jueves, 16 de enero de 2020

Pancha Carrasco, heroína real y legendaria.

Francisca Carrasco.
Carlos Manuel Zamora Hernández.
Dirección de Mujer y Familia. Ministerio de
Cultura, Juventud y Deportes. Costa Rica, 1985.
En la carta que, el 21 de julio de 1884, dirigió al Congreso para solicitar una pensión que aliviara la pobreza en que vivía, Francisca Carrasco afirmó que ella había sido la única mujer que formó parte del ejército, que sirvió como asistenta del General en Jefe y de su Estado Mayor, que en diversas batallas contra los filibusteros de William Walker, incluyendo la Batalla de Rivas el 11 de abril de 1856, participó también como soldado y que tuvo la fortuna de señalarse entre las más valientes y denodadas patriotas.
No entra en detalles sobre sus acciones militares porque eso sería, además de "inmodesto", innecesario, porque su aporte, dice, es bien conocido por todos los que lucharon en aquella gesta histórica. 
Se dice que las labores asignadas a Francisca Carrasco, o Pancha Carrasco como acabó siendo conocida por la posteridad, eran lavar y coser la ropa de los soldados, así como cocinar y servirles los alimentos, pero que, una vez frente al enemigo, también tomó el fusil y entró en combate. Algunos autores, Luis Ferrero entre ellos, llegaron a publicar que, por su letra grande, clara y redonda, fue secretaria de don Juan Rafael Mora Porras. También hay quienes le atribuyen tareas de enfermera o de mensajera. No faltan tampoco quienes sostienen que el famoso cañoncito que los filibusteros le quitaron a los ticos en la Batalla de Rivas fue recuperado por Pancha.
Con el correr de los años, la figura de Pancha Carrasco ha acabado siendo protagónica en todos los episodios de la Campaña Nacional de 1856, pero muchas de las afirmaciones que circulan sobre ella son poco comprobables o abiertamente falsas. 
Es normal que esto ocurra, porque todos los héroes históricos están construidos con una mezcla de realidad y leyenda en que resulta a veces muy difícil separar lo que en verdad hicieron y lo que les inventaron luego. De primera entrada, en el caso de Pancha Carrasco, resulta un tanto extraño que haya sido la única mujer que acompañara a las tropas de 1856. Ciertamente su nombre es el único que se conoce, pero podría suponerse que debieron de haber otras. Una sola cocinera y lavandera no podría atender a un ejército de más de dos mil soldados. Se sabe que los boyeros que trasladaban el café en carreta, desde el valle central hasta Puntarenas, iban acompañados por sus esposas e hijas para que cocinaran. Sin embargo, si algún historiador quisiera investigar la participación de otras mujeres en el ejército costarricense de 1856, probablemente se encontraría un gran vacío de información. Los reportes describen las acciones de los oficiales de alto rango, pero casi nunca se refieren a los actos individuales de los miembros de la tropa. Si no mencionaban a los soldados, mucho menos a las cocineras y lavanderas.
Francisca "Pancha" Carrasco.
1816-1890
En 1985, la Dirección General de Mujer y Familia del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, publicó el libro Francisca Carrasco, del historiador Carlos Manuel Zamora Hernández. Aunque es una obra muy breve, de poco más de treinta páginas, tiene el mérito de separar adecuadamente lo que consta en documentos de lo que es leyenda popular. El estudio tiene algunos errores. Da a entender que Walker fue enviado por Estados Unidos, cuando en realidad fue llamado a Nicaragua por el contrato que firmó su amigo Byron Cole con Francisco Castellón. Dice que Pancha Carrasco fue a la guerra para acompañar a su marido, Gil Zúñiga, que era soldado, pero en ese tiempo Francisca todavía estaba casada con Espíritu Santo Espinoza quien, por cierto, murió en la Batalla de Rivas. 
Pero haciendo a un lado estos y otros pequeños detalles, lo verdaderamente importante en el trabajo de Carlos Manuel Zamora Hernández, es que recopila la leyenda pero también la cuestiona.
Pancha Carrasco nació en Cartago, hija de José Francisco Carrasco Méndez y María de la Trinidad Jiménez Rodríguez. El acta de matrimonio de sus padres, celebrado en marzo de 1815, se conserva, así como también el registro de bautismo de tres hijos de la pareja: Petronila de Jesús (1817), Andrea de Jesús (1818) y Pablo de Jesús (1824). Sin embargo, no se han encontrado registros sobre el bautismo de Francisca que, se supone, era la mayor y debió de haber nacido en 1816.
En sus Crónicas de Antaño, don Ricardo Fernández Guardia cuenta que el 10 de setiembre de 1842, mientras Francisco Morazán montaba a caballo por el centro de San José, fue insultado por un pequeño grupo de mujeres y una de ellas le lanzó una pedrada que le dio en la cara. Morazán no le dio importancia al hecho y se refugió en el cuartel. A la mañana siguiente lo que recibió no fueron piedras sino balas de los hombres liderados por Tata Pinto, que acabaron fusilándolo cuatro días después. Aunque Fernández Guardia no menciona nombres, escritores posteriores han llegado a afirmar que Pancha Carrasco era la lideresa de aquel grupo de mujeres y no faltará alguno que diga que ella en persona fue quien arrojó la piedra.
Cuando don Juanito Mora llama a la movilización de tropas para ir a luchar a Nicaragua, Pancha ya era una mujer de cuarenta años de edad que se había casado, había tenido dos hijas de las cuales una murió pequeña, había enviudado y se había vuelto a casar. Su primer marido, Juan Manuel Solano Montoya, era el padre de sus hijas. Su segundo marido, Espíritu Santo Espinoza Ríos, como ya se dijo, murió en la Batalla de Rivas el 11 de abril de 1856. Cuando se desató la peste del cólera, las tropas regresaron a la capital y, el 30 de mayo de 1856, Pancha contrajo matrimonio con Gil Zúñiga Solano, quien también luchó en Rivas. La madre de Pancha murió en 1856, pero no se conoce la causa ni la fecha, así que no se podría afirmar que haya sido víctima de la epidemia.
