domingo, 22 de septiembre de 2019

La otra Talamanca.

La otra Talamanca. Luis Bruzón Delgado.
Jugen Ureña Arroyo. Inédito.
 Costa Rica, 2000.
Las dos Talamancas, la de Costa Rica y la de España, aunque son muy diferentes, tienen otras cosas en común, además del nombre. En ambas regiones, situadas a considerable distancia de grandes ciudades, los escasos habitantes, repartidos en un amplio paisaje natural, se dedican a labores del campo y mantienen vivas costumbres, tradiciones y modos de vida heredados de incontables generaciones de remotos ancestros.
Hubo una época, muy lejana en el tiempo, en que la pequeña villa de Talamanca de Jarama competía en influencia, estructura y comercio con la, por entonces, también pequeña villa de Madrid, situada a cincuenta kilómetros de distancia. El tiempo pasó y Madrid acabó convirtiéndose en la capital de España, mientras que Talamanca se mantuvo sin grandes cambios podría decirse que hasta el día de hoy.
Allí, en Talamanca de Jarama, nació en 1566 el conquistador español Diego de Sojo y Peñaranda, hijo de Juan de Sojo Peñaranda y Sabina de Artieda y Chirinos. Un hermano de su madre, don Diego de Artieda y Chirinos, fue nombrado por el rey gobernador tanto de Nicaragua como de Costa Rica y, al cruzar el Atlántico rumbo a su destino centroamericano, se trajo a su sobrino Diego de Sojo, que tenía apenas once años de edad.
Diego creció en Costa Rica nadando en ríos y trepando montañas. Cuando era joven, llegó hasta la cumbre del Chirripó y, ya siendo adulto, exploró las tierras situadas detrás de los volcanes Irazú y Turrialba, hasta salir al Caribe. Justo un año antes de cumplir los cuarenta años de edad, en lo alto de los cerros situados al noreste, cerca del río Sixaola, fundó, el 10 de octubre de 1605, una pequeña población de chozas y ermita con techo de paja, a la que llamó Santiago de Talamanca, en honor a su Santo Patrono (Santiago y Diego son el mismo nombre) y como un homenaje a su pueblo natal, del que salió siendo un niño y al que nunca regresaría.
Su tío el gobernador había hecho algo similar. En la costa pacífica fundó dos poblados. A uno lo llamó Artieda y al otro Espíritu Santo. Artieda se desocupó al poco tiempo, mientras que el poblado de Espíritu Santo, aunque la parroquia mantiene ese nombre, en el plano civil pasó a llamarse luego Esparza y aún existe en el mismo sitio.
La vida de la villa de Talamanca fue breve. Apenas duró cinco años. En 1610 una rebelión de indígenas acabó con ella pero, aunque el poblado desapareció, el nombre se mantuvo. Diego de Sojo, quiso establecerla de nuevo, pero no logró encontrar suficientes hombres dispuestos a acompañarlo en la empresa. Su esposa y sus hijos habían nacido en Cartago, ciudad en la que Diego de Sojo pasó la mayor parte de su vida y donde murió y fue enterrado en 1639.
Más de medio sigo después de su muerte, los colonos de Cartago establecieron de nuevo una población en Talamanca, que daba la impresión de que iba a prosperar. Allí se instalaron frailes misioneros y un buen número de familias criollas, pero la famosa rebelión de Pablo Presbere hizo que el lugar fuera abandonado de nuevo.
Durante años, el deseo de restablecer un poblado en Talamanca fue la obsesión de los gobernadores españoles. Son famosas las cartas del gobernador Diego de la Haya Fernández, en que habla de la dificultad de pacificar a "los talamancas". En aquellos tiempos, se acostumbraba llamar a las personas con el mismo nombre del lugar en que vivían. La palabra "costarricense", por ejemplo, no existía. Se decía simplemente "los costarricas", como también se decía "los heredias", "los esparzas", "los bagaces", "los ujarrás" o, naturalmente, "los cartagos". Curiosamente, solamente en el caso de "los cartagos" el uso se mantiene.  Las cartas del gobernador de la Haya Fernández acabaron, a la larga, generando una confusión. Como él se refería a "los talamancas", hubo quienes creyeron que ese era el nombre del pueblo indígena que habitaba en el lugar, cuyos nombres eran en realidad bribrí y cabécar. La creencia generalizada de que los indígenas de la zona eran "talamancas", llegó incluso a poner en ridículo a dos pretenciosos protolingüistas.
A finales del siglo XIX, a raíz de las investigaciones sobre lenguas indígenas costarricenses emprendidas por el obispo Bernardo Augusto Thiel, otros estudiosos, no tan metódicos ni tan serios como el obispo alemán, se interesaron en el tema. El profesor español Juan Fernández Ferraz, que no sabía nada de nahuatl, escribió un ensayo titulado Nahualtismos de Costa Rica. El método que utilizó, totalmente especulativo y para nada científico, fue simplemente calificar de nahuatl cualquier palabra que hubiera escuchado en Costa Rica y no le sonara castiza. El escritor Carlos Gagini, que tampoco dominaba el nahuatl, le hizo segunda y ambos intelectuales, que nunca habían puesto un pie en Talamanca, se pusieron a discutir en la prensa sobre el origen, significado y hasta pronunciación de la palabra Talamanca en lengua nahuatl. El que los hizo callar fue el periodista nicaragüense Enrique Guzmán, entonces residente en Costa Rica, quien era célebre tanto por su amplia cultura como por su punzante estilo satírico. En un artículo escrito con un evidente tono burlón, les hizo ver que su discusión sobre etimología nahuatl no tenía ningún fundamento y les informó, ya que daba la impresión de que no lo sabían, que Talamanca es el nombre de la villa castellana donde nació Diego de Sojo y Peñaranda, el conquistador español que, en honor a su pueblo natal, le puso Talamanca a la región sureste de Costa Rica.
