viernes, 28 de febrero de 2020

Costa Rica en la II Guerra Mundial.

Costa Rica en la Segunda Guerra Mundial.
Carlos Calvo Gamboa.
Editorial de la Universidad Estatal a Distancia.
San José, Costa Rica. 1983
Los grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial se libraron en distintos países de Europa, el norte de Africa y diferentes puntos del Oceáno Pacífico. Los efectos del conflicto armado, sin embargo, se hicieron sentir en todo el mundo. Aunque no hubo ningún enfrentamiento en el continente americano, todos los países de la región, de alguna manera, se vieron afectados, no solamente en asuntos económicos o políticos, sino incluso en su vida cotidiana. 
Todas las personas mayores con las que en algún momento pude conversar sobre esa época, coincidían en recordar una gran escasez de productos elementales. Muchas panaderías cerraron porque no había harina. Era muy difícil conseguir llantas nuevas o gasolina. En los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, los costarricenses se percataron de que la gran mayoría de artículos de consumo cotidiano eran importados. Hasta la manteca para cocinar, que venía en grandes latas cuadradas y que vendían en las pulperías por libras, empezó a escasear. Además del comercio, la agricultura también se contrajo. Los bananales de la zona cercana a Parrita y Quepos, que fueron sembrados poco antes de la guerra, empezaron a dar frutos justo cuando los barcos cargueros dejaron de navegar por el Pacífico. La producción de café, que era la principal actividad económica de Costa Rica, perdió de golpe a su principal comprador, que era Alemania. 
Dos barcos de guerra del eje, uno alemán y otro italiano, fueron hundidos por su propia tripulación en Puntarenas y una explosión en un carguero anclado en Limón desató una paranoia colectiva. Las familias alemanas, italianas y hasta españolas residentes en Costa Rica fueron perseguidas, muchos de sus miembros fueron encarcelados y deportados mientras sus propiedades eran confiscadas. La población en general vio limitados sus derechos, las Garantías Individuales fueron suspendidas y la policía recibió órdenes de hacer uso de la fuerza para suprimir cualquier manifestación pública. La economía se vino al suelo y el ambiente en general se tornó tenso. Todo lo que ocurría, se decía entonces, era a causa de la guerra que, pese a librarse tan lejos de Costa Rica, acabó cubriendo el país como una densa y oscura sombra.
El historiador Carlos Calvo Gamboa explora ampliamente esa complicada época en su libro Costa Rica en la Segunda Guerra Munidal, publicado en 1983 por la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia. La obra es breve y, aunque no llega a profundizar en muchos de los temas que plantea, brinda valiosas revelaciones.
De primera entrada, se le puede reclamar el que no se haya referido con mayor amplitud a las actividades del Club Alemán de Costa Rica, dentro del cual funcionó una agrupación nazi. El tema se menciona, pero con demasiada timidez. Es una verdadera lástima que no se haya atrevido a dar nombres, porque si lo hubiera hecho, habría mostrado una situación sorprendente. Contra lo que comúnmente se piensa y se ha dicho, solamente algunos, realmente pocos, de los alemanes o descendientes de alemanes residentes en Costa Rica eran simpatizantes nazis y la mayor parte de los integrantes del grupo nazi que se reunía en el Club Alemán eran ticos. Algunos de ellos, por cierto, de reconocido prestigio. En su defensa, cabe señalar que estos nazis de primera hora en los años treinta, dejaron de serlo en los años cuarenta. Si se tragaron el cuento con la propaganda de la época del inicio, abrieron los ojos al contemplar lo que vino luego. 
Arthur Bliss Lane. (1894-1956)
Embajador de Estados Unidos en Costa Rica
de 1941 a 1942.
