viernes, 28 de noviembre de 2014

Un canto a la amistad verdadera.

El capitán Pinillo. Oscar Monge Maykall.
Guayacán, Costa Rica, 1995.
Escrita solamente con diálogos, la novela El capitán Pinillo de Oscar Monge Maykall, logra involucrarnos en la vida de un hombre que, luego de perder a su esposa, descubre que aún le quedan el mar, la amistad y el futuro.
Tras enviudar, Pinillo, un humilde fabricante de botes de Quepos, descubre que la soledad es algo horrible y que si se queda en el rancho que ahora siente vacío, pronto morirá él también. Desde el momento mismo de dejar a su mujer en el cementerio, se sumió en una profunda depresión. No comía ni tomaba café. Había perdido el interés por todo lo que lo rodeaba y se pasaba las horas pensando únicamente en que su final también debería de estar cerca.
Para despejarse y distraerse, decide cambiar de ambiente. Sin brindarle mayores explicaciones a sus familiares (que ya habían notado que el abuelo no andaba muy bien), una mañana parte hacia Uvita, a pasar unos días en casa de su amigo Juan González.
Juan y Pinillo eran amigos desde aquellos lejanos tiempos en que, según ellos, no se conocía el egoísmo. Cuando alguien se iba a juntar, todos cooperaban para levantarle un rancho de caña brava y techo de palma que, en cuestión de un día, lo dejaban hasta barrido. Pinillo se juntó con su mujer a los catorce años y Juan, naturalmente, participó en la construcción del rancho. Ahora que ambos están viejos, los días que pasa con su amigo le sirven a Pinillo para comprender que haberse quedado viudo no significa haberse quedado solo.
Ambos han vivido siempre cerca del mar y un día descubren que el mar les ha puesto una tarea. La marea ha dejado en la playa un gran tronco que, trabajándolo como ellos saben hacerlo, podría convertirse en un hermoso bote. Pinillo, sin saber por qué, había llevado sus herramientas y, ni lerdos ni perezosos, ponen manos a la obra. Gracias a ese proyecto, su visita se prolonga por más de lo pensado, ya que Pinillo no quiere marcharse sin dejar el bote terminado.
La historia está basada en un hecho y un personaje real. El libro está dedicado a Pinillo, a sus hijos y nietos. Oscar Monge Maykall, oriundo de Quepos, como su personaje, logró con su primera novela un hermoso y conmovedor relato en que la nostalgia es el platillo principal. A lo largo del texto, son numerosas las digresiones en que se lamenta la transformación de Quepos, de un paraíso perdido y remoto, habitado pr personas sencillas y honradas, en un centro turístico en el que los principales propietarios de tierras no son oriundos del lugar. Los descendientes de los habitantes originales han acabado trabajando como peones  han emigrado a la ciudad. 
Escrita totalmente en diálogo, en El capitán Pinillo los giros y las expresiones coloquiales de los quepeños se reproducen con formidable precisión lo que le da a la novela un sabor auténtico que, sin lugar a dudas, debe destacarse como uno de sus más grandes méritos.
La esposa muerta de Pinillo lo visita en sueños para recordarle que el espíritu de lucha nunca debe abandonarse. El futuro abierto a posibilidades desconocidas, está sugerido por el del nieto de Pinillo, que nació poco después de la muerte de su esposa. Pinillo no quiere regresar a casa sin terminar el bote, pero también arde en deseos de conocer a su nietecito recién nacido. Abuelo y nieto, además de la misma sangre, compartirán la misma tierra: Quepos. Un Quepos distinto, eso sí. El de Pinillo ya no existe. El del nieto todavía no ha empezado a surgir. Muy probablemente, en el Quepos al que le tocará vivir al nieto no habrá nadie que, como su abuelo, con solo un hacha sea capaz de convertir un tronco en un bote. Los viejos suspiran por los tiempos idos, los jóvenes se plantan ante el presente sin arrugar la cara y la vida del recién nacido, como el futuro del pueblo en nació, es un misterio sobre el que poco o nada se puede prever.
La soledad va y viene, los ciclos de la vida se cierran y se abren y la verdadera amistad es tan eterna como el mar. A cada uno le tocará librar una lucha distinta en este mundo, pero la vida, hasta el momento mismo en que termina, siempre está empezando.
Quepos, Cantón de Aguirre, en la costa pacífica de Costa Rica. Pinillo, un
fabricante de botes local, es el personaje de la novela. El autor, Oscar Monge
Maykall, llegó a ser alcalde de la comunidad.
INSC: 1087

martes, 25 de noviembre de 2014

El difunto Matías Pascal.