No hay documentos en que conste la participación de Pancha Carrasco en acciones bélicas. Sobre el episodio del cañón recuperado, así como sobre la gesta de Juan Santamaría, existen distintas versiones. Aunque en Costa Rica se conmemora la Batalla de Rivas como un triunfo sobre los filibusteros, el enfrentamiento dejó en las tropas costarricenses centenares de muertos y heridos. Se dice que el día siguiente a la batalla, mientras los soldados enterraban a sus compañeros caídos, Pancha le servía de enfermera al Dr.Carl Hoffman que debió realizar numerosas curaciones, cirugías y hasta amputaciones. Sin embargo, hay que repetirlo, no hay documentos en que consten estas acciones de Francisca.
Lo que sí quedó ampliamente documentado en los archivos fue una serie de expedientes judiciales, posteriores a la guerra, sobre diversas querellas que Pancha planteó en los Tribunales. Tal parece que su vida familiar fue mucho más que complicada. Denunció a una vecina, primero, y a una hija de su tercer marido, después, por haberla insultado en vía pública. A su marido Gil Zúñiga Solano, lo acusó por agresión. "Me ha querido matar a golpes y no me da lo suficiente para vivir." Como su marido mantenía una relación extraconyugal con una vecina llamada Fulgencia Palma, a él le abrió una demanda de divorcio y a "la otra" la acusó de adulterio. Los cargos contra su marido agresor e infiel fueron retirados y, tras la muerte de Pancha, Gil Zúñiga Solano se apropió de los pocos bienes de su esposa fallecida, razón por la cual, María Manuela Solano Carrasco, la hija de Pancha, planteó una demanda en su contra.
Lo verdaderamente revelador de todos estos expedientes, es que Pancha los presentó verbalmente y al pie de los documentos se dejó anotado que ella no sabía firmar. En aquellos tiempos, algunas personas que no sabían leer y escribir, al menos eran capaces de trazar una firma, pero Pancha ni siquiera podía hacer eso, ya que era completamente analfabeta. Al toparse con tal descubrimiento, Carlos Manuel Zamora, el autor del libro, fue a entrevistar a Luis Ferrero Acosta, quien en una serie de artículos había afirmado que Pancha había sido secretaria de don Juanito. Don Luis manifestó desconocer esos expedientes judiciales y afirmó que en el Museo Histórico Juan Santamaría estuvieron expuestas al público cartas escritas por Pancha Carrasco. Esas cartas, naturalmente, desaparecieron en cuanto se supo que Pancha no sabía leer ni escribir.
La carta que envió al Congreso, solicitando una pensión, en que recordaba sus méritos y se declaraba pobre y vieja, fue firmada por Gil Zúñiga, su marido.
La respuesta tardó en llegar. Pancha planteó su solicitud el 21 de julio de 1884 y no fue sino hasta el 8 de setiembre de 1886, más de dos años después, que el presidente Bernardo Soto Alfaro dispuso concederle una pensión de quince pesos mensuales por haber servido "en calidad de cantinera" en el ejército costarricense. Vale aclarar que, aunque popularmente se le llama cantina a un establecimiento que vende licores, en el lenguaje militar se le llama cantina al comedor.  Es decir, Francisca trabajaba cocinando y sirviendo alimentos a los soldados.
Cuando Pancha Carrasco murió, el 31 de diciembre de 1890, a los 74 años de edad, el gobierno de José Joaquín Rodríguez Zeledón decretó duelo nacional y dispuso que sus funerales fueran oficiales y con honores militares.
El libro de Carlos Manuel Zamora Hernández fue publicado en 1985 y menciona una iniciativa que, ese mismo año, presentó la diputada Matilde Marín de Soto, para que Pancha Carrasco fuera declarada Heroína Nacional. La propuesta, como la solicitud de pensión, se demoró bastante. En 1994, Pancha Carrasco fue declarada "Defensora de las Libertades Patrias"  y en 2012 "Heroína Nacional",
El reconocido genealogista Mauricio Meléndez Obando publicó en 2006 un valioso estudio sobre Pancha Carrasco, en que se refiere ampliamente a los mitos que se han creado en torno a su figura.
Bien mirado, a Pancha Carrasco no hay que inventarle episodios grandiosos para considerar que su vida fue heroica. Por lo que sabemos, ella era una mujer modesta, analfabeta y de orígenes humildes, que debió afrontar, durante toda su vida, circunstancias muy difíciles. Sufrió la muerte de su hija mayor así como la de su primer y segundo marido. Para mantenerse, debió estirar el poco dinero que ganaba como cocinera o lavandera. Estuvo en la guerra y le tocó ver caer muertos a sus compañeros de travesía y a su propio esposo. Regresó a la patria viuda y, al final de su vida, debió soportar la pobreza, la infidelidad, los maltratos y la violencia en su propia casa. La Patria reconoció sus servicios con una pensión mensual de quince pesos. Cincuenta céntimos diarios en un tiempo en que la cajuela de frijoles costaba un peso y las maestras de escuela, que recibían sueldos muy bajos, ganaban cincuenta pesos al mes.
Más que una mujer guerrera, fue una mujer sufrida y, como ella, en la guerra de 1856 y en toda la historia de Costa Rica, debieron de haber habido muchas otras. Si la medalla que llevó en su pecho, el recuerdo de su nombre, la pensión de quince pesos, los funerales con honores militares y la declaratoria de Heroína Nacional, sirven de alguna forma para que tengamos presente en nuestra memoria a otras mujeres con vidas tan heroicas como la suya, su figura, sin necesidad de agregarle nada legendario o mitológico, es de gran importancia en la actualidad y lo será también en el futuro.
INSC: 2225 

