viernes, 23 de octubre de 2020

La olvidada Guerra de Coto.

Coto y la Soledad. 
Guillermo Padilla Castro.
1961

La guerra de Coto fue tan breve, que a la gran mayoría de los ticos que se reclutaron como soldados voluntarios para combatir en ella ni siquiera les dio tiempo de trasladarse al sur del país. Entre los que no lucharon, pero estuvieron dispuestos a hacerlo, se contaban, entre otros, el expresidente Rafael Yglesias Castro, el general Jorge Volio, el escritor Mario González Feo y el Jurista Víctor Guardia Quirós, quien formó un batallón con sus estudiantes de la Escuela de Derecho. En buena hora que no pudieron llegar al campo de batalla, porque a los que sí lograron llegar no les fue nada bien.

El conflicto bélico, que enfrentó a Costa Rica y Panamá por disputas de territorios en la frontera, duró poco menos de dos semanas, del 21 de febrero al 5 de marzo de 1921. Todo empezó porque un pequeño grupo de policías panameños se instalaron en Pueblo Nuevo de Coto, montaron una oficina e izaron la bandera de su país. Enterado del hecho, el gobierno de don Julio Acosta García,  envió a la zona al coronel Héctor Zúñiga Mora junto con un pequeño grupo de soldados para recuperar la autoridad costarricense sobre el pequeño poblado. Los policías panameños se retiraron y, una vez en la capital de su país, informaron a su gobierno de lo sucedido. El asunto fue tema de incendiarios artículos, tanto en la prensa panameña como en la costarricense y los ánimos se caldearon de tal manera que las representaciones diplomáticas de Costa Rica en Panamá y de Panamá en Costa Rica, fueron atacadas por turbas enardecidas que, aunque no hicieron mayores daños, acabaron arrancando la bandera y el escudo de las fachadas. 

El gobierno panameño, el 27 de febrero de 1921, envió tropas que arrestaron al coronel Zúñiga Mora y se reinstalaron como autoridades en Pueblo Nuevo de Coto. El gobierno tico, por su parte, aunque el conflicto era al lado del Pacífico, atacó la costa Caribe y, el 4 de marzo de 1921, tomó las poblaciones de Guabito, Las Delicias, Almirante y Bocas del Toro. Parecía que el asunto iba a hacerse grande, ya que el clima de agitación, de nacionalismo y de guerra era creciente tanto en Costa Rica como en Panamá. Sin embargo, la guerra terminó abruptamente, a la segunda semana de haber iniciado, gracias a la intervención del gobierno de los Estados Unidos. Y ni siquiera fue una intervención militar, sino, simplemente, una llamada a la calma por medio de correspondencia diplomática. Medio en broma y medio en serio, se dijo que al Presidente Warren Harding, que acababa de jurar su cargo el 4 de marzo de 1921, no debía importarle gran cosa que dos pequeñas repúblicas se disputaran territorios rurales y despoblados, de no haber sido porque en el territorio en conflicto hubiera grandes fincas bananeras propiedad de la United Fruit Company. Al fin y al cabo, resultó más importante la paz por los bananos que la guerra por la frontera.

En su momento, el Presidente Julio Acosta García fue severamente criticado por su manejo del conflicto, ya que quiso involucrar al país en un conflicto bélico para el que no estaba preparado. Además, el asunto no era para tanto y tanto el gobierno panameño como el costarricense, se dejaron llevar por una ola de nacionalismo desbordado que, en vez de solucionar el problema, lo iba a hacer más grande.

Poco a poco la guerra de Coto fue cayendo en el olvido, como tantos otros episodios sobre los que se opta por mejor no mencionarlos más. No hay estudios profundos sobre este conflicto al que no suele prestársele mayor atención. 

En 1960, Guillermo Padilla Castro, quien fue comandante de una fracasada expedición en la Guerra Coto, publicó una serie de artículos en La Nación, en los que lamentaba que, poco antes de que se cumplieran los cuarenta años del conflicto armado, nadie en Costa Rica recordara a los costarricenses que murieron, fueron heridos o acabaron como prisioneros durante la guerra de Coto. Dichos artículos fueron publicados en 1961 en un librito titulado Coto y la soledad, una pieza testimonial verdaderamente difícil de conseguir, que mi buen amigo Tomás Guardia Yglesias tuvo la gentileza de prestarme.

Don Guillermo Padilla Castro cuenta que, junto con la tropa a su cargo, viajó en tren, desde a San José hasta Puntarenas, donde zarpó a bordo de una pequeña lancha, rumbo a Golfito. Lo acompañaba su gran amigo "El Cholo" Obregón, con quien discutía temas filosóficos o literarios mientras descansaban sobre los sacos de gangoche amontonados en cubierta. En Golfito, fueron recibidos por Daniel Herrera Yrigoyen, un poeta mexicano que, en busca de paz y soledad, se había instalado en el sur de Costa Rica.

Mientras navegaban en pequeños botes por el río, fueron atacados por soldados panameños. El poeta Herrera Yrigoyen, que les servía de guía, murió como consecuencia del ataque junto con treinta soldados costarricenses. Los heridos de gravedad fueron cuarenta y ocho, incluyendo al propio Padilla Castro. Los soldados panameños, que fueron certeros en el ataque, fueron magnánimos en la victoria. Enterraron a los muertos y trasladaron a los heridos a un lugar llamado Rabo de Puerco, en la costa panameña, para que recibieran atención médica. El comandante de las tropas panameñas en Rabo de Puerco, era el capitán Alejandro Armuelles y, en su honor, el lugar que antes se llamaba Rabo de Puerco, se llama hoy Puerto Armuelles. Las heridas de Padilla Castro y de otros costarricenses, eran tan serias que no podían ser atendidas en un campamento, ya que requerían cirugía mayor, por lo que él y sus compañeros mal heridos fueron trasladados al hospital Santo Tomás en la ciudad de Panamá. En el barco que los transportaba, uno de los soldados ticos contó a los soldados panameños que los custodiaban e, ingenuamente dijo "Somos más que ellos", como proponiendo un ataque, pero la gran mayoría de los ticos no podían ni moverse.

Doctores y enfermeras del hospital tenían la curiosidad de conocer al Comandante capturado de las tropas costarricenses y, al acercarse a su lecho, se sorprendían al encontrarse con un joven estudiante de Derecho que apenas pasaba de los veinte años de edad. En el Hospital, nadie los trató como enemigos, sino como pacientes. Recibieron la mejor atención y fueron enviados de vuelta a Costa Rica totalmente recuperados. Sus compañeros, es cierto, habían muerto bajo fuego enemigo, pero ninguno de los heridos, muchos de ellos de gravedad, murió por falta de cuidados médicos. Por su experiencia en la guerra, Padilla Castro más bien tuvo la oportunidad de experimentar el gran aprecio que los panameños tienen por los ticos, a quienes consideran un pueblo hermano.

Militarmente, la guerra de Coto fue un rotundo fracaso para Costa Rica. Los jóvenes estudiantes de San José, a pesar de su cándido entusiasmo, no tenían ninguna posibilidad de enfrentarse con éxito a los soldados panameños bien equipados y entrenados. Irónicamente, la guerra de Coto, tras la intervención de los Estados Unidos, fue un éxito para Costa Rica, puesto que la zona en disputa quedó bajo soberanía costarricense y así fue ratificado veinte años después, en 1941, cuando se firmó el tratado de límites Echandi Montero Fernández Jaén.

A Padilla Castro le dolía sin embargo, que nadie recordara a los muertos, heridos y prisioneros de la guerra de Coto. En su libro, consigna el nombre completo de cada uno de los que perdieron la vida, derramaron su sangre o estuvieron meses cautivos por un conflicto que tal parece que a nadie le importa y nadie menciona. Por insistencia suya, en 1961, al celebrarse los cuarenta años de la guerra de Coto, se levantó un modesto monumento al lado del Templo de la Música, en el Parque Morazán de San José. Dicho monumento, fue removido cuando el parque fue remodelado en los años noventa. No sé si el monumento fue trasladado a otro sitio o, simplemente, fue olvidado también, como la guerra cuya memoria pretendía perpetuar.

Soldados de la Guerra de Coto. 1921

 INSC: 2776

martes, 15 de septiembre de 2020

Juan Manuel de Cañas. Ultimo Gobernador español de Costa Rica.

Juan Manuel de Cañas.
Elizabeth Fonseca Corrales.
Ministerio de Cultura, Juventud
y Deportes. 
Costa Rica, 1975.
La independencia de una provincia colonial pobre, aislada y poco poblada no es un asunto que se resuelva de un día para otro, especialmente si el aviso de la declaración llega por correo de manera inesperada. Cada año, al conmemorar la independencia de Costa Rica, se recuerda que la noticia tomó a los habitantes por sorpresa. Sin embargo, no suele mencionarse que quien recibió los documentos fue el propio Gobernador español, don Juan Manuel de Cañas que, sin demora, los dio a conocer a los vecinos de las principales poblaciones. La independencia de España le ponía fin a su autoridad pero, irónicamente, incluso después de conocida y aceptada la independencia, Juan Manuel de Cañas siguió siendo la máxima autoridad de Costa Rica mientras se definía la manera en que se iba a proceder en las nuevas circunstancias.

Aunque era militar, en pocas ocasiones le tocó entrar en combate. Por los documentos que se conservan sobre sus actuaciones en el plano político, judicial, administrativo y burocrático, así como por su correspondencia privada, queda en evidencia que Juan Manuel de Cañas era un hombre discreto, conciliador y paciente. Cuando era subalterno, obedecía órdenes sin chistar. Cuando se dirigía sus superiores, esperaba sin apuro la respuesta y la aceptaba aunque fuera contraria a sus deseos. Cuando fue gobernador, escuchaba a los afectados por sus decisiones de manera tan abierta y comprensiva, que llegó al punto de variar y hasta a anular del todo, disposiciones dictadas por él mismo con tal de complacer las solicitudes de los habitantes. Como figura histórica, el último gobernador español de Costa Rica es un personaje sin grandes claroscuros y, tal vez por eso, su nombre no se mencione con frecuencia.

