viernes, 26 de marzo de 2021

Los ojos del antifaz. Novela de Adriano Corrales.

Los ojos del antifaz.
Adriano Corrales.
BBB. Costa Rica. 2020

En determinado momento, David, el protagonista de la novela Los ojos del antifaz, de Adriano Corrales, se mira al espejo y no se reconoce. Aún joven, le cuesta creer que aquel rostro envejecido, maltratado, doloroso y amargo, sea el suyo. No hace mucho que era un muchacho alegre, curioso y enamoradizo que, a falta de un balón de verdad, jugaba con sus amigos utilizando como pelota una vejiga de chancho bien inflada y bien cosida.

Creció en el campo, tan cerca de la naturaleza virgen que, en las noches, se escuchaban los gruñidos de manadas de saínos salvajes que se atrevían a curiosear cerca de la casa. Estaba pequeño cuando, cargada dentro de una carreta de bueyes, venía enroscada una enorme serpiente muerta. Los habitantes del lugar se congregaron curiosos y, para que pudieran verla mejor, la colgaron de un poste. Se aprovechó todo. El cuero, que parecía inagotable, sirvió para hacer zapatos, cinturones y billeteras, la grasa, para remedios caseros y la carne para hacer chicharrones.

Su infancia y juventud las vivió en un lugar mágico, en que los fantasmas hacían visitas para anunciar su propia muerte, las brujas se entretenían anudando apretadas trenzas en las crines de los caballos y el Dr. Ricardo Moreno Cañas operaba en sueños a sus devotos. Las oportunidades de divertirse y socializar eran pocas, pero se aprovechaban al máximo, como la vez aquella en que tuvo su primera, brevísima, pero inolvidable conquista amorosa con la muchachita que hacía fila delante de él para montarse en la rueda de Chicago.

Guy de Maupassant decía que una novela es un ciclo completo de vida, que se toman los personajes en un momento de sus vidas y se les acompaña, durante la transición, hasta el momento siguiente. El David joven, fuerte, sano, juguetón, idealista y soñador que respiraba el aire puro del monte y se bañaba en los ríos, no es el mismo David, joven aún, que se mira al espejo y se percata que, aunque actuó movido por las mejores intenciones y con el propósito de hacer lo correcto, el sueño al que dedicó todas sus energías, por el que hizo enormes sacrificios y en el que hasta puso en riesgo su vida, no fue más que un espejismo.

De mente inquieta, David desde pequeño se cuestionaba todo, hasta la doctrina del catecismo. Era inteligente y curioso, pero acabó volviéndose rebelde y revoltoso, hasta el punto que, siendo apenas un adolescente, Cuzuco, el director del colegio, lo expulsó por haber afeado, con protestas estudiantiles, la visita del Presidente de la República. Fuera de las aulas, sin derecho a matricularse en ninguna institución estatal de segunda enseñanza, David, que podía ser constante cuando se lo proponía, terminó la secundaria y abandonó su verde y mágica tierra natal para ir a estudiar a la universidad.

Deambuló por distintas carreras, se hizo de amigos y, además de compartir parrandas juveniles, acabó involucrándose en una agrupación política que, en la novela, se llama simplemente "La orga". Aunque en el grupo había unos cuantos intelectuales y hasta algunos miembros de otros países, que tenían amplia experiencia en tácticas de agitación, labores de espionaje y hasta de guerilla, lo cierto es que la gran mayoría de los compañeros eran revolucionarios de camiseta y boina. Muchachos que se proponen cambiar el mundo, sin ser capaces de cambiar sus propios hábitos, que pretenden establer otro orden de cosas, sin tener su propia vida en orden.

Los ojos del antifaz.
Adriano Corrales.
Primera edición.
Perro Azul. Costa Rica. 1999.

Aquellos jóvenes, aunque cumplían con entusiasmo las tareas que les asignaban los dirigentes, la mayor parte del tiempo eran simplemente compañeros de tertulia y de parranda. Acabaron viviendo todos juntos en una casa alquilada pero el asunto no funcionó muy bien, porque todos comían y solamente unos pocos aportaban. Los recursos llegaron a ser tan escasos que, en una ocasión, todos intervinieron en el debate oral y público de un juicio que se improvisó por la desaparición de un plátano. En la convivencia quedó claro que la tan cacareada palabra "solidaridad", unos (pocos) la consideraban un deber, mientras que otros (muchos) la aprovechaban como una ventaja gratuita. 

Era el final de los años setenta y como David era uno de los más entusiastas de la orga, le propusieron entrenarlo para que fuera a luchar como guerrillero sandinista en el frente sur de Nicaragua.  David tenía su novia y sus planes. Fue duro decidir entre Lucía y la lucha revolucionaria pero, se dijo, la lucha está por encima de todo. Además, pensó: "Si me niego, quedaré como un farsante."

Se fue entonces como "voluntario" y, ya en la montaña, llegó a entablar buena amistad con sus compañeros de armas. Eran en verdad muy distintos a los revolucionarios de la universidad y poco a poco fue conociendo sus historias, reales o inventadas, así como las razones por las que explicaban, tanto a los otros como a sí mismos, el que estuvieran allí. Entre los guerrilleros había personajes de todo tipo y hasta niños de doce años de edad, cuya estatura apenas era ligeramente más alta que el fusil que cargaban. Los más viejos, tenían sus razones, pero en cuanto a los chavalitos, aunque eran valientes y arrojados, resultaba difícil de creer que fueran "voluntarios".

A la hora de escoger su nombre de guerrillero, tras descartar muchas opciones, David decidió llamarse Aquiles. Lo más terrible del tiempo de lucha en la montaña no fue el hambre, ni el frío, ni la lluvia, ni el sol, ni las largas caminatas con el equipo a cuestas. Ni siquiera fueron los tiroteos ni la conciencia de que se arriesgaba la vida a cada paso. Lo más terrible fue la muerte, tanto de los compañeros como del enemigo porque, tras los combates, David o, más bien, Aquiles, descubrió que los muertos no solamente tienen un aspecto impactante, que impresiona por lo grotesco, sino también un olor penetrante que queda impregnado por dentro y por fuera de quien se les acerca demasiado.

Cuando Anastasio Somoza abandonó el poder en Nicaragua y los guerrilleros fueron recibidos en las principales poblaciones del país como héroes, por todo lo sufrido, el sabor de la victoria fue amargo y llegó a prestarse para ironías. Hasta la consigna revolucionaria "Hasta la Victoria, siempre", era repetida por los mismos guerrilleros con otro significado, porque en Nicaragua, Victoria es una marca de cerveza.

La madre se curó de todos los males que la tenían postrada en una cama cuando su hijo volvió a la casa. El retorno fue difícil. "¿Cómo se hace para volver?"  A petición de los curiosos, David contaba sus andanzas como si el protagonista de su relato fuera otro y no él mismo. Su mente estaba en otra parte. No le interesaba hacerse el interesante con relatos de aventuras, sino retomar de nuevo su vida, sus planes, volver a encontrarse con su novia, buscar una ruta a seguir, hacer algo después de ese paréntesis en su vida. A veces se preguntaba qué habría sido si nunca hubiera salido del pueblo. Tal vez peón de finca, trabajador del aserradero o dependiente de comercio. 

David quería retomar su vida, pero "La orga", tenía otros planes para él. Decidieron, sin consultarle, aprovechar su experiencia para realizar lo que llamaban "operaciones de recuperación financiera", eufemismo rimbombante que, en buen castellano, significa, simple y llanamente, realizar asaltos para obtener un botín. Bien mirado, la tergiversación de las palabras es hasta irónica. Solamente se puede recuperar lo que a uno le pertenece. Recuperar algo que pertenece a otro es, por feo que suene, robar.

El asalto a una sucursal bancaria salió bien. No hubo heridos, ni muertos ni detenidos. Pero en el segundo golpe las cosas se complicaron y David acabó arrestado e interrogado. Los cuerpos policiales estaban alarmados y tensos. A inicios de los años ochenta estaban sucediendo hechos cada vez más violentos. secuestros de empresarios de otras nacionalidades residentes en el país, tiroteos, asaltos y acciones de organizaciones armadas con algún tipo de connotación política, como las del grupo La Familia, que dejó la muerte de dos guardias civiles durante un enfrentamiento y de la joven Viviana Gallardo Camacho, ametrallada en una celda mientras esperaba presentarse a juicio.

David llegó a pensar que no saldría vivo del interrogatorio. Nadie, ni siquiera él mismo, sabía dónde se encontraba. Pero a fin de cuentas lo dejaron ir. Pudo dormir y, a la mañana siguiente, mientras se aseaba, se miró al espejo.

