viernes, 22 de noviembre de 2019

Alma Llanera. Novela de Edelmira González.

Alma Llanera. Edelmira González.
Editorial Costa Rica. Costa Rica, 1977.
En 1946, la Universidad de Costa Rica convocó un concurso literario y Edelmira González lo ganó con Alma Llanera, la primera novela costarricense ambientada en Guanacaste, en la que, por medio de un drama familiar, se expone una visión bastante oscura de la vida en la provincia. Pese a haber sido la obra premiada en el certamen, la Universidad nunca la publicó. Edelmira, con sus propios medios, imprimió una edición modestísima en 1958 que circuló a nivel muy reducido. En 1977 la Editorial Costa Rica la publicó, pero de los años cuarenta a los años setenta, mucho había cambiado en el gusto literario y su novela no despertó mayor interés.
Las historias que se cuentan son dolorosas y trágicas, sin embargo, la novela no cae en excesos descriptivos sino que, más bien, mantiene, a todo lo largo del texto, un mirada comprensiva sobre todos los hechos que narra de manera serena y hasta dulce.
La imagen que brinda de la vida en Guanacaste no es, por cierto, muy favorable. Sin detenerse en el paisaje, ni el clima ni en las tradiciones, narra lo difícil que es la vida de quienes habitan la zona, ya sean hombres, mujeres o niños.
Simón Caldereta, el primer personaje que entra en escena, es presentado como un hombre duro como una roca. Duro de corazón, duro de pellejo y duro de mollera. Su voz también era dura y hablaba siempre con aspereza y únicamente para dictar órdenes. Enriquecido gracias a su buena suerte, primero, y a su falta de escrúpulos, después, su mayor orgullo es ser dueño de tierras, privilegio que en Europa, de donde es originario, es privilegio de señores. Su único propósito en la vida es ampliar la extensión de sus tierras a como haya lugar. Ya sea de manera gentil, legal y honesta, como fue al principio, o por medio de ardides, engaños y chanchullos, como ha sido su práctica más reciente.
Orgulloso sabanero, monta su caballo para arrear ganado y, aunque es el patrón, no le arruga la cara a las faenas más agotadoras, propias de los peones. Su mujer, la Bonifacia, que es descrita como "una hembra de la pampa, dura y resistente como un irracional", toleraba maltratos y realizaba el duro trabajo de la casa sin esperar más recompensa que una prenda de vestir de cuando en cuando.  Los hijos de Simón y Bonifacia, "bestezuelas de labor" se les llama en la novela, son criaturitas que crecen sin mimos ni consideraciones, maduran prematuramente y pronto se integran a las faenas del campo José Justiniano, el hijo menor, es atrevido, audaz y valiente, pese a haber sido un niño enfermizo que, tras un accidente, quedó cojo desde muy pequeño. Quizá su rudeza y su precocidad, sea una forma de demostrar que, pese a sus limitaciones físicas, es apto no solamente para sobrevivir, sino para sobresalir, en cualquier terreno. No se da por menos y demuestra a cada instante que, pese a su evidente fragilidad, no necesita.consideraciones especiales que, en todo caso, nunca pidió ni nunca le dieron.
Aunque la atención se centra en la historia de la familia Caldereta, primero Simón y Bonifacia y luego en Justiniano, por todo el libro desfila una serie interminable de personajes, cada uno acarreando su propio drama. Incluso al final, siguen entrando nuevos personajes en escena. Todos son rudos y primitivos. Su conducta se rige más por el instinto y las bajas pasiones que por la razón o los sentimientos. Simón sospecha que el nica Cipronio Argüello anda rondando a la Bonifacia, pero no siente celos, sino ira. Sus sospechas son fundadas y, de hecho, la Bonifacia acaba eventualmente en los brazos de Cipronio, pero esta infidelidad, si se le puede llamar así, no es fruto del enamoramiento ni de la venganza sino, simple y sencillamente, de una atracción salvaje y animal. La Bonifacia, en todo caso, no es la mujer de Justiniano, ni la señora de la casa, ni su compañera sentimental. A lo largo de la relación de pareja que han mantenido, nunca, ni al inicio ni durante los años que fueron pasando, hubo entre ellos afecto y ni siquiera amistad o compañerismo. Simón le daba órdenes y ella le daba hijos.
De manera similar, un tanto bestial y con la atracción basada únicamente en el instinto, Justiniano acaba poniendo sus ojos en la maestra de escuela, un muchacha josefina con alma de niña que se siente desterrada en aquella zona con la absurda misión de enseñarles a escribir a quienes no necesitan escribir y de enseñarles a leer a quienes no tienen libros.
Refiriéndose a los pastizales secos por el sol, la narradora afirma que "aquel amarillo pajizo invita al hombre de la llanura al delito." El temperamento alegre de los guanacastecos y su ingenioso sentido del humor, así como sus deliciosas recetas de cocina, no aparecen en el libro, en que no hay música ni baile. La única bomba que se cita, no es un piropo audaz y atrevido, sino un cumplido cortés y sumiso.
Las borracheras son el único acto festivo. Hasta en la vela de una niña el guaro fluye como un río, porque las mujeres de la zona no lloran nunca, salvo cuando se les muere un hijo, pero si beben guaro dejan de llorar.
Con frecuencia, las descripciones de esa vida ruda y cruel bajo el sol de la pampa, o en el duro trabajo de las minas, que la autora llama "tumbas de vivos", vienen aderezadas de objeciones morales. Al calificar la situación, curiosamente no utiliza la palabra "inmoralidad" sino "amoralidad". En algún momento, sin embargo, explica que allá todo aquello era normal y socialmente aceptable, al punto de afirmar "la propia autora se atreve a ser garante de que en aquel ambiente era perfectamente moral."