Las menciones sobre él, tanto en investigaciones históricas como en estudios genealógicos, suelen ser escuetas, pero hay un libro de la Dra. Elizabeth Fonseca Corrales, publicado por el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes en 1975. titulado Juan Manuel de Cañas, en que se repasa de manera detallada su trayectoria militar y administrativa y, muy especialmente, su participación protagónica en el proceso de independencia de Costa Rica.

Juan Manuel de Cañas.
Ultimo Gobernador español de Costa Rica.

Hijo de don Nicolás Francisco de Cañas Trujillo y de doña Magdalena Sánchez de Madrid y Bacaro, Juan Manuel de Cañas estaba emparentado, por línea materna con familias principales de la nobleza española. Por el lado paterno descendía de varias generaciones de militares. El apellido originalmente era Guevara, pero tanto su abuelo como un tío abuelo lo cambiaron por Cañas. A la hora de rastrear datos personales, los genealogistas suelen ser más acuciosos que los historiadores. En el libro se dice que Juan Manuel de Cañas nació "en Jerez de la Frontera, en fecha desconocida pero cercana a 1760." Entre los genealogistas, sin embargo, se da por confirmado el dato de que Juan Manuel de Cañas nació en el Puerto de Santa María, Cádiz, el 2 de julio de 1763 y fue bautizado dos días después en la parroquia de Los Milagros, de esa misma ciudad. Al igual que muchos otros de quienes lo precedieron en el cargo de Gobernador de Costa Rica durante la Colonia, Juan Manuel de Cañas era andaluz. Con el libro de doña Elizabeth Fonseca y con otras fuentes genealógicas, se puede conocer su biografía, que resulta en verdad interesante.

De su juventud en España no hay mucho que decir. Siendo apenas un muchacho entró a formar parte del regimiento de infantería de Sevilla y, antes de cumplir los dieciocho años de edad, fue trasladado a servir en las tropas de la Capitanía General de Guatemala donde, el 15 de abril de 1804, recibió el grado de Sargento Mayor que le fue otorgado directamente por el rey Carlos IV. Ejerció funciones en Quetzaltenango y pasó, poco después, a El Salvador, Nicaragua y, finalmente, Costa Rica, a donde llegó en 1795-.

El trabajo de Juan Manuel de Cañas como comandante del batallón provincial de Costa Rica fue bastante tranquilo ya que no había ataques de enemigos foráneos y las revueltas contra las autoridades eran pequeñas y esporádicas. A veces los vecinos protestaban en las calles contra las normas de producción de tabaco o venta de aguardiente y entonces los soldados debían restablecer el orden pero, en realidad, en lo que más se mantenía ocupado el comandante era en buscar cómo conseguir los quinientos pesos mensuales que necesitaba para pagar el sueldo de la tropa. En todo caso y por si acaso, Juan Manuel de Cañas procuraba que los soldados no se mantuvieran ociosos y los ponía a realizar maniobras de entrenamiento. Solamente en dos ocasiones las cosas se pusieron realmente serias. En 1808 debió reprimir las protestas de los cultivadores de tabaco heredianos y en 1812 marchó con sus hombres al partido de Nicoya, donde hubo grandes disturbios. Cuando llegaron, ya el asunto se había calmado y retornaron a Cartago, pero poco después debieron volver a tomar rumbo al norte para aplacar una revuelta de grandes proporciones en Granada, Nicaragua, donde permanecieron casi un año y sufrieron una peste que llamaron "Calentura pútrida". Por este servicio a la Corona, Cartago recibió no solamente el título de ciudad, sino la distinción de "la muy noble y leal."

El Gobernador de Costa Rica, don Juan de Dios Ayala, ya estaba viejo y cansado. Cañas mostró interés en ser su sucesor, escribió algunas cartas y movió algunos hilos, pero su candidatura no prosperó. Para sustituir a Ayala fue nombrado Bernardo Vellarino, pero murió en un naufragio antes de llegar a Costa Rica. Como Ayala también había muerto, la provincia se quedó sin gobernador. Mientras se nombraba uno nuevo, Ramón Jiménez Maldonado tomó la autoridad civil y Juan Manuel de Cañas la autoridad militar. Vale la pena aclarar que la burocracia colonial era muy compleja y, a pesar de su título, el Gobernador no gobernada. Las poblaciones eran gobernadas por ayuntamientos. El gobernador lo que hacía era resolver los conflictos entre vecinos y mantener el orden. Es decir, sus funciones eran más judiciales y policiacas que de gobierno. Irónicamente, era quien cobraba los impuestos pero no tenía autoridad para disponer del uso de lo recaudado.

El 7 de agosto de 1819, Cañas fue distinguido con el título de  Caballero de San Hermenegildo y, pocas semanas después, el 3 de diciembre, fue nombrado Gobernador interino, que luego fue confirmado en propiedad. Tenía pocos meses en el cargo cuando empezó a regir la Constitución de Cádiz, jurada en Costa Rica en julio de 1820. Juan Manuel de Cañas, al igual que la nueva Consitución, había nacido en Cádiz, pero esa nueva ley fundamental acabó causándole dolores de cabeza. Muchas de las normas eran ambiguas y poco claras, especialmente en materia administrativa y tributaria. Se discutió si los pueblos indígenas debían seguir pagando impuestos. Cañas no dejó de cobrarlos y eso le fue recriminado posteriormente. Por otra parte, la autoridad de los ayuntamientos se vio fortalecida y el Bachiller Rafael Francisco Osejo, verdadero entusiasta y estudioso de la nueva Constitución, sostenía interpretaciones distintas a  las del Gobernador. Cañas no era jurista, sino militar, pero hay que reconocerle que siempre procuró actuar dentro de la legalidad.

De manera similar, Cañas, que no era agricultor, ni ganadero, ni comerciante, sino militar, administraba a su manera las rentas de la factoría de tabacos y, ante la escasez de alimentos, fomentó cultivos tanto individuales como comunales de trigo, frijoles y garbanzos, pero cuando los agricultores le mostraron con argumentos convincentes que sus iniciativas podrían más bien perjudicar la producción agrícola, echó atrás en sus disposiciones.

Como Gobernador, Cañas puso especial empeño en construir una trocha transitable entre Cartago y Matina y brindó gran apoyo al desarrollo de Esparza que, pese a ser uno de los primeros asentamientos españoles de Costa Rica, iba mermando en población y actividad agrícola y comercial. Para Cañas, la prosperidad de Esparza era estratégica, puesto que era el único poblado que había entre Bagaces y Alajuela.  

Otras acciones suyas fueron la realización de censos de pobladores y planos de las villas. Le tocó hacer frente a dos epidemias, una de viruela en 1820 y otra de tosferina en 1821. Para favorecer a los pobres, instaló ventas de alimentos a la puerta de los cabildos en donde no admitía intermediarios ni revendedores. Auditaba el funcionamiento de las romanas en los mercados y castigaba severamente a los comerciantes que hacían trampa con el peso. A los vagabundos, es decir, a los hombres adultos que no tuvieran oficio conocido, los enrolaba a la fuerza en el batallón.

Un comunicado del Gobernador, verdaderamente curioso por su redacción, manda "a los padres y madres de familia, a instruir a sus hijos a leer, escribir y contar." Llama la atención que utiliza el lenguaje inclusivo al referirse a "padres y madres", pero no lo utiliza al mencionar a los "hijos". Ya sea que este pequeño detalle gramatical, haya sido intencional o accidental, no deja de ser interesante.

Una parte rutinaria de su trabajo como Gobernador era recibir y responder la correspondencia que recibía de otras autoridades del Istmo. Pero el correo que llegó el 13 de octubre de 1821 le trajo noticias verdaderamente extraordinarias. Además de los documentos usuales, venían las copias de dos actas. La de Guatemala, del 15 de setiembre de 1821, que declaraba la Independencia de España, y la de León Nicaragua, que cautelosamente se limitaba a esperar hasta "que se aclaren los nublados"

Resulta hasta divertido imaginarse ese momento. Cañas era español, militar español y Gobernador español. Con la declaración de independencia quedaba sin autoridad, pero no había otra autoridad a cargo más que la suya. Como siempre se había mostrado dispuesto a escuchar a otros, Cañas reunió a los vecinos de Cartago y los puso al tanto de las novedades. De inmediato, montó en su caballo y se fue dar a conocer la noticia a los habitantes de las demás poblaciones. La historia de Costa Rica está llena de ironías y, sin lugar a dudas, que el Gobernador español haya sido quien anunciara la independencia de pueblo en pueblo es una de las más simpáticas.

Los vecinos, al igual que el Gobernador, no tenían muy claro qué hacer. Del 25 de octubre al 1 de noviembre de 1821 se efectuó en Cartago una reunión de representantes de los pueblos. Entre otros estuvieron el Dr. Juan de los Santos Madriz por San José, José Santos Lombardo por Cartago y Escazú, Gregorio José Ramírez por Alajuela, el Bachiller Rafael Francisco Osejo por Ujarrás, Cipriano Pérez por Heredia y Bernardo Rodríguez por Barva. También participaron, como anfitriones, los miembros del Ayuntamiento de Cartago, los sacerdotes de la muy noble y leal y el propio Juan Manuel de Cañas, que ya no podía llamarse Gobernador. Nadie cuestionó su presencia, pero luego los representantes de algunos pueblos (Pacaca, Curridabat y Aserrí) manifestaron que Cañas no debería participar en las reuniones. Juan Manuel de Cañas, de hecho, ya estaba pensionado y quería retirarse del puesto e irse a vivir a Nicaragua. Por él, se iría inmediatamente, pero no estaba claro a quién debería entregarle los expedientes de los procesos judiciales que estaban abiertos ni las armas del arsenal. Sobre las armas, por cierto, hubo algún conato de rebelión y Cañas debió resguardarlas. Su gesto fue considerado por algunos como desafiante.

El 29 de ocubre de 1821, los representantes de los pueblos firmaron un documento que, en opinión de algunos, es el acta de independencia de Costa Rica. Sin embargo, el historiador Rafael Obregón Loría consideraba que esa declaración de independencia no era la de toda la provincia sino, solamente, el acta de independencia de Cartago. Elizabeth Fonseca es de su misma opinión, puesto que, cuando los delegados regresaron a sus pueblos y dieron a conocer el documento, los ayuntamientos no estuvieron de acuerdo con lo que establecía. En todo caso, la independencia fue jurada el 1 de noviembre de 1821 ante el padre Joaquín Alvarado y el propio Juan Manuel de Cañas quien, de ser el último Gobernador español, pasó a ser nombrado por los vecinos como Jefe Político Patriótico de Costa Rica. 

