sábado, 30 de septiembre de 2017

Oro de la mañana. Poesía de Rafael Cardona.

Oro de la mañana. Rafael Cardona.
Imprenta Borrasé. Costa Rica, 1916.
Prólogo de Ricardo Fernández Guardia.
Uno de los pequeños tesoros que hay en mi biblioteca es Oro de la mañana, el primer poemario de Rafael Cardona, un librito amarillento de apenas setenta y dos páginas, publicado hace más de cien años por la imprenta Borrasé, que viene presentado con un prólogo, desbordante de entusiasmo, escrito por Ricardo Fernández Guardia.
Es famosa la historia de que en España, a finales del Siglo XIX, se publicó un libro con las creaciones de poetas de todos los países latinoamericanos que no incluyó a ningún costarricense. Se decía, para justificar la omisión, que en Costa Rica no se producía poesía sino solamente café. Para demostrar que en Costa Rica sí había poetas, fue que don Máximo Fernández Alvarado publicó, en 1890,  La Lira Costarricense, primera antología poética de nuestro país.
El propio Rubén Darío escribió: "Costa Rica intelectual posee más savia que flores. Es un terreno en donde los poetas se dan mal. Un poeta, lo que se llama un Batres, para solo hablar de Centro América, no lo ha habido nunca, y creo que nunca lo habrá. Está en el ambiente el mal. En la gran muchedumbre de hombres de letras que ha habido y hay en aquel país, no surge una sola cabeza coronada del eterno y verde laurel."
Seguramente dolidos por este severo juicio, los poetas costarricenses publicaron con abundancia en los periódicos y revistas de la época, establecieron los certámenes literarios y pulieron sus creaciones para ver si algún día el nombre de uno de ellos podía alcanzar la altura del salvadoreño José Batres, citado por Darío y, tal vez, hasta la del propio Darío.
Los primeros Juegos Florales fueron convocados en 1909, con motivo de las fiestas de la Independencia, por la revista Páginas Ilustradas. El primer galardonado fue el poeta ramonense Lisímaco Chavarría. Posteriormente, obtuvieron el premio, entre otros Rogelio Sotela y Manuel Segura Méndez, pero fue en la edición de 1914, en que quedó de ganador Rafael Cardona, que los literatos ticos creyeron haber encontrado al gran poeta que tanto andaban buscando.
Rafael Cardona Jiménez, que había nacido en Cartago en 1892 y que moriría en México en 1973, era miembro de una familia de artistas, músicos y escritores. Su padre, Genaro Cardona Valverde, autor de la Esfinge del Sendero, era novelista. Su tío, Ismael Cardona Valverde, era violinista y compositor. Su hermano, Jorge Cardona Jiménez, padre del poeta Alfredo Cardona Peña y del escritor Alvaro Cardona Hine, escribió el libro Hombres y máquinas. Entre sus sobrinos de generaciones más recientes, destacan el compositor Alejandro Cardona y la violinista Dylana Jenson.
En el prólogo de Oro de la mañana, tras citar las palabras de Darío, Ricardo Fernández Guardia comenta orgulloso que el Príncipe de las Letras Castellanas tuvo ocasión de rectificar. En Guatemala, Darío tuvo oportunidad de leer el Poema de las piedras preciosas de Rafael Cardona, sobre el que hizo un juicio elogioso, como si por fin hubiera aparecido el poeta costarricense que creía que nunca llegaría. El comentario de Darío, en todo caso, debió haber sido manifestado de manera verbal al periodista Guillermo Vargas, que fue quien le presentó el poema. Oro de la mañana fue publicado en 1916, el mismo año de la muerte de Darío.
Poco después de la publicación de su primer libro, Rafael Cardona emigró a Guatemala, donde fue profesor de la Universidad de San Carlos y tuvo como discípulo a Edelberto Torres. Llegó a establecer amistad con el dictador Jorge Ubico, pero sus relaciones se agriaron cuando, en una acalorada discusión, Cardona le dijo a Ubico que era "un tigre de alfombra". El poeta se trasladó entonces a México, en los tiempos en que gobernaba Alvaro Obregón y José Vasconcelos era secretario de Educación. Hizo buenas migas con Vasconcelos y se dedicó a trabajar como periodista, primero en El demócrata y posteriormente en Excelsior, diario del que llegó a ser editorialista.
Además de Oro de la mañana, escribió otros dos libros de poesía: Medallones de la Conquista (1918) y Estirpe (1949), este último editado por Joaquín García Monge.
En 1972, por insistencia de su sobrino, el poeta Alfredo Cardona Peña, Rafael Cardona preparó una selección de poemas inéditos con miras a realizar una publicación. Cardona Peña hizo llegar el manuscrito a don Alberto Cañas quien, al año siguiente, lo publicó con el título de Obra Poética, bajo el sello de la Editorial Costa Rica. El poeta, lamentablemente, no vivió para ver su último libro impreso.
Rafael Cardona murió en México el 2 de febrero de 1973. Al día siguiente, en el periódico La Prensa, del Distrito Federal, apareció un artículo titulado Una pluma alada, en el que su autor, Rodulfo Garzunier, manifestaba su deseo de que "ojalá su obra, escrita y oculta a la publicidad, se dé a conocer ahora que no está él para oponerse."
Cardona Peña declara que su tío era un ermitaño de muy mal genio. Había estudiado a Marx y se declaraba socialista. Sin embargo, sostenía que su ideología era no tener ninguna. En una de las pocas ocasiones en que regresó a Costa Rica, intentó fundar un partido político para enfrentarse a don Ricardo Jiménez Oreamuno, a quien le criticaba hasta la sintaxis de sus discursos.
En sus últimos años se volvió muy religioso, no quería recibir a nadie, desconectó el teléfono de su casa y optó por dedicar gran parte del día a la oración.
El que se suponía que era el gran poeta costarricense que Darío creía que nunca iba a aparecer, acabó siendo olvidado. Sus poemas no se incluyen en antologías y su nombre solamente se menciona de pasada en la historia de la literatura costarricense. Hosco e intransigente ante las transformaciones de vanguardia, "Rafael fue", en palabras de su sobrino Cardona Peña, "pastor de su propia sombra, artífice de la soledad y recuerdo insomne de sus años de gloria." Para él, no tenía validez ningún movimiento posterior al modernismo y parnasianismo. Las nuevas generaciones de poetas, decía, "se encargaron de romper con la retórica, con los estados objetivos de conciencia, y vertieron el ácido corrosivo del sarcasmo y la burla al lustre milenario de la poesía."
Su Poema de las piedras preciosas, que en algún momento era recitado de memoria con gran deleite por sus admiradores, es un texto largo en que el diamante, el zafiro, la esmeralda, la amatista y el rubí, se describen a sí mismas. La Oda a Víctor Hugo y el poema titulado Macbeth, por su parte, hacen gala de erudición y destreza, pero no conmueven. Tal vez el único poema de Oro de la mañana que podría tocar alguna fibra de la sensibilidad de un lector moderno sea Las viejecitas, que viene con una dedicatoria a su amiga Carmen Lyra. En las páginas de este libro lo que se encuentra son versos de composición impecable, de rima y métrica perfectas, llenos de referencias clásicas, pero de la poesía se espera que sea mucho más que eso.
Si Rafael Cardona fue nuestro gran poeta modernista, definitivamente no alcanzó, ni de lejos, la gloria de Darío, de Batres, de Martí o de José Asunción Silva. Tal vez su vocación estuvo confundida. Quiso ser un gran poeta y fue reconocido como tal. Pero el título de "Gran poeta" es efímero, mientras que el título de poeta a secas, ya sea de poeta humilde, pero verdadero, es eterno.
INSC: 2195

domingo, 24 de septiembre de 2017

El diario de Monseñor Romero.

