domingo, 1 de noviembre de 2015

Pío XII. Papa durante la II Guerra Mundial.

El Papa de Hitler. John Cornwell. Editorial
Planeta. España. 2001.
Dice el viejo refrán que no hay que juzgar un libro por la portada. El Papa de Hitler, de John Cornwell, es un buen ejemplo. El título y la fotografía de cubierta son tan osados como engañosos.
Sobre la figura de Eugenio Pacelli, Nuncio Apostólico en Alemania de 1917 a 1929, Secretario de Estado del Vaticano de 1929 a 1939 y Papa, con el nombre de Pío XII, desde 1939 hasta 1958, se han publicado cualquier cantidad de obras que van desde estudios históricos serios y documentados hasta panfletos llenos de afirmaciones sin fundamento.
En vida, el Papa Pacelli gozó de gran prestigio, pero cinco años después de su muerte una obra teatral, El Vicario de Rolf Hochcuth,  abrió un debate que aún hoy está lejos de agotarse. El punto central de la discusión es que, aunque Pacelli realizó, en repetidas ocasiones, actos no solo valientes sino hasta heroicos a nivel personal y movilizó a todo el aparato de la Santa Sede y de la Iglesia europea en general,  para socorrer a los civiles durante la II Guerra Mundial, nunca pronunció un mensaje que, de manera clara y directa, condenara los atropellos cometidos por la Alemania Nazi. 
Quienes lo critican, sostienen que su silencio ante hechos que debió haber censurado, no obedeció a la prudencia ni a la falta de información, sino que respondía un pacto oculto entre la Santa Sede y el III Reich. Los más atrevidos, llegan a afirmar que Pacelli, a nivel personal, simpatizaba con los nazis. Quienes lo defienden, argumentan que así como no hay palabras contra los nazis, tampoco las hay a favor y que Pío XII, en todo caso, hizo mucho más de lo que dijo y sus acciones son más elocuentes que cualquier discurso. Ambos bandos tienen numerosos hechos para poner sobre el tapete.  Entre los innumerables libros y artículos que se han escrito sobre el tema, no se ha escuchado aún una voz desapasionada. Para unos fue un héroe que actuó con sabiduría y prudencia, mientras que para otros fue un cómplice de las atrocidades que no denunció.
En las polémicas sobre figuras históricas es común encontrar, entre otros muchos, tres tipos de autores: el torero de café, el profeta a posteriori y el sabelotodo. En España llaman toreros de café a quienes, cómodamente sentados alrededor de una mesa, dicen lo que debió haber hecho el matador en el ruedo. Sobra decir que ninguno de ellos ha tenido nunca un toro al frente. En el plano de la historia, hay quienes, con la misma facilidad de la tauromaquia de tertulia, juzgan a los protagonistas de los hechos sin considerar la complejidad del momento que debieron enfrentar.
Por otra parte, es muy fácil calificar las decisiones como acertadas o erróneas cuando todo ha pasado y se sabe en qué paró el asunto. Cualquiera es profeta a posteriori, pero quienes debieron tomar decisiones en determinado momento no contaban, como sus severos jueces, con la ventaja de saber cómo iban a terminar las cosas. Es absurdo que años, décadas o siglos después de los hechos, se les reclame a las figuras históricas el no haber sido capaces de ver el futuro.
El historiador sabelotodo, por su parte, es aquel que no se conforma con investigar y exponer una versión bien sustentada y razonable, sino que aspira a decir la última palabra. En historia, como en muchas otras áreas, es más serio hablar de posibilidades que de verdades. Ante hechos no probados o dudosos, confío mucho más en un historiador que sugiera "lo que pudo haber ocurrido..." que en uno que afirme "lo que en verdad ocurrió..."
Pero volvamos al libro de Cornwell. El título y el subtítulo, El Papa de Hitler, la verdadera historia de Pío XII, son, por decir lo menos, poco serios. La ilustración de la portada, además, podría generar confusiones. Se trata de una foto de 1929, en que el nuncio Pacelli abandona el Palacio Presidencial en Berlín. La capa episcopal puede confundirse fácilmente con el tabarro pontificio y los oficiales de guardia con uniforme prusiano tocados con el stahlhelm parecen soldados nazis. La combinación del título y la fotografía me pareció grotescamente engañosa. Sin embargo, recordando el adagio de no juzgar un libro por la portada, emprendí la lectura y me bastaron pocas páginas para convencerme de que, pese a su cubierta ciertamente cuestionable, tenía en mis manos una investigación profunda y minuciosamente documentada.
