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viernes, 10 de noviembre de 2017

La mujer del sargento. Crónicas de Ricardo Blanco Segura.

La mujer del sargento. Ricardo Blanco
Segura. Ilustraciones de Hugo Díaz.
Editorial Costa Rica, Costa Rica, 1983
En La mujer del sargento, Ricardo Blanco Segura ofrece una serie de episodios históricos que ocurrieron en Costa Rica en el Siglo XIX, algunos durante la época de la Colonia y otros unos años después de la declaración de Independencia. La mayor parte de los relatos se ocupa de asuntos cotidianos, algunos pintorescos y hasta absurdos que se rescatan por lo que pudieran tener de cómicos. La historia que da título al libro trata de un hombre que se negaba a ser reclutado en el ejército y optó por refugiarse en la casa de un matrimonio joven. Tomó como mujer suya a la señora, mientras que al marido lo tenía tan atemorizado que lo obligaba, no solo a servirle sino hasta a presenciar las enormes palizas que le propinaba a su esposa. Cuando las autoridades militares lograron llevárselo por la fuerza al cuartel, la mujer abandonó a su marido y decidió seguir a su agresor, del que creía estar enamorada. Se cuenta también, en otro apartado, la historia de un hombre que le perdonaba constantes infidelidades a su esposa con tal de no perderla. Uno de los amantes de la mujer era casado y su señora, al descubrirlo in fraganti con la otra, la tomó del cabello con tanta fuerza que le arrancó un largo y abundante mechón de pelo que, posteriormente, sirvió de evidencia en la corte. Hay también un relato sobre un rapto de mutuo acuerdo, sobre la regulación de ventas ambulantes, sobre un curandero farsante que estafaba a los ingenuos que creían en sus fabulosos poderes y sobre los pleitos entre un corregidor y un cura, ambos personas de muy cuestionables costumbres.  
A pesar del gran aprecio y respeto que le guardo a don Ricardo Blanco Segura, este tipo de repasos sobre las menudencias de la vida cotidiana en otras épocas nunca ha despertado mi interés. La riña que protagonizaron en 1721 doña Dionisia Fallas de la Vega y doña Antonia Salmón Pacheco, reproducida hasta en sus más escabrosos detalles en el libro, debió haber sido algo escandaloso en su momento, pero de ninguna manera parece digno de figurar en los anales de la historia. Lo que ocurre es que cuando un asunto se ventila en los tribunales, el expediente queda archivado y, años o siglos después, nunca falta el investigador que, fascinado por la trama, crea conveniente darlo a conocer. En el fondo, creo, el único interés que puede generar este tipo de episodios es el deleite por el chisme. Chisme histórico, tal vez, pero chisme a fin de cuentas. En todo caso, quien disfrute enterarse de detalles sobre infidelidades, riñas, estafas y pleitos sobre bienes, no tiene que remontarse tantos siglos atrás, ya que las páginas de sucesos de los periódicos brindan abundante y fresco material de este tipo.
Ricardo Blanco Segura,
(1932-2011).
Lo verdaderamente valioso del estudio de la vida cotiana en otras épocas, no radica en detalles sobre los hechos y los protagonistas, sino en las pistas que brindan para poder hacerse una idea de la sociedad en aquellos tiempos. En este sentido, el libro de don Ricardo ofrece información realmente valiosa. Desde 1577 existían en Costa Rica cofradías que organizaban fiestas populares con el fin reunir fondos para edificar cada una su respectivo templo. Como la población era escasa y se buscaba atraer a la mayor cantidad de público posible, procuraban que sus convocatorias no coincidieran en la misma fecha y se turnaban para realizarlas. De ahí la palabra "Turno",  que es como se llama en Costa Rica a una fiesta de pueblo. Los turnos poco a poco se fueron caracterizando, no solo por las atronadoras bombetas, fuegos de pólvora, corridas de toros y música de cimarrona, sino también por los bailes, rifas, juegos de azar y consumo de bebidas alcohólicas que, en determinado momento, llegaron a alcanzar extremos que rozaban con la alteración del orden. Irónicamente, los fieles devotos construyeron sus templos con el dinero que gastaron en bailongos, apuestas y borracheras.
Todos sabemos que los habitantes de Costa Rica, durante la Colonia, preferían vivir lo más lejos posible de sus vecinos. En vez de congregarse en poblados, preferían abrir un espacio en el monte para sembrar la tierra, criar ganado, vivir acompañados solamente por su familia y alejarse de todos los demás, a quienes veían únicamente los días de Misa y mercado. En el libro, don Ricardo, al repasar el hecho de que la población de San José se hizo a la fuerza, cita la disposición del gobernador que amenazó con quemar los ranchos de los habitantes de los alrededores que no se trasladaran a la recién fundada Villa. 
Las poblaciones eran tan pequeñas, que bastaba sacrificar una sola res por semana para abastecer de carne a todos los habitantes. En Villa Vieja (Heredia), el 22 de abril de 1780, hubo un gran pleito porque el proveedor de carne elegido, entregó un toro flaco y enfermo.
La pobreza, durante la Colonia, era la norma general. En el libro aparece un inventario de una persona que se consideraba rica y que, aunque tenía algunas joyas, incluye, como parte de sus valiosas posesiones, hasta las sillas, las sábanas y las camisas. Había prendas de ropa con un precio mayor al de diez matas de cacao e, incluso, al de un esclavo. Se incluye el resumen de un pleito, en 1773, en que unas personas exigieron que les fuera devuelto un mulato de quince años que habían vendido. El comprador accedió a devolverlo, siempre y cuando le devolvieran lo que había pagado por él y el asunto se complicó con argumentaciones de precio, uso y beneficios en que ni las partes, ni el juez, parecían tener presente que hablaban de una persona.
