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viernes, 23 de octubre de 2020

La olvidada Guerra de Coto.

Coto y la Soledad. 
Guillermo Padilla Castro.
1961

La guerra de Coto fue tan breve, que a la gran mayoría de los ticos que se reclutaron como soldados voluntarios para combatir en ella ni siquiera les dio tiempo de trasladarse al sur del país. Entre los que no lucharon, pero estuvieron dispuestos a hacerlo, se contaban, entre otros, el expresidente Rafael Yglesias Castro, el general Jorge Volio, el escritor Mario González Feo y el Jurista Víctor Guardia Quirós, quien formó un batallón con sus estudiantes de la Escuela de Derecho. En buena hora que no pudieron llegar al campo de batalla, porque a los que sí lograron llegar no les fue nada bien.

El conflicto bélico, que enfrentó a Costa Rica y Panamá por disputas de territorios en la frontera, duró poco menos de dos semanas, del 21 de febrero al 5 de marzo de 1921. Todo empezó porque un pequeño grupo de policías panameños se instalaron en Pueblo Nuevo de Coto, montaron una oficina e izaron la bandera de su país. Enterado del hecho, el gobierno de don Julio Acosta García,  envió a la zona al coronel Héctor Zúñiga Mora junto con un pequeño grupo de soldados para recuperar la autoridad costarricense sobre el pequeño poblado. Los policías panameños se retiraron y, una vez en la capital de su país, informaron a su gobierno de lo sucedido. El asunto fue tema de incendiarios artículos, tanto en la prensa panameña como en la costarricense y los ánimos se caldearon de tal manera que las representaciones diplomáticas de Costa Rica en Panamá y de Panamá en Costa Rica, fueron atacadas por turbas enardecidas que, aunque no hicieron mayores daños, acabaron arrancando la bandera y el escudo de las fachadas. 

El gobierno panameño, el 27 de febrero de 1921, envió tropas que arrestaron al coronel Zúñiga Mora y se reinstalaron como autoridades en Pueblo Nuevo de Coto. El gobierno tico, por su parte, aunque el conflicto era al lado del Pacífico, atacó la costa Caribe y, el 4 de marzo de 1921, tomó las poblaciones de Guabito, Las Delicias, Almirante y Bocas del Toro. Parecía que el asunto iba a hacerse grande, ya que el clima de agitación, de nacionalismo y de guerra era creciente tanto en Costa Rica como en Panamá. Sin embargo, la guerra terminó abruptamente, a la segunda semana de haber iniciado, gracias a la intervención del gobierno de los Estados Unidos. Y ni siquiera fue una intervención militar, sino, simplemente, una llamada a la calma por medio de correspondencia diplomática. Medio en broma y medio en serio, se dijo que al Presidente Warren Harding, que acababa de jurar su cargo el 4 de marzo de 1921, no debía importarle gran cosa que dos pequeñas repúblicas se disputaran territorios rurales y despoblados, de no haber sido porque en el territorio en conflicto hubiera grandes fincas bananeras propiedad de la United Fruit Company. Al fin y al cabo, resultó más importante la paz por los bananos que la guerra por la frontera.

En su momento, el Presidente Julio Acosta García fue severamente criticado por su manejo del conflicto, ya que quiso involucrar al país en un conflicto bélico para el que no estaba preparado. Además, el asunto no era para tanto y tanto el gobierno panameño como el costarricense, se dejaron llevar por una ola de nacionalismo desbordado que, en vez de solucionar el problema, lo iba a hacer más grande.

Poco a poco la guerra de Coto fue cayendo en el olvido, como tantos otros episodios sobre los que se opta por mejor no mencionarlos más. No hay estudios profundos sobre este conflicto al que no suele prestársele mayor atención. 