Monseñor Romero. Su Diario.
Mons. Oscar Arnulfo Romero.
Imprenta Criterio. El Salvador. 2000.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero (1917-1980) tenía la costumbre de llevar un diario en el que, cada noche, dejaba constancia de las actividades en que había participado durante el día, junto con breves comentarios y observaciones. Curiosamente, no lo escribía, sino que lo grababa en cassetes. Veinte años después de su trágica muerte, una trascripción completa de esas grabaciones fue publicada en San Salvador, por la Tipografía Criterio, con el título de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Su diario.
El señor Luis Canizales me envió un ejemplar y, gracias a su gentileza, pude conocer este documento, verdaderamente valioso, que permite comprender mejor el pensamiento del recordado arzobispo y las difíciles circunstancias en que le tocó ejercer su ministerio.
Más que un diario, es una agenda con anotaciones. Contra lo que un lector curioso desearía de primera entrada, el recuento de actividades es detallado mientras que las opiniones consignadas, en la mayoría de los casos, son escuetas. Sin embargo, la lectura del libro aclara muchos aspectos que deben destacarse.
En primer lugar, salta a la vista que Monseñor Romero era, ante todo, un cristiano profundamente piadoso y caritativo, que celebraba las festividades religiosas con recogimiento, se confesaba frecuentemente y administraba con gran gozo los sacramentos. Sus homilías dominicales, en que clamaba por el cese de la violencia en su país, han llegado a ser célebres. Pero en su diario deja constancia también del fervor con que el pueblo participaba de la devoción Eucarística en la Hora Santa, de su interés por devolver "a su debido honor" el culto al Sagrado Corazón de Jesús y de la alegría que experimentaba cuando había muchas comuniones los primeros viernes o al constatar que los jóvenes recibían, debidamente preparados, el sacramento de la Confirmación.
Era muy cercano a los jesuitas de la UCA, pero en el diario consta también su continua colaboración con las demás órdenes religiosas presentes en el país,  ya fueran claretianos, oratorianos de San Felipe Neri o franciscanos, así como con diversas organizaciones eclesiales como los Cursillos de Cristiandad o la Opus Dei. Monseñor Romero, que fue objeto de calumnias, muestra también su preocupación y solidaridad por las calumnias con que atacaban a la Opus Dei. Su interacción con el clero, el pueblo y los distintos grupos pastorales de su diócesis fue, o al menos él lo percibía así, bastante cordial y llena de confianza y armonía.
Con quienes no logró establecer una buena relación fue con los otros obispos del país. El obispo de San Miguel, Josué Eduardo Álvarez, el de Santa Ana, Marco René Revelo y el de San Vicente, Pedro Arnoldo Aparicio, no solo sostenían posiciones distintas a la suya, sino que criticaban severa y públicamente sus actuaciones y prédicas. En las reuniones de la Conferencia Episcopal las confrontaciones eran amargas y frecuentes. El Arzobispo Romero, que gozaba de gran prestigio dentro del episcopado mundial, solamente contaba con el respaldo del obispo de Santiago de María, Mons. Arturo Rivera Damas, ya que hasta a su propio obispo auxiliar, Monseñor Marcos Revelo, lo tenía en contra.
Cuando se reunían, dice Monseñor Romero, "ellos traían ya todo cocinado" y procedían a firmar manifiestos públicos en cuya redacción el arzobispo no había participado. En alguna ocasión, Romero se negó a suscribir los documentos de la Conferencia Episcopal y la ausencia de su firma hizo que la división de los obispos salvadoreños fuera conocida tanto dentro como fuera del país. Llegó el momento en que Romero decidió dejar de asistir a las reuniones. 
Pese a lo incómoda y hasta dolorosa que debió de haber sido esta situación para él, al referirse al tema no hay, en sus palabras, ni el más mínimo asomo de amargura. Aunque se entristece por "su afán de marginarme", ni siquiera cuestiona la posición de quienes, en todo momento, llama "mis hermanos obispos" y, al enterarse de una nueva intriga urdida por ellos en su contra, simplemente anota: "Le he pedido al Señor que nos permita estar superiores a estas miserias humanas de la Iglesia."
Monseñor Aparicio publicó en México un artículo en que culpaba a Monseñor Romero de la violencia en El Salvador. Sus "hermanos obispos" interpusieron una denuncia contra él ante la Santa Sede, en que lo acusaban hasta de faltas en asuntos de fe. A pesar de lo serio de las acusaciones, Romero confió a su diario que sentía "mucha paz." "Reconozco ante Dios mis deficiencias, pero creo que he trabajado con buena voluntad y lejos de las cosas graves que me acusan. En las cosas que pueda haber un error de mi parte, estoy dispuesto a corregir."
A diferencia de lo que ocurría en su país, a nivel internacional el prestigio de Monseñor Romero era enorme. Obispos y cardenales de Europa, norte, centro y Suramérica, constantemente le escribían, lo llamaban y lo visitaban. Cuando el cardenal Aloisio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza, Brasil, arribó a El Salvador, no estaba decidido dónde iban a hospedarlo. Las opciones que tenían preparadas eran la Nunciatura Apostólica o una casa de una familia adinerada. El brasileño declinó ambos ofrecimientos y solicitó que lo instalaran en el Seminario. Sin embargo, el mismo día de su llegada, al visitar a Monseñor Romero en la humilde habitación del Hospital de la Divina Providencia en que vivía, le dijo: "Aquí me quedo, porque así manifiesto que estoy contigo."
La agenda de Monseñor Romero era intensa. Celebraba dos misas diarias, cada día en distinto sitio, recorría comunidades, visitaba escuelas, conventos, oratorios y atendía a todas las personas que solicitaban hablar con él. En su lista de citas, audiencias y reuniones, no solamente había religiosos, curas, catequistas y miembros de grupos eclesiales, sino obreros, campesinos, retirados, amas de casa, víctimas de la violencia y personas de toda condición que se le aproximaban para escucharlo o ser escuchados. Dentro de la lista de visitantes llaman la atención, por su frecuencia, los embajadores y los periodistas. Varias veces a la semana, Monseñor Romero era entrevistado por la enviados especiales de periódicos y canales de televisión de Francia, Suiza, Holanda, Italia, Noruega, Canadá, Alemania, España, Estados Unidos, Finlandia y prácticamente todos los países de América Latina. Con gran sentido del humor, el arzobispo recuerda que un fotógrafo de una revista europea, no solo lo acompañó todo el día, sino que lo hizo posar largo rato en distintas posiciones "como si fuera un artista."
Los representantes diplomáticos acreditados en El Salvador, desde el embajador británico hasta el japonés, recurrían a él para empaparse de la situación del país. Muchos embajadores y miembros de misiones internacionales asistían también a la misa dominical de ocho de la mañana para escuchar sus homilías. El embajador de los Estados Unidos, que solía invitarlo a almorzar en su casa y, sin ser católico, asistía a los oficios de la catedral, le preguntó, el 11 de octubre de 1979, qué perspectivas a futuro tenía del gobierno. Monseñor Romero le respondió que él deseaba que se avanzara hacia una democracia pero que le parecía que más bien, en cualquier momento iba a haber un golpe de Estado. El sabio arzobispo salió profeta, porque el golpe de Estado ocurrió cinco días después.
Las citas con los embajadores, en todo caso, son lo más político del libro. Salvo dos encuentros con José Napoleón Duarte y uno con el senador norteamericano Tom Harkin, no aparecen reuniones con dirigentes de partidos, ni con líderes rebeldes, ni con funcionarios de gobierno. Romero, que ha sido acusado por unos y manipulado por otros, como una figura política, nunca prestó mayor atención a temas políticos en las páginas de su diario. Su comentario sobre la caída de Anastasio Somoza, en julio de 1979, ocupa en el libro una sola línea. En su diario queda clara, más bien, su aspiración de "una iglesia auténtica, sin compromisos con ninguna organización política."
Le preocupaba, eso sí, y mucho, la descomposición social de su país, en el que las protestas, las huelgas, las tomas de edificios, los secuestros, los asesinatos y hasta los ametrallamientos a sangre fría eran noticia cotidiana en aquella época. Romero intervenía como mediador en los conflictos sin tomar partido. Condenaba los hechos de violencia vinieran de donde vinieran. Recibía a los familiares de las víctimas, ya fuera que hubieran sufrido a manos del ejército o de los movimientos rebeldes. Llegó a escribir: "Ahora resulta que la izquierda se ha vuelto más represiva que las acciones que antes denunciaba."
En el diario se consignan sus recuerdos de cuatro viajes, dos a Europa, uno a México y otro a Costa Rica. En enero de 1979, cuando participó en la Conferencia del CELAM celebrada en Puebla, pese a haber sido acorralado constantemente por periodistas desde su arribo al aeropuerto, participó de las actividades con alegría, esperanza y recogimiento. Cuenta emocionado que en el autobús que los trasladaba al santuario de la Virgen de Guadalupe, los obispos, durante todo el trayecto, estuvieron rezando el rosario y cantando himnos marianos.
En Costa Rica, además de participar en el encuentro de obispos centroamericanos, celebrado en la Casa de Ejercicios Espirituales en Calle Blancos, tuvo oportunidad de relajarse con paseos por la ciudad de San José y una refrescante visita al que llamó "el hermoso balneario de Ojo de Agua."
Los recuerdos de sus viajes a Europa, especialmente al Vaticano, tienen un sabor agridulce. Siendo joven, cursó sus estudios en Roma, allí fue ordenado sacerdote y celebró su primera Misa. La ciudad, llena de recuerdos para él, era un sitio al que le gustaba volver, pero sus reuniones en la Curia, debido a los informes negativos que constantemente enviaban los otros obispos salvadoreños, eran tensas.  Cuenta que en la entrevista que sostuvo con Monseñor Buró, prefecto de la Congregación de los Obispos, el prelado lo sermoneó y casi no le permitió hablar, le ordenó que fuera prudente y que concentrara su predicación solamente en el Evangelio. Era consciente de que las altas autoridades de la Iglesia le tenían desconfianza, por lo que se presentaba con detallados informes y documentos que refutaban todas las acusaciones que se le hacían, pero no lograba conseguir que le pusieran atención.