El autor de este libro no cae nunca en el error de editorializar como torero de café, ni como profeta a posteriori ni como historiador sabelotodo. Se limita a consignar hechos, proponer análisis y sugerir conclusiones.
Por su estilo conciso, fluido y claro, es capaz de brindar avalanchas de datos y meter en la danza a cientos de personajes sin abrumar al lector. Cornwell tiene la meritoria y rara habilidad de ofrecer un panorama integral de situaciones complejas de manera breve y diáfana. El libro se lee con interés creciente y tiene el enorme mérito de ser comprensible fácil de seguir para cualquier lector, incluyendo uno no muy familiarizado con los acontecimientos que se reseñan. Pocos historiadores son tan amigables con el público en general. Los comentarios y las apreciaciones personales que el autor se permite expresar, esporádicamente pero a todo lo largo del libro, dejan claro que Pío XII no le simpatiza. Sin embargo, Cornwell  se limita a consignar su opinión en pocas palabras y sin mayores alegatos. Me agrada el hecho de que un historiador opine francamente sobre lo que escribe. Dejar por escrito la posición personal me parece mucho más honesto que fingir imparcialidad. Lo que no debe hacer nunca el historiador es alterar datos o presentar como hechos lo que son suposiciones, pero si el material que ha reunido lo ha llevado a formarse una opinión, tiene todo el derecho de expresarla. Cornwell, en todo caso y como ya se dijo, nunca suelta el editorial y se concentra en exponer los acontecimientos tal y como constan en los documentos que consultó. Sus opiniones, como las de cualquiera, son discutibles, pero la rigurosidad de su investigación es muy respetable incluso para quienes, como yo, no compartan sus puntos de vista.
Tanto el personaje principal como la época en que le tocó vivir, son de una complejidad fascinante. Tanto en los histórico como en lo biográfico, Cornwell logra pintar un retrato verdaderamente completo y revelador.
Eugenio Pacelli, hijo de una familia de la aristocracia romana, era un hombre severo, misterioso y reservado que practicaba un misticismo ascético y llevaba una vida espartana. Era un lector infatigable, buen jinete, tocaba el violín y hablaba varios idiomas. Organizado y metódico hasta extremos obsesivos, planificaba su rutina diaria minuto a minuto, dormía solamente cinco horas, comía solo, no tenía amigos personales y nunca participaba en conversaciones ociosas. Tanto en sus discursos y correspondencia oficiales como en sus declaraciones improvisadas, solía expresarse con un estilo elíptico, muy elegante pero poco claro. A este hombre alto, pálido, flaco y de voz aguda, que hablaba lentamente pronunciando las palabras sílaba por sílaba, de salud frágil y modales refinados, le correspondió ser Papa en unos años en que el mundo se sumergió en una espiral de violencia que parecía de nunca acabar.
Había trabajado desde muy joven en la diplomacia vaticana. Vivió doce años en Alemania, primero en Munich y luego en Berlín y, como Nuncio Apostólico, fue el artífice del concordato con el Reich. Hitler había ocupado la Cancillería en enero de 1933 y el acuerdo se firmó en julio de ese año. Sin embargo, Pacelli y Hitler nunca se conocieron en persona ya que, en 1929, Pacelli había retornado a Roma al ser nombrado Cardenal Secretario de Estado del Vaticano.
El Concordato entre la Santa Sede y el III Reich le daba a la Iglesia católica ciertos beneficios, tales como un salario para los curas por parte del Estado así como garantías y subsidios para los centros de enseñanza católicos. A cambio, la iglesia se comprometía a ciertas concesiones, algunas de ellas verdaderamente pintorescas, como que en Alemania todo el clero estuviera formado exclusivamente por alemanes y no se permitiera el ministerio de sacerdotes de otras nacionalidades. Sin embargo, el punto más delicado del acuerdo fue la disolución del partido Zentrum. Desde la época de Bismark, a finales del Siglo XIX, los católicos alemanes tenían este partido político que llegó a ser la mayor fuerza política durante la República de Weimar, tras la I Guerra Mundial.
