jueves, 21 de julio de 2016

Memorias del liceísta Walter Hernández Valle.

Años de primavera. Memorias de un
liceísta. Walter Hernández Valle.
Editorial Costa Rica, 2002.
En su libro Años de primavera, Walter Hernández Valle, repasa sus tiempos de estudiante en el Liceo de Costa Rica durante la década del cuarenta y, además de lo estrictamente personal y anecdótico, brinda un retrato íntimo sobre el San José de entonces.
La etapa de la secundaria suele dejar recuerdos imborrables que, con el paso de los años, acaban siendo evocados con nostalgia. Uno podría preguntarse si esa nostalgia guarda relación directa con el colegio en que se estudió o si se refiere más bien a la edad en que se pasó por las aulas. Como a la enseñanza media se entra siendo casi un niño y se sale siendo casi un adulto, muchas de las experiencias que se viven durante ese periodo acaban siendo determinantes en la vida.
Con tono bastante comedido y un sentido del humor más bien discreto, los veintiún relatos que incluyó Walter Hernández Valle en su libro se refieren a acontecimientos verdaderamente memorables que le tocó protagonizar o presenciar durante los cinco años transcurridos entre su primer día de clases en el Liceo y su graduación de bachiller.
La distancia de los años siempre es saludable en este tipo de libros y, a decir verdad, el autor esperó un tiempo más que prudencial para publicar el suyo. Hernández Valle estudió en el Liceo de Costa Rica de 1945 a 1949 y sus memorias aparecieron publicadas en el año 2002, cuando el Liceo, la ciudad, el país y el mundo eran totalmente distintos a los de sus tiempos de estudiante. 
El mundo, en aquel entonces, acababa de salir de la II Guerra Mundial. Costa Rica vivía graves conflictos políticos que desembocaron en una guerra civil. La ciudad de San José no pasaba de ser un pueblo grande en que las casas mantenían abierta, durante todo el día, la puerta de la calle. Y el Liceo, como era la única institución pública de enseñanza media para varones en la capital, recibía en sus aulas a jóvenes de familias ricas y pobres, a costarricenses por los cuatro costados y a hijos de inmigrantes recién llegados, a josefinos de los barrios cercanos y a muchachos de zonas alejadas como eran entonces Desamparados o La Uruca.
El uniforme gris, que aún se mantiene, incluía una chaqueta de solapa cruzada y botones metálicos y, además, un quepis. El libro empieza por allí, por el recuerdo del pantalón nuevo bien planchado y de las manos de su padre enseñándole a hacer el nudo de la corbata.
Pero más allá de los detalles nostálgicos y anecdóticos, salta a la vista el respeto con que la institución era vista en aquel entonces. El director del Liceo, don Alejandro Aguilar Machado, impresionaba a los estudiantes con su elevada oratoria. Los profesores eran figuras respetadas tanto dentro como fuera de las aulas. Uno de los más estrictos, según el libro, era el de Biología, don Joaquín Felipe Vargas Méndez. Cuenta don Walter que, al iniciar sus estudios de Medicina en Buenos Aires, se sorprendió al percatarse que prácticamente todos los contenidos de diversas materias ya los dominaba gracias a las clases de don Joaquín en la secundaria. A pesar de que abundaban las travesuras juveniles, los estudios se tomaban muy en serio. La caballerosidad era considerada tan importante como las calificaciones y los profesores inculcaban a los estudiantes valores altruistas y maneras correctas a todas horas, tanto con la palabra como con el ejemplo.
Entre los veintiún relatos independientes que conforman el libro, hay algunos verdaderamente memorables, como el de la persecución en bicicleta, desde el Liceo hasta Barrio México, para atrapar a quien había robado un timbre de bicicleta. Lo irónico del caso es que como el ladrón, naturalmente, iba a la cabeza del grupo, el mismo timbre robado le servía para abrir el paso.
Otras páginas simpáticas son las que recuerdan los apodos de los compañeros, la fundación del Deportivo Saprissa o la célebre rifa de un reloj de lujo en que, con mucho tacto y cortesía, quedó demostrada la solidaridad entre compañeros. Cuando Fernando Altmann Ortiz, que había obsequiado el reloj, anunció el número ganador, nadie reclamó el premio. Al revisar la lista, Altmann descubrió que ese número no se había vendido pero, en vez de repetir el sorteo, anunció que, según la lista, el ganador era fulanito de tal, un compañero tan pobre que ni siquiera había comprado un boleto de la rifa. El favorecido trató de decir que había un error, pero Altmann logró hacer que mantuviera silencio y aceptara el regalo. El asunto se trató con tal delicadeza y discreción, que los demás compañeros acabaron enterándose de lo sucedido medio siglo después, en la asamblea en que celebraron los cincuenta años de su graduación.
Quizá la historia más conmovedora e interesante sea Amores de estudiante. Con semejante título, uno podría suponer que se trata simple y llanamente del típico noviazgo entre adolescentes, es decir, un romance inocentón sin mayores complicaciones, pero la historia que se cuenta (con nombres ficticios por respeto a los protagonistas), fue realmente grave.
