lunes, 19 de septiembre de 2016

Don Julio Sánchez Lépiz.

Julio Sánchez. José Marín Cañas.
Ministerio de Cultura, Juventud
y Deportes. Costa Rica. 1972.
Apenas sabía leer y escribir y desde muy joven trabajó como boyero transportando café del Valle Central a Puntarenas, pero el herediano Julio Sánchez Lépiz (1862-1934) llegó a ser uno de los hombres más ricos de Costa Rica durante las primeras décadas del Siglo XX. Hombre de sólidos principios, actuó con justicia y rectitud en sus negocios y se negó a intervenir en la vida política.
Su padre, Juan de la Rosa Sánchez, tenía toda una legión de carretas de bueyes con las que transportaba los sacos de café desde los beneficios de Cartago, Tres Ríos, San José, Heredia y Alajuela rumbo a Atenas, Orotina y, finalmente, el Puerto de Puntarenas, donde eran embarcados. Según el Libro sobre la Carreta Típica Costarricense, un viaje de San José a Puntarenas tardaba de once a quince días. Se avanzaba de madrugada, se descansaba cuando el Sol estaba en alto y se reanudaba la marcha al caer la tarde. El cuidado de los bueyes requería. además. varias paradas para alimentarlos con caña de azúcar.
Cuando el General Tomás Guardia firmó el contrato con Minor Cooper Keith para construir el ferrocarril al Atlántico, dispuso que las obras iniciaran en Alajuela. Don Juan de la Rosa fue el encargado de transportar, en carretas de bueyes, los rieles y las piezas de la locomotora y los vagones desde Puntarenas hasta Alajuela.
Desde muy joven don Julio se integró a la empresa de carretas de su padre, por lo que no pudo ir a la escuela más que lo estrictamente indispensable para aprender a leer, escribir y las nociones fundamentales de aritmética. 
La construcción del ferrocarril iba a paso lento, pero el joven Julio comprendió que, una vez terminada la obra, las caravanas de carretas rumbo al Pacífico pasarían a la historia. El negocio ya no era acarrear el café, como había hecho su padre, sino más bien cultivarlo y procesarlo, que fue a lo que él se dedicó.
Mantuvo siempre, eso sí, el chuzo detrás de la puerta de su casa, como un recordatorio de que debería estar dispuesto, si no le iba bien, a volver a dirigir una carreta de bueyes.
Su negocio cafetalero tuvo éxito. A la muerte de su padre, Juan de la Rosa, en 1906, ya don Julio exportaba veinte mil quintales de café al año y sus cafetales alcanzaban, en conjunto, una extensión mayor a las dos mil manzanas. Importó maquinaria para modernizar la industrialización de sus beneficios y extendió sus actividades a la ganadería y el cultivo de caña de azúcar en la Hacienda Taboga, en Guanacaste, que medía, en sus tiempos, unas veinticinco mil manzanas.
Aunque era sumamente rico, don Julio creía que un hombre sin crédito se expone a que se les cierren puertas en momentos de necesidad. Por ello, tenía la costumbre de solicitar préstamos que no necesitaba y pagaba puntualmente las cuotas y los intereses acordados. De esa forma, si llegara a darse el caso de verse en apuros, tendría a quién recurrir.
Don Juan de la Rosa Sánches, padre
de don Julio Sánchez Lépiz.
En 1972, el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes publicó una pequeña biografía de don Julio, de apenas cien páginas, escrita por José Marín Cañas. El libro tiene sus limitaciones, entre las que cabe destacar los excesivos rodeos. El nombre de don Julio se menciona por primera vez en la página veintisiete y al final aparece el recuento de una entrevista que Marín Cañas le hizo a don Julio, en que el autor se concentra más en sí mismo que en el entrevistado.
Pero, con todo y eso, el libro recoge varios episodios a los que vale la pena prestar atención.
Don Julio fue un hombre generoso y caritativo que contribuyó con las instituciones de beneficencia de manera discreta y, en la mayoría de los casos, anónima. Diversas personas y organizaciones se vieron favorecidas con su generosidad sin que se enterara nadie más que los propios beneficiados. Un caso en particular, debe constar en la historia. Cuando fue derrocado por Federico Tinoco, el presidente Alfredo González Flores se trasladó a Estados Unidos donde, entre otras cosas, publicó varios artículos denunciando las actuaciones de Lincoln Valentine, un agente petrolero a quien don Alfredo consideraba promotor del golpe de Estado. En 1920, cuando ya el régimen de los Tinoco había caído, Lincoln Valentine demandó a don Alfredo por injurias y calumnias ante los tribunales estadounidenses. El juzgado que llevaba el caso le puso al expresidente una fianza de veinticinco mil dólares que debía ser pagada para que don Alfredo pudiera regresar a Costa Rica. El gobierno de don Julio Acosta conoció el caso sin llegar a una decisión concreta. Unos decían que el Gobierno debía hacerse cargo de pagar la fianza y otros consideraban que el asunto era estrictamente personal. La situación económica de la Hacienda Pública no andaba muy bien como para soltar esa suma de buenas a primeras. Don Alfredo, además, solamente quería regresar al país y no tenía la intención de hacerle frente a la demanda de Valentine, por lo que el dinero de la fianza inevitablemente se perdería. Enterado de la situación, don Julio Sánchez Lépiz mandó depositar, en un banco de New York, los veinticinco mil dólares de la fianza para que don Alfredo pudiera regresar a Costa Rica. Solamente pidió un favor a cambio: que su nombre y su acto no fueran conocidos por el público. Su deseo fue respetado y, cuando el asunto se supo, ya don Julio había muerto.
En 1922, don Julio fue electo diputado, pero nunca se presentó al Congreso ya que consideraba que sus suplentes estaban mejor calificados que él para legislar. Sus palabras merecen citarse textualmente:

