domingo, 24 de septiembre de 2017

El diario de Monseñor Romero.

Monseñor Romero. Su Diario.
Mons. Oscar Arnulfo Romero.
Imprenta Criterio. El Salvador. 2000.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero (1917-1980) tenía la costumbre de llevar un diario en el que, cada noche, dejaba constancia de las actividades en que había participado durante el día, junto con breves comentarios y observaciones. Curiosamente, no lo escribía, sino que lo grababa en cassetes. Veinte años después de su trágica muerte, una trascripción completa de esas grabaciones fue publicada en San Salvador, por la Tipografía Criterio, con el título de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Su diario.
El señor Luis Canizales me envió un ejemplar y, gracias a su gentileza, pude conocer este documento, verdaderamente valioso, que permite comprender mejor el pensamiento del recordado arzobispo y las difíciles circunstancias en que le tocó ejercer su ministerio.
Más que un diario, es una agenda con anotaciones. Contra lo que un lector curioso desearía de primera entrada, el recuento de actividades es detallado mientras que las opiniones consignadas, en la mayoría de los casos, son escuetas. Sin embargo, la lectura del libro aclara muchos aspectos que deben destacarse.
En primer lugar, salta a la vista que Monseñor Romero era, ante todo, un cristiano profundamente piadoso y caritativo, que celebraba las festividades religiosas con recogimiento, se confesaba frecuentemente y administraba con gran gozo los sacramentos. Sus homilías dominicales, en que clamaba por el cese de la violencia en su país, han llegado a ser célebres. Pero en su diario deja constancia también del fervor con que el pueblo participaba de la devoción Eucarística en la Hora Santa, de su interés por devolver "a su debido honor" el culto al Sagrado Corazón de Jesús y de la alegría que experimentaba cuando había muchas comuniones los primeros viernes o al constatar que los jóvenes recibían, debidamente preparados, el sacramento de la Confirmación.
Era muy cercano a los jesuitas de la UCA, pero en el diario consta también su continua colaboración con las demás órdenes religiosas presentes en el país,  ya fueran claretianos, oratorianos de San Felipe Neri o franciscanos, así como con diversas organizaciones eclesiales como los Cursillos de Cristiandad o la Opus Dei. Monseñor Romero, que fue objeto de calumnias, muestra también su preocupación y solidaridad por las calumnias con que atacaban a la Opus Dei. Su interacción con el clero, el pueblo y los distintos grupos pastorales de su diócesis fue, o al menos él lo percibía así, bastante cordial y llena de confianza y armonía.
Con quienes no logró establecer una buena relación fue con los otros obispos del país. El obispo de San Miguel, Josué Eduardo Álvarez, el de Santa Ana, Marco René Revelo y el de San Vicente, Pedro Arnoldo Aparicio, no solo sostenían posiciones distintas a la suya, sino que criticaban severa y públicamente sus actuaciones y prédicas. En las reuniones de la Conferencia Episcopal las confrontaciones eran amargas y frecuentes. El Arzobispo Romero, que gozaba de gran prestigio dentro del episcopado mundial, solamente contaba con el respaldo del obispo de Santiago de María, Mons. Arturo Rivera Damas, ya que hasta a su propio obispo auxiliar, Monseñor Marcos Revelo, lo tenía en contra.
Cuando se reunían, dice Monseñor Romero, "ellos traían ya todo cocinado" y procedían a firmar manifiestos públicos en cuya redacción el arzobispo no había participado. En alguna ocasión, Romero se negó a suscribir los documentos de la Conferencia Episcopal y la ausencia de su firma hizo que la división de los obispos salvadoreños fuera conocida tanto dentro como fuera del país. Llegó el momento en que Romero decidió dejar de asistir a las reuniones. 
Pese a lo incómoda y hasta dolorosa que debió de haber sido esta situación para él, al referirse al tema no hay, en sus palabras, ni el más mínimo asomo de amargura. Aunque se entristece por "su afán de marginarme", ni siquiera cuestiona la posición de quienes, en todo momento, llama "mis hermanos obispos" y, al enterarse de una nueva intriga urdida por ellos en su contra, simplemente anota: "Le he pedido al Señor que nos permita estar superiores a estas miserias humanas de la Iglesia."