El partido liberal y el social demócrata eran minoritarios, por lo que la mayoría siempre la obtenía Zentrum, que era el que formaba gobierno. Poco a poco los votantes alemanes se fueron radicalizando y tanto el partido nazi como el comunista empezaron a contar con más apoyo popular. Estaba claro que si alguno de los dos llegaba al poder se acabaría la democracia parlamentaria. Los socialdemócratas intentaron realizar una coalición con los comunistas, pero los comunistas no aceptaron por que Stalin en persona se los prohibió. Los liberales eran minoría y a quien le tocaba inclinar la balanza era al partido Zentrum. Heinrich Brüning, líder del Zentrum, sostenía que, puestos a elegir, había que aliarse con los comunistas contra los nazis. Franz Von Pappen, otra importante figura del partido, sostenía la tesis contraria, que había que aliarse con los nazis contra los comunistas. El presidente del partido, Monseñor Ludwig Kaas, vivía en el Vaticano y desde allí dirigía por control remoto a la mayor fuerza política alemana.
El prelado Kaas, al igual que una amplia mayoría del alto clero europeo de entonces, apoyaba el fascismo. Aliado históricamente a las monarquías (de hecho era una de ellas), el papado desconfiaba de las democracias republicanas liberales y aborrecía el comunismo. En esas circunstancias, el fascismo que rechazaba las libertades características de la democracia, adversaba el comunismo y no se mostraba hostil a la Iglesia, gozó, al menos en su primera etapa, del apoyo de la diplomacia papal. Mussolini fue quien creó el Estado del Vaticano en 1929 y, poco después de fundado, el diminuto estado pontificio se entendió bien con las dictaduras fascistas, mientras que con los países democráticos las relaciones eran distantes y con los comunistas inexistentes.
Todos sabemos lo que pasó. Hitler llegó a ocupar la cancillería impulsado por Von Pappen quien, ingenuamente, creyó que podría manejarlo. El concordato fue firmado y el partido Zentrum acabó disuelto. Heinrich Brüning, que salió profeta, abandonó Alemania y se fue a Londres a pegar el grito al cielo. De todos los líderes políticos de la época, Brüning fue el único capaz de vaticinar lo que se iba a venir encima a la vuelta de unos años. Tras la muerte de Hindenburg y el incendio del Reichtag, Hitler tomó el poder absoluto y se desentendió tanto de la nobleza (Von Pappen y sus secuaces) como del concordato. Pío XI publicó la encíclica Mit Brennender Sorge, en que manifiestó su preocupación por el rumbo que estaba tomando Alemania, pero Hitler no iba a hacerle caso a un simple papel.
Pacelli, Secretario de Estado Vaticano, viajó a los Estados Unidos y se entrevistó con el presidente Franklin Delano Roosevelt en 1936. El 2 de marzo de 1939, el día de su cumpleaños número sesenta y tres, Pacelli fue electo Papa. En setiembre de ese mismo año, tras la invasión nazi a Polonia, Inglaterra y Francia le declararon la guerra a Alemania. Días antes, Pío XII pronunció el famoso discurso en que dijo: "Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra."
Al menos en los primeros años, Pío XII creyó posible una solución negociada al conflicto. Mantuvo canales abiertos con todas las potencias beligerantes. La correspondencia con la Alemania nazi estaba llena de protestas y contraprotestas, pero nunca se rompió. También se mantuvieron las relaciones con la Italia fascista. Dentro del Vaticano había embajadas de Francia e Inglaterra. Cuando ya los Estados Unidos habían entrado en la guerra, el presidente Roosevelt envió un delegado permanente a la Santa Sede y, poco después, al propio Secretario de Estado americano a entrevistarse con el Papa. Lo asombroso del caso es que, como el Vaticano no tiene aeropuerto y era un país neutral, el Estado italiano, en guerra declarada con los Estados Unidos, debió permitir que un avión americano aterrizara en el aeropuerto de Roma y facilitar el paso de los enviados diplomáticos por las calles de su capital hasta el palacio apostólico.
Mientras la diplomacia vaticana mantenía comunicación con todas las potencias involucradas en la guerra, excepto, naturalmente, con la Unión Soviética, se estableció al mismo tiempo un servicio de asistencia para civiles desplazados. La residencia papal de Castelgandolfo acabó convertida, por disposición directa del Papa, en un albergue de refugiados. La capital italiana, durante los años de la guerra, empezó gobernada por el fascismo, luego fue ocupada por tropas alemanas, sufrió prácticamente una guerra civil entre distintos bandos revolucionarios y luego fue tomada por el ejército americano sin que el Papa se moviera de su sitio. Exigió, eso sí, que los cardenales salieran de Roma y se mantuvieran en un lugar seguro para que, en caso de que lo mataran, no tuvieran dificultad de reunirse para elegir a su sucesor.
