Autobiografía de Eleanor Roosevelt. Eleanor Roosevelt. Editorial Novaro, México, 1964. |
La vida de Eleanor Roosevelt es mucho más interesante de cómo ella la cuenta. Esta niña huérfana que fue educada para no aspirar a más que ser una abnegada madre y esposa, con los años deslumbró por su gran inteligencia, llegó a ser una de las columnistas más leídas de los Estados, se convirtió en figura mundial por sus luchas en favor de la erradicación de los prejuicios clasistas, sexistas y racistas y, como diplomática en la recién creada Organización de las Naciones Unidas, le correspondió redactar la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Nació en el seno de una de las familias más antiguas, ricas y poderosas de la costa este de los Estados Unidos, llena de personajes pintorescos, historias extrañas y tradiciones absurdas. Su padre, Elliott, era el hermano menor del Presidente Theodor Roosevelt. Su madre, Ana Hall, era una delicada princesa de la alta sociedad de Nueva York, cuya fortuna y árbol genealógico no se podían abarcar ni con la más desbocada imaginación. El abuelo materno, Valentín Hall, era tan obscenamente rico que en toda su vida no hizo más que cultivar el ocio. Se construyó una enorme mansión de aspecto tenebroso sobre el río Hudson, en la que todos debían cumplir su santa voluntad. Y digo santa, porque Valentín Hall era un puritano religoso que tuvo siempre en su casa un clérigo, como en otras cosas se tiene un animal doméstico. A su esposa Mary la trataba como a una más de sus hijas. Le escogía los vestidos y las joyas y nunca le permitió contacto alguno con el mundo exterior, al punto que a la muerte de Valentín, la señora Mary, que heredó sus millones, no sabía ni cómo escribir un cheque. Las hijas de ese matrimonio, como es fácil de suponer, tocaban piano, se desenvolvían con modales impecables, paseaban con sombrero y sombrilla y no tenían más tema de conversación que la decoración de la casa y la vida social.
La madre de Eleanor murió cuando ella era muy pequeña y su padre, Elliott, la dejó al cuidado de Mary, la abuela materna quien, fiel a la tradición familiar se dispuso a convertir a la niña en una decorativa muñeca de porcelana. Eleanor pasó su infancia en la mansión de la abuela, vestida de blanco con encajes, sin derecho a correr, jugar o ensuciarse. A la abuela solamente le importaba que la niña estuviera bien vestida, bien peinada y bien quieta y acabó descuidando otros aspectos de su educación. Por ejemplo, a los nueve años todavía la pequeña no sabía leer ni escribir porque la abuela había olvidado ese pequeño detalle.
El gran amor de su infancia fue su padre, al que idealizó de manera romántica. Le escribía cartas pero pocas veces iba a visitarla. Los ratos que pasaba con él eran para ella los más dichoso. "Durante mi infancia" decía Eleanor, "mi padre era el único que no me miraba como si yo fuera una criminal". Elliott Roosevelt y Ana Hall tuvieron tres hijos, pero la favorita de Elliot era Eleanor, la mayor. Nunca la corregía, nunca la regañaba, era cariñoso con ella, la sacaba a jugar y la llamaba "mi regalo del cielo". Aparte del hecho de que era la única persona que le mostraba amor, a la imaginación de la niña no debía de resultarle nada difícil idealizar al padre que adoraba y extrañaba. Elliott Roosevelt era un magnífico jinete y jugador de polo, nadie le ganaba remando ni nadando, su puntería era infalible tanto con rifle como con pistola y, cuando estuvo en la India, cazando tigres y elefantes, escaló los Himalayas. La razón por la que Elliott no vivía con sus hijos era que, pese a ser un atleta, sufría desde pequeño de un tumor cerebral, inoperable en aquel entonces, que regularmente le provocaba mareos y dolores de cabezas que lo hacían pegar aullidos. Para superar sus crisis, no tenía más que remedio que abrir la botella de whisky y beber hasta caer inconsciente.