Alma Llanera da la impresión de ser lo que en alguna época se llamó una "novela ejemplar", un texto que, además de contar historias, pretende brindar una enseñanza. El libro cierra por cierto con una moraleja bastante clara. Simón Caldereta abusó toda su vida de los débiles simplemente porque él era el más fuerte. Pero llegó un momento en que una poderosa compañía, con buenos abogados y contactos políticos, fue más fuerte que él y logró despojarlo de lo suyo.
A pesar de fijar la atención solamente en los aspectos oscuros de la vida guanacasteca y de su poco disimulada intención didáctica, Alma Llanera es una novela interesante y atractiva. Dos pequeños detalles, sin embargo, me resultaron algo incómodos durante la lectura.
Simón Caldereta era italiano y nunca aprendió a hablar español bien, por lo que se expresa en una extraña mezcla de las dos lenguas que no es ni chicha ni limonada. En español se dice, por ejemplo, "tierra", "fuego" y "mejor". En italiano se dice "terra", "fuoco" y "meliore". Simón Caldereta dice, "terro", "fuogo" y "mejore", lo cual es razonable. Sin embargo, si en español se dice "nada" y "nunca", y en italiano "niente" y "mai", no hay razón para que Simón diga "nata" y "nunquía".
A veces, aunque no sea Simón el que habla, hasta la propia narradora se confunde, como en la página 23, en que escribió "terneza", que no es ni "ternura" en español ni "tenerezza" en italiano.
El otro punto que incomoda en la novela, es que da la impresión que ubica las sabanas con ganado y las minas de oro en el mismo sitio. Los pastizales soleados y secos están en la llanura, al norte de Liberia, mientras que las minas de oro estuvieron en Abangares, en tierras altas y quebradas.
Sin embargo, estos pequeños errores se pueden deber a que la novela fue escrita a toda prisa. En la última página, al poner punto final, Edelmira deja constancia no solo de la fecha en que terminó el manuscrito, sino también de la fecha en que lo empezó. Anota: 1 de enero al 20 de abril de 1946.
Obviamente, escribió tan rápido para poner tener la novela lista para enviarla al certamen literario. El certamen literario que ganó, pero no publicó su obra. La novela, escrita en quince semanas, debió esperar treinta y un años para estar en manos del público.
INSC: 2722

martes, 19 de noviembre de 2019

El discurso inaugural de la papisa americana. Novela de Esther Vilar.

El discurso inaugural de la Papisa
Americana. Esther Vilar. Novela.
Brugera, España, 1982.
En un futuro, aparentemente no muy lejano, una mujer es electa Papa o, más bien, papisa. Aunque es la primera mujer en ocupar ese cargo, elige como nombre Juana II, para legitimar la leyenda medioeval de que una vez, hace muchos siglos, hubo una mujer, haciéndose pasar por hombre, ocupó brevemente el Trono de Pedro has que fue descubierta. Ambas papisas son personajes de ficción. La Juana primera del pasado es legendaria, mientras que la Juana segunda del futuro es el personaje protagónico de la novela El discurso inaugural de la Papisa americana, de la escritora argentina Esther Vilar.
Publicada en 1982, la novela consiste en un largo monólogo en que Juana II se presenta al público, reflexiona sobre su vida y la vida de la Iglesia y anuncia las acciones que se propone emprender en su pontificado. Su discurso inaugural no tiene lugar en la Plaza de San Pedro durante una ceremonia solemne, sino en una estudio sin muebles ante una cámara que transmite en vivo. Su elección tampoco fue realizada en un cónclave, sino por elección directa y voto popular. 
La nueva papisa nació en 2014, en Los Angeles, California, que para entonces se había convertido en la la capital occidental del Islam. Hija de una prostituta drogadicta, se convirtió al catolicismo tras haber sido rescatada por un sacerdote en la playa de Malibú, donde surfeaba. Su conversión no significó, en todo caso, ningún compromiso serio que la comprometiera a aceptar dogmas ni a cambiar de vida. Los dogmas, para entonces, ya nadie los recordaba. No había verdades establecidas y cada uno era libre de creer lo que mejor le pareciera. En cuanto a la moral y las costumbres, todo estaba permitido. Allá cada uno con su conciencia. Rendida ante la presión de los gritos de la mayoría, la jerarquía eclesiástica había acabado por abandonar todo lo que antes predicaba y aceptar todo lo que antes condenaba. Ya nadie se preguntaba si tal o cual conducta era pecado, lo importante era simplemente ser feliz y vivir tranquilo.  Los debates sobre el aborto, el divorcio y la homosexualidad eran cosas del pasado. 
Hubo una época muy lejana en que el Papa era árbitro infalible de todas las disputas doctrinales y morales. Roma locuta causa finita, se decía en latín, cuando Roma habla la causa termina. El Papa era también monarca de un considerable territorio y ocupaba el único trono no hereditario de Europa. Incluso después de haber perdido los Estados Pontificios, las ceremonias en que participaba el Papa continuaron manteniendo un imponente protocolo imperial que se mantuvo hasta mediados del Siglo XX:
Pablo VI, el último papa en ser coronado, renunció a seguir utilizando la tiara pontificia y dispuso que los oficios religiosos, incluyendo la Santa Misa, dejaran de celebrarse en latín para que fueran oficiados en la lengua propia de cada lugar. Su sucesor, Juan Pablo I, último papa en ser cargado en hombros en sede gestatoria, en sus discursos abandonó el pluralis maiestatis y, desde su primer mensaje, utilizó la primera persona. Vino luego Juan Pablo II, que en vez de en sede gestatoria, que nunca utilizó, se movilizaba en una pecera blindada. El papa polaco, acabó convirtiendo el papado en algo que nunca había sido, en un espectáculo unipersonal en gira mundial permanente. En sus viajes, sorprendió al ponerse sombreros típicos (el de charro mexicano fue el primero) y al visitar sinagogas y mezquitas. Su presencia convocaba multitudes que llenaban estadios y calles, pero los templos estaban cada vez más vacíos.