En 1943, cuando Roma fue bombardeada, el Papa abandonó el Vaticano y se trasladó al sector bajo fuego para acompañar a los habitantes de la zona. A los pocos días, al efectuarse un segundo bombardeo, volvió a hacerlo. Era evidente que el Papa estaba dispuesto a morir al lado del pueblo romano. Tras esos dos gestos, los bombardeos cesaron. Se hicieron incluso bromas sobre el hecho de que aquel hombre, extremadamente flaco, fuera capaz de servir como escudo protector de una ciudad entera.
El retrato que hace Cromwell de Pío XII lo muestra como un hombre de carácter fuerte, amplia cultura y mente brillante, pero frío, poco emotivo, totalmente encerrado en su mundo interno, incapaz de realizar un gesto o pronunciar una palabra de manera espontánea. Pacelli pensaba en blanco y negro sin matices. Su visión de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto era tajante pero, a la hora de expresarse, calculaba el alcance que podrían tener sus declaraciones, así como todas las posibles interpretaciones que se les pudieran atribuir. Sus discursos, sus cartas y hasta sus conversaciones, como ya se dijo, estaban planteados de una forma tan elíptica y enigmática que, con frecuencia, parecían indescifrables.
Si esa fue su manera de expresarse durante toda su vida, ¿Por qué se le reclama el no haber pronunciado un discurso contundente durante la guerra? Reflexionar sobre la figura de Pío XII, no consiste en ponerse a especular sobre lo que pudo haber pasado si hubiera actuado de una manera distinta a cómo lo hizo. Imaginar otra historia alternativa puede ser un ejercicio de fantasía divertido pero no ayuda a comprender. Tampoco se trata de dictar cátedra de torero de café sobre lo que debió haber hecho o dejar de hacer. Es muy fácil juzgar lejos del lugar, lejos del momento, lejos de la responsabilidad y lejos de las consecuencias.
Para muchos, la prudencia de Pío XII fue complicidad y su ecuanimidad fue indiferencia. Pero para comprender su actitud, independientemente de como se la quiera calificar, el propio Papa dejó claras, desde el inicio de la guerra, las normas que regirían sus acciones y sus palabras. En cuanto a las acciones, procuraría aliviar el sufrimiento de todos de manera efectiva y discreta. En cuanto a las palabras, repetiría el mensaje eterno de Cristo, de amor, perdón, fraternidad, justicia y paz, pero no se referiría a ningún hecho en particular. En cada discurso, en cada aparición pública o transmisión radial, Pío XII, siempre en su estilo poético e indirecto, predicó los altos valores del Evangelio de manera general. Hablaba sobre la supeditación de lo político a lo moral, e insistía en la supremacía del individuo sobre el sistema. Los regímenes políticos son temporales mientras que el alma de cada persona es eterna. No condenó las deportaciones ni los asesinatos en masa, ni el bombardeo alemán sobre Londres, ni el bombardeo inglés sobre Dresden, ni el ataque japonés a Pearl Harbour, ni las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Ni siquiera dijo una palabra sobre el bombardeo aliado sobre Roma que tuvo la oportunidad de vivir muy de cerca. Pensándolo bien, si se hubiera puesto a mencionar una por una todas las atrocidades que ocurrieron durante su pontificado, no habría tenido tiempo de hacer otra cosa. 
La actitud de Pío XII durante la guerra genera y seguirá generando controversia.  Para unos, una figura misteriosa, fría y calculadora hasta extremos increíbles. Para otros, un hombre cuya profunda espiritualidad le permitió mantenerse ecuánime en una época convulsa en la que las masacres llegaron a ser parte de la vida diaria.
INSC: 2115

Eugenio Pacelli (1876-1958) Papa Pío XII (1939-1958).

2 comentarios:

  1. Es tan inherente a nuestra humanidad ser personaje Abel o ser personaje Cain ya sea algo natural ya sea estrategia politica, comercial o personal donde alguno sera el bueno y alguien toca ser el malo los eternos polos opuestos en conflicto que ayudan a reafirmar la ideologia judeo-cristiana que nos impone elegir algun bando o por lo menos coincidir con algun argumento pero a veces por instinto de conservacion se omite actuar por temor, por prudencia, por las consecuencias, hasta por el que diran pero cada uno puede sacar su conclusion del caso y hasta pensar yo en su lugar hubiera hecho o dicho tal o cual, pero en la situacion real debe ser muy complicado devidir que havver

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