jueves, 4 de noviembre de 2021

Gregorio José Ramírez.

Gregorio José Ramírez.
Carlos Meléndez Chaverri.
José Hilario Villalobos.
Ministerio de Cultura Juventud
y Deporte. San José, Costa Rica.
1973
Líder armado, y triunfador, de la primera guerra civil en la historia de Costa Rica, tras la cual fue dictador por poco más de una semana, Gregorio José Ramírez es un personaje en verdad interesante al que la posteridad no le ha brindado la atención que merece. Su hazaña, para quienes no la conocen, puede resumirse en pocas líneas.

En cuanto llegó la noticia de la Independencia a Costa Rica, delegados de las distintas poblaciones se reunieron para decidir qué hacer ante la nueva situación. Gregorio José Ramírez, como representante de Alajuela, participó en las reuniones y fue uno de los firmantes del Acta de Independencia de Costa Rica del 29 de octubre de 1821. Lo que se acordó fue que la provincia (por la costumbre, todavía no se decía "el país" y, en todo caso, Costa Rica seguía siendo provincia centroamericana) sería gobernada por una Junta de Legados que, sin distraerse en largas deliberaciones, en pocas semanas redactó el Pacto de Concordia, nuestra primera constitución, sancionada el 1 de diciembre de 1821. En enero de 1822 tomó posesión la Junta Superior Gubernativa, nuestro primer gobierno constitucional.

Todo parecía indicar que el tránsito de provincia española a territorio independiente gobernado por los propios habitantes con leyes proclamadas por ellos mismos se estaba llevando a cabo sin sobresaltos. Sin embargo, el Sábado Santo de 1823, poco menos de un año y medio después de que hubiera llegado la noticia de la independencia, los conservadores de Cartago desconocen las autoridades locales y pretenden proclamar la anexión de Costa Rica al imperio mexicano de Agustín de Iturbide. En Heredia, había también simpatías por la anexión a México, pero los vecinos principales de San José y Alajuela, estaban en contra y decidieron alzarse en armas contra la propuesta imperialista. 

Gregorio José Ramírez, aunque era pequeño, flaco (dicen que también un poco bizco) y sufría de asma, fue elegido comandante del alzamiento. Sin perder tiempo reunió hombres y armas para marchar inmediatamente hacia Cartago.

El 5 de abril de 1823 tuvo lugar la batalla de Ochomogo, nuestra primera y brevísima guerra civil. Ese mismo día, tras el triunfo, Gregorio José Ramírez asumió como dictador. Trasladó la sede del gobierno a San José y, en la plaza principal de la nueva capital, levantó un patíbulo con una horca, amenazando con colgar a quien quisiera revertir lo hecho y por hacer. También se cuenta que Ramírez, personalmente, le medía grilletes en los tobillos a sus enemigos prisioneros, pero sin llegar nunca a cerrarlos. La horca, por cierto, tampoco fue utilizada. Su dictadura duró solamente diez días, del 5 al 15 de abril de 1823 y tras dejar el poder en manos de una nueva Junta Gubernativa, se retiró a su casa, donde murió, en diciembre de ese mismo año, a los veintisiete años y ocho meses de edad.

La nota irónica de este suceso histórico, es que los conservadores cartagineses se anexaron a un imperio que ya no existía. La proclama de anexión en Cartago fue realizada el 29 de marzo de 1823 y el juramento de lealtad estaba programado para el 6 de abril, pero el Imperio de Iturbide en México había terminado diez días antes de la proclama, el 19 de marzo de 1823. Las noticias no corrían muy rápido en aquellos tiempos y resulta hasta divertido imaginar qué habría pasado si los imperialistas hubieran ganado.

La guerra de Ochomogo es mencionada en la escuela y ha sido discutida por historiadores, pero la figura de Gregorio José Ramírez sigue siendo poco conocida. En Bosquejo histórico de Costa Rica, de Felipe Molina, publicado en 1851, se le menciona. Joaquín Bernardo Calvo, Francisco Montero Barrantes y Francisco María Yglesias Llorente, se refieren a él. Pedro Pérez Zeledón publicó una reseña elogiosa de Ramírez en 1900. Manuel de Jesús Jiménez, Ricardo Fernández Guardia y Hernán Peralta, han sido más bien críticos de sus actuaciones. Hasta Carmen Lyra llegó a contar su hazaña en un relato dirigido a niños escolares. Pero no sería sino hasta 1973. siglo y medio después de la batalla de Ochomogo, que aparecería, publicada por el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, una biografía completa de Gregorio José Ramírez, escrita por Carlos Meléndez Chaverri y José Hilario Villalobos.

Aunque en el libro hay algunos detalles imprecisos, como decir que Gregorio José Ramírez tuvo solamente una hermana, cuando en realidad tuvo cuatro, el retrato que hace, tanto de él como de su época, es completo y esclarecedor. 

Unico hijo varón de Gregorio Ramírez Otárola y María Rafaela Castro Alvarado, Gregorio José Ramírez nació en San José el 27 de marzo de 1796. Fue bautizado el mismo día de su nacimiento por el padre Félix Velarde, gran impulsor del cultivo del café en el Valle Central y, como dato curioso, el niño que recibía el agua del Bautismo de sus manos, acabaría eventualmente transportando café costarricense a otros países.

Desde pequeño, Gregorio padecía de asma y, en busca de un clima más cálido y menos húmedo su familia se trasladó a Alajuela. El padre murió cuando su hijo apenas tenía siete años de edad. En los documentos de su sucesión se consigna que no dejó mayores bienes y que la viuda no sabía leer, ni escribir, ni firmar. Hecho irónico, porque su marido, recién fallecido, había sido fundador de una escuela. 

Al cumplir quince años, Gregorio se traslada solo a Puntarenas y se embarca como marinero en una nave propiedad de Juan Aizótegui. Su patrón acabó siendo como un padre para él, lo hospeda en su casa en Panamá y viajan para comprar y vender mercadería a los puertos de Guayaquil, en Ecuador, o de Paita o El Callao en Perú. El muchacho se esmera en aprender y, cuatro años después, llega a ser el segundo de a bordo. En el mar su salud mejora y, por la amenaza constante de corsarios o piratas durante el trayecto, así como de asaltantes y timadores en tierra, participa en enfrentamientos armados.

En 1820 llega a ser capitán del barco Nuestra Señora de los Angeles, también conocido como El Costarrica, que le alquila al canario, residente en Cartago, don Antonio Figueroa. Con esta nave viaja ida y vuelta de Puntarenas a Panamá, llevando y trayendo mercaderías que pudiera adquirir a buen precio en un sitio y las pagaran mejor en el otro. En uno de sus primeros viajes lleva a Panamá 125 quintales de azúcar, 86 quintales de carne de puerco, 38 quintales de sebo, veinte quintales de ajos, catorce de jabón, doce de carne de res, cinco de queso y un único quintal de café. Llama la atención que llevara mucho más quintales de ajos que de café, pero las exportaciones de nuestro grano de oro apenas estaban empezando.

Pero además de mercadería en sacos, también llevaba y traía ideas. Como marino mercante, le chocaban las restricciones que ponían las autoridades españolas al comercio entre las provincias. Los impuestos, además de elevados, le parecían no solamente injustos, sino absurdos. En Perú y en Ecuador había entrado en contacto con las ideas liberales y trajo a Costa Rica material impreso sobre el tema para ponerlo en manos de quienes lo pudieran valorar y aprovechar.

De regreso en Costa Rica, le informó al gobernador español, Juan Manuel de Cañas, que había visto corsarios navegando cerca de la costa. Se disponía a embarcarse de nuevo cuando llegó la noticia de la Independencia. Suspendió su viaje y decidió quedarse a ver qué ocurría. Cabe recordar que, al momento de la independencia, se estima que la población de Costa Rica apenas sobrepasaba las cincuenta mil personas, repartidas en poblados distantes y aislados que eran como pequeñas islas en la montaña.

Conscientes de la escasa población y los escasos recursos, nadie pensaba que Costa Rica pudiera convertirse, ni a corto ni a mediano plazo, en una república soberana. Necesariamente, había que seguir siendo parte de un Estado más grande. Por lo pronto, no romper lazos con las otras provincias centroamericanas pero, a largo plazo, unos (los conservadores, encabezados por José Santos Lombardo) pensaban que habría que unirse al Imperio mexicano, mientras que otros (los liberales, con el Bachiller Rafael Francisco Osejo y el propio Gregorio José Ramírez), sostenían que lo más conveniente era unirse a la Colombia de Simón Bolívar

Gregorio José Ramírez.
1796-1823

A lo interno, también había diferencias. La mayoría de los habitantes eran pobres y analfabetos, por lo que las decisiones las tomaban en cada pueblo "los vecinos principales", es decir, los ricos que sabían leer y escribir. Ante la nueva situación, los conservadores abogaban porque los cambios fueran mínimos. De hecho, como dato en verdad irónico, el propio gobernador español, Juan Manuel de Cañas, cuyo mandato quedaba sin efecto por la independencia, fue quien tomó el caballo para anunciar la noticia y, mientras se decidía la forma de instalar las nuevas autoridades, siguió al frente del gobierno, al extremo de presidir las reuniones de las asambleas de vecinos.

