El paso del tiempo. Danilo Jiménez Veiga. Ministerio de Cultura, Costa Rica, 1985. |
Finalizaba el año de 1938 y aquel joven lleno de energía acaba de terminar su bachillerato y, al pensar en su futuro, consideró dos posibilidades. Una era quedarse en San José, buscar un trabajito más o menos en que la llevara suave y, sin mucho esfuerzo, se ganara un sueldito para ir pasando. La otra opción era irse a laborar en las nuevas plantaciones de la Compañía Bananera en la zona sur, matarse trabajando durante un par de años, hacerse de unos ahorros y regresar con un pequeño capital para iniciar su propio negocio. Los sueldos de la Compañía eran mucho mayores a los mejores que podría encontrar en San José. La Compañía daba casa y comida y en aquellas remotidades, en donde solamente había bananales, no había ni en qué gastar la plata. Se contaban historias de paludismo, jornadas extenuantes, serpientes venenosas y trabajo ingrato pero, después de todo, él era bachiller, iría de oficinista y no de peón y su fortaleza, energía y, especialmente, su juventud, bien le permitían soportar un par de años de sacrificios para lograr el capital necesario para empezar su propio sueño.
No lo pensó mucho, hizo las gestiones necesarias y consiguió un puesto en Palmar Sur, donde hacía apenas dos años se habían iniciado las plantaciones y era todavía un territorio selvático que poco a poco se iba abriendo a golpe de hacha. Ni siquiera había carretera. Palmar Sur era un campamento, Ciudad Cortés se llamaba El Pozo y para llegar allá había que viajar en un avión que aterrizaba en un pastizal lleno de grandes charcos.
Bajando apenas la escalerilla, miró que entre los paquetes y pasajeros que esperaban abordar la aeronave en su viaje de vuelta a la capital, había un ataúd y un hombre con las manos a la espalda custodiado por dos policías. Luego averiguó que el día anterior había habido una bronca de borrachos en la cantina.
La distancia entre Ciudad Cortés y Palmar Sur era corta pero el viaje en tren fue largo ya que hubo que hacer muchas paradas. Al llegar, aquel muchacho, con las alforjas a hombro, caminó dando pasos largos, haciendo sonar con fanfarronería sus botas nuevas contra los carcomidos tablones del piso. Tenía solamente dieciocho años. Toda su corta vida había transcurrido en San José y Cartago, en la casa de la familia o en el internado del Seminario con la estricta disciplina de los padres paulinos alemanes. Ahora tenía otro panorama al frente: hombres sucios y con el torso desnudo, calor asfixiante, cientos de sapos croando en los charcos y un olor acre, mezcla de barro podrido y orines y excremento, tanto de caballos como de humanos. Los barracones mal pintados, tanto en los que trabajaba como en los que dormía, no tenían ninguna comodidad. Aquel muchacho tenía sus ilusiones y devolverse a San José sería aceptar una derrota. La primera de su vida de adulto. No tardó en acostumbrarse a los malos olores, a los piquetes de insectos,
la mala comida, el mal dormir y la lluvia eterna. Las botas nuevas estaban permanentemente llenas de barro. Cada mañana, sin bañarse, volvía a ponerse la camisa manchada de sudor que había usado la víspera. Le molestaba que las casas en que vivían los gringos, que hacían lo mismo que ellos, pero en inglés, y ganaban lo mismo que ellos, pero en dólares, fueran más espaciosas, con menos habitantes por cuarto y tuvieran refrigeradora y cedazo en las ventanas.
El único entretenimiento era emborracharse los fines de semana. Con aire desafiante, los sábados entraba a la cantina junto con sus nuevos amigos, cada uno de distinta edad y procedencia. Un litro de guaro y una lata de leche condensada les servía para preparar una bebida tan fuerte como dulce que en pocos minutos los embriagaba. Empezaban a hablar con voz cada vez más fuerte, soltaban palabrotas y, cuando ya estaban animados, se daban de puñetazos con quien estuviera disponible, a veces entre ellos mismos, ya que la borrachera y el ruido de la lluvia sobre el techo de zinc exigía que el cuerpo liberara energía. Una vez terminada la pelea, era común ver a los contrincantes, con cejas, labios y puños sangrantes, conversar ya serenos, luego de haberse propinado mutuamente una golpiza.
