sábado, 22 de agosto de 2015

Federico García Lorca en Cuba.

García Lorca pasaje a La Habana. 
CiroBianchi Ross. Puvill Libros. 
Pablo de la Torriente Editorial. 
Barcelona. 1997.
Cuando, en enero de 1930, Federico García Lorca, que ya llevaba más de seis meses viviendo en New York, se disponía a preparar su regreso a España, recibió una propuesta que cambió sus planes.  La Institución Hispano Cubana de Cultura lo invitaba a dictar una serie de conferencias en La Habana. Le ofrecían hospedaje, alimentación y unos generosos honorarios. El poeta no se hizo de rogar. Recorrió en tren toda la costa este de los Estados Unidos, desde New York hasta Tampa, Florida, donde tomó el barco hacia Cuba. Según él, su escala en La Habana sería solamente una parada breve en el retorno a su tierra, pero acabó quedándose en la isla más de tres meses.
La presencia de Lorca en Cuba, es la historia de un amor intenso y correspondido. Lorca se enamoró del país y todos los cubanos que lo trataron quedaron fascinados con el poeta.
García Lorca pasaje a La Habana, es el título del libro en que Ciro Bianchi Ross hace un recuento minucioso de aquella visita prolongada e inolvidable. Por medio de entrevistas a las personas que lo trataron de cerca, así como consultas a periódicos y revistas de la época, Bianchi Ross logra reconstruir hasta los más mínimos detalles de la estadía de Lorca en Cuba. No hay dato que no esté respaldado con un testimonio o con un documento y, pese a tal rigurosidad, el libro es breve y ameno. 
Lorca, en sus primeras impresiones, más que apreciar, compara. La Habana le parece un Cádiz más grande y más caliente. Se muestra sorprendido, además, de que las personas, en vez de hablar, griten. La publicidad turística de aquella época promocionaba a Cuba como el lugar en que coincidían el alma del pasado y el progreso del presente. La arquitectura era asombrosa: fortalezas, templos y palacios antiguos, alternaban con teatros modernos en los que se disfrutaba, como en New York, de cine sonoro. El Capitolio había sido inaugurado apenas el año anterior y la ciudad contaba, además de la prestigiosa universidad, galerías de arte, salas de conciertos y asociaciones culturales, con electricidad, tuberías de agua y gas, tranvías, más de treinta emisoras de radio y una amplia red de teléfonos. De su Andalucía aislada y bucólica, Lorca había pasado al  ritmo de vida acelerado y técnico de New York y ahora, en Cuba, encontraba un mundo intermedio entre lo tradicional y lo moderno, lleno de personas amigables que lo llevaban siempre a donde hubiera música y una botella de ron.
Pero la experiencia de Lorca fue mucho más que turística. Quedó asombrado por La poesía moderna de Cuba, antología publicada en 1926 por Jose Antonio Fernandez de Castro y Felix Lizaso. Lorca estaba en La Habana cuando Nicolás Guillén presentó su libro Motivos del son, Eugenio Florit dio a conocer Trópico, Boti, Kindergarten y Pablo de Torriente Bray, el libro de cuentos Batey. La novela Juan Criollo, de Jorge Mañac, el poemario Pulso y honda, de Manuel Navarro Luna y El renuevo y otros cuentos, de Carlos Montenegro, demostraban que Cuba era un país en que se escribía con musicalidad y una audacia nada convencional.
Sus anfitriones, Antonio Quevedo y María Muñoz, un matrimonio de españoles que fueron a Cuba en su viaje de bodas y nunca regresaron a España, eran musicólogos y acogieron al poeta por recomendación de Manuel de Falla. Ellos le mostraron cómo, en el terreno de la música culta, la isla tenía grandes figuras como Amadeo Roldán o Alejandro García Caturla. En lo que se refiere a la música popular, 1930 fue un año en que surgieron verdaderos clásicos como Aquellos ojos verdes, de Nilo Menéndez, el tango-conga Mama Inés, de Eliseo Grenet, el primer danzón Tres lindas cubanas de Antonio María Romeu o los sones Lágrimas negras y Suavecito, de Miguel Matamoros e Ignacio Piñeyro, respectivamente. Ya fuera en las salas de conciertos con músicos de conservatorio o en los bailes populares, los compositores cubanos dominaban la escena.
Además de poeta y músico, Lorca era dramaturgo y en La Habana tuvo la oportunidad de ver cómo elenco y público armaban el espectáculo juntos. Debió de haberle hecho gracia, como granadino, que la sala que presentaba ese tipo de comedia se llamara Teatro Alhambra. Ir al Alhambra era desprestigiarse. Nadie respetable ponía un pie allí. Era un teatro para la canalla, en que el público era insolente y desde el momento en que se levantaba el telón, armaba el relajo.  El elenco estaba compuesto por personajes estereotipados: el negro, el gallego, la mulata, el guajiro, el policía y el maricón. En la actualidad, la inquisición bienpensante de la corrección política habría mandado prohibir el espectáculo por machista, racista, xenófobo y homofóbico, pero aquellos eran otros tiempos. Con semejante reparto, lo que se hacía en el Alhambra era satirizar la realidad del momento y el público, majadero y cínico, ponía de su parte para hacer el espectáculo más intenso. Había tanto humor, ingenio, insolencia y agudeza en el escenario como en las butacas. Con frecuencia, la mejor frase de la noche era gritada desde la última fila. Los asistentes, al interrumpir el espectáculo, en vez de estropearlo, lo mejoraban. Quienes lo acompañaban, recuerdan que Lorca se retorcía de la risa en su asiento durante toda la función.
