La mujer que el rey amó. Ralph Martin. Editorial Pomaire, España, 1975- |
Sobre esta historia circulan dos versiones: la dulce y la amarga. Según la primera, el rey Edward VIII estaba tan perdidamente enamorado de Wallis Simpson, que renunció al trono de Inglaterra para poder casarse con ella. Desde 1936, año de la abdicación que fue noticia de primera plana en todo el mundo, esta historia de un amor intenso que se enfrenta a los prejuicios y tradiciones de una sociedad puritana y conservadora, llegó a alcanzar la categoría de cuento de hadas. Algo así como una variación real, moderna y dolorosa de la Cenicienta. El rey se enamoró de una norteamericana divorciada dos veces. La nobleza, el gobierno, la iglesia, el parlamento y la prensa de su país se opusieron al enlace y él acabó dejándolo todo para irse con ella.
Con el tiempo apareció la segunda versión, según la cual, lo del romance con Wallis Simpson fue solo la excusa que aprovecharon los políticos ingleses para deshacerse de Edward, que era simpatizante de los nazis. La maniobra no les pudo haber salido mejor. Lo destronaron sin tener que revelar, ni a Inglaterra ni al mundo, los verdaderos motivos de su caída.
Quienes han estudiado el tema a fondo sostienen que ambas versiones son ciertas. Desde el instante mismo en que conoció a Wallis Simpson, el rey experimentó una fascinación por ella que, con los años, acabó convirtiéndose en una dependencia que rayaba en lo enfermizo. Cuando pronunció la famosa frase de que no podía seguir adelante sin contar con la compañía de "la mujer que amo", estaba siendo honesto. Desde la boda hasta su muerte, estuvo a su lado. No soportaba tenerla lejos, al punto de que, mientras la peinaban y maquillaban, era capaz de estar sentado inmóvil durante horas en los salones de belleza.
Quienes han estudiado el tema a fondo sostienen que ambas versiones son ciertas. Desde el instante mismo en que conoció a Wallis Simpson, el rey experimentó una fascinación por ella que, con los años, acabó convirtiéndose en una dependencia que rayaba en lo enfermizo. Cuando pronunció la famosa frase de que no podía seguir adelante sin contar con la compañía de "la mujer que amo", estaba siendo honesto. Desde la boda hasta su muerte, estuvo a su lado. No soportaba tenerla lejos, al punto de que, mientras la peinaban y maquillaban, era capaz de estar sentado inmóvil durante horas en los salones de belleza.
Sus imprudentes declaraciones, antes, durante y después de haber ocupado el trono, dejaban muy claras sus simpatías por la Alemania Nazi. Como muchos otros de su generación, desconfiaba de la democracia y le tenía miedo al comunismo, por lo que acabó simpatizando con los regímenes autoritarios fascistas que, al menos durante sus primeros años, daban muestras de ser capaces de garantizar tanto el orden como el progreso. En su favor puede decirse que no fue el único que se tragó el cuento y creyó en el espejismo.
Edward, a quien llamaban David cuando fue Príncipe de Gales, no se destacó en los estudios, ni en la milicia ni en el deporte. Tampoco daba muestras de estar interesado en la política, ni en los negocios, ni en la historia, ni en el arte, ni en la música. Desde muy joven quedó claro que el heredero de la corona no era inteligente, ni prudente, ni culto, ni talentoso. Cuando creció se volvió frívolo, aficionado a las fiestas y reacio a cumplir con sus deberes. Las ceremonias oficiales, a las que asistía obligado y casi arrastrado por su familia y los funcionarios de la casa real, eran para él un verdadero fastidio. Como es fácil de suponer, sus amistades eran de costumbres y personalidades similares a las suyas. Su padre, el rey George V, preocupado porque su heredero no se tomara en serio la vida, afirmó que David era tan incapaz y tan irresponsable que, cuando accediera al trono, no llegaría a cumplir ni un año en el puesto. El señor salió profeta: Edward VIII fue rey de Inglaterra del 20 de enero al 11 de diciembre de 1936.
Para hacer el cuadro completo, el joven príncipe que no era inteligente, ni culto, ni talentoso ni cumplidor del deber, tampoco era muy simpático. Creía (así se lo habían enseñado) que la dignidad de su persona era superior a la de los otros. Cualquier llamada al orden era, para él, un atropello y una falta de respeto. Durante la I Guerra Mundial prestó servicio militar, pero los oficiales de su unidad se encargaron de mantenerlo lejos de los disparos. Cansado de sus constantes berrinches y actitud arrogante, el comandante de la tropa le dijo en su cara: "Si yo tuviera la seguridad de que lo van a matar, lo enviaría al frente ahora mismo. No lo hago solamente porque me preocupa que lo tomen prisionero."