viernes, 10 de enero de 2020

Perfiles al aire. Semblanzas de Luis Ferrero.

Perfiles al aire. Luis Ferrero.
Museo Histórico Juan Santamaría.
Costa Rica. 1986.
Don Luis Ferrero nació en Orotina pero estaba muy pequeño cuando su familia se trasladó a San José. Recuerda que la Niña Claudia Brenes Montero, su maestra de la Escuela Porfirio Brenes, solía traer invitados para que les hablaran a los niños.
A su aula llegaron de visita Carmen Lyra, Rogelio Sotela, Roberto Brenes Mesén, Anastasio Alfaro y Luis Dobles Segreda entre otros. Los alumnos, que acababan de aprender a escribir y todavía leían con dificultad, escuchaban atentos las palabras de aquellas personas mayores que habían escrito los libros que su maestra les leía en clase.
Cuando cursaba el tercer grado, el pequeño Luis Ferrero quedó particularmente impresionado con la figura y personalidad de un hombre bajito y medio calvo que hablaba y caminaba muy lentamente. Era don Joaquín García Monge, de quien, pocos años después, acabaría convirtiéndose en colaborador cercano.
Niño inquieto y curioso, lector voraz desde pequeño, cuando Luis Ferrero se interesaba en algún libro, se ponía a vender melcochas y cajetas hasta reunir el dinero para comprarlo. La revista Repertorio Americano, que publicaba don Joaquín,  la leía completa apenas empezaba a circular.
Poco después de terminar la primaria, con apenas doce años de edad, se presentó en la oficina de don Joaquín con la intención de ayudarle en lo que le hiciera falta. Don Joaquín lo puso a amarrar paquetes de revistas, a ordenar un poco su archivo y a mecanografiar su correspondencia, seguramente creyendo que el entusiasmo del chiquillo pasaría pronto y en cualquier momento dejaría de llegar por allí. Pero Luis Ferrero, que llegó a su oficina un día de 1942, estuvo al lado de su maestro y mentor hasta el día de su muerte, en 1958. La última carta que escribió don Joaquín, en su lecho de muerte, iba dirigida a "Ferrerito". Le decía  que ya estaba en las últimas y le encargaba que apresurara la nueva edición que estaba preparando de su novela El Moto, aunque sabía que él difícilmente la iba a llegar a ver impresa.
La historia de esta entrañable amistad, así como el texto de la carta, aparecen en el libro Perfiles al aire, escrito por Luis Ferrero y publicado en 1986 por el Museo Histórico Juan Santamaría.
Durante los dieciséis años que Luis Ferrero colaboró con el Repertorio Americano, tuvo oportunidad de conocer y tratar de cerca a todos los intelectuales, escritores, poetas y artistas de Costa Rica que publicaban en la revista. El trato era amistoso y llano porque, según afirma, don Joaquín, con su hablar pausado, su actitud serena y sus movimientos lentos, era un maestro de humildad. Comprensivo con todos, pero exigente consigo mismo, don Joaquían creía que cada uno viene a este mundo a hacer algo que valga la pena y se angustiaba cuando creía no ser capaz de lograr lo que se hubiera propuesto. Aunque su revista circulaba en España y todos los países de América Latina, era un hombre sencillo que iba caminando a dejar los paquetes de su publicación al correo. Mantenía correspondencia con renombrados escritores y artistas de muchísimos países, pero era un hombre de hábitos modestos que vivía modestamente en su casita de adobe en Desamparados. El gran riesgo de los intelectuales, escritores y artistas, decía, era volverse narcisistas y acabar integrando grupos cerrados, como si fueran una casta elevada que despreciara que despreciara al pueblo. Si algo así llegara a suceder, el pueblo, para corresponder, no los despreciaría sino que, simplemente, acabaría ignorándolos como si no existieran.
Los intelectuales y escritores de la época, a los que precisamente los críticos literarios posteriores han llegado a llamar "la generación del Repertorio", eran personas tan humildes y sencillas como el propio don Joaquín, que hacían lo que hacían con el propósito de que valiera la pena, pero no se creían dioses del Parnaso y estaban siempre dispuestos a compartir interminables tertulias con jóvenes curiosos e inquietos, como el propio Ferrerito.
En Perfiles al aire, Luis Ferrero evoca la memoria de otros diez personajes a los que tuvo la oportunidad de tratar de cerca. Siendo muy joven, solía ir a visitar al historiador Ricardo Fernández Guardia, quien ya era un señor de edad avanzada. También dedica un capítulo a otro historiador a quien conoció ya mayor, don Francisco María Núñez, quien tuvo la mala suerte de que todos los ejemplares de su primer libro, Tierra Nativa, se hubieran perdido, el mismo día que estaban listos para ser retirados, por un incendio que destruyó la imprenta donde los hicieron.
Se ocupa de figuras conocidas, como León Pacheco y Carlos Salazar Herrera, pero también se refiere con amplitud a escritores no tan conocidos como Reinaldo Soto Esquivel, autor de Mi Pajarera, un libro que, en su momento fue muy popular entre niños de escuela primaria, el maestro normalista José de Jesús Sánchez Sánchez, así como a su pariente Eulogio Porras Ramírez, que publicaba con el pseudónimo de Aníbal Reni
Permanente interesado en la difusión cultural, don Luis dedica un apartado también a la periodista Norma Loaiza de Chacón, quien fue directora del suplemento Ancora del periódico La Nación, que había fundado poco antes Carlos Morales.  Don Luis, con auténtica satisfacción, cuenta que colaboró estrechamente con Norma Loaiza para hacer de Ancora un suplemento con rico y amplio contenido.
Muy simpática resulta la nota que dedica a Arturo Echeverría Loría.  Se conocieron en la galería de arte que regentaba Arturo y a la que el joven Luis, de apenas quince años, entró, obviamente, en calidad de curioso y no de cliente. Arturo, destacado crítico de arte, lo hizo apreciar las pinturas de Max Jiménez y, cuando ya iba, le informó que Max era también poeta y le regaló todos los libros que había publicado. Arturo Echeverría era un Quijote que, aunque no era rico, con todo gusto entregaba generosamente su energía, su tiempo y su escaso dinero, en proyectos literarios que se sabía de antemano que no recompensarían lo invertido en ellos. Tuvo una editorial en la que publicó obras muy selectas y cuando fundó la revista Brecha, tuvo a Luis Ferrero como colaborador permanente desde el primer número. Don Luis, muchos años después, siguió sus pasos y fundó la Editorial Don Quijote, con similares resultados a los que obtuvo Arturo.
El libro está lleno de revelaciones sorprendentes. Cuenta que Carlos Salazar Herrera era un escultor y grabador obsesivo. Cuando tenía un tronco de madera en frente, no descansaba hasta verlo convertido en escultura y cuando tenía una tabla de madera, tomaba sus gubias y hacía un grabado. Apenas terminaba, buscaba otra tabla u otro tronco para empezar una nueva creación. Pero cuando escribía lo hacía muy lentamente, corregía todo palabra por palabra una y otra vez y solamente muy de vez en cuando se aparecía por el Repertorio Americano con un cuento.
Perfiles al aire es un libro muy agradable y emotivo. Cada una de las personas que menciona es recordada con respeto y admiración pero, muy especialmente, con aprecio y cariño. Desde pequeño, gracias a su maestra, don Luis Ferrero, el lector voraz, tuvo oportunidad de conocer a los autores de los libros que leía. Al recordar a aquellos con quienes tuvo trato más estrecho, inevitablemente acaba evocándolos, no solo como escritores sino, especialmente, como amigos.
INSC: 2003
Luis Ferrero Acosta. (1930-2005)






miércoles, 8 de enero de 2020

Embajador de España en las Españas.