En Cuba, además, Lorca tuvo ocasión de hacer amistad con una familia cuyo estilo de vida habría dejado estupefactos a los surrealistas europeos. Los hermanos Dulce María, Enrique, Carlos Manuel y Flor Loynaz habitaban una mansión con un jardín en el que había pavos reales, cacatúas y monos. Durante sus viajes por Europa, África y Asia, habían comprado gran cantidad de obras de arte pero, de vuelta en Cuba, no las habían desempacado y tenían todo el primer piso lleno de enormes cajas de madera sin abrir. La mansión, con amplia biblioteca, enormes espejos y muebles antiguos, estaba saturada de pinturas y esculturas. Tenían una jaula llena de hojas secas, sobre la mesa habían levantado pirámides de monedas apiladas de menor a mayor, construyeron un puente para pasar sobre el árbol de mango y eran atendidos por un mayordomo que caminaba con el candelabro con velas encendidas en la mano. Los cuatro hermanos Loynaz eran poetas y músicos, vivían de noche y se acostaban al amanecer. En la mansión Loynaz, que Lorca llamaba "La casa encantada", el granadino escribió los primeros borradores de El público y Así pasen cinco años y repasó la versión final de La zapatera prodigiosa. Alejo Carpentier, gran amigo de aquellos cuatro hermanos, decía que los Loynaz eran personas muy cuerdas y muy normales que, simplemente, vivían en su propio mundo. 
El primer encuentro de Lorca con ellos fue también bastante surrealista. Juan Ramón Jiménez había publicado en España poemas de Enrique Loynaz y Lorca quiso ir a visitarlo. Ese día, Enrique esperaba a una persona que no conocía para firmar un contrato y cuando le avisaron que alguien lo buscaba, salió con el papel en la mano y, sin saludar, le dijo al visitante: "Firme aquí." Federico trató de presentarse, pero Enrique solamente repetía "Firme aquí". Lorca entonces no tuvo más remedio que firmar y, cuando Enrique leyó el nombre escrito al pie del documento, le dijo que había leído los poemas del Romancero Gitano publicados en la revista habanera Social
Dulce María Loynaz y Enrique atendieron cortésmente a Lorca, pero la gran amistad la entabló con los otros dos hermanos, Carlos Manuel y Flor. Federico dejó numerosos borradores en casa de los Loynaz y, ya de vuelta a España, le envió a Flor el manuscrito de Yerma. 
Federico llegó a Cuba el viernes 7 de marzo de 1930. El domingo siguiente, pronunció su primera conferencia. En esa misma semana estaba en La Habana, también dictando conferencias, Jidu  Krishnamurti, pero la prensa local concentró su atención en el poeta granadino y pasó por alto la presencia del místico de la India. Krishnamurti, que contestaba preguntas con más preguntas, se andaba por las ramas y por las nubes y nunca decía nada concreto no logró conectar con el público cubano. Lorca, en cambio, los fascinó.
Dictó sus conferencias habituales: sobre la poesía, sobre Luis de Góngora, sobre el cante jondo y sobre las nanas. Esta última era especialmente celebrada, porque además de hablar, cantaba y tocaba el piano. Tras sus presentaciones en La Habana, se fue de gira por las provincias. Estuvo en Sagua La Grande, Cienfuegos, Caibarén, Santiago de las Vegas, Santa Clara, Caimito del Guayabal y llegó a realizar un viaje relámpago a Santiago de Cuba, pese a la distancia que lo obligaba a pasar un día entero en tren de ida y otro día entero en tren de vuelta. Regresó sin sombrero, porque se lo arrojó al paisaje más hermoso que miró por la ventana. 
Cuba estaba gobernada entonces por Gerardo Machado en cuyo gobierno, además de construir la carretera central, realizó importantes obras de infraestructura y desarrolló la industria, la agricultura y el comercio. Pese a la prosperidad en que se vivía, la oposición a la dictadura era intensa. Lorca fue testigo de numerosas y masivas protestas,  pero haciendo a un lado la violencia y el despotismo en la vida política, los cubanos tenían encanto, eran alegres, contagiaban su júbilo natural y hacían reír con su humor ingenioso. El poeta granadino, además de ser agasajado por los intelectuales, artistas y la alta sociedad, conversaba con campesinos, pescadores y personas humildes. Todos lo recibían con sonrisas. En cada puerta abierta le ofrecían agua, café o ron y lo hacían sentarse en la mecedora para charlar un rato. Solamente escuchar el acento cubano ponía al poeta jubiloso. A diario repetía: "Esta isla es el paraíso."