Cuando se convirtió en rey, el personal de la corte le indicaba qué hacer, a dónde ir, cómo vestirse y cómo comportarse. El propio Edward consignó en sus memorias que, en los discursos que le tocaba leer, a él no lo dejaban poner ni una sola palabra. Cansado de ser una marioneta de la corte, exclamó: "Ni siquiera como rey puedo hacer lo que quiero." Uno de los oficiales le explicó que, en esta vida, nadie hace lo que quiere. Todas las personas hacen lo que tienen que hacer.
A lo largo de la historia han sido numerosos los casos de príncipes poco brillantes, pero en Inglaterra, en 1936, esa circunstancia, además de molesta, era peligrosa. En los círculos sociales que frecuentaba el nuevo rey, además de figuras tan frívolas como él, había numerosos agentes nazis. Joachim Von Ribbentrop, quien luego sería ministro de Relaciones Exteriores del III Reich, estaba entonces en Londres y era de uno de los asiduos a las cenas y fiestas privadas del monarca. El gobierno británico desconfiaba tanto de esa amistad, que llegó a restringir la información que suministraban al rey. Para hacer la pantomima, lo mantenían al tanto de asuntos de poca importancia pero nunca compartieron con él temas diplomáticos, militares, industriales ni financieros.
Cuando se destapó el romance del rey con la señora Simpson, el gobierno y la nobleza aprovecharon la oportunidad que les cayó del cielo. Hicieron entonces el papel de nacionalistas y puritanos: rechazaron a Wallis por ser americana y divorciada dos veces. El público se distrajo en el asunto personal, el rey abdicó envuelto en una aureola de simpatía y no sería sino hasta muchos años después que los motivos políticos del asunto saldrían a flote.
Sobre el tema, en su dos versiones, romántica y política, se ha publicado muchísimo. De vez en cuando siguen apareciendo artículos con nuevas revelaciones. Tanto quienes se concentran en la historia personal de la pareja, como quienes se ocupan de la trama conspirativa, han llegado a extremos de especulación que rayan en lo descabellado. Un título imprescindible sobre este asunto es La mujer que el rey amó, de Ralph Martin. El libro, publicado tras la muerte de Edward, pero mientras Wallis aún vivía, brinda una generosa imagen de ambos personajes. El autor se esfuerza por pintar un retrato agradable de ambos y trata de justificar, o al menos hacer comprensible, sus controversiales actitudes. Martin tuvo la oportunidad de entrevistar a la señora Simpson y declara que era una dama agradable, elegante y cortés. Tal parece que ella y su marido fueron felices juntos, pero sus vidas, pese a la forma benévola en que son presentadas, son bastante difíciles de mirar con simpatía.
Todas las biografías tienen su toque heroico y, de alguna manera, al leerlas, se va desarrollando cierta fascinación por los personajes. Conforme se va conociendo la historia de su vida, poco a poco el biografiado se va haciendo más cercano al lector. Incluso en los casos de que se trate de un personaje oscuro o perverso, cuya vida esté muy lejos de ser admirable, de alguna manera sus acciones se tornan comprensibles o explicables al saber más de su paso por este mundo. En este caso, sin embargo, tras leer una biografía de 600 páginas, cuanto más se conoce sobre las vidas de Edward y Wallis, más difícil resulta comprenderlas.
Edward y Wallis vivieron en vacaciones permanentes. Iban a esquiar a los Alpes, realizaban cruceros por el Mediterráneo, asistían casi a diario a cenas y recepciones, vivían en mansiones amplias, exquisitamente amuebladas y decoradas, vestían modelos exclusivos, eran atendidos por una legión de sirvientes, compraban joyas y disfrutaban de su vida como pareja. Además de todo esto, eran felices juntos. Sin embargo, y esto es algo verdaderamente difícil de explicar, sus vidas, de alguna forma, inspiran lástima.
Aunque había nacido en el seno de una familia modesta de Baltimore, Wallis tenía en común el príncipe su falta de interés por temas serios, su incapacidad de cumplir deberes y su afición al lujo y las diversiones. Era muy cuidadosa, eso sí, por estar siempre arreglada. Su cita diaria con el peluquero, el masajista y la maquilladora ocupaba la mitad de su día. Era exigente en la selección de sus vestidos y, ya fuera como invitada o como una anfitriona, se conducía de manera impecable y agradable. Daba órdenes precisas a la servidumbre y solía estar al tanto de hasta el más mínimo detalle del menú que se iba a degustar, los licores que serían servidos y la música que se iba a bailar.
