El discurso inaugural de la Papisa Americana. Esther Vilar. Novela. Brugera, España, 1982. |
En un futuro, aparentemente no muy lejano, una mujer es electa Papa o, más bien, papisa. Aunque es la primera mujer en ocupar ese cargo, elige como nombre Juana II, para legitimar la leyenda medioeval de que una vez, hace muchos siglos, hubo una mujer, haciéndose pasar por hombre, ocupó brevemente el Trono de Pedro has que fue descubierta. Ambas papisas son personajes de ficción. La Juana primera del pasado es legendaria, mientras que la Juana segunda del futuro es el personaje protagónico de la novela El discurso inaugural de la Papisa americana, de la escritora argentina Esther Vilar.
Publicada en 1982, la novela consiste en un largo monólogo en que Juana II se presenta al público, reflexiona sobre su vida y la vida de la Iglesia y anuncia las acciones que se propone emprender en su pontificado. Su discurso inaugural no tiene lugar en la Plaza de San Pedro durante una ceremonia solemne, sino en una estudio sin muebles ante una cámara que transmite en vivo. Su elección tampoco fue realizada en un cónclave, sino por elección directa y voto popular.
La nueva papisa nació en 2014, en Los Angeles, California, que para entonces se había convertido en la la capital occidental del Islam. Hija de una prostituta drogadicta, se convirtió al catolicismo tras haber sido rescatada por un sacerdote en la playa de Malibú, donde surfeaba. Su conversión no significó, en todo caso, ningún compromiso serio que la comprometiera a aceptar dogmas ni a cambiar de vida. Los dogmas, para entonces, ya nadie los recordaba. No había verdades establecidas y cada uno era libre de creer lo que mejor le pareciera. En cuanto a la moral y las costumbres, todo estaba permitido. Allá cada uno con su conciencia. Rendida ante la presión de los gritos de la mayoría, la jerarquía eclesiástica había acabado por abandonar todo lo que antes predicaba y aceptar todo lo que antes condenaba. Ya nadie se preguntaba si tal o cual conducta era pecado, lo importante era simplemente ser feliz y vivir tranquilo. Los debates sobre el aborto, el divorcio y la homosexualidad eran cosas del pasado.
Hubo una época muy lejana en que el Papa era árbitro infalible de todas las disputas doctrinales y morales. Roma locuta causa finita, se decía en latín, cuando Roma habla la causa termina. El Papa era también monarca de un considerable territorio y ocupaba el único trono no hereditario de Europa. Incluso después de haber perdido los Estados Pontificios, las ceremonias en que participaba el Papa continuaron manteniendo un imponente protocolo imperial que se mantuvo hasta mediados del Siglo XX:
Pablo VI, el último papa en ser coronado, renunció a seguir utilizando la tiara pontificia y dispuso que los oficios religiosos, incluyendo la Santa Misa, dejaran de celebrarse en latín para que fueran oficiados en la lengua propia de cada lugar. Su sucesor, Juan Pablo I, último papa en ser cargado en hombros en sede gestatoria, en sus discursos abandonó el pluralis maiestatis y, desde su primer mensaje, utilizó la primera persona. Vino luego Juan Pablo II, que en vez de en sede gestatoria, que nunca utilizó, se movilizaba en una pecera blindada. El papa polaco, acabó convirtiendo el papado en algo que nunca había sido, en un espectáculo unipersonal en gira mundial permanente. En sus viajes, sorprendió al ponerse sombreros típicos (el de charro mexicano fue el primero) y al visitar sinagogas y mezquitas. Su presencia convocaba multitudes que llenaban estadios y calles, pero los templos estaban cada vez más vacíos.
Tras estos papas históricos, en la novela se mencionan otros que vinieron luego, cada uno empeñado en superar al anterior en gestos de modestia. Juan XXV accedió a la idea de vender todos los tesoros artísticos vaticanos para repartir el dinero obtenido entre los pobres. Pieza por pieza, los documentos, las pinturas y esculturas fueron puestos en subasta. Los grandes bancos y corporaciones acabaron adquiriendo hasta las basílicas y los palacios. El dinero fue repartido entre los pobres, que lo consumieron pronto y siguieron siendo pobres
Reducido a un minúsculo apartamento y movilizándose a pie por la calle, el papa pedía a los pocos reconocidos que lo tutearan. El papado perdió la magnificencia, el papa era cada vez más un hombre ordinario, pero el pueblo, en vez de acercársele, se le alejaba.El culto a Dios se abandonó. A los pocos asistentes a los oficios, el propio sacerdote les prohibía arrodillarse y, a la larga, terminaron hasta retirando de los altares los crucifijos porque podían herir la sensibilidad de los asistentes.
Se abolió el celibato y se admitieron mujeres en el sacerdocio. Vino luego el papa Oscar I, que escogió su nombre en honor al escritor irlandés Oscar Wilde quien, como él, era homosexual.
Y así sigue la historia hasta el momento en que Juana II llegó a ser papisa. Su título ya no significaba nada y su autoridad era inexistente.
Al hacer el recuento, la papisa llama la atención sobre un hecho singular. Cuanto más intentaba el papado acercarse al pueblo, más se apartaba el pueblo de él. Cuando la liturgia era solemne y misteriosa, los fieles acudían en masa. Cuando la liturgia se hizo participativa, los fieles dejaron de asistir. Los oficios religiosos perdían su magnificencia y los creyentes respondían abandonándolos.
Cuando la jerarquía renunció a tener autoridad indiscutible, nadie la volvió a tomar en serio.
Lo curioso es que el pueblo no tomó el camino fácil, sino el difícil. Mientras la Iglesia católica abandonaba la enseñanza de su doctrina como verdad absoluta y revelada, los fieles la abandonaban y corrían a sumarse a grupos religiosos en que debían aceptar dogmas inapelables. Mientras la Iglesia católica se mostraba tolerante y abierta a aceptar todo tipo de conducta, los fieles se integraban a sectas que exigían un compromiso serio con sus enseñanzas y mantenían un control severo sobre la vida de sus miembros.
En materia religiosa, los creyentes del Siglo XX no escogieron la respuesta más racional, sino la más misteriosa. En materia ética, no escogieron la más relajada, sino la más exigente. Es decir, no eligieron el camino más cómodo, sino el que les exigía mayor sacrificio.
La elección de la Papisa fue la culminación de un proceso largo y, precisamente por ser el punto más lejano del viaje, acabó siendo también el punto de retorno. La papisa, admite que se ha cometido un error y se manifiesta estar dispuesta a corregirlo. Para empezar, se reviste con ornamentos preciosos, se coloca la capa pluvial, se ciñe la tiara, toma en su mano el báculo y se sienta en el trono. De inmediato, se declara infalible, llama a los fieles a la obediencia, les muestra un crucifijo, llama a los fieles a que se arrodillen y oren para, al final, impartirles la bendición que pronuncia, por supuesto, en latín.
Está segura que el retorno a la solemnidad, el misterio, la enseñanza de verdades absolutas e indiscutibles, el orden, la autoridad y, lo más importante, la fe, acabará atrayendo de nuevo a todos los que se fueron en estampida cuando vieron que la iglesia de la que formaban parte empezó a convertirse en algo distinto a lo que debería ser.
Al final del libro, viene un extenso ensayo de la propia autora en que declara que no es católica y ni siquiera creyente, pero que le pareció llamativo el hecho de que, cuando la Iglesia dejó de ofrecer verdades absolutas y normas inapelables, los fieles, en vez de agradecidos, se sintieron defraudados y fueron a buscar la verdad y la autoridad en otros grupos dispuestos a brindárselas.
INSC: 0355
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