Monseñor Aparicio publicó en México un artículo en que culpaba a Monseñor Romero de la violencia en El Salvador. Sus "hermanos obispos" interpusieron una denuncia contra él ante la Santa Sede, en que lo acusaban hasta de faltas en asuntos de fe. A pesar de lo serio de las acusaciones, Romero confió a su diario que sentía "mucha paz." "Reconozco ante Dios mis deficiencias, pero creo que he trabajado con buena voluntad y lejos de las cosas graves que me acusan. En las cosas que pueda haber un error de mi parte, estoy dispuesto a corregir."
A diferencia de lo que ocurría en su país, a nivel internacional el prestigio de Monseñor Romero era enorme. Obispos y cardenales de Europa, norte, centro y Suramérica, constantemente le escribían, lo llamaban y lo visitaban. Cuando el cardenal Aloisio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza, Brasil, arribó a El Salvador, no estaba decidido dónde iban a hospedarlo. Las opciones que tenían preparadas eran la Nunciatura Apostólica o una casa de una familia adinerada. El brasileño declinó ambos ofrecimientos y solicitó que lo instalaran en el Seminario. Sin embargo, el mismo día de su llegada, al visitar a Monseñor Romero en la humilde habitación del Hospital de la Divina Providencia en que vivía, le dijo: "Aquí me quedo, porque así manifiesto que estoy contigo."
La agenda de Monseñor Romero era intensa. Celebraba dos misas diarias, cada día en distinto sitio, recorría comunidades, visitaba escuelas, conventos, oratorios y atendía a todas las personas que solicitaban hablar con él. En su lista de citas, audiencias y reuniones, no solamente había religiosos, curas, catequistas y miembros de grupos eclesiales, sino obreros, campesinos, retirados, amas de casa, víctimas de la violencia y personas de toda condición que se le aproximaban para escucharlo o ser escuchados. Dentro de la lista de visitantes llaman la atención, por su frecuencia, los embajadores y los periodistas. Varias veces a la semana, Monseñor Romero era entrevistado por la enviados especiales de periódicos y canales de televisión de Francia, Suiza, Holanda, Italia, Noruega, Canadá, Alemania, España, Estados Unidos, Finlandia y prácticamente todos los países de América Latina. Con gran sentido del humor, el arzobispo recuerda que un fotógrafo de una revista europea, no solo lo acompañó todo el día, sino que lo hizo posar largo rato en distintas posiciones "como si fuera un artista."
Los representantes diplomáticos acreditados en El Salvador, desde el embajador británico hasta el japonés, recurrían a él para empaparse de la situación del país. Muchos embajadores y miembros de misiones internacionales asistían también a la misa dominical de ocho de la mañana para escuchar sus homilías. El embajador de los Estados Unidos, que solía invitarlo a almorzar en su casa y, sin ser católico, asistía a los oficios de la catedral, le preguntó, el 11 de octubre de 1979, qué perspectivas a futuro tenía del gobierno. Monseñor Romero le respondió que él deseaba que se avanzara hacia una democracia pero que le parecía que más bien, en cualquier momento iba a haber un golpe de Estado. El sabio arzobispo salió profeta, porque el golpe de Estado ocurrió cinco días después.
Las citas con los embajadores, en todo caso, son lo más político del libro. Salvo dos encuentros con José Napoleón Duarte y uno con el senador norteamericano Tom Harkin, no aparecen reuniones con dirigentes de partidos, ni con líderes rebeldes, ni con funcionarios de gobierno. Romero, que ha sido acusado por unos y manipulado por otros, como una figura política, nunca prestó mayor atención a temas políticos en las páginas de su diario. Su comentario sobre la caída de Anastasio Somoza, en julio de 1979, ocupa en el libro una sola línea. En su diario queda clara, más bien, su aspiración de "una iglesia auténtica, sin compromisos con ninguna organización política."