Definitivamente, tal para cual. Con el dinero que la familia real ponía a su disposición, pudieron haber vivido discretamente, dedicados exclusivamente a divertirse. Pero en su burbuja color de rosa, la pareja ni siquiera se daba cuenta del mundo en que vivía y acabó convirtiéndose en un dolor de cabeza para el gobierno británico. Tras su boda, celebrada en Francia, decidieron realizar, como parte de su luna de miel, una visita a la Alemania nazi. La foto de su entrevista con Hitler hizo que muchos recordaran las palabras del oficial encargado de cuidarlo durante la I Guerra Mundial: "no me preocupa que lo maten, sino que lo hagan prisionero". La posibilidad de que Edward fuera secuestrado era una preocupación constante para los servicios de inteligencia británicos.
La pareja se estableció en París, dedicada a ofrecer y asistir a fiestas. Cuando Francia fue invadida por Alemania, al inicio de la II Guerra Mundial, Edward, que ya no era príncipe ni rey, sino que tenía el título de Duque de Windsor, dio unas declaraciones en que dejó clara su simpatía por Hitler. Winston Churchill le escribió una carta en la que, de manera oblicua y entre líneas, le ordenó que se quedara callado. Casi a la fuerza, la diplomacia y la inteligencia británicas trasladaron a Edward y Wallis a Portugal, que era un país neutral.
En su libro Lisboa 1939-1945, Neill Lochery cuenta que los agentes nazis se mantenían cerca del Duque y que el gobierno británico temía que los alemanes lograran convencerlo de pretender recuperar el trono de Inglaterra para convertirlo en su monarca títere y aliado. Definitivamente, había que enviarlo bien lejos. Churchill entonces le hizo saber que debía salir inmediatamente de Portugal y le presentaba dos opciones a escoger. Aceptar el cargo de Gobernador de las Islas Bahamas o retornar a Inglaterra. Aunque Edward no era muy inteligente, comprendió que si volvía a Inglaterra, así lo hospedaran en un lujoso palacio, sería prácticamente un prisionero, por lo que optó por trasladarse hacia el Caribe.
Mientras la guerra iba calentándose en Europa, con escasez de alimentos, bombardeos aéreos, movilizaciones de tropas y desplazamientos de civiles, Edward se quejaba de que, en Bahamas, la mansión en que debía vivir era una casona vieja de madera, la servidumbre era incompetente, el calor era insoportable y había muchos mosquitos. La alta sociedad de Bahamas, además, no parecía interesada en organizar bailes y fiestas.
Debido a la guerra, el gobierno británico decidió nombrar un nuevo embajador en Washington y Edward se ofreció para el puesto. En su opinión, él era la persona indicada para representar a Inglaterra en las recepciones de la Casa Blanca y jugar golf con los senadores. Sobra decir que su propuesta no fue tomada en serio. Ni siquiera le respondieron. Edward no era capaz de comprender que la embajada británica en Washington era, en aquellos momentos, de vital importancia y que debía ser ocupada por un hombre con experiencia y amplia visión global, discreto, inteligente, hábil negociador y, muy especialmente, enemigo declarado de los nazis. El duque se mostró ofendido e indignado cuando supo que el nuevo embajador inglés ante los Estados Unidos sería Lord Halifax. No lograba explicarse por qué nombraron a un ex virrey de la India, en vez de a un ex rey de Inglaterra.
Como se aburría espantosamente en las Bahamas, de vez en cuando solía pasear con su esposa en Florida. El vuelo era brevísimo y allí, ya fuera en Miami o en Tampa, había buenos hoteles, tiendas, joyerías, salones de belleza y, lo más importante, personas alegres dispuestas a bailar hasta la madrugada.
Durante la guerra, los ingleses llegaron a olvidarse de Edward. Su hermano, el rey George VI, que lo sustituyó en el trono, pese a ser tímido y tartamudo, logró ganarse la simpatía del pueblo, no solo por su discreción y austeridad sino por la manera en que cumplió su papel en aquellos difíciles años. A pesar de los bombardeos diarios, se negó a abandonar Londres y su hija, la actual reina Elizabeth, que era entonces una muchachita, prestó servicio en las fuerzas armadas. Elizabeth no solamente aprendió a manejar automóvil, algo raro para una princesa en aquella época, sino que además era muy buena arreglando desperfectos mecánicos y reparando motores.