Las Españas y España. Ernesto La Orden Miracle.
Instituto Costarricense de Cultura Hispánica.
San José, Costa Rica. 1976
Por su trabajo como diplomático, Ernesto La Orden Miracle tuvo la oportunidad de conocer a fondo  muchos países. Por su larga vida, le correspondió presenciar grandes acontecimientos históricos. Nació en Valencia y sirvió en las representaciones españolas en Inglaterra y Francia. Luego cruzó el Atlántico y residió en Uruguay, Ecuador, Puerto Rico, Nicaragua y Costa Rica. En Puerto Rico, por cierto, estuvo a cargo de la repatriación de los restos  del poeta Juan Ramón Jiménez, que residía en la Isla del Encanto. Cuenta que en, San Juan de Puerto Rico, durante el funeral del autor de Platero y yo, un grupo de niños colocó sobre el féretro un burrito blanco.
Nacido en 1911 y muerto en el año 2000, Ernesto La Orden Miracle vivió la dictadura de Primo de Rivera, la caída de Alfonso XIII, los años de la República y la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial, la larga dictadura de Francisco Franco, la transición de España a la democracia y el inicio y final de la Guerra Fría.
Hombre culto, profundamente interesado en el arte y la historia, por donde pasaba establecía amistad con intelectuales, académicos y escritores locales. Como escritor, tenía la doble cualidad, que es en verdad difícil de encontrar, de ser al mismo tiempo ameno y erudito. Uno de sus libros más comentados es una recopilación de ensayos sobre el culto al apóstol Santiago en América, Inglaterra y Escocia. Escribió también libros sobre las ciudades de Quito, capital de Ecuador, y San Juan, capital de Puerto Rico. Su obra Estampas de Arte Hispano Americano, fue muy apreciada en su momento. 
En 1976, el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica le publicó dos libros: Viajes de Arte por América Central y Las Españas y España. Este segundo libro es digno de atención por una razón que, aunque podría considerarse circunstancial, acaba convirtiéndolo en un documento histórico.
La muerte de Francisco Franco ocurrió cuando Ernesto La Orden Miracle era Embajador de España en Costa Rica. Aunque el dictador presumía de que lo dejaría todo "atado y bien atado", estaba claro que una vez que él muriera, nada seguiría igual. Salvo algunos fanáticos que no eran capaces de ver la realidad que tenían al frente y albergaban la esperanza de que se mantuviera un franquismo sin Franco, la enorme mayoría de españoles, ya fueran franquistas o antifranquistas, sabían que el cambio era inminente e inevitable.
Poco después de la muerte del dictador, Ernesto La Orden Miracle dictó una serie de conferencias sobre la historia de España, que posteriormente fueron recogidas en el libro Las Españas y España. Quien por largos años había sido diplomático de la España franquista, tenía claro que había terminado una época y empezaba otra. Quien había viajado, trabajado, investigado, estudiado, escrito y publicado en distintos países latinoamericanos, había llegado a la conclusión de que su patria en Europa y las repúblicas americanas en las que había vivido, más allá de los lazos evidentes de lengua e historia, formaban parte de una misma familia.
Empieza diciendo que quien haya recorrido toda España solamente habrá conocido la mitad de ella, porque la otra mitad está en América. Los españoles se volcaron sobre el Nuevo Mundo, al punto que la península por poco queda despoblada. En tiempos de los Reyes Católicos la población de España era de doce millones de habitantes y, unos cuantos siglos después, en tiempos de los Borbones, no llegaba a ocho. Cada una de ciudades virreinales de México y Lima tenía mayor infraestructura, mayor comercio y mayor número de habitantes que Madrid. Los españoles que cruzaron el océano, desde el instante mismo en que abordaban el barco, sabían que lo hacían para no regresar nunca. Su intención, al ir al Nuevo Mundo, era empezar una nueva vida.
Su disertación está llena de datos interesantes. Como la empresa de conquista y colonización era del Reino de Castilla, por ciertas normas legales que entonces les permitían considerarse súbditos castellanos, vinieron numerosos franceses, italianos y hasta irlandeses. En cambio, aunque Fernando el Católico era rey de Aragón, los aragoneses no tuvieron permiso de emigrar a América sino hasta entrado el Siglo XVIII.
Admite que las autoridades españolas no tuvieron la sabiduría necesaria para gobernar adecuadamente el amplio imperio. Llega incluso a llamar "indignos" a los reyes Carlos IV y Fernando VII. Recuerda, como dato curioso que el libertador Simón Bolívar, siendo niño, visitó Madrid con su familia, jugó a la pelota con el Príncipe de Asturias que sería, años después, Fernando VII.
Cita una de las cartas Bolívar, en que se queja de que los criollos nunca son virreyes ni gobernadores, rara vez son nombrados obispos y como militares nunca pasan de subalternos. Los tatarabuelos de los criollos eran españoles, pero los criollos, que por varias generaciones habían nacido, habían crecido, se habían reproducido y habían muerto en el Nuevo Mundo, no se sentían ligados ni siquiera remotamente con España. Si ellos manejaban el comercio y la producción agrícola, ganadera y minera, tenían más derecho de ejercer puestos de gobierno que los funcionarios recién llegados desde España.
La ruptura con España, en todo caso, no fue una liberación de un pueblo contra otro que lo oprime. Eso habría sido así, recuerda La Orden Miracle, si los indígenas hubieran expulsado a los españoles en los primeros años de la conquista. Lo que ocurrió más bien fue que los descendientes de españoles se cansaron de un gobierno para el que ellos tributaban pero en el que su voz no era escuchada. Lamenta que Carlos III no haya acatado el consejo que le dio el duque de Aranda, para que creara reinos independientes con gobierno propio en América.
Se refiere también, muy someramente, a los difíciles que fueron las últimas décadas del Siglo XIX y las primeras del Siglo XX, cuando España parecía que caminaba hacia su autodestrucción. Recuerda que precisamente por esa época es que Rubén Darío sorprende con su Salutación del Optimista, un verdadero himno de esperanza y llamada a la unión de todos los pueblos hispano parlantes.
Por esa experiencia como viajero, estudioso e investigador, Ernesto La Orden Miracle sostiene que el famoso concepto de Hispanidad, planteado por el padre Zacarías de Vizcarra, no es una idea abstracta, sino una realidad palpable.
El libro cierra con un tono verdaderamente optimista, no solamente por el cambio de régimen en España, sino por el futuro prometedor que augura para los países latinoamericanos. Manifiesta su esperanza de que pronto los antagonismos desaparezcan y se pueda construir una sociedad en que las diferencias se ventilen de manera constructiva.
En 1976, año en que el libro fue publicado, apenas empezaba en España el camino de transición a la democracia. Años después vino la nueva Constitución y el tremendo susto del 23 de febrero de 1981. En cuanto a los países latinoamericanos, a pesar de las particularidades de cada uno, quien los recorra con atención, como lo hizo Ernesto La Orden Miracle, llegará a la misma conclusión que él llegó. Hay algo común más allá de la lengua y la historia. La palabra Hispanidad, lamentablemente, por considerarla excluyente de la diversidad, se ha vuelto políticamente incorrecta. Nunca he podido comprender por qué los países de habla francesa tienen una fiesta anual para celebrar la francofonía mientras que a los hispano hablantes el complejo del qué dirán los otros nos impide hasta plantear siquiera la necesidad de una fiesta semejante.
La expresión "las dos Españas" se utilizó para ilustrar cómo la división interna amenazaba la unidad del país. No creo que Ernesto La Orden Miracle se refiriera a bandos políticos al hablar de "Las Españas". Da la impresión más bien que se refiere a los pueblos americanos, que él conoció a fondo, donde siempre encontró una tradición, una devoción, un hábito o, al menos, una sombra o un eco, que lo hacía evocar la patria en que nació, al punto de creer que nunca salió de ella.
INSC: 2155 

