a la Facultad de Medicina el sueldo que recibía como profesor. Esta acción, verdaderamente noble y admirable, lejos de generar aplausos, provocó un conflicto con las autoridades administrativas universitarias. La mentalidad cuadrada de los burócratas que llegan a las instituciones públicas a ver qué logran obtener en su provecho, fue incapaz de comprender el gesto de un aténtico caballero.
15 de mayo de 2008. Presentación del libro Poesía completa de Rogelio Sotela.
Preside el recinto el retrato del poeta Rogelio Sotela. A la izquierda, el Dr. José
Enrique Sotela y el escritor Alfonso Chase. A la derecha, don Hiram Sotela y el
poeta Mauricio Molina. Don José Enrique y don Hiram, hijos del poeta. Alfonso
y Mauricio fueron los presentadores del libro.
Rogelio Sotela (1894-1943), el padre de don José Enrique, es uno de los poetas costarricenses que más admiro y cuando, en el año 2000, me puse a recopilar su obra poética completa, tuve el placer de conocer y tratar de cerca a los hijos suyos que aún vivían. Todos ellos apoyaron mi iniciativa, pero con quienes me reuní con mayor frecuencia durante el proceso de recopilación de datos y textos fue con don José Enrique, su hermano don Hiram y su sobrina Marlen Sotela Borbón. Cuando, tras una espera que se prolongó más de lo esperado, el libro Poesía Completa de Rogelio Sotela salió publicado, don José Enrique me obsequió una hermosa pluma que conservo como uno de mis tesoros más preciados.
José Enrique Sotela Montagné nació el 15 de junio de 1922 y murió el 2 de agosto de 2016. Unas semanas antes de su muerte, el Colegio de Médicos y Cirujanos de Costa Rica, a propósito del aniversario número 75 de su fundación, le había tributado un homenaje por ser el miembro más antiguo de la institución.
La última vez que hablé con él fue en marzo, a cuatro meses de su fallecimiento. Amable, cortés y elegante, en nuestra breve conversación, que sería la última, hizo gala, como de costumbre, de su agudo ingenio y su extraordinario don de gentes. Cuando alguien como don José Enrique se va, uno lamenta no haberlo frecuentado más, pero queda agradecido por el privilegio de haberlo conocido de cerca. Repasar sus libros es, a partir de ahora, la única manera de seguir en contacto con el pensamiento, la cultura y el ameno verbo de este hombre que hizo tanto por el desarrollo de la medicina y del país en general.
INSC: 1667 2126
El último acto público en que participó el Dr. Sotela Montagné fue el homenaje
que le tributó el Colegio de Médicos por ser su miembro más antiguo. A sus noventa
y cuatro años de edad, el Dr. Sotela disertó ante sus colegas sobre lo fundamental
de la ética y el espíritu de servicio en el ejercicio de la medicina.
Foto tomada de Revista Costa Rica, número 113, 2016.


domingo, 7 de agosto de 2016

País de Balcones. Poesía de Alberto Baeza Flores.

País de balcones. Alberto Baeza Flores.
Editorial Costa Rica,  1984.
El poeta chileno Alberto Baeza Flores (1914-1988) fue un escritor prolífico y errante. Llegó a publicar casi cien libros en diez países distintos. Los primeros veinticinco años de su vida los pasó en Santiago de Chile, su ciudad natal, los cuatro siguientes en La Habana, Cuba. Residió luego durante dos años en Santo Domingo, República Dominicana, tras los cuales regresó a Cuba, donde se mantuvo quince años más, alternando entre Oriente y La Habana. Vinieron luego seis meses en México, cinco años en París, poco más de un año en Madrid y once años en La Catalina, Birrí, de Santa Bárbara de Heredia, Costa Rica, de 1967 a 1978.
Mucho antes de residir en Costa Rica, en 1953, el editor argentino Rafael M. Castillo le encargó a Baeza que seleccionara poetas centromericanos para que sus obras fueran publicadas dentro de la colección Brigadas Líricas. Gracias a la recomendación de Baeza el libro Zona en territorio del alba, de Eunice Odio, fue publicado en Argentina. Eunice, costarricense desconocida en su patria, había publicado en Guatemala y El Salvador y fue calificada por Baeza como "la voz lírica más original de Centroamérica."