Pero, aunque todo siguiera igual, algo había cambiado y el Bachiller Osejo y Gregorio José Ramírez, abogaban por establecer normas más liberales y republicanas, menos oligárquicas y más democráticas. La vida y las ideas eran muy distintas en Cartago, San José, Heredia y Alajuela. Los vecinos principales de Cartago y Heredia, los poblados más grandes, eran conservadores. San José se había convertido en un centro emprendedor y dinámico en que se producía y comerciaba más que en las poblaciones conservadores. En San José nadie presumía de abolengo ni de autoridades heredadas. De lo único que podían presumir era de su trabajo, de su arrojo y de la riqueza que habían obtenido fruto de su esfuerzo. La joven villa de Alajuela, fundada hacía menos de treinta años, en 1783, pretendía seguir el ejemplo josefino. Es revelador el dato que, pese a ser Cartago la sede del gobierno, fue el ayuntamiento de San José el que tomó la iniciativa de fundar la Casa de Enseñanza de Santo Tomás y traer a un profesor, el Bachiller Osejo, no solamente calificado y culto, sino también ilustrado y liberal.

Como no había consenso y la discusión iba para largo, en vez de nombrar un gobernante, se decidió que las asambleas siguieran funcionando y que Costa Rica fuera gobernada, no por una persona, sino por una Junta. 

Gregorio José Ramírez tuvo un pleito, que acabó en los tribunales, con Antonio Figueroa, el dueño de la nave que comandaba. Ramírez ganó el pleito, rompió relaciones con Figueroa y se compró su propio barco, el Jesús María, al que puso como sobrenombre El Patriota. Se hizo a la mar y, de abril a diciembre de 1822 no estuvo en Costa Rica, ya que se dedicó a comerciar en América del Sur. Durante ese viaje, tuvo la oportunidad de estar presente en Guayaquil, precisamente en los días en que, en esa ciudad, se entrevistaban Simón Bolívar y José de San Martín. Es poco probable que el joven marinero costarricense haya tenido oportunidad de conocer a los libertadores, a quienes, a lo sumo, habrá visto pasar de lejos. Pero es fácil imaginar los artículos que se publicaban o el ambiente que se vivía en las tertulias en aquel lugar y en aquel momento. Regresó a Costa Rica entonces, más liberal y más republicano, cargado de folletos propagandísticos (Catecismos políticos, les decían, porque estaban compuestos en formato de preguntas y respuestas), para compartir con sus amigos.

No sorprende entonces que pese a su mala salud y debilidad física, los liberales lo hayan nombrado comandante de las fuerzas que impedirían la anexión de Costa Rica al Imperio Mexicano. La situación era en verdad tensa. Nunca antes había habido en Costa Rica un conflicto armado entre costarricenses. Se trató de lograr un acuerdo negociado pero, aunque el representante de Cartago, Manuel García Escalante, fue recibido y escuchado en San José, el representante de San José, el padre Juan de los Santos Madriz Linares, fue devuelto apenas llegó a Taras y no se le permitió ingresar a Cartago.

Como era sabido que Gregorio José Ramírez era, no solo creyente, sino muy religioso y devoto, un cura de Cartago le hizo llegar un mensaje que venía ni más ni menos que de la Virgen de los Angeles, que se había manifestado para ordenarle que desistiera de sus planes. Precisamente por ser un hombre religioso, aquella artimaña más bien le resultó ofensiva y condenó severamente que se recurriera a la manipulación de símbolos sagrados. 

Gregorio José Ramírez reunió su tropa con hombres de Alajuelita, El Murciélago (actualmente Tibás), Zapote y Mata Redonda. Los oficiales al mando de los batallones fueron Cayetano de la Cerda y el marino portugués Antonio Pinto Soares, el famoso Tata Pinto.

Los hombres de Cartago, comandados por Joaquín de Oreamuno, Salvador de Oreamuno y Pedro Mayorga, esperaban en Ochomogo. Sobre la batalla, hay un relato detallado escrito por Pedro Pérez Zeledón, pero es un texto más literario que histórico, compuesto setenta y siete años después de los hechos. 

Con gran delicadeza, don Manuel de Jesús Jiménez escribió que "en ambos bandos hubo deserciones", lo cual, traducido a lenguaje coloquial significa que, como era de esperarse, muchos salieron corriendo en cuanto sonaron los primeros tiros. El enfrentamiento fue breve. En el bando de San José hubo diecisiete muertos y treinta y dos heridos, mientras que en el de Cartago fueron cuatro muertos y nueve heridos. Sin embargo, pese al disparejo número de bajas. los josefinos avanzaron y los cartagos retrocedieron.

Cuando Gregorio José Ramírez se disponía a entrar a la vieja metrópoli, los cartagos le enviaron un mensajero proponiendo entablar negociaciones. Su respuesta fue tajante: "No voy a negociar con quienes han perturbado el orden público y han derramado sangre de hermanos. Entreguen las armas o reanudemos la batalla."

Señorones de las prestigiosas y antiguas familias, acabaron presos y, como ya se dijo, hasta se les midieron los grilletes en los tobillos sin llegar a cerrarlos. El 1 de mayo de 1823 se declaró San José como capital de Costa Rica, con un patíbulo recién levantado en su plaza principal.

Los heredianos, que no sabían nada de lo sucedido en Ochomogo se aprestaban a marchar sobre San José, pero en cuanto se enteraron de cómo estaban las cosas, acabaron devolviéndose. 

A pesar de la horca y los grilletes, Gregorio José Ramírez no fue vengativo. Llamó a todos a volver a sus labores habituales dándoles la seguridad de que no tenían nada que temer. Puso las tareas de investigación, resolución y sentencia sobre lo sucedido en manos de los jueces. Fue dictador diez días, durante los cuales procuró que se reuniera un congreso de delegados de los pueblos y una nueva junta de gobierno. En cuanto estuvieron instaladas las autoridades legítimas, se fue para su casa y no volvió a involucrarse más en asuntos políticos. En todo caso, le quedaba poco de vida.

Siete meses después de haberse retirado, dictó su testamento. Llama la atención que, en aquella época en que las mujeres no tenían derechos políticos, en su testamento llama a su madre "La ciudadana Rafaela Castro". Sin poder ya levantarse de la cama, Gregorio José Ramírez agonizaba en una pequeña casa de adobe con pocos muebles y solamente dos cuadros colgados en la pared, uno del Patriarca San José, su Santo Patrono (por Gregorio José) y otro de la Santísima Virgen María. No tenía dinero. El gobierno le debía pagos atrasados por servicios que había brindado con anterioridad (tanto antes como después de la Independencia), pero nunca quiso cobrarlos porque consideraba que el dinero se gana en el comercio privado, pero que el servicio público debe hacerse sin cobrar. Poco antes de morir, empeñó joyas para comprar leña, fósforos, candelas y comida. Tras su muerte se inventariaron sus bienes. Llamó mucho la atención que Gregorio tenía un guardarropa mucho más amplio del que solía ser la norma en aquella época. Disponía de abundantes camisas, zapatos, sombreros, trajes, abrigos y levitas. Sin embargo, pese a ser vanidoso en el vestir, pidió ser enterrado con el hábito de San Francisco de Asís. Fue sepultado en el cementerio de Alajuela, pero a su tumba nunca se le puso lápida por lo que el sitio exacto se desconoce. Su casa fue rematada en 300 pesos y no se sabe de la suerte que corrió su madre al quedar sola, analfabeta, sin ingresos y sin familia.

En Cartago, cuando se supo la notica de la muerte de Gregorio José Ramírez, celebraron el acontecimiento con pólvora, música callejera y bailes.

En 1971, Gregorio José Ramírez fue declarado Benemérito de la Patria. En Alajuela, una plaza, un colegio y una urbanización llevan su nombre. Su figura, sin embargo, sigue siendo poco recordada, pese a lo mucho que da para reflexionar su corta vida de veintisiete años y su aún más corta dictadura de diez días.

INSC: 1878

jueves, 28 de octubre de 2021

La ruta de los héroes de Adriano Corrales.


La ruta de los héroes.
Adriano Corrales.
Segunda edición. Editorial Arlekin.
Costa Rica. 2021

Cada vez que, al inicio de una novela, aparece la leyenda de que todos los personajes y situaciones son ficticios y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia, es porque sin lugar a dudas, dentro de sus páginas hay figuras y hechos que, por más disimulados que estén, pueden ser perfectamente reconocidos. Tal es el caso de la novela La ruta de los héroes, de Adriano Corrales que, en ciento veintitrés breves relatos, se refiere tanto a importantes episodios de la historia nacional como a hechos tan recientes que todavía andan por ahí muchos que los protagonizaron o presenciaron.

Delfín Dorado, el protagonista, es un joven rebelde y transgresor con grandes inquietudes artísticas y sociales. Interesado en la literatura y la historia de Costa Rica, estudia ambos temas de manera obsesiva. Pero su vocación no es de simple analista, sino que aspira a ser promotor de un cambio de paradigma. Le interesa mucho lo que se ha hecho hasta ahora, pero sus miras están puestas en lo que se puede hacer de ahora en adelante.  Se involucra entones con movimientos políticos clandestinos, al tiempo que se relaciona con jóvenes escritores que frecuentan talleres literarios. Ambos colectivos no pasan de ser grupos de soñadores. Los amigos con quienes pasa tardes enteras discutiendo de literatura, se llaman escritores pero no tienen obra publicada, por lo que no cuentan ni con un solo lector. Los revolucionarios  de comité a puerta cerrada, sueñan con la transformación total del país, pero no tienen respaldo popular. El público, ni siquiera sabe que existen esos escritores que sueñan con dar la gran sorpresa, mientras que el pueblo al que consideran oprimido, también ignora que haya un movimiento dispuesto a salvarlo.En ambos escenarios, Delfín Dorado se enfrenta a grandes frustraciones. La literatura que se lee, se promociona y se premia es, un su opinión, mediocre. Los partidos por los que vota la mayoría, no solo  no ofrecen soluciones, sino que, le parece, son más bien la causa de todas las situaciones que deben ser corregidas. Considera que tanto las obras literarias de verdadero valor artístico, como las propuestas políticas más audaces y creativas, son las que se mantienen en la sombra, conocidas solamente por unos pocos que tampoco logran ser capaces de darlas a conocer masivamente.