En 1960, Guillermo Padilla Castro, quien fue comandante de una fracasada expedición en la Guerra Coto, publicó una serie de artículos en La Nación, en los que lamentaba que, poco antes de que se cumplieran los cuarenta años del conflicto armado, nadie en Costa Rica recordara a los costarricenses que murieron, fueron heridos o acabaron como prisioneros durante la guerra de Coto. Dichos artículos fueron publicados en 1961 en un librito titulado Coto y la soledad, una pieza testimonial verdaderamente difícil de conseguir, que mi buen amigo Tomás Guardia Yglesias tuvo la gentileza de prestarme.

Don Guillermo Padilla Castro cuenta que, junto con la tropa a su cargo, viajó en tren, desde a San José hasta Puntarenas, donde zarpó a bordo de una pequeña lancha, rumbo a Golfito. Lo acompañaba su gran amigo "El Cholo" Obregón, con quien discutía temas filosóficos o literarios mientras descansaban sobre los sacos de gangoche amontonados en cubierta. En Golfito, fueron recibidos por Daniel Herrera Yrigoyen, un poeta mexicano que, en busca de paz y soledad, se había instalado en el sur de Costa Rica.

Mientras navegaban en pequeños botes por el río, fueron atacados por soldados panameños. El poeta Herrera Yrigoyen, que les servía de guía, murió como consecuencia del ataque junto con treinta soldados costarricenses. Los heridos de gravedad fueron cuarenta y ocho, incluyendo al propio Padilla Castro. Los soldados panameños, que fueron certeros en el ataque, fueron magnánimos en la victoria. Enterraron a los muertos y trasladaron a los heridos a un lugar llamado Rabo de Puerco, en la costa panameña, para que recibieran atención médica. El comandante de las tropas panameñas en Rabo de Puerco, era el capitán Alejandro Armuelles y, en su honor, el lugar que antes se llamaba Rabo de Puerco, se llama hoy Puerto Armuelles. Las heridas de Padilla Castro y de otros costarricenses, eran tan serias que no podían ser atendidas en un campamento, ya que requerían cirugía mayor, por lo que él y sus compañeros mal heridos fueron trasladados al hospital Santo Tomás en la ciudad de Panamá. En el barco que los transportaba, uno de los soldados ticos contó a los soldados panameños que los custodiaban e, ingenuamente dijo "Somos más que ellos", como proponiendo un ataque, pero la gran mayoría de los ticos no podían ni moverse.

Doctores y enfermeras del hospital tenían la curiosidad de conocer al Comandante capturado de las tropas costarricenses y, al acercarse a su lecho, se sorprendían al encontrarse con un joven estudiante de Derecho que apenas pasaba de los veinte años de edad. En el Hospital, nadie los trató como enemigos, sino como pacientes. Recibieron la mejor atención y fueron enviados de vuelta a Costa Rica totalmente recuperados. Sus compañeros, es cierto, habían muerto bajo fuego enemigo, pero ninguno de los heridos, muchos de ellos de gravedad, murió por falta de cuidados médicos. Por su experiencia en la guerra, Padilla Castro más bien tuvo la oportunidad de experimentar el gran aprecio que los panameños tienen por los ticos, a quienes consideran un pueblo hermano.

Militarmente, la guerra de Coto fue un rotundo fracaso para Costa Rica. Los jóvenes estudiantes de San José, a pesar de su cándido entusiasmo, no tenían ninguna posibilidad de enfrentarse con éxito a los soldados panameños bien equipados y entrenados. Irónicamente, la guerra de Coto, tras la intervención de los Estados Unidos, fue un éxito para Costa Rica, puesto que la zona en disputa quedó bajo soberanía costarricense y así fue ratificado veinte años después, en 1941, cuando se firmó el tratado de límites Echandi Montero Fernández Jaén.