Eleanor y su padre Elliott Roosevelt en 1889. Su padre murió a los 34 años de edad en 1894 poco antes de que la niña cumpliera diez años. |
En una visita, Eleanor encontró a su padre muy triste. Tras abrazar y besar a la niña, la sentó en su regazo y le informó que Elliot, su hermano, había muerto. Era el que le seguía a Eleanor y tenía solamente ocho años. Su padre le dijo que los únicos amores que le quedaban en el mundo, eran ella y su otra hija Gracie. Le prometió que cuando ella y su hermana fueran grandes las llevaría a viajar por todo el mundo y le pintó un futuro color de rosa. Al despedirse, le pidió que se convirtiera en una persona de la que él podría estar orgulloso y le prometió visitarla con más frecuencia. Nunca volvió a verlo. Poco antes de que Eleanor cumpliera los diez años, le avisaron que su padre había muerto. Durante varios días, Eleanor lloró desde que se despertaba hasta que se dormía. Más que su padre, sentía que había perdido su futuro.
Con los años, Eleanor, encerrada en su jaula de oro, llegó a convertirse en una princesita de alta sociedad. Sabía música y llegó a dominar el francés e italiano tras su permanencia en exclusivos internados europeos para señoritas. Pero Eleanor no fue nunca una muchacha bonita. Tenía los ojos y los dientes demasiado saltones, lo que le daba a su rostro un aspecto poco delicado. En una reunión familiar, habría pasado toda la velada sentada en una silla de no haber sido porque su primo Franklin Delano Roosevelt tuvo la gentileza de ser el único que la sacó a bailar.
No se sabe nada de cómo acabaron enamorándose pero lo cierto es que poco después de ese baile, Franlin y Eleanor decidieron casarse. Sara, la sobreprotectora madre de Franklin, se opuso al enlace y, para disuadir a su hijo, se lo llevó de paseo en un largo viaje que duró meses. Sin embargo, los jóvenes primos acabaron casándose. Ambos tenían en común el haber nacido y crecido en una burbuja. Franklin era de los Roosevelt de Hyde Park, también de la aristocracia neoyorkina y había pasado su infancia en la enorme mansión familiar y en el exclusivo internado para varones de Groton, de donde pasó a estudiar leyes en Harvard. Además del Derecho, a Franklin, quien hablaba francés, italiano y alemán, le interesaban la Filosofía, la Historia y la Economía. La joven pareja recibía muchos visitantes, casi todos de la élite intelectual y cultural de Nueva York y Eleanor se sentía incómoda porque no comprendía las conversaciones. Su formación académica era bastante deficiente. Tampoco sabía cocinar ni realizar tareas prácticas y tenía fama de darle a sus sirvientes, en un día, más órdenes de la que ella recibiría en toda su vida. Para no quedar como tonta en las conversaciones inventó un truco. Prestaba atención a lo que se decía y, si alguien le preguntaba su opinión, repetía algunos de los comentarios que había escuchado. Sin embargo, no debió echar mano de ese recurso por mucho tiempo. Se puso a leer, a escuchar y a pensar y se percató de que poco a poco no solo iba comprendiendo todo, sino que se iba formando su propia opinión al respecto. La princesita de alta sociedad, preparada exclusivamente para hacerle la vida agradable al marido, educar a los hijos y atender a los invitados, resultó ser una mujer de gran inteligencia.
Franklin y Eleanor tuvieron seis hijos, Ana, James, Franklin, Elliott, el segundo Franklin y Johnnie. Una anécdota triste es que una vez, a un visitante un tanto indiscreto, le llamó la atención que llamaran a un niño "Segundo Franklin" y preguntó por qué no lo llamaban Franklin II o Franklin Junior. Debieron explicarle que el tercero de sus hijo, Frankin, había muerto antes de cumplir los ocho meses de edad y, cuando decidieron ponerle el mismo nombre al quinto de sus hijos, para tener presente al fallecido, en casa empezaron a llamarlo "Segundo Franklin".