No es de extrañar, entonces, que a pesar de su afición por construir castillos en el aire y soñar con todo lo que podría ser, pero no es, las tertulias con sus compañeros de letras y de luchas estén teñidas de un amargo tono de queja.   El entorno político y el entorno literario, de la última década del Siglo XX, no solamente les parece opaco sino, en muchos aspectos, absurdo.

En la novela se repasan algunas situaciones de aquella época que, como ya dije, todavía andan (o andamos) por aquí, muchos de quienes las presenciamos. Yo estuve presente en aquella incómoda situación en la que, en medio de un recital con numeroso público, un reconocido poeta, al hacer uso de la palabra, le reclamó a una escritora, que también formaba parte del panel, el haber expresado una opinión desfavorable sobre su más reciente poemario en una entrevista. Lo que la escritora dijo sobre el libro del poeta que acababa de publicarse, fueron apenas seis palabras. Pero el poeta, dolido porque su obra no fuera de gusto y aprobación universal, al tenerla al frente, le leyó un discurso de protesta, bastante largo, que traía preparado por escrito.

Disimuladas con nombres cambiados, se cuentan otras anécdotas de este tipo. Curiosamente (vale la pena anotarlo para un lector no costarricense o poco familiarizado con el mundillo literario tico), las situaciones más descabelladas y hasta increíbles, en verdad ocurrieron. Un poeta publicó un libro de poemas dedicado a su esposa, cuyo nombre, para que quede claro, formaba parte del propio título de la obra. Dicho libro obtuvo el Premio Nacional de Poesía. Lo feo del caso, es que la esposa, a quien iban dedicados los poemas, formaba parte del jurado que otorgó el premio. El caso del bibliotecario que fue jurado en los premios nacionales de literatura, pese a no tener no solamente ningún libro, sino ni siquiera ningún artículo publicado, por increíble que parezca, también ocurrió realmente. Al igual que muchos otros, yo también escuché directamente de los labios del poeta paranoico. su explicación convencida de que las cucarachas portaban micrófonos ocultos.

A los que ya han muerto, los cita por sus nombres. Así se repasan anécdotas de Felipe GranadosAlexander Obando y el simpático Tomás Saraví, conocido como el Dr. Taurus, quien solía afirmar revelaciones totalmente inverosímiles que, a la larga, resultaban ciertas, al menos en parte. 

Pero La ruta de los héroes es mucho más que un repaso anecdótico de situaciones vividas en la última década del Siglo XX y la primera del XXI. Un descubrimiento viene a introducir en la novela un plano paralelo. 

Justo cuando Costa Rica parecía sumida en la rutina y el conformismo, cuando no había ya grandes luchas ni en mente ni en proceso, apareció un diario de un combatiente de la Campaña Nacional contra los filibusteros de William Walker. La novela entonces intenta enlazar la lucha de aquella guerra que ocurrió siglo y medio atrás, con los desafíos que debían afrontar Delfín Dorado y sus compañeros poco después del año 2000. Se plantean entonces dos líneas narrativas de alguna forma análogas. De la misma forma es que la presencia de Walker en Nicaragua alteró la serena vida de los habitantes de Costa Rica, que debieron realizar acciones y afrontar riesgos para los que no estaban preparados, así mismo, Delfin Dorado y los suyos, inspirados por el diario de combatiente, se envalentonaron para dejar de arreglar el mundo en la tertulia y pasar de una vez de las palabras a los hechos.

La credibilidad del diario es poco convincente.  Más que un documento auténtico, parece más bien una fabricación realizada a propósito para dar soporte propagandístico a una posición determinada. Salvo las breves y esporádicas menciones a su novia, Lucía, se trata de un diario sin apuntes personales. Es más bien una crónica histórica, en que presta más atención a figuras conocidas tales Juan SantamaríaPancha Carrasco, el Padre Francisco Calvo, el Dr. Carl Hoffmann. el periodista Adolphe Marie, los médicos Cruz Alvarado Velazco y Andrés Sáenz Llorente y hasta el músico español. patriarca de una gran familia de artistas, Alejandro Cardona Llorens. Son escasas y esporódicas las ocasiones en que se refiere a sus compañeros de torpa y, cuando los menciona, aparecen identificados con nombres de escritores de finales del Siglo XX.

Algo que llama poderosamente la atención, es que el relato, así como las reflexiones que se hacen sobre él tengan numerosas inexactitudes históricas. El grupo revolucionario del que forma parte Delfín Dorado decide denominarse Héroes del 56. ya que, según su interpretación de los hechos, la expulsión de los filibusteros fue "la primera derrota del imperialismo yanqui". Sobre esta apreciación, vale la pena aclarar que la incursión de Walker en Nicaragua respondió al acuerdo firmado por Byron Cole con Francisco Castellón, que fue estrictamente privado. Una vez proclamado presidente de Nicaragua, a pesar de sus múltiples y reiterados esfuerzos, Walker nunca fue reconocido por el gobierno de los Estados Unidos.  Por otra parte, Walker, ya como gobernante, consideró que la Compañía del Tránsito, propiedad del magnate Cornelius Vanderbilt, debía ser gravada con mayores impuestos, lo que le hizo ganarse un enemigo poderoso e influyente que, además, tenía la ventaja de estar más cerca de Washington. Antes, durante y después de su incursión en Nicaragua, Walker fue visto, tanto en Centroamérica como en los propios Estados Unidos, como un aventurero que actuaba por cuenta propia. Los barcos de guerra norteamericanos que se aproximaron a Nicaragua en 1857 no entraron en combate. Y, de haberlo hecho, habrían actuado más bien contra Walker. 

Curiosamente, por una parte, en la trama se desenmascaran mitos históricos que se repiten por tradición oral sin que nadie se moleste en confirmarlos pero, por otra parte, en la obra misma se repiten también mitos de este tipo. En la novela, Pancha Carrasco toma las armas y Carmen Lyra lidera la quema de la Información, pese a que ambos hechos son relatos legendarios y que no corresponden con lo que en realidad ocurrió.

Este asunto de las imprecisiones llega a estar presente incluso en los más pequeños detalles. El diario del combatiente, menciona a Schlessinger en la batalla de Rivas, cuando donde estuvo Schlessinger fue más bien en Santa Rosa. Se presenta a don Vicente Aguilar Cubero como ministro y cuñado de don Juan Rafael Mora, cuando es sabido que Vicente Aguilar Cubero era su socio, no su ministro. El cuñado de don Juanito, tampoco era don Vicente, sino el Dr. José María Montealegre Fernández.  

Conforme avanzaba en la lectura del libro, me fui dando cuenta que todas estas inexactitudes históricas eran deliberadas. No son errores sino, más bien, distorsiones, exageraciones, juegos de cambios, es decir, fantasías. La ruta de los héroes es una novela, es decir, una obra de ficción. Más que una novela histórica, da la impresión de que se trata de una novela antihistórica. Poco a poco, la fantasía va ganando más protagonismo y, ya en los últimos episodios, acaba completamente sumida, tanto en el diario del combatiente del 1856, como en las andanzas de Delfín Dorado en las primeras décadas del siglo XXI, en una realidad alternativa. Cuenta lo que pudo haber sido, pero no fue. 

Para evitar arruinarle la sorpresa a quienes no han leído este libro, me abstengo de hacer comentarios sobre el desenlace. Me limito a recomendarles, para que disfruten la trama de principio a fin, que no cometan el error que yo cometí. No se distraigan con las referencias a hechos, situaciones o personajes que les resulten familiares. Esta novela, como todas las novelas, es un mundo en sí misma. Lo que sucedió hace poco, como lo que ocurrió hace mucho, tuvo lugar en un país imaginario y (en este caso la advertencia resultó ser cierta), cualquier semejanza con personajes o acontecimientos de la realidad es puramente accidental. Los novelistas, amos y señores del mundo que crean, solamente le deben fidelidad a su propia fantasía y nada, ni siquiera la realidad conocida o documentada, puede ponerle límites a sus sueños.

La lectura de La ruta de los héroes nos invita reflexionar sobre el pasado, presente y futuro de Costa Rica, pero no solamente a partir de los datos, sino también por medio de la fantasía.

En todo caso, hasta los libros de historia más rigurosos y documentados, están también llenos de inexactitudes. Las de los historiadores no solamente son inexactitudes inconscientes e involuntarias sino que en alguna medida también responden a su propio mundo imaginario. Al final, se acabe repitiendo lo que se ha descubierto, como lo que se ha interpretado. Lo que consta se altera con lo que se cree, o lo que se quiere creer. La literatura, desde la fantasía, nos puede aclarar la realidad. La historia, inevitablemente, es en gran parte fruto de la imaginación.