"Allí, frente a mí, estaba parado un tipo con los ojos amoratados y la cara de una palidez violácea. Un tipo barbado y golpeado por días y años de lucha inútil consigo mismo y con la muerte. Un tipo desconocido, envejecido por los años a la interperie y a salto de mata. No un guerrero, sino un transeúnte por la vía de los que nunca se descubrieron...Ese era el antifaz que había llevado hasta siempre... Ese tipo no era yo, era otro. Los ojos, mis ojos, al fin podían mirar el antifaz. O el antifaz mirar a mis ojos."

En Centroamérica abundan las obras testimoniales de guerrilleros pero, por lo general, son de corte propagandístico o apologético en las que el protagonista es retratado como héroe o como víctima. Los ojos del antifaz no va por ahí. Es una novela en la que, más que en la referencia histórica, la atención está concentrada en el drama humano, más que en la lucha social, el argumento se concentra en la experiencia individual. Independientemente de las posiciones políticas o ideológicas que pudiera tener quien la lea la novela, acabará comprendiendo a David y, hasta me atrevería a afirmar que, conforme avance el lectura, llegará hasta a sentirle afecto.

No sé si Adriano los escogió deliberadamente o si ni siquiera se dio percató del detalle, pero encontré profundamente simbólicos los dos nombres del protagonista. David, como el pastorcillo que, siendo apenas un niño, derribó con su honda a un guerrero gigante armado hasta los dientes, y Aquiles, el invencible que tenía, sin embargo, un punto vulnerable.  A pesar de la fortaleza de sus palabras, sus ideas y sus acciones, de alguna forma es evidente que, en el fondo, el personaje que está detrás del antifaz es una criatura frágil. A la larga, él mismo se percata que el punto débil de su ser es más que el talón y que el enemigo que pretendía derribar es mucho más grande que Goliat.

Los ojos del antifaz.
Adriano Corrales.
EUNED. Costa Rica. 2007.

El sueño se volvió una pesadilla de la que fue triste despertar. A lo largo del libro hay reflexiones filosóficas, éticas, estéticas e históricas de gran interés y profundidad. Hasta las alucinaciones, o premoniciones, de la vez que durmió tres días seguidos son fascinantes. David sufrió al lado de la sarta de vagos de la universidad, en los duros tiempos de la guerrilla y en las operaciones clandestinas en las que lo involucró "la orga", pero disfrutó de la serenidad de las nostálgicas charlas con sus caseros doña Luz y don Toño. David, en el fondo, era un pensador y un artista más que un guerrilero o un redentor de la sociedad.

Mientras leía Los ojos del antifaz,  reafirmé mi convicción de que los movimientos de izquierda, pese a su prédica contra la discriminación de clase, en la práctica son bastante clasistas. Están, para empezar por lo más alto, los que llamo "los comunistas gourmet" o, como les dicen en Europa, "La gauche", que son pura pose, como las preciosas ridículas de la comedia de Moliére. Luego están los dirigentes, que dan la cara y pronuncian discursos, pero nunca se ensucian las manos. Y, en lo más bajo de la pirámide, están quienes, como el David de la novela, hacen cualquier cosa que les manden y son capaces de poner a un lado hasta sus aspiraciones personales con tal de contribuir a la causa.

Los de arriba son una farsa. Los de abajo de verdad se creen el cuento. Su idealismo y su compromiso son auténticos, pero acaban siendo utilizados como peones de una partida en la que otros deciden sus movimientos. Uno no puede dejar de preguntarse cómo alguien que, siendo apenas un muchacho, ponía en apuros a la maestra de religión por cuestionar la doctrina y el catecismo, luego, ya más crecido, no solo abrazó sin objeciones de ningún tipo la religión, la doctrina y el catecismo de "la orga", sino que hasta cumplió sus órdenes sin cuestionarlas en lo más mínimo.

El ideal por la justicia social lo llevó a la delincuencia. Se jugó el riesgo de matar, de que lo mataran o de ir a parar la cárcel, con tal de obtener un botín del que ni siquiera recibiría una parte, puesto que debía entregarlo a los de arriba, a los que dan órdenes sin arriesgar nada.

Lo irónico, y lo triste, es que los más comprometidos y obedientes, cuanto todo acabó, fueron los más olvidados. Los otros, los que hablaban de revolución pero tuvieron el cuidado de mantenerse lejos de los disparos, hospedados en buenos hoteles mientras sus compañeros se escondían en charrales con el enemigo al frente, al final siguieron politiqueando y encontraron su campito en los partidos que antes combatían.

Sereno, sin dolor y sin resentimientos, David llega a decir que si un largo periodo de su juventud se puede considerar como un montón de años perdidos, confía al menos que no acabe siendo también una memoria perdida. Y se propone entonces escribir su historia personal novelada.

Una vez, le pregunté a Adriano si este libro se podía considerar como unas memorias o un testimonio de su experiencia personal. Tras un profundo respiró, simplemente me respondió: "Los ojos del antifaz es una novela."

Una novela, por cierto, que lleva años generando interés y atrayendo lectores. Su primera edición fue publicada en 1999 por Perro Azul, en 2001 fue editada en Argentina por el sello Piel de leopardo, la EUNED la incluyó en sus colección de literatura costarricense en 2007 y la edición más reciente la realizó BBB en el año 2020.

INSC: 1091, 2777

lunes, 22 de marzo de 2021

Boris Spassky y Bobby Fischer. El torneo de ajedrez del siglo, 1972.

Spassky Fischer.
Todas las partidas del 
Match del Siglo.
Lorenzo Ponce-Sala
Bruguera, España. 1972

Nunca antes, y nunca después, el ajedrez acaparó tanta atención como cuando, en 1972, se disputó el campeonato mundial entre el ruso Boris Spassky, que defendía su título, y el norteamericano Bobby Fischer, que era el retador.

"El sereno mundo del ajedrez", como lo llamaba el propio Spassky, es un ambiente de competencias largas, lentas y silenciosas, premios modestos y escaso público. Un torneo de ajedrez no tiene momentos espectaculares para quien no comprenda el juego y, con mucha frecuencia, ni para los propios entendidos tampoco.

Sin embargo, tal vez por el tenso ambiente de la guerra fría, que enfrentaba en aquel tiempo a la Unión Soviética y a los Estados Unidos, el hecho de que el campeonato de 1972 tuviera a un norteamericano como retador de un campeón ruso, logró que el evento fuera llamativo, quizá más desde el punto de vista político que del propiamente deportivo.

Las actitudes de los contendientes eran verdaderamente distintas. "Yo compito por mi patria y por mi bandera", decía Spassky, mientras que Fischer declaraba sin pelos en la lengua, "Más allá del título, a mí lo único que me importa es el dinero." 

La diferencia de edad entre ellos era mínima (Spassky era solamente siete años mayor que Fischer), pero por la personalidad y el aspecto de los jugadores. daba la impresión de que en el encuentro se enfrentaba un hombre maduro, serio, elegante y sereno contra un muchacho flaco, rubio, atarantado e inquieto.

Aunque nacieron y crecieron en sociedades muy distintas, en las vidas y costumbres de ambos había muchas coincidencias. Los dos fueron hijos de familias de escasos recursos y los dos crecieron sin la presencia del padre. El de Spassky murió cuando el futuro campeón ruso era un niño pequeño y el de Fischer abandonó la familia cuando el futuro campeón americano era también un niño pequeño. Tanto Spassky como Fischer aprendieron a jugar ajedrez antes de aprender a leer y a escribir. Compartían además la afición por los mismos deportes e intereses, ambos jugaban tenis y practicaban con frecuencia la natación, eran grandes lectores que devoraban un libro tras otro, estudiaban a fondo cuanta publicación de ajedrez encontraban y compartían un gran interés y facilidad para aprender idiomas.

Consultado sobre esas coincidencias, Spassky decía: "La única diferencia entre Fischer y yo, es que yo no fui un niño prodigio. Yo fui aprendiendo poco a poco. Fischer parece que lo sabía todo desde la primera vez que se sentó ante un tablero."

Había también otra diferencia. Boris Spassky completó sus estudios y se graduó en la universidad como periodista, carrera que, sin embargo, nunca ejerció. Boby Fischer abandonó la escuela en la adolescencia y se dedicó exclusivamente a jugar ajedrez. Para ganarse la vida, cobraba por sus partidas, sus torneos, sus simultáneas, sus presentaciones y hasta por sus entrevistas.

"La ventaja de los rusos", decía Fischer, "es que los ajedrecistas son profesionales. Reciben un estipendio del gobierno para que se dediquen a tiempo completo a perfeccionar su juego. En los Estados Unidos y en el resto del mundo, hay muchos talentos que se pierden porque no pueden jugar ajedrez competitivamente y ganarse la vida al mismo tiempo."