La relación matrimonial de Franklin y Eleanor parece un drama de telenovela. Durante la Primera Guera Mundial, Frankin, que era Secretario de Marina del Presidente Woodrow Wilson, fue a Europa a visitar las tropas. A su regreso, Eleanor, mientras le desempacaba la maleta, encontró las cartas que le había enviado su amante Lucy Mercer, quien era ni más ni menos que la secretaria de Eleanor. Hubo reunión familiar con gabinete ampliado. Estuvieron presentes, además de Franklin, Eleanor y Lucy, la madre de Franklin, los niños y Louie Howe, mano derecha de Franklin. El divorcio era la única solución posible y todos estuvieron de acuerdo en ello. Todos menos Louie, quien dijo: "Si Franklin se divorcia, no podrá llegar a ser presidente". El propio Roosevelt, sorprendido, replicó: "Yo no pienso ser presidente". Pero Louie, proféticamente sentenció: "Un día vas a ser presidente" y tras la exposición de algunos breves argumentos concluyó: "A todos ustedes les conviene fingir".
Todos aceptaron fingir, salvo Lucy, quien esperaba convertirse en esposa de Franklin tras el inevitable divorcio. Lucy salió de la vida de Franklin y no volvió a encontrarse con él en muchos años. Cuando Franklin Roosevelt murió, Lucy estaba a su lado.
El acuerdo de fingimiento consistía en que Franklin y Eleanor llevarían vidas separadas. Eleanor dispondría de libertad total para hacer lo que quisiera y Franklin cubriría todos sus gastos. Nadie notaría la separación, puesto que tenían dos mansiones en Hyde Park, otra mansión en Monticello, así como apartamentos en las ciudades de Nueva York, Albany y Washington D.C.
Las relaciones entre ellos, que ya no eran pareja, nunca dejaron de ser corteses. Siempre mantuvieron mutuo respeto y hasta sentían cierto grado de admiración el uno por el otro. Cuando Franklin quedó inválido, Eleanor se mantuvo más cerca de él. En silla de ruedas, Franklin llegó a ser senador, gobernador del Estado de Nueva York y, finalmente, Presidente de los Estados Unidos.
Mientras tanto, Eleanor empezó a brillar con luz propia como escritora gracias a su columna My Day que llegó a ser publicada por numerosos diarios en los Estados Unidos. Eleanor mantuvo My Day durante toda su vida y fue, mientras existió, la nota periodística más leída del país. Debido a que sus problemas de movilidad no le permitían atender muchas de las invitaciones que le hacían y por el hecho de que Eleanor era una mujer inteligente, culta y magnífica oradora, Franklin le encargaba que asistiera en su nombre a numerosos encuentros con todo tipo de organizaciones. Antes de ella, las esposas de los presidentes no solían hacer uso de la palabra en actividades públicas.
En su autobiografía, Eleanor menciona, discretamente, que muchas personas le dirigían cartas porque pensaban que ella podía influir en las decisiones del presidente cuando, en realidad, su marido y ella mantenían agendas separadas y casi nunca se consultaban uno al otro sobre sus asuntos. Franklin ni siquiera se molestó en avisarle que se lanzaría a la presidencia y ella acabó enterándose de las aspiraciones de su marido pocos días antes de la convención del partido demócrata. Por eso se sorprendió mucho cuando Franklin le pidió que preparara unas vacaciones a bordo de un yate con toda la familia. Eleanor se ilusionó con una reconciliación y, muy alegre por poder disfrutar de unos días de descanso con su esposo, sus hijos y sus nietos. Los fotógrafos de los periódicos retrataron a la familia presidencial al subir al yate, pero la ilusión de Eleanor se apagó apenas la embarcación abandonó la costa. Dentro de la nave había varios oficiales con quienes Franklin se encerró todo el día. A la mañana siguiente, ya en alta mar, al lado del yate había un enorme buque de guerra. Franklin ni siquiera se despidió al trasladarse con su hijo Elliott a la otra embarcación. El viaje familiar en yate era una farsa para la prensa. El presidente Roosevelt iba a entrevistarse en secreto, en algún lugar del Atlántico norte, con el Primer Ministro británico Winston Churchill. La reunión era tan secreta que ningún miembro de la familia (ni siquiera Elliott que acabó acompañando a su padre) estaba al tanto de ella. Por supuesto, si se pone en un lado de la balanza a Hitler, la Alemania Nazi, el fascismo, la situación desesperada y frágil de Inglaterra ante los bombardeos, la ocupación de Francia y de los Países Bajos y la seguridad del mundo en general y, en el otro lado de la balanza, una reunión familiar largamente añorada, definitivamente está claro cuál es la prioridad, pero a Elanor le dolió profundamente la falta de confianza de su marido, quien no le informó cuál era la situación real.
