lunes, 30 de diciembre de 2019

Una visita a Federico Tinoco.

Tinoco Días de Tiranía. Ileana Zambrana.
Euroamericana de Ediciones.
San José, Costa Rica. 1994
Cuando Federico Tinoco Granados partió de Costa Rica para nunca más volver estaba exhausto, pero no derrotado. Gobernó con mano dura durante dos años y, también con mano dura, fue capaz de reprimir todas las protestas en su contra que incluyeron hasta rebeliones armadas. Irónicamente, tras vencer en todos los enfrentamientos a sus adversarios, Tinoco renunció por voluntad propia. Cuando ya había anunciado su intención de renunciar a la presidencia y abandonar el país, fue asesinado su hermano Joaquín. 
Numerosos autores han contado esta historia al revés. Se ha dicho que Tinoco renunció por la revolución del Sapoá, por las protestas callejeras o por la muerte de su hermano, cuando en realidad, pese su decisión de marcharse fue tomada después de haber triunfado y no por haber fracasado.
Hijo mayor de don Federico Tinoco Yglesias y de doña María Granados Bonilla, era miembro de una de las familias más ricas, cultas y respetadas de Costa Rica. Su padre era dueño de grandes fincas ganaderas, azucareras y ganaderas y, junto don Francisco María Yglesias Llorente, era socio de una gran empresa de importaciones. 
Federico Tinoco Granados cursó estudios militares en los Estados Unidos y Bélgica, era gran aficionado a la lectura y la música clásica y hablaba perfectamente inglés y francés. Sus ideas políticas, sin embargo, al menos antes de 1914, no favorecían los beneficios de la oligarquía, sino los derechos del pueblo. Desde joven fue miembro activo del Partido Republicano de don Máximo Fernández Alvarado.  
Tras las elecciones de 1914, primeras con voto directo, en que ningún candidato logró obtener el número de votos requerido para ser electo presidente, Federico Tinoco fue quien propició el arreglo para que Alfredo González Flores asumiera la presidencia. Don Alfredo nombró a Federico Tinoco como su ministro de Guerra y se cuenta que, en 1917, cuando le anunciaron a don Alfredo que estaba en marcha un golpe de Estado en su contra, su primera reacción fue pedir que llamaran a "Pelico", ya que jamás habría imaginado que el propio "Pelico" era quien le estaba dando el golpe. A Alfredo González Flores lo quitó el mismo que lo puso.
En un primer momento, Federico Tinoco gozó del apoyo general, pero su gran popularidad no duró mucho. En apenas pocos meses, muchos de los que se manifestaron a favor del golpe, incluyendo a amigos y parientes suyos, así como ministros y colaboradores de su propio gabinete incial, acabaron presos en la Penitenciaría. En apenas dos años, el régimen de Federico Tinoco, que fue altamente represivo, pasó de la aceptación general al rechazo general. El hombre culto, refinado, idealista y de distinguida familia, acabó siendo considerado un monstruo y esa fue la imagen que quedó.
En Costa Rica, durante décadas, ser llamado "tinoquista" era una ofensa y una acusación muy seria. Quienes habían tenido trato con el dictador y, tal vez, hasta le guardaban aún aprecio y respeto, debían disimularlo.
Instalado en París con su esposa la escritora María Fernández Le Capellain, Tinoco escribió su libro Páginas de Ayer, en que brindaba su versión de los hechos y a la larga, acabó desempeñando trabajos mal remunerados, por lo que vivía muy modestamente. Aunque frecuentaba al Marqués Manuel María de Peralta, embajador de Costa Rica en Europa, su vida social era mínima. En París, Tinoco fue entrevistado por un joven periodista norteamericano llamado Ernest Hemingway y conversó con frecuencia con un también joven escritor cubano llamado Alejo Carpentier. A ambos escritores les llamó la atención ver a un exdictador convertido en un simple peatón anónimo y acabaron sorprendidos al notar que aquel militar que tomó el poder por la fuerza, no fuera un hombre de toscos modales, sino un caballero refinado y elegante. Se dice que el personaje del dictador, en la novela El recurso del método, de Alejo Carpentier, tiene algunas características inspiradas Federico Tinoco.
Su contacto epistolar con sus amigos costarricense era también escaso. Uno de los pocos que se carteaba con él era don Alejandor Aguilar Mora, cuyo hijo, Alejandro Aguilar Machado, durante un viaje a París, pasó a visitarlo.
En este punto termina la historia y empieza la ficción. Ileana Zambrana,  escritora nicaragüense de origen cubano, se inspiró en esta visita para escribir una obra teatral titulada Tinoco días de tiranía, publicada por Euroamericana de Ediciones en 1994. El libro, que tiene un prólogo de don Carlos Meléndez Chaverri, está dedicado a la memoria de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados. No se trata, sin embargo, de una apología. Más que pretender ocultar o justificar los aspectos oscuros del régimen, los explora ampliamente. El dictador en el exilio, al conversar con el joven visitante, está dispuesto a responder sus preguntas y saciar su curiosidad. El tiempo y la distancia le permiten referirse a los hechos con cierta perspectiva y gran honestidad.
Según dice, él esperaba ser candidato presidencial en 1918 y decidió derrocar a Alfredo González Flores cuando se percató que pretendía reelegirse. Elude responsabilidad en el asesinato de Rogelio Fernández Güell, pero sí acepta su participación en el intento de asesinato que sufrió Alfredo Volio Jiménez en Llano Grande. Recuerda con dolor la explosión que dejó más de sesenta muertos en la Penitenciaría Central y se refiere a las actividades de Minor Cooper Keith, a las inescrupulosas negociaciones petroleras de Lincoln Valentine y a las dificultades que tuvo para que el Presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson reconociera su gobierno. Resignado, admite que le toca cargar con las consecuencias de sus errores.
Estas declaraciones, sobra decirlo, son fruto de la imaginación de la escritora. Todas las afirmaciones que hace el personaje de ficción de este libro, podrían ser discutidas por quienes han estudiado el gobierno del personaje histórico. No se trata de descubrir cuál era la perspectiva de Tinoco sino, más bien, simplemente suponerla.
Hay que señalar que, aparte de los actos de gobierno, el libro es también muy cuidadoso al retratar expresiones de la época y características personales. Hay detalles que podrían parecer a primera vista extraños, pero que son realidad adaptaciones exactas. Tinoco llama "pollo" a su visitante, expresión muy común a principios del Siglo XX para referirse a un hombre joven. Cuando menciona a Alfredo González Flores, lo llama "Chinilla". Don Alfredo no solo tuvo la mala idea de mandarse a hacer un traje claro de una tela estampada con cuadros pequeños, sino que hizo retratar con él. En Costa Rica a ese tipo de tela se le llama "Chinilla" y don Alfredo, siendo presidente, acabó con ese apodo. Hay un momento en que Tinoco tiene que acomodarse la peluca y las cejas postizas. Tinoco padecía de una extraña condición de alopecía total, es decir, no tenía un pelo en todo el cuerpo. Sus contemporáneos, para manifestar lo terco que era, decían que no había manera de hacerlo cambiar de opinión cuando algo se le metía "entre tizne y tizne", porque no tenía cejas.
Cuidadoso hasta en el más mínimo detalle, el libro Tinoco días de tiranía, de Ileana Zambrana, no pretende hacer un retrato del dictador que gobernó Costa Rica durante dos años, sino intentar asomarse a la realidad de un hombre viejo, pobre, enfermo y cansado, al que las visitas le hacían hablar sobre una época que él intentaba dejar atrás.

El exdictador Federico Tinoco Granados (1868-1931)  y su esposa
la escritora María Fernández Le Capellain (1877-1961) en París.
INSC: 1814

domingo, 29 de diciembre de 2019

José María Zeledón escribió algo más que el Himno Nacional de Costa Rica.