Cuando alguien que no sabía jugar ajedrez le preguntaba a Fischer por el juego, con una gran sonrisa le afirmaba: "Es muy divertido y muy fácil. Y aunque ser un gran jugador de ajedrez no está al alcance de cualquiera, ser un buen jugador de ajedrez sí es algo que cualquiera puede lograr. Es como el baile. No cualquiera es un gran bailarín, pero el mundo está lleno de buenos bailarines."

Al campeón cubano José Raúl Capablanca lo llamaban  "El Mozart del ajedrez", elogio con el que también han distinguido al actual campeón mundial, el noruego Magnus Carlsen. Bobby Fischer, en su momento, también fue llamado "El Mozart del ajedrez",  no solamente porque las partidas que jugó Fischer siendo un niño, como las piezas musicales que compuso Mozart siendo niño, son de una audacia asombrosa, sino porque para ambos ese nivel de calidad les parecía fácil de lograr y lo alcanzaban de manera espontánea, sin esfuerzo. Se sabe que en los manuscritos de Mozart no hay ni una sola corrección. Fischer, muchas veces, incluso en torneos importantes, ni siquiera se tomaba la molestia de escribir sus partidas. Ambos tenían una memoria prodigiosa. Mozart era capaz de tocar cualquier composición después de haberla escuchado una única vez y Fischer podía reproducir de memoria en un tablero cualquier partida que hubiera jugado, presenciado o estudiado.

De hecho, una de las primeras cosas que llamó la atención en el campeonato mundial de ajedrez de 1972, fue que el campeón ruso llegó al encuentro con un equipo de asesores, entre los que se encontraban cuatro maestros que habían derrotado a Fischer anteriormente. Fischer, en cambio, llegó solo y se mantuvo solo durante todo el encuentro. "Nadie puede ayudarme a analizar mi juego", dijo Fischer.

Spassky y Fischer ya habían jugado en cuatro ocasiones y, aunque Fischer demostró ser un digno rival, nunca había logrado derrotarlo. Ganaba Spassky o empataban.

Que un campeón mundial, acompañado de un equipo asesor de grandes maestros, se enfrentara a un retador que estaba completamente solo, fue visto en su momento como una alegoría del colectivismo soviético frente al individualismo norteamericano.

Fischer estaba desde hacía años acostumbrado a estar solo. No tenía novia ni amigos. Solicitó a los organizadores que tuvieran a alguien disponible por si deseaba jugar tenis, pero no quería hablar con nadie durante el torneo. Solo, sin asesores y sin compañía, las sesenta y cuatro figuras del tablero serían sus mejores y únicos amigos durante las semanas en que se jugarían las partidas por el campeonato mundial.

Parecía inevitable que el ruso acabaría manteniendo el título. Especialmente porque Fischer perdió la primera partida y no se presentó a la segunda. Sin embargo, cuando Fischer empezó a recuperar terreno, empató en puntos al campeón y, luego, tomó la delantera, quedó claro que aquello era un verdadero duelo de titanes.

Conforme avanzaba el torneo, empezó a ganar más y más atención. Las partidas empezaron a ser transmitidas por televisión. Los periódicos de todo el mundo reseñaban y comentaban cada partida. En Colombia, el diario El Tiempo colocó un tablero gigante en la fachada de su edificio, que acabó generando congestionamientos de tránsito, ya que la multitud congregada al frente era enorme a todas horas. Hasta las emisoras de música popular, en Islandia, la Unión Soviética, los Estados Unidos y distintos países europeos, latinoamericanos y asiáticos, interrumpían la canción que estaba sonando cada vez que había un movimiento. En los clubes de ricachones, grandes industriales, comerciantes y ganaderos, que no sabían nada de ajedrez, hacían fuertes apuestas por el triunfo de su jugador favorito. Las noticias reportaban que, incluso en grandes ciudades, era imposible conseguir un juego de ajedrez, porque las tiendas ya los habían vendido todos.

La fiebre que desató el encuentro Sapssky Fischer, se mantuvo durante toda la década de los años setenta, en la que, ya sea mal o bien, una gran número de personas de toda edad, jugaban al ajedrez o, al menos, sabían cómo se movían las piezas y se apuntaban a aceptar un reto. Eran comunes los torneos de barrio y se hacían campeonatos de ajedrez en oficinas, instituciones, fábricas y hasta en las cárceles.

Mi tío Gilbert fue quien me regaló mi primer tablero de ajedrez. No solamente me enseñó cómo se juega, sino también cómo se escribe. Cuando ya fui capaz de leer y reproducir una partida, me regaló el libro "Spassky Fischer. Todas las partidas del match del siglo", en que, comentadas por el español Lorenzo Ponce-Sala, se recopilan completas las veintiún partidas del enfrentamiento por el campeonato mundial de 1972, así como las otras cuatro partidas que habían sostenido previamente Spassky y Fischer antes de disputarse el título de campeón del mundo. Ese libro, fue el primer libro de ajedrez que tuve y, aunque con los años he ido adquiriendo y revisando otros, sigue siendo el más apasionante que tengo y lo repaso con frecuencia.

Los entendidos han repetido mil veces que el juego de Spassky fue muy cauteloso, mientras que el de Fischer fue muy agresivo. Pero hubo en este torneo ciertas jugadas fuera del tablero bastante notorias. Aunque era Fischer el que protestaba por todo, por la luz, por el ruido, por el sillón, por la mesa y hasta por el tamaño y material del tablero y las piezas, a la larga fue Spassky el que acabó estando más nervioso, al pundo de solicitar el aplazamiento de la partidas número nueve y número catorce por sentirse indispuesto.

Aunque se jugaba con reloj y el tiempo podía ser un factor determinante al final de la partida, Fischer, así jugara con las negras o con las blancas, solía llegar tarde, cuando la partida ya estaba iniciada, mostrando con ello que no le importaba perder varios minutos de su tiempo. Spassky, que era famoso por su puntualidad, nunca llegó tarde pero, como para dar a entender que a él tampoco le preocupaba mucho el reloj, en una ocasión que jugaba con las blancas, dejó correr el reloj diez minutos antes de hacer la jugada inicial. El tiempo, en todo caso, nunca llegó a ser protagonista en el torneo, ya que todas las partidas terminaron cuando a ambos jugadores aún les quedaba como media hora disponible. Consultado si sus llegadas tardías eran un práctica intimidatoria, Bobby Fischer lo negó: "Yo soy impuntual. Los impuntuales llegamos tarde, pero no lo hacemos a propósito."

Cuando Fischer ganó el derecho de disputar el campeonato mundial, se barajaron varias sedes para el encuentro. El Dr. Max Euwe, holandés y campeón mundial de 1935 a 1937, quien era presidente de la Federación Internacional de Ajedrez, dispuso que el torneo no se disputara ni en la Unión Soviética ni en los Estados Unidos. El Dr. Euwe, por cierto, era en aquel momento el último campeón mundial de otra nacionalidad distinta a la rusa, ya que, después de él, ocho rusos fueron campeones mundiales desde 1937 hasta 1972.  

Spassky prefería jugar en Europa y Fischer en América. Las dos opciones americanas eran Argentina (preferida por Fischer) y Colombia. Al final la sede elegida fue Islandia, porque ofreció un mejor premio. Sin embargo, el monto de ciento veinticinco mil dólares de premio le pareció poco a Fischer, quien amenazó con no presentarse si no ofrecían más. Un banquero de Londres salvó el torneo al aportar cien mil libras esterlinas extra al premio. Según parece, el dinero sería repartido en un sesenta por ciento al ganador y un cuarenta por ciento al perdedor.

La dinámica del torneo era bastante sencilla. Ambos contendientes jugarían veinticuatro partidas. En cada partida, cada uno tendría dos horas y media de tiempo. Si a alguno se le acababa el tiempo, perdía, pero, como ya se dijo, el tiempo no fue determinante para ninguno de los dos. Por cada partida ganada, el triunfador se llevaba un punto. Si los jugadores acordaban un empate, o dejarla "tablas" como se dice en ajedrez, cada uno obtendría medio punto. El torneo terminaría cuando alguno de los dos alcanzara doce puntos y medio. Al que lo lograra, se declararía ganador y no se jugarían las partidas restantes, puesto que ya no podrían cambiar en nada el resultado final. En caso de empate, es decir 12 y 12 puntos, se daría por ganador al que ya ostentaba el título.

Una de las características más bellas del ajedrez es que, de cierto nivel para arriba, casi nunca hay un jaque mate. Los grandes jugadores son capaces de prever las jugadas que vienen y, cuando se dan cuenta que sus posibilidades de ganar o empatar son nulas, se retiran del juego y conceden la victoria al oponente. "Un buen ajedrecista nunca es derrotado", decía Bobby Fischer, "porque él solo se da cuenta en qué momento no vale la pena seguir adelante."