INSC: 2779

martes, 6 de abril de 2021

Fabio Baudrit y la leyenda del Paso de la Vaca.

 

El Paso de la vaca y otros relatos.
Fabio Baudrit González.
Editorial Costa Rica. 
Costa Rica. 1977.

En uno de sus primeros casos, como abogado recién graduado, a don Fabio Baudrit González le tocó defender a un hombre que había cometido un homicidio. Como la culpabilidad de su cliente era innegable y estaba fuera de toda duda, el único argumento que se le ocurrió plantear en su defensa fue que el asesino sufría de demencia. Su alegato fue tan convincente que su defendido acabó siendo encerrado de por vida en el hospital psiquiátrico. A decir verdad, no le hizo ningún favor. Si lo hubieran declarado culpable, lo habrían condenado a unos años de cárcel, tras los cuales, eventualmente acabaría saliendo en libertad. Pero al ser considerado un loco peligroso, aquel hombre nunca volvió a poner un pie en la calle y pasó el resto de sus días maldiciendo a su abogado defensor. 

Otros abogados se hacían ricos y famosos, pero el bueno de don Fabio no tuvo la misma suerte y se quejaba de que a su bufete solamente llegaban dos tipos de clientes: los que no tenían dinero y los que no tenían razón. Una vez, por ejemplo, una viejita mendiga le solicitó que le ayudara a conseguir una pensión para su marido, que estaba muy enfermo. Aquello fue a principios del Siglo XX y todavía el Estado otorgaba pensiones a quienes hubieran luchado en la campaña nacional contra los filibusteros de William Walker. Los únicos tres requisitos que se solicitaban eran: haber participado en la guerra, no tener medios de subsistencia y no estar en capacidad de trabajar. La ancianita le dijo a don Fabio que ella y su marido eran realmente pobres, no tenían absolutamente nada; que su marido estaba tan débil, que apenas era capaz de ponerse en pie, pero que, en los tiempos de la guerra, su marido pasó dos años escondido en la montaña para que no se lo llevaran como soldado. Para ayudar a la pobre mujer, don Fabio le manifestó con optimismo: "De los requisitos que piden, su marido tiene dos de tres". Y ahí mismo le redactó la solicitud de pensión que, poco después, acabó siendo aprobada.

Una vez pensionado, la salud de aquel hombre mejoró milagrosamente y era común su presencia en los actos cívicos de las escuelas, a los que asistía para hablarles a los niños de sus hazañas tan heroicas como imaginarias. El señor, hay que reconocérselo, fue también solidario, ya que en muchas de las solicitudes de pensión de sus amigos compareció, en calidad de testigo, y dijo "haberlos visto" en Santa Rosa y Rivas.

Fabio Baudrit González.
(1875-1954)

Hijo de don Doroteo Baudrit Murillo y de doña Adelaida González Víquez, don Fabio Baudrit González (1875-1954) fue conocido, durante su juventud, simplemente como "el sobrino de don Cleto". Su tío materno, el licenciado Cleto González Víquez, dos veces presidente de Costa Rica, con frecuencia lo regañaba por no tomarse la vida en serio. Cuando don Fabio contrajo matrimonio con María Atilia Moreno Cañas, pasó a ser reconocido como el cuñado del Dr. Ricardo Moreno Cañas. Y, finalmente, cuando su hijo mayor, Fabio Baudrit Moreno, destacó como intelectual y catedrático, don Fabio fue identificado como el padre del rector de la Universidad de Costa Rica. Curiosamente, con un tío famoso, un cuñado famoso y un hijo famoso, don Fabio Baudrit González acabó siendo una figura prácticamente desconocida.

Además de abogado de causas pintorescas y pariente de personajes destacados, don Fabio Baudrit González fue escritor, pero murió sin haber publicado nunca un libro. Sus escritos, todos de tono risueño, que incluyen cuentos, anécdotas y artículos de opinión, quedaron dispersos en muchísimos periódicos y revistas de distintas décadas. Don Adolfo Blen, un meticuloso explorador de hemerotecas, tuvo la paciencia de buscarlos hasta llegar a reunirlos todos. Sin embargo, no llegó a publicarlos. Los primeros escritos de don Fabio datan de 1903 y se mantuvo colaborando frecuentemente en la prensa hasta poco antes de su muerte, en 1954. 

Pese a no contar con libros publicados, don Fabio Baudrit fue miembro fundador de la Academia Costarricense de la Lengua, en la que ocupó el sillón H. Al año siguiente de su muerte, fue elegido para sucederlo en ese puesto, el filólogo y poeta Arturo Agüero Chaves. Ya había caído en desuso la costumbre de que los nuevos académicos dedicaran su discurso de incorporación a elogiar a su antecesor, pero don Arturo Agüero quiso realizar un ensayo crítico sobre la obra de don Fabio Baudrit recopilada por don Adolfo Blen. Ese estudio, junto con una pequeña antología, fue publicado por la Universidad de Costa Rica, pero no tuvo gran difusión.

No sería sino hasta 1977, veintitrés años después de la muerte de don Fabio, que aparecería el libro El paso de la vaca y otros relatos, publicado por  Editorial Costa Rica.  Como su producción literaria era muy abundante, no fue posible publicar todos sus escritos, de manera que se hizo una selección clasificada en cuentos, semblanzas, leyendas, minucias y otras prosas. Afortunadamente, el libro incluyó la lista completa de publicaciones realizada por don Adolfo Blen, de manera que, quien quiera rastrear alguno de los relatos o artículos no incluidos en el libro, no tiene más que ir a la hemeroteca con la seguridad de saber exactamente dónde encontrarlo. El ensayo de don Arturo Agüero también aparece al final del libro.

Los escritos de Fabio Baudrit son breves, amenos, fluidos y, en cada uno de ellos, hace gala de una fina ironía y un sentido del humor punzante. El apartado que lleva por título "Minucias", recopila artículos de opinión sobre distintos temas del acontecer nacional, expuestos y analizados en un sutil tono de burla. No se crea, sin embargo, que don Fabio era un humorista. Sus observaciones son claras, profundas y reveladoras, pero tienen el gran mérito de destacar el lado absurdo, cómico y hasta ridículo, de los temas más serios.

En el apartado de leyendas, cuenta la del Cadejos, la Cegua y la Llorona, pero, sin lugar a dudas, la leyenda que, a la larga, acabó teniendo más impacto en el pueblo, hasta el punto de llegar a convertirse, por ser repetida de boca en boca,  en un mito urbano considerado por muchos como verdad histórica, es la del Paso de la vaca.

Publicada en el periódico El Noticiero, en 1905, la leyenda se refiere al origen del nombre de un humilde barrio al noroeste de San José que, desde mediados del Siglo XIX era llamado "El Paso de la vaca". Se trataba de un caserío de trabajadores y pequeños comerciantes que tuvo solamente un vecino ilustre, ni más ni menos que el poeta Rubén Darío, que alquiló allí una pequeña casita de adobe durante los meses que vivió en Costa Rica.

Cuenta don Fabio que las familias modestas de San José mantenían con los vecinos relaciones cordiales, pero de lejos. Las conversaciones tenían lugar en la calle, el mercado, la pulpería o la salida de Misa, pero era algo muy raro, y bastante mal visto, irse a meter a otra casa. Cuando recibían visitas, las atendían desde el lado adentro de la cerca y, si las pasaban adelante, a lo más que llegaban era a sentarse en la banca del corredor.

La única ocasión en que invitaban a los vecinos, los dejaban entrar hasta la cocina y los atendían con bebidas, comidas y hasta postres y golosinas, era en el Rezo del Niño. De hecho, las casas eran estrechas, sencillas y no tenían cuadros ni adornos ni otros elementos puramente decorativos pero, incluso la familia más pobre, en la época navideña montaba un portal de tan grandes proporciones que, en muchos hogares, apenas dejaba espacio para caminar. Tener un pasito grande y lindo era un lujo con el que todos soñaban para impresionar a los vecinos en la única ocasión en que los dejaban entrar a su casa.

En algún momento vino de Guatemala un escultor que era un verdadero artista tallando santos de madera. Algunos curas le encargaron imágenes para los templos y una que otra familia rica también contrató sus servicios. Pero, entre los humildes trabajadores descalzos de San José, los únicos que pudieron reunir el dinero para hacerle un encargo al escultor "fuerero" (en aquellos años no se decía extranjero ni forastero), fueron unos Abarca a los que, por grandotes y fuertes,  les decían, como apodo, "los bueyes".

Los Abarca le pidieron al escultor que les hiciera un pasito completo, con el ángel, San José, la Santísima Virgen María, el Niño Dios, los tres reyes magos, la mula y el buey. Al oír la palabra buey, el viejo padre de familia, que no soportaba escuchar el apodo por el que era conocido, le ordenó al escultor que, en vez de buey, le hiciera una vaca. El chapín, "fuerero", le respondió que eso no era posible, que se arriesgaba hasta que el cura se negara a bendecirle su pasito, pero ñor Abarca no se dejó convencer y, tajante, le advirtió: "Le pone tetas o no le pago".

Esa Navidad, por curiosidad más que por otra cosa, todos los vecinos de San José fueron a ver el portal de los Abarca, que acabó volviéndose famoso. Entonces, cuando alguien preguntaba una dirección en la zona le decían: "es por la calle de los Abarca, los que le dicen bueyes, los del paso de la vaca".