En los primeros años de la posguerra, Edward y Wallis volvieron a despertar preocupaciones en la familia real. En sus fiestas ya no se codeaban con agentes nazis, sino con mafiosos norteamericanos. El rey George, pese a ser su hermano menor, debió hablarle como un padre y exigirle que se alejara de ciertas amistades antes de que su nombre se viera envuelto en un escándalo. Poco después de la advertencia, un buen número de compañeros de parranda de Edward y Wallis fueron a parar a la cárcel.
La pareja montó su residencia en París, pero con frecuencia pasaba largas temporadas en Nueva York. Se hospedaban en una suite del Waldorf Astoria en compañía de sus numerosos y muy mimados perros. Se levantaban a eso del medio día. Mientras Wallis era peinada, maquillada y masajeada, Edward esperaba sentado sin hacer nada. En la tarde bebían cócteles, luego cenaban vestidos de etiqueta, a veces en su casa donde recibían invitados, otras en casa de amigos que los agasajaban y en algunas ocasiones en restaurantes o clubes. Tras la cena, que solía terminar tarde, bailaban hasta el amanecer. A principios de los años sesenta el duque se quejó de que justo cuando había logrado dominar el swing, debió aprender a bailar twist. Con cierta frecuencia solía jugar golf o asistír a excursiones. Fue invitado por Francisco Franco a participar en una cacería. La pareja era asidua a los desfiles de modas y a los casinos. Cuando empezaron a envejecer, redujeron su vida social y ocuparon su tiempo en jugar con los perros y armar enormes rompecabezas. La única actividad de Wallis era ser una socialitee, pero el duque tenía dos pasatiempos: le gustaba tejer y sembrar plantas en el jardín.
La historia de lo que llegó a ser conocido como "el romance del siglo" de vez en cuando era recordada en las revistas, que repetían aquello del rey que renunció al trono por amor y terminaban con el infaltable "...y fueron felices para siempre." Se llegaron a hacer reportajes, películas y documentales para televisión. En 1961, en una entrevista, el duque se quejó del desprecio con que había sido tratado por el gobierno inglés, que había desaprovechado su talento y rechazado sus servicios.
Charles Curran, miembro del Parlamento por el Partido Conservador, se apresuró a contestarle.
"¿Cómo se atreve?" fue el título del contundente artículo que el legislador publicó en la prensa. La nota empezaba diciendo que el Duque pudo haber hecho cualquier cosa que se hubiera propuesto. Cuando dejó el trono era joven, sano y rico. Pudo haber estudiado una profesión, pudo haberse dedicado al comercio, a la agricultura o a la industria, pudo haber fundado o comprado una empresa, pudo haber sido un patrocinador o un mecenas, pudo haberse dedicado a una causa. Pero, continuaba el escrito, el duque ha dedicado los últimos veinticinco años a no hacer nada. Ha pasado un cuarto de siglo entretenido en su vida social. La conclusión del artículo de Curran era cruel. Terminaba diciendo que su vida era absurda, inútil y sin sentido.
Tal vez Curran fue demasiado severo. Hay personas que no han hecho nada por la humanidad o por la patria, pero al menos han hecho algo por sí mismos. El caso de Edward y Wallis es extraño porque nunca tuvieron la ambición de emprender un proyecto al cual dedicar sus energías. Si no les interesaba ganar dinero, que en todo caso no les hacía falta, al menos pudieron estar motivados por la ilusión de hacer y lograr algo por sí mismos. Sus defensores argumentaron que por su dignidad, un rey no podía rebajarse a trabajar, sin percatarse de que el trabajo no disminuye, sino que aumenta la dignidad de la persona. Edward y Wallis eran incapaces de asumir ninguna responsabilidad y, por ello, resulta un tanto injusto reclamárselo.
Quienes insisten en recordar las simpatías pronazis de Edward, suelen referirse a él como "un hombre peligroso". Lo peligroso, sin embargo, era más bien que un hombre definitivamente tonto estuviera en aquella posición en aquel preciso momento. A nivel personal, a pesar de su arrogancia y sus limitaciones, existe consenso de que Edward no era un hombre de malos sentimientos. Incapaz de hacer cualquier cosa, era también incapaz de hacerle deliberadamente daño a nadie.