Los que con frecuencia no se dan cuenta de cómo están las cosas cuando los jugadores se retiran son los miembros del público, que no pueden ver más de unas cuantas jugadas por adelantado y se hace necesario, entonces, que alguien explique las jugadas posibles y la razón por la que el triunfo es para tal o cual contendiente. En el libro, Lorenzo Ponce-Sala con frecuencia debe explicar perspectivas que para el común de los mortales, como uno, no saltan a la vista.

Fischer perdió la primera partida y no se presentó a la segunda. Con ese marcador inicial de dos a cero, sus posibilidades de éxito parecían muy remotas. Todo le molestaba, todo le incomodaba, de todo se quejaba. Al principio rogaba y al final exigía todo tipo de cambios. El caballeroso Spassky soportaba con paciencia los berrinches de su oponente y consentía que le dieran gusto en todo lo que pidiera. Spassky era gentil y accesible con los periodistas. Fischer les huía y esto, como es fácil de suponer, le generó mala prensa. Los periódicos presentaban a un ecuánime y sereno caballero soportando pacientemente las rabietas de un muchacho malcriado.

Se creyó que Fischer solamente hacía un show porque iba a perder, pero ganó la tercera partida, empató la cuarta y ganó la quinta. El torneo parecía volver a empezar de cero. Estaban dos y medio a dos y medio.

En la sexta partida, Fischer, que jugaba con las blancas, dio la gran sorpresa al abrir el juego con peón cuatro dama. Nunca había empezado una partida así. Esa era, más bien, la forma más común de movimiento inicial de Spassky. Fischer no estaba jugando como Fischer, sino como Spassky. A lo largo del juego, el campeón ruso quedó desconcertado por movimientos inesperados del norteamericano y, en la jugada 49, abandonó la partida. Fischer había tomado la delantera tres y medio a dos y medio. En la sétima partida quedaron tablas, por lo que la ventaja de un punto,a favor de Fischer, se mantuvo.

A partir de la octava partida, los encuentros fueron transmitidos por televisión en los Estados Unidos y en Europa. Y en esta primera partida televisada, Boris Spassky, el campeón del mundo acabó acostando su rey, declarándose derrotado. La novena quedó tablas y la décima la ganó Fischer, porque Spassky se retiró. La posición final de esta décima partida aún hoy es un quebradero de cabeza para los estudiosos. Fischer había quedado con dos torres y dos peones, mientras que Spassky tenía una torre, un alfil y un peón. Además de la ventaja de piezas, Fischer tenía ventaja de posición, pero aún así hay quienes dicen que no todo estaba perdido para Spassky y que no debió haberse retirado.

Spassky ganó la partida once, empató la doce y perdió la trece. La catorce fue tablas, por lo que, al inicio de la partida quince, Fischer llevaba ya una ventaja de ocho y medio a cinco y medio. Las partidas quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho y diecinueve fueron tablas, pero estos empates solamente favorecían al retador.  

Aunque el reloj nunca fue protagonista, en la partida diecinueve llamó la atención que, en cuarenta movimientos, el ruso utilizara dos horas y veinte minutos, frente a una hora y cincuenta minutos del norteamericano. Pese a su acostumbrado aspecto impasible, sin gestos ni ademanes, Boris Spassky se veía tenso y, pese a su inevitable temperamento inquieto, caminando alrededor sosteniéndose la cabeza con las manos, Fischer se veía relajado.

Cuando parecía que Fischer iba directo a coronarse campeón, Spassky gana la partida número veinte. La posición en que abandonaron la partida, en la jugada treinta y uno, da mucho que pensar. Spassky tiene ventaja, pero hay quienes dicen que Fischer pudo haber todavía buscado el empate. Fischer, en muchas entrevistas posteriores, explicó que no tenía manera de evitar perder este juego.

Independientemente de que ganara uno, ganara el otro, o quedaran tablas, los ajedrecistas alrededor del mundo coincidían en que el juego de ambos era impecable, magistral, asombroso, perfecto. Pero en la partida número veintiuno ocurrió lo que nadie se esperaba. Spassky cometió un error o, al menos, hizo una jugada inexplicable. El campeón ruso se percató de inmediato de que, de todas las opciones que tenía, eligió la menos conveniente. No había manera de reparar la situación y Fischer tomó una ventaja apabullante. La partida fue suspendida y Spassky no se presentó cuando fue reanudada. Bobby Fischer fue proclamado entonces como campeón del mundo.

Boris Spassky elogió a su sucesor. "Fischer no solamente derrota a sus oponentes, sino que los destruye, los aniquila." El periódico Pravda, órgano oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética publicó: "Spassky esperaba un error de Fischer. Spassky se equivocó. Fischer no se ha equivocado nunca."

Bobby Fischer comentó, en una entrevista, que cuando despertó a la mañana siguiente de haber ganado el campeonato mundial de ajedrez, en vez de una sensación de éxito, experimentó una sensación de vacío. Anteriormente había dicho que, cuando fuera campeón del mundo, seguiría dando presentaciones, aceptando retos y defendiendo su título, pero más bien, tras ganar el Campeonato Mundial, desapareció de la escena pública, como si se lo hubiera tragado la tierra. Nadie sabía que hacía ni dónde vivía y no volvió a participar en competencias. Ni siquiera defendió su título en 1975.

Curiosamente, a Spassky, que en un primer momento dijo que esperaba recuperar su título en la primera oportunidad que tuviera, también se lo tragó la tierra. En 1976 abandonó la Unión Soviética y se trasladó a vivir a Francia. No fue sino hasta poco antes de cumplir los ochenta años que regresó a vivir a Moscú. Pero a esos dos grandes ajedrecistas, los únicos campeones mundiales que fueron noticia de primera página alrededor del mundo, dejaron de generar atención en la prensa y se apartaron, también, del sereno mundo del ajedrez.

Al cumplirse los veinte años del famoso torneo, en 1992, Spassky y Fischer volvieron a jugar en Yugoeslavia por un jugoso premio de cinco millones de dólares, tres y medio para el ganador y uno y medio para el perdedor. Ni siquiera lo elevado del monto en disputa logró despertar interés. Hasta los ajedrecistas admiradores de los dos campeones miraron con desdén esta repetición del duelo de veinte años atrás. Se llegó a decir que ver un encuentro de ajedrecistas de hace veinte años, es como ver un encuentro de boxeadores de hace veinte años. El combate se observa con nostalgia, pero sin asombro ni emoción. Fischer ganó el torneo y, al aceptar el dinero del premio, se convirtió en fugitivo del Departamento de Justicia de los Estados Unidos, que previamente le había advertido que no debía aceptar dinero de Yugoeslavia, por estar ese país sancionado debido a su guerra civil. 

Un triste paralelismo en la vida de los dos campeones es que ambos, por distintas circunstancias, llegaron a perder su posesiones. Ambos se lamentaban de los atropellos que sufrieron y coincidían al decir que lo que más les había dolido perder, fueron sus respectivas bibliotecas, que habían logrado reunir a lo largo de toda la vida. 

Aunque abandonó la Unión Soviética, Spassky fue siempre muy discreto en sus declaraciones y no llegó a ganarse grandes enemigos. Fischer, en cambio, no se medía a la hora de hablar y, en cuanto tenía un micrófono enfrente, despotricaba contra todo lo que se moviera y no dejaba títere con cabeza. En sus últimos años, sostenía opiniones muy radicales y bastante extrañas. El Departamento de Justicia de los Estados Unidos giró orden de captura internacional contra él y Fischer fue arrestado en Japón. Para evitar que Fischer fuera encarcelado en Estados Unidos y en recuerdo al histórico encuentro que se jugó en su capital, el gobierno de Islandia le otorgó la ciudadanía y Fischer residió hasta el fin de sus días en la ciudad en que se coronó como campeón del mundo.

La muerte de Fischer, aunque no fue suicidio, sí fue voluntaria. Estaba muy enfermo, pero se negó a someterse a cirugías, recibir tratamientos o tomar medicinas. Como él mismo decía: "Uno sabe el momento en que no vale la pena seguir adelante", Muchos que nunca lo trataron en persona, se han atrevido a diagnosticarle algún tipo de demencia. Su amigo, Boris Spassky, que lo trató de cerca y le tuvo siempre gran aprecio, niega que Fischer estuviera fuera de sus cabales. Dolido por la muerte de su amigo y contrincante, Spassky dijo: "Fischer creía que había personas confabulando para hacerle daño. Yo le decía que eso no era cierto, pero él no me creía. Fischer decía cosas terribles, pero no era un hombre de malos sentimientos. Jugando ajedrez era un niño genio. En el mundo exterior, cuando no jugaba ajedrez, era un niño acorralado. Yo lo conocí bien y puedo afirmar que el alma de Bobby Fischer tenía una pureza tan limpia como el alma de un niño."