"Y esa es", declaraba don Fabio, "la religiosa historia del Paso de la Vaca", antes de cerrar su escrito con un contundente: "Como me lo contaron te lo cuento."

Pocos días después de que su leyenda "El Paso de la vaca" apareciera publicada en el periódico,  don Fabio se encontró con su buen amigo Juan José Loaiza, un hombre ingenioso y conversador, quien no solo le dijo que había leído su escrito y lo felicitó por la forma tan amena en que contó la historia, sino que también le comentó que todavía vivían en el Paso de la vaca, descendientes de la familia Abarca que había encargado hacer su pasito al escultor guatemalteco.

Don Fabio reaccionó sorprendido ante la noticia, ya que todo, absolutamente todo, era inventado. Nunca existieron en realidad ni los Abarca, ni el escultor guatemalteco, ni el pasito con vaca en lugar de buey. Su historia era tan inventada como la demencia del asesino que le tocó defender, o las hazañas patrióticas y heroicas de aquel pobre hombre que estuvo dos años escondido en la montaña para no ir a la guerra. Sin embargo, como buen escritor, es decir, autor de ficciones, y por puro apego a la mentira, no le confesó a su amigo que nada de lo que había relatado era cierto.

La leyenda del Paso de la vaca, como ya se dijo, fue publicada en el periódico en 1905 y  don Fabio murió en 1954. Durante casi medio siglo, entonces, don Fabio pudo sonreír complacido, al ver como su relato era repetido de boca en boca, hasta convertirse en historia oficial. Su nombre, como autor, fue olvidado, pero al menos una de las páginas que escribió llegó a ser tan aceptada por el pueblo, que acabó apropiándose de ella. Incluso hoy en día, son muchos quienes repiten la historia del origen del pintoresco nombre del barrio al noroeste de San José, sin haber escuchado nunca mencionar el nombre de don Fabio Baudrit González. 

INSC: 1784

viernes, 26 de marzo de 2021

Los ojos del antifaz. Novela de Adriano Corrales.

Los ojos del antifaz.
Adriano Corrales.
BBB. Costa Rica. 2020

En determinado momento, David, el protagonista de la novela Los ojos del antifaz, de Adriano Corrales, se mira al espejo y no se reconoce. Aún joven, le cuesta creer que aquel rostro envejecido, maltratado, doloroso y amargo, sea el suyo. No hace mucho que era un muchacho alegre, curioso y enamoradizo que, a falta de un balón de verdad, jugaba con sus amigos utilizando como pelota una vejiga de chancho bien inflada y bien cosida.

Creció en el campo, tan cerca de la naturaleza virgen que, en las noches, se escuchaban los gruñidos de manadas de saínos salvajes que se atrevían a curiosear cerca de la casa. Estaba pequeño cuando, cargada dentro de una carreta de bueyes, venía enroscada una enorme serpiente muerta. Los habitantes del lugar se congregaron curiosos y, para que pudieran verla mejor, la colgaron de un poste. Se aprovechó todo. El cuero, que parecía inagotable, sirvió para hacer zapatos, cinturones y billeteras, la grasa, para remedios caseros y la carne para hacer chicharrones.

Su infancia y juventud las vivió en un lugar mágico, en que los fantasmas hacían visitas para anunciar su propia muerte, las brujas se entretenían anudando apretadas trenzas en las crines de los caballos y el Dr. Ricardo Moreno Cañas operaba en sueños a sus devotos. Las oportunidades de divertirse y socializar eran pocas, pero se aprovechaban al máximo, como la vez aquella en que tuvo su primera, brevísima, pero inolvidable conquista amorosa con la muchachita que hacía fila delante de él para montarse en la rueda de Chicago.

Guy de Maupassant decía que una novela es un ciclo completo de vida, que se toman los personajes en un momento de sus vidas y se les acompaña, durante la transición, hasta el momento siguiente. El David joven, fuerte, sano, juguetón, idealista y soñador que respiraba el aire puro del monte y se bañaba en los ríos, no es el mismo David, joven aún, que se mira al espejo y se percata que, aunque actuó movido por las mejores intenciones y con el propósito de hacer lo correcto, el sueño al que dedicó todas sus energías, por el que hizo enormes sacrificios y en el que hasta puso en riesgo su vida, no fue más que un espejismo.

De mente inquieta, David desde pequeño se cuestionaba todo, hasta la doctrina del catecismo. Era inteligente y curioso, pero acabó volviéndose rebelde y revoltoso, hasta el punto que, siendo apenas un adolescente, Cuzuco, el director del colegio, lo expulsó por haber afeado, con protestas estudiantiles, la visita del Presidente de la República. Fuera de las aulas, sin derecho a matricularse en ninguna institución estatal de segunda enseñanza, David, que podía ser constante cuando se lo proponía, terminó la secundaria y abandonó su verde y mágica tierra natal para ir a estudiar a la universidad.

Deambuló por distintas carreras, se hizo de amigos y, además de compartir parrandas juveniles, acabó involucrándose en una agrupación política que, en la novela, se llama simplemente "La orga". Aunque en el grupo había unos cuantos intelectuales y hasta algunos miembros de otros países, que tenían amplia experiencia en tácticas de agitación, labores de espionaje y hasta de guerilla, lo cierto es que la gran mayoría de los compañeros eran revolucionarios de camiseta y boina. Muchachos que se proponen cambiar el mundo, sin ser capaces de cambiar sus propios hábitos, que pretenden establer otro orden de cosas, sin tener su propia vida en orden.

Los ojos del antifaz.
Adriano Corrales.
Primera edición.
Perro Azul. Costa Rica. 1999.

Aquellos jóvenes, aunque cumplían con entusiasmo las tareas que les asignaban los dirigentes, la mayor parte del tiempo eran simplemente compañeros de tertulia y de parranda. Acabaron viviendo todos juntos en una casa alquilada pero el asunto no funcionó muy bien, porque todos comían y solamente unos pocos aportaban. Los recursos llegaron a ser tan escasos que, en una ocasión, todos intervinieron en el debate oral y público de un juicio que se improvisó por la desaparición de un plátano. En la convivencia quedó claro que la tan cacareada palabra "solidaridad", unos (pocos) la consideraban un deber, mientras que otros (muchos) la aprovechaban como una ventaja gratuita. 

Era el final de los años setenta y como David era uno de los más entusiastas de la orga, le propusieron entrenarlo para que fuera a luchar como guerrillero sandinista en el frente sur de Nicaragua.  David tenía su novia y sus planes. Fue duro decidir entre Lucía y la lucha revolucionaria pero, se dijo, la lucha está por encima de todo. Además, pensó: "Si me niego, quedaré como un farsante."

Se fue entonces como "voluntario" y, ya en la montaña, llegó a entablar buena amistad con sus compañeros de armas. Eran en verdad muy distintos a los revolucionarios de la universidad y poco a poco fue conociendo sus historias, reales o inventadas, así como las razones por las que explicaban, tanto a los otros como a sí mismos, el que estuvieran allí. Entre los guerrilleros había personajes de todo tipo y hasta niños de doce años de edad, cuya estatura apenas era ligeramente más alta que el fusil que cargaban. Los más viejos, tenían sus razones, pero en cuanto a los chavalitos, aunque eran valientes y arrojados, resultaba difícil de creer que fueran "voluntarios".

A la hora de escoger su nombre de guerrillero, tras descartar muchas opciones, David decidió llamarse Aquiles. Lo más terrible del tiempo de lucha en la montaña no fue el hambre, ni el frío, ni la lluvia, ni el sol, ni las largas caminatas con el equipo a cuestas. Ni siquiera fueron los tiroteos ni la conciencia de que se arriesgaba la vida a cada paso. Lo más terrible fue la muerte, tanto de los compañeros como del enemigo porque, tras los combates, David o, más bien, Aquiles, descubrió que los muertos no solamente tienen un aspecto impactante, que impresiona por lo grotesco, sino también un olor penetrante que queda impregnado por dentro y por fuera de quien se les acerca demasiado.

Cuando Anastasio Somoza abandonó el poder en Nicaragua y los guerrilleros fueron recibidos en las principales poblaciones del país como héroes, por todo lo sufrido, el sabor de la victoria fue amargo y llegó a prestarse para ironías. Hasta la consigna revolucionaria "Hasta la Victoria, siempre", era repetida por los mismos guerrilleros con otro significado, porque en Nicaragua, Victoria es una marca de cerveza.

La madre se curó de todos los males que la tenían postrada en una cama cuando su hijo volvió a la casa. El retorno fue difícil. "¿Cómo se hace para volver?"  A petición de los curiosos, David contaba sus andanzas como si el protagonista de su relato fuera otro y no él mismo. Su mente estaba en otra parte. No le interesaba hacerse el interesante con relatos de aventuras, sino retomar de nuevo su vida, sus planes, volver a encontrarse con su novia, buscar una ruta a seguir, hacer algo después de ese paréntesis en su vida. A veces se preguntaba qué habría sido si nunca hubiera salido del pueblo. Tal vez peón de finca, trabajador del aserradero o dependiente de comercio. 