Aunque ya estaba demasiado viejo para meterse en enredos, los servicios de inteligencia británicos vigilaban sus movimientos. Por canales confidenciales le llegó a la reina Elizabeth la noticia de que Edward había comprado dos espacios en el cementerio de Baltimore, Maryland, la tierra de Wallis. Un emisario de la casa real se puso en contacto con él. Con la excepción de cinco (cuatro en Francia y uno en Alemania) todos los reyes de Inglaterra estaban sepultados en suelo inglés. Tras la abdicación, Edward solamente había regresado a Inglaterra tres veces: al funeral de su madre, al funeral de su hermano y a la inauguración de un monumento a su madre. El emisario le manifestó el deseo de la reina, su sobrina, de que cuando llegara el momento, él fuera sepultado cerca de sus familiares. Edward dijo que aceptaba si permitían que Wallis fuera enterrada a su lado. Su deseo fue concedido y Edward vendió los lotes del cementerio de Baltimore.
Cuando Edward agonizaba en un hospital de París, la reina fue a visitarlo acompañada de Phillip, su esposo, y el príncipe Charles, su hijo. Pocos días después falleció. Su funeral fue privado y solamente asistieron cuarenta miembros de la familia, muchos de los cuales ni siquiera lo habían conocido. Para todos, incluyendo a Wallis, la viuda, estaba claro lo que significaba un funeral privado: Era un funeral sin honores.
Apenas finalizado el entierro, Wallis le anunció a la reina que quería partir de Inglaterra de inmediato. La reina le preguntó por qué. "Porque quiero irme", fue la simple respuesta.
Wallis se fue y no volvió a Inglaterra sino hasta doce años después, ya muerta, para ser sepultada al lado de su marido.
¿Una historia de amor como para arrancar suspiros? ¿Una trama detectivesca llena de espías y conspiraciones subterráneas? O, tal vez, las dos versiones de esta historia no sean más que especulaciones levantadas sobre dos personajes inocuos, simples y bobalicones que, por azares del destino, estuvieron en el ojo del huracán sin comprender lo que ocurría a su alrededor.
INSC: 2562
Edward, a quien llamaban David cuando fue Príncipe de Gales, no se destacó en los estudios, ni en la milicia ni en el deporte. Tampoco daba muestras de estar interesado en la política, ni en los negocios, ni en la historia, ni en el arte, ni en la música. Desde muy joven quedó claro que el heredero de la corona no era inteligente, ni prudente, ni culto, ni talentoso. Cuando creció se volvió frívolo, aficionado a las fiestas y reacio a cumplir con sus deberes. Las ceremonias oficiales, a las que asistía obligado y casi arrastrado por su familia y los funcionarios de la casa real, eran para él un verdadero fastidio. Como es fácil de suponer, sus amistades eran de costumbres y personalidades similares a las suyas. Su padre, el rey George V, preocupado porque su heredero no se tomara en serio la vida, afirmó que David era tan incapaz y tan irresponsable que, cuando accediera al trono, no llegaría a cumplir ni un año en el puesto. El señor salió profeta: Edward VIII fue rey de Inglaterra del 20 de enero al 11 de diciembre de 1936.
Para hacer el cuadro completo, el joven príncipe que no era inteligente, ni culto, ni talentoso ni cumplidor del deber, tampoco era muy simpático. Creía (así se lo habían enseñado) que la dignidad de su persona era superior a la de los otros. Cualquier llamada al orden era, para él, un atropello y una falta de respeto. Durante la I Guerra Mundial prestó servicio militar, pero los oficiales de su unidad se encargaron de mantenerlo lejos de los disparos. Cansado de sus constantes berrinches y actitud arrogante, el comandante de la tropa le dijo en su cara: "Si yo tuviera la seguridad de que lo van a matar, lo enviaría al frente ahora mismo. No lo hago solamente porque me preocupa que lo tomen prisionero."
Cuando se convirtió en rey, el personal de la corte le indicaba qué hacer, a dónde ir, cómo vestirse y cómo comportarse. El propio Edward consignó en sus memorias que, en los discursos que le tocaba leer, a él no lo dejaban poner ni una sola palabra. Cansado de ser una marioneta de la corte, exclamó: "Ni siquiera como rey puedo hacer lo que quiero." Uno de los oficiales le explicó que, en esta vida, nadie hace lo que quiere. Todas las personas hacen lo que tienen que hacer.
Edward, Duque de Windsor y su esposa Wallis Simpson, con Adolfo Hitler, en Alemania durante su viaje de bodas. |
Cuando se destapó el romance del rey con la señora Simpson, el gobierno y la nobleza aprovecharon la oportunidad que les cayó del cielo. Hicieron entonces el papel de nacionalistas y puritanos: rechazaron a Wallis por ser americana y divorciada dos veces. El público se distrajo en el asunto personal, el rey abdicó envuelto en una aureola de simpatía y no sería sino hasta muchos años después que los motivos políticos del asunto saldrían a flote.