Cuando los Estados Unidos entraron en la Segunda Guerra Mundial, Eleanor sufrió un cruce de sentimientos encontrados similar al del paseo. Como madre, se angustió muchísimo al saber que sus cuatro hijos varones irían a la guerra sin ningún tipo de privilegio por ser hijos del presidente. Pese a sus justificados temores, tuvo claro que, al igual que las madres de los otros jóvenes soldados, no podría hacer nada para impedirlo y, en su caso, además, ni siquiera tenía derecho a manifestarle a nadie su preocupación.
Con el título de "Primera Dama del Mundo Libre", Eleanor visitó las tropas americanas en Europa, Asia y América Latina. Un dato curioso: Estados Unidos mantuvo numerosas tropas en algunos países latinoamericanos (Guatemala, Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá entre otros) no porque temiera que los alemanes o japoneses atacaran, sino solamente por si acaso surgía en algún país de América Latina un gobierno simpatizante de la causa nazi. A la Argentina fascista del General Perón, Roosevelt la mantenía bajo estrecha vigilancia. Eleanor cuenta que los soldados americanos más aburridos que visitó eran los que estaban acantonados en las Islas Galápagos, que no dispararon un tiro en toda la guerra.
Aunque lo veía poco, Eleanor continuaba admirando la sabiduría de su marido. Lo que más la impresionaba era su capacidad de ser siempre oportuno. Franklin Delano Roosevelt sabía escoger siempre el mejor momento para hablar tanto como para actuar. Tras haber sacado a los Estados Unidos de la gran depresión se le había venido encima la Guerra Mundial. La inteligencia y el sentido del humor del Presidente se mantenían invariables, pero su estado físico se deterioraba aceleradamente. Roosevelt ha sido el único presidente de los Estados Unidos en ser electo más de dos veces. Fue electo en 1932, 1936, 1940 y 1944. En la última campaña electoral, se barajó la posibilidad de que cediera el puesto a otra persona, pero Roosevelt, pese a su enfermedad, no quería dejar la presidencia antes de que la guerra terminara. Eleanor lo acompañó en las giras y, confiesa, más que el triunfo electoral, que estaba seguro, lo que le preocupaba era que su marido se mojara con la lluvia, se expusiera a brisas frías o se cayera. El Roosevelt robusto y un poco pasado de peso de toda la vida, al final de sus días era un esqueleto pálido de solo huesos y pellejo.
Tras su cuarta juramentación como Presidente de los Estados Unidos, seguramente porque sabía que no le quedaba mucho tiempo, Franklin y Eleanor finalmente hicieron espacio en sus apretadas agendas para pasar unos días junto a sus cinco hijos y sus trece nietos.
Cuando partió para la conferencia de Yalta, en la que junto con Churchill y Stalin definirían el futuro de Europa y del mundo, ya Roosevelt estaba agonizando. Aunque no podía caminar, Roosevelt se ponía armazones de hierro en las piernas y pronunciaba sus discursos de pie. Cuando Eleanor vio que Roosevelt dio su último discurso ante el Congreso sentado, supo que el final estaba cerca.
Franklin Roosevelt murió dos semanas antes que Adolfo Hitler. Cuando la guerra terminó, el nuevo presidente Harry Truman, en un arranque de euforia, llamó a Eleanor Roosevelt "la Primera Dama del Mundo". Y, consciente de que el sueño más grande de Franklin Roosevelt para cuando la guerra terminara era la creación de las Naciones Unidas, nombró a Eleanor en el equipo encargado de fundar el organismo.