José María Zeledón. Poesía y Prosa Escogida.
Alfonso Chase. Editorial Costa Rica.
San José, Costa Rica. 1979
Además de la letra del Himno Nacional de Costa Rica, José María Zeledón Brenes (1877-1949), publicó dos libros de poemas, algunos pocos relatos y numerosos artículos de opinión en periódicos y revistas. Esta otra producción literaria es bastante poco conocida. Algo similar ocurre en el caso de don Manuel María Gutiérrez (1829-1887), autor de la música del Himno Nacional, quien también compuso marchas, baladas y hasta piezas de música bailable.
Sin embargo, cuando, en los primeros grados de la escuela primaria, se les enseña a los niños a cantar el Himno Nacional, se les informa de los nombres del autor de la música y la letra sin brindarles más referencia y, a la larga, queda la impresión errónea que el Himno fue lo único que hicieron. 
Lamentablemente, casi toda la producción musical de Manuel María Gutiérrez nunca fue publicada y los manuscritos acabaron perdiéndose. Pero los escritos de José María Zeledón, que publicaba con frecuencia sus poemas y artículos de opinión en la prensa, siguen disponibles en archivos y bibliotecas.
Al cumplirse los cien años de su nacimiento, en 1977, don José María Zeledón fue declarado Benemérito de la Patria. Todos los ticos sabían que era el autor de la letra del Himno Nacional pero, aparte de ese único dato, el nuevo Benemérito era una figura prácticamente desconocida. Para compensar ese vacío de información, poco después de la declaratoria de benemeritazgo, se publicaron dos libros:  José María Zeledón (Billo), de doña Victoria Garrón de Doryan, editado por el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes en 1978; y José María Zeledón Poesía y Prosa Escogida, de Alfonso Chase, editado por la Editorial Costa Rica en 1979. El primero es una semblanza biográfica y el segundo una antología de textos literarios y periodísticos escritos por don José María Zeledón. Ninguno de los dos libros ha sido reeditado desde entonces.
Don José María Zeledón Brenes fue un hombre modesto y sencillo que tuvo una vida modesta y sencilla. Nació el 27 de abril de 1877. Su madre murió en el parto y su padre cuando él tenía siete años de edad. Tras quedar huérfano, fue criado por unas tías paternas. Aunque su familia era de escasos recursos, con su propio esfuerzo logró llegar a ser propietario de una pequeña finca pero nunca logró reunir una fortuna. A lo largo de su vida realizó distintos trabajos y ocupó diversos puestos tanto en la empresa privada como en la función pública, sin embargo, como afirmaba Francisco María Núñez, "en ningún lado llegó a calentar el asiento". La expresión tiene doble sentido. No llegó a calentar el asiento porque desempeñaba muy en serio su trabajo y no llegó a calentar el asiento porque en ninguno de los sitios en que trabajó se quedó mucho tiempo.
Desde muy joven empezó a enviar artículos de opinión a los periódicos que aparecían publicados con los pseudónimos de Billo o Merlín.  A la larga, el primero acabaría imponiéndose y don José María acabaría siendo conocido como Billo Zeledón.
José María Zeledón. (1877-1949)
Autor de la letra del Himno Nacional de Costa Rica.
Fue diputado en dos ocasiones. La primera, de 1920 a 1928, durante el período presidencial de don Julio Acosta García, tras la caída de la dictadura de Federico Tinoco Granados. La segunda, en 1949, cuando tras la revolución del año anterior, fue electo miembro de la Asamblea Nacional Constituyente. Esta segunda vez, don Billo no alcanzó a cumplir todo el periodo. Renunció por motivos de salud el 11 de octubre de 1949, la nueva Constitución entró en vigencia el 7 de noviembre de 1949 y don Billo murió en Esparza, a los setenta y dos años de edad, el 6 de diciembre de 1949.
Al repasar la antología de textos recopilados por Alfonso Chase, salta a la vista que don Billo, como escritor, no era ni un erudito ni un esteta. El propio don don Billo confesó que leía muy poco y que su cultura general estaba muy lejos de ser amplia. Por otra parte, no creía que los poetas debían ser lumbreras de conocimiento ni artistas de estilo rebuscado. En lo literario, apostaba por la sencillez y la espontaneidad. Su poesía es bastante simple, sin gran profundidad ni gran belleza. Pero esta característica corresponde con la visión que el propio autor, que renegaba de los círculos intelectuales cultos y elevados, tenía del oficio de poeta.
Solamente publicó dos libros. El primero fue Musa Nueva, en 1907, que apareció en la colección Ariel que editaba don Joaquín García Monge. El segundo fue Jardín para niños, en 1916, también de la colección Ariel, compuesto casi exclusivamente por canciones infantiles bastante largas, apareció con comentarios del propio don Joaquín García Monge y de Omar Dengo.
Se sabe que tenía en mente publicar dos libros más, cuyos títulos eran Campo de Batalla y Germinal. Al primero lo llamó "prosas de combate" y al segundo "poemas de fuerza", pero los manuscritos fueron destruidos, junto con casi todas sus pertenencias, en un incendió que arrasó su casa de habitación.
En cuanto a sus artículos de opinión, en que hacía referencia a preocupaciones sociales y a las circunstancias políticas del momento, debe señalarse que el pensamiento de José María Zeledón era en gran medida bastante ambiguo. A algunas ocasiones secundaba ideas revolucionarias bastante audaces y, en otras, se manifestaba por la defensa de valores tradicionales. Escribía tanto "poesía proletaria" como "poesía cívica".Se oponía al liberalismo tradicional costarricense, pero su actitud rebelde ante la autoridad rozaba un nivel casi anárquico. De hecho, la mayor parte de sus poemas fueron publicados en la revista anarquista Renovación. Fue uno de los que desfilaron, el 1 de mayo de 1913, en la primera celebración del Día del Trabajador en Costa Rica. Políticamente, militó en el Partido Reformista de Jorge Volio desde su fundación, pero fue un duro crítico del Partido Comunista de Manuel Mora Valverde, así como de los gobiernos de Rafael Angel Calderón Guardia y Teodoro Picado. Se manifestaba a favor de los trabajadores en tono vehemente y casi de prédica, pero los obreros que formaban parte de los sindicatos de la época, en algún momento le criticaron su posición paternalista y lo acusaron de profesar un "socialismo lírico", alejado de las luchas sociales que realmente estaban en marcha.
El libro recoge unas páginas en que el propio don Billo recuerda cómo fue la creación de la letra del Himno Nacional. La música fue compuesta en 1852 y, a lo largo de medio siglo, había tenido tres letras. La primera, del poeta colombiano José Manuel Lleras, que se cantó desde 1873 hasta 1882. Esta letra era en homenaje al General Tomás Guardia, por lo que, una vez muerto Guardia, no se volvió a usar. Las otras dos letras eran del español Juan Fernández Ferraz y del sacerdote cartaginés don Juan Garita Guillén. En unas escuelas se cantaba la letra de Ferraz y en otras la letra de Garita. El gobierno de Ascensión Esquivel convocó en 1903 a un concurso para dotar de letra oficial al Himno Nacional. Don Juan Fernández Ferraz y el Padre Garita participaron con nuevas propuestas.  Aquileo Echeverría y José María Alfaro Cooper también enviaron sus creaciones. Pero los miembros del jurado, compuesto por Alejandro Alvarado Quirós, Alberto Brenes Córdoba y Ricardo Fernández Guardia, así como el maestro italiano Alvice Casteganaro, que dictaminaría la adaptación musical, declararon ganadora la letra "Noble Patria tu hermosa bandera", cuyo autor la había presentado a concurso con el pseudónimo de "Labrador". Sin embargo, cuando se supo que el autor era José María Zeledón, ni al jurado ni al presidente Esquivel les pareció bien darle el premio, por lo que trataron de anularlo y, como no pudieron, demoraron mucho la declaratoria oficial y la entrega de los quinientos colones prometidos al ganador.
Recuerda don Billo que escribió el Himno Nacional de manera espontánea en apenas unos pocos minutos. Una vez listo, en la sala de su casa, con su esposa y otros amigos y parientes que lo acompañaban en ese momento, lo cantaron y, al ver que sonaba bien, se abrazaron y lo enviaron a concurso. En la primera estrofa, don Billo había escrito "bajo el manto azul de cielo", pero como faltaba una sílaba, después del fallo "manto" se cambió por "límpido". Esa palabra, "límpido", definitivamente no debió haber sido del agrado de don José María Zeledón, un hombre modesto y sencillo, que escribía sin utilizar términos rebuscados y que en el Himno Nacional que escribió, rinde homenaje a todos los que, como él, "en la lucha tenaz de fecunda labor", no solamente han vivido de su trabajo sino que han encontrado en encontrado en él la fuente de su prestigio, estima y honor.
INSC: 2113

sábado, 28 de diciembre de 2019

Canto a Pepe Figueres.