viernes, 3 de enero de 2020

Costa Rica y la guerra civil española.

Costa Rica y la Guerra Civil Española.
Angel María Ríos Espariz.
Editorial Porvernir. Costa Rica. 1997.
Más que un conflicto interno por el control del gobierno, la guerra civil española fue considerada como un choque entre dos visiones distintas de la sociedad. Ambos bandos gozaban de simpatías y antipatías incluso en países alejados de España. Quienes seguían con atención el desarrollo de las hostilidades desde lejos, por medio de los periódicos y la radio, lo hacían no solamente con gran atención, sino con temor y apasionamiento ya que de alguna manera creían que lo que ocurriera en España, acabaría decidiendo el futuro de Europa y, tal vez, de todo el orbe.
En Costa Rica, el escritor Mario Sancho llegó a escribir que "la guerra civil española se peleó en todas partes del mundo." Lo cierto es que la división de España se reprodujo en todos los países de América Latina. Lo que ocurría al otro lado del Atlántico, era como un espejo de lo que podría suceder en su propia realidad.
Angel María Ríos Espariz, español de nacimiento que cursó la carrera de Historia en la Universidad de Costa Rica, investigó artículos de prensa de la época y descubrió que en Costa Rica el debate en torno a la guerra civil española fue intenso y tuvo hasta momentos de gran tensión. 
Su libro Costa Rica y la guerra civil española, publicado en 1997 por la Editorial Porvenir con el Auspicio del Centro Cultural de España, además de datos reveladores, ofrece una interpretación extraordinariamente expuesta y argumentada sobre diversas polémicas e incidentes, que tuvieron lugar en San José, relacionados con el conflicto español.
Los libros de historia se tardan en ir al grano, ya que suelen empezar con un largo preámbulo, muchas veces prescindible. Sin embargo, en esta investigación, el preámbulo o, mejor dicho, los preámbulos, son verdaderamente valiosos. Con gran concisión explica los antecedentes de la guerra civil española. Pero no lo hace de la manera tradicional y simplicista, atribuyéndolo todo a una sucesión lineal de acontecimientos de última hora, sino que brinda una perspectiva amplia de la compleja situación social que se vivía en España desde las últimas décadas del siglo XIX. Con escaso desarrollo tecnológico, poca industria y poco comercio, con una considerable parte de la población analfabeta, España, mientras experimentaba un "estirón demográfico", era una sociedad muy militarizada. El ejército consumía la mitad del presupuesto del país. El golpe de Estado, o más bien la amenaza de golpe de Estado, era constante. Podría decirse que el país iba un tanto a la deriva. Cita el dato que en seis años, de 1917 a 1923, hubo trece cambios de gobierno. Vino luego la dictadura de Primo de Rivera, la República y el alzamiento militar, pero la raíz del asunto el autor la rastrea desde los orígenes de una sociedad que, durante décadas estaba intentando establecer cambios en su estructura.
En cuanto a Costa Rica, expone con gran claridad el desarrollo de la democracia liberal. Curiosamente, nuestro pequeño país centroamericano, presentaba un desarrollo social más estable que el de España. La independencia en, 1821, y la declaración de la República, en 1848, ya habían dejado claro el rumbo a seguir. Los gobiernos del Dr. José María Castro Madriz y el Dr. Jesús Jiménez Zamora lograron grandes avances en educación y larga dictadura de don Tomás Guardia apartó a los militares del poder y dejó como herencia una Constitución liberal que garantizaba libertades individuales. Tras los hechos de 1889 y la breve dictadura de Federico Tinoco (de 1917 a 1919), Costa Rica era una república cuyos habitantes genuina, aunque tal vez ingenuamente, creían haber alcanzado una estabilidad política duradera.
En Costa Rica, por la larga tradición republicana, las simpatías monárquicas se consideraban absurdas. Así mismo, por la también larga tradición liberal, las imposiciones colectivistas generaban rechazo. Aunque hubo costarricenses que, con gran entusiasmo, se manifestaron tanto a favor de la República Española como del bando Nacional, el grueso de la población, y de las autoridades, mantenía opiniones alejadas de ambos bandos.
El gobierno de México, presidido por Lázaro Cárdenas, se pronunció abiertamente a favor de la República y hasta envió brigadas a combatir. En Cambio, Guatemala y El Salvador, en 1936, y Honduras, en 1937, reconocieron el gobierno Nacional de Burgos.
En Costa Rica, el gobierno de León Cortés no se decide por ninguno, lo que generaría que, a la larga, surgieran conflictos hasta en el mismo seno de la Embajada de España en Costa Rica, en la que había diplomáticos nacionales y republicanos.
Esta falta de definición del gobierno de Cortés en el plano diplomático resulta bastante extraña, puesto que a nivel local no se andaba con rodeos ni consideraciones. León Cortés removió de cargo y prohibió que ejercieran la docencia los maestros comunistas Carmen Lyra, Luisa González y los hermanos Adela, Judith y Arnoldo Ferreto Segura. Prohibió la entrada al país a León Felipe, invitado por Mario Sancho, así como Luis Quer y María Teresa León, solamente por ser republicanos, mientras que intelectuales simpatizantes de Franco, como Luciano López Ferrer o José González Marín sí fueron admitidos. Efraín Jiménez Guerrero, primer diputado comunista electo en Costa Rica, fue arrestado el 14 de setiembre de 1936 por participar en una marcha a favor de la República Española.
Importantes figuras políticas, como el expresidente Julio Acosta García y los futuros presidentes Rafael Angel Calderón Guardia y Teodoro Picado Michaski,  mostraron abiertamente sus simpatías por Franco.
Los intelectuales, en cambio, se manifestaban a favor del bando republicano. Entre quienes se pronunciaron abiertamente a favor de la República Española cabe citar a don Joaquín García Monge, Carlos Luis Sáenz, Vicente Sáenz, Carmen Lyra, Luisa González, Emilia Prieto, José Marín Cañas y los por entonces jóvenes Fabián Dobles y Joaquín Gutiérrez Mangel. Carlos Luis Sáenz llegó a publicar un libro de poemas, Raíces de esperanza, sobre la Guerra Civil Española, que fue editado poco después de finalizado el conflicto.