En Costa Rica, Baeza Flores publicó varios libros. Un extenso ensayo titulado Evolución de la poesía costarricense, una biografía de Simón Bolívar editada por el Ministerio de Cultura y sendos libros en que hizo el elogio de Daniel Oduber Quirós y Luis Alberto Monge Álvarez. En 1969 imprimió en San José un poemario titulado Continuación del mundo, dentro del cual venía la sección Poemas costarricenses. Finalmente, en 1984, cuando ya Baeza se había marchado del país, la Editorial Costa Rica publicó País de Balcones que, como indica su subtítulo, recoge y amplía sus Poemas costarricenses de 1969.
El libro, dedicado a su buen amigo y vecino Luis Alberto Monge, es una colección de poemas breves rimados que, en la mayoría de los casos, no pasan de ser apuntes, chispazos exclamativos fruto de primeras impresiones.
De primera entrada, llama la atención lo extraño del título ya que, como es sabido y notorio, los balcones no son un elemento frecuente en la arquitectura costarricense. El propio autor, en el extenso prólogo con que abre la obra, se detiene a explicarlo. Como su casa estaba situada en las montañas altas de Heredia, consideraba que vivía en un balcón por el que se asomaba a un panorama amplio.
Tal parece que durante los once años que vivió en Costa Rica, Alberto Baeza Flores recorrió todo el territorio nacional, ya que hay poemas a Bagaces, Siquirres, Puerto Limón, Puntarenas, Palmares, Grecia, la isla de San Lucas, el Cerro de la Muerte y Golfito. El que dedica a Mansión de Nicoya, por cierto, tiene un pequeño error histórico porque, al final, afirma que por la única calle de Mansión, "(...) deambuló un profeta de siglos que se llamó Martí y (...) caminó un héroe misterioso que se llamó Maceo", Antonio Maceo vivió en Costa Rica durante una década y fundó una colonia agrícola de cubanos en Mansión de Nicoya pero cuando José Martí vino a visitarlo, aunque existía la intención de que se trasladara a Nicoya, el viaje no pudo concretarse y Martí permaneció en San José.
Hay un poema dedicado a Jorge Debravo y dos elegías, una a Yolanda Oreamuno y otra a Eunice Odio. También aparece un poema con el nombre Carta sin fin a Pablo Antonio Cuadra y otro, con título de reportaje, llamado Don Francisco Amighetti trabaja en su taller de La Paulina, San José, Costa Rica.
Hay una sección entera dedicada a los poemas que escribió al contemplar las pinturas del propio don Paco, Emilio Span, Fausto Pacheco, Luisa González de Sáenz y Alberto Ycaza, entre otros muchos, en el Museo de Arte Costarricense. Los poemas que dedica a la ciudad capital son descriptivos y llenos de enumeraciones. Más que poesía, da la impresión que lo que pretendía hacer era un retrato hablado. El poema que dedica a la zona roja es tan titubeante que queda en el intento.
Y así, en el libro encontramos poemas a la carreta típica, a la guaria morada, al cafetal, a la abolición del ejército, a los combatientes caídos en el conflicto armado de 1948, a las flores del camino, a un pajarito muerto, a un árbol y hasta a su perro. En las últimas páginas aparecen unos versos a Juan Santamaría tan exaltados, sentimentales e ingenuos que desentonarían hasta en un acto cívico de escuela primaria.
Como costarricense que soy, me llamó la atención que un escritor chileno, que vivió once años en mi país, haya dedicado todo un libro de poemas a Costa Rica pero, lamentablemente, aunque lo he repasado con atención en varias ocasiones, no he logrado entrar en sintonía con este libro. Le reclamo, ante todo, lo superficial de la mirada y la simpleza de las impresiones. Si Baeza hubiera estado aquí como turista de paso, se comprendería el que no hubiera podido ir más allá de lo evidente, pero quien escribe versos tan poco profundos, sobre el lugar en que vivió once años, demuestra tener serias limitaciones como observador.
Hay algo más que me resulta incómodo y es, precisamente, su afán de agradar a los aludidos. Aunque sea sincero, el halago, cuando es insistente, resulta sospechoso.
País de balcones, en mi humilde opinión, no pasa de ser un cuaderno de apuntes de un viajero sentimental cuya expresión poética, hay que decirlo, es verdaderamente muy limitada.