La mayoría de los habitantes eran analfabetos y los pocos que podían leer y escribir habían aprendido de curas o parientes, ya que no había escuela. Santiago de Bonilla, en 1781, propuso al Ayuntamiento de Cartago la fundación de una escuela para rescatar a la juventud del "Idiotismo" en que vivía. El Concejo acogió la iniciativa y nombró maestro a don Manuel Astúa, a quien se le pagarían dos reales de plata por los niños que lean, cuatro reales por los que además sepan escribir y contar y cincuenta pesos de cacao por los huérfanos que acoja.
En los archivos de la época quedó constancia de que, mucho antes de que hubiera escuela, ya había burdel. El gobernador Tomás de Acosta mandó a María Porras desterrada a Matina tras ser declarada culpable de facilitar jovencitas a cambio de dinero. En 1834, hubo otra casa en Cartago, en que se jugaba a los dados, se expendía licor y se cometían "los más vergonzosos desórdenes de amancebamiento y alcahuetería." Las habitantes de la casa, según el expediente, colectaban "niñas para vender a los jóvenes de esta ciudad, e incluso a hombres casados, pues de noche y aún de día personas de ambos sexos entran en la casa con fin de amancebamiento."  De nada les valio a las habitantes de la casa recomendarle a las visitas que entraran y salieran por la puerta de atrás y terminaron yendo a juicio. Un detalle interesante es que las proxenetas fueron castigadas, a las muchachas prostituidas se les consideró víctimas y a los clientes ni siquiera se les mencionó.
El libro relata también el caso de un juicio por intento de aborto en 1837 que, a fin de cuentas, no fue más que la elaboración de un bebedizo a base de perejil. Incluye también un relato dedicado a las acusaciones que debió enfrentar José María Figueroa, en 1843, por ser el autor de versos ofensivos así como de un dibujo considerado pornográfico.
Verdadero rescate documental son las dos proclamas que publicó José Antonio Pinto, el famoso Tata Pinto, sobre el derrocamiento y posterior ejecución de Francisco Morazán. Estas proclamas, que en el libro aparecen reproducidas íntegramente, no habían sido publicadas antes y ni siquiera son mencionadas por otros investigadores. La primera es del 11 de setiembre de 1842, cuando empezaron las hostilidades contra Morazán, y la segunda es del 16 de setiembre del mismo año, un día después del fusilamiento del general hondureño. En Costa Rica probablemente circularon como hojas sueltas, pero ambas fueron publicadas en El redactor oficial de Honduras, Comayagua, el 15 de octubre de 1852. Con lenguaje grandilocuente (don Ricardo anota que cree que el redactor de las proclamas fue el Dr. José María Castro Madriz), Tata Pinto alega que Morazán debe ser derrocado porque intenta reclutar costarricenses por la fuerza para llevarlos a hacer la guerra en los otros países centroamericanos y, tras la ejecución de Morazán, sin detenerse a justificar el hecho, llama a los pobladores de "Costa-rica", a volver a sus labores y disfrutar de la paz recobrada. 
José Antonio de la Huerta Caso.
Obispo de Nicaragua y Costa Rica.
Murió el 25 de mayo de 1803, degollado por un gato.
En la nota sobre Monseñor José Antonio de la Huerta Caso, obispo de Nicaragua y Costa Rica con sede en León, además de mencionar que fundó la parroquia de Escazú en 1799 y la de Cañas en 1800, se destaca el hecho de fue un gran impulsor de la educación en Costa Rica. Lo memorable, sin embargo, es el relato de las extrañas circunstancias de su muerte. La versión que cuenta don Ricardo es que el desayuno que le dejaban servido al obispo desaparecía misteriosamente y cuando el prelado descubrió que el responsable era un gato, tomó un garrote y se encerró con el animal para castigarlo. Desde afuera se escuchó primero un gran escándalo y luego el más absoluto silencio. Al abrir la puerta, el obispo yacía en el suelo, empapado en su propia sangre, mientras el gato, al lado, se lamía las garras. Otra versión sostiene que el gato era la mascota del obispo y que el hecho de que le haya abierto las venas del cuello con sus uñas fue un accidente. Lo cierto es que el obispo fue retratado en compañía de un gato. Rubén Darío decía que, cuando era niño, contemplar el cuadro del obispo con el gato le despertaba "no sé qué legendarias y diabólicas imaginaciones."
Tras leer La mujer del sargento, de Ricardo Blanco Segura, queda claro que la vida en Costa Rica, durante los siglos XVIII y XIX, aun en medio de la pobreza, el aislamiento y la monotonía que la caracterizó, estuvo llena de acontecimientos y situaciones muy particulares que acabaron siendo consignados en documentos que aún se conservan.
Una de las revelaciones más simpáticas de este libro se refiere a la práctica, tal parece que muy común por entonces, de andar por la calle disfrazado. Como los habitantes eran pocos y todos se conocían, algunos de ellos, con la excusa de hacer penitencia, salían a la calle con grandes sombreros, máscaras y capas. De esa forma podían robar, espiar o acudir a encuentros amorosos clandestinos sin ser reconocidos. La fiesta, sin embargo, les duró poco. Por el abuso que se dio de la práctica, que permitía a los colonos tener una vida secreta, el Teniente Coronel don Juan Fernández de Bobadilla, el 23 de marzo de 1776, dispuso que, para mantener el "sosiego público", quedaba prohibido que hombres y mujeres deambularan con disfraz. "Al que se encontrare disfrazado", advirtió, "bien sea en esta ciudad (Cartago) o en sus arrabales o campos, se le pondrá preso por veinte días en estas cárceles y, en caso de habérsele averiguado haberlo hecho de malicia, se le aplicará el castigo que se tenga conveniente reservado a mi arbitrio."
INSC: 0333