Canto a Pepe Figueres. 
Carlos Manuel Vicente Castro.
Editorial Raíces. Costa Rica, 2006.
La simpatía y el sentido del humor de donJosé Figueres Ferrer han alcanzado, al igual que su propia figura, la estatura de leyenda. Hablara con quien hablara, ya fuera un alto funcionario del gobierno, un diplómatico de otro país, un industrial, un productor agrícola, un estudiante, un campesino o un periodista, don Pepe siempre salpicaba la charla con alguna broma. Incluso al referirse a temas complejos y delicados, sabía encontrar el lado chistoso de la situación. Al conversar con don Pepe, el interlocutor inevitablemente, así fuera por un instante, acababa sonriendo. 
Cercano al pueblo, desprovisto de toda solemnidad y siempre dispuesto a entablar una charla con quien tuviera al frente, don Pepe era muy accesible pero, al mismo tiempo, era un hombre de pocos amigos. Aunque todos, hasta los niños, en vez de llamarlo "Señor Presidente", se dirigían a él simplemente como "don Pepe", eran realmente pocos, quizá solamente sus amigos de infancia como don Chico Orlich, quienes se atrevían a quitarle el don.
Don Pepe correspondía con el trato respetuoso y él también trataba de don a sus ministros y colaboradores. Haber trabajado a su lado les permitió conocerlo de cerca, pero entablar una relación de verdadera amistad con él no era algo de lo que pudieran presumir.
Se dice que Carlos Manuel Vicente Castro (1924-2017), quien fue diputado en tres ocasiones (1953-1958, 1966-1970 y 1970-1974) y desempeñó el cargo de Ministro de Gobernación, Policía, Justicia y Gracia en el último gobierno de don Pepe (1970-1974) era uno de los pocos grandes amigos que tuvo.
En el año 2006, al cumplirse los cien años del nacimiento de don Pepe, la Editorial Raíces publicó un valioso texto de Carlos Manuel Vicente Castro sobre el tres veces presidente de la República a quien tuvo la oportunidad de tratar de cerca y conocer a fondo.
El relato arranca meses antes del nacimiento del protagonista, cuando don César Nieto Díez, Cónsul de Costa Rica en Barcelona, logra convencer al entonces joven y recién casado médico, Dr. Mariano Figueres Forges, de firmar un contrato para ejercer su profesión al otro lado del Atlántico, en un país pequeño de América Central sobre el que no tenía mayor información. Su esposa, doña Francisca Ferrer Minguela, estaba embarazada, pero esa circunstancia no retrasó la partida. La joven pareja de catalanes se instaló en San Ramón de Alajuela, en tiempos en que aún vivía allí el poeta Lisímaco Chavarría, y pronto entabló amistad con otra pareja de inmigrantes de origen croata, don José Ricardo Orlich y doña Georgina Zamora. En San Ramón nacieron los primogénitos de ambas familias, don José María Figueres Ferrer, el 25 de setiembre de 1906 y don Francisco José Orlich Bolmarciv, el 10 de marzo de 1907. La amistad entre ambos, podría decirse que empezó desde que vinieron al mundo y los dos niños se criaron como hermanos. Con el tiempo, llegarían a ser conocidos simplemente como don Pepe y don Chico y los dos acabarían siendo Presidentes de Costa Rica. También, vale la pena mencionar, acabarían siendo cuñados, puesto que don Cornelio Orlich Bolmarciv, hermano de don Chico, se casó con doña Figueres Ferrer, hermana de don Pepe.
Los Figueres estuvieron poco tiempo en San Ramón. Cuando nació Luisa, la segunda hija, se trasladaron a Escazú y, poco después, a Santa Ana. Los otros dos hijos, Carmen y Antonio, ya nacieron en San José, donde su padre había instalado una moderna clínica muy bien equipada.
Don Pepe y don Chico estudiaron en el Colegio Seminario, bajo la rígida disciplina de los padres paulinos alemanes. Allí coincidieron con otros jóvenes de su edad, como Alberto Martén Chavarría, que entonces creía tener vocación sacerdotal pero que a la larga terminó inclinándose por el Derecho y la Economía. Compartieron aulas también con Alberto Mata Oreamuno, quien llegaría ser un reconocido sacerdote, así como con Francisco Calderón Guardia,  hermano menor del Dr. Rafael Calderón Guardia, quien también estudió en el Seminario pero que ya se había graduado cuando ellos llegaron.
Don Pepe era un buen estudiante, pero lamentaba que la educación técnica no fuera más amplia. Se destacaba en Matemáticas y Física y tenía entonces un gran interés por la mecánica y la electricidad. Apenas se graduó de bachiller, con tan solo diecisiete años de edad, decidió marcharse a los Estados Unidos. Le ilusionaba ver mundo y estudiar a fondo las materias de su interés. También quiso mantenerse por sí mismo, por lo que no aceptó ayuda económica de su padre. En los Estados Unidos trabajó y leyó muchísimo. Las cartas que enviaba a familiares y amigos eran tan alegres y optimistas que su amigo don Chico Orlich decidió unírsele. Los dos jóvenes vivieron entre Boston y New York durante cinco años. Regresaron en 1928, un año antes de la caída de la Bolsa de Valores que marcaría el inicio de la Gran Depresión.
De vuelta en Costa Rica, don Pepe se dedicó a diversas tareas. Vendió automóviles, instaló pequeñas plantas eléctricas en beneficios de café, probó suerte en el comercio, la industria y la agricultura y, como se sabe, finalmente decidió instalarse en una finca de terreno quebrado, lejos de la capital, en una zona a la que solamente se podía llegar tras varios días de viaje por caminos de tierra. A lo largo de su vida, cada vez que alguien le preguntaba por qué se fue a meter a aquella zona remota bajo condiciones tan difíciles, don Pepe simplemente contestaba: "A mí no me gustan las cosas fáciles." 
Allá. lejos de todos, pretendía dedicarse al trabajo duro del campo, durante el día, y al placer de la lectura reposada, durante la noche. Daba la impresión que su propósito era convertirse en una especie de ermitaño, concentrado exclusivamente en ampliar su cultura general de lector voraz y la producción agrícola de la finca que era su refugio. Por varios años cumplió su propósito y don Pepe era un personaje que solamente muy de vez en cuando se veía por San José. Pero un discurso que pronunció en la radio, como se sabe, acabó convirtiéndolo en figura nacional.
El Dr. Calderón Guardia había sido electo en 1940 prácticamente como candidato único y gozó, en un primer momento, de un gran apoyo general. Muy pronto, sin embargo, su gobierno empezó a volverse impopular. Se le acusaba de nepotismo y manejos poco claros de la Hacienda Pública. El conflicto armado en Europa afectaba el comercio internacional. Tras el ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, Costa Rica había declarado la guerra a las potencias del Eje y, poco después, el gobierno había formado una alianza con el partido comunista. Un hecho verdaderamente extraño y curiosamente poco investigado por historiadores de épocas posteriores, desató una protesta que se salió de control. En el puerto de Limón, hubo una explosión en un barco, llamado el San Pablo, que dejó varios muertos. Se dijo que había sido atacado por un submarino nazi (hecho poco probable que nunca fue confirmado) por lo que el gobierno y el partido comunista organizaron una manifestación de protesta el 4 de julio de 1942. Los manifestantes destruyeron y saquearon comercios de alemanes, italianos y españoles en la capital. 
José Figueres Ferrer (1906-1990) Finquero rural y
lector voraz, era un desconocido hasta que en un
discurso radial, en 1942, mostró sus dotes de
gran comunicador.
Don Pepe, que se encontraba en San José, fue testigo de los hechos y quiso hacer pública su opinión sobre lo ocurrido así como sobre la situación del país en general. El anuncio que apareció en el periódico el 8 de julio de 1942, invitando al público a escuchar el discurso radial que iba a transmitirse esa noche, estaba firmado por sus compañeros de Colegio Seminario, Francisco J. Orlich y Alberto Martén Chavarría. Don Pepe, en esa fecha, era un desconocido. Esa misma fecha, sin embargo, dejó de serlo. 
Desde la primera vez que se dirigió a los costarricenses, lo hizo con el estilo de oratoria que acabaría convirtiéndolo en un gran comunicador. Su estilo era llano, concreto, casi telegráfico. Era capaz de plantear y analizar problemas sin caer en un tono pesimista. Lograba comunicar ideas profundas con lenguaje directo y claros ejemplos. Sabía cuándo, dónde y cómo introducir alguna gota de humor para relajar la tensión. Su discurso era muy crítico hacia el gobierno, pero el propio don Pepe declaró en repetidas ocasiones que no hizo más que repetir lo que se decía en la calle. 
La transmisión fue interrumpida por la policía, don Pepe fue arrestado y, pocos días después, expulsado del país. En Costa Rica no se había arrestado a nadie por manifestar su opinión en veinticinco años. Los últimos casos ocurrieron durante la dictadura de Federico Tinoco, que había concluido en 1919.  La práctica de desterrar ciudadanos costarricenses, que fue bastante común en el Siglo XIX y se practicó incluso durante la primera década del XX, se creía que era cosa del pasado. De hecho, Figueres acabó siendo el último costarricense al que el gobierno de Costa Rica expulsó de su propio país. 
En el exilio, además de preparar la lucha armada para derrocar a un régimen que había dado muestras de no estar dispuesto a dejar el poder por medio de las urnas, don Pepe establece relaciones cercanas con líderes latinoamericanos como Rómulo Betancourt, el Dr. Arévalo, Víctor Raúl Haya de la Torre y Luis Muñoz Marín. 
Su regreso a Costa Rica, el 23 de mayo de 1944, le brinda la ocasión de pronunciar un segundo discurso tan efectivo como el primero, que marca la consagración de un nuevo líder político. Aunque participó activamente de las asambleas de grupos opositores al gobierno, desde hacía tiempo había llegado a la conclusión de que, tarde o temprano, habría que recurrir a las armas.
Cuando el triunfo electoral de don Otilio Ulate sobre el Dr. Calderón Guardia fue desconocido en el Congreso, Figueres supo que había llegado el momento que esperaba. Monseñor Víctor Manuel Sanabria intentó evitar el conflicto, don Víctor Guardia Quirós propuso que Ulate y Calderón se retiraran y se nombrara un gobernante por consenso, pero ya los ánimos no estaban para negociaciones ni pactos.
La Guerra Civil fue breve. Empezó el 11 de marzo de 1948. El 20 de marzo las fuerzas de don Pepe tomaron San Isidro de El General, el 10 de abril Limón y el 12 de abril Cartago. El 24 de abril ya se había instalado la Junta Fundadora de la Segunda República y don Pepe quedó al frente del gobierno por primera vez. El 1 de diciembre de 1948, en un acto solemne en el Cuartel Bellavista que sería transformado en sede del Museo Nacional, don Pepe abolió el ejército.
Carlos Manuel Vicente Castro. (1924-2017)
El relato biográfico de Carlos Manuel Vicente Castro, que fue colaborador suyo en periodos posteriores, extrañamente termina en ese momento. Es verdad que 1948 fue el año más intenso de toda la vida pública de don Pepe, pero ni su vida ni su biografía terminan allí. Todo lo contrario, más bien podría decirse que allí empieza su larga carrera de estadista. Don Pepe fue presidente en dos periodos más, de 1953 a 1958 y de 1970 a 1974, en que también realizó importantes transformaciones. Alejado del poder y, en muchos sentidos, hasta distanciado de su propio partido, don Pepe continuó siendo figura protagónica de todos los debates nacionales prácticamente hasta el momento de su muerte, en 1990.
Canto a Pepe Figueres es un libro que, además de reseñar la vida de don Pepe, desde su nacimiento hasta la abolición del ejército, reproduce íntegramente los textos del discurso por el que fue expulsado del país y del que pronunció a su regreso, así como de las dos proclamas de la guerra civil, la primera, invitando a los ciudadanos a sumarse al movimiento armado y la segunda con propuestas para construir la Costa Rica del futuro. Incluye además una numerosos comentarios de diversas personas, entre los que hay amigos, colaboradores, familiares y hasta adversarios de don Pepe a propósito del centenario de su nacimiento. 
El periódico La Nación, que nunca fue complaciente con las actuaciones de don Pepe y que, de hecho, en distintas oportunidades actuó con abierta hostilidad hacia él, lo declaró en el año 2000 como el personaje histórico principal de Costa Rica en el Siglo XX. 
Don Pepe dejó publicados varios libros de ensayos y de narrativa. Sobre su figura y trayectoria se ha escrito mucho pero, a más de cien años de su nacimiento, una biografía completa que abarque todas sus múltiples facetas aún no ha sido escrita.
INSC: 2185
Destruir con un mazo las almenas del cuartel transformado en museo, fue
el gesto simbólico con que don José Figueres Ferrer abolió el ejército de
Costa Rica el 1 de diciembre de 1948.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Bosquejo histórico del Partido Unidad Social Cristiana.