Tampoco le presta la atención que debiera a la figura de Arthur Bliss Lane (1894-1956), embajador de Estados Unidos en Costa Rica de 1941 a 1942. Graduado de Yale y diplomático de Carrera, Bliss Lane ocupó diferentes puestos en las embajadas americanas de Roma (poco antes del ascenso del fascismo), Varsovia, Londres, México y París. Era el jefe de la legación americana en Nicaragua en el tiempo en que fue asesinado Augusto César Sandino. Cuando el Presidente Juan Bautista Sacasa le pidió explicaciones a Anastasio Somoza sobre ese lamentable suceso, Tacho le echó el muerto a Bliss Lane quien, según él, le había dado la orden. Naturalmente, Bliss Lane negó rotundamente haber ordenado semejante cosa y afirmó que Tacho había actuado por iniciativa propia. En todo caso, su participación en el asunto nunca quedó clara. Después de Costa Rica, Bliss Lane fue Embajador en Colombia de 1942 a 1944 y, finalmente, embajador en Polonia en el último año de la Segunda Guerra Mundial. Profundamente defraudado por el hecho de que Polonia hubiera quedado sometida al comunismo, consideró que Polonia había sido traicionada. La guerra, que empezó por liberar a Polonia de los nazis, acabó dejando a Polonia dominada por los soviéticos. Bliss Lane escribió duras críticas contra los acuerdos de Yalta y acabó enemistado con Franklin D. Roosevelt. El asunto es que Bliss Lane era un hombre que no se andaba con rodeos y, durante los dos años que fue Embajador en Costa Rica, que coincidieron con la entrada de los Estados Unidos en la guerra, acabó desempeñando un papel protagónico. El Dr. Rafael Angel Calderón Guardia, entonces Presidente de la República, se mostró siempre dispuesto a cumplir dócilmente todo lo que Bliss Lane le dijera que debía hacerse y esta actitud sumisa, le valió severas críticas de sus adversarios políticos.
Un punto verdaderamente serio, que el libro no explora con profundidad, es el de las famosas "Listas Negras", suscritas por el Gobierno, que aparecían en los periódicos, indicando los nombre de personas y empresas con las que se debía cortar todo trato por ser enemigas de la libertad, la democracia y la causa aliada. Al igual que en el asesinato de Sandino, la participación de Bliss Lane en este asunto no está del todo clara y hay quienes sospechan que Bliss Lane fue el autor de esas listas.
Cualquier costarricense sabía, por ejemplo, que los Federspiel, los Lehmann y los Sauter eran impresores y libreros, que los Niehaus tenían una industria azucarera, que los Peters comerciaban café y que los Musmanni eran panaderos, pero tal parece que el Embajador norteamericano recién llegado justo en el año que su país entraba en guerra se asustó por los apellidos. El propio don Ricardo Jiménez Oreamuno se manifestó en contra de las listas negras, argumentando que los nombres que aparecían en ellas como sujetos peligrosos, eran en realidad trabajadores y empresarios ejemplares, muchos de ellos nacidos en Costa Rica.
El alegato del patriarca liberal, tres veces Presidente de la República, no fue escuchado y el gobierno arrestó y confinó en un campo de concentración, situado donde ahora se encuentra el Mercado de Mayoreo, a cuanta persona apareciera en la lista negra. Entre los cautivos se contaron, desde un caballero de reconocida conducta ejemplar e intachable, como don Eberhard Steivorth, hasta el joven padre adoptivo de la escritora Virginia Grutter que, irónicamente, se había radicado en Puntarenas huyendo de la Alemania Nazi. Todos los bienes de los detenidos fueron confiscados sin indemnización y pasaron a ser administrados por un organismo llamado Junta de Custodia de la Propiedad Enemiga, que empezó tomando control de todas las actividades financieras, agrícolas, comerciales e industriales de las empresas intervenidas y, al final, acabó vendiendo los activos por mucho menos de su valor. Hasta a un pobre japonés que tenía una pequeña nave en Puntarenas dedicada a la pesca y al turismo, le decomisaron el barquito. Un buque mercante alemán, el Wesser, anclado en Puntarenas, logró salir a tiempo rumbo a México. Otro, el Stella, no tuvo tanta suerte y, tras ser decomisado, el gobierno lo vendió en Nicaragua.