jueves, 21 de julio de 2016

Memorias del liceísta Walter Hernández Valle.

Años de primavera. Memorias de un
liceísta. Walter Hernández Valle.
Editorial Costa Rica, 2002.
En su libro Años de primavera, Walter Hernández Valle, repasa sus tiempos de estudiante en el Liceo de Costa Rica durante la década del cuarenta y, además de lo estrictamente personal y anecdótico, brinda un retrato íntimo sobre el San José de entonces.
La etapa de la secundaria suele dejar recuerdos imborrables que, con el paso de los años, acaban siendo evocados con nostalgia. Uno podría preguntarse si esa nostalgia guarda relación directa con el colegio en que se estudió o si se refiere más bien a la edad en que se pasó por las aulas. Como a la enseñanza media se entra siendo casi un niño y se sale siendo casi un adulto, muchas de las experiencias que se viven durante ese periodo acaban siendo determinantes en la vida.
Con tono bastante comedido y un sentido del humor más bien discreto, los veintiún relatos que incluyó Walter Hernández Valle en su libro se refieren a acontecimientos verdaderamente memorables que le tocó protagonizar o presenciar durante los cinco años transcurridos entre su primer día de clases en el Liceo y su graduación de bachiller.
La distancia de los años siempre es saludable en este tipo de libros y, a decir verdad, el autor esperó un tiempo más que prudencial para publicar el suyo. Hernández Valle estudió en el Liceo de Costa Rica de 1945 a 1949 y sus memorias aparecieron publicadas en el año 2002, cuando el Liceo, la ciudad, el país y el mundo eran totalmente distintos a los de sus tiempos de estudiante. 
El mundo, en aquel entonces, acababa de salir de la II Guerra Mundial. Costa Rica vivía graves conflictos políticos que desembocaron en una guerra civil. La ciudad de San José no pasaba de ser un pueblo grande en que las casas mantenían abierta, durante todo el día, la puerta de la calle. Y el Liceo, como era la única institución pública de enseñanza media para varones en la capital, recibía en sus aulas a jóvenes de familias ricas y pobres, a costarricenses por los cuatro costados y a hijos de inmigrantes recién llegados, a josefinos de los barrios cercanos y a muchachos de zonas alejadas como eran entonces Desamparados o La Uruca.
El uniforme gris, que aún se mantiene, incluía una chaqueta de solapa cruzada y botones metálicos y, además, un quepis. El libro empieza por allí, por el recuerdo del pantalón nuevo bien planchado y de las manos de su padre enseñándole a hacer el nudo de la corbata.
Pero más allá de los detalles nostálgicos y anecdóticos, salta a la vista el respeto con que la institución era vista en aquel entonces. El director del Liceo, don Alejandro Aguilar Machado, impresionaba a los estudiantes con su elevada oratoria. Los profesores eran figuras respetadas tanto dentro como fuera de las aulas. Uno de los más estrictos, según el libro, era el de Biología, don Joaquín Felipe Vargas Méndez. Cuenta don Walter que, al iniciar sus estudios de Medicina en Buenos Aires, se sorprendió al percatarse que prácticamente todos los contenidos de diversas materias ya los dominaba gracias a las clases de don Joaquín en la secundaria. A pesar de que abundaban las travesuras juveniles, los estudios se tomaban muy en serio. La caballerosidad era considerada tan importante como las calificaciones y los profesores inculcaban a los estudiantes valores altruistas y maneras correctas a todas horas, tanto con la palabra como con el ejemplo.
Entre los veintiún relatos independientes que conforman el libro, hay algunos verdaderamente memorables, como el de la persecución en bicicleta, desde el Liceo hasta Barrio México, para atrapar a quien había robado un timbre de bicicleta. Lo irónico del caso es que como el ladrón, naturalmente, iba a la cabeza del grupo, el mismo timbre robado le servía para abrir el paso.
Otras páginas simpáticas son las que recuerdan los apodos de los compañeros, la fundación del Deportivo Saprissa o la célebre rifa de un reloj de lujo en que, con mucho tacto y cortesía, quedó demostrada la solidaridad entre compañeros. Cuando Fernando Altmann Ortiz, que había obsequiado el reloj, anunció el número ganador, nadie reclamó el premio. Al revisar la lista, Altmann descubrió que ese número no se había vendido pero, en vez de repetir el sorteo, anunció que, según la lista, el ganador era fulanito de tal, un compañero tan pobre que ni siquiera había comprado un boleto de la rifa. El favorecido trató de decir que había un error, pero Altmann logró hacer que mantuviera silencio y aceptara el regalo. El asunto se trató con tal delicadeza y discreción, que los demás compañeros acabaron enterándose de lo sucedido medio siglo después, en la asamblea en que celebraron los cincuenta años de su graduación.