En busca de mejores condiciones de trabajo, aquel muchacho, junto con sus nuevos amigos, participó en la organización de una huelga. Cuando fueron a negociar, Mr. Thorpe, el mandamás a cargo, los insultó y los despidió. Uno de los líderes huelguistas, al ver que el gringo no negociaba nada y los había dejado sin trabajo, le soltó un puñetazo que lo hizo caer de espaldas, al mismo tiempo que la camisa del contador, que estaba a su lado, se salpicaba de sangre. La oficina se convirtió en campo de batalla.
Un año y medio estuvo en la zona. Sus ilusiones se habían desvanecido. No ahorró ni un centavo. Para poder reunir el dinero que necesitaba para volver a casa, tuvo que buscar trabajo como peón con un nombre falso. Lo contrataron para aplicar en los bananales el caldo bordelés, pesticida para combatir la sigatoka, que tiñó de verde su ropa, su sombrero y su piel. También tuvo que cavar pozos a pico y pala. Regresó a San José enfermo y con nada más que su ropa en las alforjas. A la vuelta, sus botas ya viejas ni siquiera sonaban cuando caminaba sobre los tablones del piso de la estación. La sacudida del tren, cuando empezó a andar, lo sacó de sus pensamientos. Había perdido su primera batalla en la vida, pero aquel muchacho, que aún no había cumplido los veinte años, regresaba a su casa convertido en un hombre.
Esta es, en forma resumida, la trama del primer relato de El paso del tiempo, de Danilo Jiménez Veiga, publicado por el Ministerio de Cultura en 1985. El libro consta de veinte relatos, todos en mayor o medida autobiográficos en que don Danilo evoca sus años de juventud convirtiendo sus recuerdos en cuentos trágicos o jocosos. La suya fue una juventud con tranvía, matiné en los cines capitalinos y meriendas en el Trianón. Hay narraciones verdaderamente divertidas, pero la que más me llamó la atención fue la primera sobre su breve experiencia de trabajador en la compañía bananera. Para los miembros de mi generación, que recordamos a don Danilo como Ministro de la Presidencia y Embajador en Washington, la imagen que tenemos de él es vestido de traje y corbata y peinado con su cabello canoso hacia atrás. Cuesta imaginarlo joven paleando en las fincas de la Compañía. Cuando don Danilo fue Ministro de Trabajo, le tocó hacer de negociador en distintas huelgas de trabajadores bananeros, en las que siempre apoyó las demandas de los sindicatos. Ahora sabemos por qué.
INSC: 2091
La distancia entre Ciudad Cortés y Palmar Sur era corta pero el viaje en tren fue largo ya que hubo que hacer muchas paradas. Al llegar, aquel muchacho, con las alforjas a hombro, caminó dando pasos largos, haciendo sonar con fanfarronería sus botas nuevas contra los carcomidos tablones del piso. Tenía solamente dieciocho años. Toda su corta vida había transcurrido en San José y Cartago, en la casa de la familia o en el internado del Seminario con la estricta disciplina de los padres paulinos alemanes. Ahora tenía otro panorama al frente: hombres sucios y con el torso desnudo, calor asfixiante, cientos de sapos croando en los charcos y un olor acre, mezcla de barro podrido y orines y excremento, tanto de caballos como de humanos. Los barracones mal pintados, tanto en los que trabajaba como en los que dormía, no tenían ninguna comodidad. Aquel muchacho tenía sus ilusiones y devolverse a San José sería aceptar una derrota. La primera de su vida de adulto. No tardó en acostumbrarse a los malos olores, a los piquetes de insectos,
la mala comida, el mal dormir y la lluvia eterna. Las botas nuevas estaban permanentemente llenas de barro. Cada mañana, sin bañarse, volvía a ponerse la camisa manchada de sudor que había usado la víspera. Le molestaba que las casas en que vivían los gringos, que hacían lo mismo que ellos, pero en inglés, y ganaban lo mismo que ellos, pero en dólares, fueran más espaciosas, con menos habitantes por cuarto y tuvieran refrigeradora y cedazo en las ventanas.