Partido Unidad Social Cristiana. Bosquejo Histórico.
Roberto Tovar Faja. Imprenta Lil.
Costa Rica, 1986.
Históricamente, los partidos políticos de Costa Rica no eran organizaciones ideológicas y permanentes, sino más bien agrupaciones temporales que se formaban con el exclusivo propósito de impulsar a un candidato en particular. Algunos politólogos e historiadores critican severamente el personalismo excesivo de los grupos políticos que aparecieron y desaparecieron durante todo un siglo tras la fundación de la república.
Todas las circunstancias, sin embargo, tienen sus aspectos positivos y negativos. El hecho de no contar con partidos permanentes, de alguna forma libró a Costa Rica de conflictos interminables como los que sufrieron Nicaragua y Colombia, por ejemplo, en donde los enfrentamientos entre liberales y conservadores, también durante un siglo, no permitieron ni un minuto de paz.
En Costa Rica hubo, por supuesto, partidos que proponían un ideario y aspiraban a ser algo más que una mera plataforma electoral, pero esos partidos, como el Unión Católica, el Partido Reformista de Jorge Volio o el Partido Comunista, no llegaron a gobernar. Los dos primeros tuvieron corta vida y el tercero nunca logró un apoyo popular considerable.
El que se mantuvo por muchos años fue el célebre partido Republicano que, ya sea que ganara o perdiera, fue siempre uno de los más votados en todas las elecciones que se celebraron entre 1902 y 1948. Sin embargo, pese a su constancia y permanencia, el partido Republicano existía en función del candidato y no a la inversa.
El conflicto armado de 1948 lo ganó el Movimiento de Liberación Nacional que, apenas tres años después, el 12 de octubre de 1951, se conviertió en el Partido Liberación Nacional. Como en aquellos tiempos las fotografías eran en blanco y negro, pocos están al tanto de que, durante un breve período en sus inicios, la bandera del partido no era verde y blanco, sino azul y blanco. Aunque en Costa Rica, gracias a Dios, nunca hemos tenido un régimen de partido único, bien puede afirmarse que Liberación Nacional estuvo solo durante treinta años. El asunto es complejo, al punto que, como decía don Joaquín Gutiérrez: "la guerra civil de Costa Rica fue tan enredada que ni los mismos ticos la entienden."  Don José Figueres se alzó en armas para defender la elección de don Otilio Ulate ante las pretensiones del Dr. Rafael Angel Calderón Guardia de volver al poder pero, casi de inmediato, don Otilio y don Pepe se distanciaron, de manera que Liberación tenía como opositores al calderonismo y al ulatismo que también habían sido enemigos entre sí. 
Para acabar de complicar el panorama, constantemente surgían pequeños partidos que no llegaban a obtener ni un diez por ciento de apoyo de los electores. Con la oposición dividida, Liberación ganó las elecciones de 1953, 1962, 1970 y 1974. Cabe anotar que las dos únicas que perdió, la de 1958 y la de 1966, también las pudo haber ganado de no haber sido por fracturas internas que le costaron el triunfo.
La única manera de evitar que Liberación gobernara indefinidamente era que el antiliberacionismo se uniera, pero ese objetivo era tan difícil de lograr que se requirieron ni más ni menos que veinte años para poder hacerlo realidad. El libro Partido Unidad Social Cristiana. Bosquejo histórico. de don Roberto Tovar Faja ofrece una amplia reseña, rica en datos y documentos sobre el largo proceso, lleno de dificultades y tropiezos, que precedió la fundación del Partido Unidad Social Cristiana.
Roberto Tovar Faja. protagonista del largo proceso
de creación del Partido Unidad Social Cristiana,
del que fue su primer Secretario General.
El mayor mérito de esta obra es el que no haya sido escrita por un historiador ni por un analista político, sino por un protagonista principal y testigo de primera fila de todos los hechos que se reseñan. Don Roberto Tovar Faja fue el secretario de actas de las primeras conversaciones que, en 1972, se llevaron a cabo para establecer una alianza entre los principales cinco partidos de oposición. También fue el notario ante el que se formalizó, en 1977, la Coalición Unidad. Cuando por fin se cumplió la meta y el Partido Unidad Social Cristiana se fundó, en 1982, don Roberto fue el Secretario General del primer Directorio Político.
El libro, pese a ser breve, es de gran valor histórico y documental, ya que incluye textos íntegros de actas, cartas, manifiestos y correspondencia, así como los nombres de todos los involucrados y el detalle de cada incidente relevante. Pero lo más atractivo no es tanto la información como la narración que, pese a estar escrita en tono sereno y reposado, deja bien claro que el asunto no fue nada fácil.
Además del calderonismo y del ulatismo, existían muchos otros sectores antiliberacionistas que formaban agrupaciones dispersas. Todos estos grupos solamente lograban uniones temporales tras negociaciones excesivamente largas y complejas. Todos se oponían a Liberación, pero por distintos motivos y, cada vez que se reunían, en vez de procurar un acuerdo, se ventilaban los puntos de desacuerdo. Tres palabras en un documento podían generar una larguísima carta de protesta. Costaba sentarlos a la mesa, pero se levantaban y se iban por cualquier motivo. Cuando por fin cinco partidos, Unificación Nacional, Unión Nacional, Unión Popular, Frente Nacional y Republicano Nacional, parecía que iban a lograr una alianza, surgían nuevas agrupaciones como Renovación Democrática, Demócrata Cristiano y Nacional Independiente.
Don Roberto es un señor elegante que se expresa con corrección y propiedad. Relata los acontecimientos con gran caballerosidad pero, aunque en su libro no aparecen nunca las palabras berrinche o capricho, salta a la vista que esas actitudes surgían con mucha frecuencia. Cuando algo no se hacía como alguien esperaba que se hiciera, ese alguien simplemente se levantaba y se iba.
La urgencia y conveniencia de la unión, en todo caso, estaba clara. En 1970 Sarapiquí fue erigido como cantón número diez de la provincia de Heredia. Las votaciones para elegir las nuevas autoridades municipales las ganó Liberación, pero si todos los otros partidos hubieran estado unidos habrían obtenido una cómoda victoria de sesenta sobre cuarenta por ciento. Los líderes de la oposición consideraron que algo similar podría ocurrir a escala nacional y, de hecho, así ocurrió en las elecciones presidenciales de 1974. Ganó el Lic. Daniel Oduber Quirós, quien se enfrentó al Dr. Fernando Trejos Escalante, al Lic. Rodrigo Carazo Odio y al Lic. Jorge González Martén. Si la oposición hubiera presentado un único candidato, habría ganado con 50.4 sobre 43.3 por ciento.
La amarga lección fue aprendida y todos los grupos hicieron un esfuerzo para que la división no los hiciera perder también las elecciones de 1978. Se logra el acuerdo y cinco partidos firman el Pacto de Ojo de Agua, tras el cual hay una reñida convención en la que Rodrigo Carazo se impone sobre Miguel Barzuna Sauma. Barzuna se retira junto con don Mario Echandi y apoyan a González Martén. Don Guillermo Villalobos Arce se postula con Unificación Nacional. Pero estos grupos disidentes no logran apoyo entre los electores y don Rodrigo Carazo gana la presidencia.
El gobernante siguiente, don Luis Alberto Monge Alvarez, pese a ser liberacionista, favoreció todo el cambio de legislación requerida para que los partidos que formaban la coalición contraria a Liberación Nacional pudieran fusionarse en un único partido. Este apoyo a la causa de los opositores  deja claro que, incluso dentro de las filas de Liberación, preferían enfrentarse a un partido grande y fuerte. Nace entonces el partido Unidad Social Cristiana. Al señalar méritos, don Roberto deja claro que el arquitecto del partido fue el Prof. José Joaquín Trejos Fernández y su constructor fue el Lic. Rafael Angel Calderón Fournier. Es una omisión lamentable que en el libro no haya mencionado el apoyo del Presidente Monge en la etapa final del proceso.
El libro, publicado en 1986, cierra afirmando que, aunque el PUSC perdió las elecciones de ese año, se consolidó al obtener un cuarenta y siete por ciento del electorado y augura que ganará las elecciones de 1990. La predicción se cumplió.
A partir de la creación del PUSC, Costa Rica vivió veinte años de bipartidismo. Recuerdo que, en los años ochenta, durante una actividad académica, le pregunté al Dr. Fernando Trejos Escalante si Liberación era realmente social demócrata y la Unidad era realmente social cristiana. Su respuesta fue: "Básicamente, sí." 
Los conflictos y hasta disputas que cada partido tenía a nivel interno, eran saludables ya que la competencia de distintas tendencias y liderazgos evitaban que el partido tuviera dueño. Liberación, por ejemplo, nunca tuvo dueño. Todos los liberacionistas admiraban a don Pepe pero eso no implicaba que estuvieran de acuerdo con él en todo. Aunque a lo interno de cada partido hubiera grupitos un tanto extremistas, en cada elección el votante podía elegir entre dos propuestas moderadas y de centro. La rivalidad entre el PLN y el PUSC era intensa en periodo electoral pero, ganara quien ganara, el gobierno lograba establecer acuerdos con la oposición para impulsar proyectos de interés nacional. Sin embargo, tras dos décadas de lo que los franceses llaman cohabitación, una parte considerable del electorado empezó a quejarse del gobierno del "PLUSC" y consideró conveniente el surgimiento de una tercera opción.
Aunque sufrió duros golpes y hubo hasta quienes llegaron a darlo por muerto, el Partido Unidad Social Cristiana sigue vivo y goza tanto de las simpatías como del voto de un segmento considerable de la población. Lo que costó tanto unir se ha roto, al punto que los tres presidentes electos por el PUSC, Rafael Angel Calderón Fournier, Miguel Angel Rodríguez y Abel Pacheco, se han distanciado del partido.
Cuando estaba trabajando en esta nota, me encontré por casualidad con don Roberto Tovar Faja. Le hizo mucha gracia que todavía hubiera alguien leyendo su libro publicado hace más de treinta años. Yo me atreví a preguntarle, a él que vivió el lento y complicado proceso de unión, si creía posible, aunque obviamente no sería fácil, que el partido se uniera de nuevo. No descartó la posibilidad pero, con gran sentido realista, me respondió que ahora todo sería mucho más complejo que al inicio.
No hace falta pensarlo mucho para descubrir que tiene razón. Construir algo nuevo con elementos dispersos es difícil, pero reparar algo que está roto es mucho más difícil aún.
Los espresidentes José Joaquín Trejos, Mario Echandi y Otilio Ulate, líderes
de distintas tendencias anti liberacionistas.
INSC :0324

martes, 17 de diciembre de 2019

La Cuba de hoy.