El difunto Matías Pascal. Luigi Pirandello.
Salvat, España, 1972.
La vida tiene momentos difíciles, algunos tan angustiantes que uno quisiera volver a empezarla de cero, borrar todo el pasado, perder hasta el nombre y los recuerdos y, con una nueva identidad, intentar hacer las cosas de modo distinto y ser otro distinto al que ha sido. La vida es hermosa, pero a veces se complica y muchos, al descubrir que llevan años caminando en un callejón sin salida, estrecho y oscuro, desean ser otra persona. El suicidio no los tienta. Quieren seguir viviendo, pero no así.
Matías Pascal, el personaje de la novela de Pirandello, tuvo la oportunidad de hacer un paréntesis de dos años en la vida que se le había tornado insoportable.
Existe la creencia equivocada de que El difunto Matías Pascal es la única novela del italiano Luigi Pirandello, quien es más conocido por sus obras de teatro. Pirandello escribió otras novelas y bastante poesía, pero Matías Pascal, publicada en 1904, es la única de sus obras de narrativa que se sigue leyendo.
A Matías, el protagonista, se le complicó la vida. Su padre era rico y dejó una sabrosa herencia que su madre, que era un alma de Dios, bobalicona e inocente, puso en manos de un administrador que le robaba descaradamente. Matías, Berto su hermano y hasta la propia Mamma, estaban conscientes de que los manejos financieros del administrador eran tramposos, pero como nunca les faltó nada y vivían bien, nunca se preocuparon por defender a tiempo su patrimonio. Berto se salvó al contraer un matrimonio ventajoso y largarse del pueblo, pero Matías y su madre quedaron a merced de Malagna, el administrador, al que nunca confrontaron. 
La vida de Matías era la de un rico propietario de provincias. No sabía hacer nada, era un vagabundo sin oficio ni beneficio y tenía una bien ganada reputación de idiota, inútil y causante de problemas. Un enredo bastante complicado, enemistó a Matías con Malagna. El asunto fue así: Malagna tenía la ilusión de tener hijos, pero tal parece que era estéril. Matías pretendía a Oliva, una campesina bella, robusta y sana que nunca cedió a sus demandas. Cuando Malagna enviudó, se casó con Oliva con la esperanza de tener hijos, pero siguió sin descendencia. Malagna tenía una sobrina, Romina, que sí cayó en los brazos de Matías. Romina, al quedar encinta, rompió relaciones con Matías e hizo creer a Malagna que el hijo que venía en camino era suyo. Matías entonces, indignado de haber sido utilizado como padrote, sedujo a Oliva, quien ya era esposa de Malagna y también la preñó. Malagna era ladrón, pero no tonto y, al percatarse del doble (o triple o cuádruple) engaño, obligó a Matías a casarse con Romina y ya sin miramientos de ninguna especie, acabó dejando a Matías y su madre en bancarrota.
De ricachón ocioso Matías pasó a convertirse en desempleado hambriento. Su esposa y su suegra lo odiaban. Su madre pasaba encogida sentada en una silla y él no tenía un pan que llevarse que la boca la día siguiente. Para tener al menos con qué comer, consiguió que el municipio le encargara el cuidado de una biblioteca antigua que nadie visitaba. Allí pasaba el día entero soportando el olor a moho, cazando ratas y tratando de hacer un poco de orden en esa babel de libros. En ocasiones se trepaba en una escalera para alcanzar uno de los libros grandes del estante de arriba. Lo dejaba caer sobre lo alto y, al chocar contra la mesa, se levantaba una nube de polvo de la que salían despavoridas varias arañas. Saltaba de la escalera y, con el mismo libro, mataba las arañas y, luego, se sentaba a leer. Su trabajo era absurdo y sus lecturas inútiles, pero al menos en la biblioteca estaba lejos de la mirada de su mujer y su suegra y podía olvidar la triste vida que tenía. Su mujer dio a luz unas gemelitas. Una se murió casi de inmediato y la otra, que era su única alegría en el mundo, murió cuando tenía un año, el mismo día que murió su madre.
Luigi Pirandello. 1867-1936.
La vida de Matías, si es que aquello puede llamarse vida, no tenía ningún sentido. Su trabajo era ridículo, estar en la casa con su esposa y su suegra le resultaba insoportable, no tenía amigos, ni fortuna, ni amor, ni sueños, ni planes, ni nada. Su hermano Berto, con ocasión de la muerte de la madre, le había enviado un poco de dinero que Matías había escondido en la biblioteca. Un buen día se echó el dinero a la bolsa y tomó el tren. ¿A dónde? ¡A dónde fuera! Simplemente quería huir de su existencia. Lo tenía decidido: llegaría hasta donde pudiera y, en caso de que no encontrara ninguna oportunidad, en cuanto el dinero se le acabara se suicidaría donde nadie lo conociera. Acabó en Mónaco y, para apresurar un desenlace que parecía inevitable, entró al casino de Montecarlo para que fuera la ruleta quien decidiera el momento de su muerte. 