Quizá la historia más conmovedora e interesante sea Amores de estudiante. Con semejante título, uno podría suponer que se trata simple y llanamente del típico noviazgo entre adolescentes, es decir, un romance inocentón sin mayores complicaciones, pero la historia que se cuenta (con nombres ficticios por respeto a los protagonistas), fue realmente grave.
Como es fácil de suponer, él estudiaba en el Liceo de Costa Rica y ella en el Colegio de Señoritas. Se enamoraron bailando boleros en las melcochas y pronto llegaron a la conclusión de que no podían vivir el uno sin el otro. El muchachito, imberbe aún, llegó a la casa de su novia  a pedir su mano. Con voz todavía de niño, le manifestó a sus suegros que estaba dispuesto a dejar el Liceo para ponerse a trabajar y, ya casado, continuar estudiando de noche. Los padres de la muchacha no solo desairaron al pretendiente sino que le prohibieron a su hija cualquier contacto con él. 
Los enamorados, entonces, decidieron fugarse. Ella hizo los arreglos necesarios con una amiga que vivía en Puntarenas y ya estaba sentada al lado de su novio en el tren cuando llegó el papá furioso y se la llevó arrastrada para la casa luego del inevitable escándalo. El plan no se cumplió porque la amiga del puerto, para avisar que ya todo estaba listo, envió un telegrama que fue recibido por el padre de la novia. Para evitar intentos similares en el futuro, la muchacha fue enviada a California. El galán de la historia también acabó en el extranjero, pero bastante lejos de su amada. Nunca volvieron a verse, él se casó unos años después pero ella murió soltera.
El libro hace mención, por supuesto, a la compleja situación política de Costa Rica en los años cuarenta con una perspectiva sin lugar a dudas valiosa. El propio año en que el autor obtuvo su bachillerato, fue promulgada la Constitución de 1949. El padre de don Walter, el periodista Rubén Hernández Poveda, publicaba diariamente la crónica de las sesiones de la Asamblea Constituyente que luego recogió en el libro Desde la barra. 
Además de hechos sumamente conocidos y comentados sobre los gobiernos del Dr. Calderón Guardia y el Licenciado Teodoro Picado, el libro menciona acontecimientos minúsculos, casi domesticos, sobre los cuales, de no haber sido por esta obra, no nos habríamos enterado nunca.
Eso es lo valioso de la literatura testimonial, que recoge episodios que los historiadores no podrían encontrar en ningún archivo. Por eso mismo resultan deliciosas también las anécdotas del Benemérito de la Patria don Alejandro Aguilar Machado, del escultor Juan Manuel Sánchez, del historiador Carlos Monge Alfaro o del poeta José Basileo Acuña, que entonces formaban parte del equipo de profesores del Liceo.
Todos ellos pasaron a la historia de nuestro país por sus méritos, pero es gracias a libros de memorias como el de Hernández Valle que podemos aproximarnos a su perfil más humano,
El libro viene ilustrado con las caricaturas de los profesores que hacía Hugo Díaz en su época de liceísta. Estos dibujos, que permanecían inéditos hasta la publicación de este libro, fueron los primeros trabajos de don Hugo, quien llegaría a ser el caricaturista e ilustrador más reconocido del país.
La publicación de Años de primavera sirvió también como recordario para un centenario importante. En el prólogo, el historiador Rafael Obregón Loría menciona que el Liceo fue fundado en 1887 y su primera sede estuvo en la avenida segunda. No fue sino hasta 1903 que la institución se ubicó definitivamente en sus instalaciones actuales. El libro, publicado en 2002, llamó la atención de los liceístas sobre el centenario del edificio.
En las páginas finales viene la lista de los graduados en 1949. Entre los nombres conocidos están don Fernando Altmann Ortiz, quien fuera ministro de Salud a finales de los años setenta, el periodista Manuel Formoso Herrera y el filósofo Enrique Góngora Trejos. Todos ellos, tras la ceremonia de graduación, acabaron lanzándose, con zapatos, chaqueta y corbata, a las aguas de una fuente. Una etapa de sus vidas se había cerrado y, para anunciarlo a los vecinos, pasearon ruidosos y empapados por la ciudad.