Hubo también quienes estaban dispuestos a ir más lejos. Manuel Mora Valverde y Arturo Echeverría Loría, intentaron enlistarse para ir a luchar a favor de la República, pero no fueron aceptados. De hecho, no se sabe que ningún costarricense haya luchado ni en un bando ni en el otro. Muy por el contrario, el gobierno giró instrucciones al Embajador de Costa Rica en París, don Luis Dobles Segreda, para que ayudara a regresar a todos los costarricenses que residían en España. Entre los repatriados estaba el futbolista Alejandro Morera Soto y el poeta Fernando Centeno Güell
Invitado por don Luis Dobles Segreda, el 10 de octubre de 1938 el Dr. Gregorio Marañón pronunció una conferencia en la Embajada de Costa Rica en París.
Los obispos españoles no solo denunciaron la persecución religiosa que sufrió la Iglesia por parte de grupos extremistas, sino que se pronunciaron contra la libertad de conciencia y la separación entre la Iglesia y el Estado. En el primer punto, recibieron el apoyo unánime de obispos, sacerdotes y fieles de todos los países americanos pero, en el segundo punto, el respaldo del episcopado, clero y fieles americanos no fue general, ya que, en las repúblicas americanas, y muy especialmente en México y los Estados Unidos, los clérigos saben, por experiencia, que la distancia de las autoridades eclesiásticas y civiles, no solo no es peligrosa sino que, más bien, es recomendable. El padre Rosendo Valenciano, que cuestionaba a ambos bandos por distintos motivos, insistía en no ver el conflicto armado como una guerra religiosa.
Carmen Lyra y Luisa González organizaron colectas para las víctimas de la guerra en España. Cuando hubo una iniciativa para establecer censurar periódicos, revistas y libros, el Dr. Calderón Guardia la apoyó, pero el poeta Rogelio Sotela se opuso. Afortunadamente, prevaleció el derecho de libre circulación de impresos, sin que ninguna autoridad evaluara su contenido.
Si los costarricenses se pronunciaban vehemente sobre el conflicto, los españoles residentes en Costa Rica lo vivían con mayor intensidad.
De 1850 a 1930 cerca de tres mil quinientos inmigrantes españoles se radicaron en Costa Rica. Tal vez el número suene pequeño, pero la población total de Costa Rica era tan escasa que en 1930 ni siquiera había llegado al medio millón de habitantes. Los españoles eran la colonia de inmigrantes más grande del país. Por otra parte, a diferencia de otros países latinoamericanos, a los que llegaron españoles de baja escolaridad dispuestos a trabajar en lo primero que apareciera, los que vinieron a Costa Rica eran personas de elevado nivel cultural que contaban con recursos suficientes para establecer negocios propios. Eran propietarios de cines, imprentas, tiendas, almacenes, industrias y hasta de un periódico. Aunque hubo castellanos, andaluces, gallegos y asturianos, la gran mayoría de esta oleada migratoria de finales del siglo XIX y principios del XX, eran catalanes.  Además de los empresarios y comerciantes Borrasé, Raventós, Terán, Crespo, Uribe, Pozuelo, Llobet, Ollé, Pujol y Perera, estaba el médico don Mariano Figueres Forges, padre de don José Figueres Ferrer, quien sería luego tres veces presidente de Costa Rica. Don Mariano, por cierto, era franquista, pero don Pepe, su hijo, desde joven tomó partido por el bando republicano.
Desde 1866 funcionaba en Costa Rica La Casa España, que era el club social y la sociedad de beneficencia de los españoles residentes en el país. Uno de los organismos que funcionaba en esa Casa, la Cámara Española de Comercio, que se ocupaba de la importación y exportación entre Costa Rica y España, era subvencionada por el gobierno español. En 1936, apenas empezó la guerra civil, la Cámara se declaró públicamente a favor de Franco y el gobierno republicano le retiró el aporte financiero que le daba.
Aunque la gran mayoría de la colonia española en Costa Rica simpatizaba con Franco, los de la posición contraria se hicieron oír. Anastasio Herrero, Tomás Soley Güell y el artista Tomás Povedano se manifestaron a favor de la República.
En vez de en la ecuménica Casa España, donde todos tenían cabida, los españoles se congregaban en el franquista Comité Patriótico Español y en la Falange Española o, los del otro bando, en el Comité Pro República y la Liga Democrática Antifascista.
Las disputas entre españoles residentes en Costa Rica llegaron a tal punto de apasionamiento, que el Ministro de Relaciones Exteriores, don Manuel Francisco Jiménez Ortiz, decidió intervenir para procurar armonía, pero su esfuerzo fue inútil.
Todas las actividades que organizan los españoles a favor del bando nacional, eran boicoteadas por los republicanos. Y todas las actividades que organizaban los republicanos, eran boicoteadas por los nacionales.Hasta las iniciativas con propósitos puramente humanitarios, como la recolección de dinero, ropa, alimentos y medicinas para enviar a España, despertaban la desconfianza (y la furia) del bando contrario.
El 4 de noviembre de 1937, el poeta malagueño José González Marín se presentó en el Teatro Raventós para declamar sus versos. Apenas habían transcurrido un par de minutos desde que tomó el uso de la palabra, cuando le empezaron a gritar insultos desde distintos sectores del auditorio y, además, lo acribillaron a tomatazos. Uno de los jóvenes que participaba en la protesta, don Jaime Cerdas Mora, dejó escrito en sus memorias que logró desalojar el recinto gracias a varias burbujas con sustancias fétidas que arrojaba desde la galería. Luisa González y Carmen Lyra, estaban allí también, gritándole "¡Fascista!" al poeta invitado.
José González Marín no pudo declamar sus versos en San José, pero miembros de la colonia española le entregaron una fuerte suma de dinero, además de abundantes monedas de oro y piedras preciosas. Los periódicos costarricenses informaron después que González Marín, ya de vuelta en España, había entregado todo lo recolectado en su gira por Costa Rica y Puerto Rico al General Gonzalo Queipo del Llano, uno de los cabecillas principales del alzamiento contra el Frente Popular.
El pueblo costarricense se interesó mucho en el conflicto. Los periódicos brindaban reportes a diario y, como en aquel tiempo no había radio en la gran mayoría de las casas, al caer la tarde se formaban grupos en las pulperías para escuchar los partes de guerra más frescos.
Al igual que en Costa Rica, la Guerra Civil Española fue seguida de manera atenta y apasionada en todo el mundo ya que no se trataba de un conflicto interno por el control del gobierno, sino de un enfrentamiento de ideologías y visiones de mundo, que todos los conservadores, tradicionalistas, fascistas, comunistas, socialistas, anarquistas, liberales y demócratas, independientemente de dónde se encontraran, consideraron propio.
INSC: 02629