El libro aclara un punto que ha sido objeto de especulaciones y tergiversaciones. Se dice que Monseñor Romero no recibió, de parte del papa Juan Pablo II, el mismo apoyo que le brindó siempre el papa Pablo VI. La relación del salvadoreño con ambos pontífices fue, de hecho, muy distinta.
De perfil, a la izquierda, Mons. Giovanni Battista Montini (Pablo VI).
Al centro, el Papa Pío XII y a la derecha, el joven Oscar Arnulfo Romero.
Al Papa Montini, Romero lo conocía, podría decirse, de toda la vida. Cuando el joven seminarista salvadoreño era estudiante en Roma, Monseñor Giovanni Battista Montini (el futuro Pablo VI) ocupaba el cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano. Era un hombre culto, activo y valiente (fue apaleado por hordas fascistas), dirigía la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana) y, pese a sus múltiples ocupaciones, encontraba tiempo para servir de guía, tanto espiritual como académica, a los jóvenes seminaristas de distintos países que estudiaban cerca de la Santa Sede. Romero no solo lo respetaba, lo admiraba y lo apreciaba, sino que, por tratarlo con frecuencia, llegó a considerarlo su amigo.  Fue Pablo VI, el papa que firmó los documentos del Concilio Vaticano II, el de la reforma litúrgica, el de la encíclica Populorum Progressio, el del Consejo Pontificio Justicia y Paz y el de la propuesta de compromiso social en la Iglesia de América Latina, planteada en Medellín, Colombia, quien decidió nombrar primero obispo auxiliar, luego obispo de Santiago de María y finalmente arzobispo metropolitano de San Salvador a Monseñor Romero. En numerosas ocasiones, cuando era acusado de progresista, reformador, comunista, rebelde y revolucionario, Monseñor Romero aclaraba que, en su línea pastoral, no hacía más que seguir los lineamientos del Concilio y del documento de Medellín, es decir, las enseñanzas de su admirado Papa Montini.
Al Papa Wojtyla, en cambio, solo tuvo oportunidad de hablarle dos veces y los encuentros no fueron precisamente muy armónicos ni comprensivos.
La última vez que Monseñor Romero se reunió con Pablo VI, el Papa lo tuvo
tomado de las manos durante toda la reunión,
En su diario Romero relata, con gran emoción, su último encuentro con Pablo VI, el 21 de junio de 1978, justo el día que se cumplían quince años de su elección como Papa. El anciano pontífice lo hizo sentarse a su lado, le tomó las dos manos con las suyas y se las mantuvo estrechadas fuertemente durante toda la entrevista. Sus palabras de despedida fueron: "Su trabajo no puede ser comprendido. Debe tener mucha paciencia y mucha fortaleza. Es difícil, en las circunstancias de su país, lograr unanimidad de pensamiento. Sin embargo, proceda con ánimo, con paciencia, con fuerza y con esperanza."
Romero le entregó una extensa carta. Días después, cuando se reunió con el Secretario de Estado Vaticano, Cardenal Agostino Casaroli, pudo ver esa carta sobre su escritorio, con anotaciones al margen del puño y letra del Papa.
La primera cita de Romero con Juan Pablo II, el 7 de mayo de 1980, fue algo muy distinto. En vez de manos entrelazadas, conversaron siguiendo una lista de temas escritos en un papel. El papa polaco, en vez de ánimo, paciencia, fuerza y esperanza, le recomendó equilibrio y prudencia. Le dijo que mantuviera su predicación en principios generales y que evitara hacer denuncias concretas. Monseñor Romero le respondió que, en circunstancias generales, él podía referirse a principios generales, pero que si le asesinaban sus sacerdotes, ese atropello, muy concreto, requería un pronunciamiento también concreto. La lista, por cierto, ya se estaba haciendo larga. Tras el asesinato del padre Rutilio Grande S.J., el ejército había matado al padre Alonso Navarro, al padre Rafael Ernesto Barrera, al padre Octavio Ortiz, al padre Rafael Palacios y al padre Napoleón Macías Rodríguez. El caso del padre Ortiz fue particularmente doloroso. Estaba predicando un retiro para jóvenes y los militares, creyendo que se trataba de una reunión de guerrilleros, volaron la puerta con una bomba y varios de los muchachos murieron en el ataque. El Papa le manifestó que, en las circunstancias del país, era importante que los obispos se mantuvieran unidos. Romero replicó que precisamente eso era lo que él más deseaba, pero que esa unión debía ser real y no fingida. Al final de la cita, el Papa le manifestó que se estaba considerando la posibilidad de nombrar desde Roma un administrador Sede Plena para la Diócesis de San Salvador. Romero no respondió. Estaba claro que no confiaban en él y, sin removerlo, pensaban nombrar a alguien que lo supervisara. La idea, por cierto, no se concretó. Días después, el cardenal Baggio le confió que era inviable, Ningún salvadoreño podría hacerlo y de nombrar a un obispo de otro país, en vez de unidad se generaría mayor ruptura. Romero consignó en su diario que esas palabras de Baggio aliviaron "la depresión que había sacado de la audiencia con el Papa."
El segundo encuentro, al año siguiente, no fue mucho mejor. Había pedido la audiencia con semanas de anticipación, mucho antes de salir de El Salvador, pero, al llegar a Roma, cuando iba a buscar a los encargados, le decían que habían salido o no estaban disponibles. Dejaba recados y no obtenía respuesta. Buscaba cardenales y ninguno estaba en su oficina o se encontraban demasiado ocupados para atenderlo. "Tal vez para la semana próxima", le decían, pero la agenda de Romero, que debía viajar a Bélgica a recoger un Doctorado Honoris Causa, no le permitía permanecer indefinidamente en Roma. "Me ha extrañado esa actitud", anota, "y hasta creo que no me la concedan", concluye resignado.
La reunión finalmente tuvo lugar el 30 de enero de 1980. El Papa, preocupado, le manifestó que tuviera en cuenta no solo la justicia social, sino el riesgo de un brote popular de izquierda que puede dar por resultado un mal para la Iglesia.
A pesar de la incomprensión, en el diario, Romero se refiere siempre a Juan Pablo II con gran afecto y devoción. Sin embargo, pese a que Juan Pablo II tenía ya año y medio de ser Papa cuando Romero murió, el arzobispo aún no había reemplazado el retrato de Pablo VI que mantenía en su residencia.
En El Salvador, la confrontación creció a ritmo acelerado. La emisora radial que transmitía sus homilías dominicales se llenó de interferencias. Como no lo podían escuchar por radio, la multitud que asistía a la misa de ocho de la mañana, no solo llenaba la catedral sino también la plaza de enfrente y las calles aledañas. 
Al enterarse que su hermano Gaspar había perdido un buen puesto de trabajo, Monseñor Romero registró en su diario su pesar porque su familia sufriera "las consecuencias por un deber profético que debo cumplir."
El país llevaba meses sumido en una escalada de violencia.  Hubo hasta ametrallamientos indiscriminado contra multitudes indefensas. Desde antes del golpe de Estado, los asesinatos se habían vuelto constantes. El Presidente Carlos Humberto Romero Mena, a quien le habían matado un hermano, quiso poner a disposición de Monseñor Romero una escolta y un vehículo blindado. El arzobispo rechazó el ofrecimiento porque, "andar yo seguro, cuando el pueblo sufre inseguridad, sería un antitestimonio."
Estaba claro que el asesinato del arzobispo era cuestión de tiempo. Hacía ya meses que eran frecuentes las llamadas anónimas con amenazas a su residencia. Hasta coroneles del ejército le decían que habían escuchado rumores de que había quienes habían decidido asesinarlo. El arzobispo húngaro Monseñor Lajos Kada, Nuncio Apostólico en Costa Rica, le escribió una carta preocupado porque se había enterado que su vida estaba en riesgo. Monseñor Kada viajó a El Salvador en un intento por acuerpar a todo el clero alrededor del arzobispo Romero, pero no logró su objetivo. En su diario, Monseñor Romero deja constancia de todas estas advertencias, pero no interrumpe su actividad habitual y continúa visitando comunidades, colegios y congregaciones. Queda claro que él sabía que el peligro era real, pero no se muestra preocupado, angustiado ni, mucho menos, dispuesto a abandonar su ministerio por garantizarse su seguridad personal. El año anterior, en una visita a las grutas vaticanas, con toda serenidad había hecho una oración profunda. Anotó en su diario que, rodeado de las tumbas de los primeros cristianos de Roma, le había pedido a Dios el valor de, si fuera necesario, morir como esos mártires.
La primera entrada del diario de monseñor Romero está fechada el 31 de marzo de 1978. El libro no explica la razón, pero del 3 de julio al 1 de octubre de 1978 no hay registros. La última anotación es del 20 de marzo de 1980. Monseñor Romero no registró nada en su diario los últimos cuatro días de su vida.
El 23 de marzo de 1980, Domingo de Ramos, el arzobispo hizo un llamamiento a los miembros del ejército y de la policía para que no atacaran a sus hermanos indefensos. En la tarde del día siguiente, fue asesinado, de un disparo en el pecho, en el altar de la capilla del Hospital de la Divina Providencia mientras celebraba la Misa. Para los creyentes católicos es conmovedor, hasta un nivel escalofriante, que su muerte haya ocurrido en el momento del Ofertorio. En la liturgia de la Misa, el sacerdote, tras presentar a Dios los dones de la tierra y del trabajo, se dirige a los fieles y les dice: "Orad hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro, sea agradable a Dios Padre Todopoderoso."  Y el pueblo responde: "El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de Su Nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia." Precisamente tras ese rezo, sonó el disparo.
Por el asesinato de Monseñor Romero, nadie fue investigado, nadie fue detenido, nadie fue acusado, nadie fue juzgado, nadie fue condenado.
INSC: 2739
Monseñor Oscar Arnulfo Romero, (1917-1980) Arzobispo de El Salvador.


