La invención de Costa Rica. Carlos Cortés. Editorial Costa Rica. Costa Rica, 2003. |
El
libro La invención de Costa Rica, publicado en 2003, recoge una
serie de artículos y conferencias de Carlos Cortés sobre diversos
aspectos de la historia, la literatura y algunos escritores
costarricenses.
El
primer texto, que da título al libro, se refiere a los mitos
presentes en la historia del país. Cabe aclarar que la historia, en
general, está llena de mitos y la de Costa Rica no tendría por qué
estar exenta de ese fenómeno. Inevitablemente la imaginación acaba
infiltrándose en el relato de los acontecimientos que, con mucha
frecuencia, no ocurrieron como comunmente se cree. Separar lo real de
lo imaginario es tarea difícil, ya que hay mitos tan populares que
acaban siendo repetidos automáticamente.
Algo
así sucedió en este caso. Carlos Cortés plantea la construcción
simbólica que puede haber detrás de Juan Santamaría, del culto a
la Virgen de los Angeles, la arcadia tropical, el igualitarismo de
los costarricenses y la democracia rural. Sin embargo, en su
exposición, que pretende ser desmitificadora, acaba, tal vez
inadvertidamente, repitiendo mitos.
Menciona
que Cristóbal Colón llamó a esta tierra Costa Rica, cuando en
realidad el nombre de Costa Rica aparece por primera vez treinta y siete años
después de la breve visita del Almirante a Cariay. Llama Juana
Pereira a la mujer que encontró la imagen de la Virgen de los
Angeles, pese a que el nombre del personaje histórico es
desconocido. Juana Pereira es un nombre que inventó Monseñor Víctor Manuel Sanabria. Señala al Dr. José María Montealegre como el artífice
del derrocamiento de Juan Rafael Mora, cuando los responsables
fueron, principalmente, Vicente Aguilar y Lorenzo Salazar. Al Dr.
Montealegre le ofrecieron la presidencia cuando el golpe ya estaba
consumado y ni siquiera el propio Juan Rafael Mora lo culpó por su
caída. Declara que Costa Rica tiene una historia militar muy escasa,
pasando por alto el hecho de que, desde la Independencia hasta el año
1900, hubo diez golpes de Estado y al menos cinco conflictos armados
considerables.
Como
se ve, los mitos son tan fuertes que hasta quienes pretenden
cuestionar unos, no solo repiten otros sino que acaban creado mitos
nuevos. Verdaderamente temeraria es la afirmación, incluida en el
ensayo, de que Monseñor Anselmo Llorente Lafuente apoyó el derrocamiento de Mora. El
obispo ni siquiera se encontraba en Costa Rica, la mayoría del clero
era morista y no hay documento que implique a Llorente en los hechos,
aunque, por supuesto, el que Mora hubiera desterrado al obispo pesó
entre los múltiples motivos de su caída.
Algunos
mitos tienen una base real. El caso de Juan Vásquez de Coronado,
mencionado en el ensayo, es un buen ejemplo. Era, en verdad,
conciliador más que conquistador y prefirió la negociación con los
habitantes nativos más que la confrontación armada.
Otros
mitos son más bien materia legendaria. El cacique Garabito, que no
aparece en el ensayo, es casi un espejismo y tal parece que las
tropas de Juan de Cavallón lucharon contra un enemigo inventado para
confundirlos.
También
están por supuesto, los mitos que son deformaciones deliberadamente
manipuladas de la historia. En esta categoría, Carlos Cortés brinda
un verdadero aporte al desenmascarar uno de los más sonados casos.
En 1989, el gobierno decidió celebrar “El centenario de la
democracia”, para conmemorar el alzamiento que, en 1889, obligó a
dimitir al presidente Bernardo Soto y llevó al poder a José Joaquín
Rodríguez Zeledón. Por alguna razón que nunca estuvo clara, la
versión oficial era que Costa Rica había gozado de democracia desde
1889, cuando en realidad el gobierno del presidente Rodríguez
Zeledón, instalado ese año, indiscutiblemente fue el más
antidemocrático de la historia del país. Ignoró la Constitución,
mandó desterrar y encarcelar ciudadanos, suspendió todas las
garantías, cerró periódicos y llegó hasta el extremo de clausurar
el Congreso. En aquellos años circulaba la broma de que lo peor que
pudo haber hecho Rodríguez Zeledón fue desaparecer el poder
legislativo porque, si un día recobraba la razón y se daba cuenta
de que debía renunciar al cargo, no tendría ante quién presentar
la renuncia. A los cuatro años, repudiado por todos los sectores,
dejó como presidente a su yerno, Rafael Yglesias Castro quien,
también atropellando la Constitución y la voluntad popular, se
quedó en el cargo por dos periodos. Las elecciones de Ascención
Esquivel Ibarra, la primera de don Cleto González Víquez (1906) y
la de Alfredo González Flores no fueron tampoco nada democráticas y
vino luego la dictadura de Federico Tinoco. En los comicios
presidenciales de 1944 y 1948, así como en los de diputados de 1946,
hubo fradude y hasta muertos.
Señalar
1889 como el año a partir del cual Costa Rica vive una democracia
fue, definitivamente, un invento sacado de la manga. En toco caso,
aunque en su momento el asunto sirvió de excusa para una celebración
muy sonada, el mito acabó cayendo por su propio peso.