Un día de calor particularmente intenso, lo invitaron a tomar champola de guanábana. Al probarla, empezó a declamar sílaba por sílaba "Cham-po-la-de-gua-na-ba-na" y sentenció: "No hay refresco en todo el mundo que tenga nombre más eufónico, musical y altisonante... ¡Ni que sepa mejor!"
Ante Nicolás Guillén y José Lezama Lima, se puso el vaso frente a los ojos para "ver la vida color de ron". Aprendió a bailar, se hizo amigo de los soneros y llegó a atreverse a acompañarlos con las maracas o las claves. Recién llegado, como buen español, comía pescado y mariscos y bebía vino. Luego se acostumbró al arroz con frijoles negros y lechón acompañado de cerveza.
El Diario de la Marina, principal periódico de Cuba, así como todos los medios de provincias, promocionaban y comentaban elogiosamente sus presentaciones. Solamente apareció un artículo que criticaba la veneración a Lorca que se había desatado en Cuba. Lo escribió el poeta canario Saturnino Tejera, que firmaba como Tinerfe y publicaba en La Correspondencia. No fue necesario que Lorca respondiera ya que otros salieron en su defensa. 
Mientras estuvo en New York, el padre de Lorca le enviaba dinero y, tal vez por ello, el poeta le escribía con frecuencia para brindarle un informe detallado de lo que hacía. En Cuba Lorca cobraba bien sus presentaciones (le pagaban 150 pesos y un traje costaba solamente cinco). Cuando se terminó el ciclo de conferencias, se trasladó del Hotel Unión, que le pagaba la Institución Hispano Cubana de Cultura, al Hotel Detroit, que cobraba tres pesos la noche. Se levantaba a las once, almorzaba con Antonio Quevedo y María Muñoz, pasaba la tarde con los Loynaz y, al caer la noche, se iba con Carlos Manuel y Flor a parrandear hasta que amaneciera. Era un hombre famoso, respetado, querido, admirado y sin obligaciones. Estaba totalmente liberado. A veces se perdía y ni él mismo era capaz de recordar los nombres de las personas que lo habían invitado a comer, beber o pasear. En una de sus escapadas fue hasta Matanzas y Varadero.
A diferencia de cuando estuvo en New York, mientras permaneció en Cuba solamente una vez le escribió a su familia. A su regreso a España se hizo famosa su frase: "Si algún día me pierdo, que me busquen en Cuba."
Doña Vicenta, la madre de Lorca, al escribirle a María Muñoz de Quevedo una carta de agradecimiento por las atenciones que le había prestado a Federico, le dice: "Mi hijo habla con un entusiasmo tan grande de Cuba que yo creo que le gusta más que su tierra".
Federico García Lorca a bordo del
barco el día que partió de La Habana.
Lo que se suponía era una visita corta para dictar un par de conferencias, se prolongó más de tres meses. Lorca llegó a Cuba el 7 de marzo y partió el 12 de junio. Rodeado de sus amigos, pasó su último día en La Habana charlando tranquilamente en el restaurante del hotel. Cuando alguien notó que se hacía tarde, le dijo que, si pensaba quedarse, sería mejor mandar a bajar el equipaje del barco. Lorca contestó que ni siquiera había empacado. Los amigos le hicieron las maletas y Flor manejó a toda prisa para dejarlo a tiempo en el puerto. A bordo de la nave, Lorca fue fotografiado con su mano apoyada en un poste. Sus palabras de despedida fueron: "Aquí he pasado los mejores días de mi vida".
Desde su visita, Lorca es el autor no cubano más difundido en la isla. Sus obras teatrales no han dejado de representarse en Cuba. Se le han erigido monumentos, el Teatro Nacional de La Habana lleva su nombre y su figura es objeto de constantes homenajes. En 1937, Nicolás Guillén publicó en su honor España: poemas en cuatro angustias y una esperanza. En 1961, Lezama Lima escribió el ensayo García Lorca: alegría de siempre contra la casa maldita. Alejo Carpentier, que no pudo coincidir con él en Cuba, pero que lo trató de cerca en Europa, escribió numerosos artículos sobre su obra y figura.
La imagen que Lorca dejó en Cuba es la de un hombre que no se presta, sino que se da. Un monstruo de simpatía, una persona alegre que derrocha la vida, alguien con tanta riqueza interior que no se mide al entregarla. Un sabio curioso, lleno de respuestas y de preguntas, que lo sabe y lo ignora todo. 
Tanto la poesía como el teatro de García Lorca, son muy distintos antes y después de su viaje por New York y Cuba.
Cuando llegó a Cuba la noticia de que Lorca había sido fusilado, daba la casualidad que Margarita Xirgú, gran amiga del poeta, se encontraba en La Habana presentando Yerma. Esa noche, todos los que habían conocido a Lorca asistieron al teatro. Ninguno pasó por alto el error que cometió la Xirgú al final de la obra. En la última línea, en lugar de recitar "Yo misma he matado a mi hijo", llena de dolor y furia exclamó: "Me han matado a mi hijo".
INSC: 914B

2 comentarios:

  1. Excelente artículo! Casi se consigue vivir esa época tan linda de cuba.
    Gracias por compartirlo.

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