Matías apostó y ganó. Siguió jugando y siguió ganando. Naturalmente se alegró pero, cuando ya tenía un buen montón de fichas frente a sí, en un instante de lucidez recordó su vida y se percató de aquel dinero a la larga también desaparecería y, resignado a poner fin a sus días, empujó el cerro de fichas para apostarlo todo a un solo número. Matías miraba la bolita blanca girar en la ruleta y, al detenerse, escuchó como si fuera un eco lejano la voz del croupier que decía "vingt cinq impair et rouge". Había ganado otra vez.
Matías se hospedó en una pensión cerca del casino y durante varios días fue a jugar a la ruleta. Disfrutaba el vértigo de saber que su vida dependía solamente del azar. Decidió retirarse cuando apareció en el jardín el cuerpo de uno de los apostadores habituales, que se había pegado un tiro en la frente. Al mirar aquel hombre tirado en el suelo, Matías abandonó su idea de dar algún día un espectáculo similar.
En el tren de vuelta a su pueblo, leyó en el periódico una nota titulada "Suicidio" y, al leerla, en vez de encontrarse con el caso del casino, se sorprendió al leer que la noticia se refería a la muerte de Matías Pascal, el bibliotecario, que había sido encontrado ahogado. De primera entrada, quiso correr a desmentir el error, pero luego, ya sereno, se preguntó "¿Para qué?"
Matías se sintió libre, sin ataduras. Había muerto. Su pasado ya no tenía importancia. Tenía la oportunidad de vivir otra vida, inventarse un nombre, un pasado, ser alguien distinto. De rico vagabundo, pobre miserable y jugador al borde de la muerte, Matías Pascal, ahora con el nombre de Adriano Meis, se convirtió en fantasma viviente. 
Estoy tentado a contar las andanzas de Adriano Meis en Roma, huésped en la casa de aquel viejito loco don Anselmo, aficionado a las sesiones espiritistas quien, en una ocasión, le causó escalofríos al protagonista de nuestra historia al comentarle que las almas de los suicidas acaban errando sin rumbo fijo por el mundo. También me entran ganas de evocar la dulzura con que nuestro héroe se enamoró de Adriana Paleari, así como de contar el descabellado final de esta historia, pero no quisiera arruinarle la sorpresa a quien aún no haya leído el libro.
En todo caso, esta novela es muchísimo más que la historia que se cuenta en ella. Yo la he leído varias veces a lo largo de los años y me sé el cuento de memoria al derecho y al revés. Sin embargo, cada cierto tiempo me siento llamado a leerla de nuevo. Entre las cosas que más me atraen de este libro está la capacidad de Matías de reírse de sus desgracias. Es una tragedia narrada en clave cómica. Matías, que en las muchas horas muertas que pasó en la biblioteca leyó gruesos libros de filosofía, se hunde con frecuencia en pensamientos profundos y esclarecedores. Su mente da vueltas para encontrarle sentido al absurdo que lo rodea. De hecho, en todo el libro es mucho más interesante lo que ocurre dentro de la mente de Matías que lo que sucede en su entorno. La biblioteca polvorienta en que pasaba el día completamente solo, siempre me ha parecido la alegoría perfecta de esos trabajos sin ningún atractivo que se aceptan por pura necesidad. Hasta la ruleta del casino, que podría considerarse un elemento puramente funcional dentro de la trama, me evoca los periodos en que, a falta de rumbo, nuestra vida ha estado sujeta por completo a los caprichos del azar. Paradójicamente, cuando Matías Pascal se convirte en Adriano Meis, es cuando logra conocerse mejor. Descubre que no es fácil deshacerse del pasado, que hasta la muerte fingida es una muerte real y que, aunque fue interesante al principio, a la larga es insoportable tener que mentir todo el tiempo. Cuando lo dieron por muerto, Matías Pascal alcanzó una libertad total al no tener ningún vínculo con el mundo real, pero esa libertad total lo convirtió en un fantasma errante, en un muerto con vida. Tanto Matías Pascal como Adriano Meis eran unos solitarios, pero la soledad de Adriano era completa, sin infancia, sin recuerdos, sin lugar de nacimiento, sin pasado. Matías Pascal, con toda su tragedia y sus desgracias, era real. Adriano Meis no existía. Adriano se enamora de su tocaya, Adriana Paleari. ¿Cómo explicarle su caso? ¿Cómo decirle que él había sido alguien que ya estaba sepultado? La vida de Matías Pascal no tenía sentido, la de Adriano Meis, al no tener pasado, no tenía futuro.
En esta novela, como en sus obras de teatro, Pirandello nos muestra cómo la vida está llena de incoherencias y cómo los seres humanos, tanto individualmente como en conjunto, somos inexplicables. El difunto Matías Pascal es un libro de humor absurdo y tragedia ridícula en que las reflexiones tienen más pregruntas abiertas que respuestas certeras. Esta novela lleva ya más de cien años de estarse leyendo. ¿Por qué? Pues porque pese a lo descabellado y absurdo de la trama, quienes se han asomado a sus páginas a lo largo de más de un siglo han encontrado algunas o muchas coincidencias con sus propias vidas.