En cuanto se formó la Primera Junta Superior Gubernativa, Juan Manuel de Cañas le entregó los documentos y las armas y se dispuso a partir. Su salida se demoró, no por asuntos políticos, administrativos ni judiciales, sino por cuestiones estrictamente personales. Antes de dejarlo irse, había que ver cómo se iban a cancelar las deudas que tenía pendientes ya que, a título personal y no como gobernador, había pedido plata prestada. Además, debía hacerse responsable de la manutención de los hijos extramatrimoniales que había tenido con Feliciana Ramírez Pacheco.

En Nicaragua, Cañas se había casado con Tomasa Bendaña Zurita Moscoso, nacida en León, pero hija de Juan Antonio Avendaño, natural de Granada. El matrimonio tuvo tres hijos, todos nacidos en Nicaragua. El mayor tenía apenas cinco años cuando la familia se trasladó a Costa Rica. Doña Tomasa, la esposa de Juan Manuel de Cañas, murió en Costa Rica en 1810 y el militar se juntó, sin casarse, con Feliciana Ramírez Pacheco, con quien tuvo otros tres hijos. 

Una vez que quedó claro y garantizado que Juan Manuel de Cañas no se iba a desentender de sus hijos costarricenses ni de las deudas que tenía pendientes, se le permitió la salida. Las autoridades costarricenses por su parte, garantizaron el giro de la pensión de Cañas. Es decir, otra ironía histórica, Juan Manuel de Cañas, que toda su vida sirvió como militar a la Corona española, fue quizá el primer funcionario pensionado de un nuevo Estado independiente llamado Costa Rica.

Juan Manuel de Cañas partió a Nicaragua el 8 de enero de 1822. No se sabe cuándo murió, pero consta en documentos que todavía en 1830 estaba con vida, ya que en ese año aparece como padrino del bautismo de su nieto Juan de la Rosa Cañas Hidalgo, efectuado en la catedral de León, Nicaragua.

Entre los descendientes de Juan Manuel de Cañas abundan las figuras destacadas pero, como botón de muestra, vale la pena citar al menos dos de ellas. Su hijo, Manuel Antonio Cañas Avendaño, casado con Ana Hidalgo Muñoz de la Trinidad, fue el padre de Manuela Cañas Hidalgo quien, casada con Alvaro Contreras Membreño, fue la madre de Rafaela Contreras Cañas, primera mujer escritora y periodista centroamericana, esposa del Príncipe de la Letras Castellanas, el poeta Rubén Darío. Juan Manuel de Cañas, quien decía que los "hijos" debían aprender a leer y escribir, pero olvidó mencionar a "las hijas", fue el bisabuelo de la primera mujer centroamericana que incursionó en la literatura.

Otro hijo de Juan Manuel de Cañas, José Nicolás Cañas Ramírez, casado con Feliciana Alvarado Velasco, fue el padre de Clara Cañas Alvarado quien, casada con Inocente Moreno Quesada, fue la madre del Dr. Ricardo Moreno Cañas, eminente médico y político costarricense que, a raíz de su asesinato, llegó a convertirse en leyenda.

Además de estos dos célebres bisnietos, Juan Manuel de Cañas dejó en Centroamérica toda su vida. Tenía cincuenta y ocho años de edad cuando recibió la noticia de la independencia. Había salido de España a los diecisiete años de edad y ya llevaba más de cuarenta años de vivir a este lado del Atlántico. A pesar de sus ancestros nobles, de su título de Caballero y de sus grados militares, su verdadera tierra, su patria, estaba aquí y no allá. Quizá por eso no tuvo problema alguno en anunciar la independencia de pueblo en pueblo y, una vez instaladas las nuevas autoridades, retirarse de los asuntos de gobierno para vivir acompañado de sus hijos y nietos quienes, como él, ya no eran españoles.

INSC 1906

lunes, 31 de agosto de 2020

Todos los cuentos de Juan Aburto.

Cuentos Completos. Juan Aburto.
Hispamer. Nicaragua, 2018
Casi como un acto deliberado de rebeldía, el escritor nicaragüense Juan Aburto no quiso ser, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, un poeta más en la tierra de Rubén Darío. En lugar de versos, se puso a escribir relatos que publicaba, inicialmente, en periódicos y revistas. En 1969 apareció Narraciones, su primer libro, que fue muy bien recibido por los lectores, no solamente por lo agradable de su prosa, sino por la mirada, general y a la vez profunda, con la que observaba los pequeños y grandes dramas que se pueden encontrar en las calles de ya populosa ciudad de Managua. Aburto apostó, no solamente por ser narrador en vez de poeta, sino por ser escritor urbano, en lugar de campesino costumbrista. Su apuesta tal parece que fue acertada porque, especialmente a partir de su libro Se alquilan cuartos, de 1973, Aburto llegó a ser considerado figura clave y verdadero referente de la literatura nicaragüense
En un plazo de apenas diecinueve años, llegó a publicar seis libros de relatos. Narraciones, de 1969, como ya se dijo, fue el primero, mientras que Los recuerdos simultáneos, de 1988, fue el último. Juan Aburto nació en 1918 y, a propósito del centenario de su nacimiento, en el año 2018 apareció, publicado por HIspamer, el libro Juan Aburto Cuentos Completos, que reúne, en un solo volumen, los seis libros que publicó en vida, así como otros relatos dispersos que no fueron incluidos en ninguno de sus libros y una interesante secuencia de reseñas y semblanzas sobre su vida y obra. 
De primera entrada, lo que más llama la atención y llega a ser hasta sorprendente, es que la obra completa de Juan Aburto sea tan breve. De las trescientas quince páginas del libro, más de cien corresponden a textos introductorios escritos por otros. Este hecho encierra una gran lección. En literatura, el reconocimiento no se obtiene arrojándole al público puñados de páginas de manera insistente y constante. A Juan Aburto le bastó escribir doscientas páginas para  alcanzar un puesto fundamental en la narrativa de su país.
Verdaderamente emotiva, y hasta conmovedora, es la semblanza biográfica que hace su hija Alfonsina, en que deja claro que aquel señor metódico, que trabajó cuarenta años como modesto ejecutivo bancario, era, en el plano familiar y doméstico, un padre ingenioso y divertido, que llamaba con nombres exóticos a los alimentos más cotidianos y que, con solamente su imaginación y buen humor, lograba convertir un rutinario paseo dominical en una aventura inolvidable. 
Sergio Ramírez Mercado, quien, cuando era un joven estudiante universitario en León, viajaba semanalmente a Managua para tomar prestados libros de la biblioteca de Aburto y devolverle los de la semana anterior, destaca que más que un cambio de escenario, la obra de Aburto representaba un cambio de visión. Los relatos campesinos, populares por entonces, eran falsos, caricaturescos y puramente folcóricos, mientras que las escenas urbanas de Aburto, eran tan genuinas y auténticas que  sus personajes saltaban a la vista en el propio barrio en que vivía el escritor. Don Sergio cuenta una anécdota simpática. Uno de los cuentos de Aburto, escrito en primera persona, relata un episodio en que, el propio narrador,  acabó siendo seducido por una mujer casada, del barrio Buenos Aires, quien lo pasó adelante para que escampara. No había de qué preocuparse, puesto que el marido de la hospitalaria  señora, estaba destinado, como guardia nacional, en el puerto de Corinto. El cuento era ficción pero el hecho era perfectamente posible. Don Sergio, entonces, quiso jugarle una broma al autor y le escribió una carta haciédose pasar por el guardia cornudo. No solamente consiguió una máquina de escribir, tinta y papel como las que usaba la Guardia Nacional, sino que, gracias a la ayuda de un cómplice, logró que el sobre fuera despachado con el sello de la oficina de correos de Corinto. Juan Aburto anduvo oculto por un buen rato, temeroso de encontrarse en la calle con el personaje salido del cuento que él mismo había escrito.
Juan Aburto.
(1918-1988)
Julio Valle Castillo, por su parte, de manera muy sustentada, se refiere ampliamente a la importancia de la obra de Juan Aburto en la narrativa nicaragüense. El libro incluye también ensayos de crítica académica escritos por Erick Blandón Guevara, Fernando Burgos Pérez, Víctor Ruiz, Ana Ilce Gómez, Lisandro Chávez Alfaro y Marcel Jaentschke. Naturalmente, aunque estos estudios muestran interesantes puntos de vista, no considero adecuado aventurarme en un comentario del comentario y prefiero referirme directamente a los cuentos de Aburto.
Cada una de sus narraciones es una obra individual, planteada y cerrada en sí misma, que nada tiene que ver con las otras. Sin embargo, al tener la oportunidad de leer todos sus cuentos, me ha parecido encontrar, no solamente un denominador común, sino también una evolución verdaderamente fascinante.
Al desarrollar sus historias y mostrar sus personajes, Aburto mantiene, en todos sus cuentos, una expresión contenida, de emoción atenuada. Ya sean cómicos o trágicos, divertidos o dolorosos, el escritor no pretende provocar carcajadas ni lágrimas. Simplemente narra los hechos sin retruécanos, sin florituras, sin malabarismos retóricos, sin distracciones. Incluso en los relatos extensos, no hay ni una línea superflua o prescindible.
Esta condición de narrador puro, de llegar a ser alguien que nada más cuenta una historia es, para todos los cuentistas, una cima difícil y, para muchos de ellos, hasta  imposible de alcanzar.
Aunque todos  los cuentos de Aburto tienen en común el mérito de ser narrados con naturalidad y fluidez, sin adornos ni decorados, llama la atención que sus temas fueran pasando de lo cotidiano a lo fantástico.
En Narraciones, su primer libro, Aburto es un observador, un caminante atento que recorre las calles como un fotógrafo dispuesto a captar las escenas que encuentra desde un buen ángulo. Atento al paisaje en general y al detalle en particular, logra curiosear sin inmiscuirse, escudriñar sin acercarse demasiado. Escribe en primera persona, ya que lo único que sabe de los hechos y los protagonistas es lo que percibe con su ojos. Más que acontecimientos, muestra imágenes. La descripción es amplia.
Pero en su segundo libro, El convivio (1972), ya aparecen micro cuentos. Relatos brevísimos como una ráfaga de viento a la que basta un segundo para volcar lo que llevaba rato de estar quieto. En Se alquilan cuartos (1973), el escritor que antes solamente observaba se hace a un lado para darle voz a los personajes y dejarlos hablar por sí mismos. Aparecen entonces cuentos planteados, desarrollados y resueltos a puro diálogo, como los que escribía su amigo granadino Fernando SilvaContame amor contame y El hijo pródigo, son dos maravillosas muestras de que basta mostrar lo que alguien dice para que quede claro lo que siente o lo que piensa.
Aburto poco a poco se va convirtiendo, de un narrador testigo, en un narrador omnisciente, al punto que sabe, desde que era solamente una ramita que asomaba en el suelo, que aquello no era un árbol de jocote.
También poco a poco la imaginación va sustituyendo a la observación. Siempre dentro de los barrios capitalinos azotados por el sol y el polvazal, los personajes siguen siendo tan simples y familiares como el vecino de al lado, pero cada vez ofrecen mayores sorpresas. Un hombre que se arrancó un diente flojo, por seguir traveseándose la boca, acabó sacándose la mandíbula y, yendo cada vez más profundo, continuó sacándose todos los huesos. Sin ponerse folclórico, Aburto escribe sobre figuras populares de espanto, como la Cegua o la carreta nagua pero, en vez de irse al terreno de la leyenda, se los trae al suyo, al mundo cotidiano en que hasta lo más extraño ocurre con la mayor naturalidad. 
No acostumbro etiquetar las obras literarias, pero para utilizar el lenguaje de quienes ponen etiquetas, diría que lo más asombroso de la obra de Aburto es que, desde el realismo, pasó a la literatura fantástica, sin dejar por eso de ser realista. Empezó como un fotógrafo que sale a la calle sin más intención que lograr el retrato fiel, pero cuando le dio rienda suelta a su imaginación y creó situaciones y personajes fantásticos, sus cuentos no perdieron nada del realismo que les es característico y hasta las situaciones más descabelladas son escritas (y leídas) como un episodio cotidiano que le puede pasar a cualquiera.
Figura fundamental del cuento, no solo nicaragüense, sino centroamericano, Juan Aburto, a un siglo de su nacimiento, tiene mucho que contar, mostrar, demostrar y enseñar, a los lectores de hoy y mañana que, sin lugar a dudas, disfrutarán de su obra refrescante, amena y sorprendente. No sé, y el libro no lo menciona, si alguna vez Aburto se atrevió a escribir un poema. En todo caso, hizo bien en no ser un poeta más en un país de poetas. La narrativa era lo suyo.
Esta edición de sus cuentos completos, recopilada por sus hijas Alfonsina y Gilda, en cooperación con Sergio Ramírez Mercado y Erick Blandón Guevara, en verdad se agradece. Es maravilloso tener la oportunidad de adquirir la obra completa de un escritor cuando vale la pena leer toda su obra completa.