Este
primer ensayo, en todo caso, es el único que se refiere a Historia.
En los siguientes Carlos Cortés escribe sobre literatura, que es lo
suyo. Hace un recuento de la producción literaria costarricense
reciente en el que formula valoraciones verdaderamente dignas de
considerar. Sin embargo, la época que pretendió abarcar es tan
amplia que el texto acaba siendo una ráfaga de nombres de autores y
títulos de libros en los que apenas se detiene unos instantes,
cuando muchos de ellos merecerían una atención más reposada.
Me
llamó la atención que dos de los ensayos sobre literatura empezaran
con la misma afirmación planteada casi con las mismas palabras. “La
ambición del escritor costarricense” dice, “es inscribirse en la
literatura latinoamericana.”
Naturalmente,
cuando alguien publica lo que escribe alberga la ilusión de que su
obra llegue a un público amplio, pero no creo que todos los
escritores compartan la ambición de convertirse en figuras
continentales. El asunto hasta tiene sus riesgos, puesto que quien
escribe con el propósito de ganar notoriedad y volverse famoso más
allá de las fronteras, puede acabar produciendo literatura de
exportación al gusto y estilo imperante en el mercado del momento.
Mi punto de vista, tal vez más romántico y hasta ingenuo, es que
quien escribe lo hace respondiendo a motivos más internos que
externos. El escritor escribe sobre lo que lo apasiona, sobre lo que
lo inquieta, sobre lo que le interesa. Si luego su obra logra
apasionar, inquietar o interesar a otros, ojalá a muchos, esa ya es
otra historia pero, en el fondo, la ambición del literato está más
centrada en la obra misma que en el reconocimiento que podría
obtener por ella.
Joge
Luis Borges lo dijo de una forma muy hermosa al afirmar que “La
mayor ambición del escritor es lograr unas páginas que valgan la
pena de ser leídas. Solamente unas páginas”, recalcó, “porque
un libro entero ya sería esperar demasiado.”
Es
natural que un autor se alegre si su obra llega a ser traducida o
editada en otros países, pero tampoco se amarga si no lo logra. Hay
quienes ni siquiera lo intentan. Recuerdo en particular el caso de
don Alberto Cañas. Fue ministro, fue diplomático, viajó mucho,
tuvo relaciones de estrecha amistad con escritores europeos y
latinoamericanos, sus obras teatrales se montaron en distintos países
del continente pero, curiosamente, nunca ni siquiera intentó
publicar fuera del país. Una vez le pregunté el motivo y me
respondió que tenía claro que en sus novelas, Costa Rica era tanto
su tema como su público.
Incluso
hoy, en un mundo globalizado con grandes facilidades de comunicación,
existen escritores que aspiran a escribir unas páginas dignas de ser
leídas aunque vayan dirigidas casi exclusivamente a sus más
allegados.
Volverse
famoso, o rico, por medio de la literatura, es algo que puede
ocurrir, pero con lo que no hay que contar. Si alguien se pone a
escribir en busca de fama o fortuna, quizá sería mejor que dedicara
su energía y talento a una empresa menos arriesgada.
Carlos
Cortés es bastante severo en sus juicios sobre el panorama cultural
y literario durante el cambio del siglo XX al XXI, especialmente en
lo que se refiere al Ministerio de Cultura, una institución que, en
sus inicios, desarrolló ambiciosos y exitosos proyectos, pero que
acabó convertida en un aparato burocrático de alto costo y escasos
frutos. Cuando se dio inicio a la reestructuración de la Orquesta
Sinfónica, don Pepe Figueres soltó su famosa frase “¿Para qué
tractores sin violines?” y, apenas treinta años después, la dura
crítica del libro lleva por título “¿Para qué violines sin
ideas?”
Las
últimas páginas de La invención de Costa Rica están dedicadas a
semblanzas de nueve escritores costarricenses, de los cuales
solamente a dos, Max Jiménez y Eunice Odio, Carlos Cortés no tuvo
oportunidad de conocer en persona. Las notas sobre los demás, don
Joaquín Gutiérrez, don Fabián Dobles, don Alberto Cañas, doña
Carmen Naranjo, Alfonso Chase, Mía Gallegos y Rodrigo Soto, además
de la semblanza personal y literaria, vienen acompañadas de
recuerdos personales.
Agradezco
que mi nombre haya sido mencionado en la nota sobre don Beto, pero me
sorprendió que Carlos Cortés, en otro ensayo, al mencionar su
propia obra, pusiera: “Cruz de olvido, de Carlos Cortés logró
darle...” No comprendo por qué optó por referirse a sí mismo en
tercera persona, cuando habría sido más fácil, y hasta más
natural, decir simplemente “En Cruz de olvido, logré darle...”
La
invención de Costa Rica es un libro que merece ser leído con calma
y hasta ser repasado con frecuencia. Como verdadero conocedor de la
literatura costarricense, Carlos Cortés logró plantear su visión
personal de lo escrito y publicado en la segunda mitad del Siglo XX
con provocadoras valoraciones e interpretaciones. Sus puntos de
vista, ya sea que se compartan o se discutan, definitivamente no
pueden pasarse por alto.
INSC:
1815
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