Como es fácil de suponer, él estudiaba en el Liceo de Costa Rica y ella en el Colegio de Señoritas. Se enamoraron bailando boleros en las melcochas y pronto llegaron a la conclusión de que no podían vivir el uno sin el otro. El muchachito, imberbe aún, llegó a la casa de su novia  a pedir su mano. Con voz todavía de niño, le manifestó a sus suegros que estaba dispuesto a dejar el Liceo para ponerse a trabajar y, ya casado, continuar estudiando de noche. Los padres de la muchacha no solo desairaron al pretendiente sino que le prohibieron a su hija cualquier contacto con él. 
Los enamorados, entonces, decidieron fugarse. Ella hizo los arreglos necesarios con una amiga que vivía en Puntarenas y ya estaba sentada al lado de su novio en el tren cuando llegó el papá furioso y se la llevó arrastrada para la casa luego del inevitable escándalo. El plan no se cumplió porque la amiga del puerto, para avisar que ya todo estaba listo, envió un telegrama que fue recibido por el padre de la novia. Para evitar intentos similares en el futuro, la muchacha fue enviada a California. El galán de la historia también acabó en el extranjero, pero bastante lejos de su amada. Nunca volvieron a verse, él se casó unos años después pero ella murió soltera.
El libro hace mención, por supuesto, a la compleja situación política de Costa Rica en los años cuarenta con una perspectiva sin lugar a dudas valiosa. El propio año en que el autor obtuvo su bachillerato, fue promulgada la Constitución de 1949. El padre de don Walter, el periodista Rubén Hernández Poveda, publicaba diariamente la crónica de las sesiones de la Asamblea Constituyente que luego recogió en el libro Desde la barra. 
Además de hechos sumamente conocidos y comentados sobre los gobiernos del Dr. Calderón Guardia y el Licenciado Teodoro Picado, el libro menciona acontecimientos minúsculos, casi domesticos, sobre los cuales, de no haber sido por esta obra, no nos habríamos enterado nunca.
Eso es lo valioso de la literatura testimonial, que recoge episodios que los historiadores no podrían encontrar en ningún archivo. Por eso mismo resultan deliciosas también las anécdotas del Benemérito de la Patria don Alejandro Aguilar Machado, del escultor Juan Manuel Sánchez, del historiador Carlos Monge Alfaro o del poeta José Basileo Acuña, que entonces formaban parte del equipo de profesores del Liceo.
Todos ellos pasaron a la historia de nuestro país por sus méritos, pero es gracias a libros de memorias como el de Hernández Valle que podemos aproximarnos a su perfil más humano,
El libro viene ilustrado con las caricaturas de los profesores que hacía Hugo Díaz en su época de liceísta. Estos dibujos, que permanecían inéditos hasta la publicación de este libro, fueron los primeros trabajos de don Hugo, quien llegaría a ser el caricaturista e ilustrador más reconocido del país.
La publicación de Años de primavera sirvió también como recordario para un centenario importante. En el prólogo, el historiador Rafael Obregón Loría menciona que el Liceo fue fundado en 1887 y su primera sede estuvo en la avenida segunda. No fue sino hasta 1903 que la institución se ubicó definitivamente en sus instalaciones actuales. El libro, publicado en 2002, llamó la atención de los liceístas sobre el centenario del edificio.
En las páginas finales viene la lista de los graduados en 1949. Entre los nombres conocidos están don Fernando Altmann Ortiz, quien fuera ministro de Salud a finales de los años setenta, el periodista Manuel Formoso Herrera y el filósofo Enrique Góngora Trejos. Todos ellos, tras la ceremonia de graduación, acabaron lanzándose, con zapatos, chaqueta y corbata, a las aguas de una fuente. Una etapa de sus vidas se había cerrado y, para anunciarlo a los vecinos, pasearon ruidosos y empapados por la ciudad.

"Casi al filo del mediodía y luego de una emotiva asamblea de despedida (...) abandonamos los predios del querido colegio y nos dirigimos, en bulliciosa y desordenada manifestación, hacia la explanada situada al frente de la iglesia de La Soledad. Allí cumplimos con una sagrada tradición liceísta de muchos años: lanzarnos a la fuente, rebosante de agua, que entonces existía en el lugar. Pasamos así a convertirnos en los tradicionales "mojaos" de aquel año."

"Largo rato permanecimos en la explanada, tratando de lanzar al agua a los compañeros que se rehúsaban a hacerlo voluntariamente, ante la mirada y la sonrisa condescendiente de los peatones que acertaban a pasar por el lugar."

"Después continuamos con aquella bulliciosa marcha por las principales calles del centro de San José, alegrando el ambiente citadino con canciones, bombetas, cohetes y "perseguidores" hasta muy entrada la tarde."


INSC: 1487
Los bachilleres del Liceo de Costa Rica de 1949, ya mojados, posan frente
a la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad.
Fotografía propiedad de Macú Cordero.

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