viernes, 31 de julio de 2020

Biografía polaca del joven Karol Wojtyla.

Juan Pablo II. George Blazynski.
Cuarta edición en español.
Lasser Press. México. 1983
La gran mayoría de las biografías del papa Juan Pablo II que se han escrito hasta ahora y, muy probablemente, todas las que se escriban en el futuro, están y estarán concentradas en reseñar y analizar su largo pontificado de más de veinteséis años. Admirado por unos y criticado por otros, el papa polaco llegó a ser conocido mundialmente a partir de su elección como Pontífice Romano y será recordado por su desempeño en ese cargo.  Pero Karol Wojtyla fue papa solamente en las últimas décadas de su vida y pocos de los que se ocupan de su figura suelen prestarle mayor atención al hombre detrás del personaje, a sus raíces y las circunstancias en que nació, creció y se formó.
En este sentido, encontré particularmente valiosa y muy interesante la información que brinda el autor polaco George Blazynski en su libro titulado Juan Pablo II, cuya primera edición fue publicada en 1979, apenas un año después de la elección de Wojtyla como papa. En ese momento no había aún mucho que decir sobre su pontificado, que apenas iniciaba, de manera que la mayor parte del libro se ocupa precisamente en reseñar las primeras etapas de la vida del biografiado con el fin de mostrar quién era y de dónde venía este personaje que, por entonces, aún era un desconocido.
La narración es amena y fluida aunque, en la edición que tengo, publicada en México en 1983 por Lasser Press, la traducción tiene algunos tropiezos (verdaderamente pocos, a decir verdad), que supongo se deben a conceptos polacos a los que resultaba difícil encontrarle un equivalente en español. Otro detalle que llamó la atención fue que gran parte de las personas entrevistadas eran citadas como el Sr. M, la señora S, o el padre F. Por alguna razón, el autor o los propios entrevistados, consideraron conveniente que esas personas, que vivían en Polonia, gobernada entonces por un régimen comunista que era bastante policiaco, no fueran identificables a pesar de que sus declaraciones no tuvieran nada de políticas y fueran puramente anecdóticas.  
De hecho, una de las afirmaciones más repetidas en el momento de la elección de Wojtyla era que venía de un país comunista en que la Iglesia era perseguida. Al brindar coordenadas históricas y nacionales, el propio autor aclara que esa afirmación no es del todo exacta. En Polonia, a finales de la década de los setenta, de treinta y cuatro millones de habitantes, más de treinta y tres millones se declaraban católicos, estaban bautizados y frecuentaban la catequesis y los sacramentos. Dentro de esa apabullante mayoría estaban, irónicamente, hasta los propios cuadros, dirigentes y funcionarios del Partido Comunista. Los polacos estaban convencidos de que el sistema comunista era algo impuesto desde afuera y, por ello, consideraban que quienes desempeñaban cargos en el gobierno o en el partido comunista local, eran en el fondo patriotas que hacían lo mejor que podían dentro de las circunstancias existentes. Aunque hasta el propio Cardenal Primado Stefan Wyszynski, así como muchos otros sacerdotes incómodos, fueron arrestados y pasaron temporadas como prisioneros, lo cierto es que las autoridades eclesiásticas, con el propio Wyszynski a la cabeza, también hacían lo que podían dentro de las circunstancias existentes. Más que confrontación, entre la Iglesia y el Estado polaco existía un permanente estado de negociación en que cada parte calculaba en qué puntos podía ceder, hasta dónde y en qué momento. Esas negociaciones dieron sus frutos. En Polonia cada diócesis tenía su propio seminario, los aspirantes al sacerdocio eran tantos que muchos candidatos no eran admitidos, la Iglesia tenía editoriales, medios de comunicación y, como la cereza del pastel, la Universidad de Lublin, tenía la peculiaridad de ser la única universidad católica del mundo que funcionaba normalmente dentro del bloque comunista.
La explicación de este extraño fenómeno se encuentra en la historia. Como es sabido la II Guerra Mundial empezó con Polonia ocupada por la Alemania de Adolfo Hitler y terminó con Polonia ocupada por la Unión Soviética de Josef Stalin. Y si nos vamos más para atrás, vemos que durante siglos Polonia ha sufrido, alternativamente, el ataque del este y el ataque del oeste. Las fronteras polacas se han movido por las incursiones de los vecinos y hasta hubo épocas en que el país simplemente desapareció del mapa, al ser anexado a otras potencias. Buena parte de la identidad nacional polaca radica, precisamente, en su catolicismo, frente a los rusos, que son ortodoxos, y los alemanes, que son protestantes. Como el país no se vio sacudido ni por la Reforma ni por la Ilustración, desde tiempos medievales, los obispos polacos, además de pastores religiosos, han sido considerados por el pueblo como líderes sociales, sea cual sea el régimen político imperante.
Por cierto, una de las críticas que se le han hecho a Juan Pablo II es que en ocasiones parecía no comprender, como Pastor Universal, que la Iglesia, en distintas partes del mundo, Africa, Asia, América Latina, los Estados Unidos, los distintos países de Europa e, incluso, la misma Italia, a nivel social e histórico se había desarrollado de manera muy distinta a la de su Polonia natal, por lo que obispos, clero y fieles (incluyendo los más apegados al Magisterio) se movían dentro de una dinámica que a él, con frecuencia, le resultaba difícil de aceptar.
Karol Wojtyla junto a su padre, que se llamaba también Karol Wojtyla.
Pero no nos distraigamos con el Papa y concentrémonos en el hombre. Karol Josef Woytila nació en 1920, apenas dos años después de que Polonia, tras la Primera Guerra Mundial, volviera a aparecer como Estado independiente y soberano en el mapa de Europa. Fue parte entonces de la primera generación de niños nacidos con nacionalidad polaca en más de siglo y medio. Su padre, que también se llamaba Karol, era un capitán del ejército austrohúngaro que se había retirado con una pensión bastante baja, por lo que mantenía la familia con cierta estrechez económica. El abuelo paterno, Maciej Wojtyla, trabajaba como sastre en una aldea rural.  Su madre, Emilia Kaczorowska, era de Silesia, por lo que desde que aprendió a hablar pudo hacerlo en tres idiomas: polaco, alemán y checo. Aunque el pequeño Karol nació en una remota aldea de apenas quince mil habitantes donde todos hablaban polaco, su madre le hablaba mayormente en alemán y a veces también en checo, por lo que el niño, al igual que ella, creció hablando varios idiomas. Por ser políglota de nacimiento y por herencia, en la escuela secundaria, destacó en las clases, que eran verdaderamente difíciles para otros, de latín y griego clásico. Antes de cumplir los veinte años ya hablaba francés. Fascinado por los textos de San Juan de la Cruz, aprendió español. Recién ordenado sacerdote fue enviado a estudiar a Roma donde aprendió italiano. Pronto llegó a dominar también el inglés, el holandés y el portugués y, como era aficionado a las obras literarias, históricas y filosóficas, por su facilidad para los idiomas, desde joven tuvo oportunidad de leer los libros que le interesaban en la lengua original en que fueron escritos.
Su conducta juvenil, sin embargo, no era la del típico ratón de biblioteca. Como fue electo papa a los cincuenta y ocho años de edad, el autor del libro tuvo oportunidad de entrevistar a numerosos amigos, vecinos y compañeros de escuela, quienes lo recordaban como un muchacho alegre que cantaba bien, bailaba bien, tenía gracia para contar chistes, le gustaba ir de excursión y acampar en las montañas, era bueno nadando y remando, cuando jugaba futbol lo hacía como portero y era en verdad difícil meterle un gol y, como si fuera la cosa más normal del mundo, organizaba con sus amigos paseos de ciento cuarenta kilómetros en bicicleta. Tanto él como sus amigos eran pobres, pero se las arreglaban para divertirse. Por ejemplo, jugaban hockey con cualquier pelota, empujándola con la escoba que cada uno había tomado prestada de la casa.
Aunque ya era Papa, todos los entrevistados se referían a él como Lolek, el diminutivo de su nombre. Karol es Carlos en polaco, por lo que Lolek sería Carlitos. 
La casa donde nació Karol Wojtyla, hoy convertida en un museo en su memoria, es una mansión de varios pisos. Naturalmente, una residencia así estaba fuera del alcance de los recursos de un capitán retirado con una pensión mínima. En realidad, la construcción era un edificio de apartamentos en que numerosas familias alquilaban cuartos estrechos, mal ventilados y mal iluminados, muchos de los cuales no contaban ni siquiera con cañería y los habitantes debían traer el agua en baldes desde una pila común que había en el patio.