Le preocupaba, eso sí, y mucho, la descomposición social de su país, en el que las protestas, las huelgas, las tomas de edificios, los secuestros, los asesinatos y hasta los ametrallamientos a sangre fría eran noticia cotidiana en aquella época. Romero intervenía como mediador en los conflictos sin tomar partido. Condenaba los hechos de violencia vinieran de donde vinieran. Recibía a los familiares de las víctimas, ya fuera que hubieran sufrido a manos del ejército o de los movimientos rebeldes. Llegó a escribir: "Ahora resulta que la izquierda se ha vuelto más represiva que las acciones que antes denunciaba."
En el diario se consignan sus recuerdos de cuatro viajes, dos a Europa, uno a México y otro a Costa Rica. En enero de 1979, cuando participó en la Conferencia del CELAM celebrada en Puebla, pese a haber sido acorralado constantemente por periodistas desde su arribo al aeropuerto, participó de las actividades con alegría, esperanza y recogimiento. Cuenta emocionado que en el autobús que los trasladaba al santuario de la Virgen de Guadalupe, los obispos, durante todo el trayecto, estuvieron rezando el rosario y cantando himnos marianos.
En Costa Rica, además de participar en el encuentro de obispos centroamericanos, celebrado en la Casa de Ejercicios Espirituales en Calle Blancos, tuvo oportunidad de relajarse con paseos por la ciudad de San José y una refrescante visita al que llamó "el hermoso balneario de Ojo de Agua."
Los recuerdos de sus viajes a Europa, especialmente al Vaticano, tienen un sabor agridulce. Siendo joven, cursó sus estudios en Roma, allí fue ordenado sacerdote y celebró su primera Misa. La ciudad, llena de recuerdos para él, era un sitio al que le gustaba volver, pero sus reuniones en la Curia, debido a los informes negativos que constantemente enviaban los otros obispos salvadoreños, eran tensas.  Cuenta que en la entrevista que sostuvo con Monseñor Buró, prefecto de la Congregación de los Obispos, el prelado lo sermoneó y casi no le permitió hablar, le ordenó que fuera prudente y que concentrara su predicación solamente en el Evangelio. Era consciente de que las altas autoridades de la Iglesia le tenían desconfianza, por lo que se presentaba con detallados informes y documentos que refutaban todas las acusaciones que se le hacían, pero no lograba conseguir que le pusieran atención.
El libro aclara un punto que ha sido objeto de especulaciones y tergiversaciones. Se dice que Monseñor Romero no recibió, de parte del papa Juan Pablo II, el mismo apoyo que le brindó siempre el papa Pablo VI. La relación del salvadoreño con ambos pontífices fue, de hecho, muy distinta.
De perfil, a la izquierda, Mons. Giovanni Battista Montini (Pablo VI).
Al centro, el Papa Pío XII y a la derecha, el joven Oscar Arnulfo Romero.
Al Papa Montini, Romero lo conocía, podría decirse, de toda la vida. Cuando el joven seminarista salvadoreño era estudiante en Roma, Monseñor Giovanni Battista Montini (el futuro Pablo VI) ocupaba el cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano. Era un hombre culto, activo y valiente (fue apaleado por hordas fascistas), dirigía la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana) y, pese a sus múltiples ocupaciones, encontraba tiempo para servir de guía, tanto espiritual como académica, a los jóvenes seminaristas de distintos países que estudiaban cerca de la Santa Sede. Romero no solo lo respetaba, lo admiraba y lo apreciaba, sino que, por tratarlo con frecuencia, llegó a considerarlo su amigo.  Fue Pablo VI, el papa que firmó los documentos del Concilio Vaticano II, el de la reforma litúrgica, el de la encíclica Populorum Progressio, el del Consejo Pontificio Justicia y Paz y el de la propuesta de compromiso social en la Iglesia de América Latina, planteada en Medellín, Colombia, quien decidió nombrar primero obispo auxiliar, luego obispo de Santiago de María y finalmente arzobispo metropolitano de San Salvador a Monseñor Romero. En numerosas ocasiones, cuando era acusado de progresista, reformador, comunista, rebelde y revolucionario, Monseñor Romero aclaraba que, en su línea pastoral, no hacía más que seguir los lineamientos del Concilio y del documento de Medellín, es decir, las enseñanzas de su admirado Papa Montini.