viernes, 15 de septiembre de 2017

Arbol prohibido. Poesía de Marco Rodríguez Frese.

Arbol Prohibido. Marco Rodríguez Frese.
Impreso por Editorial Libros de México.
Premio del Ateneo Puertorriqueño. 1971. 
En el año 2005, durante I Festival de Poesía de Granada, Nicaragua, tuve el privilegio de conocer al poeta puertorriqueño Marcos Rodríguez Frese. Era un hombre simpático y jovial con quien compartí prolongadas conversaciones durante la semana que duró el encuentro. Debí confesarle, en el instante mismo en que fuimos presentados, que él era el primer poeta puertorriqueño que conocía. Le comenté que disfrutaba mucho las décimas de Salvador Tió, que era un gran admirador de Julia de Burgos y que había leído, naturalmente, a los tres Luises: Luis Llorens Torres, Luis Muñoz Rivera y Luis Pales Matos. Sin embargo, todos esos escritores habían muerto hacía ya varias décadas. De la poesía puertorriqueña de mediados del Siglo XX en adelante no conocía nada y ya estábamos en el Siglo XXI.
Marco, entonces, asumió la tarea de ponerme al día. Me habló de escritores, libros, grupos, revistas y movimientos literarios de los que nunca había escuchado hablar antes. Me aclaró que la poesía puertorriqueña, con el paso de los años, había ido tomando otros rumbos. Que aún se seguían leyendo los poemas clásicos, románticos, patrióticos y musicales de los modernistas y posmodernistas, pero que las nuevas generaciones (dentro de las cuales se incluía, pese a ser ya un señor de edad algo avanzada), habían optado por un lenguaje más llano y se ocupaban de temas más personales que regionales. Cuando, al escribir sobre temas amorosos, caían en lo cursi, lo hacían deliberadamente para darle al poema un toque irónico. Por la enorme belleza de la isla y la alta estima que los puertorriqueños tienen de su sociedad, el nacionalismo y los cantos al paisaje seguían apareciendo en la producción poética reciente pero tamizados con una nueva perspectiva.
La próxima vez que nos veamos”, me dijo, “Te voy a dar revistas y libros de poesía puertorriqueña moderna.” “Es más”, agregó, “te voy a regalar uno de los pocos ejemplares que me quedan de la primera edición de mi libro Arbol prohibido, que ganó el Premio del Ateneo Puertorriqueño en 1969.
A Carlos Porras con amistad y gratitud. Granada,
Nicaragua, 11 de febrero de 2006. Dedicatoria
que Marco escribió en el ejemplar que me obsequió
de Arbol Prohibido.
Su ofrecimiento me pareció muy amable y generoso, pero no creí que llegara a concretarse, ya que, cuando el encuentro terminó, Marco regresó a Puerto Rico y yo a Costa Rica sin que, pese a lo mucho que hablamos, llegáramos a intercambiar teléfonos, direcciones ni correos electrónicos.
Al año siguiente, 2006, de nuevo en Granada, Nicaragua, en el primer día del II Festival de Poesía, iba yo caminando por la Calle Atravesada cuando escuché que desde la acera en frente alguién gritó mi nombre y apellido. Era Marco. Tras el abrazo efusivo, mi amigo abrió su maletín y me dijo aquí: “Aquí está lo que te ofrecí.”
Publicado en México en 1971, Arbol prohibido es un libro breve y conciso en que el poeta, con voz serena, se refiere a su entorno más inmediato. Marco, quien aún no había cumplido los treinta años de edad cuando lo escribió, se muestra como un joven idealista, enamoradizo y soñador que mira con cierto desdén las intrascendentes escenas de la vida cotidiana. El lenguaje es contenido y no necesita, para manifestar emociones intensas, caer en excesos de vehemencia. Recurre de vez en cuando a uno que otro cultismo o referencia erudita y se permite, también, utilizar términos coloquiales, sin llegar, en ninguno de los dos casos, al abuso. Su poesía es de lenguaje tenue pero y emociones profundas.
Aunque Marco, miembro del grupo Guanajá, era asiduo participante en recitales, congresos y conferencias y sus poemas fueron publicados en revistas y antologías de numerosos países, solamente llegó a publicar dos libros: Arbol Prohibido y Todo el hombre, ambos en 1971, el mismo año en que se graduó de abogado. En el año 2012 publicó su antología personal titulada Redor poesía reunida 1968-2005.
Marco Rodríguez Frese nació en Cayey, en 1941, pero creció en Santurce. En su juventud fue Presidente de la Federación de Universitarios Pro Independencia de Puerto Rico. Además de poesía, escribió cuentos. En sus últimos años, fue vicepresidente del Festival de Poesía de Puerto Rico.
Durante casi una década, Marco y yo nos encontrábamos cada año, en el mes de febrero, en Granada, Nicaragua, para continuar nuestra charla inagotable sobre la poesía. Al despedirnos, en vez de dejarnos el número de teléfono o correo electrónico, simplemente decíamos “Después seguimos hablando"
Marco falleció el 8 de abril de 2014.
Pese a todo el contenido social o romántico de su obra, Marco fue, ante todo, un explorador de lo profundo que está detrás de las escenas cotidianas y un poeta dispuesto a mostrar el alto valor de hasta la más mínima experiencia humana.

Sentida nota de duelo
(Fragmento)


Supongo que está bien que continuemos
diciendo cuentos tristes a la noche,
repasando la mano a la esperanza,
tratando de creer que todo es pasajero.

Y en verdad que no es nuevo
andarse por las ramas.
Lo mismo se resignan esos pájaros
para los cuales hubo un invierno crudo
y no hubo migración y allá te quedas
sin las bien ponderadas coyunturas.

“Qué hermoso es, cuando hay sueño,
dormir bien... y roncar como un sochante...
y comer y engordar! Y que desgracia
que esto solo no baste!”

...Aunque, acepto, soy malagradecido,
porque tampoco me consuela el llanto.


INSC: 1997
Marco Rodríguez Frese (1941-2014) Poeta y narrador puertorriqueño

Esteban Lorenzo de Tristán. Fundador de Alajuela y del primer hospital en Costa Rica.