jueves, 2 de enero de 2020

Puro Humo de Guillermo Cabrera Infante.

Puro  Humo. Guillermo Cabrera Infante. Ensayo.
Alfagura, España, 2000.
El primer cigarrillo que fumó Guillermo Cabrera Infante, a la tierna edad de ocho años, lo fabricó él mismo con hojas secas de árbol arrolladas en una página de cuaderno. A los catorce fumó su primer tabaco, un puro que lo mareó al punto de hacerlo caer en el suelo, donde acabó vomitando una baba espesa y amarga. Sin embargo, a pesar de esa incómoda experiencia, el escritor cubano fue fumador toda su vida. Su madre, bastante comprensiva, toleró que fumara confiando en que ese sería su único vicio.
La inseparable y permanente unión que mantuvo Cabrera Infante con los cigarros, acabó convirtiéndolo en un verdadero conocedor. 
Reconocido autor de novelas, cuentos, ensayos y artículos periodísticos, acatando la recomendación de sus amigos, quienes lo instaban a escribir sobre el que, de hecho y como había deseado su madre, era su único vicio, escribió un libro dedicado por entero al fumado.
Publicado originalmente en inglés, con el título Holly Smoke, en 1985, el libro, ingenioso, divertido y revelador, fue muy bien recibido en Inglaterra, donde Cabrera Infante residía. La versión en español se tardó quince años en aparecer y, traducida o, más bien, reescrita por el propio autor, fue publicada por Alfaguara en el año 2000 con el título de Puro Humo.
Se trata de una obra inclasicable en que hay un poco de todo. Empieza con el relato de los marinos de Cristóbal Colón quienes, mientras exploraban las Antillas en su primer viaje, quedaron asombrados al mirar hombres aspirando rollos de hierbas encendidas para luego expulsar el humo por la boca y la nariz. Los marineros que se atrevieron a probar tuvieron una experiencia similar a la de Cabrera Infante a los catorce años pero, a la larga, al igual que al escritor, el vicio acabó atrapándolos. Al Almirante Cristóbal Colón, el asunto  no le interesó y llegó a manifestar que no lograba comprender qué gusto o provecho podría obtenerse de aquella acción tan extraña. Lejos estaba de imaginar que una de las muchas consecuencias futuras de su viaje, sería que el hábito de fumar se extendiera por todo el mundo. 
Tras reseñar que el descubrimiento de América y del tabaco fueron simultáneos, se extiende en las diferentes formas de consumirlo. Dedica páginas enteras tanto a los puros como a los cigarrillos y también se refiere, de manera más breve, al extraño hábito de aspirar rapé, que era tabaco en polvo. Curiosamente, casi no presta atención a la práctica de mascar tabaco.
Los historias y los datos que menciona son más amenos que exactos. La veracidad de muchas de sus afirmaciones resulta con frecuencia más que dudosa pero, en todo caso, el libro no pretende ser una investigación minuciosa sino, más bien, una larga y amena charla alrededor de un tema ligero y sin mayor importancia. Al buen conversador no se le exige exactitud, sino amenidad. Los datos que brinda sobre semillas, cultivos, procesos, prácticas de fumado y hasta tipos de ceniza, inevitablemente se van olvidar. Lo que queda, a fin de cuentas, es el recuerdo del deleite que causó la forma en que fueron expuestos.
Verdaderamente deliciosas son las historias familiares que, de nuevo, no importa que sean reales o inventadas. Cuenta que su abuelo era madrugador. Se levantaba a las cinco de la mañana y se acostaba a las cinco de la tarde. La abuela, en cambio, era noctámbula. Se acostaba a la medianoche y se levantaba al mediodía. Los abuelos se llevaban bien, en las pocas horas en que coincidían despiertos. Cada uno tenía una relación particular con el tabaco. El abuelo siempre tenía un puro en la mano, pero fumaba solamente un tercio y lo apagaba. El cabo lo dejaba "para luego" y, por esa práctica, había puros a medio fumar por toda la casa. La abuela no fumaba pero mascaba tabaco y llevaba siempre en la mano una escupidera de cristal.
Desde mediados del Siglo XX hasta el día de hoy, la discusión más acalorada que puede haber en Cuba es entre revolucionarios y contrarrevolucionarios pero, dice Cabrera Infante, en los tiempos anteriores a la revolución, el tabaco, producto estelar de la isla, causaba discusiones más intensas que la política. Ya existían en ese tiempo verdaderos fanáticos del tabaco y furibundos críticos del fumado. A un tío abuelo de Cabrera Infante le molestaba tanto el humo de cigarro que, cuando supo que Adolfo Hitler había  promulgado la primera ley antitabaco del mundo, solamente por eso, se hizo nazi. La madre de Cabrera Infante era fumadora. Su padre no. De hecho el libro viene con una bella dedicatoria: "A mi padre quien, a los 84 años, aún no fuma."