Repaso con frecuencia las partidas del campeonato de ajedrez de 1972 y me alegra tener un libro en que esté registrado todo lo que ocurrió en el tablero. Me gustaría que algún día alguien escriba el otro libro, sobre lo que sucedía fuera del tablero, sobre la vida oculta y trágica de los dos grandes jugadores que protagonizaron el torneo del siglo, así como de la amistad que nació entre ellos, compartieron a lo largo de los años y mantuvieron hasta el final.

INSC: 0920

Boris Spassky y Bobby Fischer (1943-2008).


viernes, 23 de octubre de 2020

La olvidada Guerra de Coto.

Coto y la Soledad. 
Guillermo Padilla Castro.
1961

La guerra de Coto fue tan breve, que a la gran mayoría de los ticos que se reclutaron como soldados voluntarios para combatir en ella ni siquiera les dio tiempo de trasladarse al sur del país. Entre los que no lucharon, pero estuvieron dispuestos a hacerlo, se contaban, entre otros, el expresidente Rafael Yglesias Castro, el general Jorge Volio, el escritor Mario González Feo y el Jurista Víctor Guardia Quirós, quien formó un batallón con sus estudiantes de la Escuela de Derecho. En buena hora que no pudieron llegar al campo de batalla, porque a los que sí lograron llegar no les fue nada bien.

El conflicto bélico, que enfrentó a Costa Rica y Panamá por disputas de territorios en la frontera, duró poco menos de dos semanas, del 21 de febrero al 5 de marzo de 1921. Todo empezó porque un pequeño grupo de policías panameños se instalaron en Pueblo Nuevo de Coto, montaron una oficina e izaron la bandera de su país. Enterado del hecho, el gobierno de don Julio Acosta García,  envió a la zona al coronel Héctor Zúñiga Mora junto con un pequeño grupo de soldados para recuperar la autoridad costarricense sobre el pequeño poblado. Los policías panameños se retiraron y, una vez en la capital de su país, informaron a su gobierno de lo sucedido. El asunto fue tema de incendiarios artículos, tanto en la prensa panameña como en la costarricense y los ánimos se caldearon de tal manera que las representaciones diplomáticas de Costa Rica en Panamá y de Panamá en Costa Rica, fueron atacadas por turbas enardecidas que, aunque no hicieron mayores daños, acabaron arrancando la bandera y el escudo de las fachadas. 

El gobierno panameño, el 27 de febrero de 1921, envió tropas que arrestaron al coronel Zúñiga Mora y se reinstalaron como autoridades en Pueblo Nuevo de Coto. El gobierno tico, por su parte, aunque el conflicto era al lado del Pacífico, atacó la costa Caribe y, el 4 de marzo de 1921, tomó las poblaciones de Guabito, Las Delicias, Almirante y Bocas del Toro. Parecía que el asunto iba a hacerse grande, ya que el clima de agitación, de nacionalismo y de guerra era creciente tanto en Costa Rica como en Panamá. Sin embargo, la guerra terminó abruptamente, a la segunda semana de haber iniciado, gracias a la intervención del gobierno de los Estados Unidos. Y ni siquiera fue una intervención militar, sino, simplemente, una llamada a la calma por medio de correspondencia diplomática. Medio en broma y medio en serio, se dijo que al Presidente Warren Harding, que acababa de jurar su cargo el 4 de marzo de 1921, no debía importarle gran cosa que dos pequeñas repúblicas se disputaran territorios rurales y despoblados, de no haber sido porque en el territorio en conflicto hubiera grandes fincas bananeras propiedad de la United Fruit Company. Al fin y al cabo, resultó más importante la paz por los bananos que la guerra por la frontera.

En su momento, el Presidente Julio Acosta García fue severamente criticado por su manejo del conflicto, ya que quiso involucrar al país en un conflicto bélico para el que no estaba preparado. Además, el asunto no era para tanto y tanto el gobierno panameño como el costarricense, se dejaron llevar por una ola de nacionalismo desbordado que, en vez de solucionar el problema, lo iba a hacer más grande.

Poco a poco la guerra de Coto fue cayendo en el olvido, como tantos otros episodios sobre los que se opta por mejor no mencionarlos más. No hay estudios profundos sobre este conflicto al que no suele prestársele mayor atención. 

En 1960, Guillermo Padilla Castro, quien fue comandante de una fracasada expedición en la Guerra Coto, publicó una serie de artículos en La Nación, en los que lamentaba que, poco antes de que se cumplieran los cuarenta años del conflicto armado, nadie en Costa Rica recordara a los costarricenses que murieron, fueron heridos o acabaron como prisioneros durante la guerra de Coto. Dichos artículos fueron publicados en 1961 en un librito titulado Coto y la soledad, una pieza testimonial verdaderamente difícil de conseguir, que mi buen amigo Tomás Guardia Yglesias tuvo la gentileza de prestarme.

Don Guillermo Padilla Castro cuenta que, junto con la tropa a su cargo, viajó en tren, desde a San José hasta Puntarenas, donde zarpó a bordo de una pequeña lancha, rumbo a Golfito. Lo acompañaba su gran amigo "El Cholo" Obregón, con quien discutía temas filosóficos o literarios mientras descansaban sobre los sacos de gangoche amontonados en cubierta. En Golfito, fueron recibidos por Daniel Herrera Yrigoyen, un poeta mexicano que, en busca de paz y soledad, se había instalado en el sur de Costa Rica.

Mientras navegaban en pequeños botes por el río, fueron atacados por soldados panameños. El poeta Herrera Yrigoyen, que les servía de guía, murió como consecuencia del ataque junto con treinta soldados costarricenses. Los heridos de gravedad fueron cuarenta y ocho, incluyendo al propio Padilla Castro. Los soldados panameños, que fueron certeros en el ataque, fueron magnánimos en la victoria. Enterraron a los muertos y trasladaron a los heridos a un lugar llamado Rabo de Puerco, en la costa panameña, para que recibieran atención médica. El comandante de las tropas panameñas en Rabo de Puerco, era el capitán Alejandro Armuelles y, en su honor, el lugar que antes se llamaba Rabo de Puerco, se llama hoy Puerto Armuelles. Las heridas de Padilla Castro y de otros costarricenses, eran tan serias que no podían ser atendidas en un campamento, ya que requerían cirugía mayor, por lo que él y sus compañeros mal heridos fueron trasladados al hospital Santo Tomás en la ciudad de Panamá. En el barco que los transportaba, uno de los soldados ticos contó a los soldados panameños que los custodiaban e, ingenuamente dijo "Somos más que ellos", como proponiendo un ataque, pero la gran mayoría de los ticos no podían ni moverse.

Doctores y enfermeras del hospital tenían la curiosidad de conocer al Comandante capturado de las tropas costarricenses y, al acercarse a su lecho, se sorprendían al encontrarse con un joven estudiante de Derecho que apenas pasaba de los veinte años de edad. En el Hospital, nadie los trató como enemigos, sino como pacientes. Recibieron la mejor atención y fueron enviados de vuelta a Costa Rica totalmente recuperados. Sus compañeros, es cierto, habían muerto bajo fuego enemigo, pero ninguno de los heridos, muchos de ellos de gravedad, murió por falta de cuidados médicos. Por su experiencia en la guerra, Padilla Castro más bien tuvo la oportunidad de experimentar el gran aprecio que los panameños tienen por los ticos, a quienes consideran un pueblo hermano.

Militarmente, la guerra de Coto fue un rotundo fracaso para Costa Rica. Los jóvenes estudiantes de San José, a pesar de su cándido entusiasmo, no tenían ninguna posibilidad de enfrentarse con éxito a los soldados panameños bien equipados y entrenados. Irónicamente, la guerra de Coto, tras la intervención de los Estados Unidos, fue un éxito para Costa Rica, puesto que la zona en disputa quedó bajo soberanía costarricense y así fue ratificado veinte años después, en 1941, cuando se firmó el tratado de límites Echandi Montero Fernández Jaén.

A Padilla Castro le dolía sin embargo, que nadie recordara a los muertos, heridos y prisioneros de la guerra de Coto. En su libro, consigna el nombre completo de cada uno de los que perdieron la vida, derramaron su sangre o estuvieron meses cautivos por un conflicto que tal parece que a nadie le importa y nadie menciona. Por insistencia suya, en 1961, al celebrarse los cuarenta años de la guerra de Coto, se levantó un modesto monumento al lado del Templo de la Música, en el Parque Morazán de San José. Dicho monumento, fue removido cuando el parque fue remodelado en los años noventa. No sé si el monumento fue trasladado a otro sitio o, simplemente, fue olvidado también, como la guerra cuya memoria pretendía perpetuar.