Cuando los presos fueron muchos, empezaron a enviarlos a campos de concentración en Estados Unidos. Lo delicado del asunto es que iban acompañados de sus esposas e hijos, que eran costarricenses. La escritora Virginia Grutter, que pasó una larga temporada de su juventud en uno de esos campamentos, se refiere al asunto en sus memorias. Tristemente célebre fue el caso de doña Esther Pinto de Amrheim. Era una verdadera ironía histórica que una descendiente de Tata Pinto, el marino portugués que tanto sirvió a Costa Rica y que llegó hasta a gobernar el país por un breve período tras la caída de Morazán, fuera recluida como prisionera simplemente por el apellido de su marido. Don Herberh Knhor planteó un recurso de Habeas Corpus, que fue votado de manera favorable por la Corte Suprema de Justicia. Presionados por el gobierno, que tenía las Garantías Individuales suspendidas, los magistrados se echaron atrás y, en un acto de coherencia, ante lo que consideraba un atropello a los derechos fundamentales de un ciudadano, el Presidente de la Corte, don Víctor Guardia Quirós, renunció a su cargo.
El libro relata con gran amplitud el hundimiento de dos buques de guerra, el Eisenach y el Fella,  uno alemán y otro italiano, anclados en Puntarenas. Ambas embarcaciones navegaban por el Pacífico cuando se enteraron de la noticia de que los Estados Unidos habían entrado en la guerra. En espera de órdenes, decidieron refugiarse en el puerto más cercano. Su presencia, como es fácil de imaginar, generó intranquilidad. Tal parece que el propio Bliss Lane fue quien le ordenó al gobierno que confiscara los barcos y encarcelara a los tripulantes. Un grupo de cincuenta guardias civiles armados con rifles fue enviado en tren a Puntarenas a cumplir la orden. Aunque de primera entrada la situación pueda parecer cómica, pudo haber tenido un final trágico. ¿Qué podían hacer cincuenta policías ticos, que eran campesinos con uniforme, frente a dos tripulaciones de soldados bien armados y entrenados que los superaban en número? Afortunadamente no hubo enfrentamiento. Enterados de los planes, los capitanes pidieron instrucciones y recibieron la orden de entregarse y hundir las naves. El hecho, que sorprendió y defraudó a las autoridades costarricenses, es perfectamente normal en la marina de guerra, ya que es preferible hundir un barco que abandonarlo en otras manos. El gobierno quedó entonces sin las naves que pretendía confiscar y con un numeroso grupo de prisioneros a los que fue bastante complicado sacar del país.
En cuanto a la famoso caso del vapor San Pablo, anclado en Limón, en el que murieron veinticuatro personas por una explosión el 2 de julio de 1942, hay en este libro dos inexactitudes demasiado grandes como para pasarlas por alto. En primer lugar, menciona repetidas veces la palabra "hundimiento" y, como es sabido, el San Pablo no fue hundido. Ni siquiera quedó inservible, ya que casi inmediatamente después de la explosión, apenas le repararon los daños sufridos, navegó a Panamá y continuó funcionando sin problemas durante años. En segundo lugar, en el libro se da por un hecho la leyenda urbana que circuló en ese tiempo, de que que el San Pablo fue torpedeado por un submarino alemán. El asunto acabó siendo pieza clave de la historia política de la década de los cuarenta porque dos días después, el 4 de julio, hubo manifestaciones de protesta contra el supuesto ataque que acabaron en saqueos de los negocios de alemanes, italianos y españoles de San José, A raíz de estos saqueos fue que don José Figueres Ferrer pronunció el famoso discurso por el que fue arrestado y expulsado del país. Hay historias similares, de submarinos alemanes atacando barcos anclados en otros países latinoamericanos. Sin embargo, investigaciones posteriores no le encuentran sentido a que los pocos submarinos con que Alemania disponía en 1941, anduvieran tan al sur de la zona en conflicto realizando ataques de un único tiro.  Por otra parte, no hay manera de explicarse cómo un torpedo pudo haber causado una explosión en la bodega de un barco sin lastimar el casco, como fue en el caso del San Pablo. La verdadera tragedia del Vapor San Pablo, y esto el libro lo explica muy bien, es que murieron veinticuatro humildes trabajadores, no hubo una investigación sobre los hechos y los familiares de las víctimas no recibieron indemnización alguna.