INSC: 1381

jueves, 4 de agosto de 2016

Pedro Pérez Zeledón: historiador, abogado y diplomático costarricense.

Pedro Pérez Zeledón. Raquel Guevara.
Ministerio de Cultura, Juventud y
Deportes. Costa Rica, 1971.
En la zona sur de Costa Rica, situada en un hermoso valle, se encuentra la ciudad de San Isidro del General, cabecera del cantón  número diecinueve de la provincia de San José. No se sabe con certeza en qué año los criollos empezaron a habitar la zona, pero durante la segunda mitad del Siglo XIX la población del lugar era apenas de un puñado de familias. 
Durante las primeras décadas del Siglo XX, numerosos inmigrantes, provenientes en su mayoría de Santa María de Dota y la zona de los Santos, trasladaron su residencia al valle del General que, muy pronto, fue creciendo hasta convertirse en una comunidad altamente próspera y productiva. En 1931, para contar con sus propias autoridades municipales, los vecinos solicitaron al Congreso que el poblado fuera declarado cantón. El Poder Legislativo accedió a la petición y, por iniciativa del diputado Carlos María Jiménez Ortiz, el nuevo cantón recibió el nombre de Pérez Zeledón, para honrar la memoria del abogado, diplomático e historiador Pedro Pérez Zeledón
Como las inicales de Pérez Zeledón son P.Z., que suena como "peseta", los habitantes de la zona acabaron siendo llamados "peseteros". Sin embargo, pese a que una región de 1.905 kilómetros cuadrados del territorio de Costa Rica lleva su nombre, don Pedro Pérez Zeledón es un personaje bastante poco conocido. 
Su caso, de más está decirlo, no es único. El nombre de otros cantones, como Montes de Oca, Coronado, Goicoechea, Mora y Acosta, también corresponde al apellido de personajes históricos que han venido siendo olvidados. Pocos residentes de San Pedro de Montes de Oca han escuchado el nombre de don Faustino Montes de Oca (1860-1902). No creo que en las escuelas y colegios de Guadalupe de Goicoechea se lea ni una página de las muchas que dejó escritas Fray Antonio de Liendo y Goicoechea (1735-1814). Supongo que los habitantes de Coronado no suelen asociar el nombre del lugar donde viven con un conquistador español, como tampoco los de Aserrí o Curridabat, con el de un cacique indígena. El asunto es de nunca acabar. Sería interesante preguntarle a un vecino de Sarchí quién fue Valverde Vega o a uno de Zarcero quién fue Alfaro Ruiz. Pero, por ahora, concentrémonos en don Pedro.
Pedro Pérez Zeledón nació en San José, el 4 de enero de 1854, hijo de don Miguel Pérez Zamora, vecino de Tibás, y de doña Francisca Zeledón Aguilar. Los abuelos paternos eran don Fermín Pérez, de Alajuela y doña Micaela Zamora, de Esparza, mientras que los maternos eran don Pedro Zeledón y doña Ignacia Aguilar, ambos de San José.
La familia era de escasos recursos pero de buenas conexiones, de manera que desde niño, Pedro, que era un muchachito pobre, tuvo relación cercana con personajes de la alta sociedad. Su maestro de la escuela primaria fue el general nicaragüense don Máximo Jérez. Nunca he logrado averiguar por qué, luego de haber luchado con éxito contra los filibusteros de William Walker, el general Máximo Jerez (padrino de bautizo de Rubén Darío), se vino a Costa Rica a dar clases de primer grado.  Lo interesante del caso es que el tratado de límites entre Nicaragua y Costa Rica, fue firmado por el General José María Cañas, por parte de Costa Rica y el General Máximo Jerez, por Nicaragua y, años después, cuando el Tratado Cañas-Jerez fue sometido al Laudo Cleveland, don Pedro Pérez Zeledón fue el responsable de la negociación por parte de Costa Rica. Es decir, el general Jerez, que firmó el tratado por Nicaragua, fue quien le enseñó a leer y escribir al que  defendió los derechos de Costa Rica plasmados en ese mismo tratado.