Sobre el tema, en su dos versiones, romántica y política, se ha publicado muchísimo. De vez en cuando siguen apareciendo artículos con nuevas revelaciones. Tanto quienes se concentran en la historia personal de la pareja, como quienes se ocupan de la trama conspirativa, han llegado a extremos de especulación que rayan en lo descabellado. Un título imprescindible sobre este asunto es La mujer que el rey amó, de Ralph Martin. El libro, publicado tras la muerte de Edward, pero mientras Wallis aún vivía, brinda una generosa imagen de ambos personajes. El autor se esfuerza por pintar un retrato agradable de ambos y trata de justificar, o al menos hacer comprensible, sus controversiales actitudes. Martin tuvo la oportunidad de entrevistar a la señora Simpson y declara que era una dama agradable, elegante y cortés. Tal parece que ella y su marido fueron felices juntos, pero sus vidas, pese a la forma benévola en que son presentadas, son bastante difíciles de mirar con simpatía.
Todas las biografías tienen su toque heroico y, de alguna manera, al leerlas, se va desarrollando cierta fascinación por los personajes. Conforme se va conociendo la historia de su vida, poco a poco el biografiado se va haciendo más cercano al lector. Incluso en los casos de que se trate de un personaje oscuro o perverso, cuya vida esté muy lejos de ser admirable, de alguna manera sus acciones se tornan comprensibles o explicables al saber más de su paso por este mundo. En este caso, sin embargo, tras leer una biografía de 600 páginas, cuanto más se conoce sobre las vidas de Edward y Wallis, más difícil resulta comprenderlas.
Edward y Wallis vivieron en vacaciones permanentes. Iban a esquiar a los Alpes, realizaban cruceros por el Mediterráneo, asistían casi a diario a cenas y recepciones, vivían en mansiones amplias, exquisitamente amuebladas y decoradas, vestían modelos exclusivos, eran atendidos por una legión de sirvientes, compraban joyas y disfrutaban de su vida como pareja. Además de todo esto, eran felices juntos. Sin embargo, y esto es algo verdaderamente difícil de explicar, sus vidas, de alguna forma, inspiran lástima.
Aunque había nacido en el seno de una familia modesta de Baltimore, Wallis tenía en común el príncipe su falta de interés por temas serios, su incapacidad de cumplir deberes y su afición al lujo y las diversiones. Era muy cuidadosa, eso sí, por estar siempre arreglada. Su cita diaria con el peluquero, el masajista y la maquilladora ocupaba la mitad de su día. Era exigente en la selección de sus vestidos y, ya fuera como invitada o como una anfitriona, se conducía de manera impecable y agradable. Daba órdenes precisas a la servidumbre y solía estar al tanto de hasta el más mínimo detalle del menú que se iba a degustar, los licores que serían servidos y la música que se iba a bailar.
Definitivamente, tal para cual. Con el dinero que la familia real ponía a su disposición, pudieron haber vivido discretamente, dedicados exclusivamente a divertirse. Pero en su burbuja color de rosa, la pareja ni siquiera se daba cuenta del mundo en que vivía y acabó convirtiéndose en un dolor de cabeza para el gobierno británico. Tras su boda, celebrada en Francia, decidieron realizar, como parte de su luna de miel, una visita a la Alemania nazi. La foto de su entrevista con Hitler hizo que muchos recordaran las palabras del oficial encargado de cuidarlo durante la I Guerra Mundial: "no me preocupa que lo maten, sino que lo hagan prisionero". La posibilidad de que Edward fuera secuestrado era una preocupación constante para los servicios de inteligencia británicos.
La pareja se estableció en París, dedicada a ofrecer y asistir a fiestas. Cuando Francia fue invadida por Alemania, al inicio de la II Guerra Mundial, Edward, que ya no era príncipe ni rey, sino que tenía el título de Duque de Windsor, dio unas declaraciones en que dejó clara su simpatía por Hitler. Winston Churchill le escribió una carta en la que, de manera oblicua y entre líneas, le ordenó que se quedara callado. Casi a la fuerza, la diplomacia y la inteligencia británicas trasladaron a Edward y Wallis a Portugal, que era un país neutral.
