miércoles, 26 de abril de 2017

Notas periodísticas de Gabriel García Márquez.

Entre Cachacos. Gabriel García Márquez.
Recopilación y prólogo de Jacques Gilard.
Editorial Oveja Negra. Colombia. 1982
La carrera periodística de Gabriel García Márquez inició en los periódicos El Nacional y El Heraldo, ambos de Barranquilla, así como en El Universal, de Cartagena. Pero fue a partir de su establecimiento en Bogotá, en que sus críticas de cine y sus reportajes sobre las tradiciones de la costa, publicadas en El Espectador, hicieron que su nombre y su estilo llegaran a ser ampliamente reconocidos.
García Márquez tenía apenas veintiséis años de edad cuando, en enero de 1954, invitado por Álvaro Mutis, se trasladó a la capital colombiana. Tras una breve temporada escribiendo colaboraciones, recibió la atractiva oferta de convertirse en redactor de planta de El Espectador, con un sueldo de novecientos pesos al mes. Antes, por cada colaboración, le pagaban tres pesos.
Los admiradores más fanáticos de su prosa (Jacques Gilard entre ellos), han pretendido recopilar hasta las notas sin firma que pudo haber redactado y se han abocado a revisar ejemplares de la época para reconocer el estilo de García Márquez en las secciones de sucesos, eventos sociales o noticias nacionales.  La tarea, de más está decirlo, además de agotadora, no promete lograr ninguna certeza. En un periódico, todos los redactores, y muy especialmente los jóvenes y novatos, deben estar dispuestos a escribir sobre lo que haga falta. Las notas de último momento las acaba escribiendo el primero que esté libre.
La primera tarea de García Márquez en el periódico, por cierto, fue escribir la columna Día a Día, que existía desde mucho antes de su entrada a la redacción y que aparecía sin firma. Solamente estuvo un mes a cargo de esa sección, ya que en febrero inauguró el espacio Estrenos de la semana, en que comentaba las películas que se proyectaban en la ciudad.
Más adelante, publicó reportajes sobre particulares facetas de la vida en los pueblos remotos de la costa, en los que ya se manifiesta su habilidad de mezclar lo insólito con lo cotidiano que acabaría siendo, posteriormente, la característica distintiva de sus novelas y relatos.
El libro Entre cachacos, tercer tomo de la obra periodística de García Márquez, editada por Oveja Negra, reúne la recopilación que hizo Jacques Girard de las notas publicadas en El Espectador durante los siete meses que el escritor trabajó en el periódico. Aunque el joven periodista logró hacerse de buen nombre y buen público con sus críticas de cine y sus asombrosos reportajes, en julio de 1954 abandonó la redacción y, unos meses después, partió rumbo a Europa.
Las críticas de cine de García Márquez reunidas en esta obra son una maravillosa muestra de que el análisis profundo es perfectamente compatible con el estilo ameno tanto como con la brevedad. Independientemente de que comente una película con pretensiones artísticas o un producto puramente comercial cuyo fin no es más que el mero entretenimiento, García Márquez logra brindar una idea general, llama la atención sobre detalles de producción sin enredarse con tecnicismos y, lo más importante, le deja claro al espectador lo que puede esperar (y lo que no) si se decide a ir a ver la película que fue tema de su reseña.
Una buena crítica de cine no depende de la calidad de la película, sino de la capacidad de apreciación de quien la comenta. En el libro vienen notas sobre musicales, melodramas, comedias y, con cierta frecuencia, películas de la II Guerra Mundial que, por entonces, se hacían por docenas. Aunque el grueso de la oferta en cartelera venía de Hollywood, también aparecen en Estrenos de la semana, producciones francesas, alemanas, italianas y mexicanas. Según parece, el comediante Fernandel, el cantante Bing Crosby y el galán Glenn Ford, a quien García Márquez define como "el actor que mayor bofetadas ha dado a sus compañeras de actuación", eran las estrellas del momento.
En aquellos tiempos, a diferencia de los actuales, el público iba al cine a disfrutar de una historia bien contada, bien fotografiada y bien actuada sin prestarle mayor atención a las imágenes sorprendentes creadas por "efectos especiales". Las modestas e incipientes mejoras tecnológicas acababan siendo, más bien, una distracción molesta. El cinemascope, por ejemplo, le resultó desagradable a García Márquez, quien consideró oportuno advertir a sus lectores que: "En una pantalla longitudinal hasta donde la fisiología óptica lo permite, se están proyectando tonterías embadurnadas de technicolor."
Como el cine es una obra realizada por un equipo con muchos involucrados, García Márquez, al señalar tanto los aciertos como los desaciertos, logra identificar a los responsables. En unas películas, descubre que actores con gran potencial fueron desperdiciados por el director, mientras que en otras destaca que a pesar de fallas evidentes y constantes, la propuesta, como conjunto es muy acertada. Menciona incluso una película, excelente en todos los aspectos, pero estropeada por el guión.