El discípulo estuvo a la altura del maestro. Pedro, además de dar muestras de una aguda inteligencia, fue un joven estudioso, metódico y organizado. A los quince años de edad, sin haber obtenido aún el bachillerato, su pariente don José Joaquín Rodríguez Zeledón (que luego sería Presidente de la República) le consiguió un puesto de registrador de hipotecas con una paga de veinte pesos al mes.
En diciembre de 1873, a los diecinueve años de edad, obtuvo con honores su título de abogado en la Universidad de Santo Tomás. Poco más de un año después, en febrero de 1875, contrajo matrimonio con Vicenta Calvo Mora, hija de don Joaquín Bernardo Calvo Rosales y doña Salvadora Mora Pérez.
Continuó trabajando de burócrata un tiempo más y fue ascendido hasta ocupar el puesto de Secretario de la Corte Suprema de Justicia, pero en 1877 decidió separarse de la función pública para ejercer el Derecho e intentar establecer fincas agrícolas y negocios personales.
Descontento con la dictadura del General Tomás Guardia, don Pedro fundó el periódico El Ciudadano, en el que, amparado a la libertad de prensa que todavía era respetada, criticaba con dureza al gobierno y al gobernante. Un buen día el General no aguantó más y don Pedro acabó "desterrado" por varios meses en Santa María de Dota. Vale la pena recordar que don Tomás Guardia envió a don Rafael Yglesias Castro a Talamanca y a don Julián Volio a San Ramón. En aquella época el destierro no significaba necesariamente salir del país. Para no escuchar al que hablaba mucho, bastaba con enviarlo unos cuantos kilómetros más allá de las montañas que rodean el Valle Central. Además, un enemigo político exiliado en un país vecino puede hacer mucho daño, mientras que uno confinado en una aldea remota es totalmente inofensivo.
La vida profesional de don Pedro Pérez Zeledón fue un constante entrar y salir de la función pública. Por su gran capacidad de trabajo y de estudio y por la forma en que cuidaba los detalles, con frecuencia era llamado a integrar comisiones encargadas de redactar reglamentos o de plantear nuevos proyectos. El presidente Próspero Fernández le encargó la redacción de un reglamento, el presidente Bernardo Soto lo integró a una comisión encargada de elaborar un proyecto de ley sobre delitos fiscales. Don Pedro fue enviado a Europa para investigar técnicas agrícolas en Francia, Suiza y Bélgica. También fue el principal colaborador de don Mauro Fernández en la reforma educativa que llevó a cabo. 
La lista de puestos desempeñados y tareas encomendadas es enorme, sus aportes a las instituciones gubernamentales son valiosos pero no deja de sorprender la inestabilidad de su carrera. Por ejemplo,  el 8 de de noviembre de 1886 se le encargó el Subsecretariado de Guerra y Marina, pero renunció el 4 de diciembre del mismo año. El 26 de febrero de 1887 fue nombrado Profesor de Derecho en la Universidad de Santo Tomás, pero renunció el 12 de abril siguiente. En el primer cargo estuvo menos de un mes y en el segundo apenas mes y medio.
Don Pedro Pérez Zeledón. (1854-1931).
Abogado, diplomático, historiador e
impulsor del desarrollo de la zon sur
de Costa Rica.
En 1888, don Pedro representó a Costa Rica ante el presidente de Estados Unidos Stephen Cleveland, que era el árbitro en un conflicto de interpretación del tratado Cañas-Jerez y logró un resultado favorable para Costa Rica. Poco después, en 1891 viajó a Inglaterra para tratar de rescatar un capital, propiedad del Estado, que estaba en peligro de perderse y, aunque había pocas esperanzas, su gestión fue exitosa.  En reconocimiento a sus dotes diplomáticas, el 4 de marzo de 1892 fue nombrado Ministro de Relaciones Exteriores. Aceptó el cargo, pero renunció el 8 de junio. Al menos en este puesto cumplió los tres meses.
Uno tendería a imaginarse que don Pedro renunciaba a los cargos públicos porque tenía muchos negocios privados que atender pero, lamentablemente, no era así. El bufete de don Pedro no tenía muchos ni grandes clientes, por lo que no generaba mayor cosa y las actividades agrícolas o comerciales a las que dedicó su tiempo y su esfuerzo solamente dieron ingresos modestos, apenas para sobrevivir. 