Cabrera Infante no deja tema sin tocar. Menciona los procesos de semillas, cultivos y selección de hojas. Cuenta las historias de famosas marcas de tabaco como la de Jaime Partagás y H. Upman.  Niega el mito que los anillos de papel en los puros hayan sido creados para no manchar los guantes blancos de los dandies del Siglo XIX. Muy por el contrario, explica que lo primero que hay que hacer, desde el momento mismo en que se saca el tabaco de la caja, es retirarle el anillo.  Las normas de etiqueta sobre el fumado que menciona no dejan de ser sorprendentes. Por ejemplo, declara que encenderle el cigarrillo a alguien es una muestra de cortesía, pero que nunca, bajo ninguna circunstancia, se debe ofrecer a quien enciende un puro. Encender un puro, acalara, es una faena estrictamente personal. Al terminar de fumar, el cigarrillo se aplasta en el cenicero, pero el puro simplemente se deja quieto, sin aplastarlo.
Lector voraz y gran aficionado al cine, Cabrera Infante es exhaustivo al rememorar escenas de películas o de relatos en las que los protagonistas aparecen fumando. A lo largo de las más de cuatrocientas páginas del libro, salta de un asunto a otro pero, ya sea que se refiera a cine, historia, literatura o recuerdos personales, el fumado está presente en cada relato. Con verdadero dolor cuenta que en cierta ocasión estaba en compañía de un pequeño grupo que se disponía a ver una película cuando, sin previo aviso, llegó Fidel Castro y se acomodó en una butaca. Antes de que se apagaran las luces, Fidel lo miró fijamente y dijo: "¿Alguien aquí tendrá un tabaco?" Y Cabrera Infante no tuvo más remedio que darle uno de los que, muy visiblemente, asomaban en el bolsillo de su camisa.
Los asistentes no pudieron disfrutar de la proyección porque el comandante no dejó de hablar ni un momento. Incluso en una sala de cine, él tenía que ser el centro de atención. Aunque su cigarro estaba aún a medio consumir, lo tiraba, se volteaba al escritor y le decía "Dame otro." Cuando la película terminó y se encendieron las luces, a Cabrera Infante solamente le quedaba un puro en la bolsa de la camisa y Fidel, al verlo, se lo pidió para el camino. La anécdota retrata con exactitud la total falta de respeto que Fidel tenía por las demás personas y por la propiedad privada.
Existía la leyenda, sobra decir que totalmente falsa, que sostenía que los cigarros eran enrollados (torcidos es la palabra correcta) por mujeres hermosas que, para no empapar su ropa con sudor, trabajaban desnudas. Cuando era pequeño, el morboso y precoz Cabrera Infante se asomó al taller de una fábrica de tabacos, pero casi todas las mesas estaban ocupadas por hombres de rostro severo. Las pocas mujeres que había no eran jóvenes, ni bellas. Trabajaban en silencio y, para entretenerse, prestaban atención al hombre que, situado en una tribuna, leía un libro en voz alta.
Los tabaqueros no eran especialmente instruidos y la mayoría de ellos trabajaba solamente para mantener sus vicios. Sin embargo, eran personas de amplia cultura general y rico vocabulario debido a que los lectores que amenizaban su lugar de trabajo leían obras maestras de la literatura universal. En un principio el lector no recibía sueldo de la fábrica, sino que era pagado por los propios torcedores. Solo se le exigían dos cosas: que tuviera una pronunciación clara y que su voz fuera lo suficientemente fuerte como para ser escuchada claramente en la última fila. Cuando pusieron micrófono con amplificador, este segundo requisito ya no fue importante.
Tradicionalmente, las lecturas preferidas eran novelas francesas del Siglo XIX. Nuestra señora de París, de Víctor Hugo, y El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, eran tan populares que, una vez terminadas, por petición de los oyentes, se empezaban a leer de nuevo. Ambos escritores enviaron cartas de saludo a sus fieles seguidores de las fábricas de tabaco de Cuba. La marca de cigarros Montecristo, por cierto, tuvo su origen en la fascinación de los tabaqueros por la novela de Dumas.
Entre las muchas libertades que los cubanos perdieron tras el triunfo de la revolución, estuvo la de escoger las lecturas en las fábricas de tabaco y, al menos durante el período inicial, los pobres torcedores debieron hacer su trabajo escuchando aburridísimas novelas propagandísticas soviéticas.
Puro humo es un libro ameno y entretenido. Los juegos de palabras, a los que Cabrera Infante era tan aficionado y que, en esta obra, están presentes desde el mismo título, en repetidas ocasiones son más que forzados y su frecuencia, que es demasiado insistente, más que amenizar el relato, lo llena de tropiezos.
En todo caso, la lectura de Puro Humo es placentera, ante todo, por lo que tiene de políticamente incorrecta. Aceptémoslo: fumar tabaco es nocivo para la salud. Como decía Cristóbal Colón, no puede obtenerse ningún provecho de esa acción tan extraña. Sin embargo, el vicio del fumado ha atrapado a innumerables generaciones alrededor del mundo durante los últimos quinientos años y, aunque no exista justificación a su consumo, sobre el tabaco hay mucho decir y este libro lo dice casi todo.
INSC: 1876
Guillermo Cabrera Infante. (1929-2005).



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