El único entretenimiento era emborracharse los fines de semana. Con aire desafiante, los sábados entraba a la cantina junto con sus nuevos amigos, cada uno de distinta edad y procedencia. Un litro de guaro y una lata de leche condensada les servía para preparar una bebida tan fuerte como dulce que en pocos minutos los embriagaba. Empezaban a hablar con voz cada vez más fuerte, soltaban palabrotas y, cuando ya estaban animados, se daban de puñetazos con quien estuviera disponible, a veces entre ellos mismos, ya que la borrachera y el ruido de la lluvia sobre el techo de zinc exigía que el cuerpo liberara energía. Una vez terminada la pelea, era común ver a los contrincantes, con cejas, labios y puños sangrantes, conversar ya serenos, luego de haberse propinado mutuamente una golpiza.
En busca de mejores condiciones de trabajo, aquel muchacho, junto con sus nuevos amigos, participó en la organización de una huelga. Cuando fueron a negociar, Mr. Thorpe, el mandamás a cargo, los insultó y los despidió. Uno de los líderes huelguistas, al ver que el gringo no negociaba nada y los había dejado sin trabajo, le soltó un puñetazo que lo hizo caer de espaldas, al mismo tiempo que la camisa del contador, que estaba a su lado, se salpicaba de sangre. La oficina se convirtió en campo de batalla.
Un año y medio estuvo en la zona. Sus ilusiones se habían desvanecido. No ahorró ni un centavo. Para poder reunir el dinero que necesitaba para volver a casa, tuvo que buscar trabajo como peón con un nombre falso. Lo contrataron para aplicar en los bananales el caldo bordelés, pesticida para combatir la sigatoka, que tiñó de verde su ropa, su sombrero y su piel. También tuvo que cavar pozos a pico y pala. Regresó a San José enfermo y con nada más que su ropa en las alforjas. A la vuelta, sus botas ya viejas ni siquiera sonaban cuando caminaba sobre los tablones del piso de la estación. La sacudida del tren, cuando empezó a andar, lo sacó de sus pensamientos. Había perdido su primera batalla en la vida, pero aquel muchacho, que aún no había cumplido los veinte años, regresaba a su casa convertido en un hombre.
Esta es, en forma resumida, la trama del primer relato de El paso del tiempo, de Danilo Jiménez Veiga, publicado por el Ministerio de Cultura en 1985. El libro consta de veinte relatos, todos en mayor o medida autobiográficos en que don Danilo evoca sus años de juventud convirtiendo sus recuerdos en cuentos trágicos o jocosos. La suya fue una juventud con tranvía, matiné en los cines capitalinos y meriendas en el Trianón. Hay narraciones verdaderamente divertidas, pero la que más me llamó la atención fue la primera sobre su breve experiencia de trabajador en la compañía bananera. Para los miembros de mi generación, que recordamos a don Danilo como Ministro de la Presidencia y Embajador en Washington, la imagen que tenemos de él es vestido de traje y corbata y peinado con su cabello canoso hacia atrás. Cuesta imaginarlo joven paleando en las fincas de la Compañía. Cuando don Danilo fue Ministro de Trabajo, le tocó hacer de negociador en distintas huelgas de trabajadores bananeros, en las que siempre apoyó las demandas de los sindicatos. Ahora sabemos por qué.
INSC: 2091
El típico sueño americano pero trasladado el Caribe: una historia llena de dificultades que, a la larga, acaban redimiendo toda una vida. Me gusta como premisa.
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