En el gobierno de Rafael Yglesias Castro, don Pedro aceptó el cargo de Ministro de Relaciones Exteriores y, para sorpresa de todos, se quedó un buen rato. Sucedió una anécdota simpática. Mientras el presidente estaba fuera del país, hubo un intento de derrocarlo. Don Rafael regresó inmediatamente a Costa Rica. Cuando el barco se acercaba a Limón, don Rafael, apoyado en la baranda de cubierta, miraba hacia tierra silencioso, triste y preocupado pero,de repente, sonrió y soltó un gran suspiro de alivio. Cuando otros pasajeros le preguntaron a qué se debía el cambio de ánimo, don Rafael explicó que, al ver en el muelle a don Pedro Pérez Zeledón esperándolo, supo que todavía era presidente de Costa Rica.
Pese a que no permanecía mucho tiempo en un mismo puesto, en 1912 destacadas figuras, tanto del partido Civilista como del Republicano, propusieron la candidatura de don Pedro a la Presidencia de la República, pero no lograron convencerlo para que se lanzara. Don Pedro también rechazó la iniciativa, presentada en el Congreso, de nombrarlo en la Corte Suprema de Justicia.
Sí participó como representante de Costa Rica, al año siguiente, en el conflicto de interpretación del Laudo Louvet que definía los límites de Costa Rica con Panamá. Gracias a sus gestiones, la mitad de Punta Burica es costarricense, ya que las pretensiones panameñas eran poner la frontera en Golfito.
El año de 1913 fue particularmente triste para don Pedro. El 20 de junio murió su esposa y el 26 de octubre su hija Flora. Don Pedro, que no había hecho carrera en el sector público ni había reunido un capital en actividades privadas, se había quedado solo.
Trató de soportar su viudez y pobreza discretamente pero su situación económica era casi desesperada. Al enterarse cómo estaban las cosas, los diputados acordaron otorgarle cincuenta mil colones por los servicios brindados al país, que le serían entregados en cinco anualidades de diez mil cada una. Aunque las arcas del Estado no andaban muy bien debido a la guerra europea que acababa de estallar, el presidente Alfredo González Flores firmó el "Ejecútese".
En 1921, don Pedro volvió a ser noticia al criticar severamente al Presidente Julio Acosta García, por la manera impulsiva e imprudente en que manejó un incidente fronterizo con Panamá que pudo haber generado un conflicto armado para el que Costa Rica ni estaba preparada ni tenía posibilidades de ganar.
Dos años después, en 1923, don Pedro apenas tenía sesenta y tres años pero, debido a la enfermedad, estaba muy envejecido. El Congreso, entonces, dispuso otorgarle una pensión de cuatrocientos colones al mes. Firmaron el acuerdo don Arturo Volio Jiménez, Presidente del Congreso y su hermano Jorge Volio Jiménez, Primer Secretario. El presidente Julio Acosta, severamente criticado por don Pedro, firmó el ejecútese.
Otra faceta interesante de don Pedro Pérez Zeledón fueron sus investigaciones históricas. De hecho, don Pedro fue uno de nuestros primeros historiadores. El primer libro de historia de Costa Rica fue Bosquejo de la República de Costa Rica, de Felipe Molina, publicado en Nueva York en 1851. Los documentos se conservaban en los archivos, pero había que bucear en ellos para escribir la historia. Entre los que asumieron la tarea se pueden mencionar a don León Fernández y su hijo Ricardo Fernández Guardia, el obispo Bernardo Augusto Thiel, el marqués Manuel María de Peralta y don Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno, entre otros. Como historiador, don Pedro se interesó por muchos temas, quiso escribir sendas biografías del Dr. José María Castro Madriz y de don Juan Rafael Mora Poras, pero no las terminó. Tampoco pudo concluir su Historia de la esclavitud. Nunca llegó a publicar un libro, pero sí aparecieron, en revistas y periódicos, importantes artículos suyos sobre Gregorio José Ramírez o el Bachiller Osejo. Particularmente valiosas son sus investigaciones sobre la anexión del Partido de Nicoya o la administración del río San Juan durante la Colonia.
Supongo que quienes hayan tenido la paciencia de leer hasta este punto estarán preguntándose: ¿Qué tiene que ver este señor con San Isidro del General?