Cuba hoy. Angel Penelas.
Trejos Hermanos. Costa Rica. 1984.
El periodista Angel Penelas visitó Cuba por primera vez en 1959 para cubrir el triunfo de la revolución. Tuvo oportunidad de conocer en persona a Fidel Castro, al Che Guevara, a Camilo Cienfuegos y a Huber Matos. En ese primer momento, aunque todos los líderes revolucionaros hablaban sin parar de los ambiciosos planes que se proponían realizar, dejaban claro que su meta principal era el establecimiento de una democracia. "No soy comunista" declaró Fidel de manera tajante en la primera conferencia de prensa ante los corresponsales venidos de otros países.
A diferencia de la gran mayoría de sus colegas, Penelas no se sumó al entusiasmo generalizado y, en los artículos que publicó entonces, dejó bien claro su escepticismo. Prometer es fácil, cumplir no lo es tanto. Tuvo entonces la intención de regresar a Cuba algún tiempo después para comprobar cuánto de lo dicho se había transformado en hecho. Sin embargo, la oportunidad se tardó en llegar. Entre su primera y su segunda visita a Cuba pasaron veinticinco años.
En 1984 fue enviado de nuevo como periodista a Cuba. Esta vez, sin embargo, el propósito de su visita no era acercarse a los gobernantes para obtener declaraciones, sino más bien entremezclarse con el pueblo para realizar una serie de reportajes sobre la vida cotidiana en la isla. Esa inmersión le serviría, en todo caso, para comprobar cuánto de lo prometido se había cumplido. Se supone que las revoluciones son procesos de cambios rápidos e intensos, por lo que un cuarto de siglo era tiempo más que suficiente para encontrar resultados. La impresión que se llevó fue la de haber llegado a un lugar en que el tiempo, no solamente se detuvo, sino que retrocede. Lo que estaba bien, se había desmejorado y lo que estaba mal se había empeorado.
El deterioro saltaba a la vista. En su primera visita había quedado maravillado por la arquitectura de La Habana, considerada la ciudad más hermosa del continente americano. En la segunda, hasta los edificios situados frente al malecón estaban casi destruidos. No lograba comprender cómo, si durante el conflicto armado no había habido ni un solo combate en La Habana, la ciudad se había dañado tanto en tiempos de paz y, supuestamente, de reconstrucción. Las cañerías de agua estaban rotas en numerosos sectores y el servicio eléctrico se interrumpía constantemente.
Penelas cuenta que, en su visita anterior, veinticinco años antes, había quedado muy impresionado por el Hospital de la Quinta Covadonga, fundado y administrado por el Centro Asturiano de La Habana. Era una institución económicamente autosuficiente, bien equipada, decorada y atendida. Para observar los avances en el campo de la salud que pregonaba la propaganda oficial, quiso visitarlo de nuevo. Le habían cambiado el nombre a Hospital Salvador Allende y lo encontró en condiciones lamentables. Las instalaciones, los muebles y los equipos estaban rotos. "¿Qué pasó aquí?" se atrevió a preguntarle a un anciano que, al igual que él, había conocido la Quinta Covadonga en sus buenos tiempos. "¿Pues qué iba a pasar?" Fue la respuesta. "¡Esta gente acaba con todo!"
Angel Penelas.
Los cubanos que se fueron de la isla en los primeros años de la revolución y que pensaron, ingenuamente, que regresarían pronto, aunque fueron tildados de "gusanos" al momento de partir, ya tenían permitido regresar. Penelas pudo hablar con varios de ellos en el hotel. Los primeros años en otro país fueron duros pero de alguna manera no solo se habían acomodado sino que muchos de ellos habían logrado alcanzar  cierto grado de riqueza. El éxito fuera de la patria, le dijeron tenía un sabor amargo. Quien se va a otro país por su propia voluntad disfruta lo que logra, pero el que sale huyendo con lo que lleva puesto, aunque prospere, guarda cierta tristeza. Curiosamente, los que fueron despreciados por la revolución al marcharse, acabaron convirtiéndose en los consentidos del sistema. Los divisas que traían les habrían todas las puertas, pero a sus parientes, los cubanos residentes en la isla, no se les permitía el acceso a los hoteles, así fuera su hermano el que estuviera hospedado en ellos.
La Habana estaba llena de rusos pero, curiosamente, se relacionaban poco con los habitantes locales y prácticamente llevaban una vida aparte.  Los cubanos evitaban mencionar el nombre de Fidel Castro como si  temieran romperlo mancharlo. Sus admiradores lo llamaban"el comandante en jefe" y quienes lo criticaban se referían a él con algún apodo o gesto. El Che se había convertido en un souvenir. Los cubanos debían hacer cola para todo. Los jóvenes sentían fascinación por las "pitusas". La libreta de racionamiento, que se suponía era temporal, seguía utilizándose para conseguir mínimas cantidades de alimentos. Los guías turísticos repetían discursos memorizados como si fueran casetes vivientes. Ya existía el extraño fenómeno de la doble moneda: el peso cubano, con el que no se podía comprar casi nada y el dólar americano con el que se podía comprar casi todo. Por más que el visitante sacara cuentas, no lograba entender cómo hacían los cubanos para sobrevivir. Los sueldos eran más o menos de doscientos pesos al mes y un plátano costaba diez. No alcanzaba ni para los tostones. Pero, pese a todas las dificultas, el pueblo cubano era alegre, amistoso, sonriente, acogedor. Siempre ingenioso al salpicar las conversaciones con gotas de buen humor.
Con las únicas excepciones de los rusos, que ya no estaban allí, y de la circulación de dólares americanos, que había sido sustituida por la de CUC, lo que vio Penelas en Cuba fue lo mismo que vi yo en mi primera visita a La Habana a mediados de los años noventa. La última vez que fui, más de una década después, salvo mínimas variaciones, el panorama general seguía siendo el mismo.
Los reportajes de Angel Penelas sobre la vida cotidiana de Cuba fueron publicadas en periódicos y luego recogidas en un libro titulado Cuba Hoy, publicado en 1984.
El título de la obra no ha perdido actualidad a pesar del transcurso de los años. La gran mayoría de sus páginas pudieron haber sido escritas hoy mismo. Sin importar cuantos años pasen entre una visita y otra, en Cuba el tiempo parece haberse detenido. Quizá por ello, cuando uno le pregunta a un cubano residente en la isla "¿Como está todo por allá?" Suelen contestar: "¡Todo está como tú lo dejaste!"
INSC: 1750

viernes, 22 de noviembre de 2019

Alma Llanera. Novela de Edelmira González.