"Casi al filo del mediodía y luego de una emotiva asamblea de despedida (...) abandonamos los predios del querido colegio y nos dirigimos, en bulliciosa y desordenada manifestación, hacia la explanada situada al frente de la iglesia de La Soledad. Allí cumplimos con una sagrada tradición liceísta de muchos años: lanzarnos a la fuente, rebosante de agua, que entonces existía en el lugar. Pasamos así a convertirnos en los tradicionales "mojaos" de aquel año."

"Largo rato permanecimos en la explanada, tratando de lanzar al agua a los compañeros que se rehúsaban a hacerlo voluntariamente, ante la mirada y la sonrisa condescendiente de los peatones que acertaban a pasar por el lugar."

"Después continuamos con aquella bulliciosa marcha por las principales calles del centro de San José, alegrando el ambiente citadino con canciones, bombetas, cohetes y "perseguidores" hasta muy entrada la tarde."


INSC: 1487
Los bachilleres del Liceo de Costa Rica de 1949, ya mojados, posan frente
a la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad.
Fotografía propiedad de Macú Cordero.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Mirar con inocencia. Cuentos de Alfonso Chase.

Mirar con inocencia. Alfonso Chase.
Editorial Costa Rica. 1975.
Ilustraciones de Hugo Díaz.
Alfonso Chase tenía poco más de veinte años de edad cuando, en 1966, publicó Los reinos de mi mundo, su primer libro de poesía. Al año siguiente debutó como novelista con Los juegos furtivos y en 1975 apareció su libro de cuentos Mirar con inocencia. Escritor incansable desde entonces, ha publicado también ensayos e investigaciones históricas, ha compilado numerosas antologías y ha sido colaborador habitual de distintos periódicos y revistas.
Como su obra, además de vasta, es diversa, resulta difícil emitir sobre ella una valoración de conjunto. Cada uno de sus libros es muy distinto a los otros.  Todos, sin embargo, tienen en común el haber sido de alguna manera provocadores y audaces. No hay una sola página escrita por Alfonso que pueda leerse sin al menos un sobresalto. Cuando se pone sentimental, ubica en el lugar preciso la gota de humor y cuando asume un tono doctoral suelta oportunamente algún dato sorpresivo o una de sus famosas afirmaciones tajantes.
Mirar con inocencia, su primer libro de cuentos, tuvo una edición modesta pero masiva. En aquellos años, los libros de la Editorial Costa Rica eran de papel periódico con tapa de cartulina, pero los tirajes eran de miles de ejemplares que se distribuían por todo el país y se vendían a precios accesibles.
En su momento, el libro sorprendió por su audacia y, a pesar de los años transcurridos, estas narraciones no han perdido su frescura. Apareció en una época que, más que de cambio, fue de ruptura. Las diferencias de los jóvenes con la generación de sus padres era notoria en la música y el vestir, pero iba más allá. Había un ansia de renovación, un deseo de replantear las prioridades de la vida. La juventud fue rebelde y desafiante más que nunca en la década de los sesenta y setenta. La moda hippie, con su consumo de drogas y su práctica de amor libre, así como el eco de los acontecimientos de mayo de 1968 en París o de la tragedia de la plaza de Tlatelolco, en México, en octubre del mismo año, marcaron fuertemente tanto la mente como las emociones de los jóvenes de aquella época.