INSC: 0667 / 1596

Bitácora del iluso.

Bitácora del iluso. Osvaldo Sauma.
Perro Azul, 2000

La sabiduría está tan lejos de la candidez como de la amargura. Quien, de espaldas a la realidad, levanta castillos en el aire y cree con certeza que el universo cambiará sus reglas para que no se le derrumben, no ha descubierto aún que los sueños solamente se hacen realidad en parte y que cada fracción que queda sin cumplir provoca el profundo dolor de lo que pudo ser y no fue. Quien, en el extremo opuesto, tras haber probado repetidas veces el trago amargo de la derrota, renuncia a soñar y se limita a lamentarse de que las cosas sean como son, sin permitirse aspirar a más, ha olvidado que quien rechaza sus sueños se rechaza a sí mismo. El primero aún no se ha llevado la lección. El segundo no la aprendió. 
Los que, seguros de lograrlo, se disponen a emprender la tarea de comerse el mundo, escriben poemas dulces, cándidos e ingenuos. Quienes ya se llevaron el golpe y acabaron más bien comidos por el entorno que pretendían doblegar, escriben poemas amargos con el sabor de la derrota aún en los labios. 
No muy frecuentemente, pero cada cierto tiempo se levanta la voz de un poeta que nos habla de sus sueños e ilusiones con los pies bien puestos en la tierra, tanto como de los golpes, fracasos y derrotas que ha sufrido sin haber renunciado a su ideal. Bitácora del Iluso, de Osvaldo Sauma, es uno de esos libros de poesía que dejan huella profunda y acaban convirtiéndose en compañía inseparable y referencia constante.