Alma Llanera. Edelmira González.
Editorial Costa Rica. Costa Rica, 1977.
En 1946, la Universidad de Costa Rica convocó un concurso literario y Edelmira González lo ganó con Alma Llanera, la primera novela costarricense ambientada en Guanacaste, en la que, por medio de un drama familiar, se expone una visión bastante oscura de la vida en la provincia. Pese a haber sido la obra premiada en el certamen, la Universidad nunca la publicó. Edelmira, con sus propios medios, imprimió una edición modestísima en 1958 que circuló a nivel muy reducido. En 1977 la Editorial Costa Rica la publicó, pero de los años cuarenta a los años setenta, mucho había cambiado en el gusto literario y su novela no despertó mayor interés.
Las historias que se cuentan son dolorosas y trágicas, sin embargo, la novela no cae en excesos descriptivos sino que, más bien, mantiene, a todo lo largo del texto, un mirada comprensiva sobre todos los hechos que narra de manera serena y hasta dulce.
La imagen que brinda de la vida en Guanacaste no es, por cierto, muy favorable. Sin detenerse en el paisaje, ni el clima ni en las tradiciones, narra lo difícil que es la vida de quienes habitan la zona, ya sean hombres, mujeres o niños.
Simón Caldereta, el primer personaje que entra en escena, es presentado como un hombre duro como una roca. Duro de corazón, duro de pellejo y duro de mollera. Su voz también era dura y hablaba siempre con aspereza y únicamente para dictar órdenes. Enriquecido gracias a su buena suerte, primero, y a su falta de escrúpulos, después, su mayor orgullo es ser dueño de tierras, privilegio que en Europa, de donde es originario, es privilegio de señores. Su único propósito en la vida es ampliar la extensión de sus tierras a como haya lugar. Ya sea de manera gentil, legal y honesta, como fue al principio, o por medio de ardides, engaños y chanchullos, como ha sido su práctica más reciente.
Orgulloso sabanero, monta su caballo para arrear ganado y, aunque es el patrón, no le arruga la cara a las faenas más agotadoras, propias de los peones. Su mujer, la Bonifacia, que es descrita como "una hembra de la pampa, dura y resistente como un irracional", toleraba maltratos y realizaba el duro trabajo de la casa sin esperar más recompensa que una prenda de vestir de cuando en cuando.  Los hijos de Simón y Bonifacia, "bestezuelas de labor" se les llama en la novela, son criaturitas que crecen sin mimos ni consideraciones, maduran prematuramente y pronto se integran a las faenas del campo José Justiniano, el hijo menor, es atrevido, audaz y valiente, pese a haber sido un niño enfermizo que, tras un accidente, quedó cojo desde muy pequeño. Quizá su rudeza y su precocidad, sea una forma de demostrar que, pese a sus limitaciones físicas, es apto no solamente para sobrevivir, sino para sobresalir, en cualquier terreno. No se da por menos y demuestra a cada instante que, pese a su evidente fragilidad, no necesita.consideraciones especiales que, en todo caso, nunca pidió ni nunca le dieron.
Aunque la atención se centra en la historia de la familia Caldereta, primero Simón y Bonifacia y luego en Justiniano, por todo el libro desfila una serie interminable de personajes, cada uno acarreando su propio drama. Incluso al final, siguen entrando nuevos personajes en escena. Todos son rudos y primitivos. Su conducta se rige más por el instinto y las bajas pasiones que por la razón o los sentimientos. Simón sospecha que el nica Cipronio Argüello anda rondando a la Bonifacia, pero no siente celos, sino ira. Sus sospechas son fundadas y, de hecho, la Bonifacia acaba eventualmente en los brazos de Cipronio, pero esta infidelidad, si se le puede llamar así, no es fruto del enamoramiento ni de la venganza sino, simple y sencillamente, de una atracción salvaje y animal. La Bonifacia, en todo caso, no es la mujer de Justiniano, ni la señora de la casa, ni su compañera sentimental. A lo largo de la relación de pareja que han mantenido, nunca, ni al inicio ni durante los años que fueron pasando, hubo entre ellos afecto y ni siquiera amistad o compañerismo. Simón le daba órdenes y ella le daba hijos.
De manera similar, un tanto bestial y con la atracción basada únicamente en el instinto, Justiniano acaba poniendo sus ojos en la maestra de escuela, un muchacha josefina con alma de niña que se siente desterrada en aquella zona con la absurda misión de enseñarles a escribir a quienes no necesitan escribir y de enseñarles a leer a quienes no tienen libros.
Refiriéndose a los pastizales secos por el sol, la narradora afirma que "aquel amarillo pajizo invita al hombre de la llanura al delito." El temperamento alegre de los guanacastecos y su ingenioso sentido del humor, así como sus deliciosas recetas de cocina, no aparecen en el libro, en que no hay música ni baile. La única bomba que se cita, no es un piropo audaz y atrevido, sino un cumplido cortés y sumiso.
Las borracheras son el único acto festivo. Hasta en la vela de una niña el guaro fluye como un río, porque las mujeres de la zona no lloran nunca, salvo cuando se les muere un hijo, pero si beben guaro dejan de llorar.
Con frecuencia, las descripciones de esa vida ruda y cruel bajo el sol de la pampa, o en el duro trabajo de las minas, que la autora llama "tumbas de vivos", vienen aderezadas de objeciones morales. Al calificar la situación, curiosamente no utiliza la palabra "inmoralidad" sino "amoralidad". En algún momento, sin embargo, explica que allá todo aquello era normal y socialmente aceptable, al punto de afirmar "la propia autora se atreve a ser garante de que en aquel ambiente era perfectamente moral."
Alma Llanera da la impresión de ser lo que en alguna época se llamó una "novela ejemplar", un texto que, además de contar historias, pretende brindar una enseñanza. El libro cierra por cierto con una moraleja bastante clara. Simón Caldereta abusó toda su vida de los débiles simplemente porque él era el más fuerte. Pero llegó un momento en que una poderosa compañía, con buenos abogados y contactos políticos, fue más fuerte que él y logró despojarlo de lo suyo.
A pesar de fijar la atención solamente en los aspectos oscuros de la vida guanacasteca y de su poco disimulada intención didáctica, Alma Llanera es una novela interesante y atractiva. Dos pequeños detalles, sin embargo, me resultaron algo incómodos durante la lectura.
Simón Caldereta era italiano y nunca aprendió a hablar español bien, por lo que se expresa en una extraña mezcla de las dos lenguas que no es ni chicha ni limonada. En español se dice, por ejemplo, "tierra", "fuego" y "mejor". En italiano se dice "terra", "fuoco" y "meliore". Simón Caldereta dice, "terro", "fuogo" y "mejore", lo cual es razonable. Sin embargo, si en español se dice "nada" y "nunca", y en italiano "niente" y "mai", no hay razón para que Simón diga "nata" y "nunquía".
A veces, aunque no sea Simón el que habla, hasta la propia narradora se confunde, como en la página 23, en que escribió "terneza", que no es ni "ternura" en español ni "tenerezza" en italiano.
El otro punto que incomoda en la novela, es que da la impresión que ubica las sabanas con ganado y las minas de oro en el mismo sitio. Los pastizales soleados y secos están en la llanura, al norte de Liberia, mientras que las minas de oro estuvieron en Abangares, en tierras altas y quebradas.
Sin embargo, estos pequeños errores se pueden deber a que la novela fue escrita a toda prisa. En la última página, al poner punto final, Edelmira deja constancia no solo de la fecha en que terminó el manuscrito, sino también de la fecha en que lo empezó. Anota: 1 de enero al 20 de abril de 1946.
Obviamente, escribió tan rápido para poner tener la novela lista para enviarla al certamen literario. El certamen literario que ganó, pero no publicó su obra. La novela, escrita en quince semanas, debió esperar treinta y un años para estar en manos del público.
INSC: 2722

martes, 19 de noviembre de 2019

El discurso inaugural de la papisa americana. Novela de Esther Vilar.

El discurso inaugural de la Papisa
Americana. Esther Vilar. Novela.
Brugera, España, 1982.
En un futuro, aparentemente no muy lejano, una mujer es electa Papa o, más bien, papisa. Aunque es la primera mujer en ocupar ese cargo, elige como nombre Juana II, para legitimar la leyenda medioeval de que una vez, hace muchos siglos, hubo una mujer, haciéndose pasar por hombre, ocupó brevemente el Trono de Pedro has que fue descubierta. Ambas papisas son personajes de ficción. La Juana primera del pasado es legendaria, mientras que la Juana segunda del futuro es el personaje protagónico de la novela El discurso inaugural de la Papisa americana, de la escritora argentina Esther Vilar.
Publicada en 1982, la novela consiste en un largo monólogo en que Juana II se presenta al público, reflexiona sobre su vida y la vida de la Iglesia y anuncia las acciones que se propone emprender en su pontificado. Su discurso inaugural no tiene lugar en la Plaza de San Pedro durante una ceremonia solemne, sino en una estudio sin muebles ante una cámara que transmite en vivo. Su elección tampoco fue realizada en un cónclave, sino por elección directa y voto popular. 
La nueva papisa nació en 2014, en Los Angeles, California, que para entonces se había convertido en la la capital occidental del Islam. Hija de una prostituta drogadicta, se convirtió al catolicismo tras haber sido rescatada por un sacerdote en la playa de Malibú, donde surfeaba. Su conversión no significó, en todo caso, ningún compromiso serio que la comprometiera a aceptar dogmas ni a cambiar de vida. Los dogmas, para entonces, ya nadie los recordaba. No había verdades establecidas y cada uno era libre de creer lo que mejor le pareciera. En cuanto a la moral y las costumbres, todo estaba permitido. Allá cada uno con su conciencia. Rendida ante la presión de los gritos de la mayoría, la jerarquía eclesiástica había acabado por abandonar todo lo que antes predicaba y aceptar todo lo que antes condenaba. Ya nadie se preguntaba si tal o cual conducta era pecado, lo importante era simplemente ser feliz y vivir tranquilo.  Los debates sobre el aborto, el divorcio y la homosexualidad eran cosas del pasado. 
Hubo una época muy lejana en que el Papa era árbitro infalible de todas las disputas doctrinales y morales. Roma locuta causa finita, se decía en latín, cuando Roma habla la causa termina. El Papa era también monarca de un considerable territorio y ocupaba el único trono no hereditario de Europa. Incluso después de haber perdido los Estados Pontificios, las ceremonias en que participaba el Papa continuaron manteniendo un imponente protocolo imperial que se mantuvo hasta mediados del Siglo XX:
Pablo VI, el último papa en ser coronado, renunció a seguir utilizando la tiara pontificia y dispuso que los oficios religiosos, incluyendo la Santa Misa, dejaran de celebrarse en latín para que fueran oficiados en la lengua propia de cada lugar. Su sucesor, Juan Pablo I, último papa en ser cargado en hombros en sede gestatoria, en sus discursos abandonó el pluralis maiestatis y, desde su primer mensaje, utilizó la primera persona. Vino luego Juan Pablo II, que en vez de en sede gestatoria, que nunca utilizó, se movilizaba en una pecera blindada. El papa polaco, acabó convirtiendo el papado en algo que nunca había sido, en un espectáculo unipersonal en gira mundial permanente. En sus viajes, sorprendió al ponerse sombreros típicos (el de charro mexicano fue el primero) y al visitar sinagogas y mezquitas. Su presencia convocaba multitudes que llenaban estadios y calles, pero los templos estaban cada vez más vacíos.
Tras estos papas históricos, en la novela se mencionan otros que vinieron luego, cada uno empeñado en superar al anterior en gestos de modestia. Juan XXV accedió a la idea de vender todos los tesoros artísticos vaticanos para repartir el dinero obtenido entre los pobres. Pieza por pieza, los documentos, las pinturas y esculturas fueron puestos en subasta. Los grandes bancos y corporaciones acabaron adquiriendo hasta las basílicas y los palacios. El dinero fue repartido entre los pobres, que lo consumieron pronto y siguieron siendo pobres
Reducido a un minúsculo apartamento y movilizándose a pie por la calle, el papa pedía a los pocos reconocidos que lo tutearan. El papado perdió la magnificencia, el papa era cada vez más un hombre ordinario, pero el pueblo, en vez de acercársele, se le alejaba.El culto a Dios se abandonó. A los pocos asistentes a los oficios, el propio sacerdote les prohibía arrodillarse y, a la larga, terminaron hasta retirando de los altares los crucifijos porque podían herir la sensibilidad de los asistentes.
Se abolió el celibato y se admitieron mujeres en el sacerdocio. Vino luego el papa Oscar I, que escogió su nombre en honor al escritor irlandés Oscar Wilde quien, como él, era homosexual.
Y así sigue la historia hasta el momento en que Juana II llegó a ser papisa. Su título ya no significaba nada y su autoridad era inexistente.
Al hacer el recuento, la papisa llama la atención sobre un hecho singular. Cuanto más intentaba el papado acercarse al pueblo, más se apartaba el pueblo de él. Cuando la liturgia era solemne y misteriosa, los fieles acudían en masa. Cuando la liturgia se hizo participativa, los fieles dejaron de asistir. Los oficios religiosos perdían su magnificencia y los creyentes respondían abandonándolos.
Cuando la jerarquía renunció a tener autoridad indiscutible, nadie la volvió a tomar en serio.
Lo curioso es que el pueblo no tomó el camino fácil, sino el difícil. Mientras la Iglesia católica abandonaba la enseñanza de su doctrina como verdad absoluta y revelada, los fieles la abandonaban y corrían a sumarse a grupos religiosos en que debían aceptar dogmas inapelables. Mientras la Iglesia católica se mostraba tolerante y abierta a aceptar todo tipo de conducta, los fieles se integraban a sectas que exigían un compromiso serio con sus enseñanzas y mantenían un control severo sobre la vida de sus miembros.
En materia religiosa, los creyentes del Siglo XX no escogieron la respuesta más racional, sino la más misteriosa. En materia ética, no escogieron la más relajada, sino la más exigente. Es decir, no eligieron el camino más cómodo, sino el que les exigía mayor sacrificio.
La elección de la Papisa fue la culminación de un proceso largo y, precisamente por ser el punto más lejano del viaje, acabó siendo también el punto de retorno. La papisa, admite que se ha cometido un error y se manifiesta estar dispuesta a corregirlo. Para empezar, se reviste con ornamentos preciosos, se coloca la capa pluvial, se ciñe la tiara, toma en su mano el báculo y se sienta en el trono. De inmediato, se declara infalible, llama a los fieles a la obediencia, les muestra un crucifijo, llama a los fieles a que se arrodillen y oren para, al final, impartirles la bendición que pronuncia, por supuesto, en latín.
Está segura que el retorno a la solemnidad, el misterio, la enseñanza de verdades absolutas e indiscutibles, el orden, la autoridad y, lo más importante, la fe, acabará atrayendo de nuevo a todos los que se fueron en estampida cuando vieron que la iglesia de la que formaban parte empezó a convertirse en algo distinto a lo que debería ser.
Al final del libro, viene un extenso ensayo de la propia autora en que declara que no es católica y ni siquiera creyente, pero que le pareció llamativo el hecho de que, cuando la Iglesia dejó de ofrecer verdades absolutas y normas inapelables, los fieles, en vez de agradecidos, se sintieron defraudados y fueron a buscar la verdad y la autoridad en otros grupos dispuestos a brindárselas.
INSC: 0355