La ciudad de San José, capital de Costa Rica, ya no era para ese entonces el bucólico pueblón en donde bastaba alejarse solamente un par de cuadras del parque central para encontrar gallinas picoteando en el polvo.  A la literatura costarricense, que tanto se había ocupado en señalar el contraste entre el campo y la ciudad, le había llegado la hora de ocuparse de sus personajes urbanos. Mirar con inocencia es un libro de cuentos en que no hay cafetales, ni trapiches, ni carretas de bueyes, sino pequeños y grandes dramas, de sabor agridulce, que ocurren, en la mayoría de los casos, entre cuatro paredes.
Aparecen, entre otros, un joven que vive en onda, una doñita que perdió la razón, un ladrón de bicicletas al que le fue concedido un milagro, dos monjitas dispuestas a tomar la justicia en sus manos, un pobre hombre arrestado sin motivo e interrogado brutalmente, así como uno que otro que es delincuente o pachuco. Todos ellos, algunos entusiasmados y otros aterrorizados por los cambios, viven en un mundo que se transforma abruptamente. Pero, aunque es un libro de un autor joven que escribe en código joven, Mirar con inocencia es mucho más que un documento de época.
Cada cuento tiene su particular encanto, muchos de ellos están escritos con elevado lirismo y algunos son verdaderas obras maestras. En Los relojes, una familia sufre la humillación de un embargo. Los ejecutores registran la casa, amontonan los objetos de valor y hacen una lista con precios estimados hasta completar el total del monto a cobrar. Deciden llevarse los muebles de la sala, la refrigeradora y hasta los colchones. Los libros ni los vuelven a ver, porque no valen. Y al final de ese día amargo y tenso, es el niño pequeño quien, por iniciativa propia, encuentra la forma de salvar lo verdaderamente importante y logra devolver la sonrisa a los rostros todavía llorosos de sus familiares.
En este libro, además, está el formidable monólogo Con la música por dentro, en que una mujer, sufrida pero alegre, vive sin complicaciones y se conforma con poco porque no necesita mucho para estar contenta. Su historia es triste: fue abusada desde niña, su compañero se atrevió a golpearla y, por necesidad, aparte de vender lotería, debe prostituirse ocasionalmente. Fue operada en sueños por el Dr. Ricardo Moreno Cañas, consulta de vez en cuando a un adivino y, como de alguna forma ha adquirido lo que llaman conciencia de clase, se ha vuelto rojilla y desfila con sus güilas el primero de mayo. Insolente, supersticiosa, religiosa y politiquera es una buena madre y una esforzada trabajadora que, pese a haber tenido una vida difícil, nunca se ha dejado vencer por la amargura. Basta un chop sui en un restaurante chino, un par de tragos, una bailadita o un paseo en tren al puerto para que ella, que nació con la música por dentro, se convenza que la vida es bella. En este cuento, además de haber realizado un amplio retrato sociológico, Alfonso ha creado un personaje verdaderamente inolvidable.
El libro encierra muchos otros detalles que, vistos con la distancia que dan los años, resultan sorprendentes. "La orden de los iluminados", que se ha convertido en personaje infaltable en las teorías de conspiración que tanto circulan actualmente, se menciona en uno de los cuentos.  Por otra parte, mucho antes de que se pusieran de moda, el libro incluye varias páginas de microrrelatos.
Es siempre injusto etiquetar a un autor por una sola de sus obras. Alfonso Chase ha publicado tantos libros entre novelas, cuentos, poemas y ensayos, que, en su caso, pretender asociar su figura de escritor a solamente uno de ellos sería, más que una injusticia, una temeridad. Tengo claro que Alfonso, por su amplia obra, es mucho más que el joven autor de Mirar con inocencia pero, al menos en mi opinión muy personal como lector, este es el libro suyo por el que estoy más agradecido.
INSC: 0036
Alfonso Chase Brenes. Poeta, novelista, cuentista y ensayista costarricense.