Tal vez en otra vida 

soñaba con ser un guerrero
que sabiéndose muerto
perdiera el miedo y ya sin miedo
tan solo le preocupara
no engrandecerse en su grandeza.

es decir
     sobrepasar
la banalidad de los días
y alzarme como Prometeo
con el pecho ya cerrado
a los buitres de la discordia

y así extranjero
entre los dioses y los hombres
me abocara a la existencia
                             amparado
al libre albedrío de los nómadas

y heme aquí
regañado por una mujer
cumpliendo con los menesteres
                              que exigen
el diablo y su banda de muertos laboriosos
perdido dentro de mí
persiguiendo aventuras carnales
que no acaban
por derrotar al tedio y sus herrumbres

La segunda edición, del año 2005.
Tras este poema inicial, deja claro que no trae respuestas, sino solo sus manos para defenderse del infortunio, que tiene atrás el sol y el viento y no distingue al frente un horizonte. De nada vale quejarse, porque el nudo siempre es el mismo en la garganta y el mundo zozobra aunque uno no quiera.
El que escribe es un guerrero que no alcanzó la victoria, pero combatió una buena batalla en la que lo único que ganó fue sabiduría para comprender mejor su desencanto al mirar sueños rotos. Alguien que sabe por qué tropieza tantas veces en la misma piedra y que va a tientas entre lo que debe ser y lo que es. Un hombre que ya no se pregunta por qué, para qué, ni hacia donde va, que ha sabido aprender las lecciones del pasado y no quiere fantasear sobre las promesas del mañana. Es capaz de verse cómo es frente al espejo, ha dejado de estar sometido al péndulo de las emociones y sonríe, con cierta tristeza, al comprender el retozar del viento en sus canas.
Con la experiencia de haber sufrido y gozado con ellas, dedica poemas a la soledad, la poesía y la mujer, consciente de que nunca logrará comprenderlas plenamente pero que han sido, y serán siempre, parte de su vida. Tiene claro que los abrazos terminan siempre en el propio silencio de uno mismo, pero sabe que nunca se está solo, cuando se está solo.
En su viejo corazón no caben más heridas. Sospecha que ha amado más a la mujer que una mujer en particular, que quizá lo que tanto busca en ella sea una réplica de sí mismo porque ella es la distancia que debe recorrer para alcanzarse.
Este libro es, como bien indica su título, la bitácora de un iluso, pero de un iluso que completado el ciclo, que ha recorrido tantas veces el camino que separa los sueños de la realidad, que ha logrado finalmente comprender y aceptar serenamente las reglas del juego. Sueña aunque sabe que la realidad sigue su curso ajeno a sus ilusiones. Sufre, pero conoce y comprende la causa de su dolor.
Un libro como este no se escribe de la noche a la mañana, porque no es fruto solo de la sabiduría, la experiencia y la madurez, sino también del oficio. Osvaldo Sauma lo trabajó durante años. Cada vez que asistía a un recital, a una lectura, a un encuentro de poetas, Osvaldo iniciaba su participación diciendo: "Voy a leerles unos poemas del libro inédito que estoy preparando". Y hubo quienes llegaron a creer que ese libro no se publicaría nunca. De escucharlos de recital en recital, ya eran conocidos Una mujer baila, Ninguna mujer es mejor que el mar, Consejos a un joven poeta y Tríptico de la buhardilla
Bitácora del iluso apareció en el año 2000 y, además de haber sido traducido a diversas lenguas, fue editado y comentado en toda América Latina. El poeta Raúl Zurita declaró: "A través de Bitácora del iluso de Osvaldo Sauma he sentido el orgullo de pertenecer a esa generación que en medio de tantos sueños convertidos en polvo, de tantas derrotas, de tantos quiebres y rupturas, ha sido capaz no obstante de escribir poemas como estos."

Puesta en claro
Osvaldo Sauma ha publicado Las huellas del 
desencanto (1982), Retrato en familia (1985),
Asabis (1993), Madre fértil tierra nuestra (1997),
Bitácora del Iluso (2000), El libro del adiós (2006)
y La canción del oficio (2013). Ha realizado también
numerosas antologías de poetas latinoamericanos.

jamás me sedujeron
las consignas ni credo alguno
desde niño abdiqué
de todas las iglesias
                               y los curas
no pudieron cercarme en el redil
ni por las buenas ni por las malas

tampoco me sedujeron
los siete pecados capitales
y de los diez mandamientos
solo hay dos que no he cumplido

por lo demás
                   no añoro
tener lo que otros tienen
me conformo
con esta habitación en desorden
con este montón de libros
que trepan las paredes
con esta pobreza
que me enriquece
                          que me incita
a mostrarle a Dios mi último poema