La madre de Karol murió cuando él tenía nueve años. Su único hermano, Edmundo, murió cuatro años después. Al quedarse solos padre e hijo, se trasladaron a vivir a la cercana ciudad de Cracovia, donde alquilaron una habitación en un sótano. El lugar era tan oscuro y estrecho que los vecinos lo llamaban "Las catacumbas". Al principio, el padre limpiaba, lavaba y cocinaba para que el hijo se dedicara a sus estudios, pero el señor enfermó y debió quedarse en cama. Por ese tiempo, Karol trabajaba en una cantera picando piedras con mazo y, al cobrar el sueldo, iba al mercado a comprar comida, pero debía recurrir a familias amigas, o a sus primas que vivían en el piso de arriba, para que le cocinaran lo que había conseguido y después poder llevárselo a su papá. Una tarde que fue a dejarle la cena, lo encontró muerto. Con apenas veinte años de edad, ya había perdido a toda su familia más cercana. De parientes, solamente le quedaban su tía Estefanía (hermana de su padre), con quien pasaba la Navidad y la Pascua, así como algunas primas. Una de ellas, María Wisdrowska, era su madrina. La señora aún vivía cuando su ahijado se convirtió en Papa y le parecía increíble que aquel niño recién nacido que ella había sostenido en sus brazos cuando recibía el agua del Bautismo se hubiera convertido en pastor universal de la Iglesia.
Karol Wojtyla en la Legión Académica, servicio militar
que debía cumplirse para entrar a la universidad.
El libro aclara dos puntos importantes. Hay una fotografía en que Karol Wojtyla aparece con uniforme, alineado con otros soldados. La imagen se ha prestado para interpretaciones erróneas y algunos han supuesto que el futuro Papa participó en la defensa de Polonia ante la ocuapción nazi. En realidad la foto es anterior al inicio de la guerra y se trata de lo que se llamaba "La legión académica", un breve servicio militar que debían prestar los estudiantes antes de ser admitidos a la universidad. El segundo punto es la razón por la que Karol trabajó, primero como peón en una cantera y luego como obrero en una fábrica de productos químicos. Además de la necesidad económica, ya que la devaluada y ya de por sí baja pensión del padre apenas daba para cubrir lo más elemental, en la Polonia ocupada por los nazis, si una patrulla alemana detenía en la calle a un hombre joven que no tuviera un trabajo fijo, corría el riesgo de que lo arrestaran y lo enviaran a un centro de trabajos forzados en condición de esclavo. El temible campo de concentración de Auschwitz era la opción más cercana. 
Cuando entró a la universidad, Karol, que era gran lector y hablaba ya varios idiomas, eligió la carrera de Filología polaca. Las clases del profesor Urbanczyk, gran autoridad en lingüística y literatura, eran muy exigentes y ponían a los estudiantes a sudar frío en cada examen oral. Karol admiraba la erudición del profesor pero no estaba de acuerdo con su método. En la Facultad de letras, entabló una gran amistad con un compañero de su misma edad, Juliusz Kydrynski, quien llegaría a convertirse en un escritor muy popular en Polonia. Poco después de la guerra, Kydrynski publicó una novela autobiográfica titulada Tapima, en que su amigo Karol aparece como personaje. El Karol de la novela es un joven alegre y optimista que trabaja en una cantera volando mazo y llevando piedras en carretillo.  
A diferencia de su amigo Kydrynski, Karol no escribía narrativa, sino poesía. Hay un poema juvenil suyo sobre las manos callosas y agrietadas de un peón que resulta en verdad conmovedor, entre otras cosas por el hecho de que el poema no tiene nada de pose artificial ni visión idílica, sino que en realidad fue escrito por Wojtyla con sus manos callosas y agrietadas de trabajador.
Desde que estaba en la primaria, además, Wojtyla era actor de teatro y, en su época de estudiante universitario llegó también a escribir obras dramáticas. En 1940, durante la ocupación nazi, se integró a un grupo llamado Rhapsody, que organizaba veladas para representar obras clásicas de la literatura polaca. Las funciones, que eran clandestinas, se realizaban en recintos pequeños y, en vista de que no contaban con escenografía, utilería, vestuario y ni siquiera espacio para moverse, se hacían solamente recitadas. Lo que se quería presentar, en todo caso, era el texto.
Karol Wojtyla en sus tiempos de obrero.
Después de la guerra, Wojtyla publicó sus poemas, obras teatrales, así como artículos de opinión y crítica literaria con el pseudónimo de Andrzej Jawien. No los publicaba con su nombre porque, como ya para entonces era sacerdote, no le parecía apropiado que sus feligreses se enteraran que su párroco dedicaba parte de su tiempo a escribir y comentar literatura, sobre todo por el hecho de que los más beatos de su comunidad le recriminaban sus constantes salidas al cine y al teatro.
Políglota, lector voraz y de intereses muy amplios, aficionado a las películas, los conciertos y las representaciones escénicas, Wojtyla, curiosamente, nunca tuvo radio ni televisor, porque consideraba que esos aparatos solamente servían para perder el tiempo.
Era muy sociable, le gustaba conversar con todo el mundo. Disfrutaba conocer gente nueva y no perdía el contacto con amigos de otros tiempos. Su mejor amigo de la infancia, Kluger, a quien visitaba todos los días, era judío hijo de rabino. Tenía amigos de barrio, de escuela, de deporte, de literatura, de teatro, de filología, de excursiones y estaba pendiente que ninguno se le desapareciera por mucho tiempo. Todos los años se reunía con sus compañeros de escuela primaria y, cuando fue nombrado obispo y, posteriormente, cardenal, la cita anual se celebraba en el Palacio Episcopal. Nunca olvidaba una cara ni un nombre y, cuando conocía a alguien se interesaba por saber detalles de su vida. En su afán de mantenerse al tanto de la andanzas de todas las personas que conocía, a veces se ponía demasiado preguntón y sus amigos de más confianza, para detener el interrogatorio, le hacían ver, en su propia cara, que uno de sus principales defectos era que le gustaba mucho el chismorreo.
Todos los que lo trataban sabían que Karol era creyente, que iba a Misa, que se detenía todos los días un momento en una iglesia para orar, pero ninguno creyó nunca que tuviera intenciones de ordenarse sacerdote. Con lo hablantín que era, se mostraba muy reservado con su espiritualidad, que procuraba mantener en privado, casi en secreto. En lo religioso, su gran guía y mentor no fue un cura sino un laico, Jan Tyranowski, un hombre viejo, pobre y sin estudios, que vivía solo, trabajaba de sastre y reparaba zapatos, con quien se reunía para rezar el rosario y compartir devociones. El estudiante brillante, el gran intelectual lector de filosofía, el erudito que dominaba más de media docena de idiomas, consideraba que aquel anciano analfabeto que vivía en la miseria era quien le mostraba la verdad de la fe y quien realmente lo acercaba a Cristo. El primer artículo publicado de Wojtyla, titulado "El apóstol" fue escrito en memoria de Tyranowski.
Nadie sabía que Wojtyla había tomado la decisión de ser sacerdote. Por el día trabajaba en la fábrica, vivía solo en un cuarto alquilado y los estudios eclesiásticos los realizaba a escondidas, en citas clandestinas con los formadores, que apenas daban tiempo para recibir textos, entregar la tarea y compartir unas cuantas palabras. El 6 de agosto de 1944, cuando ya los nazis la estaban viendo fea en todos los frentes, las patrullas de la Gestapo y de las SS se tiraron a las calles de Cracovia y, con sus ametralladoras, realizaron una matanza en la que solamente les perdonaron la vida a las mujeres, los niños y los ancianos. Los cadáveres de todos los hombres adultos que encontraron a su paso quedaron tendidos en la calle. Por si hechos como los de ese día, que fue conocido como Domingo Negro, llegaran a repetirse, el Arzobispo Adam Sapieha dispuso que todos los jóvenes que de manera secreta se preparaban para el sacerdocio, se trasladaran a vivir en el Palacio Episcopal.
Karol Wojtyla desapareció de la fábrica y del cuarto que alquilaba. En noviembre de 1946 fue ordenado sacerdote. Tuvo la intención de ingresar a la orden carmelita, pero el Arzobispo Sapieha tenía otros planes. Lo envió a Roma a sacar un doctorado y lo que vino luego ya es conocido. Fue profesor universitario, obispo, arzobispo, cardenal y finalmente, fue electo papa con el nombre de Juan Pablo II.
La imagen que ha quedado de él es la de un anciano que fue en vida, y sigue siendo tras su muerte, objeto de discusiones y controversias. Pero quienes se ocupan de él, hablan de Juan Pablo II, el papa, y no de Karol Wojtyla, el joven lector, deportista, dramaturgo, poeta, actor y políglota que nació y creció en la pobreza y que a los veinte años ya había perdido a su familia inmediata. Si no hubiera sido electo papa y, es más, incluso si no se hubiera ordenado sacerdote, tal vez no habría llegado a ser conocido más allá de Cracovia pero, en todo caso, seguiría siendo un personaje interesante.
INSC: 0175
Karol Wojtyla en una de sus habituales excursiones.

jueves, 11 de junio de 2020

Henri Pitter. Científico suizo que trabajó en Costa Rica.