lunes, 31 de agosto de 2015

Los "pienses" de don Beto.

La exterminación de los pobres y otros
pienses. Alberto Cañas. Editorial
Costa Rica, 1979.

A mi amigo Sergio Arroyo.


Al igual que muchos otros, este señor compraba un número de lotería cada domingo pero nunca había logrado pegarse el premio mayor. Lo que hacía su caso muy particular era que en cada sorteo salía premiado el número que él había jugado la semana anterior. Cuando descubrió el fenómeno, trató de repetir el mismo número, pero en esa ocasión ganó el número que él había pensado comprar, pero no compró. Después de varios años de soportar esa barbaridad, llegó al punto de saber con certeza el número del premio mayor, pero sin poder ganarlo nunca. Los amigos con los que compartió el secreto, algo le daban de lo que obtenían y el señor siguió jugando, no por avaricia sino solamente para ayudar a otros.
Don Alberto Cañas fue quien imaginó esta trama pero, en vez de escribir el cuento, solamente compartió la idea.  Cuando don Beto era joven, departía en los ratos de ocio con sus vecinos de barrio Amón. A las reuniones llegaba un músico que decía cosas inverosímiles e incomprensibles y se ponía a improvisar melodías con la guitarra. Cuando alguien le preguntaba sobre unas y otras respondía: "Son pienses".
Si hacemos a un lado la teoría romántica de la inspiración, podríamos afirmar que el origen de toda obra literaria es un piense. Al escritor se le mete una idea en la cabeza y, tras darle vueltas, se percata de que esa idea, si se planteara y se desarrollara adecuadamente, podría convertirse en un buen relato. Lo único que faltaría sería escribirlo, pero a los escritores, como a todos los mortales, a veces les da pereza escribir.
El mismo don Beto pone este ejemplo: una señora va al mercado y, con la bolsa pesada en la que sobresalen ramas de apio, lechugas, berros y, tal vez, hasta un repollo, toma un taxi para volver a casa y el taxista la secuestra. No sabemos por qué lo hace. Pongámonos melodramáticos y supongamos que el marido de la señora ha tenido un enredo con la hija o la esposa del taxista, quien, al enterarse, decide secuestrar a la doña para asustarlo, sentirse poderoso, cobrarle un rescate u obligarlo a venir a verlo. Ustedes escogen. El secuestro dura un par de horas que, con diálogos ingeniosos, daría buen material para una breve, simpática y entretenida obra de teatro. Hay distintas posibilidades para plantear, desarrollar y cerrar la situación. Don Beto confiesa que ha analizado e intentado todas las que pasaron por su mente. Sin embargo, cualquiera que sea el rumbo que se le dé a la trama, inevitablemente acabará en el retorno de la señora sana y salva a su casa. Tal vez por ese inevitable y previsible final, don Beto, en vez de escribir el cuento o la obra de teatro, de nuevo, solamente comparte el piense. 
La exterminación de los pobres y otros pienses, publicado en 1979, es un libro atípico. Lo normal es que los escritores publiquen los relatos que han escrito y no las ideas sobre las que en algún momento pensaron escribir pero que finalmente renunciaron a hacerlo. No tengo noticia de que otro escritor haya hecho algo parecido. Siempre quise preguntarle a don Beto la motivación que lo empujó a publicar este libro pero, cuando me encontraba con él, nos poníamos a hablar de otras cosas y acabé quedándome con la duda. Supongo que los pienses se fueron acumulando en su cabeza; que escribió y destruyó varios borradores y que, finalmente, cuando desistió de la idea de desarrollarlos, se percató de que la única manera de quitárselos de encima era publicarlos. Una vez, Jorge Luis Borges le preguntó a Alfonso Reyes "¿Por qué publicamos?" y don Alfonso le respondió: "Publicamos para no pasarnos la vida entera corrigiendo borradores".
En el libro hay un poco de todo: historias románticas y trágicas, de contenido social, de ciencia ficción, distópicas y, muy especialmente, absurdas. Vale la pena hacer un repaso rápido. El relato que le da título al libro trata de una sociedad que, para acabar con la pobreza, esterilizó a todos los pobres. Los pobres se fueron muriendo sin que vinieran otros pobres a ocupar su lugar. Cuando murió el último pobre, al que le hicieron un entierro que acabó siendo famoso, la sociedad estaba compuesta solamente por ricos que trabajaban como pobres. 