Una mujer baila

una mujer baila
amparada a la noche
despliega sus brazos
como decir sus alas
desde el centro del aire
hacia las afueras del aire
en diagonal a los espacios de la luz
entre los costados de la sombra

una mujer gira
como un astro
y sobre sí misma
                          esboza
la ruta del azar y sus conjugaciones
gira
      baila
              alza un tiempo magnético
como quien alza un pájaro
desde la tierra que lo atrapa
y traza con un carbón encendido
el lenguaje bermejo de las cavernas

baila
       y con ello sacude
los miedos de la infancia
que aterrados todavía
nos llaman desde su adentro

una mujer baila
sobre el corazón de la madera
para enardecer
el latido ciego de la vida
baila sobre mis heridas
para recrudecerme 
el camino del remordimiento

una mujer baila
sola contra la adversidad
baila sobre el planeta errante
sobre un contratiempo de la memoria
y se fuga en esa fuga de la música
y vuelve sobre sí misma
para revelarnos
un deseo desterrado del Paraíso terrenal

INSC: 1150 2000

lunes, 24 de noviembre de 2014

Un par de botas nuevas.

El paso del tiempo. Danilo Jiménez
Veiga. Ministerio de Cultura,
Costa Rica, 1985.
Finalizaba el año de 1938 y aquel joven lleno de energía acaba de terminar su bachillerato y, al pensar en su futuro, consideró dos posibilidades. Una era quedarse en San José, buscar un trabajito más o menos en que la llevara suave y, sin mucho esfuerzo, se ganara un sueldito para ir pasando. La otra opción era irse a laborar en las nuevas plantaciones de la Compañía Bananera en la zona sur, matarse trabajando durante un par de años, hacerse de unos ahorros y regresar con un pequeño capital para iniciar su propio negocio. Los sueldos de la Compañía eran mucho mayores a los mejores que podría encontrar en San José. La Compañía daba casa y comida y en aquellas remotidades, en donde solamente había bananales, no había ni en qué gastar la plata. Se contaban historias de paludismo, jornadas extenuantes, serpientes venenosas y trabajo ingrato pero, después de todo, él era bachiller, iría de oficinista y no de peón y su fortaleza, energía y, especialmente, su juventud, bien le permitían soportar un par de años de sacrificios para lograr el capital necesario para empezar su propio sueño. 
No lo pensó mucho, hizo las gestiones necesarias y consiguió un puesto en Palmar Sur, donde hacía apenas dos años se habían iniciado las plantaciones y era todavía un territorio selvático que poco a poco se iba abriendo a golpe de hacha. Ni siquiera había carretera. Palmar Sur era un campamento, Ciudad Cortés se llamaba El Pozo y para llegar allá había que viajar en un avión que aterrizaba en un pastizal lleno de grandes charcos. 
Bajando apenas la escalerilla, miró que entre los paquetes y pasajeros que esperaban abordar la aeronave en su viaje de vuelta a la capital, había un ataúd y un hombre con las manos a la espalda custodiado por dos policías. Luego averiguó que el día anterior había habido una bronca de borrachos en la cantina.
La distancia entre Ciudad Cortés y Palmar Sur era corta pero el viaje en tren fue largo ya que hubo que hacer muchas paradas. Al llegar, aquel muchacho, con las alforjas a hombro, caminó dando pasos largos, haciendo sonar con fanfarronería sus botas nuevas contra los carcomidos tablones del piso. Tenía solamente dieciocho años. Toda su corta vida había transcurrido en San José y Cartago, en la casa de la familia o en el internado del Seminario con la estricta disciplina de los padres paulinos alemanes. Ahora tenía otro panorama al frente: hombres sucios y con el torso desnudo, calor asfixiante, cientos de sapos croando en los charcos y un olor acre, mezcla de barro podrido y orines y excremento, tanto de caballos como de humanos. Los barracones mal pintados, tanto en los que trabajaba como en los que dormía, no tenían ninguna comodidad. Aquel muchacho tenía sus ilusiones y devolverse a San José sería aceptar una derrota. La primera de su vida de adulto. No tardó en acostumbrarse a los malos olores, a los piquetes de insectos,