Esteban Lorenzo de Tristán fundador
de Alajuela. Ricardo Blanco Segura.
Museo Histórico Juan Santamaría,
Costa Rica, 1983
Esteban Lorenzo de Tristán y Esmerola, trigésimo cuarto obispo de Nicaragua y Costa Rica, permaneció todo el año de 1782 en Costa Rica, donde fundó dos escuelas y el primer hospital de la provincia, estableció la fiesta de la Virgen de los Angeles, así como la costumbre de la “pasada” y adquirió el terreno para la construcción de la primera ermita en Villa Hermosa, población que después pasaría a llamarse Alajuela.
Nacido en Jaén, Andalucía, España, el 13 de agosto de 1723, era chantre de la catedral de Guadix cuando, el 10 de febrero de 1775, fue nombrado obispo de Nicaragua y Costa Rica. Recibió la consagración episcopal de manos del obispo de Salamanca, en el convento de la Visitación en Madrid, el 14 de enero de 1776 y, con más de cincuenta años de edad, se embarcó para cruzar el Atlántico y tomó posesión de su sede, en León, Nicaragua, el 23 de marzo de 1777.
Apenas llegó, debió dedicarse a poner la casa en orden. Se encontró con situaciones y conductas que debían ser corregidas, especialmente en asuntos relativos a manejos de dinero. Su celo por la recta administración de bienes, así como su inflexible disciplina en materia de costumbres, lo llevó a establecer varios contenciosos judiciales contra quienes estaban malacostumbrados al relajo. Quedó claro, desde el primer momento, que el nuevo obispo era, además de piadoso y culto, severo y de armas tomar.
En 1780, Tristán concluyó la construcción de la imponente catedral de León, Nicaragua, el templo más grande del istmo centroamericano.
Esteban Lorenzo de Tristán.
(Jaen, España, 1723-San Juan de los Lagos, México, 1793)
Fue obispo de Nicaragua, Costa Rica, Durango y Guadalajara.
Tenía cuatro años en el cargo cuando decidió visitar Costa Rica, el más apartado territorio de su diócesis, donde vivían, repartidos en pequeñas poblaciones, unos cincuenta mil habitantes, atendidos por poco más de una docena de sacerdotes. La suya, en 1782, fue la novena visita de un obispo a Costa Rica. La anterior había sido la de Fray Mateo Navia y Bolaños, doce años antes, en 1760.
El 5 de enero de 1782 llegó a Nicoya, donde no fue bien recibido por el corregidor Feliciano Francisco Hagedorn. El cogerridor y el antiguo cura del poblado, José Eusebio Cordero, pese a haber tenido roces al inicio de su relación, acabaron disimulándose uno al otro sus trastadas. El gobernador no aceptó al nuevo sacerdote, Juan José Zeledón, ni permitió que se tocaran las campanas ni hubiera recibimiento especial alguno al obispo Tristán. El prelado no quiso hacer el pleito grande, se limitó a tomar nota de lo que allí ocurría y continuó su camino visitando Las Cañas, Bagaces, Guanacaste (hoy Liberia) y Esparza. Cuando llegó a Cartago, a principios de marzo, denunció a Hagedorn ante la Audiencia y el corregidor fue procesado en Guatemala, donde tuvo que pagar una multa de quinientos pesos.
José María de Peralta y la Vega.
(1763-1836). Fundador de la
familia Peralta en Costa Rica.
Español nacido en Jaen, Andalucía.
Llegó al país como miembro de la
comitiva de su paisano, el obispo
Esteban Lorenzo de Tristán.
Don Esteban Lorenzo de Tristán llegó a Costa Rica acompañado por una pequeña comitiva de cuatro paisanos andaluces, nacidos, al igual que él, en Jaén, España. Eran tres sacerdotes y un joven soltero, don José María Peralta de la Vega, nacido el 28 de setiembre de 1763, a quien por lo visto le gustó tanto Costa Rica que decidió quedarse a vivir en Cartago. Don José María es el fundador de la familia Peralta en Costa Rica, fue alcalde y regidor de Cartago y, tras la independencia, fue Presidente de la primera Junta Gubernativa, ministro de don Juan Mora Fernández y diputado constituyente en 1823 y 1825.
El 14 de agosto de 1782, Tristán ratificó el patronato de la Virgen de los Angeles, declaró obligatorio guardar el 2 de agosto y estableció la práctica de la pasada, que aún se conserva. Por la fiesta de la Negrita, los alrededores del santuario se llenaban de chinamos, ventas de comida y juegos. A Tristán le pareció inadecuado que la imagen permaneciera en un sitio tan ruidoso y, en vez de mover las fiestas a otra parte, decidió que la imagen permaneciera un mes en el templo parroquial. Durante ese mes, además, prohibió que el Santísimo fuera expuesto.
Un año antes de la visita de Tristán, los sacerdotes Fernando Arleguí y José Antonio de Bonilla habían intentado fundar una escuela en Cartago, pero su iniciativa no recibió ninguna ayuda por parte del ayuntamiento. Existía en ese tiempo una cofradía, adscrita a la Iglesia, que contaba con una casa que se había convertido en un centro social. Allí, diz que para recolectar fondos, se tocaba música, se bailaba, se bebía licor y se apostaba en juegos de azar. El severo obispo Tristán no tuvo que pensarlo mucho para tomar la decisión de desalojar el jolgorio y establecer, en esa casa, la escuela. Su intención era que, en un futuro, además de las primeras letras, se enseñara latín y filosofía, pero su sueño, lamentablemente, no pudo concretarse.
Tampoco tuvo mucha suerte con la fundación del primer hospital en Costa Rica, que Tristán decidió instalar en el espacioso convento de la Soledad, en Cartago. Como nunca había habido uno, el gobernador, los regidores, los curas y hasta los mismos vecinos, creían que un hospital no era necesario. A pesar de la resistencia, Tristán hizo que un pequeño grupo de hermanos de San Juan de Dios se establecieran en Costa Rica para hacerse cargo de la institución. Pese a la resistencia, Tristán se mantuvo firme en el empeño y, de vuelta en Nicaragua, depositó grandes sumas de dinero en favor del Hospital San Juan de Dios de Cartago que, precisamente por el desorden mismo que él pretendía corregir, nunca llegaron a su destino. El gobernador José Vásquez Tellez, propuso cerrar el hospital regentado por religiosos y, en su lugar, traer un médico que atendiera a los vecinos. Trajo entonces al italiano Stefano Curti, a quien había conocido en Madrid. Los hermanos de San Juan de Dios protestaron. Ellos tenían documentos que los certificaban como médicos y súbditos españoles, mientras que sobre Curti, que había ingresado con el nombre falso de Juan Aguilar, no se sabía nada. Curti, hay que decirlo, resultó ser un excelente médico. Sus curaciones eran tan asombrosas que fue acusado ante el Santo Oficio por hechicería.
Don Luis Méndez, vecino de Cartago, dejó en su testamento una partida de mil ochocientos pesos para el hospital, pero el albacea se negó a entregarla. En su lugar, solamente le dio al hospital las sábanas y las colchas viejas que habían pertenecido a Méndez. Cansados de enfrentarse a un ambiente tan hostil, los hermanos decidieron retirarse de Costa Rica. El primer Hospital San Juan de Dios, fundado por el obispo Tristán, funcionó en Cartago apenas doce años, de 1782 a 1794.
La Villa de San José, en tiempos de la visita de Tristán, ya había recibido nuevos vecinos, procedentes de Cartago, Heredia y Aserrí, quienes se dedicaban al cultivo de maíz, frijoles y trigo, así como a la crianza de ganado. El pueblo, que empezaba a crecer, tenía como cura al padre Manuel Antonio Chapuí de Torres.
El 18 de setiembre de 1782, don Juan Manuel del Corral, cura de Heredia, donde Tristán fundó una escuela, le solicitó al obispo que estableciera un pequeño oratorio para los vecinos de La Lajuela, Ciruelas, Targuases, Puás y Río Grande, que eran los cinco barrios más alejados de su parroquia. Tristán visitó la zona, habitada por doscientas sesenta y ocho personas y, con su propio dinero, compró el lote para instalar el templo. A Juan Antonio Núñez y a Isidro Cortés les pagó diceséis pesos a cada uno por media caballería de terreno. Núñez dio como limosna el solar para la plaza frente al templo. A Manuel Ruiz le pagó treinta pesos por la casa en que se instaló el oratorio. El 12 de octubre, fiesta de la Virgen del Pilar, Tristán bendijo el recinto y celebró la primera misa en Alajuela.
Tristán se aventuró más al norte e intentó ingresar al territorio de los Guatusos, en Río Frío, con la intención de poder cruzar hasta el lago de Nicaragua y visitar la isla de Ometepe, pero los indígenas lo recibieron de manera hostil y debió abortar el plan.
En diciembre de 1782, aún Tristán se encontraba en Cartago, pero en enero de 1783 ya estaba de vuelta de en su sede de León Nicaragua. Poco después, en setiembre de ese mismo año, Tristán fue nombrado obispo de Durango, México, donde permaneció casi una década. El 19 de abril de 1793, el Papa Pío VI lo nombró obispo de Guadalajara pero Tristán murió, en San Juan de los Lagos, el 10 de diciembre de ese mismo año, mientras iba en camino a su nueva diócesis.
Ricardo Blanco Segura.
(1932-2011)
Historiador.
En 1983, el Museo Histórico Juan Santamaría publicó el libro Esteban Lorenzo de Tristán, fundador de Alajuela, del historiador Ricardo Blanco Segura, en el que, además de una amena semblanza biográfica, se reproduce, en edición facsimilar, el acta de la fundación del oratorio de Alajuela y se incluyen importantes datos sobre la historia eclesiástica de Costa Rica, recopilados por Monseñor VíctorManuel Sanabria Martínez.
El padre Juan Manuel López del Corral, cura de Heredia, fue el encargado de levantar el templo de Alajuela, que fue bendecido el 12 de octubre de 1790. Ese mismo año, se inaguró el cementerio de Alajuela, la comunidad fue declarada parroquia y se comenzaron a registrar los bautizos, matrimonios y funerales en sus libros propios. El padre López del Corral fue el primer párroco.
Aunque la fundación oficial de la parroquia de Alajuela tuvo lugar el 12 de octubre de 1790, los alajuelenses la ubican ocho años antes, el 12 de octubre de 1782, día en que el obispo Tristán bendijo el oratorio y celebró la primera misa en el lugar. Fue a propósito del bicentenario, en 1982, que se publicó el libro sobre Esteban Lorenzo de Tristán, un personaje interesante y ciertamente poco recordado que, aunque estuvo en Costa Rica solamente un año, se preocupó por la educación, la salud y el bienestar material y espiritual de los habitantes de esta tierra.
INSC: 2422
Catedral de León Nicaragua. El templo más grandel del istmo centroamericano.
La construcción del edificio finalizó en 1780, durante el episcopado de Esteban
Lorenzo de Tristán. Sin embargo, los trabajos no se dieron por concluidos hasta
1814. La Catedral fue consagrada en 1860.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Rogelio Fernández Güell: periodista, poeta y revolucionario.