A Padilla Castro le dolía sin embargo, que nadie recordara a los muertos, heridos y prisioneros de la guerra de Coto. En su libro, consigna el nombre completo de cada uno de los que perdieron la vida, derramaron su sangre o estuvieron meses cautivos por un conflicto que tal parece que a nadie le importa y nadie menciona. Por insistencia suya, en 1961, al celebrarse los cuarenta años de la guerra de Coto, se levantó un modesto monumento al lado del Templo de la Música, en el Parque Morazán de San José. Dicho monumento, fue removido cuando el parque fue remodelado en los años noventa. No sé si el monumento fue trasladado a otro sitio o, simplemente, fue olvidado también, como la guerra cuya memoria pretendía perpetuar.

Soldados de la Guerra de Coto. 1921

 INSC: 2776

lunes, 18 de abril de 2016

Libro sobre la carreta típica costarricense.

La carreta costarricense. Constantino
Láscaris y Guillermo Malavassi.
Editorial Costa Rica. Tercera edición.
1985.
La carreta típica costarricense, tirada por bueyes y pintada con alegres diseños, fue durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, instrumento fundamental en el desarrollo del comercio. Actualmente, elevado a la categoría de símbolo nacional por su valor artístico e histórico, este hermoso vehículo de carga sigue presente en la vida de los agricultores costarricenses, quienes, pese a trabajar ya con camiones y tractores, mantienen la tradición de contar con una yunta de fornidos bueyes y una carreta bien decorada.
En tiempos de la Colonia el comercio era mínimo y los caminos estrechos, por lo que las mercancías se transportaban a lomo de mula. Las yuntas de bueyes se utilizaban en aquella época para arrastrar los enormes troncos de árboles que debían ser removidos cuando se abría, en la selva virgen, un espacio para la agricultura.
La cureña (plataforma sin cajón tirado por bueyes) se utilizó mucho antes que aparecieran las carretas. Quizá por ello, se impuso la palabra "Boyero" en lugar de "Carretero".
Cuando se extendió el cultivo del café y su consecuente exportación, las mulas resultaron poco prácticas para transportarlo. Empezaron a verse entonces las largas caravanas de carretas que iban y venían, desde los beneficios de las tierras altas hasta Puntarenas. En 1844, un viaje de San José al puerto tardaba de once a quince días. Los boyeros evitaban caminar bajo el sol de mediodía. Iniciaban la marcha a las cuatro de la mañana y la suspendían a las nueve, luego la retomaban a las dos de la tarde y avanzaban hasta que los venciera el sueño. Para transportar pasajeros, bastaba acondicionar la carreta con un colchón y un toldo.
Una de las cosas que más llamaron la atención de los viajeros que visitaron Costa Rica en el siglo XIX fue el constante tránsito de carretas por todas las vías del país. Solamente los campesinos extremadamente pobres no tenían carreta. Cuando una muchacha quería que su pretendiente la visitara en la casa, el padre le decía: "Si tiene carreta, que pida la entrada.
Durante la peste del cólera, las carretas de bueyes recorrían los poblados para recoger cadáveres y llevarlos a enterrar en la fosa común situada donde hoy se encuentra la Iglesia de las Ánimas.
Como la construcción del ferrocarril se inició en Alajuela, los rieles y la locomotora desarmada en piezas, fueron transportados en carreta desde Puntarenas.
Además de su protagonismo en la historia, la carreta ha estado presente en nuestra literatura y nuestra pintura y se ha convertido, por su decoración, en una pieza de arte característica de Costa Rica.