Henri Pittier.
Adina Conejo.
Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
San José, Costa Rica. 1975
El científico Henri Pittier realizó valiosas investigaciones sobre la flora, la fauna y los pueblos autóctonos en Costa Rica, México, los Estados Unidos, Panamá, Guatemala, Colombia, Ecuador y Venezuela. Nació el 13 de agosto de 1857 en Suiza, en el cantón de Vaut, y desde niño se mostró tan obsesionado por la naturaleza que dejó de ir a la escuela para poder dedicar todo su tiempo a enriquecer sus colecciones de piedras, hojas, raíces, insectos y partes de cuerpo de animales. Sus padres y maestros debieron convencerlo de que, si en verdad le interesaba tanto la ciencia, en vez de abandonar los estudios, más bien debería procurar profundizarlos. Un poco a regañadientes y sin dejar de lado sus excursiones por la montaña y su cada vez mayor colección de muestras animales, vegetales y minerales, terminó con éxito la primaria y la secundaria. 
Curiosamente, al entrar a la universidad, no optó por estudiar biología, botánica, entomología, zoología, ni agronomía, sino que se graduó como Ingeniero Civil en la Universidad de Jena, en Alemania. Años después, de regreso en Suiza, obtuvo el Doctorado en Filosofía en la Universidad de Laussana. De alguna forma, el niño rebelde se salió con la suya, ya que, aunque obtuvo títulos universitarios, las áreas de conocimiento a las que se dedicó y en las que se destacó, las estudió por si mismo de manera autodidacta, tanto en libros como en investigaciones de campo. 
En Suiza, investigó el cerebro y lo hábitos de los cuervos y dirigió un centro meteorológico. Realizó también viajes de investigación a Africa y Asia Menor.
Su traslado a Costa Rica fue fruto de una coincidencia bastante trágica. El famoso Marqués de Peralta, don Manuel María Peralta Alfaro, Embajador de Costa Rica en Europa, recibió el encargo de contratar un profesor de ciencias para que viniera al país a impartir clases en el Liceo de Costa Rica y el Colegio Superior de Señoritas. El elegido fue un señor de apellido Wettstein, quien aceptó el cargo y firmó el contrato, pero semanas antes de la fecha fijada para el viaje, salió a dar un paseo por el bosque y no apareció nunca más. Cuando se le dio definitivamente por perdido, Henri Pittier, entonces un joven de apenas treinta años,  se dirigió al Marqués y le manifestó su interés en el puesto. Naturalmente, a Pittier lo que lo ilusionaba no era dar clases de secundaria, sino tener la oportunidad de explorar la selvas del trópico, que conocía solamente por los libros. El Marqués tuvo sus dudas. Le habían pedido un profesor de ciencias y Pittier era un ingeniero civil con Doctorado en Filosofía. Cuando un candidato no está calificado para un puesto, simplemente se le dice que no y se acabó, pero cuando más bien está sobrecalificado, si insiste, lo obtiene. Pittier insistió y el Marqués, muy satisfecho, lo envió a Costa Rica. El científico suizo desembarcó en Limón, con su esposa e hijos, el 27 de noviembre de 1887.
Como es fácil de suponer, Pittier apenas impartió clases solamente unas cuantas semanas. Con toda la naturaleza que lo rodeaba, era imposible mantenerlo encerrado en un aula. Las aulas, en todo caso, desde niño no le gustaban. 
Recién llegado, por cierto, casi corre que la misma suerte que el profesor Wettstein, el que se perdió en los Alpes. Recorriendo Costa Rica con un pequeño grupo de siete hombres, por la bruma, se perdieron durante todo un mes en el Cerro de la Muerte, que entonces se llamaba Cerro Buenavista. Ya los daban por muertos cuando aparecieron. En otra ocasión, se encontró en el monte unas hojas que pensó que eran familia de una variedad europea muy similar, se las comió y acabó intoxicado. Estos gajes del oficio no lo desanimaron y Pittier recorrió todo el país. Y al decir todo el país, es literalmente todo el territorio nacional, ya que no solo anduvo por las cordilleras de cerros y volcanes, Talamanca, Térraba, las llanuras de San Carlos, la pampa Guanacasteca y las penínsulas de Nicoya y de Osa, sino que fue también hasta la isla del Coco. En sus giras, fiel a su costumbre de toda la vida, recolectaba hojas, cortezas, muestras de suelos, rocas, insectos y animales disecados. Estas colecciones las almacenaba, cuidadosamente clasificadas, en el Museo Nacional, fundado por iniciativa suya en 1888. Cuando Pittier salió de Costa Rica, dejó dieciocho mil colecciones de plantas en las que se registraban unas cinco mil especies. Lamentablemente, todas esas muestras, por no haber sido conservadas adecuadamente, se las comió el comején. Lo más triste y vergonzoso, es que un herbario de proporciones mayores, que Pittier realizó en Venezuela, aún se conserva.
Pittier fue también el fundador del Instituto Meteorológico Nacional y del Instituto Físico Geográfico.
En 1901, Pittier dejó de trabajar para el gobierno de Costa Rica y, sin su consentimiento y sin que el gobierno se molestara en informárselo, fue cedido a la United Fruit Company. Con la compañía bananera realizó estudios fitológicos y de suelos hasta 1904, año en que se traslada a los Estados Unidos para trabajar como funcionario federal en el Departamento de Agricultura en Washington. Naturalmente, no estuvo sentado en un escritorio, sino que fue enviado a largas misiones en México, Guatemala, Panamá, Colombia y Ecuador. En Guatemala, realizó importantes descubrimientos que sirvieron para combatir las plagas que afectaban el cultivo de algodón. En Panamá, investigó y catalogó los árboles maderables. Como además de la naturelaza le interesaban los pueblos y su cultura, aquel suizo que cuando llegó a Limón no hablaba una sola palabra de español, llegó a dominar las lenguas indígenas centroamericanas. Le llamó la atención que su conocimiento de lenguas indígenas le permitía comunicarse más o menos fluidamente con los aborígenes de México a Costa Rica. Con los de Panamá, ya el asunto se complicaba, porque había diferencias notables, y cuando habló con indígenas del Valle del Cauca, en Colombia, se percató que su lengua era totalmente otra, sin relación alguna con las que ya conocía. En Ecuador, ni siquiera intentó buscar coincidencias, porque sabía que, si quería hablar con los indígenas en su lengua, tenía que empezar de cero.
En 1913 visita por primera vez Venezuela, país en el que radicaría permanentemente desde 1919 hasta su muerte en 1950. Aunque se instaló en Venezuela cuando ya tenía sesenta y dos años edad, su labor en ese país fue asombrosa como botánico y fitogeógrafo. En Venezuela, una reserva natural lleva su nombre, sus obras completas fueron publicadas y sus colecciones son conservadas como un tesoro.
Henri Pittier.
Nació en Vaud, Suiza, el 13 de agosto de 1857.
Murió en Venezuela el 27 de enero de 1950.
Vivió en Costa Rica de 1887 a 1904.
Es triste decirlo, pero en Costa Rica el trabajo de Pittier no fue apreciado. El asunto va más de que el comején se comiera su herbario. Pocos costarricenses le han prestado atención a su figura. Hay algunos artículos de José Antonio Echeverría, Federico Gutiérrez Braun, Octavio Castro Saborío y Luis Felipe González Flores sobre Pittier, pero no se ha publicado una buena biografía suya y su nombre no ha sido tan destacado como en Venezuela, donde reconocidos escritores, entre los que se puede nombrar hasta a Arturo Uslar Pietri, se han ocupado de él.
Por algunas cartas que se conservan de Pittier, ha quedado constancia de que, mientras estuvo en Costa Rica, sufrió en carne propia la serruchada de piso. Sobre el asunto, vale la pena prestarle atención a un dato anecdótico. Las exploraciones científicas las realizaba Pittier con dos compatriotas suyos, Paul Biolley y Adolphe Tonduz. Los suizos tenían como asistente a don Anastasio Alfaro quien, a la larga (y sin que él tuviera nada que ver en ello), acabó llevándose las flores. Son numerosos los artículos y hasta libros que indican que don Anastasio fue quien fundó el Museo Nacional, el Instituto Meteorógico y el Instituto Geográfico, que fueron fundados por Pittier. Las investigaciones se le atribuyen al tico mientras que el suizo que se fue y nunca más volvió cayó en el olvido.
Los esfuerzos que hubo por ensalzar su memoria fracasaron. En 1949, la Universidad de Costa Rica tuvo la intención de publicar las obras completas de Pittier, pero nunca lo hizo. El Ministerio de Educación iba a ponerle su nombre a una escuela, pero cambió de parecer al último momento ya que los vecinos del lugar preferían que la escuela llevara el nombre de un líder comunal y no de un suizo que ni sabían quién era. Don Manuel Bonilla, admirador de Pittier, donó un terreno para que se hiciera un parque y se le levantara un monumento, pero al final el terreno se utilizó para otros fines. Hasta donde sé, el ensayo Plantas usuales de Costa Rica, publicado en Washington en 1908, no ha tenido una edición costarricense.
Henri Pittier. Naturalista, botánico y etnógrafo.
Dentro de lo poco que se ha publicado sobre Pittier en Costa Rica, hay un libro de Adina Conejo, publicado por el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes en 1975, que además de una breve biografía, incluye una pequeña antología de cartas y varios artículos suyos. Me hizo mucha gracia que, precisamente cuando estaba leyendo su artículo sobre las frutas de Costa Rica, fui al supermercado y me encontré que estaba en oferta una "ensalada exótica" de palmito y pejibaye. Aquello debió haberse llamado más bien "ensalada autóctona",. porque,. como bien dice Pittier,. la mayoría de las frutas que se consumen en Costa Rica son exóticas. El mango, el banano, la piña, la sandía, el durazno, el higo, las dos clases de mamones, el limón, la naranja, la mandarina y la toronja, entre otras, son exóticas, es decir, fueron traídas de otro lado. Mientras que el palmito, el pejibaye, el marañón, el zapote y el caimito, por citar algunos, no tienen nada de exótico, son más bien autóctonos porque siempre han estado aquí.
Son verdaderamente fascinantes su descripción del río Térraba, la explicación que da sobre el origen de la Laguna de Fraijanes y las observaciones que hace sobre la conducta de los monos cara blanca. Hasta al escribir textos científicos Pittier logra ser ameno y entretenido. Pero los artículos que más disfruté fueron los etnográficos, los que tienen que ver con la gente y sus costumbres. Particularmente interesante es lo que cuenta de los ritos funerarios de los bribris. Al muerto le hacían dos entierros. Primero lo enterraban durante unos meses en un terreno húmedo, cerca de la casa, para que el cuerpo se pudriera rápido. Luego sacaban los huesos, los hacían un paquete compacto y le hacían un segundo entierro, ya definitivo, en la montaña, lejos del poblado. Cuando estuvo de visita en Nicoya, en 1904, entrevistó a José Silverio Gómez, un hombre sano, fuerte y lúcido, que había nacido en 1801 y tenía, por tanto, ciento tres años de edad. Recordaba claramente la independencia y la anexión. En el pueblo había viejitas que no sabían que edad tenían, pero se acordaban de él cuando era niño. Pittier no se atreve a plantear una hipótesis sobre la causa del fenómeno, pero  en Nicoya se encontró con hombres y mujeres de ochenta, noventa, cien años y aún más, montando a caballo, trepando a los árboles y picando leña con hacha. Para quien no conozca la zona tal vez resulte difícil de creer, pero la longevidad en Nicoya aún se mantiene sin que nadie sepa por qué.
INSC: 1902