Al Papa Wojtyla, en cambio, solo tuvo oportunidad de hablarle dos veces y los encuentros no fueron precisamente muy armónicos ni comprensivos.
La última vez que Monseñor Romero se reunió con Pablo VI, el Papa lo tuvo
tomado de las manos durante toda la reunión,
En su diario Romero relata, con gran emoción, su último encuentro con Pablo VI, el 21 de junio de 1978, justo el día que se cumplían quince años de su elección como Papa. El anciano pontífice lo hizo sentarse a su lado, le tomó las dos manos con las suyas y se las mantuvo estrechadas fuertemente durante toda la entrevista. Sus palabras de despedida fueron: "Su trabajo no puede ser comprendido. Debe tener mucha paciencia y mucha fortaleza. Es difícil, en las circunstancias de su país, lograr unanimidad de pensamiento. Sin embargo, proceda con ánimo, con paciencia, con fuerza y con esperanza."
Romero le entregó una extensa carta. Días después, cuando se reunió con el Secretario de Estado Vaticano, Cardenal Agostino Casaroli, pudo ver esa carta sobre su escritorio, con anotaciones al margen del puño y letra del Papa.
La primera cita de Romero con Juan Pablo II, el 7 de mayo de 1980, fue algo muy distinto. En vez de manos entrelazadas, conversaron siguiendo una lista de temas escritos en un papel. El papa polaco, en vez de ánimo, paciencia, fuerza y esperanza, le recomendó equilibrio y prudencia. Le dijo que mantuviera su predicación en principios generales y que evitara hacer denuncias concretas. Monseñor Romero le respondió que, en circunstancias generales, él podía referirse a principios generales, pero que si le asesinaban sus sacerdotes, ese atropello, muy concreto, requería un pronunciamiento también concreto. La lista, por cierto, ya se estaba haciendo larga. Tras el asesinato del padre Rutilio Grande S.J., el ejército había matado al padre Alonso Navarro, al padre Rafael Ernesto Barrera, al padre Octavio Ortiz, al padre Rafael Palacios y al padre Napoleón Macías Rodríguez. El caso del padre Ortiz fue particularmente doloroso. Estaba predicando un retiro para jóvenes y los militares, creyendo que se trataba de una reunión de guerrilleros, volaron la puerta con una bomba y varios de los muchachos murieron en el ataque. El Papa le manifestó que, en las circunstancias del país, era importante que los obispos se mantuvieran unidos. Romero replicó que precisamente eso era lo que él más deseaba, pero que esa unión debía ser real y no fingida. Al final de la cita, el Papa le manifestó que se estaba considerando la posibilidad de nombrar desde Roma un administrador Sede Plena para la Diócesis de San Salvador. Romero no respondió. Estaba claro que no confiaban en él y, sin removerlo, pensaban nombrar a alguien que lo supervisara. La idea, por cierto, no se concretó. Días después, el cardenal Baggio le confió que era inviable, Ningún salvadoreño podría hacerlo y de nombrar a un obispo de otro país, en vez de unidad se generaría mayor ruptura. Romero consignó en su diario que esas palabras de Baggio aliviaron "la depresión que había sacado de la audiencia con el Papa."
El segundo encuentro, al año siguiente, no fue mucho mejor. Había pedido la audiencia con semanas de anticipación, mucho antes de salir de El Salvador, pero, al llegar a Roma, cuando iba a buscar a los encargados, le decían que habían salido o no estaban disponibles. Dejaba recados y no obtenía respuesta. Buscaba cardenales y ninguno estaba en su oficina o se encontraban demasiado ocupados para atenderlo. "Tal vez para la semana próxima", le decían, pero la agenda de Romero, que debía viajar a Bélgica a recoger un Doctorado Honoris Causa, no le permitía permanecer indefinidamente en Roma. "Me ha extrañado esa actitud", anota, "y hasta creo que no me la concedan", concluye resignado.