la mala comida, el mal dormir y la lluvia eterna. Las botas nuevas estaban permanentemente llenas de barro. Cada mañana, sin bañarse, volvía a ponerse la camisa manchada de sudor que había usado la víspera. Le molestaba que las casas en que vivían los gringos, que hacían lo mismo que ellos, pero en inglés, y ganaban lo mismo que ellos, pero en dólares, fueran más espaciosas, con menos habitantes por cuarto y tuvieran refrigeradora y cedazo en las ventanas.
El único entretenimiento era emborracharse los fines de semana. Con aire desafiante, los sábados entraba a la cantina junto con sus nuevos amigos, cada uno de distinta edad y procedencia. Un litro de guaro y una lata de leche condensada les servía para preparar una bebida tan fuerte como dulce que en pocos minutos los embriagaba. Empezaban a hablar con voz cada vez más fuerte, soltaban palabrotas y, cuando ya estaban animados, se daban de puñetazos con quien estuviera disponible, a veces entre ellos mismos, ya que la borrachera y el ruido de la lluvia sobre el techo de zinc exigía que el cuerpo liberara energía. Una vez terminada la pelea, era común ver a los contrincantes, con cejas, labios y puños sangrantes, conversar ya serenos, luego de haberse propinado mutuamente una golpiza.
En busca de mejores condiciones de trabajo, aquel muchacho, junto con sus nuevos amigos, participó en la organización de una huelga. Cuando fueron a negociar, Mr. Thorpe, el mandamás a cargo, los insultó y los despidió. Uno de los líderes huelguistas, al ver que el gringo no negociaba nada y los había dejado sin trabajo, le soltó un puñetazo que lo hizo caer de espaldas, al mismo tiempo que la camisa del contador, que estaba a su lado, se salpicaba de sangre. La oficina se convirtió en campo de batalla.
Un año y medio estuvo en la zona. Sus ilusiones se habían desvanecido. No ahorró ni un centavo. Para poder reunir el dinero que necesitaba para volver a casa, tuvo que buscar trabajo como peón con un nombre falso. Lo contrataron para aplicar en los bananales el caldo bordelés, pesticida para combatir la sigatoka, que tiñó de verde su ropa, su sombrero y su piel. También tuvo que cavar pozos a pico y pala. Regresó a San José enfermo y con nada más que su ropa en las alforjas. A la vuelta, sus botas ya viejas ni siquiera sonaban cuando caminaba sobre los tablones del piso de la estación. La sacudida del tren, cuando empezó a andar, lo sacó de sus pensamientos. Había perdido su primera batalla en la vida, pero aquel muchacho, que aún no había cumplido los veinte años, regresaba a su casa convertido en un hombre.
Esta es, en forma resumida, la trama del primer relato de El paso del tiempo, de Danilo Jiménez Veiga, publicado por el Ministerio de Cultura en 1985. El libro consta de veinte relatos, todos en mayor o medida autobiográficos en que don Danilo evoca sus años de juventud convirtiendo sus recuerdos en cuentos trágicos o jocosos. La suya fue una juventud con tranvía, matiné en los cines capitalinos y meriendas en el Trianón. Hay narraciones verdaderamente divertidas, pero la que más me llamó la atención fue la primera sobre su breve experiencia de trabajador en la compañía bananera. Para los miembros de mi generación, que recordamos a don Danilo como Ministro de la Presidencia y Embajador en Washington, la imagen que tenemos de él es vestido de traje y corbata y peinado con su cabello canoso hacia atrás. Cuesta imaginarlo joven paleando en las fincas de la Compañía. Cuando don Danilo fue Ministro de Trabajo, le tocó hacer de negociador en distintas huelgas de trabajadores bananeros, en las que siempre apoyó las demandas de los sindicatos. Ahora sabemos por qué.

INSC: 2091

Memorias propias y ajenas.