David quería retomar su vida, pero "La orga", tenía otros planes para él. Decidieron, sin consultarle, aprovechar su experiencia para realizar lo que llamaban "operaciones de recuperación financiera", eufemismo rimbombante que, en buen castellano, significa, simple y llanamente, realizar asaltos para obtener un botín. Bien mirado, la tergiversación de las palabras es hasta irónica. Solamente se puede recuperar lo que a uno le pertenece. Recuperar algo que pertenece a otro es, por feo que suene, robar.

El asalto a una sucursal bancaria salió bien. No hubo heridos, ni muertos ni detenidos. Pero en el segundo golpe las cosas se complicaron y David acabó arrestado e interrogado. Los cuerpos policiales estaban alarmados y tensos. A inicios de los años ochenta estaban sucediendo hechos cada vez más violentos. secuestros de empresarios de otras nacionalidades residentes en el país, tiroteos, asaltos y acciones de organizaciones armadas con algún tipo de connotación política, como las del grupo La Familia, que dejó la muerte de dos guardias civiles durante un enfrentamiento y de la joven Viviana Gallardo Camacho, ametrallada en una celda mientras esperaba presentarse a juicio.

David llegó a pensar que no saldría vivo del interrogatorio. Nadie, ni siquiera él mismo, sabía dónde se encontraba. Pero a fin de cuentas lo dejaron ir. Pudo dormir y, a la mañana siguiente, mientras se aseaba, se miró al espejo.

"Allí, frente a mí, estaba parado un tipo con los ojos amoratados y la cara de una palidez violácea. Un tipo barbado y golpeado por días y años de lucha inútil consigo mismo y con la muerte. Un tipo desconocido, envejecido por los años a la interperie y a salto de mata. No un guerrero, sino un transeúnte por la vía de los que nunca se descubrieron...Ese era el antifaz que había llevado hasta siempre... Ese tipo no era yo, era otro. Los ojos, mis ojos, al fin podían mirar el antifaz. O el antifaz mirar a mis ojos."

En Centroamérica abundan las obras testimoniales de guerrilleros pero, por lo general, son de corte propagandístico o apologético en las que el protagonista es retratado como héroe o como víctima. Los ojos del antifaz no va por ahí. Es una novela en la que, más que en la referencia histórica, la atención está concentrada en el drama humano, más que en la lucha social, el argumento se concentra en la experiencia individual. Independientemente de las posiciones políticas o ideológicas que pudiera tener quien la lea la novela, acabará comprendiendo a David y, hasta me atrevería a afirmar que, conforme avance el lectura, llegará hasta a sentirle afecto.

No sé si Adriano los escogió deliberadamente o si ni siquiera se dio percató del detalle, pero encontré profundamente simbólicos los dos nombres del protagonista. David, como el pastorcillo que, siendo apenas un niño, derribó con su honda a un guerrero gigante armado hasta los dientes, y Aquiles, el invencible que tenía, sin embargo, un punto vulnerable.  A pesar de la fortaleza de sus palabras, sus ideas y sus acciones, de alguna forma es evidente que, en el fondo, el personaje que está detrás del antifaz es una criatura frágil. A la larga, él mismo se percata que el punto débil de su ser es más que el talón y que el enemigo que pretendía derribar es mucho más grande que Goliat.

Los ojos del antifaz.
Adriano Corrales.
EUNED. Costa Rica. 2007.

El sueño se volvió una pesadilla de la que fue triste despertar. A lo largo del libro hay reflexiones filosóficas, éticas, estéticas e históricas de gran interés y profundidad. Hasta las alucinaciones, o premoniciones, de la vez que durmió tres días seguidos son fascinantes. David sufrió al lado de la sarta de vagos de la universidad, en los duros tiempos de la guerrilla y en las operaciones clandestinas en las que lo involucró "la orga", pero disfrutó de la serenidad de las nostálgicas charlas con sus caseros doña Luz y don Toño. David, en el fondo, era un pensador y un artista más que un guerrilero o un redentor de la sociedad.

Mientras leía Los ojos del antifaz,  reafirmé mi convicción de que los movimientos de izquierda, pese a su prédica contra la discriminación de clase, en la práctica son bastante clasistas. Están, para empezar por lo más alto, los que llamo "los comunistas gourmet" o, como les dicen en Europa, "La gauche", que son pura pose, como las preciosas ridículas de la comedia de Moliére. Luego están los dirigentes, que dan la cara y pronuncian discursos, pero nunca se ensucian las manos. Y, en lo más bajo de la pirámide, están quienes, como el David de la novela, hacen cualquier cosa que les manden y son capaces de poner a un lado hasta sus aspiraciones personales con tal de contribuir a la causa.

Los de arriba son una farsa. Los de abajo de verdad se creen el cuento. Su idealismo y su compromiso son auténticos, pero acaban siendo utilizados como peones de una partida en la que otros deciden sus movimientos. Uno no puede dejar de preguntarse cómo alguien que, siendo apenas un muchacho, ponía en apuros a la maestra de religión por cuestionar la doctrina y el catecismo, luego, ya más crecido, no solo abrazó sin objeciones de ningún tipo la religión, la doctrina y el catecismo de "la orga", sino que hasta cumplió sus órdenes sin cuestionarlas en lo más mínimo.

El ideal por la justicia social lo llevó a la delincuencia. Se jugó el riesgo de matar, de que lo mataran o de ir a parar la cárcel, con tal de obtener un botín del que ni siquiera recibiría una parte, puesto que debía entregarlo a los de arriba, a los que dan órdenes sin arriesgar nada.

Lo irónico, y lo triste, es que los más comprometidos y obedientes, cuanto todo acabó, fueron los más olvidados. Los otros, los que hablaban de revolución pero tuvieron el cuidado de mantenerse lejos de los disparos, hospedados en buenos hoteles mientras sus compañeros se escondían en charrales con el enemigo al frente, al final siguieron politiqueando y encontraron su campito en los partidos que antes combatían.

Sereno, sin dolor y sin resentimientos, David llega a decir que si un largo periodo de su juventud se puede considerar como un montón de años perdidos, confía al menos que no acabe siendo también una memoria perdida. Y se propone entonces escribir su historia personal novelada.

Una vez, le pregunté a Adriano si este libro se podía considerar como unas memorias o un testimonio de su experiencia personal. Tras un profundo respiró, simplemente me respondió: "Los ojos del antifaz es una novela."

Una novela, por cierto, que lleva años generando interés y atrayendo lectores. Su primera edición fue publicada en 1999 por Perro Azul, en 2001 fue editada en Argentina por el sello Piel de leopardo, la EUNED la incluyó en sus colección de literatura costarricense en 2007 y la edición más reciente la realizó BBB en el año 2020.

INSC: 1091, 2777

lunes, 22 de marzo de 2021

Boris Spassky y Bobby Fischer. El torneo de ajedrez del siglo, 1972.

Spassky Fischer.
Todas las partidas del 
Match del Siglo.
Lorenzo Ponce-Sala
Bruguera, España. 1972

Nunca antes, y nunca después, el ajedrez acaparó tanta atención como cuando, en 1972, se disputó el campeonato mundial entre el ruso Boris Spassky, que defendía su título, y el norteamericano Bobby Fischer, que era el retador.

"El sereno mundo del ajedrez", como lo llamaba el propio Spassky, es un ambiente de competencias largas, lentas y silenciosas, premios modestos y escaso público. Un torneo de ajedrez no tiene momentos espectaculares para quien no comprenda el juego y, con mucha frecuencia, ni para los propios entendidos tampoco.

Sin embargo, tal vez por el tenso ambiente de la guerra fría, que enfrentaba en aquel tiempo a la Unión Soviética y a los Estados Unidos, el hecho de que el campeonato de 1972 tuviera a un norteamericano como retador de un campeón ruso, logró que el evento fuera llamativo, quizá más desde el punto de vista político que del propiamente deportivo.

Las actitudes de los contendientes eran verdaderamente distintas. "Yo compito por mi patria y por mi bandera", decía Spassky, mientras que Fischer declaraba sin pelos en la lengua, "Más allá del título, a mí lo único que me importa es el dinero." 

La diferencia de edad entre ellos era mínima (Spassky era solamente siete años mayor que Fischer), pero por la personalidad y el aspecto de los jugadores. daba la impresión de que en el encuentro se enfrentaba un hombre maduro, serio, elegante y sereno contra un muchacho flaco, rubio, atarantado e inquieto.

Aunque nacieron y crecieron en sociedades muy distintas, en las vidas y costumbres de ambos había muchas coincidencias. Los dos fueron hijos de familias de escasos recursos y los dos crecieron sin la presencia del padre. El de Spassky murió cuando el futuro campeón ruso era un niño pequeño y el de Fischer abandonó la familia cuando el futuro campeón americano era también un niño pequeño. Tanto Spassky como Fischer aprendieron a jugar ajedrez antes de aprender a leer y a escribir. Compartían además la afición por los mismos deportes e intereses, ambos jugaban tenis y practicaban con frecuencia la natación, eran grandes lectores que devoraban un libro tras otro, estudiaban a fondo cuanta publicación de ajedrez encontraban y compartían un gran interés y facilidad para aprender idiomas.

Consultado sobre esas coincidencias, Spassky decía: "La única diferencia entre Fischer y yo, es que yo no fui un niño prodigio. Yo fui aprendiendo poco a poco. Fischer parece que lo sabía todo desde la primera vez que se sentó ante un tablero."

