Lisboa 1939-1945. Neill Lochery. Aguilar, España, 2013. |
Mucho antes de que estallara el conflicto, el dictador portugués Antonio Oliveria Salazar comprendió que su país tenía mucho que perder y poco que ganar si se involucraba en la guerra y, aunque sus simpatías personales se inclinaban por el fascismo y la Alemania Nazi, mantuvo a Portugal fuera de la contienda. Salazar consideraba que el verdadero peligro era el comunismo y, como muchos otros en su momento, consideraba que Hitler era la barrera que protegería a Europa de un posible avance de la Unión Soviética. Por otra parte, Portugal tenía una antigua alianza con Inglaterra, que era además su mayor socio comercial. El ejército portugués era pequeño, no estaba bien equipado y habría sido incapaz de resistir un ataque, ya fuera británico o alemán.
Aunque el Estado Novo, establecido por Salazar en 1932 era un régimen fascista, con policía represiva y poder centralizado, la personalidad de Salazar era muy distinta a la de Hitler, Mussolini o Franco. Nunca vistió uniforme militar, no organizaba desfiles interminables ni se metía a realizar aventuras insostenibles. Era un hombre inteligente, metódico y práctico y, prueba de ello, es que declaró a Portugal neutral en la II Guerra Mundial.
Mantener esa neutralidad no fue fácil. Durante los seis años de guerra el gobierno portugués se vio sometido a fuertes presiones de ambos bandos y Lisboa, su capital, acabó convertida en un albergue de refugiados en tránsito y en un activo centro de espionaje. El libro Lisboa 1939-1945 del historiador escocés Neill Lochery, hace un recuento de los acontecimientos que sucedieron en la capital lusa relacionados con una guerra en la que se suponía que Prtugal no participaba.
Mientras en otras capitales europeas, amenazadas con bombardeos y ocupaciones, se vivía en constante temor con alimentos, transporte y energía eléctrica racionada, en Lisboa la vida transcurría con normalidad, el alumbrado público estaba encendido toda la noche y el comercio con las colonias africanas garantizaba el abastecimiento. Cuando Alemania invadió Francia, muchísimas personas adineradas decidieron huir de Europa y corrieron a la frontera española. España les permitió pasar pero no quedarse, por lo que el tropel de refugiados del jet set cruzó directamente hasta Lisboa. De allí esperaban partir hacia los Estados Unidos, pero los cupos, tanto en los buques como en famoso Clipper de Pan Am, eran limitados. Además, obtener una visa implicaba un proceso lento y complicado, por lo que su estancia en Portugal se prolongó muchísimo más de lo que habían imaginado. Desde las suites de los hoteles de lujo hasta las más humildes piezas de las pensiones o posadas populares, todas las habitaciones de Lisboa estaban ocupadas por refugiados. Como la permanencia en Lisboa se hizo larga, los ricos debieron vender sus joyas y eran tantos los vendedores y tan pocos los compradores, que el precio de los diamantes se vino abajo. Hasta Peggy Gugenheim y Max Ernst, atrapados en Lisboa, debieron pedir prestado para sobrevivir la larga espera antes de partir hacia América.
Antonio de Oliveira Salazar. (1889-1970) Gobernó Portugal de 1932 a 1968. Aunque fue un dictador fascista y simpatizaba con Hitler, logró mantener la neutralidad de Portugal en la II Guerra Mundial. |
Con la capital abarrotada, Salazar giró una circular a los cónsules portugueses en Francia para que no le dieran visa de ingreso a judíos. Aristides de Souza Mendes, cónsul portugués en el sur de Francia, ignoró la orden y autorizó la entrada a Portugal a un buen número de judíos. Lochery demuestra con datos que el número de visas otorgado es mucho menor al que se cree pero, en todo caso, su desobediencia a la orden directa de Salazar le costó su carrera y de Souza Mendes murió en la pobreza.
Entre los muchos atrapados en Portugal estuvo el Duque de Windsor, quien había sido rey de Inglaterra con el nombre de Edward VIII. Era un hombre en verdad extraño, engreído y bastante idiota que, además, simpatizaba con los nazis. Renunció al trono de Inglaterra para casarse con Wallis Simpson y tras la abdicación, se había ido a vivir a Francia. Cuando Francia fue ocupada por los alemanes, la pareja se trasladó a España, donde mantuvo una sospechosa, y hasta peligrosa, amistad con diplomáticos nazis. Los Duques, amigos personales del ministro de exteriores nazi Joachim von Ribbentrop, que habían cometido la imprudencia de ir a visitar a Hitler tras su salida de Inglaterra, se convirtieron en un verdadero dolor de cabeza para la inteligencia británica. Los nazis barajaron el plan de secuestrarlos con miras a lograr un arreglo entre Alemania e Inglaterra o, en último caso, devolver a Edward al trono como títere nazi. Churchill forzó al Duque a trasladarse a Portugal, donde estuvo jugando golf mientras Londres era blanco de bombardeos y, tras esquivar el plan alemán de secuestro, finalmente pudo fletarlo a las Bahamas.