Soldados de la Guerra de Coto. 1921

 INSC: 2776

martes, 15 de septiembre de 2020

Juan Manuel de Cañas. Ultimo Gobernador español de Costa Rica.

Juan Manuel de Cañas.
Elizabeth Fonseca Corrales.
Ministerio de Cultura, Juventud
y Deportes. 
Costa Rica, 1975.
La independencia de una provincia colonial pobre, aislada y poco poblada no es un asunto que se resuelva de un día para otro, especialmente si el aviso de la declaración llega por correo de manera inesperada. Cada año, al conmemorar la independencia de Costa Rica, se recuerda que la noticia tomó a los habitantes por sorpresa. Sin embargo, no suele mencionarse que quien recibió los documentos fue el propio Gobernador español, don Juan Manuel de Cañas que, sin demora, los dio a conocer a los vecinos de las principales poblaciones. La independencia de España le ponía fin a su autoridad pero, irónicamente, incluso después de conocida y aceptada la independencia, Juan Manuel de Cañas siguió siendo la máxima autoridad de Costa Rica mientras se definía la manera en que se iba a proceder en las nuevas circunstancias.

Aunque era militar, en pocas ocasiones le tocó entrar en combate. Por los documentos que se conservan sobre sus actuaciones en el plano político, judicial, administrativo y burocrático, así como por su correspondencia privada, queda en evidencia que Juan Manuel de Cañas era un hombre discreto, conciliador y paciente. Cuando era subalterno, obedecía órdenes sin chistar. Cuando se dirigía sus superiores, esperaba sin apuro la respuesta y la aceptaba aunque fuera contraria a sus deseos. Cuando fue gobernador, escuchaba a los afectados por sus decisiones de manera tan abierta y comprensiva, que llegó al punto de variar y hasta a anular del todo, disposiciones dictadas por él mismo con tal de complacer las solicitudes de los habitantes. Como figura histórica, el último gobernador español de Costa Rica es un personaje sin grandes claroscuros y, tal vez por eso, su nombre no se mencione con frecuencia.

Las menciones sobre él, tanto en investigaciones históricas como en estudios genealógicos, suelen ser escuetas, pero hay un libro de la Dra. Elizabeth Fonseca Corrales, publicado por el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes en 1975. titulado Juan Manuel de Cañas, en que se repasa de manera detallada su trayectoria militar y administrativa y, muy especialmente, su participación protagónica en el proceso de independencia de Costa Rica.

Juan Manuel de Cañas.
Ultimo Gobernador español de Costa Rica.

Hijo de don Nicolás Francisco de Cañas Trujillo y de doña Magdalena Sánchez de Madrid y Bacaro, Juan Manuel de Cañas estaba emparentado, por línea materna con familias principales de la nobleza española. Por el lado paterno descendía de varias generaciones de militares. El apellido originalmente era Guevara, pero tanto su abuelo como un tío abuelo lo cambiaron por Cañas. A la hora de rastrear datos personales, los genealogistas suelen ser más acuciosos que los historiadores. En el libro se dice que Juan Manuel de Cañas nació "en Jerez de la Frontera, en fecha desconocida pero cercana a 1760." Entre los genealogistas, sin embargo, se da por confirmado el dato de que Juan Manuel de Cañas nació en el Puerto de Santa María, Cádiz, el 2 de julio de 1763 y fue bautizado dos días después en la parroquia de Los Milagros, de esa misma ciudad. Al igual que muchos otros de quienes lo precedieron en el cargo de Gobernador de Costa Rica durante la Colonia, Juan Manuel de Cañas era andaluz. Con el libro de doña Elizabeth Fonseca y con otras fuentes genealógicas, se puede conocer su biografía, que resulta en verdad interesante.

De su juventud en España no hay mucho que decir. Siendo apenas un muchacho entró a formar parte del regimiento de infantería de Sevilla y, antes de cumplir los dieciocho años de edad, fue trasladado a servir en las tropas de la Capitanía General de Guatemala donde, el 15 de abril de 1804, recibió el grado de Sargento Mayor que le fue otorgado directamente por el rey Carlos IV. Ejerció funciones en Quetzaltenango y pasó, poco después, a El Salvador, Nicaragua y, finalmente, Costa Rica, a donde llegó en 1795-.

El trabajo de Juan Manuel de Cañas como comandante del batallón provincial de Costa Rica fue bastante tranquilo ya que no había ataques de enemigos foráneos y las revueltas contra las autoridades eran pequeñas y esporádicas. A veces los vecinos protestaban en las calles contra las normas de producción de tabaco o venta de aguardiente y entonces los soldados debían restablecer el orden pero, en realidad, en lo que más se mantenía ocupado el comandante era en buscar cómo conseguir los quinientos pesos mensuales que necesitaba para pagar el sueldo de la tropa. En todo caso y por si acaso, Juan Manuel de Cañas procuraba que los soldados no se mantuvieran ociosos y los ponía a realizar maniobras de entrenamiento. Solamente en dos ocasiones las cosas se pusieron realmente serias. En 1808 debió reprimir las protestas de los cultivadores de tabaco heredianos y en 1812 marchó con sus hombres al partido de Nicoya, donde hubo grandes disturbios. Cuando llegaron, ya el asunto se había calmado y retornaron a Cartago, pero poco después debieron volver a tomar rumbo al norte para aplacar una revuelta de grandes proporciones en Granada, Nicaragua, donde permanecieron casi un año y sufrieron una peste que llamaron "Calentura pútrida". Por este servicio a la Corona, Cartago recibió no solamente el título de ciudad, sino la distinción de "la muy noble y leal."

El Gobernador de Costa Rica, don Juan de Dios Ayala, ya estaba viejo y cansado. Cañas mostró interés en ser su sucesor, escribió algunas cartas y movió algunos hilos, pero su candidatura no prosperó. Para sustituir a Ayala fue nombrado Bernardo Vellarino, pero murió en un naufragio antes de llegar a Costa Rica. Como Ayala también había muerto, la provincia se quedó sin gobernador. Mientras se nombraba uno nuevo, Ramón Jiménez Maldonado tomó la autoridad civil y Juan Manuel de Cañas la autoridad militar. Vale la pena aclarar que la burocracia colonial era muy compleja y, a pesar de su título, el Gobernador no gobernada. Las poblaciones eran gobernadas por ayuntamientos. El gobernador lo que hacía era resolver los conflictos entre vecinos y mantener el orden. Es decir, sus funciones eran más judiciales y policiacas que de gobierno. Irónicamente, era quien cobraba los impuestos pero no tenía autoridad para disponer del uso de lo recaudado.

El 7 de agosto de 1819, Cañas fue distinguido con el título de  Caballero de San Hermenegildo y, pocas semanas después, el 3 de diciembre, fue nombrado Gobernador interino, que luego fue confirmado en propiedad. Tenía pocos meses en el cargo cuando empezó a regir la Constitución de Cádiz, jurada en Costa Rica en julio de 1820. Juan Manuel de Cañas, al igual que la nueva Consitución, había nacido en Cádiz, pero esa nueva ley fundamental acabó causándole dolores de cabeza. Muchas de las normas eran ambiguas y poco claras, especialmente en materia administrativa y tributaria. Se discutió si los pueblos indígenas debían seguir pagando impuestos. Cañas no dejó de cobrarlos y eso le fue recriminado posteriormente. Por otra parte, la autoridad de los ayuntamientos se vio fortalecida y el Bachiller Rafael Francisco Osejo, verdadero entusiasta y estudioso de la nueva Constitución, sostenía interpretaciones distintas a  las del Gobernador. Cañas no era jurista, sino militar, pero hay que reconocerle que siempre procuró actuar dentro de la legalidad.

De manera similar, Cañas, que no era agricultor, ni ganadero, ni comerciante, sino militar, administraba a su manera las rentas de la factoría de tabacos y, ante la escasez de alimentos, fomentó cultivos tanto individuales como comunales de trigo, frijoles y garbanzos, pero cuando los agricultores le mostraron con argumentos convincentes que sus iniciativas podrían más bien perjudicar la producción agrícola, echó atrás en sus disposiciones.

Como Gobernador, Cañas puso especial empeño en construir una trocha transitable entre Cartago y Matina y brindó gran apoyo al desarrollo de Esparza que, pese a ser uno de los primeros asentamientos españoles de Costa Rica, iba mermando en población y actividad agrícola y comercial. Para Cañas, la prosperidad de Esparza era estratégica, puesto que era el único poblado que había entre Bagaces y Alajuela.  