En su libro Lisboa 1939-1945, Neill Lochery cuenta que los agentes nazis se mantenían cerca del Duque y que el gobierno británico temía que los alemanes lograran convencerlo de pretender recuperar el trono de Inglaterra para convertirlo en su monarca títere y aliado. Definitivamente, había que enviarlo bien lejos. Churchill entonces le hizo saber que debía salir inmediatamente de Portugal y le presentaba dos opciones a escoger. Aceptar el cargo de Gobernador de las Islas Bahamas o retornar a Inglaterra. Aunque Edward no era muy inteligente, comprendió que si volvía a Inglaterra, así lo hospedaran en un lujoso palacio, sería prácticamente un prisionero, por lo que optó por trasladarse hacia el Caribe.
Mientras la guerra iba calentándose en Europa, con escasez de alimentos, bombardeos aéreos, movilizaciones de tropas y desplazamientos de civiles, Edward se quejaba de que, en Bahamas, la mansión en que debía vivir era una casona vieja de madera, la servidumbre era incompetente, el calor era insoportable y había muchos mosquitos. La alta sociedad de Bahamas, además, no parecía interesada en organizar bailes y fiestas.
Debido a la guerra, el gobierno británico decidió nombrar un nuevo embajador en Washington y Edward se ofreció para el puesto. En su opinión, él era la persona indicada para representar a Inglaterra en las recepciones de la Casa Blanca y jugar golf con los senadores. Sobra decir que su propuesta no fue tomada en serio. Ni siquiera le respondieron. Edward no era capaz de comprender que la embajada británica en Washington era, en aquellos momentos, de vital importancia y que debía ser ocupada por un hombre con experiencia y amplia visión global, discreto, inteligente, hábil negociador y, muy especialmente, enemigo declarado de los nazis. El duque se mostró ofendido e indignado cuando supo que el nuevo embajador inglés ante los Estados Unidos sería Lord Halifax. No lograba explicarse por qué nombraron a un ex virrey de la India, en vez de a un ex rey de Inglaterra.
Como se aburría espantosamente en las Bahamas, de vez en cuando solía pasear con su esposa en Florida. El vuelo era brevísimo y allí, ya fuera en Miami o en Tampa, había buenos hoteles, tiendas, joyerías, salones de belleza y, lo más importante, personas alegres dispuestas a bailar hasta la madrugada.
Durante la guerra, los ingleses llegaron a olvidarse de Edward. Su hermano, el rey George VI, que lo sustituyó en el trono, pese a ser tímido y tartamudo, logró ganarse la simpatía del pueblo, no solo por su discreción y austeridad sino por la manera en que cumplió su papel en aquellos difíciles años. A pesar de los bombardeos diarios, se negó a abandonar Londres y su hija, la actual reina Elizabeth, que era entonces una muchachita, prestó servicio en las fuerzas armadas. Elizabeth no solamente aprendió a manejar automóvil, algo raro para una princesa en aquella época, sino que además era muy buena arreglando desperfectos mecánicos y reparando motores.
En los primeros años de la posguerra, Edward y Wallis volvieron a despertar preocupaciones en la familia real. En sus fiestas ya no se codeaban con agentes nazis, sino con mafiosos norteamericanos. El rey George, pese a ser su hermano menor, debió hablarle como un padre y exigirle que se alejara de ciertas amistades antes de que su nombre se viera envuelto en un escándalo. Poco después de la advertencia, un buen número de compañeros de parranda de Edward y Wallis fueron a parar a la cárcel.
La pareja montó su residencia en París, pero con frecuencia pasaba largas temporadas en Nueva York. Se hospedaban en una suite del Waldorf Astoria en compañía de sus numerosos y muy mimados perros. Se levantaban a eso del medio día. Mientras Wallis era peinada, maquillada y masajeada, Edward esperaba sentado sin hacer nada. En la tarde bebían cócteles, luego cenaban vestidos de etiqueta, a veces en su casa donde recibían invitados, otras en casa de amigos que los agasajaban y en algunas ocasiones en restaurantes o clubes. Tras la cena, que solía terminar tarde, bailaban hasta el amanecer. A principios de los años sesenta el duque se quejó de que justo cuando había logrado dominar el swing, debió aprender a bailar twist. Con cierta frecuencia solía jugar golf o asistír a excursiones. Fue invitado por Francisco Franco a participar en una cacería. La pareja era asidua a los desfiles de modas y a los casinos. Cuando empezaron a envejecer, redujeron su vida social y ocuparon su tiempo en jugar con los perros y armar enormes rompecabezas. La única actividad de Wallis era ser una socialitee, pero el duque tenía dos pasatiempos: le gustaba tejer y sembrar plantas en el jardín.