Cuando estuvo desterrado en Santa María de Dota, don Pedro se involucró a fondo con la comunidad que lo hospedaba, llegó a ser gran amigo de la familia Ureña Zúñiga, de cuyos miembros muchos emigraron al sur del Cerro de la Muerte. Cuando regresó a San José, lejos de olvidarse de sus amigos, se convirtió en un verdadero promotor de la población y el desarrollo del sur del país. Consiguió, entre otras cosas, que el gobierno mejorara el camino de Desamparados a la zona de los Santos y que abriera una vía de comunicación entre Santa María y Copey.
En 1887, junto con cinco personas más, entre los que se contaban un médico, un maestro, un ingeniero y un topógrafo, realizó una exploración a fondo de la zona sur. A bordo de una pequeña embarcación de vela, navegó desde Puntarenas hasta el Golfo Dulce y luego recorrió el río Grande de Térraba, el Pozo, Palmar, Boruca, Térraba, La división, el Cerro de la Muerte, Ojo de Agua, Las Vueltas, Dota, Tarrazú y, finalmente, retornó a San José por Desamparados. Para su sorpresa, en todo su camino se encontró con campesinos, algunos aislados con sus familias en un pequeño espacio que lograron abrir en la montaña para su casa, sus animales y sus cultivos y otros ya concentrados en pequeños pueblos. En el valle que, a partir de 1910 sería conocido como San Isidro del General, don Pedro contó, en 1887, poco más de doscientos vecinos.
A partir de esa expedición, además del ejercicio del derecho o la diplomacia, de sus investigaciones históricas o de sus fallidos negocios personales, don Pedro asumió como un reto personal el desarrollo de la zona sur del país. Promovía proyectos de ley que favorecieran la zona, instaba al gobierno a abrir caminos y construir escuelas, procuraba que los habitantes del sur tuvieran buenas semillas así como ejemplares del mejor ganado.
Don Pedro murió el 31 de mayo de 1930. Cuando, el 7 de octubre del año siguiente, el Congreso, a solicitud de los vecinos, decretó la creación del cantón número 19 de la provincia de San José, el diputado Carlos María Jiménez propuso que la región recibiera el nombre de Pérez Zeledón, en honor de su más grande admirador y benefector.
INSC: 1732
San Isidro del General, cabecera del cantón de Pérez Zeledón, Costa Rica.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Hurgando en la Edad Media. Artículos de Franz Sauter.

Hurgando en la Edad Media. Franz Sauter.
Prólogo de Eduardo Ulibarri. Farben Grupo
Editorial Norma. Costa Rica, 2000.
La Edad Media no es considerada un tiempo interesante. La idea general, sobre este largo periodo de la historia, es que fue una época de estancamiento en que no ocurrieron grandes cambios sociales, el pensamiento se mantuvo estático y no hubo descubrimientos científicos ni mejoras tecnológicas.  Es decir, se cree que desde la caída del Imperio Romano hasta el Renacimiento, transcurrió más de un milenio durante el cual Europa se mantuvo inmóvil, sin avance alguno, sumida en un oscurantismo que condenaba cualquier novedad y, más bien, propiciaba el retroceso. 
Es verdad que la vida en la Edad Media no era nada fácil. Se estima que cerca de la mitad de las mujeres moría durante el parto y la mayoría de los recién nacidos no llegaba a cumplir el primer año de vida. Por los escasos conocimientos médicos, prácticamente todas las enfermedades eran mortales. En una de sus tantas acometidas, la peste negra mató a dos tercios de la población que habitaba entre Islandia y la India. Además, para colmo de males, el estado de guerra, que era casi permanente, cobraba numerosas víctimas. El peligro, la enfermedad y la muerte estaban siempre cerca. Difícilmente había quien, a los treinta años de edad, conservara todos sus dientes y los que llegaban a los cincuenta eran ya ancianos. 
Como el paso por este mundo era breve y doloroso, la esperanza de alcanzar la felicidad se concentraba en la vida eterna.
Sin embargo, pese a las duras condiciones de la época, en la Edad Media, contra lo que se cree, hubo también progresos significativos en la organización social, las comunicaciones, la filosofía, el arte, la ciencia y la técnica. Basta hurgar un poco en la historia para encontrar sorpresas inesperadas. En buena medida, la imagen negativa y distorcionada sobre esta época se debe a que los libros sobre temas medievales no abundan y, entre los disponibles, muy pocos tienen caracter introductorio.