Memorias propias y ajenas. Alberto
Mata Oreamuno. COVAO,
Costa Rica, 1984.
El padre Alberto Mata Oreamuno era un cura de los de antes. Vestía su sotana negra todo el día y en todas partes, usaba sombrero y recitaba las oraciones secretas de la misa en latín. Era muy serio y tenía fama de ser un tanto regañón y malhumorado, pero en realidad, quienes lo trataban descubrían que tenía un fino sentido del humor. Le gustaba la música clásica, la historia de Costa Rica, la poesía y era también aficionado a escribir. Publicó numerosos artículos, biografías y catecismos.
Cuando cumplió ochenta años, en 1984, publicó un simpático y entretenido libro titulado Memorias propias y ajenas, ya que al hacer un repaso por su vida, quiso compartir tanto recuerdos suyos como de otros. 
Empieza contando que cuando estaba en tercer grado de primaria, en 1913, recibió su primera carta. Se la enviaba su padrino de confirma, el Dr. Valeriano Fernández Ferraz, y era la respuesta a una carta que el niño Alberto le había escrito para saludarlo. El Dr. Ferraz le decía en la carta: "Su letra es mala, pero se acordará de mí, cuando maduren las uvas que usted para las letras será bueno."
Aquel sabio español resultó profeta, porque los libros del padre Mata son amenísimos y quien se encuentra con uno en las manos acaba casi siempre leyéndolo de un tirón. 
El primer gran acontecimiento de su vida fue el terremoto que destruyó la ciudad de Cartago en 1910. Aunque era pequeño, guarda recuerdos de cómo era la ciudad antes de la tragedia y cuenta que cuando empezó el enjambre de temblores, los habitantes de la ciudad tomaron la precaución de dormir en improvisados ranchos y tiendas de campaña en un lote vacío situado donde actualmente se encuentra el edificio del Poder Judicial. Para un niño, la experiencia de ir cada noche de campamento era divertida, pero el terremoto ocurrió cuando la familia estaba en la casa que, solamente gracias a que la evacuaron rápidamente, no les cayó encima. 
Brinda un retrato cariñoso de sus padres, el poeta Félix Mata Valle, autor del libro de versos Brisas del Irazú, quien fue diputado en repetidas ocasiones y doña María Josefa Oreamuno Ortiz, de quien fue el último de nueve hijos y, al momento de escribir el libro, el único que sobrevivía. Hace un recuento genealógico para mostrar la lista de parientes suyos que fueron sacerdotes, entre los que se cuenta Anselmo Llorente y La Fuente, el primer obispo de Costa Rica. Cuenta que a los quince años, de poca gana y obligado, se convirtió en monaguillo del fraile capuchino Fray Remigio de Papiol y al ver de cerca el fervor con que celebraba la Santa Misa, se le despertó el deseo de convertirse en sacerdote. Fray Remigio era español, había vivido en México, Nicaragua y Costa Rica, estuvo un tiempo en la Cartuja de Miraflores en Burgos y murió asesinado durante la Guerra Civil española. 
El padre Mata estudió primero en el San Luis Gonzaga y posteriormente en el Colegio Seminario, regentado por padres paulinos alemanes, donde fue compañero de don Pepe Figueres, de Francisco Orlich y de Paco Calderón Guardia. Además de divertidas anécdotas de su época de estudiante, en el libro se refiere a su amistad con Monseñor Sanabria, quien fue el monaguillo de su primera misa, así como a sus experiencias jocosas en distintas parroquias.
Monumento al Padre Mata, en los jardines
de la parroquia de Guadalupe de Goicoechea.
La guerra civil de 1948 ocurrió mientras el padre Mata era párroco en Heredia y tenía como coadjutor al padre Armando Alfaro Paniagua. Todo el mundo sabía que el padre Mata era calderonista y el padre Alfaro figuerista, así que la casa cural fue objeto, en repetidas ocasiones, de registros minuciosos por parte de las fuerzas de ambos bandos por la sospecha de que allí se ocultaran hombres o armas del bando opuesto. 
Se refiere ampliamente, por supuesto, a los más de veinte años en que fungió como párroco de Guadalupe de Goicoechea. Cuando estaba construyendo el nuevo templo de esta comunidad, el padre Mata, vestido con su infaltable sotana negra, entraba a las cantinas a vender números de rifas para financiar las obras. Los parroquianos, además de comprar números, convidaban al padre a tomar un trago, pero él declinaba la invitación alegando que si tomara un trago en cada cantina, regresaría a la casa cural gateando.
El libro tiene varios anexos, entre los que están el poema que don Félix Mata Valle, padre del autor, escribió en homenaje al Obispo Bernardo Augusto Thiel y fue recitado por el propio autor el día del funeral del prelado. También se incluyen poemas escritos por el propio padre Mata.
Tenía razón el Dr. Ferraz: cuando maduraron las uvas, Alberto Mata Oreamuno fue bueno para las letras. 

INSC: 0183


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