Rogelio Fernández Güell: escritor,
poeta y caballero andante. Eduardo
Oconitrillo García. Editorial Costa
Rica, 1980.
En Buenos Aires de Osa, en la mañana del 15 de marzo de 1918, Patrocinio Araya, cumpliendo la orden que había recibido de Joaquín Tinoco,  mató a Rogelio Fernández Güell, Joaquín Porras, Ricardo Rivera, Jeremías Garbanzo y Carlos Sancho. Al escuchar los disparos, el maestro salvadoreño Marcelino García Flamenco, que hacía apenas dos semanas había llegado a la comunidad para hacerse cargo de la escuela, suspendió las clases y fue a mirar lo que ocurría. Quienes habían ejecutado la matanza le permitieron tomar notas porque "de estas cosas es bueno que la gente se entere." García Flamenco denunció la crueldad de los hechos por la prensa, se unió a la lucha antinoquista y, eventualmente, también moriría de forma violenta mientras combatía contra la dictadura. 
Cuando fueron atrapados y asesinados, Fernández Güell y sus compañeros pretendían salir del país para integrarse al movimiento revolucionario que, contra los Tinoco, preparaban desde el exterior los hermanos Alfredo y Jorge Volio Jiménez. Años después, para honrar su memoria, a la avenida central de San José se le dio el nombre de Rogelio Fernández Güell.  
Aunque es recordado principalmente por su trágica muerte, la corta vida de Fernández Güell, quien no llegó a cumplir los treinta y dos años de edad, es verdaderamente fascinante. Periodista, viajero, escritor, poeta, político y espiritista, fundó periódicos, publicó libros, viajó por Europa y América y ocupó, durante la presidencia de su amigo Francisco Madero, el cargo de Director de la Biblioteca Nacional de México.
Un ameno y completo recuento de las facetas desconocidas u olvidadas de este interesante personaje se encuentra en el libro Rogelio Fernández Güell: escritor, poeta y caballero andante, de Eduardo Oconitrillo García, publicado por la Editorial Costa Rica en 1980.
En 1866, don Jaime Güell Ferrer, viudo español, arribó a Costa Rica junto con sus tres hijas Magdalena, Brígida y Carmen. Aunque esta última tenía apenas catorce años de edad, su belleza capturó la atención de Federico Fernández Oreamuno, solterón de cuarenta años, veterano de la guerra de 1856 contra los filibusteros y a quien le correspondió recibir a los inmigrantes recién llegados en el propio puerto de arribo. Casi de inmediato empezó el cortejo y al año siguiente se celebró la boda. El noveno hijo de este matrimonio, nacido el 4 de mayo de 1883, fue Rogelio Fernández Güell, quien tuvo como padrino de bautismo a su tío paterno, el por entonces Presidente de la República Próspero Fernández Oreamuno.
Rogelio era un niño inquieto, pero estudioso. Leía sin parar y llevaba los estudios a su manera. Don Carlos Gagini, director del Liceo de Costa Rica, fue su maestro y supo guiarlo con paciencia pero, en cuanto Gagini dejó la dirección del Liceo, Rogelio abandonó las aulas. Su formación intelectual, puramente autodidacta, tuvo como fuente, desde entonces, la amplia biblioteca familiar.
Con tan solo diecisiete años de edad fue a la cárcel por publicar artículos satíricos contra el presidente Rafael Yglesias Castro. Su aguda ironía le valdría, poco después, ser herido con un sable en un brazo. Antes de cumplir los veinte años, ya Fernández Güell había fundado dos periódicos, El Tiempo y El Derecho, en los que escudándose con pseudónimos, escribía artículos punzantes y profundos sobre la realidad nacional. Los periódicos, en aquel tiempo, no eran más que una hoja doblada a la mitad para formar cuatro páginas, de las cuales dos eran de anuncios comerciales y las otras dos de contenido. Sus cómplices en estas aventuras periodísticas eran, entre otros, Teodoro Yoyo Quirós, José María Zeledón, Alfredo González Flores y Claudio González Rucavado. a quienes los señorones de la época no dudaban en tildar de "chiquillos malcriados".
En 1904, en compañía de su primo Tomás Soley Güell, Rogelio viaja a Europa. En España, el joven poeta y periodista conoce a Benito Pérez Galdós, a Jacinto Benavente y, en compañía de José Santos Chocano, tiene el honor de pasar una tarde entera con Rubén Darío, quien, con verdadera nostalgia, le habla de Aquileo Echeverría, de Jorge Castro Fernández y de todos los amigos que hizo durante la temporada que vivió en Costa Rica. Durante toda la charla, Darío no recitó un solo poema y Fernández Güell, tras aquel único encuentro, guardaría la impresión de que el gran genio, Príncipe de las Letras Castellanas, era un hombre grave y discreto.
Rogelio Fernández Güell. (1883-1918).
Los versos de Fernández Güell habían pasado de ser ingenuos, satíricos o románticos, a profundamente filosóficos. Su espectro de lecturas se amplía durante su permanencia en Europa y, en 1906, dedicó un poema a León Tolstoi, a quien llama "enorme viejo triste/ solitario profeta/ hijo de la gran patria que agobia un duelo eterno."
Aunque codearse con literatos de renombre debió haber sido una experiencia inolvidable para un amante de la literatura, la persona más importante, a nivel personal, que conoció en Europa fue a la joven Rosa Serrano Soley, de Barcelona, con quien contrajo matrimonio el 15 de setiembre de 1906. Como la familia de ella, en un primer momento, se había opuesto a la boda, los recién casados decidieron establecerse en México.
Por influencias de su amigo Ignacio Mariscal, Rogelio Fernández Güell es nombrado cónsul general de México en Baltimore, Maryland, donde nace su primer hijo, Juan Rogelio y donde publica su obra Psiquis in velo. Cuando le indicaron que, para mantenerse en su puesto, debía renunciar a su ciudadanía costarricense y optar por la mexicana, Fernández Güell decide abandonar el cargo. Establece entonces una amistad estrecha con Francisco Madero y, en cuanto Madero llega a la Presidencia de México, Fernandez Güell se convierte en uno de sus colaboradores más cercanos.  En la ciudad de México, a pocos días de la toma de posesión de Madero, nace su segundo hijo, Federico.
En México funda el periódico Epoca y la revista filosófica Helios, en la que, por entregas, empieza a publicar su novela Lux et Umbra, que luego aparecería como libro en 1911.
Los poemas de Fernández Güell, al inicio satíricos y románticos y, posteriormente filosóficos, empiezan a cargarse de misticismo y espiritualidad. De esta época es el siguiente soneto:

A Dios


No puedo definir tu suma esencia
Señor, tampoco puedo comprenderte.
No indago, temeroso de perderte,
porque escapas al ojo de la ciencia.

Sé que es tuya y que riges la existencia,
que animas con tu soplo el polvo inerte,
y salvando el abismo de la muerte,
perpetuas y exaltas la conciencia.

Pues sé que justo eres, no te imploro.
En el bien, luz del alma, te adivino
y, más que en lo tangible, en él te adoro.

Comprendo mi ignorancia y mi flaqueza
y sé que reducir es desatino
al tamaño de un cráneo tu grandeza.

En 1912, tras haber sido electo Presidente de la Liga de Liprepensadores mexicanos, Fernández Güell publica una serie de ensayos sobre el espiritismo y la magia en las obras de William Shakespeare.
El presidente Madero nombra a Fernandez Güell jefe del departamento de publicaciones del museo de arqueologia, historia y etnología de la ciudad de México y, poco después, Director la Biblioteca Nacional de México. 
Cuando, en 1913, el presidente Madero es asesinado por Victoriano Huerta, Fernández Güell decide regresar a Costa Rica. En la estación de la Northern, además de sus parientes, que tenía largos años sin ver, lo esperan, para darle la bienvenida, sus viejos amigos, entre ellos, los líderes del partido Republicano Máximo Fernández Alvarado y Federico Tinoco Granados
Al año siguiente, don Alfredo González Flores, que había sido puesto en la Presidencia de la República tras una extraña maniobra política, nombra a Fernández Güell subsecretario de Gobernación. Siendo alto funcionario del gobierno, para contrarrestar las críticas que desde La Información y La Prensa Libre se le hacían a la administración de don Alfredo, Fernández Güell funda un periódico, irónicamente llamado El Imparcial. Escribe además su valiosa crónica Episodios de la Revolución Mexicana.
En 1916 realiza un largo viaje por Argentina, Chile y Brasil. Pasa luego a España, donde publica su último libro Plus Ultra, con prólogo de Jacinto Benavente. En Barcelona, nace su tercer hijo, Luis.
Fernández Güell estaba en Europa en enero de 1917, cuando Federico Tinoco derrocó a don Alfredo González Flores. Cuando regresó al país, ingresó a la Logia Masónica, en la que fue presentado por su primo Tomás Soley Güell y en la que tuvo como compañeros a Rogelio Sotela, Tomás Povedano, Moisés Vincenzi y José Fabio Garnier, entre otros.
De primera entrada, Fernández Güell no vio con malos ojos el gobierno de Tinoco, que había nombrado en puestos clave a las personas más competentes de la época. Fue electo diputado en la Asamblea Constituyente y se distinguió particularmente como opositor a la reinstauración de la pena de muerte. Una vez promulgada la nueva Constitución, Fernández Güell, al igual que los otros constituyentes, pasó a integrar el Congreso. Allí empezaron sus problemas con los hermanos Federico y Joaquín Tinoco. A pesar de la gran amistad que mantenía con ellos desde hacía largos años, Fernández Güell no podía dejar de denunciar los actos represivos, la corrupción y la violencia del régimen. En diciembre de 1917, los hermanos Alfredo y Jorge Volio, escondidos dentro de una carreta de bueyes, huyeron de Cartago y, tras un largo recorrido, lograron llegar a David, Panamá.
Fernández Güell, pese a ser diputado, no asistía al Congreso y andaba oculto porque sabía que su vida, al igual que la de Alfredo Volio, que fue víctima de un atentado en Llano Grande, corría peligro.
Manuel Zavaleta Volio. Sobrino de
Alfredo y Jorge Volio Jiménez, ayudó a
escapar de San José a Rogelio Fernández
Güell.
El Dr. Mariano Figueres Forges, padre de don Pepe, llevó en su automóvil a Fernández Güell hasta Curridabat, donde el párroco, el padre Ramón Junoy, lo mantuvo oculto por varios días. Luego, el padre Junoy vistió a Fernández Güell con una de sus sotanas y ambos hicieron a caballo el recorrido hasta Desamparados, donde fue alojado por el padre Manuel Zavaleta Volio, sobrino de Alfredo y Jorge. La idea era que Fernández Güell, Joaquín Porras, Jeremías Garbanzo y Ricardo Rivera, tomaran el camino a Copey de Dota para que luego avanzaran hacia el sur y buscaran alguna forma de llegar a Panamá. En San Isidro de El General, lograron liberar a Carlos Sancho Jiménez (hermano del escritor Mario Sancho), que estaba preso en la comandancia local. El final de la historia ya se sabe. En Buenos Aires de Osa todos fueron asesinados por Patrocinio Araya.
Tras la muerte de Fernández Güell, su esposa se trasladó con sus tres hijos a España. Los tres hijos, el nacido en Estados Unidos, el nacido en México y el nacido en Barcelona, combatieron en la Guerra Civil Española en el bando Republicano. El menor, Luis, murió prisionero en Barcelona. Los otros dos, una vez terminado el conflicto, establecieron su residencia en Palma de Mayorca. 
Hoy, la figura de Fernández Güell es recordada más por su trágica muerte que por su activa vida. Se recuerda al patriota que murió asesinado, pero pocos conocen al poeta, novelista, periodista, ensayista, espiritista, viajero y cronista de la revolución mexicana. La avenida central de San José lleva su nombre, pero sus libros, en Costa Rica, no se consiguen.
INSC: 0747

sábado, 9 de septiembre de 2017

Pedro Morel de Santa Cruz recorre Costa Rica en 1751.