sábado, 23 de mayo de 2020

Todas las que eres. Poesía de Joan Bernal.

Todas las que eres. Joan Bernal.
Editorial Arboleda. Costa Rica. 2019.
Cuando a un hombre le preguntan si ha habido muchas mujeres en su vida, generalmente se asume que el recuento se limita a las protagonistas de historias románticas o eróticas. Sin embargo, además de las amadas y las amantes, que no suelen ser, por cierto, las más importantes ni memorables, en la vida de todo hombre hay muchas otras mujeres: la madre, la abuela, las tías, la maestra, las compañeritas de escuela y las vecinas del barrio. Están también las que provocaron, sin enterarse nunca de ello, las primeras fascinaciones, los primeros enamoramientos. Y la lista continúa con mujeres que fueron un alivio y mujeres que fueron un tropiezo. La que nos hizo perder la cabeza, la que nos volvió locos en todo el sentido de la palabra, la que nos despertó sentimientos de admiración, ternura, sensibilidad o pasión que ni siquiera sabíamos que cargábamos dentro. Aquella a la que queríamos aproximarnos y aquella otra de la que procurábamos alejarnos. La inalcanzable y la alcanzada. La que nos abandonó y la que abandonamos. La que era como una sombra que nunca llegamos a conocer. La que nunca ni siquiera supo de nuestra existencia ni, mucho menos, de la altura del pedestal al que la habíamos elevado. Y también, por supuesto, la cercana, la confidente y queridísima, con la que no hubo fascinación, atracción ni deseo, pero que llegó a ser una verdadera amiga.
La mujer no es una idea abstracta, sino una realidad concreta o, más bien, muchas realidades individuales. Los prejuicios son fruto de las generalizaciones. Cuando se concentra la atención en un ser individual se descubre que es único, por lo que colgarle una etiqueta resultaría, además de injusto, inexacto. 
El libro Todas las que eres, de Joan Bernal, publicado por la Editorial Arboleda en 2019, reúne textos, la gran mayoría breves, dedicados a mujeres concretas. A lo largo de su vida, Joan se ha encontrado en su camino a muchas mujeres cuya presencia o ausencia, lo ha impactado al punto de hacerlo escribir poemas. No se trata de uno de esos libros que tanto abundan, en que el escritor asume el papel de versificador inspirado o de macho alfa y se refiere a "la mujer" que, como la Dulcinea de don Quijote, es una criatura inventada que solamente existe en su imaginación. Todo lo contrario. Más que escribir este libro, podría decirse que Joan lo recopiló, ya que la mayor parte de los poemas incluidos ya habían sido publicados en otros libros suyos. Visto así, podría decirse que este es su primera obra temática. 
Por las páginas del libro desfila una variada secuencia de mujeres que van desde la madre agonizante que no acaba de tomar la decisión de partir, hasta la actriz de películas para adultos, ya muerta, cuya carne se pudre en la tierra porque la enfermedad no respeta ni la belleza más espectacular.  Allí esta Gina, cuyos ojos le pide a Dios poder ver al menos una vez más, la escritora Ana Istarú y su impresionante presencia, una muchacha de Texas y otra de Iowa, la misma Laura con la que compartía el cansancio de sentirse más perfectos que los otros y la tipa, "sucia y fétida, que se cree más que yo, y lo es". Allí está la que es capaz de iluminar lo más oscuro y la que acaba oscureciendo hasta lo más claro. Está hasta la vecina de enfrente, casada y con hijos, que siempre se mostró curiosa pero nunca se atrevió a quitarse la curiosidad y no era más que una sombra que se movía tras la cortina cada vez que el solterón del otro lado de la calle, mirándola de reojo, se demoraba arreglando el jardín.
Con unas la cercanía fue breve pero, aunque desaparecieron tan abruptamente como aparecieron, dejaron huella y hasta cicatriz. La compañía de otras llegó a ser prolongada y, de alguna manera, hasta permanente. Con algunas de ellas alcanzó una unión plena, pero otras ni se dejaron conocer o ni daban ganas de conocerlas. Algunas (el poeta lo dice con franqueza) no eran más que un cuerpo. 

"Tu alma no importa aquí. 
Tu alma es un avalorio. 
Un cuerpo. Fuiste un cuerpo.
Juzgada por la carne
merecés la gloria."

Hay remembranzas de relaciones dispares en que cada miembro de la pareja pretendía obtener del otro algo distinto de lo que el otro podía darle. "Amor no hubo, y sin embargo lo nombro."
A alguna se atreve a decirle "Quédate. Acompáñame los días que yo viva", pero, realista y resignado declara: "Yo sigo agradecido con todas las mujeres que no quieren perder su tiempo conmigo."
Joan Bernal hace tiempo dejó de ser lo que se suele llamar "un poeta joven". Sus libros demuestran que su poesía no promete, sino que cumple. Las vanguardias infantiles, los malabares y florituras, las audacias para la gradería o las provocaciones gratuitas nunca lo sedujeron. Como poeta, Joan ha logrado plasmar su rica experiencia de vida en la página en blanco con un lenguaje esmerado que logra tanto mostrar como insinuar. Sus amplias, numerosas y bien asimiladas lecturas de poetas de distintas épocas, le han permitido definir un estilo propio, en que tal vez se pueda descubrir alguna influencia pero nunca una imitación. Tiene el enorme mérito, bastante difícil de alcanzar, de ser expresivo, sin caer en lo retórico; ser contenido y breve, sin caer en lo tosco; y ser capaz de utilizar un lenguaje directo y hasta, en ocasiones, áspero, sin caer en lo grotesco. 
Pero, aunque la poesía se exprese con palabras, lo verdaderamente importante no es la técnica ni la habilidad sino, más bien, lo que está detrás de las palabras: la experiencia vivida, la emoción experimentada y el sentimiento con que se evoca todo aquello para plasmarlo de manera total en apenas unas cuantas líneas. En este sentido, Joan logra alcanzar cimas de expresividad y concisión a los que pocos llegan.
Cada página de este libro es un mundo aparte. Al evocar las mujeres de su vida, Joan no se concentró en sus amadas y sus amantes, sino que brindó un abanico amplio de figuras femeninas inolvidables. Sería inexacto, entonces, calificar esta obra como poesía romántica o erótica ya que, en conjunto es mucho más que eso. Sin embargo, a la hora de escoger un pequeño botón de muestra para compartir, opté por las últimas líneas del poema titulado Desvelo.


Desvelo

(Fragmento)

En tu casa huele a que los dos deseábamos
tocarnos con las manos
que ahora se completan húmedas
de pura agua de zozobra.
Suelto una pequeña lágrima en tu espalda
y en tu piel se hacen ondas mientras veo
mi cara en las mitades
de tu espalda y tu pelo.
En lo que va de estas horas
te has sentado y tendido
de pie desde que el lápiz se paró en su punta.
Si esta es la alegría
siempre estuve triste.



INSC: 2775

sábado, 11 de abril de 2020

Literatura juancarlista.