Entre 1983 y 1986, el ingeniero civil Franz Sauter, gran conocedor y estudioso de historia medieval, publicó en la página 15 de La Nación una serie de artículos que, en el año 2000, fueron recopilados bajo el título Hurgando en la Edad Media, publicado por Farben Grupo Editorial Norma.
El libro de Sauter, interesante, revelador y ameno, incluye semblanzas de diversos personajes que fueron capaces de plantear propuestas y concretar acciones innovadoras en medio del inmobilismo imperante y, por ello, de alguna forma pueden considerarse precursores del cambio de mentalidad que se impuso a partir del Renacimiento.
Además de retratar figuras verdaderamente fascinantes, las breves notas biográficas acaban, de paso, rompiendo mitos. Veamos algunos. La idea general es que, durante la Edad Media, la religión estuvo alejada tanto del mensaje original del Evangelio como del razonamiento analítico y no fue sino hasta la Reforma de Martín Lutero que el cristianismo intentó reconciliarse con sus orígenes y su entorno filosófico. De manera similar, se dice que, hasta Galileo, el conocimiento científico estaba basado en creencias incuestionables que no habían sido comprobados por medio de la experimentación. Otras afirmaciones comúnmente aceptadas sobre el periodo medieval sostienen que, salvo para hacerse la guerra, los pueblos vivían aislados, que toda la fabricación de utensilios era artesanal y que la forma de gobierno era simplemente el vasallaje ante señores que ejercían su autoridad de manera caprichosa.
Aunque el panorama que pintan estas afirmaciones corresponde al panorama general, el libro de Sauter nos recuerda importantes excepciones. En el plano religioso, San Francisco de Asís logró un gran impacto en su predicación de los valores cristianos fundamentales como el amor, la fraternidad, el desprendimiento, el perdón y el sacrificio, mientras que Santo Tomás de Aquino, por su parte, planteó toda una teología basada en la filosofía aristotélica que era armónica con el razonamiento crítico. En cuanto al desarrollo de la investigación científica, durante la Edad Media nacieron las universidades y aparecieron las primeras obras sobre fenómenos naturales basadas en la observación constante y metódica. Los pueblos tampoco vivían tan aislados como se cree. Además de los viajes de los venecianos Nicolás y Marco Polo (padre e hijo) quienes cruzaron toda Asia hasta llegar a China y visitar las islas del Pacífico, existía un comercio constante, tanto por mar como por tierra, entre todas las regiones europeas y centroasiáticas. A la isla de Sicilia, ubicada prácticamente en el centro del Mediterráneo, arribaban mercancías tanto de las regiones nórdicas, como de Persia o Egipto.
Un rey de Sicilia, por cierto, Federico II de Hohenstaufen, nacido en 1194, podría ser considerado el fundador del primer Estado moderno.   Se preocupó por la alfabetización del pueblo y el desarrollo de las ciencias y las artes, fundó la Universidad de Nápoles, legisló sobre beneficios sociales, creó un sistema de tributos progresivos, directos e indirectos, mandó confeccionar listas de contribuyentes, instituyó el catastro, la medición territorial y el impuesto a la propiedad. Para lograr todo eso, hizo a un lado a los señores feudales y los terratenientes y formó un cuerpo de funcionarios seleccionados por su capacidad para desempeñar el puesto y cuyos ascensos en el escalafón dependían del grado de éxito que lograran en las misiones encomendadas.
Además de sus dotes de estadista, Federico era poeta, naturalista, filósofo y políglota. Hablaba nueve idiomas, entre ellos árabe, griego, hebreo, latín y alemán. Escribió un tratado sobre la conducta de los halcones que es considerado la primera investigación de zoología estrictamente científica. Dante Alighieri, tras investigar a fondo, llegó a a afirmar que los poemas de Federico son los más antiguos que se conocen escritos en lengua italiana.
Las figuras de San Alberto Magno, profesor de Santo Tomás en la Universidad de París, o de Roger Bacon, primer científico racional de la Universidad de Oxford, muestran que la actividad intelectual no estaba tan estancada como se cree.