Costa Rica en 1751, Informe de una visita.
Pedro Morel de Santa Cruz. Con notas del
obispo Bernardo Augusto Thiel. Fray Vernor
M. Rojas O.P. Convento La Dolorosa.
Costa Rica, 1994.
Las observaciones que el obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz (1694-1768) dejó escritas en el reporte de su visita a Costa Rica en 1751 confirman el aislamiento en que vivían los escasos pobladores durante la época de la Colonia. En su recorrido, no solo visitó Cartago, San José, Heredia, Quepo, Esparza, Bagaces, Las Cañas y Nicoya (Alajuela todavía no se había fundado), sino que llegó hasta sitios realmente alejados y de difícil acceso, como el valle de Matina, en el Caribe y Térraba, Boruca o Talamanca en el sur. Se detuvo también en pueblos pequeños,  como Barba, Aserrí, Pacaca, Curridabat, Tucurrique, Cot, Quircot, Ujarrás o el diminuto La Unión de Tres Ríos, que constaba entonces de siete casas de paja en las que vivían cuarenta indígenas traídos de Talamanca.
Lamentablemente, se desconoce la ruta que siguió. En su informe, empieza por Cartago, la capital, y va citando las poblaciones de mayor a menor. Es de suponer que haya entrado por el Pacífico y, tras recorrer la provincia, haya salido por tierra por el norte, rumbo a León, Nicaragua, que era su sede. Algunas versiones sostienen que el poblado de Santa Cruz, en Guanacaste, lleva ese nombre en honor al ilustre visitante, quien mostró gran interés por el progreso de la región. Frente al templo parroquial de Santa Cruz hay un busto del obispo Morel, pero el origen del nombre del lugar sigue discutiéndose.
Hijo de Pedro Morel de Santa Cruz y de María Catalina de Lora, Pedro Agustín nació en Santo Domingo, en la Isla Española (hoy República Dominicana) en 1694. Se dice que sus padres eran originarios de Santa Cruz de Tenerife, en las Islas Canarias. Muy joven viajó a Cuba, donde fue ordenado sacerdote el 24 de abril de 1718 y se destacó tanto por su dedicación al estudio como por su inmensa capacidad de trabajo. Tras ocupar diversos cargos curiales, en 1749 fue designado por el Papa Benedicto XIV como obispo de Nicaragua y Costa Rica. Recibió la consagración episcopal en Cartagena de Indias el 13 de setiembre de 1750 y, tras cruzar el istmo de Panamá, entró a Costa Rica a inicios de 1751.
Desde la primera mirada, debió de haber cosiderado su diócesis como tierra de misión. Santo Domingo, Santiago de Cuba y Cartagena de Indias ya eran, en aquella época, ciudades con edificios de sólida construcción, iglesias de altos campanarios y calles empedradas, en las que había escuelas, hospitales, cuarteles y mercados llenos de actividad. En Cartago, en cambio, se encontró cuatro iglesias sin torre, con las campanas quebradas, las paredes sucias y el techo lleno de goteras, rodeadas de un puñado de casas de adobe "que causan oscuridad y tristeza", apiñadas en un cuadrante de apenas seis calles de este a oeste y ocho de norte a sur. El terreno era pantanoso, la población se enfermaba con frecuencia y no había médico. La puerta norte de los templos nunca se abría por el frío y el hielo que entraba y un gobernador le describió el clima del lugar como "once meses de invierno y uno de infierno".
Pedro Agustín Morel de Santa Cruz. (1694-1768)
Obispo de Nicaragua y Costa Rica (1749-1753) Arzobispo de Santiago y
La Habana, Cuba (1754-1798). Recorrió Costa Rica en 1751.
En el barrio de Los Angeles, donde vivían segregados los mulatos, las casas eran de paja y no formaban calles pero, anota: "La reina del cielo, que tanto se esmera en favorecer a los humildes, les ha hecho la honra de habitar entre ellos." Morel de Santa Cruz describe la efigie de Nuestra Señora de los Angeles como "de una cuarta de alto". que se venera en una pequeña iglesia. Por iniciativa propia, el obispo Morel dotó de sagrario a las iglesias de la Soledad y de los Angeles y dispuso que el Santísimo permaneciera permanentemente allí. Antes, solamente estaba el templo parroquial.
En el censo que realizó, llegó a estimar la población de Cartago en cuatro mil doscientas ochenta y nueve personas y el día que administró el sacramento de la Confirmación, cerca de la mitad desfilaron ante él para recibirlo.
En Quircot contó cuarenta y cinco personas, en Tobosi, cuarenta y siete y en Cot, setenta y ocho. Todos, anotó, eran muy pobres. En Ujarrás, donde encontró cuatrocientas noventa y seis personas, confirmó a trescientas y, tras el almuerzo, en que disfrutó los bobos que pescó en el río, les enseñó a rezar el rosario. En Curridabat, de las treinta y seis familias que allí vivían, solamente dos estaban compuestas por criollos, las demás eran de indígenas. En Aserrí, de tan solo quinientos sesenta y siete personas, encontró la mejor iglesia de la provincia y un cuartel con ciento cuarenta y siete soldados, de los cuales setenta y dos tenían caballo.
Se ha hecho tristemente célebre el comentario de Morel sobre la iglesia dedicada a San José en la Villita de la Boca del Monte, a la que llama: "la más estrecha, humilde e indecente de cuantas vi en esa provincia."
Los indígenas de Pacaca, que todavía sacaban oro en los ríos de Santa Ana, para no presentarse desnudos ante el obispo, llegaron cubiertos con cortezas de árboles que, en opinión de Morel, "bien pueden servir de cilicio al más penitente".
Se alarmó al no encontrar en Heredia, con tres mil ciento dieciséis personas, a ningún joven que supiera leer y escribir, por lo que ordenó al cura establecer una escuela. Declara haber consagrado óleos en Heredia, por lo que es de suponer que fue allí donde celebró la Misa Crismal de Jueves Santo. En Barba, dice: "los pueblos son incomodados por unos vientos muy furiosos que, en soplando, se siente el mismo frío que en Cartago, pero en suspendiéndose, se introduce un calor que mortifica lo bastante y al mismo tiempo el clima es de todos húmedo."
En Cartago tuvo oportunidad de ver el volcán Irazú y, en su ruta al norte, los que llama "tres volcanes de fuego": Votos, Tenorio y Miravalles.
Dice que Esparza, que en el pasado fue centro importante de comercio, "es hoy en día la mayor desdicha del universo." En Las Cañas contó doce casas y en Bagaces, nueve.
Le llamó mucho la atención que los habitantes de la provincia levantaran sus casas lejos de los caminos. En su viaje, podía pasar el día entero sin encontrarse a nadie, pese a que la zona estaba poblada. Morel no comprende que "quieran evitar la comunicación y la sociedad humana" y se angustia al pensar que, al morir, acabaran sepultados en los campos como si fueran animales.
Cabe anotar que el obispo Bernardo Augusto Thiel, que observó el mismo fenómeno más de siglo y medio después, encontró una explicación distinta. Los habitantes construían sus casas lejos de los caminos, no por afán de aislarse, sino para estar más cerca de sus animales y cultivos.
Tal vez citadas fuera de contexto, las impresiones de Morel de Santa Cruz podrían parecer un tanto despectivas, pero si se lee su reporte completo queda claro que lo que más lo impresionó de Costa Rica fue la pobreza en que vivían los habitantes. Cultivaban la tierra y comían, pero no tenían herramientas, ni muebles. Vio a algunas mujeres elaborar tejidos de algodón y coser vestidos, pero la gran mayoría no tenía ropa que ponerse. Los curas eran escasos. En Cartago había uno y en San José no había. Tampoco contaban los pobladores con médicos ni con maestros. Los libros parroquiales eran llevados con descuido y, hasta su visita, los pocos curas no se preocupaban por realizar censos. En el Valle de Matina, visitó las plantaciones de cacao que no podían prosperar por las incursiones de los Zambos Mosquitos y, en Nicoya, menciona que se estableció un comercio de cebo, vía marítima, con Panamá, que acabó casi exterminando todo el ganado de la zona. 
Grabado de Pedro Morel de Santa Cruz.
Dice Morel que, en sus sermones, consolaba a los habitantes por su situación y, repitiendo el término, declara haber abandonado la provincia con el "desconsuelo" de que gente tan buena no pudiera vivir mejor. Aunque menciona yacimientos de oro en Santa Ana, Morel de Santa Cruz, curiosamente, atribuye el nombre de Costa Rica, a la enorme producción de perlas que hubo en el Pacífico. Cien años después de su visita, durante el gobierno de don Juan Rafael Mora Porras, todavía Costa Rica exportaba perlas. En todo caso, Morel cree que, en algún momento, si se abrieran caminos adecuados para el comercio, el fértil suelo de Costa Rica le permitiría a sus habitantes elevar su nivel de vida.
Morel de Santa Cruz tomó posesión de su sede, en León, Nicaragua, en 1752. Tal parece que también recorrió todo el territorio nicaragüense pero apenas estuvo un año en el cargo, durante el cual puso especial empeño en la construcción del Seminario Tridentino de León y tuvo la experiencia de vivir un fuerte terremoto. En 1753 fue nombrado obispo de Santiago de Cuba, a donde arribó en 1754. Fue Morel de Santa Cruz quien trasladó la sede arzobispal de Santiago a La Habana. Cuando, en 1762, La Habana fue ocupada por los ingleses, Morel se trasladó exiliado a San Agustín, Florida, donde permaneció hasta abril de 1763. En Florida, Morel aprendió el manejo de colmenas y, a su regreso a Cuba, introdujo la apicultura en la isla.
El 7 de marzo de 1767, Morel obtuvo el doctorado en Derecho Canónigo por la Universidad de La Habana. Ya para entonces estaba muy enfermo y había debido solicitar un obispo auxiliar para que le ayudara con el gobierno de la diócesis.
Pedro Agustín Morel de Santa Cruz murió el 30 de diciembre de 1768 y fue enterrado al día siguiente en la parroquia mayor de San Cristóbal de La Habana. Dicho templo fue demolido en 1777 y no se sabe a dónde fueron trasladados sus restos.
El informe que realizó Pedro Morel de Santa Cruz sobre su visita a Costa Rica, fechado el 8 setiembre de 1752, iba dirigido al rey de España Fernando VI. En algunas páginas, incluso, Morel se atreve a pedirle al monarca que favorezca el progreso de esta remota provincia. Una copia del informe, que estaba en los archivos de la curia de San José, fue hallada por Monseñor Bernardo Augusto Thiel, quien la publicó por entregas de febrero a octubre del año 1900 en la revista El Mensajero del Clero.  En 1994, Fray Vernor M. Rojas O.P., publicó un libro con el informe completo de Morel, así como con las esclarecedoras notas aclaratorias de Thiel que son tan interesantes y mucho más extensas que el texto que comenta.
INSC: 2738