A propósito de Churchill, en el libro se relata la muerte del actor inglés Leslie Howard, cuyo avión fue derribado por los nazis cuando volaba de Portugal a Inglaterra. Howard, quien era recordado por su participación en Lo que el viento se llevó, viajaba con su representante Alfred Chenhalls, quien era muy parecido a Winston Churchill. Además de rollizo, calvo y sonriente, Chenhalls tenía siempre en la mano un inseparable puro. Tal parece que un espía alemán lo vio en el aeropuerto de Lisboa y supuso que se trataba de Churchill. Los alemanes sabían que Churchill acababa de reunirse con Roosevelt en Casablanca, Marruecos, y supusieron que en su regreso a Londres había utilizado la ruta de Lisboa. El parecido de Chenhalls con Churchil y el mal ojo de un espía les costó la vida a todos los tripulantes de aquel avión de pasajeros.
Portugal fue durante la guerra un enorme hormiguero de espías. Por ser un país neutral, en las recepciones diplomáticas los embajadores de Alemania, Gran Bretaña y los Estados Unidos debían saludarse y departir civilizadamente, pero el personal de sus respectivas oficinas era sospechosamente elevado. Se trataba de captar información y se ponían a circular rumores falsos. Se sobornaban funcionarios, se contrataban informantes, todo el mundo, en Portugal, era un espía o fingía serlo. Las conversaciones en los concurridos cafés, eran siempre en voz baja. Entre los espías británicos que trabajaron en Portugal durante la guerra, estuvo Ian Flemming, el autor de las novelas de James Bond. Su jefe, John Godfrey le sirvió de modelo para crear al personaje M. Su famosa novela Casino Royale, que fue llevada al cine está basada en sus experiencias como espía en el Casino de Estoril, donde los millonarios europeos atrapados en Portugal se sentaban a las mesas de juego en medio de espías americanos, británicos y alemanes.
Un caso divertido es el del español Juan Pujol, quien trabajaba como espía para los nazis y fingía estar en Inglaterra cuando en realidad estaba en Lisboa. Fue contratado como doble agente para la inteligencia británica y en 1944 fue condecorado por ambos bandos.
Un tema fundamental, al que el libro presta especial atención, es el del comercio de volframio producido en Portugal. El volframio es un mineral que se utiliza en la industria del acero y del que Portugal tenía importantes yacimientos. La neutralidad declarada le permitía vendérselo a ambos bandos, que lo necesitaban para sus fábricas de armamento. Naturalmente, ni a los ingleses ni a los alemanes les hacía mucha gracia que Portugal fuera tanto proveedor suyo como del bando enemigo, pero ambos tenían claro que si Portugal se negaba a venderle a uno, el otro acabaría invadiendo el país y la cosa se complicaría.
Neill Lochery. Historiador escocés. Su especialidad es la historia del Medio Oriente, pero su libro sobre Portugal es una investigación profunda y una lectura fascinante. |
Salazar temía tanto un ataque inglés como uno alemán y ciertamente la tuvo difícil para lograr que los resentimientos de ambos países hacia su país no se pasaran de la raya. La tensión, a veces, estaba a miles de kilómetros de Lisboa, pero lo afectaba directamente. Portugal tenía el control de Timor oriental, en Asia y la inteligencia británica descubrió un plan japonés para invadir el territorio. Le ofreció a Salazar desplazar en el sitio tropas australianas y neozelandesas, pero Salazar temió que aquella acción podría desencadenar un ataque alemán sobre Portugal. Roosevelt, por su parte, lo presionaba para que permitiera el control americano sobre las islas Azores, también portuguesas, situadas a mitad del Atlántico, para establecer en ellas un centro de abastecimiento. En Timor, las cosas no pasaron a más, pero las Azores sí fueron cedidas temporalmente a la marina americana en 1943, cuando ya Alemania no podía reaccionar.
Incluso cuando tuvo claro que los aliados ganarían la guerra, Salazar mantuvo relaciones diplomáticas y comerciales con el III Reich. Cuando Hitler murió, Salazar envió sus condolencias y decretó duelo nacional por lo que las banderas ondearon a media asta en señal de luto. Solamente tres países manifestaron sus condolencias por la muerte de Hitler: Portugal, España e Irlanda.
Franco le debía grandes favores a Hitler. El sentimiento antibritánico de Eamon de Valera lo había llevado al extremo de hacer que Irlanda, también desde la neutralidad, apoyara la causa nazi. Pero las condolencias de Salazar ante la muerte de Hitler fueron las menos comprendidas y las más recriminadas por el Foreing Office británico.
En la posguerra, el anticomunismo de Salazar pesó más que cualquier resentimiento que pudieran guardar hacia él los ingleses y americanos. El viejo líder, metódico, solterón y de vida austera continuó rigiendo el país hasta 1968.
A pesar de su neutralidad o quizá precisamente por ella, Portugal fue uno de los grandes ganadores de la guerra. El país se enriqueció porque el precio del volfranio se disparó hasta las nubes y tanto la avalancha de refugiados como las actividades de espionaje llenaron la capital de joyas y divisas. Como parte de una jugada maestra, Salazar le exigía a Alemania que pagara sus compras de volframio con barras de oro. La parte final del libro explica ampliamente las complejas operaciones bancarias que permitieron que grandes cantidades de oro de los países ocupados por los nazis terminaran en poder del Estado portugués.
El libro de Lochery es una buena muestra de que la II Guerra Mundial está aún lejos de agotar su caudal de sorpresas y que la historia del conflicto es fascinante incluso en los escenarios en que no hubo batallas.
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