Los raros. Rubén Darío. Editorial Maucci, Barcelona, 1905. |
Al leer reseñas de libros o semblanzas de autores, es común tropezarse con títulos y nombres totalmente desconocidos. Con frecuencia, en esos casos, sorprende el entusiasmo y la admiración que es capaz de generar una obra o un escritor cuya fama es casi clandestina. Surge entonces el interés por conseguir el libro reseñado o averiguar más sobre ese escritor cuyo nombre escuchamos por vez primera pero, en la mayoría de los casos, la curiosidad suele quedar insatisfecha debido a que la información disponible es mínima.
Sin embargo, cuando un lector apasionado descubre una obra o un autor que lo impresiona, no puede aguantarse las ganas de alborotar el vecindario, aunque su revelación no esté disponible para los vecinos.
Reseñar un libro ante un público que no tiene posibilidades de conseguirlo es un acto de fe. El autor es desconocido, pero merece ser dado a conocer. El libro no está disponible, pero conviene recomendarlo, por si acaso alguien se lo encuentra.
A la larga, uno acaba familiarizándose con ciertos autores por carambola. ¿Cuántos han leído el Amadís de Gaula o Tirante Blanco? Supongo que muy pocos, pero todos los que hemos repasado Don Quijote los hemos oído mentar tanto que nos resultan familiares.
Rubén Darío escribió semblanzas sobre veintiún escritores en su libro Los raros. Algunos de ellos hoy son muy famosos (Edgar Allan Poe, Heinrik Ibsen, Paul Verlaine), pero para la época en que apareció el libro eran aún autores desconocidos para el gran público. A su regreso de Europa, donde entró en contacto con los simbolistas franceses, Darío se estableció en Buenos Aires, Argentina, donde, por medio de artículos en el diario La Nación, fue publicando reseñas sobre la vida y obra de esos autores audaces, innovadores y huraños que no habían alcanzado la fama y el reconocimiento que merecían.
Diecinueve de esas notas fueron recopiladas en la primera edición del libro, publicada en Argentina en 1896. Vale la pena citar la lista completa: Edgar Allan Poe, Laconte de Lisle, Paul Verlaine, El conde Matías Augusto de Villers de L`Isle de Adam, León Bloy, Jean Richepin, Jean Moreas, Rachilde, George George d`Esparbès, Augusto de Armas, Laurent Tailhade, Fray Doménico Cavalca, Eduardo Dubus, Teodoro Kannon, El conde de Lautréamont, Max Nordau, Henrik Ibsen, José Martí y Eugenio de Castro.
En la segunda edición corregida y aumentada, publicada en Barcelona en 1905, se agregaron dos más: Camile Mauclair y Paul Adam.
El cubano José Martí es el único de los reseñados que escribía en español (Augusto de Armas también era cubano, pero escribió toda su obra en francés), Edgar Allan Poe, norteamericano que escribía en inglés era una influencia fundamental para los simbolistas, Henrik Ibsen era noruego que escribía en danés, Eugenio de Castro escribía en portugués y Fray Doménico Cavalca en italiano. Salvo estas excepciones, todos los autores escribieron en francés y no existían traducciones disponibles, ni en Buenos Aires ni en Barcelona ni en ninguna parte en aquella época. Cabe mencionar también que Fray Doménico, monje medieval, es el único del grupo que no vivió en el Siglo XIX. Y ya que estamos con datos curiosos, el conde de Lautréamont, cuyo nombre era Isidoro Ducasse, nació y vivió hasta los trece años de edad en Uruguay. Serían por tanto, cuatro americanos y diecisiete europeos. La nota sobre José Martí, por cierto, fue el obituario que publicó Darío en Argentina para dar a conocer su figura, su obra literaria, su causa patriótica y su temprana muerte. Dice Darío que "el genio, ese majestuoso fenómeno del intelecto elevado a su mayor potencia, alta maravilla creadora, no ha tenido aún nacimiento en nuestras repúblicas, ha intentado aparecer dos veces en América; la primera en un hombre ilustre de esta tierra, la segunda en José Martí". Lo de "esta tierra", sin lugar a dudas se refiere a Argentina, pero por más que le he dado vueltas al asunto, no me atrevo a especular a quién se refiere. Lo irónico de la cita es que el genio de América era, precisamente, Rubén Darío.