La reunión finalmente tuvo lugar el 30 de enero de 1980. El Papa, preocupado, le manifestó que tuviera en cuenta no solo la justicia social, sino el riesgo de un brote popular de izquierda que puede dar por resultado un mal para la Iglesia.
A pesar de la incomprensión, en el diario, Romero se refiere siempre a Juan Pablo II con gran afecto y devoción. Sin embargo, pese a que Juan Pablo II tenía ya año y medio de ser Papa cuando Romero murió, el arzobispo aún no había reemplazado el retrato de Pablo VI que mantenía en su residencia.
En El Salvador, la confrontación creció a ritmo acelerado. La emisora radial que transmitía sus homilías dominicales se llenó de interferencias. Como no lo podían escuchar por radio, la multitud que asistía a la misa de ocho de la mañana, no solo llenaba la catedral sino también la plaza de enfrente y las calles aledañas. 
Al enterarse que su hermano Gaspar había perdido un buen puesto de trabajo, Monseñor Romero registró en su diario su pesar porque su familia sufriera "las consecuencias por un deber profético que debo cumplir."
El país llevaba meses sumido en una escalada de violencia.  Hubo hasta ametrallamientos indiscriminado contra multitudes indefensas. Desde antes del golpe de Estado, los asesinatos se habían vuelto constantes. El Presidente Carlos Humberto Romero Mena, a quien le habían matado un hermano, quiso poner a disposición de Monseñor Romero una escolta y un vehículo blindado. El arzobispo rechazó el ofrecimiento porque, "andar yo seguro, cuando el pueblo sufre inseguridad, sería un antitestimonio."
Estaba claro que el asesinato del arzobispo era cuestión de tiempo. Hacía ya meses que eran frecuentes las llamadas anónimas con amenazas a su residencia. Hasta coroneles del ejército le decían que habían escuchado rumores de que había quienes habían decidido asesinarlo. El arzobispo húngaro Monseñor Lajos Kada, Nuncio Apostólico en Costa Rica, le escribió una carta preocupado porque se había enterado que su vida estaba en riesgo. Monseñor Kada viajó a El Salvador en un intento por acuerpar a todo el clero alrededor del arzobispo Romero, pero no logró su objetivo. En su diario, Monseñor Romero deja constancia de todas estas advertencias, pero no interrumpe su actividad habitual y continúa visitando comunidades, colegios y congregaciones. Queda claro que él sabía que el peligro era real, pero no se muestra preocupado, angustiado ni, mucho menos, dispuesto a abandonar su ministerio por garantizarse su seguridad personal. El año anterior, en una visita a las grutas vaticanas, con toda serenidad había hecho una oración profunda. Anotó en su diario que, rodeado de las tumbas de los primeros cristianos de Roma, le había pedido a Dios el valor de, si fuera necesario, morir como esos mártires.
La primera entrada del diario de monseñor Romero está fechada el 31 de marzo de 1978. El libro no explica la razón, pero del 3 de julio al 1 de octubre de 1978 no hay registros. La última anotación es del 20 de marzo de 1980. Monseñor Romero no registró nada en su diario los últimos cuatro días de su vida.
El 23 de marzo de 1980, Domingo de Ramos, el arzobispo hizo un llamamiento a los miembros del ejército y de la policía para que no atacaran a sus hermanos indefensos. En la tarde del día siguiente, fue asesinado, de un disparo en el pecho, en el altar de la capilla del Hospital de la Divina Providencia mientras celebraba la Misa. Para los creyentes católicos es conmovedor, hasta un nivel escalofriante, que su muerte haya ocurrido en el momento del Ofertorio. En la liturgia de la Misa, el sacerdote, tras presentar a Dios los dones de la tierra y del trabajo, se dirige a los fieles y les dice: "Orad hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro, sea agradable a Dios Padre Todopoderoso."  Y el pueblo responde: "El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de Su Nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia." Precisamente tras ese rezo, sonó el disparo.
Por el asesinato de Monseñor Romero, nadie fue investigado, nadie fue detenido, nadie fue acusado, nadie fue juzgado, nadie fue condenado.
INSC: 2739
Monseñor Oscar Arnulfo Romero, (1917-1980) Arzobispo de El Salvador.


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