Jun Carlos I esperanza de España.
No indica autor. Publicaciones Españolas.
Madrid, España. 1975.
Durante toda su larga dictadura, Francisco Franco no solamente acaparó todo el poder, sino también toda la atención. Cualquier realización estatal, desde las obras más ambiciosas hasta las más realizaciones más modestas, era fruto de la iniciativa y esfuerzo del Caudillo. Los ministros y demás funcionarios del gobierno eran casi invisibles. Su sucesor no fue la excepción. En 1969, Franco anunció que su sucesor en la jefatura de Estado sería, con título de rey, don Juan Carlos de Borbón, pero desde ese anuncio, hasta su proclamación como monarca, en 1975, solamente de manera muy esporádica el joven príncipe aparecía en las noticias. Mientras Franco viviera, nadie, ni su sucesor, podía tener protagonismo.
Juan Carlos, o don Juanito, como lo llamaban entonces, era un misterio. Joven, alto, rubio y atlético, el príncipe era bien recibido dondequiera que llegara. Se mostraba sencillo, abierto y natural, bromeaba con los interlocutores y los hacía reír pero, pese a su simpatía y don de gentes, sus discursos no pasaban de un saludo amable y breve. Nadie sabía lo que pensaba del pasado, del presente ni del futuro.
Más que el heredero de la corona, era considerado el heredero de Franco. De hecho, lo llamaban don Juanito porque don Juan era su padre, don Juan de Borbón quien, como hijo del rey Alfonso XIII, aspiraba a ser algún día rey de España. El nombre completo del príncipe era Juan Carlos Alfonso Víctor María y, al ser nombrado sucesor de Franco, se le empezó a llamar don Juan Carlos en vez de don Juanito. Si lo hubieran seguido llamando solamente por su primer nombre, habría llegado a ser el rey Juan III, lo que habría hecho más evidente el salto dinástico sobre don Juan, su padre.
Juan Carlos nació en Roma, en 1938, cuando la guerra civil española estaba candente y la II Guerra Mundial ya se veía venir. Fue bautizado por el cardenal Eugenio Pacelli quien, al año siguiente, se convertiría en el Papa Pío XII. Por la entrada de Italia en la guerra, su familia se traslada a Suiza, donde don Juan Carlos cursa los primeros años de escuela. Una vez finalizada la guerra, la familia se instala en Portugal.  
No fue sino hasta que Franco y don Juan llegaron a un acuerdo, que el príncipe, que ya había cumplido los diez años de edad, logró pisar suelo español por primera vez. Alejado de su familia, a la que visitaba solamente cuando estaba de vacaciones, don Juanito fue educado por preceptores escogidos personalmente por Franco. El caudillo se reunía con frecuencia con el príncipe que, llegado el momento, cursó estudios militares.
Cuando, tras la muerte de Franco, el  príncipe simpático y misterioso fue proclamado rey en noviembre de 1975, todavía no estaba claro qué se podía esperar de él. Ante unas Cortes no electas, juró su cargo para mantener los principios del Movimiento Nacional. Cuando tomó posesión, Franco todavía estaba insepulto y el primer acto oficial que le tocó presidir, como rey, fue precisamente el funeral del caudillo. Aunque había quienes albergaban la esperanza de que se pudiera mantener un franquismo sin Franco, la gran mayoría, tanto de derechas como de izquierdas, tenía claro que aquello inevitablemente iba a cambiar. Lo que no se sabía era cómo, ni que papel jugaría el rey en el asunto.
Tengo en mi biblioteca un pequeño libro titulado Juan Carlos I Esperanza de España que, curiosamente, no menciona en ninguna parte el nombre del autor pero, por lo que se dice en el prólogo, fue escrito por uno de los maestros que estuvieron a cargo de la formación del príncipe apenas llegó a España. Publicado en 1975, en el libro se elogia a Franco, "el hombre indiscutido e indiscutible", "que gobernó con gran dignidad y grandes aciertos durante treinta y nueve años", sin embargo, también insiste en que los tiempos han cambiado y que la gran mayoría de los españoles, incluyendo al recién proclamado monarca, no recuerdan la guerra civil porque o eran muy pequeños por entonces o ni siquiera habían nacido.  El libro invita a mirar hacia el futuro e insiste, de manera machacona en que Juan Carlos ser un líder de cambio. Al final se incluye una recopilación de opiniones, todas muy elogiosas, sobre la sabiduría, capacidad e integridad del nuevo Jefe de Estado sobre el que hasta hacía poco no se sabía nada.
Juan Carlos I el rey que reencontró América.
Carlos Seco Serrano.
Anaya. Madrid, España. 1988.
Pasar de un régimen dictatorial, represivo y caudillista a una democracia parlamentaria no es tarea fácil, pero la transición española se desarrollo sin grandes tropiezos. Se establecieron partidos, se convocó a elecciones, se formó gobierno y se votó una nueva Constitución. La intentona de golpe del 23 de febrero de 1981, tuvo al país en vilo y al Congreso secuestrado por varias horas. Aunque entre los cabecillas golpistas estaba Alfonso Armada, que era muy cercano al rey, la figura de don Juan Carlos salió muy fortalecida por haberse pronunciado a favor de la Constitución y la opinión favorable sobre él llegó a ser casi unánime. Hasta los republicanos acabaron declarándose "juancarlistas". Como entre quienes alababan al rey se hallaba también Santiago Carrillo, en son de broma se hablaba del "Real partido comunista español."
Mientras la imagen del rey se elevaba a las alturas, la de Franco, quien una vez fue "el hombre indiscutido e indiscutible" empezó a opacarse. En su última aparición pública, una multitud inmensa lo vitoreaba pero, a poco después de cinco años de su muerte, no se encontraba en España un solo franquista ni nadie que reconociera haberlo sido. 
Surgió entonces una mitología, la de Juan Carlos liberal, progresista, democrático que, desde su juventud, no hizo más que planear la manera de lograr que en España se instalara un régimen de libertad y prosperidad. Su mutismo, durante los años de dictadura franquista, fue interpretado como estratégico. Dentro de esta línea está el libro Juan Carlos I el rey que reencontró América, de Carlos Seco Serrano, publicado en 1988, que no se mide a la hora de soltar elogios. Juan Carlos no solamente es un gobernante ideal, sino también un militar ejemplar, un hombre de cultura extraordinaria con una concepción visionaria del panorama político español y universal, un padre de familia perfecto, un servidor de la patria intachable y, en fin, todo lo bueno imaginable.
Las mejores anécdotas del rey.
Ricardo Parrotta. Planeta, España. 1982.
Los libros de este tipo no solo se volvieron frecuentes, sino que acabaron siendo muy populares. El juancarlismo tenía un público numeroso. Prueba de ello es Las mejores anécdotas del rey, una obrita bastante ligera, del periodista argentino Ricardo Parrotta, publicada por Planeta. El ejemplar que tengo destaca en la portada que va por la tercera edición y lleva trece mil ejemplares vendidos. Además del anecdotario, en el que hay algunas historias en verdad divertidas, el libro incluye un capítulo titulado "Así ven al rey" en el que políticos, periodistas, militares, artistas y escritores  sueltan palabras de verdadera idolatría por el monarca.
Planeta publicó también en el año 2000, bajo el sello Booket, en edición de bolsillo, Las anécdotas de don Juan Carlos el quinto rey de la baraja, del periodista Marius Carol. El título, por cierto, es de un optimismo desbordado. Cuando el rey Faruk de Egipto fue derrocado, en 1952, al llegar al exilio soltó una afirmación que acabó siendo famosa: "En el futuro, solamente habrá cinco reyes: los cuatro de la baraja y el rey de Inglaterra." España no tiene, por cierto, una estable tradición monárquica ya que dos veces, en el pasado reciente, se ha declarado la república y la familia real ha acabado en el exilio.
Las anécdotas de don Juan Carlos, en todo caso, se leen con deleite. No cabe duda que es un hombre simpático, relajado, que tutea a todo el mundo, sonríe y parece estar siempre de buen humor. Solamente una vez tuve la oportunidad de verlo en persona en un acto que, se suponía, debía de ser solemne. Los organizadores no contaron con la espontaneidad desbordada de algunos asistentes y la supuesta solemnidad acabó en un tumulto en que todos, especialmente el rey, sufrieron empujones y pisotones. Sus escoltas estaban tensos y apurados por restablecer el orden, pero el rey, sonriente, más bien parecía disfrutar el momento y correspondía con bromas ingeniosas a quienes lo rodeaban. Ha habido ocasiones, también, en que don Juan Carlos ha perdido la paciencia y hasta la compostura, no solamente al punto de mandar a callar a quien lo tenía harto con sus majaderías, sino  incluso también hasta soltar alguna palabrota. Tal vez sea esta naturalidad lo que más lo diferencia de Franco. Franco era un personaje tieso, planchado y almidonado, rígido y solemne. Juan Carlos es totalmente casual y espontáneo. 
Las anécdotas de don Juan Carlos el quinto
rey de la baraja. Marus Carol.
Booket. Planeta, España, 2000.
Ahora bien, ser simpático y dicharachero ("campechano", dicen los españoles), no significa necesariamente ser el mejor jefe de Estado imaginable. Estos cuatro libros de mi biblioteca son solamente una pequeña muestra de la literatura juancarlista, que los lectores españoles consumían para acabar de convencerse de su rey era algo así como la octava maravilla del mundo.
El nivel de adulación hacia el rey no tenía límites y lo curioso es que la gran mayoría del pueblo español se tragaba el cuento sin cuestionarlo.
Los gobernantes de otras latitudes, apaleados a diario en la prensa de sus respectivos países, envidiaban el pacto de silencio no escrito que parecía tener la prensa española al referirse al rey. Pero la verdad es que, más que un pacto de silencio, era una complicidad de culto a su persona. Revistas y periódicos serios, analíticos y cuestionadores, perdían toda objetividad y sentido crítico cuando se referían al rey, al que arrojaban flores y quemaban incienso a diestra y siniestra.
A aquello no se le podía llamar publicidad, porque no era comercial, ni propaganda, porque no era ideológica. Era, simple y sencillamente, literatura. Don Juan Carlos, el hombre de carne y hueso, había sido convertido también un personaje de ficción, el más popular de España, cuyas aventuras, narradas por una multitud de autores, se podían leer en libros, periódicos y revistas.
Tal vez porque ese mundo ilusiorio había llegado a calar muy hondo en la imaginación del público, fue tan duro para los españoles ver romperse el espejismo y descubrir que aquella fantasía no calzaba con la realidad. Descubrieron que el rey que le tenía respeto y afecto a Franco (cosa que, bien pensado, no debería sorprender a nadie), así como que su monarca idealizado no era en el fondo muy brillante y que muchas actuaciones suyas, que fueron ocultadas en su momento pero que han salido a la luz, eran bastante cuestionables.
A Franco lo vitoreaban, pero cinco años después de su muerte no quedaba un solo franquista en España. A Juan Carlos lo amaban, pero cinco años después de su abdicación tal parece que el juancarlismo no tiene defensores. Más bien, las librerías y las páginas de la prensa se están llenando de un nuevo género literario, el antijuancarlismo, en el que don Juan Carlos ha pasado de ser héroe a convertirse en villano. Los juancarlistas, más que destacar el papel que tocó jugar en la transición, lo elevaron a un pedestal. Los antijuancarlistas, más que criticar sus errores y desaciertos, denigran agresivamente su persona.
Algún día, el personaje histórico será analizado con objetividad. Hasta ahora, el personaje literario ha sido distorsionado y caricaturizado, tanto por quienes ayer lo ovacionaban como por los que hoy lo abuchean.
INSC: 1650, 1660, 1975, 1977.
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