Fahrenheit 451. Ray Bradbury. Plaza & Janés. España. 1981 |
Gracias a este libro todos sabemos, y repetimos, que 451 grados Fahrenheit (más o menos 232 grados centígrados) es la temperatura a la que arde el papel. Confieso que nunca me he molestado en averiguar si el dato es cierto. La cosa es que esta novela, con su título tan particular, lleva más de cincuenta años de ser leída y comentada. Su primera edición apareció en octubre de 1953, en un tomo que incluía también dos relatos cortos (El parque de juegos y La roca lloró) que se eliminaron en ediciones posteriores. Pocos meses después de su aparición, la novela fue publicada por entregas en las ediciones de marzo, abril y mayo de 1954 de la por aquel entonces naciente revista Playboy. En 1966 Universal Pictures produjo una adaptación al cine con el mismo título que, aunque recibió buenas críticas en su momento, no alcanzó ni de lejos el impacto popular del libro. Fahrenheit 451, la novela, sigue publicándose, vendiéndose y leyéndose. Fahrenheit 451, la película, es una pieza de museo que solamente los cinéfilos aficionados a la arqueología han visto.
La trama es bastante conocida. En una sociedad del futuro los libros están prohibidos y el trabajo de los bomberos consiste en quemarlos. La razón por la que las autoridades decidieron erradicar la literatura de esa sociedad fue que llegaron a la conclusión de que la lectura no permite que las personas sean felices. Cuando alguien lee, se convierte en un ser aislado, melancólico, incomprendido e incomprensible. La prohibición lleva ya cincuenta años, por lo que todos los adultos y los jóvenes, que han nacido y crecido escuchando ese argumento, le tienen un miedo profundo a los libros. Solamente los muy viejos son capaces de recordar un mundo en el que había bibliotecas llenas de poesías, novelas, cuentos y ensayos.
En esa sociedad sin libros, la única fuente de información y entretenimiento es la televisión, que ha llegado a suplir hasta la escuela. Las pantallas de televisión ocupan toda la pared y los trabajadores de clase media se endeudan para poder comprar esos enormes aparatos.
Guy Montag, el protagonista de la novela, trabaja como bombero y su sueldo es modesto. Sin embargo, ya ha podido cubrir tres paredes de la sala de su casa con pantallas. Su esposa, Mildred, es algo impaciente y, aunque cada vez que discuten Montag le recuerda que aún están pagando las pantallas, ella le reclama que ya va siendo hora de comprar la cuarta pantalla para completar un espacio en el que, aunque esté en casa, le parezca siempre que está en otro sitio. Lo irónico es que no tienen vida en familia por estar mirando a las familias de la televisión. No todo, por supuesto, son telenovelas y comedias. También se transmiten programas de concursos y uno que otro reportaje. Eso sí, nada de argumentos profundos, nada de tramas complejas, nada que implique reflexión ni el más mínimo esfuerzo mental. Solamente chistes simples, imágenes impactantes y juegos divertidos.
Los habitantes de esta sociedad han alcanzado un alto grado de bienestar. Duermen, trabajan, consumen los productos que se anuncian y ven televisión. ¿Qué más se puede pedir?
Pero nunca faltan quienes, como Adán y Eva, aunque viven en el paraíso no resisten la tentación de hacer lo único que está prohibido. En esa sociedad trabajadora, consumista y televidente, todavía hay quienes, quebrantando la ley, tienen escondidos libros en sus casas y, lo que es peor, los leen. Es fácil reconocer a los criminales por su aspecto taciturno y melancólico y nunca falta el vecino buen ciudadano que avisa a los bomberos para que irrumpan sorpresivamente en la casa del lector clandestino, localicen el escondite donde están ocultos los libros y les prendan fuego. Una señora mayor, sin lugar a dudas desequilibrada, murió en las llamas por no separarse de sus libros. Montag participó en la quema y quedó muy impresionado, pero la ley es la ley.
Ya lo dijo el poeta Heinrich Heine: "Donde se queman libros se terminan quemando también personas."
Ya lo dijo el poeta Heinrich Heine: "Donde se queman libros se terminan quemando también personas."