domingo, 17 de noviembre de 2019

Mauro Fernández Acuña.

Mauro Fernández. León Pacheco.
Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
San José, Costa Rica. 1972.
A finales del año 2018, asistí a una graduación escolar. Iba solamente con la intención de acompañar a mi queridísima ahijada Génesis Giuliana, que había terminado la primaria con excelentes calificaciones pero, al igual que todos los demás familiares de los otros estudiantes, antes de poder felicitarla, me tocó presenciar en silencio una ceremonia que se prolongó por  mucho más tiempo de lo que esperaba.
Además de la entrega de diplomas, hubo numerosos reconocimientos a estudiantes destacados y homenajes a maestros de distintas disciplinas. Los discursos fueron breves, pero uno tras otro. Llegó el momento en que uno aplaudía solamente por cumplir la parte que le correspondía en el montaje. Ya estaba cabeceando, cuando una maestra, al hacer uso de la palabra, citó a Mauro Fernández
No recuerdo exactamente lo que dijo, pero era una de esas máximas de ocasión, algo así como que la escuela es un segundo hogar, o la cuna del saber, el faro de cultura o el nido del civismo. La maestra no se extendió en el asunto, sino que se limitó a repetir las palabras de don Mauro. 
Sentado en mi butaca, me preguntaba de dónde habría sacado la maestra aquella cita. Es más, de dónde sacarían todos los maestros las citas de Mauro Fernández, porque en Costa Rica, en todos los actos escolares, nunca falta alguno, que acabe citando una breve sentencia suya. Me puse a sacar cuentas y noté que la tradición lleva más de un siglo. Mauro Fernández murió en 1905 y todavía a finales del 2018 sus palabras se repiten una y otra vez en todas las escuelas del país. De boca en boca, o más bien de acto cívico en acto cívico, se ha transmitido la idea de que Mauro Fernández es el maestro por excelencia y ha  llegado a ser considerado un prócer de la educación pública costarricenese. Curiosamente, Mauro Fernández nunca fue maestro y la famosa reforma educativa que impulsó no alcanzó grandes logros y, vista a la distancia, tiene aspectos bastante cuestionables.
Segundo hijo, y único varón, de don Aureliano Fernández Ramírez y doña Mercedes Acuña Díez Dobles, Mauro Fernández nació en San José el 19 de diciembre de 1843. En aquella época aún no existían en Costa Rica escuelas propiamente establecidas. Desde los primeros años de la época colonial lo que se acostumbraba era que alguien que supiera, generalmente un cura o un pariente, le enseñara las primeras letras a los niños. Las familias acomodadas tenían un tutor para sus hijos y algunos municipios contrataban a una persona instruida para que recibiera niños pobres y le pagaba una modesta cantidad por cada alumno que lograra aprender a leer y escribir.
Una pariente suya que era maestra, doña Chepita Fernández, empezó a darle clases al pequeño Mauro cuando tenía apenas cuatro años de edad. Como dio muestras de aprender rápido y estar muy interesado en los estudios, al cumplir los siete años empezó a recibir también lecciones en inglés a cargo de Miss Sophie Joy, la institutriz particular de los hijos del Dr. José María Montealegre Fernández. Posteriormente el niño también aprendió a hablar francés.
Tras la muerte de su padre, Mauro Fernández, que era apenas un adolescente, debió hacerse cargo de su madre y de sus dos hermanas, Isolina y María Práxedes. Como lo conocía desde pequeño y sabía que era un muchacho serio y estudioso, el Dr. José María Montelegre, entonces Presidente de la República, nombró al joven Mauro, de apenas dieciséis años de edad, como escribiente en el Ministerio de Gobernación. Muy pronto fue ascendido y le correspondió trabajar directamente a las órdenes de don Julián Volio Llorente, quien fue el gran impulsor de la escuela primaria gratuita, obligatoria y costeada por el Estado.
A pesar de tener un trabajo a tiempo completo, don Mauro continúo estudiando. Entre sus principales mentores cabe destacar al guatemalteco Lorenzo Montúfar y al nicaragüense Máximo Jerez. En 1869 se graduó de abogado en la Universidad de Santo Tomás y, casi de inmediato, viajó a Inglaterra, donde permaneció durante más de un año.
Cuando regresó a Costa Rica, abrió su bufete y se dedicó a diversas actividades profesionales, financieras y comerciales. Fue abogado de Minor Cooper Keith, funcionario de la Corte Suprema de Justicia, diplomático en misión especial a El Salvador, trabajó en la banca y fue miembro de varias juntas directivas de sociedades privadas en instituciones caritativas. Su carrera en el sector público consistió fundamentalmente en la redacción de códigos. Contra lo que comúnmente se cree, Mauro Fernández nunca fue maestro. Su esposa, la británica Ada Le Capellain, con quien contrajo matrimonio en 1874, sí se dedicaba a la enseñanza.
Aunque era lector asiduo de Stuart Mill y Herbert Spencer, don Mauro no escribió ensayos filosóficos ni era colaborador frecuente en la prensa. Don Cleto Gonzalez Víquez decía que "Mauro Fernández no fue un escritor, sino un orador, y más que un orador un propagandista". Se sabe que llegó a publicar tres libros: Los sentidos y el intelectoLa Refutación y Tres semanas en Sevilla. Sin embargo, tal parece que esas obras se perdieron, ya que no se consiguen en ninguna parte.
En 1885, el Presidente Bernardo Soto Alfaro, nombró a don Mauro ministro de Hacienda, Comercio e Instrucción Pública. Por su experiencia previa, don Mauro estaba ampliamente calificado para las carteras de Hacienda y Comercio, pero fueron sus disposiciones como Ministro de Instrucción Pública por las que acabaría siendo recordado. Simultáneamente a su cargo en el poder Ejecutivo, don Mauro era diputado y Presidente del Congreso, lo que le permitía participar en el debate de las leyes que proponía reformar.
Mauro Fernández Acuña.
(1843-1905)
Aunque don Mauro fue el promotor de la famosa reforma educativa realizada durante el gobierno de Bernardo Soto, quien estuvo a cargo de todo el planteamiento y estructuración fue el educador Buenaventura Corrales, a quien pocos recuerdan, porque el mérito siempre se lo lleva el superior jerárquico que es, a fin de cuentas, el responsable del asunto.
Lo que pretendía la reforma era eliminar la formación puramente teórica y clásica que se impartía en la Universidad de Santo Tomás y sustituirla con un impulso a la educación secundaria y la fundación de un instituto de educación técnica y práctica.
La universidad, de hecho, se cerró, pero la educación secundaria no fue reforzada como se había prometido, ni tampoco se estableció ningún centro de formación técnica.  Es decir, la reforma de don Mauro logró destruir lo que quería destruir, pero no logró construir nada nuevo. Se atribuye a don Mauro Fernández ser el fundador del Liceo de Costa Rica y del Colegio Superior de Señoritas. Valdría recordar, sin embargo, que fundar es partir de cero, o casi de cero, y ese no fue el caso en ninguna de esas dos instituciones porque ya funcionaban el Instituto Nacional, donde estudiaban los varones y la Escuela de Niñas, donde estudiaban las mujeres. Cambiarle el nombre a una institución ya existente no significa fundar una nueva. Lejos de promover la educación secundaria, don Mauro intentó, sin éxito, intervenir el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago, así como impedir el establecimiento del Instituto de Alajuela y del Colegio San Agustín, que sería el futuro Liceo de Heredia.
Si tanto quería fortalecer la enseñanza media, de primera entrada resulta difícil comprender su oposición, que llegó a extremos de verdadero boicot, a que los alajuelenses y heredianos contaran con escuela secundaria. La razón por la que actuó como lo hizo, fue que la intención de crear ambos centros de enseñanza surgió de los propios vecinos, quienes estaban dispuestos a instalar, sostener y administrar sus colegios, tal y como Cartago hacía con el suyo. Don Mauro pretendía que todas las instituciones educativas fueran creadas y dirigidas por el gobierno. Su posición era contraria al espíritu y a la letra de la ley impulsada por don Julián Volio Llorente quien, al proponer la educación gratuita, obligatoria y costeada por el Estado, le reservaba la inspección al gobierno, pero dejaba abierta la posibilidad de que la Iglesia, las órdenes religiosas, las municipalidades, los vecinos y hasta personas particulares fundaran escuelas. Si alguien quiere y está en capacidad de enseñar, que enseñe. Si alguien quiere y está en capacidad de aprender, que aprenda. El Estado, según don Julián Volio, no debía monopolizar la enseñanza, sino solamente supervisarla y, lo más importante, financiarla. Don Mauro proponía un proyecto centralista en el que nadie, salvo el Estado, podría establecer ni administrar escuelas.