Los reportajes incluidos en el libro, más que trabajos periodísticos, se leen como relatos de literatura fantástica. La costa caribeña, donde García Márquez había nacido y crecido, era un mundo verde, cálido y húmedo, totalmente desconocido para la gran mayoría de los habitantes citadinos de las altas y frías tierras bogotanas. En la capital, los costeños eran considerados personas extrañas y medio salvajes. La desconfianza era correspondida y en la costa se decía que los cachacos (como llamaban a los de la ciudad) eran peligrosos y traicioneros, por lo que había que extremar precauciones al tratar con ellos.
García Márquez, al escribir para cachacos, ni siquiera intentó liberarlos de sus prejuicios sobre los remotos pueblos de la costa, total y permanentemente envueltos en bananales, selva, ríos y aguaceros. Más bien, por el contrario, acabó reafirmando la idea generalizada de que en aquella zona ocurrían acontecimientos insólitos y los pobladores mantenían creencias y tradiciones descabelladas.
Uno de los primeros reportajes que publicó trata sobre Jesusito, una imagen milagrosa que llegó a generar una devoción tan intensa que muchos, al morir, le heredaban sus tierras y ganado. Con semejantes aportes, en poco tiempo Jesusito llegó a ser inmensamente rico. Su fortuna crecía sin cesar pese a que los administradores de sus bienes no eran, precisamente, intachables. A la larga, a Jesusito le sucedió algo a lo que todo gran terrateniente está expuesto: fue secuestrado. La búsqueda y rescate de la milagrosa imagen, así como el juicio para aclarar lo ocurrido y castigar a los culpables, estuvo llena de complicaciones. La mayor de ellas fue que aparecieron falsos Jesusitos y resultó difícil identificar al auténtico.
Verdaderamente fascinante es la serie de reportajes sobre los ritos funerarios en los pueblos de la costa. Aunque había mujeres que eran plañideras profesionales, quienes a cambio de dinero, estaban dispuestas a gritar, llorar y hasta desmayarse para lamentar la muerte de alguien a quien nunca conocieron, los velorios y entierros, en la costa, eran una verdadera fiesta. El trabajo de las plañideras no era tanto llorar al muerto, sino rendirle homenaje a visitantes distinguidos. Cuando la concurrencia descubría que un visitante notable, por su influencia o su dinero, se presentaba en la capilla ardiente, de inmediato se le ordenaba a la plañidera que empezara a gritar. Verdaderamente famosa llegó a ser en esas funciones una mujer autoritaria y escuálida llamada Pacha Pérez, quien tenía la facultad alucinante de concentrar toda la vida de un hombre muerto en un prolongado y estridente alarido.
Otro personaje célebre, que no se separaba del féretro hasta darle sepultura, era Pánfilo, el rezador. Era un hombre gigantesco (García Márquez dice "arbóreo") y un poco afeminado, capaz de recitar oraciones durante horas con las manos juntas y la mirada fija en el techo. Su rezo era todo un espectáculo improvisado, puesto que las plegarias, las letanías, los misterios y hasta los santos invocados eran inventados por él mismo sobre la marcha. Pánfilo no tenía domicilio conocido. Se quedaba a vivir en la casa del último muerto hasta recibir noticias de uno nuevo.
Aislados en aldeas minúsculas y distantes, los habitantes de la zona encontraban en los velorios una ocasión para congregarse y divertirse. Se bebía aguardiente, se tocaba música, se bailaba y hasta se establecían noviazgos. Las mujeres que buscaban marido se ponían a enrollar tabaco y los hombres dispuestos a casarse se dedicaban a moler café. Los hombres y mujeres que realizaran la tarea más rápidamente, eran considerados los mejores partidos. En ese ambiente de fiesta, el único elemento que le daba a la muerte un aspecto macabro y pavoroso no era el cadáver, sino la horrible caja de tablas viejas sin cepillar que el carpintero armó a la carrera.
Son muchísimos los escritores que, siendo jóvenes, han ejercido el periodismo. Don Joaquín Gutiérrez sostenía que a un escritor, al trabajar como periodista "se le afloja la mano".  Don Alberto Cañas, por su parte, diferenciaba los oficios aclarando que: "el escritor piensa con la cabeza, mientras que el periodista redacta con los dedos." 
En el caso de García Márquez, en muchas de las críticas de cine y los reportajes con que deleitó a los cachacos desde las páginas de El Espectador de Bogotá en 1954, se pueden descubrir los orígenes del estilo y el contenido de las novelas que, después, lograron capturar la atención de lectores en todo el mundo.
INSC: 2735
Gabriel García Márquez (1927-2014), en la sala de redacción de El Espectador
de Bogotá, 1954.




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