Tras estos papas históricos, en la novela se mencionan otros que vinieron luego, cada uno empeñado en superar al anterior en gestos de modestia. Juan XXV accedió a la idea de vender todos los tesoros artísticos vaticanos para repartir el dinero obtenido entre los pobres. Pieza por pieza, los documentos, las pinturas y esculturas fueron puestos en subasta. Los grandes bancos y corporaciones acabaron adquiriendo hasta las basílicas y los palacios. El dinero fue repartido entre los pobres, que lo consumieron pronto y siguieron siendo pobres
Reducido a un minúsculo apartamento y movilizándose a pie por la calle, el papa pedía a los pocos reconocidos que lo tutearan. El papado perdió la magnificencia, el papa era cada vez más un hombre ordinario, pero el pueblo, en vez de acercársele, se le alejaba.El culto a Dios se abandonó. A los pocos asistentes a los oficios, el propio sacerdote les prohibía arrodillarse y, a la larga, terminaron hasta retirando de los altares los crucifijos porque podían herir la sensibilidad de los asistentes.
Se abolió el celibato y se admitieron mujeres en el sacerdocio. Vino luego el papa Oscar I, que escogió su nombre en honor al escritor irlandés Oscar Wilde quien, como él, era homosexual.
Y así sigue la historia hasta el momento en que Juana II llegó a ser papisa. Su título ya no significaba nada y su autoridad era inexistente.
Al hacer el recuento, la papisa llama la atención sobre un hecho singular. Cuanto más intentaba el papado acercarse al pueblo, más se apartaba el pueblo de él. Cuando la liturgia era solemne y misteriosa, los fieles acudían en masa. Cuando la liturgia se hizo participativa, los fieles dejaron de asistir. Los oficios religiosos perdían su magnificencia y los creyentes respondían abandonándolos.
Cuando la jerarquía renunció a tener autoridad indiscutible, nadie la volvió a tomar en serio.
Lo curioso es que el pueblo no tomó el camino fácil, sino el difícil. Mientras la Iglesia católica abandonaba la enseñanza de su doctrina como verdad absoluta y revelada, los fieles la abandonaban y corrían a sumarse a grupos religiosos en que debían aceptar dogmas inapelables. Mientras la Iglesia católica se mostraba tolerante y abierta a aceptar todo tipo de conducta, los fieles se integraban a sectas que exigían un compromiso serio con sus enseñanzas y mantenían un control severo sobre la vida de sus miembros.
En materia religiosa, los creyentes del Siglo XX no escogieron la respuesta más racional, sino la más misteriosa. En materia ética, no escogieron la más relajada, sino la más exigente. Es decir, no eligieron el camino más cómodo, sino el que les exigía mayor sacrificio.
La elección de la Papisa fue la culminación de un proceso largo y, precisamente por ser el punto más lejano del viaje, acabó siendo también el punto de retorno. La papisa, admite que se ha cometido un error y se manifiesta estar dispuesta a corregirlo. Para empezar, se reviste con ornamentos preciosos, se coloca la capa pluvial, se ciñe la tiara, toma en su mano el báculo y se sienta en el trono. De inmediato, se declara infalible, llama a los fieles a la obediencia, les muestra un crucifijo, llama a los fieles a que se arrodillen y oren para, al final, impartirles la bendición que pronuncia, por supuesto, en latín.
Está segura que el retorno a la solemnidad, el misterio, la enseñanza de verdades absolutas e indiscutibles, el orden, la autoridad y, lo más importante, la fe, acabará atrayendo de nuevo a todos los que se fueron en estampida cuando vieron que la iglesia de la que formaban parte empezó a convertirse en algo distinto a lo que debería ser.
Al final del libro, viene un extenso ensayo de la propia autora en que declara que no es católica y ni siquiera creyente, pero que le pareció llamativo el hecho de que, cuando la Iglesia dejó de ofrecer verdades absolutas y normas inapelables, los fieles, en vez de agradecidos, se sintieron defraudados y fueron a buscar la verdad y la autoridad en otros grupos dispuestos a brindárselas.
INSC: 0355

domingo, 17 de noviembre de 2019

Mauro Fernández Acuña.

Mauro Fernández. León Pacheco.
Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
San José, Costa Rica. 1972.
A finales del año 2018, asistí a una graduación escolar. Iba solamente con la intención de acompañar a mi queridísima ahijada Génesis Giuliana, que había terminado la primaria con excelentes calificaciones pero, al igual que todos los demás familiares de los otros estudiantes, antes de poder felicitarla, me tocó presenciar en silencio una ceremonia que se prolongó por  mucho más tiempo de lo que esperaba.
Además de la entrega de diplomas, hubo numerosos reconocimientos a estudiantes destacados y homenajes a maestros de distintas disciplinas. Los discursos fueron breves, pero uno tras otro. Llegó el momento en que uno aplaudía solamente por cumplir la parte que le correspondía en el montaje. Ya estaba cabeceando, cuando una maestra, al hacer uso de la palabra, citó a Mauro Fernández
No recuerdo exactamente lo que dijo, pero era una de esas máximas de ocasión, algo así como que la escuela es un segundo hogar, o la cuna del saber, el faro de cultura o el nido del civismo. La maestra no se extendió en el asunto, sino que se limitó a repetir las palabras de don Mauro. 