Guy Montag es un buen hombre que cumple con su deber sin complicarse la vida con cuestionamientos éticos. Un buen día conoce a Clarisse McClellan, una muchachita vecina ciertamente muy extraña. Tan extraña que prefería caminar por la calle y contemplar árboles en vez de permanecer sentada en su casa mirando la televisión. Clarisse tiene una conversación interesante con Montag. La conversación, en general, y la conversación interesante, en particular, es algo que rara vez ocurre en esa sociedad perfecta. En su charla, Clarisse se atreve a preguntarle a Montag si alguna vez ha leído algún libro o solamente se limita a quemarlos. Montag no ha leído ninguno, pero no tardará en hacerlo. La muerte de la anciana acabó intrigándolo. Algo debe de haber en los libros para que quienes leen los amen tanto.
El capitán Beatty, jefe de Montag, nota que su subalterno está algo cambiado. Trata de aconsejarlo y le monta guardia. Sus sospechas no tardarán en confirmarse: Montag se ha convertido en un lector.
Quienes han leído la novela saben como termina. Quienes aún no la han leído pueden estar tranquilos porque no voy a contar el final.
Fahrenheit 451 es una novela breve y está dividida en tres partes. La primera, Era estupendo quemar, es tan monótona como la sociedad que describe. La segunda, La criba y la arena, ya entra en conflictos e intrigas y la tercera, Fuego vivo, es de ritmo acelerado y gran tensión.
Ray Bradbury. 1920-2012. |
Ray Bradbury fue un autor de ciencia ficción muy reconocido. Sus Crónicas marcianas llegaron a ser muy populares en su momento. Sin embargo, la ciencia ficción es un género que, aunque sigue cultivándose, ya no genera gran interés. La razón es que el futuro llega, y pasa, muy pronto. Julio Verne publicó Veinte mil leguas de viaje submarino en 1869 y, apenas veintiún años después, en 1890, navegó el primer submarino. En Fahrenheit 451, publicada en 1953, Montag necesita dinero y lo saca de un cajero automático. El cajero automático, aunque su presencia tardó en extenderse, se inventó apenas catorce años después, en 1967. Ocurre también que los futuristas se quedan en el pasado. En la sociedad de Fahrenheit 451, hay cabinas con teléfonos públicos y las personas envían cartas con estampillas.
Pero más que mirar qué se cumplió y qué no, en materia tecnológica en la novela de Bradbury, vale la pena prestar atención más bien al momento en que en la obra fue escrita. Los primeros años de la década de los cincuenta fueron un período oscuro en los Estados Unidos. Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y empezaba la Guerra Fría. La Unión Soviética, aliada en la lucha contra la Alemania nazi, se había convertido, casi de la noche a la mañana, en el nuevo enemigo. El senador por Wisconsin Joseph McCarthy fue el artífice, vocero y figura principal de una ola de paranoia colectiva que, por miedo a la infiltración comunista, proponía una sociedad policial y represiva. Las acciones inquisitoriales se ensañaron, como era de esperarse, en figuras de la literatura y el cine. El pueblo americano, aterrorizado ante un enemigo oculto que acecha por todas partes, llegó a considerar que el control y la represión eran necesarios para mantener la seguridad. Fahrenheit 451 fue publicada en el apogeo del McCarthismo. El mensaje de la novela era oportuno. La censura no solo es absurda, sino inútil.
Mucho de la sociedad consumista y televidente de la novela se ha cumplido en la realidad, pero no tanto como para caer en el pesimismo. Mirar la televisión es un acto pasivo. Navegar en internet es interactivo. Cada vez es más fácil escoger opciones de entretenimiento. Personas que comparten aficiones e intereses pueden enlazarse para compartir información sin importar dónde se encuentren. Y, además, el libro sigue gozando de excelente salud. Los grandes autores de la literatura universal son leídos hoy por un mayor número de lectores del que los leyeron en vida.
Ray Bradbury murió en 2012. El primer dispositivo electrónico portátil para almacenar y leer libros digitales fue lanzado por Sony en 2004. Poco después, en 2007, aparecería el Kindle de Amazon. Supongo que Bradbury, autor de una novela en que los amantes de los libros procuran preservar las grandes obras de la literatura, debió haberse sentido muy feliz por el hecho de que, en esa sociedad del futuro que alcanzó a ver, era posible llevar a todas partes centenares de libros en el bolsillo.
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