Durante los años de la guerra se intentó establecer en Costa Rica el cultivo de abacá y madera de balsa, pero esas iniciativas se quedaron en la intención. El gobierno americano facilitó recursos financieros, técnicos y de maquinaria para la construcción de la carretera interamericana. Se decía entonces que el propósito era establecer una ruta terrestre hasta el Canal de Panamá, pero cuando la guerra terminó la carretera ni siquiera había llegado al Cerro de la Muerte. A propósito de la visita a Costa Rica del Vicepresidente de Estados Unidos Henry Wallace se estableció el CATIE en Turrialba. Sin embargo, a nivel de seguridad interna, el principal cambio durante la guerra fue el establecimiento de un cuerpo militarizado de policía, llamado la Unidad Móvil, que efectuó operaciones represivas y, años después, se enfrentó a los rebeldes de don Pepe durante la guerra civil de 1948. Tras ser vencida, la Unidad Móvil dejó de existir.
Verdaderamente reveladores son los datos que este libro ofrece sobre la economía durante los años de guerra. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Algo parecido podría decirse de los números. Las tablas que aparecen en el capítulo quinto pintan un panorama desolador. Para resumirlas, basta decir que, en apenas cuatro años, el costo de la vida se duplicó, el dinero circulante se triplicó, el déficit fiscal aumentó sin control, la deuda externa llegó al doble y la economía en general cayó en picada. Al terminar la guerra, Costa Rica, que antes tenía un comercio diversificado con distintos países, acabó dependiendo de las compras de Estados Unidos, que se convirtió en su principal socio comercial. La producción para consumo interno tampoco anduvo muy bien y, de manera frecuente y creciente, el país debió importar hasta arroz, frijoles y azúcar. 
La lectura del libro Costa Rica en la Segunda Guerra Mundial, de Carlos Calvo Gamboa, permite descubrir, entre líneas, una revelación verdaderamente esclarecedora.  El Dr. Rafael Angel Calderón Guardia fue electo en 1940 por una amplia mayoría. Era un médico graduado en Europa querido y respetado por todo el país. Su primer año de gobierno fue brillante, con la fundación de la Universidad de Costa Rica y la Caja Costarricense de Seguro Social, así como con el tratado limítrofe con Panamá. Sin embargo, ya a mediados de su segundo año de gobierno su popularidad caía en picada y era cada vez mayor el número de quienes lo criticaban y adversaban. Después de la declaratoria de guerra de Costa Rica a Japón, el 8 de diciembre de 1941, y a Alemania e Italia, el 11 de diciembre siguiente (las mismas fechas de las declaraciones de guerra de Estados Unidos), los costarricenses empezaron a sufrir situaciones que les resultaban inaceptables. Escasez de productos básicos, aumentos de precios, cierre de negocios, garantías individuales suspendidas, listas negras, arrestos sin derecho a Habeas Corpus, expulsiones del país de ciudadanos nacidos en Costa Rica y confiscaciones de propiedades sin indemnización. La policía, que miraba hacia otro lado ante los saqueos y el vandalismo, disolvía reuniones y manifestaciones políticas por la fuerza. Si alguien cuestionaba la situación en que se vivía, se le respondía que todo era debido a la guerra. Si alguien criticaba al gobierno, se le tildaba se simpatizante nazi. Antes de la guerra, el Dr. Calderón Guardia gozaba del apoyo general. Por las políticas locales, durante la guerra, fue perdiendo simpatizantes y ganando adversarios. 
Muchos de los temas que este libro plantea, merecerían ser desarrollados más ampliamente. En la obra hay, además, un capítulo pendiente que podría ser más bien un libro aparte. Esperaba encontrar algún apartado en que se refiriera a los costarricenses que combatieron en la Segunda Guerra Mundial pero, lamentablemente, en ninguna parte se refiere a este tema. El prestigioso genealogista don Guillermo Castro Echeverría, que sirvió en el ejército norteamericano en Europa y que, al respecto, publicó un libro de memorias noveladas, contaba que fueron muchos los ticos que prestaron servicio en la infantería y muchos más los que sirveron en la marina. Sus nombres han sido recogidos en listas. Yo tengo una a la que no termino de agregar nombres y fechas. El libro sigue aún pendiente.
INSC: 0317
8 de diciembre de 1941. Tras el ataque a Pearl Harbor Costa Rica declara la Guerra
a Japón. De izquierda a derecha: Alfredo Volio Mata, Alberto Echandi Montero, el
Presidente Rafael Angel Calderón Guardia, Luis Demetrio Tinoco Castro, Carlos Manuel
Escalante, Durán, Mario Luján Fernández y Francisco Calderón Guardia.



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