Sentado en mi butaca, me preguntaba de dónde habría sacado la maestra aquella cita. Es más, de dónde sacarían todos los maestros las citas de Mauro Fernández, porque en Costa Rica, en todos los actos escolares, nunca falta alguno, que acabe citando una breve sentencia suya. Me puse a sacar cuentas y noté que la tradición lleva más de un siglo. Mauro Fernández murió en 1905 y todavía a finales del 2018 sus palabras se repiten una y otra vez en todas las escuelas del país. De boca en boca, o más bien de acto cívico en acto cívico, se ha transmitido la idea de que Mauro Fernández es el maestro por excelencia y ha  llegado a ser considerado un prócer de la educación pública costarricenese. Curiosamente, Mauro Fernández nunca fue maestro y la famosa reforma educativa que impulsó no alcanzó grandes logros y, vista a la distancia, tiene aspectos bastante cuestionables.
Segundo hijo, y único varón, de don Aureliano Fernández Ramírez y doña Mercedes Acuña Díez Dobles, Mauro Fernández nació en San José el 19 de diciembre de 1843. En aquella época aún no existían en Costa Rica escuelas propiamente establecidas. Desde los primeros años de la época colonial lo que se acostumbraba era que alguien que supiera, generalmente un cura o un pariente, le enseñara las primeras letras a los niños. Las familias acomodadas tenían un tutor para sus hijos y algunos municipios contrataban a una persona instruida para que recibiera niños pobres y le pagaba una modesta cantidad por cada alumno que lograra aprender a leer y escribir.
Una pariente suya que era maestra, doña Chepita Fernández, empezó a darle clases al pequeño Mauro cuando tenía apenas cuatro años de edad. Como dio muestras de aprender rápido y estar muy interesado en los estudios, al cumplir los siete años empezó a recibir también lecciones en inglés a cargo de Miss Sophie Joy, la institutriz particular de los hijos del Dr. José María Montealegre Fernández. Posteriormente el niño también aprendió a hablar francés.
Tras la muerte de su padre, Mauro Fernández, que era apenas un adolescente, debió hacerse cargo de su madre y de sus dos hermanas, Isolina y María Práxedes. Como lo conocía desde pequeño y sabía que era un muchacho serio y estudioso, el Dr. José María Montelegre, entonces Presidente de la República, nombró al joven Mauro, de apenas dieciséis años de edad, como escribiente en el Ministerio de Gobernación. Muy pronto fue ascendido y le correspondió trabajar directamente a las órdenes de don Julián Volio Llorente, quien fue el gran impulsor de la escuela primaria gratuita, obligatoria y costeada por el Estado.
A pesar de tener un trabajo a tiempo completo, don Mauro continúo estudiando. Entre sus principales mentores cabe destacar al guatemalteco Lorenzo Montúfar y al nicaragüense Máximo Jerez. En 1869 se graduó de abogado en la Universidad de Santo Tomás y, casi de inmediato, viajó a Inglaterra, donde permaneció durante más de un año.
Cuando regresó a Costa Rica, abrió su bufete y se dedicó a diversas actividades profesionales, financieras y comerciales. Fue abogado de Minor Cooper Keith, funcionario de la Corte Suprema de Justicia, diplomático en misión especial a El Salvador, trabajó en la banca y fue miembro de varias juntas directivas de sociedades privadas en instituciones caritativas. Su carrera en el sector público consistió fundamentalmente en la redacción de códigos. Contra lo que comúnmente se cree, Mauro Fernández nunca fue maestro. Su esposa, la británica Ada Le Capellain, con quien contrajo matrimonio en 1874, sí se dedicaba a la enseñanza.
Aunque era lector asiduo de Stuart Mill y Herbert Spencer, don Mauro no escribió ensayos filosóficos ni era colaborador frecuente en la prensa. Don Cleto Gonzalez Víquez decía que "Mauro Fernández no fue un escritor, sino un orador, y más que un orador un propagandista". Se sabe que llegó a publicar tres libros: Los sentidos y el intelectoLa Refutación y Tres semanas en Sevilla. Sin embargo, tal parece que esas obras se perdieron, ya que no se consiguen en ninguna parte.
En 1885, el Presidente Bernardo Soto Alfaro, nombró a don Mauro ministro de Hacienda, Comercio e Instrucción Pública. Por su experiencia previa, don Mauro estaba ampliamente calificado para las carteras de Hacienda y Comercio, pero fueron sus disposiciones como Ministro de Instrucción Pública por las que acabaría siendo recordado. Simultáneamente a su cargo en el poder Ejecutivo, don Mauro era diputado y Presidente del Congreso, lo que le permitía participar en el debate de las leyes que proponía reformar.
Mauro Fernández Acuña.
(1843-1905)
Aunque don Mauro fue el promotor de la famosa reforma educativa realizada durante el gobierno de Bernardo Soto, quien estuvo a cargo de todo el planteamiento y estructuración fue el educador Buenaventura Corrales, a quien pocos recuerdan, porque el mérito siempre se lo lleva el superior jerárquico que es, a fin de cuentas, el responsable del asunto.
Lo que pretendía la reforma era eliminar la formación puramente teórica y clásica que se impartía en la Universidad de Santo Tomás y sustituirla con un impulso a la educación secundaria y la fundación de un instituto de educación técnica y práctica.
La universidad, de hecho, se cerró, pero la educación secundaria no fue reforzada como se había prometido, ni tampoco se estableció ningún centro de formación técnica.  Es decir, la reforma de don Mauro logró destruir lo que quería destruir, pero no logró construir nada nuevo. Se atribuye a don Mauro Fernández ser el fundador del Liceo de Costa Rica y del Colegio Superior de Señoritas. Valdría recordar, sin embargo, que fundar es partir de cero, o casi de cero, y ese no fue el caso en ninguna de esas dos instituciones porque ya funcionaban el Instituto Nacional, donde estudiaban los varones y la Escuela de Niñas, donde estudiaban las mujeres. Cambiarle el nombre a una institución ya existente no significa fundar una nueva. Lejos de promover la educación secundaria, don Mauro intentó, sin éxito, intervenir el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago, así como impedir el establecimiento del Instituto de Alajuela y del Colegio San Agustín, que sería el futuro Liceo de Heredia.