La batalla que libró don Miguel Obregón Lizano, contra don Mauro Fernández, para fundar el Instituto de Alajuela, puede calificarse de heroica. Fue el propio don Miguel Obregón, además, quien logró que la vasta biblioteca de la Universidad de Santo Tomás, sirviera de base para fundar la Biblioteca Nacional.
Don Mauro se equivocó al pretender fortalecer la educación estatal, limitando la educación privada, autónoma o municipal. Los números no mienten. Cuando don Mauro murió, en 1905, además de las instituciones religiosas y privadas, como el Colegio Seminario, el Salesiano y el de Sión, funcionaban en Costa Rica solamente cinco colegios públicos: el Colegio San Luis Gonzaga, el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas, el Instituto de Alajuela y el Liceo de Heredia. En 1948, cuando don Pepe llega a la Presidencia de la Junta Fundadora de la Segunda República, funcionaban los mismos cinco colegios públicos. No se fundó un solo centro de enseñanza secundaria en casi medio siglo. Si las municipalidades, los vecinos o los particulares de Liberia, Puntarenas, Limón, Turrialba, San Ramón o cualquier otra comunidad alejada del valle central hubieran querido establecer un colegio, la ley se los habría impedido. Lo irónico es que el Estado, que no estaba en capacidad de hacerse cargo de la fundación de nuevos colegios, consideraba las iniciativas particulares o comunitarias como competencia, cuando en realidad eran complemento.
No hay que olvidar que, en todo caso, los colegios graduaban bachilleres pero en Costa Rica la universidad se había cerrado. Algunos autores han especulado que el cierre de la Universidad de Santo Tomás se debió a una motivación anticlerical ya que, por solicitud del Presidente Juan Rafael Mora, el Papa Pío IX le había otorgado el título de Universidad Ponticia, lo cual le daba gran autoridad de supervisión al obispo diocesano. Sin embargo, ni Mons. Anselmo Llorente ni Mons. Bernardo Augusto Thiel se molestaron en supervisar la universidad que, pese a su título pontificio, era más bien un centro en que imperaban las ideas ilustradas y liberales. El asunto iba más bien por otro lado. La Universidad de Santo Tomás era autónoma, en el sentido de que tenía recursos propios para su mantenimiento y no dependía del Estado. Al cerrarla, el Estado logró adueñarse de todos los activos de la Universidad. Por otra parte, los programas de estudios en la Universidad de Santo Tomás eran teóricos y clásicos. Se enseñaba Filosofía, Derecho Romano, matemáticas puras y lenguas muertas y, en opinión de don Mauro "una universidad en que se cultiva la ciencia pura y abstracta no tiene razón de ser en Costa Rica."
Al cerrarse la universidad, solamente quedaron funcionando las escuelas de Derecho y de Farmacia. El gobierno disponía de presupuesto para enviar a costarricenses a estudiar al exterior pero mientras don Mauro fue ministro, hasta las becas estuvieron restringidas. Si había recursos suficientes para enviar a estudiar afuera a once personas, don Mauro aprobaba solamente siete becas. En su libro de memorias Al través de mi vida, don Carlos Gagini cuenta que en repetidas ocasiones le rogó a don Mauro que le concediera una beca para ir a estudiar lingüística y filología a Europa, pero que la beca nunca le fue concedida y Gagini no tuvo más remedio que formarse solo de manera autodidacta. Pese a no haber contado con estudios formales, las abundantes y cuidadosas investigaciones de Gagini son verdaderamente apreciables. Tal vez, de haber tenido la oportunidad de estudiar en una universidad especializada, sus trabajos habrían sido más científicos y menos empíricos, pero definitivamente don Mauro, quien no le encontraba razón de ser al conocimiento puro, jamás habría aprobado una beca en carreras tan poco prácticas como la lingüística y la filología.
Su promesa de educación técnica y de ciencia práctica tampoco se cumplió. Como ya se dijo, en Costa Rica solamente se podía estudiar Derecho o Farmacia. Los médicos, ingenieros y arquitectos estudiaban en el exterior, ya sea becados por el Estado o patrocinados por su familia. Irónicamente, en un país eminente agrícola, como era Costa Rica, la Escuela de Agronomía se estableció en 1926, más de dos décadas después de la muerte de don Mauro.
En 1889, cuando cayó el gobierno de Bernardo Soto, don Mauro realizó un largo viaje a Europa y, cuando regresó al país, se dedicó a su bufete de abogado y a la actividad bancaria. Aunque nunca más volvió a involucrarse en temas relacionados a la enseñanza y su reforma educativa no cumplió con lo prometido, fue precisamente en la época de su retiro que se le empezó a venerar como el gran impulsor de la educación costarricense, al punto que en 1902, mientras era diputado por última vez, se dispuso que su retrato fuera colocado en todas las escuelas y en todas las Juntas de Educación del país.
Don Mauro Fernández Acuña murió el 16 de julio de 1905. Su esposa, Ada Le Capellain, murió cinco años después. Como se sabe, su hija, María Fernández Le Capellain, era la esposa de Federico Tinoco Granados y, cuando Tinoco era presidente, se inauguró un monumento a don Mauro Fernández en el Parque Morazán. El busto de bronce, obra del escultor Juan Ramón Bonilla, acabó en el suelo derribado por los mismos manifestantes que le prendieron fuego al diario La Información en 1919. Naturalmente, este acto de vandalismo no iba dirigido contra la memoria de don Mauro en lo personal, sino solamente en su calidad de suegro de Federico Tinoco. El monumento fue puesto de nuevo en su sitio, donde aún se encuentra, en el sector sureste del parque, entre la estatua de Simón Bolívar y el Templo de la Música.
León Pacheco.
(1898-1980)
Considerando el hecho de que Mauro Fernández es un personaje interesante y una figura destacada y muy recordada de la historia de Costa Rica, resulta extraño que no se haya escrito aún una amplia biografía suya. En 1972, el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes publicó un pequeño ensayo sobre su vida y obra, escrito por León Pacheco, quien era gran admirador de don Mauro. Aunque el texto está compuesto en tono reverencial y, más que un estudio biográfico, es un homenaje, Pacheco, consciente de que cerrar la universidad fue un error y que la famosa reforma educativa no dio los frutos esperados, en vez de cantar un elogio a la obra de don Mauro, plantea argumentos en su defensa. En su exposición, intenta justificar, de manera no muy convincente por cierto, el hecho de que don Mauro haya dejado a Costa Rica sin universidad durante cincuenta años..
Aunque la adquisición de una cultura general es una tarea profundamente personal y la educación de los niños es, ante todo, derecho, deber y responsabilidad de los padres, don León Pacheco hace malabarismos retóricos para defender la posición de don Mauro de que la educación es función exclusiva del Estado. Las figuras históricas son recordadas por lo que destruyeron y por lo que construyeron, por lo que hicieron o por lo que dejaron de hacer, pero León Pacheco propone que la obra de don Mauro Fernández debe ser valorada por sus intenciones más que por sus logros.
El libro incluye al final una pequeña antología de textos de don Mauro en la que solamente hay reportes burocráticos y administrativos ya que, como los tres libros que publicó no se encuentran en ninguna parte, sus documentos oficiales como ministro es lo único que se conserva de su obra escrita.
Resulta entonces un verdadero misterio el hecho de que todos los maestros de Costa Rica, desde hace más de un siglo, tengan siempre a mano una frase bonita de Mauro Fernández para citarla al hacer uso de la palabra en los actos cívicos.
INSC: 1745
Ultíma foto de don Mauro Fernández Acuña, tomada en 1904.

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