La manera en que Franz Sauter retrata a estos personajes es en verdad fascinante. Recuerda, por ejemplo, que el viaje de Marco Polo a China tardó cinco años: salió de Venecia en 1271 y no fue sino hasta 1276 que llegó a Kahnbalug, la actual Beigin. Durante la travesía, tardó un mes en atravesar el desierto Takla Makan y mes y medio en cruzar el desierto de Gobi. Tras quince años al servicio del Khan, emprendió el viaje de retorno por barco, pasando por Java, Sumatra, Ceilán y la India, con lo que logró ahorrarse algo de tiempo. En vez de los cinco años que tardó en el viaje de ida, fue capaz regresar a Venecia, su patria, en "solamente" cuatro años.
También cuenta cómo Santo Tomás de Aquino fue secuestrado y encarcelado por sus propios hermanos con el fin de hacerlo persistir de su deseo de entrar a la Orden de Predicadores, recientemente fundada por Santo Domingo de Guzmán, que era considerada, en aquel entonces, una organización demasiado revolucionaria.
Con este libro, descubrimos en Franz Sauter a un magnífico narrador. En Costa Rica, sin embargo, más que por sus dotes literarias, el Sr. Sauter es reconocido como destacado ingeniero civil. No es de extrañar, entonces, la gran atención que dedica a las Catedrales Góticas.
Arbotantes de la Catedral de Estrasburgo, Francia.
Ante los imponentes templos medievales, lo común es concentrarse en lo artístico, lo religioso o lo histórico. El ingeniero Sauter, por su profesión, invita más bien a observar la estructura. Construidas en la  Baja Edad Media, las catedrales góticas fueron, hasta la aparición de los modernos rascacielos, las edificaciones más altas levantadas por el hombre. Allí están todavía, en Francia, Alemania, España e Italia destacándose en el paisaje, pero, lamentablemente, no se conservan libros, planos ni el más mínimo apunte de cómo las hicieron. Los griegos, romanos, egipcios, persas, mayas, aztecas e incas, así como otras culturas antiguas, levantaron impresionantes construcciones en piedra, pero eran, por lo general, bajas, de muros gruesos y columnas anchas. Las catedrales medievales, algunas con torres de más de cien metros de altura, se caracterizan por tener paredes delgadas y pilares extremadamente esbeltos. Los arbotantes y contrafuertes permitían distribuir el peso de la gigantesca estructura en ciertos puntos seleccionados. Verlo es una cosa, pero concebirlo y planificarlo es otra. El nivel de cálculo requerido es tan complejo que, en la actualidad, ningún ingeniero se ha propuesto levantar una catedral gótica de grandes dimensiones por la sencilla razón de que nadie sabe cómo se diseñan.
Sauter repara también en otros misterios. ¿Cómo transportaban las materiales de construcción que, en la inmensa mayoría de los casos, provenía de regiones lejanas? ¿Con qué tipo de grúas lograban subir pesadísimas esculturas a grandes alturas? ¿Qué clase de andamios utilizaban para construir un techo abovedado de piedra a cincuenta metros del suelo? ¿Cómo habría sido el soplete utilizado para fundir el plomo que une las piezas de los vitrales?
La tecnología, durante la Edad Media, definitivamente no era tan rudimentaria como se cree. Además de la fuerza humana o animal, durante esta época empezó a utilizarse la energía hidráulica. El torrente de los ríos caudalosos se aprovechaba para mover molinos, sierras y telares. Hubo grandes avances en la extracción de metales y fabricación de herramientas. Se perfeccionó el arado lo cual, a la larga, significó mayor producción agrícola. Con mayores cosechas, aumentó el intercambio. En los mercados populares, era común encontrar sacos de cereales o barriles de cecina que venían de muy lejos. Como no era necesario que todos cultivaran la tierra para procurarse alimento, nació la burguesía y aumentó el número de personas dedicadas a oficios manuales o al comercio. La industria de licores, ropa y utensilios llegó a alcanzar altos niveles de producción.
Como los cálculos matemáticos en diversas áreas requerían fracciones, se abandonó la numeración romana (que no tenía cero) y se optó por la árabe.
Definitivamente, la Edad Media fue una época mucho más interesante de lo que comúnmente se cree y, tras leer el libro de Franz Sauter, uno queda convencido que el término "oscurantismo", con que se clasifica este periodo de la historia es inexacto o, al menos, injusto.
INSC: 1126
Catedral de Reims, Francia.

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