Aquella muchacha que debía memorizar frases ajenas para poder decir algo en ciertas conversaciones, acabó luciéndose como diplomática de alto nivel frente a líderes mundiales de los cinco continentes. Tras largos debates, no solo impuso su criterio sobre la necesidad de una Declaración Universal de Derechos Humanos, sino que se encargó de la redacción final. Los Derechos Humanos fueron la causa de Eleanor desde mucho antes de ser proclamados. Se manifestó en contra de la discriminación de la mujer y abogó por crear oportunidades para los sectores menos favorecidos de la sociedad. Su posición firme contra cualquier manifestación de racismo, hizo que el presidente Kennedy la pusiera al frente de organismos federales para los derechos civiles en un momento en que los conflictos raciales resurgieron con gran crudeza.
Al quedar viuda, Eleanor no quiso seguir viviendo en la enorme mansión de Hyde Park, que donó al gobierno federal para que se hiciera un museo en memoria de su marido, cuya tumba está en los propios jardines de la propiedad. Ella se trasladó a una de las casitas pequeñas de la villa. La casita, además de los apartamentos para la servidumbre, contaba con dos vestíbulos, numerosos despachos, dos salones, un comedor y ocho habitaciones.
Eleanor Roosevelt fue una intelectual, activista, escritora y periodista que, con los años, acabó convirtiéndose en un verdadero ícono de fortaleza y determinación. Es irónico que la primera Primera Dama, la primera esposa de presidente con agenda y voz propia, haya logrado un papel tan destacado, precisamente porque su matrimonio no anduvo bien.
Eleanor Roosevelt escribió sus memorias en cuatro entregas. Esta es mi historia, sobre su infancia y recuerdos familiares. Esto es lo que recuerdo, sobre su papel como figura pública. Por mi propia cuenta, sobre sus actividades diplomáticas y políticas tras la muerte de su marido. Y, finalmente, En busca de entendimiento, sobre sus impresiones de sus viajes a la Unión Soviética, sus ideas sobre el futuro de los Estados Unidos y las tareas pendientes que tiene la humanidad para crear un mejor futuro para todos. Las traducciones al español suelen reunir los cuatro libros en uno solo bajo el título Autobiografía de Eleanor Roosevelt.
Como inevitablemente, por la educación puritana que recibió, Eleanor fue una mujer discreta y reservada respecto a sí misma, sus memorias están escritas en un tono frío y analítico en el que se eluden muchos detalles de su vida personal y familiar. Para esta nota, además del libro de la señora Roosevelt, debí recurrir a los escritos de su hijo Elliot quien, bastantes años después de muertos sus padres, reveló sin tapujos en Los Roosevelt de Hyde Park, la compleja vida de su familia.
Al igual que su marido, Eleanor Roosevelt fue una gran optimista. En sus luchas contras las situaciones injustas, más que por la denuncia, la queja y el recuento de problemas, optó por proponer soluciones e insistir en que el cambio, además de urgente y necesario, es posible. Las palabras de Franklin Delano Roosevelt, en su primer día como presidente, "No debemos tener miedo a nada más que al miedo mismo", acabaron siendo tan famosas, como las de Eleanor quien, dirigiéndose a los marginados dijo: "Debes hacer las cosas que crees que no puedes hacer y recuerda que nadie puede hacerte sentir inferior sin tu permiso".
Eleanor Roosevelt. (1884-1962) |
La América moderna le debe mucho a Roosevelt. De la señora, ni idea; me pondré con ello y te diré; un abrazo, Carlos :)
ResponderBorrarmuy buena la información pero me gustaría saber de Eleanor Roosevel cuando vino a Guatemala
ResponderBorrarGuatemala
Nunca supe antes de ella oi su nombre a travez de una pelicula y busque su biografia y quede maravillada con ella un ejemplo a seguir grandee eleanor
ResponderBorrar