Si tanto quería fortalecer la enseñanza media, de primera entrada resulta difícil comprender su oposición, que llegó a extremos de verdadero boicot, a que los alajuelenses y heredianos contaran con escuela secundaria. La razón por la que actuó como lo hizo, fue que la intención de crear ambos centros de enseñanza surgió de los propios vecinos, quienes estaban dispuestos a instalar, sostener y administrar sus colegios, tal y como Cartago hacía con el suyo. Don Mauro pretendía que todas las instituciones educativas fueran creadas y dirigidas por el gobierno. Su posición era contraria al espíritu y a la letra de la ley impulsada por don Julián Volio Llorente quien, al proponer la educación gratuita, obligatoria y costeada por el Estado, le reservaba la inspección al gobierno, pero dejaba abierta la posibilidad de que la Iglesia, las órdenes religiosas, las municipalidades, los vecinos y hasta personas particulares fundaran escuelas. Si alguien quiere y está en capacidad de enseñar, que enseñe. Si alguien quiere y está en capacidad de aprender, que aprenda. El Estado, según don Julián Volio, no debía monopolizar la enseñanza, sino solamente supervisarla y, lo más importante, financiarla. Don Mauro proponía un proyecto centralista en el que nadie, salvo el Estado, podría establecer ni administrar escuelas.
La batalla que libró don Miguel Obregón Lizano, contra don Mauro Fernández, para fundar el Instituto de Alajuela, puede calificarse de heroica. Fue el propio don Miguel Obregón, además, quien logró que la vasta biblioteca de la Universidad de Santo Tomás, sirviera de base para fundar la Biblioteca Nacional.
Don Mauro se equivocó al pretender fortalecer la educación estatal, limitando la educación privada, autónoma o municipal. Los números no mienten. Cuando don Mauro murió, en 1905, además de las instituciones religiosas y privadas, como el Colegio Seminario, el Salesiano y el de Sión, funcionaban en Costa Rica solamente cinco colegios públicos: el Colegio San Luis Gonzaga, el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas, el Instituto de Alajuela y el Liceo de Heredia. En 1948, cuando don Pepe llega a la Presidencia de la Junta Fundadora de la Segunda República, funcionaban los mismos cinco colegios públicos. No se fundó un solo centro de enseñanza secundaria en casi medio siglo. Si las municipalidades, los vecinos o los particulares de Liberia, Puntarenas, Limón, Turrialba, San Ramón o cualquier otra comunidad alejada del valle central hubieran querido establecer un colegio, la ley se los habría impedido. Lo irónico es que el Estado, que no estaba en capacidad de hacerse cargo de la fundación de nuevos colegios, consideraba las iniciativas particulares o comunitarias como competencia, cuando en realidad eran complemento.
No hay que olvidar que, en todo caso, los colegios graduaban bachilleres pero en Costa Rica la universidad se había cerrado. Algunos autores han especulado que el cierre de la Universidad de Santo Tomás se debió a una motivación anticlerical ya que, por solicitud del Presidente Juan Rafael Mora, el Papa Pío IX le había otorgado el título de Universidad Ponticia, lo cual le daba gran autoridad de supervisión al obispo diocesano. Sin embargo, ni Mons. Anselmo Llorente ni Mons. Bernardo Augusto Thiel se molestaron en supervisar la universidad que, pese a su título pontificio, era más bien un centro en que imperaban las ideas ilustradas y liberales. El asunto iba más bien por otro lado. La Universidad de Santo Tomás era autónoma, en el sentido de que tenía recursos propios para su mantenimiento y no dependía del Estado. Al cerrarla, el Estado logró adueñarse de todos los activos de la Universidad. Por otra parte, los programas de estudios en la Universidad de Santo Tomás eran teóricos y clásicos. Se enseñaba Filosofía, Derecho Romano, matemáticas puras y lenguas muertas y, en opinión de don Mauro "una universidad en que se cultiva la ciencia pura y abstracta no tiene razón de ser en Costa Rica."
Al cerrarse la universidad, solamente quedaron funcionando las escuelas de Derecho y de Farmacia. El gobierno disponía de presupuesto para enviar a costarricenses a estudiar al exterior pero mientras don Mauro fue ministro, hasta las becas estuvieron restringidas. Si había recursos suficientes para enviar a estudiar afuera a once personas, don Mauro aprobaba solamente siete becas. En su libro de memorias Al través de mi vida, don Carlos Gagini cuenta que en repetidas ocasiones le rogó a don Mauro que le concediera una beca para ir a estudiar lingüística y filología a Europa, pero que la beca nunca le fue concedida y Gagini no tuvo más remedio que formarse solo de manera autodidacta. Pese a no haber contado con estudios formales, las abundantes y cuidadosas investigaciones de Gagini son verdaderamente apreciables. Tal vez, de haber tenido la oportunidad de estudiar en una universidad especializada, sus trabajos habrían sido más científicos y menos empíricos, pero definitivamente don Mauro, quien no le encontraba razón de ser al conocimiento puro, jamás habría aprobado una beca en carreras tan poco prácticas como la lingüística y la filología.
Su promesa de educación técnica y de ciencia práctica tampoco se cumplió. Como ya se dijo, en Costa Rica solamente se podía estudiar Derecho o Farmacia. Los médicos, ingenieros y arquitectos estudiaban en el exterior, ya sea becados por el Estado o patrocinados por su familia. Irónicamente, en un país eminente agrícola, como era Costa Rica, la Escuela de Agronomía se estableció en 1926, más de dos décadas después de la muerte de don Mauro.