Pero no nos distraigamos con detalles y volvamos al libro. ¿Quiénes son estos autores y qué tienen todos ellos en común? Son una rara colección de personajes extraños y diferentes entre sí. Darío retrata sin piedad a Verlaine lleno de vicios que llegó al final de su vida arruinado, económica, física y espiritualmente. León Bloy, por su parte, con su fanatismo católico, es un caballero medieval que, en el siglo que le tocó nacer, emprendió la cruzada de nadar en solitario contra corriente. Algunos personajes tuvieron una vida privilegiada y otros una existencia miserable pero, en ambos casos, lo particular de su condición los alejó del gran público. Basta repasar la lista para percatarse que, a la larga, unos pocos de ellos alcanzaron la fama y el prestigio que no gozaron en vida, mientras que, a un siglo de distancia, la gran mayoría de los nombres sigue sumida en la oscuridad de la que Darío trató de sacarlos.
Estas vidas, obras y personalidades tan distintas, solamente tienen en común el haber logrado impresionar profundamente a Darío. Ya sean héroes o antihéroes, así hayan escrito páginas sublimes o grotescas, todas las semblanzas de este libro están escritas con admiración desbordada.
La crítica literaria tal vez perdería rigurosidad, pero ganaría en franqueza, si hiciera a un lado la prudencia. Casi siempre, quien reseña un libro, procura disimular la reacción emocional, favorable o de rechazo, que ese libro le provocó. Se empieza entonces a andar por las ramas. Se analiza la técnica como si se tratara de un artefacto, se desmenuzan los componentes como si se estuviera haciendo una autopsia, se establecen referencias con otras obras para ubicar el aporte dentro de un corpus más amplio, pero se oculta al lector sensible que está detrás hasta del crítico más metódico. Ese no es el caso de Darío. Darío quedó deslumbrado por estos autores y, sin disimular su entusiasmo, los elogia hasta ponerlos por las nubes, cita fragmentos de sus obras y los perfuma con incienso y repasa los episodios más sublimes o más dolorosos de sus vidas siembre desde el asombro.
Darío, al referirse a libros de otros autores, no los analiza, no los evalúa, no los juzga. Simplemente se les aproxima, se hunde en ellos, logra entrar en su particular dinámica y estética y, luego, comparte las sensaciones que esas lectoras lograron impregnar en él.
Rubén Darío (1867-1916) Retrato de 1905. |
La lectura de Los raros, entre otras muchas, deja dos grandes enseñanzas. Una de tolerancia y otra de humildad. Se habla mucho de lo peligroso que puede llegar a ser el fanatismo religioso o político, pero poco se menciona a su hermano trillizo, el fanatismo estético. Hay quienes, tras volverse adictos a determinada escuela, se vuelven incapaces de reconocer los méritos de obras que responden a otras búsquedas y echan mano, por tanto, a otros recursos. Darío, que tenía una sólida cultura clásica, capaz de recitar de memoria los clásicos latinos y griegos, gran conocedor de la poesía medieval italiana y del Siglo de Oro español, quedó fascinado por la audacia de las nuevas propuestas de sus estrictos contemporáneos y fue quien dio a conocer a los poetas simbolistas en América. Por el atrevimiento, hubo quienes lo tildaron de decadente. No comprendieron entonces, como muchos no comprenden hoy, que precisamente quienes conocen a fondo las normas tradicionales son los que más aplauden lo verdaderamente novedoso.
Por otra parte, es verdaderamente conmovedor que el poeta que renovó la poesía castellana y acabó convirtiéndose en referente continental durante casi un siglo, se muestre deslumbrado ante escritores cuya fama no llegó ni a la esquina.
La admiración, como el enamoramiento, es un fenómeno intenso, pero pasajero. Por eso es mejor expresarlo mientras está vivo. Años después, al releer amarillentas cartas de amor o elogios literarios desbordados, uno se percata que, aunque en el fondo el sentimiento de alguna forma se mantiene, tal vez la manera de expresarlo fue un tanto desbordada.
El propio Darío, en la primera página de la segunda edición de Los raros menciona: "En la evolución natural de mi pensamiento, el fondo ha quedado siempre el mismo. Confesaré, no obstante, que me he acercado a algunos de mis ídolos de antaño y he reconocido más de un engaño en mi manera de percibir."
INSC: 2139
Sencillamente genial!!
ResponderBorrarHola!! te he nominado para un premio en mi blog,
ResponderBorrarPásate para que lo veas y espero le guste.
http://otakuworldandotherthings.blogspot.com/2015/09/liebster-award.html
Es muy acertada la atinada advertencia de los peligros que entraña caer en el "fanatismo estético". Superarlo nos hace mejores lectores. A veces aprendemos más de un autor que no "nos gusta", que de alguno ante quien nos arrodillamos. Gracias.
ResponderBorrarTan profunda admiración llevó a agasajar a estos escritores y poetas. ¡Bravo Darío!
ResponderBorrar