Una cosa quedó clara, el nombre de Diego de Sojo y Peñaranda había sido olvidado y la existencia de la otra Talamanca, en España, era un dato que la mayoría de los costarricenses ignoraban. Poco más de cien años después de la polémica que protagonizaron Fernández Ferraz, Carlos Gagini y Enrique Guzmán, dos jóvenes, el español Luis Bruzón Delgado y el costarricense Jurgen Ureña, intentaron rescatar esa parte de nuestra historia tan poco conocida.
Luis Bruzón Delgado, era un periodista español de la agencia EFE que había sido cooperante en Costa Rica, mientras que Jurgen Ureña era un cineasta tico que había cursado estudios en España. Ambos habían tenido la oportunidad y el raro privilegio, que muy pocos pueden presumir de haber gozado, de conocer en persona y a fondo las dos Talamancas, la de España y la de Costa Rica.
Asomarse a la vida, la gente y el paisaje de ambas comunidades, con sus similitudes y diferencias, los impresionó de manera profunda. Naturalmente, el asunto iba mucho más allá del nombre. En España y América Latina es común que haya poblaciones que se llaman igual pero, por poner un ejemplo, las dos Cartagenas, la de España y la de Colombia, son ciudades grandes, conocidas y de población numerosa en las que hay gran actividad industrial, comercial y turística. Aunque cada Cartagena mantiene su personalidad propia, son ciudades con similar acceso a los avances tecnológicos en que se vive de manera, digamos, globalizada.
El caso de las dos Talamancas es distinto. Las dos son comunidades alejadas de la prisa y el ruido de la ciudad. Las dos son regiones poco conocidas y poco visitadas, a pesar de que ambas son ricas en historia y están llenas de paisajes asombrosos. Los habitantes de las dos Talamancas, viven de manera similar a como vivieron sus padres, sus abuelos y sus ancestros más remotos. En su aislamiento del mundo exterior, mantienen vivas antiguas tradiciones. Las dos Talamancas son poblaciones tan particulares, tan únicas, que, precisamente por ser tan singulares, a pesar de sus grandes diferencias, acaban pareciéndose una a la otra.
Luis Bruzón y Jurgen Ureña quisieron hacer un retrato en el que, como en una ventana que sirviera también de espejo, cada Talamanca pudiera asomarse a la otra. Su intención era realizar un documental de una hora para que fuera transmitido por televisión. La iniciativa fue planteada en el año 2000 y logró despertar entusiasmo, apoyo y hasta respaldo institucional a ambos lados del Atlántico. A propósito de este proyecto, fue que tuve oportunidad de conocer a Luis y Jurgen, con quienes llegué a establecer lo que podríamos llamar una fuerte amistad intermitente. Los veo poco, pero los aprecio mucho. Casi veinte años después, acomodando papeles en mi biblioteca, me encontré el cuadernillo en que planteaban su propuesta. Leerlo de nuevo, después de tanto tiempo, ha vuelto a despertar mi entusiasmo por el tema. Particularmente porque no pretendían hacer un material didáctico, lleno de fechas y datos, sino más bien compartir un documento testimonial a través de la mirada inocente de dos niños, uno talamanqueño (como se dice en Costa Rica), y otro talamanqués (como se dice en España), Cada niño corre por el monte, va a la escuela, juega con sus amiguitos y le ayuda a sus padres con las faenas del campo. El talamanqués nunca ha visto los pejibayes ni las matas de plátanos que abundan en la Talamanca de Costa Rica, así como el talamanqueño nunca ha visto trasquilar rebaños de ovejas, tarea común en la Talamanca de España. Las madres de cada uno les preparan alimentos con los frutos de la tierra y, los días de fiesta, los niños acompañan a sus mayores en los rezos, cantos y bailes. Ambos crecen libres, sin vigilancia, deambulan por horas en el campo sin encontrarse con un extraño. Viven en medio de la naturaleza, cerca de la tierra, los cultivos y los animales. Si se enferman, los abuelos les harán remedios con hojas y raíces. Los paisajes en que viven son diferentes. Sus vidas, no tanto.
Lamentablemente, el documental no llegó a realizarse. Se lograron, eso sí, algunos encuentros. Los habitantes de cada Talamanca supieron de la existencia de la otra. Llegó a circular, a ambos lados del Atlántico, una broma simpática. En la Talamanca de Costa Rica hay grandes ríos sin puente, mientras que en la Talamanca de España hay grandes puentes sin río. ¿No habrá alguna manera de que los españoles envíen un poco de puente y reciban a cambio un poco de río?
Jurgen Ureña se ha dedicado a la enseñanza y a la producción de cine. Luis Bruzón, por su parte, de periodista pasó a convertirse en centroamericanista y ha realizado investigaciones sociales e históricas en toda la región. Supongo que ambos, al igual que yo, en sus papeles deben conservar el proyecto audiovisual de La otra Talamanca. No sé si entre sus planes estará retomarlo en algún momento, pero sinceramente espero que lo hagan. Diego de Sojo y Peñaranda era un niño cuando salió de Talamanca. Sería hermoso que la gente, la vida y el paisaje de las dos Talamancas sean dados a conocer a través de los ojos de dos niños pequeños.

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