Como nunca he escrito un poema en mi vida, soy uno de los poquísimos lectores de poesía que no escriben poesía. Ni siquiera lo he intentado. Dudo que haya fanáticos al fútbol que nunca hayan pateado un balón pero, en poesía, ese es mi caso. He estado siempre en la gradería, nunca en la cancha. Los poemas los leo a solas, en silencio y en casa, porque los libros de poesía no son como las novelas, que se pueden leer en cualquier parte. Eliseo Alberto dice que la poesía casi siempre es verdad, mientras que la novela casi nunca lo es. La ficción no requiere de una lectura tan recogida y serena como la de verdades profundas. Cuanto más leo poesía, más me percato de que no hace falta que yo escriba un solo verso. Otros, en sitios lejanos y mucho antes de que yo naciera, me han quitado las palabras de la boca.
Cuando asisto a lecturas de poesía me gusta sentarme atrás, contra la pared. Después de todo, uno va a escuchar, no a ver, y el hecho de no mirar los rostros de los asistentes más bien facilita la concentración. Al finalizar el acto, me acerco a los poetas para pedirles que me autografíen sus libros y, como en esos momentos suelen estar asediados por los lectores, el saludo y la conversación que puedo sostener con ellos es apenas de unos segundos.
En el año 2006, seis poetas latinoamericanos, invitados por Osvaldo Sauma, visitaron Costa Rica para ofrecer una serie de recitales como parte del Festival Internacional de las Artes. El argentino Fabián Casas, los colombianos Piedad Bonnett, Jorge Bustamante García y William Ospina, la peruana Rocío Silva Santisteban y el mexicano Fabio Morábito, durante cuatro días se sentaron juntos a leer sus poemas en diversos auditorios y ante distintos tipos de público. A propósito de su visita, Osvaldo Sauma hizo una selección de poesías de todos ellos que, con el título de Antología de seis poetas latinoamericanos, fue publicada por ediciones Perro Azul. Conservo ese libro como un tesoro, no solo porque todos los autores antologados y el propio compilador me escribieron dedicatorias cariñosas, sino como un recuerdo de la ocasión en que, sin haber escrito un solo poema en mi vida, estuve en la cancha y no en la gradería.
Naturalmente, yo no quería perderme ni una sola lectura, pero poco antes del arribo de los poetas Osvaldo me sorprendió con la pregunta "¿Vas a ir?" y tras escuchar mi rotundo "Por supuesto" me propuso que hiciera de maestro de ceremonias en las presentaciones. Solamente debía dar la bienvenida al público, presentar a los poetas, darles la palabra y, lo más triste y delicado, controlarles el tiempo. Pasar de la pared del fondo a la mesa principal me hizo sentir algo fuera de lugar, pero tenía sus ventajas. Cuando la lectura terminaba, en vez del breve saludo habitual, tenía el privilegio de irme con ellos a cenar. Recuerdo que nos movilizábamos todos juntos en un microbús facilitado por la organización del Festival. En una ocasión, cuando veníamos del Museo de Arte Costarricense y nos dirigíamos a Tres Ríos, por un asunto de logística debimos cambiar de vehículo a un costado de la Catedral. Era ya tarde en la noche y nos mezclamos con los transeúntes durante el transbordo. Recordé el poema El peatón, de Jaime Sabines. Cuando un poeta, así sea uno famoso, está en la calle, no es más que un peatón.
Antes o después de los recitales, Fabián Casas me contó historias de su abuelo y de su proyecto editorial Eloísa Cartonera. Conversé con Jorge Bustamante García sobre literatura rusa. A William Ospina le regalé las traducciones de Shakespeare de don Joaquín Gutiérrez, con Fabio Morábito y su esposa casi siempre hablaba de música. Piedad Bonnett y Rocío Silva Santisteban, aunque suelen escribir poemas un tanto desgarrados y dolorosos, me impresionaron por su gran sentido del humor. Durante aquella semana, los poetas no eran solo la mano misteriosa que había escrito los textos que leía en silencio y soledad, sino personas que me sonreían de frente, con quienes caminaba por las estrechas aceras de San José y me apretujaba en un microbús todas las noches.
El propio día de la última lectura, Osvaldo me pidió que al final del acto dijera algunas palabras de despedida y agradecimiento. Como solamente los genios y los charlatanes improvisan, me puse a escribir un discurso que, aunque breve, me llevó un buen rato terminar y llegué al Centro Cultural de México justo a la hora en que estaba programada la actividad. "Qué bueno que llegaste, tenemos que empezar ya." Me dijo Osvaldo. No había tiempo de que Osvaldo revisara la hoja que había escrito. Al notar mi inseguridad, Jorge Bustamante García me alentó: "Si trajiste un discurso, echátelo."
Estaba nervioso, pero al finalizar el acto lo leí. Luego doblé la hoja en cuatro y la guardé dentro del libro. Con frecuencia repaso los poemas de la antología y, a pesar de los años, recuerdo claramente la voz de los autores. La hoja de mi discurso la hago a un lado sin abrirla. Leer lo que han escrito otros es placentero, pero leer lo que ha escrito uno mismo no deja de ser enojoso. En todo caso, como las palabras que dije en aquella ocasión de alguna forma las considero ligadas a este libro, las comparto.
Señoras y señores:
Gracias
a la gentileza y generosidad de mi gran amigo y maestro Osvaldo Sauma,
organizador de este encuentro, durante las últimas cuatro noches me ha tocado a
mí, un civil que nunca en su vida ha escrito un poema, compartir la mesa con los
poetas invitados a este Festival de las Artes. Aun sentado al frente, en poesía
soy y sigo siendo un miembro más del público. Nada más que un fan que pide
autógrafos y un asistente silencioso y predispuesto al asombro.