Dos filósofos, Constantino Láscaris y Guillermo Malavassi Vargas, realizaron un valioso estudio sobre la carreta costarricense  en que recopilaron prácticamente todo lo que hay que saber sobre ella. El libro, publicado cuando la carreta aún se utilizaba en ciertas zonas del país pero ya venía siendo desplazada por los camiones, está lleno de datos interesantes. Al inicio las ruedas tenían rayos, pero se atascaban en el barro. Luego se cortaron de una sola pieza de tronco de árbol, pero finalmente se optó por hacerlas de cuñas rodeadas de un aro metálico. En el yugo se acostumbra poner un espejo, el buey más fuerte se enyuga a la izquierda y los bueyes deben pesar más que la carreta cargada. El estudio incluye croquis de la estructura, una lista de palabras propias del oficio y documentos históricos reveladores, como reglamentos para el tránsito de carretas decretados por el Dr. Castro Madriz, un intento de monopolio de la actividad propuesto por don Juanito Mora y las disposiciones de don Cleto González Víquez para evitar que las carretas dañaran los caminos de macadam.
Aparece también toda una antología de textos literarios y periodísticos sobre la carreta, escritos por Joaquín García Monge, Arturo Agüero Chaves, Francisco Amighetti, Emilia Prieto, Gilbert Laporte, Carmen Lyra y Mario González Feo entre otros.
El tema más interesante es el relativo a la decoración. Las fotografías antiguas muestran carretas sin pintar incluso en las primeras décadas del siglo XX. En Costa Rica funcionaban varias fábricas de carretas. La de Isaías Delgado en Puriscal, la de Antonio Muñoz en Zapote, la de Fermín Bozzoli en San Isidro del General y la de don Isidro Chaverri fundada en 1870 y situada en Sarchí.
Aunque existen testimonios de que en Cartago se pintaban las carretas desde 1912, tal parece que fue la fábrica de Chaverri la que popularizó la decoración. Originalmente, todas las carretas se pintaban de rojo, con el mismo producto que se utilizaba para pintar los portones de los cafetales. Alrededor  de 1910, Fructuoso Chaverri (hijo de Isidro) empezó a decorar las ruedas con estrellas de picos. Luego vinieron las flores y los diseños caprichosos. Se llegaron a formar dos escuelas artísticas distintas y los campesinos, con solamente ver las pinturas de una carreta, sabían si había sido decorada en Sarchí o en Puriscal. José León Sánchez sostiene que la decoración de carretas se debió a la presencia de inmigrantes italianos, ya que solamente en Sicilia y Costa Rica las carretas se pintan de manera tan primorosa. Sin embargo, esta hipótesis ha sido refutada, entre otros, por Manuel de la Cruz González, ya que los diseños son bien distintos. En las primeras oleadas de inmigrantes italianos, además, no había sicilianos.
Los primeros en estudiar el arte de las carretas fueron Emilia Prieto y Gilbert Laporte, quienes acabaron interesando en el asunto a Carmen Lyra. El artículo de Prieto, publicado en 1931, dice que "desde hace muchos años" se acostumbra pintar las carretas. En realidad no eran tantos, puesto que la práctica de decorar carretas inició en 1912 y se popularizó hacia 1920.
Carmen Lyra, por su parte, aunque se muestra impresionada al visitar una fábrica de carretas y observar el proceso que, tanto en lo artesanal como en lo artístico requiere un cuidado minucioso, declara que nunca había imaginado que la vanidad humana pudiera llegar hasta una carreta.
El arte de la carreta típica costarricense no es solo visual, sino también musical. La selección de la madera de las ruedas y la armazón del eje, procuran que el sonido que produzca al avanzar sea agradable al oído. Así como no hay dos carretas pintadas con el mismo diseño, tampoco hay dos que suenen igual.
La lectura del libro de Láscaris y Malavassi inevitablemente provoca nostalgia por un pasado no tan lejano. Mientras repasaba sus páginas, recordaba los tiempos en que era niño en Sabanilla de Montes de Oca, cuando todas las urbanizaciones de hoy en día eran aún cafetales y desde lejos escuchaba acercarse a Lencho Vargas, un simpático vecino, siempre sonriente, que con el chuzo al hombro, caminaba despacio frente a su carreta de bueyes, complacido por la alegría que provocaba en todos los pequeños que salíamos a la calle solamente para verlo pasar.
INSC: 0312
Carreta cargada con cacao. La foto no tiene fecha, pero es de los tiempos
en que se pintaban solamente de rojo.







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