Había también otra diferencia. Boris Spassky completó sus estudios y se graduó en la universidad como periodista, carrera que, sin embargo, nunca ejerció. Boby Fischer abandonó la escuela en la adolescencia y se dedicó exclusivamente a jugar ajedrez. Para ganarse la vida, cobraba por sus partidas, sus torneos, sus simultáneas, sus presentaciones y hasta por sus entrevistas.

"La ventaja de los rusos", decía Fischer, "es que los ajedrecistas son profesionales. Reciben un estipendio del gobierno para que se dediquen a tiempo completo a perfeccionar su juego. En los Estados Unidos y en el resto del mundo, hay muchos talentos que se pierden porque no pueden jugar ajedrez competitivamente y ganarse la vida al mismo tiempo."

Cuando alguien que no sabía jugar ajedrez le preguntaba a Fischer por el juego, con una gran sonrisa le afirmaba: "Es muy divertido y muy fácil. Y aunque ser un gran jugador de ajedrez no está al alcance de cualquiera, ser un buen jugador de ajedrez sí es algo que cualquiera puede lograr. Es como el baile. No cualquiera es un gran bailarín, pero el mundo está lleno de buenos bailarines."

Al campeón cubano José Raúl Capablanca lo llamaban  "El Mozart del ajedrez", elogio con el que también han distinguido al actual campeón mundial, el noruego Magnus Carlsen. Bobby Fischer, en su momento, también fue llamado "El Mozart del ajedrez",  no solamente porque las partidas que jugó Fischer siendo un niño, como las piezas musicales que compuso Mozart siendo niño, son de una audacia asombrosa, sino porque para ambos ese nivel de calidad les parecía fácil de lograr y lo alcanzaban de manera espontánea, sin esfuerzo. Se sabe que en los manuscritos de Mozart no hay ni una sola corrección. Fischer, muchas veces, incluso en torneos importantes, ni siquiera se tomaba la molestia de escribir sus partidas. Ambos tenían una memoria prodigiosa. Mozart era capaz de tocar cualquier composición después de haberla escuchado una única vez y Fischer podía reproducir de memoria en un tablero cualquier partida que hubiera jugado, presenciado o estudiado.

De hecho, una de las primeras cosas que llamó la atención en el campeonato mundial de ajedrez de 1972, fue que el campeón ruso llegó al encuentro con un equipo de asesores, entre los que se encontraban cuatro maestros que habían derrotado a Fischer anteriormente. Fischer, en cambio, llegó solo y se mantuvo solo durante todo el encuentro. "Nadie puede ayudarme a analizar mi juego", dijo Fischer.

Spassky y Fischer ya habían jugado en cuatro ocasiones y, aunque Fischer demostró ser un digno rival, nunca había logrado derrotarlo. Ganaba Spassky o empataban.

Que un campeón mundial, acompañado de un equipo asesor de grandes maestros, se enfrentara a un retador que estaba completamente solo, fue visto en su momento como una alegoría del colectivismo soviético frente al individualismo norteamericano.

Fischer estaba desde hacía años acostumbrado a estar solo. No tenía novia ni amigos. Solicitó a los organizadores que tuvieran a alguien disponible por si deseaba jugar tenis, pero no quería hablar con nadie durante el torneo. Solo, sin asesores y sin compañía, las sesenta y cuatro figuras del tablero serían sus mejores y únicos amigos durante las semanas en que se jugarían las partidas por el campeonato mundial.

Parecía inevitable que el ruso acabaría manteniendo el título. Especialmente porque Fischer perdió la primera partida y no se presentó a la segunda. Sin embargo, cuando Fischer empezó a recuperar terreno, empató en puntos al campeón y, luego, tomó la delantera, quedó claro que aquello era un verdadero duelo de titanes.

Conforme avanzaba el torneo, empezó a ganar más y más atención. Las partidas empezaron a ser transmitidas por televisión. Los periódicos de todo el mundo reseñaban y comentaban cada partida. En Colombia, el diario El Tiempo colocó un tablero gigante en la fachada de su edificio, que acabó generando congestionamientos de tránsito, ya que la multitud congregada al frente era enorme a todas horas. Hasta las emisoras de música popular, en Islandia, la Unión Soviética, los Estados Unidos y distintos países europeos, latinoamericanos y asiáticos, interrumpían la canción que estaba sonando cada vez que había un movimiento. En los clubes de ricachones, grandes industriales, comerciantes y ganaderos, que no sabían nada de ajedrez, hacían fuertes apuestas por el triunfo de su jugador favorito. Las noticias reportaban que, incluso en grandes ciudades, era imposible conseguir un juego de ajedrez, porque las tiendas ya los habían vendido todos.

La fiebre que desató el encuentro Sapssky Fischer, se mantuvo durante toda la década de los años setenta, en la que, ya sea mal o bien, una gran número de personas de toda edad, jugaban al ajedrez o, al menos, sabían cómo se movían las piezas y se apuntaban a aceptar un reto. Eran comunes los torneos de barrio y se hacían campeonatos de ajedrez en oficinas, instituciones, fábricas y hasta en las cárceles.

Mi tío Gilbert fue quien me regaló mi primer tablero de ajedrez. No solamente me enseñó cómo se juega, sino también cómo se escribe. Cuando ya fui capaz de leer y reproducir una partida, me regaló el libro "Spassky Fischer. Todas las partidas del match del siglo", en que, comentadas por el español Lorenzo Ponce-Sala, se recopilan completas las veintiún partidas del enfrentamiento por el campeonato mundial de 1972, así como las otras cuatro partidas que habían sostenido previamente Spassky y Fischer antes de disputarse el título de campeón del mundo. Ese libro, fue el primer libro de ajedrez que tuve y, aunque con los años he ido adquiriendo y revisando otros, sigue siendo el más apasionante que tengo y lo repaso con frecuencia.

Los entendidos han repetido mil veces que el juego de Spassky fue muy cauteloso, mientras que el de Fischer fue muy agresivo. Pero hubo en este torneo ciertas jugadas fuera del tablero bastante notorias. Aunque era Fischer el que protestaba por todo, por la luz, por el ruido, por el sillón, por la mesa y hasta por el tamaño y material del tablero y las piezas, a la larga fue Spassky el que acabó estando más nervioso, al pundo de solicitar el aplazamiento de la partidas número nueve y número catorce por sentirse indispuesto.

Aunque se jugaba con reloj y el tiempo podía ser un factor determinante al final de la partida, Fischer, así jugara con las negras o con las blancas, solía llegar tarde, cuando la partida ya estaba iniciada, mostrando con ello que no le importaba perder varios minutos de su tiempo. Spassky, que era famoso por su puntualidad, nunca llegó tarde pero, como para dar a entender que a él tampoco le preocupaba mucho el reloj, en una ocasión que jugaba con las blancas, dejó correr el reloj diez minutos antes de hacer la jugada inicial. El tiempo, en todo caso, nunca llegó a ser protagonista en el torneo, ya que todas las partidas terminaron cuando a ambos jugadores aún les quedaba como media hora disponible. Consultado si sus llegadas tardías eran un práctica intimidatoria, Bobby Fischer lo negó: "Yo soy impuntual. Los impuntuales llegamos tarde, pero no lo hacemos a propósito."

Cuando Fischer ganó el derecho de disputar el campeonato mundial, se barajaron varias sedes para el encuentro. El Dr. Max Euwe, holandés y campeón mundial de 1935 a 1937, quien era presidente de la Federación Internacional de Ajedrez, dispuso que el torneo no se disputara ni en la Unión Soviética ni en los Estados Unidos. El Dr. Euwe, por cierto, era en aquel momento el último campeón mundial de otra nacionalidad distinta a la rusa, ya que, después de él, ocho rusos fueron campeones mundiales desde 1937 hasta 1972.  

Spassky prefería jugar en Europa y Fischer en América. Las dos opciones americanas eran Argentina (preferida por Fischer) y Colombia. Al final la sede elegida fue Islandia, porque ofreció un mejor premio. Sin embargo, el monto de ciento veinticinco mil dólares de premio le pareció poco a Fischer, quien amenazó con no presentarse si no ofrecían más. Un banquero de Londres salvó el torneo al aportar cien mil libras esterlinas extra al premio. Según parece, el dinero sería repartido en un sesenta por ciento al ganador y un cuarenta por ciento al perdedor.

La dinámica del torneo era bastante sencilla. Ambos contendientes jugarían veinticuatro partidas. En cada partida, cada uno tendría dos horas y media de tiempo. Si a alguno se le acababa el tiempo, perdía, pero, como ya se dijo, el tiempo no fue determinante para ninguno de los dos. Por cada partida ganada, el triunfador se llevaba un punto. Si los jugadores acordaban un empate, o dejarla "tablas" como se dice en ajedrez, cada uno obtendría medio punto. El torneo terminaría cuando alguno de los dos alcanzara doce puntos y medio. Al que lo lograra, se declararía ganador y no se jugarían las partidas restantes, puesto que ya no podrían cambiar en nada el resultado final. En caso de empate, es decir 12 y 12 puntos, se daría por ganador al que ya ostentaba el título.

Una de las características más bellas del ajedrez es que, de cierto nivel para arriba, casi nunca hay un jaque mate. Los grandes jugadores son capaces de prever las jugadas que vienen y, cuando se dan cuenta que sus posibilidades de ganar o empatar son nulas, se retiran del juego y conceden la victoria al oponente. "Un buen ajedrecista nunca es derrotado", decía Bobby Fischer, "porque él solo se da cuenta en qué momento no vale la pena seguir adelante."