Una maestra estaba enamorada del supervisor y el día que pretendía entregársele, el supervisor (hay que decir, en su favor, que tartamudeando y asustado) le propuso trasladarla a un mejor puesto a cambio de cierto favorcito. La maestra se rehusó, ofendida e indignada y el pobre supervisor nunca supo lo que se perdió.
Cierto personaje creía que la única manera de que una democracia funcionara era que en cada elección ganara el partido contrario al gobierno, de manera que fuera cual fuera el partido que resultara electo, al día siguiente de las votaciones este personaje se alineaba con la oposición. Al principio nadie le hacía caso, pero con el tiempo se volvió elocuente y todo el país siguió su ejemplo, por lo que, a pesar de que ningún partido logró reelegirse, la mismas personas gobernaron el país por años. 
En una sociedad del futuro, cuando alguien está hundido en deudas, opta por congelar a su esposa y sus hijos por unos cuantos meses. De esa forma gasta menos y logra nivelar sus finanzas. 
Un político viaja fuera del país y muere en un accidente. Todos los periódicos se llenan de artículos en que, hasta sus más enconados enemigos, elogian su talento, su inteligencia, su integridad y su gran valor humano. Tras una semana en que todo el país lamenta la irreparable pérdida, el político, que había fingido su muerte, regresa a lanzar su candidatura presidencial. 
En apenas 107 páginas, de las cuales siete tienen dibujos de Hugo Díaz y veintiuna están en blanco, este libro contiene treinta y ocho pienses. Se trata de cuentos propuestos pero no narrados. El asunto da para pensar. Uno agradece que los grandes autores hayan escrito sus narraciones en vez de publicarlas como pienses. Habría sido una lástima que Borges simplemente hubiera dicho: un hombre lo recordaba todo y otro escribió el Quijote de manera idéntica, palabra por palabra, a como lo hizo Cervantes.  La trama de los cuentos de James Joyce, de Edgar Allan Poe, de John Steinbeck o del mismo Anton Chejov, podría comprimirse en un par de líneas. Pero el mérito está en escribir los cuentos y no en pensarlos. 
Por otra parte, abundan los libros llenos de buenas ideas que, literariamente, no lograron cuajar. Los narradores torpes, escriben malos cuentos basados en buenos pienses. En su caso, más bien se les habría agradecido que se hubieran limitado a consignar el piense. 
De un tiempo acá se ha puesto de moda el microrrelato. Algunos son verdaderas joyitas a las que nada les falta ni les sobra, pero otros no son más que ideas sueltas que el autor no asumió el riesgo de desarrollar más a fondo. 
Volviendo al libro de don Beto, su lectura deja una sensación ambigua. No se trata de cuentos propiamente dichos, pero tampoco de ocurrencias sacadas de la manga. En cada piense, don Beto muestra el potencial creativo que ofrece la historia a quien estuviera dispuesto a contarla. El abanico de posibilidades es amplio y colorido. Sin embargo, y aquí está lo curioso, las narraciones de este libro no dan ganas de escribirlas, sino de pensarlas. Son llamativas como propuesta pero no como proyecto.
Siempre he creído que cada idea viene con la forma en que debe ser expresada. Hay quienes se ponen a escribir cuentos y luego se percatan de que están escribiendo una novela. Otros, que pretenden escribir una novela, a la larga desisten pero se dan cuenta que en el camino escribieron cuentos valiosos.  Abundan los casos en que un poema se convierte en relato, o una narración con muchos diálogos acaba transformándose en una obra teatral. El escritor no elige, sino que descubre, la forma que debe darle a las ideas que resuenan en su cabeza. De ser así, quizá el destino de las situaciones consignadas en este libro no podía ser otro más que pienses.
INSC: 0986 
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