sábado, 2 de septiembre de 2017

Artículos de José Marín Cañas.

Ensayos. José Marín Cañas.
Editorial Costa Rica. 1972.
Quienes lo conocieron en persona afirman que José Marín Cañas (1904-1980) era un contertulio inagotable. Siempre tenía algo que decir sobre cualquier tema que le propusieran, ya sea que lo conociera o no. Nacido en Costa Rica, apenas concluyó sus estudios en el Colegio Seminario y el Liceo de Costa Rica, partió a España, donde se graduó como ingeniero en la Academia de Artillería de Segovia. Publicó en España Lágrimas de acero (1928) y Tú la imposible (1931).
A su regreso al país, se matriculó en la Academia Santa Cecilia para estudiar música. Tocaba el violín en las proyecciones de cine mudo del Teatro América, así como en bailes y bodas. Se integró también a la radio como locutor y, en la emisora La Voz de la Víctor, fue el primer narrador y comentarista de partidos de fútbol en Costa Rica. Trabajó durante treinta años en la compañía Variedades, de la familia Urbini y, posteriormente, llegó a establecer su propia compañía de distribución de películas. 
En 1933, Marín Cañas funda el periódico vespertino La Hora, en el que, por entregas, publica su primera novela El Infierno Verde, sobre la guerra del Chacó entre Bolivia y Paraguay. Es importante anotar que el autor no tenía, sobre el conflicto, más información que la que consignaban los cables de las agencias de noticias y, sin haber estado nunca en el lugar de los hechos, se atrevió a escribir al respecto una obra de ficción.
Su novela Pedro Arnáez, de 1942, recibió elogios de Yolanda Oreamuno y ha sido considerada su obra mejor lograda. Pero más que la literatura, la actividad principal de Marín Cañas fue el periodismo. Escribió crónicas, entrevistas, semblanzas y artículos de opinión desde su más temprana juventud y, aunque estuvo una larga temporada fuera de las páginas de los diarios, retomó el oficio de columnista, en la Página 15 de La Nación, durante los últimos años de su vida.
Por iniciativa de Fabián Dobles, la Editorial Costa Rica publicó, en 1972, una serie de artículos de Marín Cañas que habían aparecido previamente en la prensa. La antología, titulada Ensayos, recoge catorce artículos, nueve ensayos y un réquiem. Al leerla, lo primero que salta a la vista es que el periodismo que practicó Marín Cañas, que tal parece era popular en su momento, es muy diferente al que se impuso luego. Sus artículos son extensos, pesados, divagatorios, caóticos, llenos de referencias inoportunas, poco precisos y saturados con muchísimas más palabras de las necesarias. Quienes en algún momento hemos colaborado con la prensa escrita, tenemos claro que el espacio es escaso y, por ello, la brevedad y la concisión son virtudes apreciadas. A Marín Cañas le cuesta ir al grano, los primeros párrafos de cada nota no hacen más que andarse por las ramas mientras se decide a entrar en materia. Una vez metido en el asunto, se distrae constantemente y divaga sobre sobre cualquier asunto que le salga al paso en su perorata. 
En la nota sobre Agustín Lara, menciona que una vez, en El Salvador, coincidió con él, pero "como ir a verle, entrevistarle y hacerle preguntas idiotas, me pareció indigno, corté con tijeras las entrevistas de los colegas salvadoreños, las copié en máquina, cambié las palabras y metí el paquete." Pese a esta confesión, verdaderamente grave en la ética del oficio, Marín Cañas logra pintar un retrato intenso del compositor mexicano, en el que subraya la gran tristeza que yacía tras el hombre rico, famoso y colmado de éxitos. El artículo sobre el General Charles Degaulle, pese a ser un panegírico meloso y rimbombante, también logra, de alguna manera, ofrecer una imagen bien trazada, tanto en el aspecto humano como en el histórico. Ambos escritos habrían ganado mucho si un editor severo les hubiera metido tijera.
José Marín Cañas (1904-1980).
El filósofo español Julián Marías mencionó que no compartía el entusiasmo generalizado que se había desatado en torno a la novela Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez. Marín Cañas leyó en la prensa esa escueta declaración y, en respuesta, escribió un largo alegato sobre la novela en España y América Latina, lleno de nombres y referencias, en que pretendió defender a los autores del Boom Latinoamericano, pero quedó enredado en sus propios mecates.
Como sabiamente decía el Dr. Roderich Thun, uno nunca debe ponerse a explicar algo que todavía no ha sido capaz de comprender completamente, pero tal parece que Marín Cañas no alcanzó a escuchar el consejo. Cristián Rodríguez y Constantino Láscaris, ambos doctores en Filosofía, se enfrascaron en una polémica en torno a Friedrich Hegel. Marín Cañas, que no tenía mayor conocimiento sobre el filósofo alemán, metió la cuchara y soltó una serie de artículos en los que resulta evidente que iba opinando conforme se iba enterando. En otros temas, fue capaz, incluso, de escribir párrafos y más párrafos sobre Topo Gigio, el ratoncito de la televisión.
Llamar ensayos a estos escritos de Marín Cañas es, por decir lo menos, una ligereza. Uno de los más extensos y, también, de los más insoportables de leer, se titula La operación de la postdata, en el que, con un tono que pretende ser humorístico, el autor relata los pormenores de su cirugía de próstata.
El Réquiem que cierra el libro no es mucho mejor. Se trata de la conferencia que Marín Cañas pronunció en el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica, en homenaje a Calos Luis Fallas, a quien, según el mismo confiesa, solamente vio dos veces en su vida. El propio Marín Cañas cuenta que cuando alguien le pidió a Fallas su opinión sobre los libros de Marín Cañas, Calufa respondió: "Esos libros no me interesan, porque son producto de la fantasía. Para mí solo tiene valor la realidad."
Aparte de esta anéctoda, Marín Cañas no tuvo mayor cosa que agregar sobre la obra de Fallas y se dedicó a soltar generalidades sin pies ni cabeza sobre la literatura costarricense.
Sinceramente, no logro comprender cómo los escritos de José Marín Cañas lograron alcanzar la popularidad que tuvieron en su momento. Salvo Pedro Arnáez, que fue lectura obligatoria para estudiantes de secundaria durante un tiempo, ninguno de sus otros libros siguió leyéndose tras su muerte. 
Escribir una novela sobre una guerra en la que no estuvo presente, publicar una entrevista que no realizó, terciar en una polémica sobre un tema que le era desconocido y dictar una conferencia en homenaje a un escritor cuya obra apenas le era ligeramente familiar, son atrevimientos más que audaces. Tras leer la recopilación de escritos periodísticos de Marín Cañas, no solo he confirmado la afirmación que de él hacían sus contertulios ("siempre tenía algo que decir sobre cualquier tema que le propusieran, ya sea que lo conociera o no") sino, más aún, me he convencido que acostumbraba hacer uso de la palabra incluso cuando no tenía nada que decir.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...