En 1889, cuando cayó el gobierno de Bernardo Soto, don Mauro realizó un largo viaje a Europa y, cuando regresó al país, se dedicó a su bufete de abogado y a la actividad bancaria. Aunque nunca más volvió a involucrarse en temas relacionados a la enseñanza y su reforma educativa no cumplió con lo prometido, fue precisamente en la época de su retiro que se le empezó a venerar como el gran impulsor de la educación costarricense, al punto que en 1902, mientras era diputado por última vez, se dispuso que su retrato fuera colocado en todas las escuelas y en todas las Juntas de Educación del país.
Don Mauro Fernández Acuña murió el 16 de julio de 1905. Su esposa, Ada Le Capellain, murió cinco años después. Como se sabe, su hija, María Fernández Le Capellain, era la esposa de Federico Tinoco Granados y, cuando Tinoco era presidente, se inauguró un monumento a don Mauro Fernández en el Parque Morazán. El busto de bronce, obra del escultor Juan Ramón Bonilla, acabó en el suelo derribado por los mismos manifestantes que le prendieron fuego al diario La Información en 1919. Naturalmente, este acto de vandalismo no iba dirigido contra la memoria de don Mauro en lo personal, sino solamente en su calidad de suegro de Federico Tinoco. El monumento fue puesto de nuevo en su sitio, donde aún se encuentra, en el sector sureste del parque, entre la estatua de Simón Bolívar y el Templo de la Música.
León Pacheco.
(1898-1980)
Considerando el hecho de que Mauro Fernández es un personaje interesante y una figura destacada y muy recordada de la historia de Costa Rica, resulta extraño que no se haya escrito aún una amplia biografía suya. En 1972, el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes publicó un pequeño ensayo sobre su vida y obra, escrito por León Pacheco, quien era gran admirador de don Mauro. Aunque el texto está compuesto en tono reverencial y, más que un estudio biográfico, es un homenaje, Pacheco, consciente de que cerrar la universidad fue un error y que la famosa reforma educativa no dio los frutos esperados, en vez de cantar un elogio a la obra de don Mauro, plantea argumentos en su defensa. En su exposición, intenta justificar, de manera no muy convincente por cierto, el hecho de que don Mauro haya dejado a Costa Rica sin universidad durante cincuenta años..
Aunque la adquisición de una cultura general es una tarea profundamente personal y la educación de los niños es, ante todo, derecho, deber y responsabilidad de los padres, don León Pacheco hace malabarismos retóricos para defender la posición de don Mauro de que la educación es función exclusiva del Estado. Las figuras históricas son recordadas por lo que destruyeron y por lo que construyeron, por lo que hicieron o por lo que dejaron de hacer, pero León Pacheco propone que la obra de don Mauro Fernández debe ser valorada por sus intenciones más que por sus logros.
El libro incluye al final una pequeña antología de textos de don Mauro en la que solamente hay reportes burocráticos y administrativos ya que, como los tres libros que publicó no se encuentran en ninguna parte, sus documentos oficiales como ministro es lo único que se conserva de su obra escrita.
Resulta entonces un verdadero misterio el hecho de que todos los maestros de Costa Rica, desde hace más de un siglo, tengan siempre a mano una frase bonita de Mauro Fernández para citarla al hacer uso de la palabra en los actos cívicos.
INSC: 1745
Ultíma foto de don Mauro Fernández Acuña, tomada en 1904.

sábado, 16 de noviembre de 2019

La Costa Rica del año 2000.

La Costa Rica del año 2000.
Oscar Arias Sánchez. Compilador
Ministerio de Cultura Juventud y Deportes.
San José, Costa Rica. 1977.
Siempre es arriesgado hablar del futuro. De hecho, si hay un oficio en que el fracaso es casi seguro, es el de profeta o adivino. Por más serias que intenten ser las predicciones, la información con que contamos hoy no es suficiente para pronosticar cómo serán las cosas dentro de un par de años. En el futuro siempre ocurre lo inesperado. 
Sin embargo, aunque la experiencia haya dejado claro que el futuro es impredecible, siempre resulta atractivo preverlo o imaginarlo.
En 1976, durante el gobierno de Daniel Oduber Quirós, el entonces ministro de Planificación, Dr. Oscar Arias Sánchez, organizó un simposio para debatir sobre la Costa Rica del año 2000.
Durante varios días los panelistas invitados, que incluyeron una amplia muestra de intelectuales, políticos, académicos y formadores de opinión, celebraron en el Teatro Nacional varias mesas redondas sobre una amplia variedad de temas, que iban desde la economía y la educación, hasta la familia y los recursos naturales. Al año siguiente, 1977, todas las intervenciones fueron publicadas en el libro La Costa Rica del año 2000, editado por el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes. 
Quien, bastantes años después del 2000, lea ese libro escrito y publicado bastantes años antes del 2000, acabará notando que muy poco de su contenido tiene relación con la realidad que conoce. Al repasar sus páginas, ya amarillentas, se escuchan voces lejanas, provenientes de una Costa Rica del pasado que ya no existe, hablando de una Costa Rica fruto de su imaginación que creían ver aproximarse pero nunca se concretó.
Uno de los panelistas invitados, el Dr. Roberto Murillo, sabiamente intuyó que los costarricenses del futuro posiblemente reaccionarían con una sonrisa burlona al repasar los discursos del simposio.
Si se sacan cuentas solamente con el calendario, el año 1976 estaba bastante cerca del 2000, pero las circunstancias cambiaron por completo en ese breve lapso de veinticuatro años. En 1976, aunque ya existían numerosas industrias, la economía del país seguía siendo principalmente agrícola. La naciente clase media, con nuevos hábitos de consumo, estaba concentrada exclusivamente en la Meseta Central. El turismo no era una actividad significativa, al punto que ni siguiera fue incluida en el Simposio. El estatismo imperaba al punto que don Eduardo Lizano hizo notar que de cada seis costarricenses que trabajaban, uno lo hacía para el Estado. El crédito estaba en manos de los políticos ya que, como señaló don Mario Echandi, la banca no se nacionalizó, sino que se "gobernizó".