La historia de lo que llegó a ser conocido como "el romance del siglo" de vez en cuando era recordada en las revistas, que repetían aquello del rey que renunció al trono por amor y terminaban con el infaltable "...y fueron felices para siempre." Se llegaron a hacer reportajes, películas y documentales para televisión. En 1961, en una entrevista, el duque se quejó del desprecio con que había sido tratado por el gobierno inglés, que había desaprovechado su talento y rechazado sus servicios.
Charles Curran, miembro del Parlamento por el Partido Conservador, se apresuró a contestarle.
"¿Cómo se atreve?" fue el título del contundente artículo que el legislador publicó en la prensa. La nota empezaba diciendo que el Duque pudo haber hecho cualquier cosa que se hubiera propuesto. Cuando dejó el trono era joven, sano y rico. Pudo haber estudiado una profesión, pudo haberse dedicado al comercio, a la agricultura o a la industria, pudo haber fundado o comprado una empresa, pudo haber sido un patrocinador o un mecenas, pudo haberse dedicado a una causa. Pero, continuaba el escrito, el duque ha dedicado los últimos veinticinco años a no hacer nada. Ha pasado un cuarto de siglo entretenido en su vida social. La conclusión del artículo de Curran era cruel. Terminaba diciendo que su vida era absurda, inútil y sin sentido.
Tal vez Curran fue demasiado severo. Hay personas que no han hecho nada por la humanidad o por la patria, pero al menos han hecho algo por sí mismos. El caso de Edward y Wallis es extraño porque nunca tuvieron la ambición de emprender un proyecto al cual dedicar sus energías. Si no les interesaba ganar dinero, que en todo caso no les hacía falta, al menos pudieron estar motivados por la ilusión de hacer y lograr algo por sí mismos. Sus defensores argumentaron que por su dignidad, un rey no podía rebajarse a trabajar, sin percatarse de que el trabajo no disminuye, sino que aumenta la dignidad de la persona. Edward y Wallis eran incapaces de asumir ninguna responsabilidad y, por ello, resulta un tanto injusto reclamárselo.
Quienes insisten en recordar las simpatías pronazis de Edward, suelen referirse a él como "un hombre peligroso". Lo peligroso, sin embargo, era más bien que un hombre definitivamente tonto estuviera en aquella posición en aquel preciso momento. A nivel personal, a pesar de su arrogancia y sus limitaciones, existe consenso de que Edward no era un hombre de malos sentimientos. Incapaz de hacer cualquier cosa, era también incapaz de hacerle deliberadamente daño a nadie.
Aunque ya estaba demasiado viejo para meterse en enredos, los servicios de inteligencia británicos vigilaban sus movimientos. Por canales confidenciales le llegó a la reina Elizabeth la noticia de que Edward había comprado dos espacios en el cementerio de Baltimore, Maryland, la tierra de Wallis. Un emisario de la casa real se puso en contacto con él. Con la excepción de cinco (cuatro en Francia y uno en Alemania) todos los reyes de Inglaterra estaban sepultados en suelo inglés. Tras la abdicación, Edward solamente había regresado a Inglaterra tres veces: al funeral de su madre, al funeral de su hermano y a la inauguración de un monumento a su madre. El emisario le manifestó el deseo de la reina, su sobrina, de que cuando llegara el momento, él fuera sepultado cerca de sus familiares. Edward dijo que aceptaba si permitían que Wallis fuera enterrada a su lado. Su deseo fue concedido y Edward vendió los lotes del cementerio de Baltimore.
Cuando Edward agonizaba en un hospital de París, la reina fue a visitarlo acompañada de Phillip, su esposo, y el príncipe Charles, su hijo. Pocos días después falleció. Su funeral fue privado y solamente asistieron cuarenta miembros de la familia, muchos de los cuales ni siquiera lo habían conocido. Para todos, incluyendo a Wallis, la viuda, estaba claro lo que significaba un funeral privado: Era un funeral sin honores.
Apenas finalizado el entierro, Wallis le anunció a la reina que quería partir de Inglaterra de inmediato. La reina le preguntó por qué. "Porque quiero irme", fue la simple respuesta.
Wallis se fue y no volvió a Inglaterra sino hasta doce años después, ya muerta, para ser sepultada al lado de su marido.
¿Una historia de amor como para arrancar suspiros? ¿Una trama detectivesca llena de espías y conspiraciones subterráneas? O, tal vez, las dos versiones de esta historia no sean más que especulaciones levantadas sobre dos personajes inocuos, simples y bobalicones que, por azares del destino, estuvieron en el ojo del huracán sin comprender lo que ocurría a su alrededor.
INSC: 2562
Wallis Simpson (1896-1986) y su esposo Edward Duque de Windor (1894-1972). |
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