Las
siete lecturas de estos últimos días, han sido deliciosos encuentros íntimos,
en que nuestros queridos invitados han deleitado a un público que compensa lo
escaso con lo atento. Desde aquí, este miembro del público escapado de su
sitio, ha tenido la oportunidad de ver los rostros conmovidos y meditabundos de
los habitantes de esta prosaica ciudad de San José que han descubierto que la
poesía es un alimento fundamental para la vida.
Luis
Chaves se queja de que a la poesía la tratan como a una anciana. Sauma, por su
parte, repite a cada minuto y ante cada auditorio que la poesía debe dejar de
ser considerada una joya rara y preciosa para convertirse más bien en la
botella de leche que se espera cada mañana en la puerta.
Y
sin la más mínima demora, entre el dicho y el hecho, ha sido el propio Osvaldo
el primero en llevar la poesía a la calle para repartirla. Fue él quien inició la
costumbre, afortunadamente sostenida e imitada al día de hoy hasta por quienes lo
adversan, de sacar la poesía del claustro de los iniciados para hacerla resonar
en cualquier sitio donde encuentre la puerta abierta. Memorables fueron las visitas, propiciadas
por Osvaldo, de Jaime Sabines y de José Emilio Pacheco, de Blanca Varela y de Juan
Gelman, de Jorge Enrique Adoum, Claribel Alegría y Juan Manuel Roca.
Este
año 2006, en que los josefinos amantes de la poesía celebramos que Sauma haya
tomado de nuevo las riendas literarias de este Festival Internacional de las
Artes, el maestro ha convocado a Piedad Bonnett, Jorge Bustamante García,
Fabián Casas, Fabio Morábito, William Ospina y Rocío Silva Santisteban. Poetas
de plena madurez y en plena producción, cuyo debut en las letras está tan
lejano en el tiempo como su retiro. Voces frescas, pero ya consagradas, que sin
duda nos seguirán sorprendiendo en ese futuro en que los leeremos a la
distancia, pero con los ecos de su acento y tono de voz aún resonándonos en el oído.
Hay
versos que marcan lo más profundo de nuestro ser como un hierro al rojo vivo. Tal vez se
tornen borrosos con el tiempo, tal vez se pierdan en la memoria o se confundan
con otras lecturas o experiencias. Hasta es posible que se olviden, pero
siempre estarán allí dentro, como una cicatriz imborrable en nuestra
sensibilidad. ¿Podremos volver a mirar las cabezas de la Isla de Pascua sin que
resuenen en nuestra memoria los versos de William Ospina? ¿Olvidaremos algún
día que el amanecer en una parte del mundo es el anochecer amenizado por
tambores en la región vecina? ¿Podremos mirar a los niños mecerse en el
columpio sin envidiarles el que aún no hayan perdido el paraíso? Fabio
Morábito, quien fiel a Huidobro practica su mandamiento de que la poesía no
debe escribirse en la lengua materna, nos ha enseñado que solo gracias a la
tercera oreja no nos volvemos sordos. Piedad Bonnett quien, a pesar de ser
mujer o tal vez precisamente por ello, sabe mejor que nadie lo que es un hombre triste,
nos ha demostrado lo provechoso que puede ser un gato cuando ya no puede cazar
ratas y Fabián Casas, el argentico saprissista amante de los habitués, además de brindar
una imagen de la muerte al alcance de todos, nos ha hecho comprender que hasta las
parejas que nunca corrieron de la mano bajo la lluvia de arroz esperan que su
unión dure para siempre. Jorge Bustamante García, que nos conoce bien, que ha
vivido entre nosotros los ticos, colombiano de paso y nostálgico errante, nos
ha mostrado la magnitud del interminable laberinto del retorno, mientras Rocío Silva
Santisteban, en una línea, nos ha revelado que el pisotón de la bota negra en
la cara es lo que nos permite aprender a odiar, o a perdonar.
Estas
y otras enseñanzas son las que, grabadas con las voces y acentos de sus
autores, han quedado resonando en mi interior tras estas cuatro noches
inolvidables. Pero yo, repito, aunque esté aquí sentado, no soy más que un
miembro del público y como sé que cada uno lee en el otro el cúmulo de sus
propias miserias, estoy seguro de que las imágenes atesoradas y la sabiduría
descubierta en estas lecturas, así como el uso que de ellas se haga, es único y particularmente distinto para cada persona de las aquí presentes.
Para
escribir un poema, el poeta debe aislarse de quienes lo rodean. Para leer un
poema, el lector debe hacer lo mismo. La literatura, entonces, sería algo así
como un cable tenso entre solitarios, la paradoja de dos personas que se
aislaron para poder acompañarse. Hemos tenido la oportunidad de asistir al
hecho excepcional, de que autor y lector compartan el mismo recinto. Hemos
tenido el privilegio de ponerle voz y rostro a los nombres que ya antes
habíamos leído al pie de unos versos.
A
Osvaldo Sauma, le agradezco el haberme brindado este lugar de privilegio. Y a los
poetas invitados, Piedad, Jorge, Fabián, Fabio, William y Rocío, en nombre del
maestro Sauma, del Festival de las Artes y de todos los aquí presentes, les doy
las gracias por haber compartido sus poesías en San José de Costa Rica. Sepan,
poetas, que el público costarricense seguirá atentamente el desarrollo de su
obra, celebrará los triunfos que obtengan y esperará ansioso la oportunidad de
abrazarlos de nuevo.
Muchas
gracias.
INSC: 2034
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