Ninguno de los panelistas de entonces pudo haber supuesto que para el año 2010, por ejemplo, el sector de servicios en Costa Rica moviera más dinero que la agricultura, la industria y el turismo.
En algunas disertaciones, se entra en el interesante, pero con frecuencia estéril, debate teórico. Don Alberto de Mare hizo notar que sobre ciertas aspiraciones existe un consenso unánime cuando se plantean a nivel abstracto, pero que esas mismas aspiraciones generan grandes desacuerdos cuando se discute cómo implementarlas a nivel práctico. 
En su participación, una de las más brillantes por cierto, don José Figueres Ferrer, con su característica combinación de sabiduría y sencillez, deja claro que no se pueden hacer previsiones sobre cómo será la Costa Rica del futuro ya que los pronósticos que se hagan (él utiliza la palabra "profecías") no dependen solamente de factores internos, de manera que aventurarse a profetizar el futuro de un país, sin saber lo que va a pasar en el resto del mundo es ilusorio. Sobre el futuro, todo lo que se diga no serán más que deseos, temores o esperanzas. Manifestó entonces sus tres deseos. Dijo que quería que, en el futuro, Costa Rica fuera apegada a la ley en lo político, socialista en lo económico y cristiana en lo ético.
Otros panelistas intentaron presentar como análisis lo que era simple y llanamente sus opiniones personales. Don Manuel Mora Valverde, por ejemplo, manifestaba su deseo de que Costa Rica tomara rumbo a la izquierda aunque, de manera realista, dejaba claro que no creía posible que su aspiración pudiera concretarse para el año 2000, al tiempo que manifestaba su temor de que las dictaduras militares se extendieran por todo el continente. Jamás se habría imaginado don Manuel que ni las dictaduras militares ni la Unión Soviética llegarían al año 2000.
Tenía razón don Pepe. Todo lo que se diga del futuro no será más que la expresión de los deseos y temores de quienes lo imaginan.
Más que perspectivas o propuestas, en la lectura de las ponencias del simposio La Costa Rica del año 2000 lo que se encuentra son solamente especulaciones de verdaderamente poco interés. Un breve discurso, sin embargo, sorprende por su contundencia, claridad de conceptos y hasta por su frescura y actualidad a pesar de los muchos años transcurridos desde que se pronunció. Al hacer uso de la palabra, el Sr. Richard Beck, fundador de Atlas Eléctrica y uno de los empresarios más influyentes del país, acabó siendo el único, en todo el simposio, que en vez de irse por las nubes, habló con los pies bien puestos en la tierra.
Señaló que el problema principal de Costa Rica no es de recursos, ni de instituciones, ni de programas sino, de actitud. Existe una tendencia generalizada de quejarse de los problemas sin proponer soluciones ni estar dispuesto a ser parte de ellas. Algo así como decir que el problema me afecta a mí, pero espero que la solución la propongan y la realicen otros. Tanto en los individuos, como en las comunidades y los diversos sectores sociales, existe una gran dependencia de las acciones del Estado. Señala como responsables a los políticos, a quienes insta a ser más responsables y dejar de ofrecer el espejismo de una vida gratuita o subsidiada. Abrumados por las falsas expectativas que ellos mismos han creado, los gobernantes improvisan programas que al solucionar un pequeño problema del presente acaban generando problemas mayores en el futuro. Da ejemplos de cómo los problemas más serios en una época, son fruto de las supuestas soluciones de la época anterior. Sin darle muchas vueltas al asunto, declara que la mejor forma de distribuir la riqueza y reducir la pobreza es el trabajo intenso y constante sin esperar auxilio de otros porque, digan lo que digan los teóricos, no hay sustituto para el esfuerzo propio. Si cada uno asume la responsabilidad propia, es posible salir de cualquier crisis política o económica, pero si se mantiene una actitud de dependencia, existe el riesgo de caer en una crisis moral que resultaría muy difícil de superar.
Más que un vaticinio, un deseo o un temor, don Richard Beck lo que hizo fue un diagnóstico que sonó entonces, y sigue sonando ahora, como una campanada de alerta. En este libro de setecientas páginas, solamente la breve intervención del Sr. Beck, son las únicas que tienen algo que decir a un lector de hoy, o de mañana. 
Los políticos, intelectuales y pensadores, al especular sobre el futuro, dieron rienda suelta a la fantasía. Pero el emprendedor y hombre de acción, fue el único que, ante el futuro, propuso cómo prepararse para afrontarlo.
INSC: 2623
Inauguración del Simposio La Costa Rica del Año 2000. El último a la derecha
es el Sr. Richard Beck Hemicke. (Foto tomada de https://oscararias.cr/sitioweb/)

sábado, 9 de noviembre de 2019

El diario de mamá. Novela de Alfonso Ussía.

El diario de mamá. Alfonso Ussía. Planeta.
España. 2009.
Cuando la madre del marqués de Sotoancho murió, le dejó a su hijo mucho dinero y un poco de tranquilidad. La relación que mantuvieron entre ellos nunca fue buena y, a decir verdad, el marqués llegó a considerar el fallecimiento de su progenitora como un verdadero alivio.