Otras acciones suyas fueron la realización de censos de pobladores y planos de las villas. Le tocó hacer frente a dos epidemias, una de viruela en 1820 y otra de tosferina en 1821. Para favorecer a los pobres, instaló ventas de alimentos a la puerta de los cabildos en donde no admitía intermediarios ni revendedores. Auditaba el funcionamiento de las romanas en los mercados y castigaba severamente a los comerciantes que hacían trampa con el peso. A los vagabundos, es decir, a los hombres adultos que no tuvieran oficio conocido, los enrolaba a la fuerza en el batallón.

Un comunicado del Gobernador, verdaderamente curioso por su redacción, manda "a los padres y madres de familia, a instruir a sus hijos a leer, escribir y contar." Llama la atención que utiliza el lenguaje inclusivo al referirse a "padres y madres", pero no lo utiliza al mencionar a los "hijos". Ya sea que este pequeño detalle gramatical, haya sido intencional o accidental, no deja de ser interesante.

Una parte rutinaria de su trabajo como Gobernador era recibir y responder la correspondencia que recibía de otras autoridades del Istmo. Pero el correo que llegó el 13 de octubre de 1821 le trajo noticias verdaderamente extraordinarias. Además de los documentos usuales, venían las copias de dos actas. La de Guatemala, del 15 de setiembre de 1821, que declaraba la Independencia de España, y la de León Nicaragua, que cautelosamente se limitaba a esperar hasta "que se aclaren los nublados"

Resulta hasta divertido imaginarse ese momento. Cañas era español, militar español y Gobernador español. Con la declaración de independencia quedaba sin autoridad, pero no había otra autoridad a cargo más que la suya. Como siempre se había mostrado dispuesto a escuchar a otros, Cañas reunió a los vecinos de Cartago y los puso al tanto de las novedades. De inmediato, montó en su caballo y se fue dar a conocer la noticia a los habitantes de las demás poblaciones. La historia de Costa Rica está llena de ironías y, sin lugar a dudas, que el Gobernador español haya sido quien anunciara la independencia de pueblo en pueblo es una de las más simpáticas.

Los vecinos, al igual que el Gobernador, no tenían muy claro qué hacer. Del 25 de octubre al 1 de noviembre de 1821 se efectuó en Cartago una reunión de representantes de los pueblos. Entre otros estuvieron el Dr. Juan de los Santos Madriz por San José, José Santos Lombardo por Cartago y Escazú, Gregorio José Ramírez por Alajuela, el Bachiller Rafael Francisco Osejo por Ujarrás, Cipriano Pérez por Heredia y Bernardo Rodríguez por Barva. También participaron, como anfitriones, los miembros del Ayuntamiento de Cartago, los sacerdotes de la muy noble y leal y el propio Juan Manuel de Cañas, que ya no podía llamarse Gobernador. Nadie cuestionó su presencia, pero luego los representantes de algunos pueblos (Pacaca, Curridabat y Aserrí) manifestaron que Cañas no debería participar en las reuniones. Juan Manuel de Cañas, de hecho, ya estaba pensionado y quería retirarse del puesto e irse a vivir a Nicaragua. Por él, se iría inmediatamente, pero no estaba claro a quién debería entregarle los expedientes de los procesos judiciales que estaban abiertos ni las armas del arsenal. Sobre las armas, por cierto, hubo algún conato de rebelión y Cañas debió resguardarlas. Su gesto fue considerado por algunos como desafiante.

El 29 de ocubre de 1821, los representantes de los pueblos firmaron un documento que, en opinión de algunos, es el acta de independencia de Costa Rica. Sin embargo, el historiador Rafael Obregón Loría consideraba que esa declaración de independencia no era la de toda la provincia sino, solamente, el acta de independencia de Cartago. Elizabeth Fonseca es de su misma opinión, puesto que, cuando los delegados regresaron a sus pueblos y dieron a conocer el documento, los ayuntamientos no estuvieron de acuerdo con lo que establecía. En todo caso, la independencia fue jurada el 1 de noviembre de 1821 ante el padre Joaquín Alvarado y el propio Juan Manuel de Cañas quien, de ser el último Gobernador español, pasó a ser nombrado por los vecinos como Jefe Político Patriótico de Costa Rica. 

En cuanto se formó la Primera Junta Superior Gubernativa, Juan Manuel de Cañas le entregó los documentos y las armas y se dispuso a partir. Su salida se demoró, no por asuntos políticos, administrativos ni judiciales, sino por cuestiones estrictamente personales. Antes de dejarlo irse, había que ver cómo se iban a cancelar las deudas que tenía pendientes ya que, a título personal y no como gobernador, había pedido plata prestada. Además, debía hacerse responsable de la manutención de los hijos extramatrimoniales que había tenido con Feliciana Ramírez Pacheco.

En Nicaragua, Cañas se había casado con Tomasa Bendaña Zurita Moscoso, nacida en León, pero hija de Juan Antonio Avendaño, natural de Granada. El matrimonio tuvo tres hijos, todos nacidos en Nicaragua. El mayor tenía apenas cinco años cuando la familia se trasladó a Costa Rica. Doña Tomasa, la esposa de Juan Manuel de Cañas, murió en Costa Rica en 1810 y el militar se juntó, sin casarse, con Feliciana Ramírez Pacheco, con quien tuvo otros tres hijos. 

Una vez que quedó claro y garantizado que Juan Manuel de Cañas no se iba a desentender de sus hijos costarricenses ni de las deudas que tenía pendientes, se le permitió la salida. Las autoridades costarricenses por su parte, garantizaron el giro de la pensión de Cañas. Es decir, otra ironía histórica, Juan Manuel de Cañas, que toda su vida sirvió como militar a la Corona española, fue quizá el primer funcionario pensionado de un nuevo Estado independiente llamado Costa Rica.

Juan Manuel de Cañas partió a Nicaragua el 8 de enero de 1822. No se sabe cuándo murió, pero consta en documentos que todavía en 1830 estaba con vida, ya que en ese año aparece como padrino del bautismo de su nieto Juan de la Rosa Cañas Hidalgo, efectuado en la catedral de León, Nicaragua.

Entre los descendientes de Juan Manuel de Cañas abundan las figuras destacadas pero, como botón de muestra, vale la pena citar al menos dos de ellas. Su hijo, Manuel Antonio Cañas Avendaño, casado con Ana Hidalgo Muñoz de la Trinidad, fue el padre de Manuela Cañas Hidalgo quien, casada con Alvaro Contreras Membreño, fue la madre de Rafaela Contreras Cañas, primera mujer escritora y periodista centroamericana, esposa del Príncipe de la Letras Castellanas, el poeta Rubén Darío. Juan Manuel de Cañas, quien decía que los "hijos" debían aprender a leer y escribir, pero olvidó mencionar a "las hijas", fue el bisabuelo de la primera mujer centroamericana que incursionó en la literatura.

Otro hijo de Juan Manuel de Cañas, José Nicolás Cañas Ramírez, casado con Feliciana Alvarado Velasco, fue el padre de Clara Cañas Alvarado quien, casada con Inocente Moreno Quesada, fue la madre del Dr. Ricardo Moreno Cañas, eminente médico y político costarricense que, a raíz de su asesinato, llegó a convertirse en leyenda.

Además de estos dos célebres bisnietos, Juan Manuel de Cañas dejó en Centroamérica toda su vida. Tenía cincuenta y ocho años de edad cuando recibió la noticia de la independencia. Había salido de España a los diecisiete años de edad y ya llevaba más de cuarenta años de vivir a este lado del Atlántico. A pesar de sus ancestros nobles, de su título de Caballero y de sus grados militares, su verdadera tierra, su patria, estaba aquí y no allá. Quizá por eso no tuvo problema alguno en anunciar la independencia de pueblo en pueblo y, una vez instaladas las nuevas autoridades, retirarse de los asuntos de gobierno para vivir acompañado de sus hijos y nietos quienes, como él, ya no eran españoles.

INSC 1906

lunes, 31 de agosto de 2020

Todos los cuentos de Juan Aburto.