Los que con frecuencia no se dan cuenta de cómo están las cosas cuando los jugadores se retiran son los miembros del público, que no pueden ver más de unas cuantas jugadas por adelantado y se hace necesario, entonces, que alguien explique las jugadas posibles y la razón por la que el triunfo es para tal o cual contendiente. En el libro, Lorenzo Ponce-Sala con frecuencia debe explicar perspectivas que para el común de los mortales, como uno, no saltan a la vista.

Fischer perdió la primera partida y no se presentó a la segunda. Con ese marcador inicial de dos a cero, sus posibilidades de éxito parecían muy remotas. Todo le molestaba, todo le incomodaba, de todo se quejaba. Al principio rogaba y al final exigía todo tipo de cambios. El caballeroso Spassky soportaba con paciencia los berrinches de su oponente y consentía que le dieran gusto en todo lo que pidiera. Spassky era gentil y accesible con los periodistas. Fischer les huía y esto, como es fácil de suponer, le generó mala prensa. Los periódicos presentaban a un ecuánime y sereno caballero soportando pacientemente las rabietas de un muchacho malcriado.

Se creyó que Fischer solamente hacía un show porque iba a perder, pero ganó la tercera partida, empató la cuarta y ganó la quinta. El torneo parecía volver a empezar de cero. Estaban dos y medio a dos y medio.

En la sexta partida, Fischer, que jugaba con las blancas, dio la gran sorpresa al abrir el juego con peón cuatro dama. Nunca había empezado una partida así. Esa era, más bien, la forma más común de movimiento inicial de Spassky. Fischer no estaba jugando como Fischer, sino como Spassky. A lo largo del juego, el campeón ruso quedó desconcertado por movimientos inesperados del norteamericano y, en la jugada 49, abandonó la partida. Fischer había tomado la delantera tres y medio a dos y medio. En la sétima partida quedaron tablas, por lo que la ventaja de un punto,a favor de Fischer, se mantuvo.

A partir de la octava partida, los encuentros fueron transmitidos por televisión en los Estados Unidos y en Europa. Y en esta primera partida televisada, Boris Spassky, el campeón del mundo acabó acostando su rey, declarándose derrotado. La novena quedó tablas y la décima la ganó Fischer, porque Spassky se retiró. La posición final de esta décima partida aún hoy es un quebradero de cabeza para los estudiosos. Fischer había quedado con dos torres y dos peones, mientras que Spassky tenía una torre, un alfil y un peón. Además de la ventaja de piezas, Fischer tenía ventaja de posición, pero aún así hay quienes dicen que no todo estaba perdido para Spassky y que no debió haberse retirado.

Spassky ganó la partida once, empató la doce y perdió la trece. La catorce fue tablas, por lo que, al inicio de la partida quince, Fischer llevaba ya una ventaja de ocho y medio a cinco y medio. Las partidas quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho y diecinueve fueron tablas, pero estos empates solamente favorecían al retador.  

Aunque el reloj nunca fue protagonista, en la partida diecinueve llamó la atención que, en cuarenta movimientos, el ruso utilizara dos horas y veinte minutos, frente a una hora y cincuenta minutos del norteamericano. Pese a su acostumbrado aspecto impasible, sin gestos ni ademanes, Boris Spassky se veía tenso y, pese a su inevitable temperamento inquieto, caminando alrededor sosteniéndose la cabeza con las manos, Fischer se veía relajado.

Cuando parecía que Fischer iba directo a coronarse campeón, Spassky gana la partida número veinte. La posición en que abandonaron la partida, en la jugada treinta y uno, da mucho que pensar. Spassky tiene ventaja, pero hay quienes dicen que Fischer pudo haber todavía buscado el empate. Fischer, en muchas entrevistas posteriores, explicó que no tenía manera de evitar perder este juego.

Independientemente de que ganara uno, ganara el otro, o quedaran tablas, los ajedrecistas alrededor del mundo coincidían en que el juego de ambos era impecable, magistral, asombroso, perfecto. Pero en la partida número veintiuno ocurrió lo que nadie se esperaba. Spassky cometió un error o, al menos, hizo una jugada inexplicable. El campeón ruso se percató de inmediato de que, de todas las opciones que tenía, eligió la menos conveniente. No había manera de reparar la situación y Fischer tomó una ventaja apabullante. La partida fue suspendida y Spassky no se presentó cuando fue reanudada. Bobby Fischer fue proclamado entonces como campeón del mundo.

Boris Spassky elogió a su sucesor. "Fischer no solamente derrota a sus oponentes, sino que los destruye, los aniquila." El periódico Pravda, órgano oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética publicó: "Spassky esperaba un error de Fischer. Spassky se equivocó. Fischer no se ha equivocado nunca."

Bobby Fischer comentó, en una entrevista, que cuando despertó a la mañana siguiente de haber ganado el campeonato mundial de ajedrez, en vez de una sensación de éxito, experimentó una sensación de vacío. Anteriormente había dicho que, cuando fuera campeón del mundo, seguiría dando presentaciones, aceptando retos y defendiendo su título, pero más bien, tras ganar el Campeonato Mundial, desapareció de la escena pública, como si se lo hubiera tragado la tierra. Nadie sabía que hacía ni dónde vivía y no volvió a participar en competencias. Ni siquiera defendió su título en 1975.

Curiosamente, a Spassky, que en un primer momento dijo que esperaba recuperar su título en la primera oportunidad que tuviera, también se lo tragó la tierra. En 1976 abandonó la Unión Soviética y se trasladó a vivir a Francia. No fue sino hasta poco antes de cumplir los ochenta años que regresó a vivir a Moscú. Pero a esos dos grandes ajedrecistas, los únicos campeones mundiales que fueron noticia de primera página alrededor del mundo, dejaron de generar atención en la prensa y se apartaron, también, del sereno mundo del ajedrez.

Al cumplirse los veinte años del famoso torneo, en 1992, Spassky y Fischer volvieron a jugar en Yugoeslavia por un jugoso premio de cinco millones de dólares, tres y medio para el ganador y uno y medio para el perdedor. Ni siquiera lo elevado del monto en disputa logró despertar interés. Hasta los ajedrecistas admiradores de los dos campeones miraron con desdén esta repetición del duelo de veinte años atrás. Se llegó a decir que ver un encuentro de ajedrecistas de hace veinte años, es como ver un encuentro de boxeadores de hace veinte años. El combate se observa con nostalgia, pero sin asombro ni emoción. Fischer ganó el torneo y, al aceptar el dinero del premio, se convirtió en fugitivo del Departamento de Justicia de los Estados Unidos, que previamente le había advertido que no debía aceptar dinero de Yugoeslavia, por estar ese país sancionado debido a su guerra civil. 

Un triste paralelismo en la vida de los dos campeones es que ambos, por distintas circunstancias, llegaron a perder su posesiones. Ambos se lamentaban de los atropellos que sufrieron y coincidían al decir que lo que más les había dolido perder, fueron sus respectivas bibliotecas, que habían logrado reunir a lo largo de toda la vida. 

Aunque abandonó la Unión Soviética, Spassky fue siempre muy discreto en sus declaraciones y no llegó a ganarse grandes enemigos. Fischer, en cambio, no se medía a la hora de hablar y, en cuanto tenía un micrófono enfrente, despotricaba contra todo lo que se moviera y no dejaba títere con cabeza. En sus últimos años, sostenía opiniones muy radicales y bastante extrañas. El Departamento de Justicia de los Estados Unidos giró orden de captura internacional contra él y Fischer fue arrestado en Japón. Para evitar que Fischer fuera encarcelado en Estados Unidos y en recuerdo al histórico encuentro que se jugó en su capital, el gobierno de Islandia le otorgó la ciudadanía y Fischer residió hasta el fin de sus días en la ciudad en que se coronó como campeón del mundo.

La muerte de Fischer, aunque no fue suicidio, sí fue voluntaria. Estaba muy enfermo, pero se negó a someterse a cirugías, recibir tratamientos o tomar medicinas. Como él mismo decía: "Uno sabe el momento en que no vale la pena seguir adelante", Muchos que nunca lo trataron en persona, se han atrevido a diagnosticarle algún tipo de demencia. Su amigo, Boris Spassky, que lo trató de cerca y le tuvo siempre gran aprecio, niega que Fischer estuviera fuera de sus cabales. Dolido por la muerte de su amigo y contrincante, Spassky dijo: "Fischer creía que había personas confabulando para hacerle daño. Yo le decía que eso no era cierto, pero él no me creía. Fischer decía cosas terribles, pero no era un hombre de malos sentimientos. Jugando ajedrez era un niño genio. En el mundo exterior, cuando no jugaba ajedrez, era un niño acorralado. Yo lo conocí bien y puedo afirmar que el alma de Bobby Fischer tenía una pureza tan limpia como el alma de un niño."

Repaso con frecuencia las partidas del campeonato de ajedrez de 1972 y me alegra tener un libro en que esté registrado todo lo que ocurrió en el tablero. Me gustaría que algún día alguien escriba el otro libro, sobre lo que sucedía fuera del tablero, sobre la vida oculta y trágica de los dos grandes jugadores que protagonizaron el torneo del siglo, así como de la amistad que nació entre ellos, compartieron a lo largo de los años y mantuvieron hasta el final.

INSC: 0920

Boris Spassky y Bobby Fischer (1943-2008).


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