Sin embargo, la madre acabaría incomodando a su hijo incluso después de muerta. Registrando sus pertenencias, el marqués encontró un diario del que él mismo era protagonista principal. El hecho de que su madre no lo quisiera no era, en todo caso, una noticia nueva para él. Los desprecios, ofensas y maltratos que le había dirigido constantemente a lo largo de toda su vida se lo habían dejado claro. Lo que llegó a sorprenderlo fue descubrir que su madre lo aborrecía casi desde el instante mismo en que había nacido. En el diario descubrió que a ella le daba asco amamantarlo y que, al referirse a él, lo llamaba simplemente "la cosa."
Por el diario, supo también que recién nacido, el día que recibió el sacramento del Bautismo, se cayó de los brazos de una ama que lo sostenía y se dio un gran golpe de cabeza contra el suelo. Su madre creyó que a raíz del accidente, "la cosa" seguramente quedaría idiota para toda su vida y así lo consignó en su diario.
Es fácil imaginar el drama al que se enfrentó el pobre marqués. Leer el diario sin lugar a dudas le resultará doloroso y, posiblemente, en algún momento, tras leer apenas un par de páginas, debió haber pensado en destruirlo. Sin embargo, como la curiosidad es poderosa y, aunque le duela cada línea que lea, es posible que no pueda resistir la tentación de revisarlo de cuando en cuando hasta terminarlo. "Sus páginas rezuman tanta maldad que no pueden leerse de un tirón."
Encontré El diario de mamá en una librería, que más parecía tienda de regalos, ubicada en un centro comercial. Nunca había escuchado hablar de esa novela ni de su autor, Alfonso Ussía. El libro estaba envuelto en plástico transparente, por lo que no tuve oportunidad de picotear un poco en su interior. Sin embargo, el texto de la parte de atrás me hizo decidirme, no solamente a comprar un ejemplar para mí, sino incluso a adquirir otro para regalárselo a un amigo que, por alguna razón, siempre reacciona con risa ante las historias trágicas.
Es conocido el viejo refrán de que no hay que comprar un libro por la portada. Con El diario de mamá aprendí que tampoco es buena idea comprarlo por la contraportada.
Me preguntaba, al romper el plástico que lo envolvía, cómo sería la novela. No sabía qué esperar, pero el argumento era prometedor. Un hombre viejo que conoce lo que pensaba su madre acerca de él desde que era niño. Tal vez ella sufría de depresión post parto y sus crueles anotaciones iniciales eran solo el reflejo de su estado de ánimo en aquel momento. Tal vez, conforme el niño iba creciendo, sus sentimientos cambiarían. O, tal vez, aunque ella empezó odiándolo sin motivo aparente, poco a poco el hijo, quizá sin darse cuenta, con sus palabras y acciones acabaría dándole a su madre motivos para reafirmar su animadversión hacia él. Sin haber leído ni siquiera la primera página, estaba seguro que el libro, en algún momento, me daría una sorpresa. En algún momento, suponía, se revelaría la causa de tanto odio y el marqués podría finalmente comprender la actitud hostil de su madre ya muerta. También, por supuesto, me interesaba saber cuál sería la reacción final del marqués al terminar de leer el diario. La lectura podría cicatrizar heridas o abrir otras nuevas.
La gran sorpresa que me llevé, al leer el libro, fue que el autor, pese a haber ideado un argumento tan atractivo, complejo y rico en posibilidades, simplemente se olvidó de él. El descubrimiento del diario y la lectura del diario, se toca solamente en las páginas iniciales. Luego se vienen en cascada una serie de acontecimientos inconexos sobre situaciones en buena medida absurdas. La novela acabó volviéndose convirtiéndose en una historieta llena de chistes sacados de la manga. Resistí la tentación de abandonarla porque guardaba la esperanza de que todo aquello no fuera más que un largo y, tal vez necesario rodeo para regresar al diario. Pero no. El diario nunca se vuelve a mencionar y otras cosas, un viaje, una boda, ciertos compromisos sociales, pasan a primer plano. 
No comprendía por qué un escritor es capaz de plantear una buena historia para luego no escribirla.
Alfonso Ussía.
Luego averigüé que Alfonso Ussía es un periodista madrileño que escribe sin parar desde su juventud. Ha sido columnista de numerosos periódicos españoles, colabora con gran cantidad de revistas y es, además, comentarista de radio y televisión. Por si todo esto fuera poco, desde 1979 ha venido publicando prácticamente un libro al año.
También me enteré que El diario de mamá, primer libro suyo que cayó en mis manos, era la décima novela, de una larga serie que en total suma catorce libros, sobre las andanzas del Marqués de Sotoancho.  La primera, La Albariza de los Juncos, fue publicada en 1979 y la última, o al menos la más reciente, titulada El rapto de la novicia, los cañones de los Pujol y Monsieur Pipet de Lagarde, apareció en 2018. 
No sería justo emitir un juicio sobre una colección de catorce libros cuando solamente se ha leído uno de ellos, pero El diario de mamá, pese a lo llamativo que me pareció de primera entrada su argumento, no es más que un libro que pretende ser chistoso sin lograrlo. Es una obra de puro entretenimiento, que resultaría apropiada en la mesita de centro de una sala de espera, pero de la que no se puede esperar más que un chistecillos y salidas de tono que se olvidan de inmediato. Sospecho, porque no me consta, que la poco más de la docena de libros que Ussía ha dedicado al marqués de Sotoancho deben de ser de similar tono y contenido. Me quedaré con la duda de averiguar si mi sospecha es acertada o no, ya que, tras mi primer encuentro con el marqués, he perdido todo interés por seguir sus aventuras.
No tengo nada contra el humorismo puro. Si un autor escribe por puro afán de divertir, habrá lectores que disfruten sus libros sin más pretensión que divertirse. Lo que me duele, de hecho, no es tanto que yo, como lector, me haya tragado el anzuelo del marketing,  sino que Alfonso Ussía, como escritor, tuvo una idea que pudo haberse convertido en una novela interesante y la desaprovechó.
INSC: 2622 
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