Cuentos Completos. Juan Aburto.
Hispamer. Nicaragua, 2018
Casi como un acto deliberado de rebeldía, el escritor nicaragüense Juan Aburto no quiso ser, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, un poeta más en la tierra de Rubén Darío. En lugar de versos, se puso a escribir relatos que publicaba, inicialmente, en periódicos y revistas. En 1969 apareció Narraciones, su primer libro, que fue muy bien recibido por los lectores, no solamente por lo agradable de su prosa, sino por la mirada, general y a la vez profunda, con la que observaba los pequeños y grandes dramas que se pueden encontrar en las calles de ya populosa ciudad de Managua. Aburto apostó, no solamente por ser narrador en vez de poeta, sino por ser escritor urbano, en lugar de campesino costumbrista. Su apuesta tal parece que fue acertada porque, especialmente a partir de su libro Se alquilan cuartos, de 1973, Aburto llegó a ser considerado figura clave y verdadero referente de la literatura nicaragüense
En un plazo de apenas diecinueve años, llegó a publicar seis libros de relatos. Narraciones, de 1969, como ya se dijo, fue el primero, mientras que Los recuerdos simultáneos, de 1988, fue el último. Juan Aburto nació en 1918 y, a propósito del centenario de su nacimiento, en el año 2018 apareció, publicado por HIspamer, el libro Juan Aburto Cuentos Completos, que reúne, en un solo volumen, los seis libros que publicó en vida, así como otros relatos dispersos que no fueron incluidos en ninguno de sus libros y una interesante secuencia de reseñas y semblanzas sobre su vida y obra. 
De primera entrada, lo que más llama la atención y llega a ser hasta sorprendente, es que la obra completa de Juan Aburto sea tan breve. De las trescientas quince páginas del libro, más de cien corresponden a textos introductorios escritos por otros. Este hecho encierra una gran lección. En literatura, el reconocimiento no se obtiene arrojándole al público puñados de páginas de manera insistente y constante. A Juan Aburto le bastó escribir doscientas páginas para  alcanzar un puesto fundamental en la narrativa de su país.
Verdaderamente emotiva, y hasta conmovedora, es la semblanza biográfica que hace su hija Alfonsina, en que deja claro que aquel señor metódico, que trabajó cuarenta años como modesto ejecutivo bancario, era, en el plano familiar y doméstico, un padre ingenioso y divertido, que llamaba con nombres exóticos a los alimentos más cotidianos y que, con solamente su imaginación y buen humor, lograba convertir un rutinario paseo dominical en una aventura inolvidable. 
Sergio Ramírez Mercado, quien, cuando era un joven estudiante universitario en León, viajaba semanalmente a Managua para tomar prestados libros de la biblioteca de Aburto y devolverle los de la semana anterior, destaca que más que un cambio de escenario, la obra de Aburto representaba un cambio de visión. Los relatos campesinos, populares por entonces, eran falsos, caricaturescos y puramente folcóricos, mientras que las escenas urbanas de Aburto, eran tan genuinas y auténticas que  sus personajes saltaban a la vista en el propio barrio en que vivía el escritor. Don Sergio cuenta una anécdota simpática. Uno de los cuentos de Aburto, escrito en primera persona, relata un episodio en que, el propio narrador,  acabó siendo seducido por una mujer casada, del barrio Buenos Aires, quien lo pasó adelante para que escampara. No había de qué preocuparse, puesto que el marido de la hospitalaria  señora, estaba destinado, como guardia nacional, en el puerto de Corinto. El cuento era ficción pero el hecho era perfectamente posible. Don Sergio, entonces, quiso jugarle una broma al autor y le escribió una carta haciédose pasar por el guardia cornudo. No solamente consiguió una máquina de escribir, tinta y papel como las que usaba la Guardia Nacional, sino que, gracias a la ayuda de un cómplice, logró que el sobre fuera despachado con el sello de la oficina de correos de Corinto. Juan Aburto anduvo oculto por un buen rato, temeroso de encontrarse en la calle con el personaje salido del cuento que él mismo había escrito.
Juan Aburto.
(1918-1988)
Julio Valle Castillo, por su parte, de manera muy sustentada, se refiere ampliamente a la importancia de la obra de Juan Aburto en la narrativa nicaragüense. El libro incluye también ensayos de crítica académica escritos por Erick Blandón Guevara, Fernando Burgos Pérez, Víctor Ruiz, Ana Ilce Gómez, Lisandro Chávez Alfaro y Marcel Jaentschke. Naturalmente, aunque estos estudios muestran interesantes puntos de vista, no considero adecuado aventurarme en un comentario del comentario y prefiero referirme directamente a los cuentos de Aburto.
Cada una de sus narraciones es una obra individual, planteada y cerrada en sí misma, que nada tiene que ver con las otras. Sin embargo, al tener la oportunidad de leer todos sus cuentos, me ha parecido encontrar, no solamente un denominador común, sino también una evolución verdaderamente fascinante.
Al desarrollar sus historias y mostrar sus personajes, Aburto mantiene, en todos sus cuentos, una expresión contenida, de emoción atenuada. Ya sean cómicos o trágicos, divertidos o dolorosos, el escritor no pretende provocar carcajadas ni lágrimas. Simplemente narra los hechos sin retruécanos, sin florituras, sin malabarismos retóricos, sin distracciones. Incluso en los relatos extensos, no hay ni una línea superflua o prescindible.
Esta condición de narrador puro, de llegar a ser alguien que nada más cuenta una historia es, para todos los cuentistas, una cima difícil y, para muchos de ellos, hasta  imposible de alcanzar.
Aunque todos  los cuentos de Aburto tienen en común el mérito de ser narrados con naturalidad y fluidez, sin adornos ni decorados, llama la atención que sus temas fueran pasando de lo cotidiano a lo fantástico.
En Narraciones, su primer libro, Aburto es un observador, un caminante atento que recorre las calles como un fotógrafo dispuesto a captar las escenas que encuentra desde un buen ángulo. Atento al paisaje en general y al detalle en particular, logra curiosear sin inmiscuirse, escudriñar sin acercarse demasiado. Escribe en primera persona, ya que lo único que sabe de los hechos y los protagonistas es lo que percibe con su ojos. Más que acontecimientos, muestra imágenes. La descripción es amplia.
Pero en su segundo libro, El convivio (1972), ya aparecen micro cuentos. Relatos brevísimos como una ráfaga de viento a la que basta un segundo para volcar lo que llevaba rato de estar quieto. En Se alquilan cuartos (1973), el escritor que antes solamente observaba se hace a un lado para darle voz a los personajes y dejarlos hablar por sí mismos. Aparecen entonces cuentos planteados, desarrollados y resueltos a puro diálogo, como los que escribía su amigo granadino Fernando SilvaContame amor contame y El hijo pródigo, son dos maravillosas muestras de que basta mostrar lo que alguien dice para que quede claro lo que siente o lo que piensa.
Aburto poco a poco se va convirtiendo, de un narrador testigo, en un narrador omnisciente, al punto que sabe, desde que era solamente una ramita que asomaba en el suelo, que aquello no era un árbol de jocote.
También poco a poco la imaginación va sustituyendo a la observación. Siempre dentro de los barrios capitalinos azotados por el sol y el polvazal, los personajes siguen siendo tan simples y familiares como el vecino de al lado, pero cada vez ofrecen mayores sorpresas. Un hombre que se arrancó un diente flojo, por seguir traveseándose la boca, acabó sacándose la mandíbula y, yendo cada vez más profundo, continuó sacándose todos los huesos. Sin ponerse folclórico, Aburto escribe sobre figuras populares de espanto, como la Cegua o la carreta nagua pero, en vez de irse al terreno de la leyenda, se los trae al suyo, al mundo cotidiano en que hasta lo más extraño ocurre con la mayor naturalidad. 
No acostumbro etiquetar las obras literarias, pero para utilizar el lenguaje de quienes ponen etiquetas, diría que lo más asombroso de la obra de Aburto es que, desde el realismo, pasó a la literatura fantástica, sin dejar por eso de ser realista. Empezó como un fotógrafo que sale a la calle sin más intención que lograr el retrato fiel, pero cuando le dio rienda suelta a su imaginación y creó situaciones y personajes fantásticos, sus cuentos no perdieron nada del realismo que les es característico y hasta las situaciones más descabelladas son escritas (y leídas) como un episodio cotidiano que le puede pasar a cualquiera.
Figura fundamental del cuento, no solo nicaragüense, sino centroamericano, Juan Aburto, a un siglo de su nacimiento, tiene mucho que contar, mostrar, demostrar y enseñar, a los lectores de hoy y mañana que, sin lugar a dudas, disfrutarán de su obra refrescante, amena y sorprendente. No sé, y el libro no lo menciona, si alguna vez Aburto se atrevió a escribir un poema. En todo caso, hizo bien en no ser un poeta más en un país de poetas. La narrativa era lo suyo.
Esta edición de sus cuentos completos, recopilada por sus hijas Alfonsina y Gilda, en cooperación con Sergio Ramírez Mercado y Erick Blandón Guevara, en verdad se agradece. Es maravilloso tener la oportunidad de adquirir la obra completa de un escritor cuando vale la pena leer toda su obra completa.
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