"Dejemos que don Cleto resuelva los problemas nacionales y dediquémonos nosotros a sembrar maiz y frijoles. El mayor mal de Costa Rica está en la mania que tenemos de opinar sobre todos los problemas."
"Yo solamente conozco de café y ganado, en eso radica mi aptitud. El error consiste en pensar que los que hemos hecho cuatro reales tenemos el derecho de opinar sobre todo y la pretensión de saberlo todo. Si fuera un congreso de agricultores yo iría, pero es de legisladores y esa es una función para la que yo no me siento preparado. Para ser diputado es necesario tener un poco de escuela, a la que yo no pude asistir. ¿No ve usted que mis suplentes son un médico y un abogado? Que vayan ellos. Yo desde aquí los aconsejo, si quieren oír mis consejos. Cuando llega un diputado campesino lo ridiculizan. Yo soy de ese pueblo, yo soy de los que dicen ansina y enainas."
"Yo vivo dedicado a mis fincas y mis trabajos. Estudio mis finanzas sin preocuparme de las ajenas. En una caja pongo las entradas y en otra las jaranas y voy adelante sin meterme en lo que no entiendo."

Julio Sánchez Lépiz. (1862-1934).
En el año 1927, los grandes beneficiadores de café se reunieron para decidir el precio en que le iban a recibir el grano a los pequeños productores. Tras muchas deliberaciones, el precio se fijó en ochenta colones la fanega. Al finalizar la reunión, don Julio, que había permanecido en silencio todo el rato, tomó la palabra para anunciar que, en sus beneficios, iba a pagar a cien colones la fanega. Para él, no era justo castigar a los pequeños campesinos para obtener más ganancias. Su decisión de pagar más, explicó, no era caprichosa ni antojadiza. Los precios internacionales de los mercados a los que exportaba le permitían pagar a cien colones la fanega y mientras la situación se lo permitiera, continuaría pagando ese monto. Además, recalcó: "si pago bien puedo exigir calidad y si pago mal tengo que aceptar lo que me lleven".
El sentido de justicia de don Julio quedó patente un par de años después, cuando se descubrió que un grupo de campesinos sin tierra había ocupado un sector de la Hacienda Taboga en Guanacaste. Lo normal, en estos casos, es que el propietario del terreno utilice la fuerza para expulsar a los invasores, pero el 9 de enero de 1934 don Julio le dirigió una carta con instrucciones a Rafael Rodríguez, el administrador de la finca, en la que escribió:

"La tierra debe ser para quien la cultiva, no para quien tenga la escritura. Yo cultivo mis otras fincas, pero no puedo hacer lo mismo con Taboga, porque allí poseo veinticinco mil manzanas y está fuera de mis posibilidades cultivarlas. Por eso creo que debemos conformarnos con lo que podamos cercar, limpiar y atender. Lo demás debe ser para que lo vayan sembrando los que puedan. Con eso no me hacen daño, puesto que yo no ocupo ese campo y sí me hacen bien porque se avecinan, producen y mejoran el lugar."

Más adelante le recuerda la vez en que el Señor José Sing llegó a venderle una finca llamada Brazo Seco que, irónicamente, formaba parte de unos terrenos que, desde hacía tiempo, don Julio tenía registrados a su nombre. Es decir, José Sing, que no tenía papeles, sin saberlo, ofreció venderle una finca a quien  ya era el dueño registral de la propiedad. Cuando don Julio adquirió el terreno, no era más que un campo lleno de malezas, pero cuando Sing llegó a vendérselo, tenía casa, milpas, repastos y tierra limpia rodeada por cercas. Don Julio acabó comprando una propiedad que ya era suya y pagó sin regateos el precio solicitado, porque consideró que actuar así era lo justo.

La carta termina con palabras llenas de sabiduría: "No nos pongamos a pelear contra los que, sin escritura que los ampare, tienen deseos de trabajar y se meten en tierras abandonadas. Yo poseo bastante, pero de lo que estoy convencido es de que uno no necesita más tierra que el pedacillo donde lo han de enterrar. Yo quiero vivir en paz para que cuando muera no tenga nadie derecho de revolcarme ese pedazo de tierra al que aspiro."

Don Julio Sánchez Lépiz nació en Heredia, el 22 de julio de 1862, hijo de Juan de la Rosa Sánchez y Josefa Lépiz. Contrajo matrimonio el 4 de julio de 1886 con Florentina Alvarado Arce, de quien enviudó. En segundas nupcias, casó con Emilia Cortés Arce. Dejó una numerosa descendencia pero sufrió el fallecimiento de dos hijos y una hija. Don Julió murió, poco antes de cumplir los setenta y un años, el 26 de marzo de 1934.
Como solamente pudo asistir a la escuela muy poco tiempo, la educación se convirtió en una de sus grandes preocupaciones. Sufría mucho al ver un pueblo sin escuela o sin maestro y contribuía con lo que le solicitaran para remediar la situación. Su amplia casona esquinera, en San Francisco de Heredia, es hoy una escuela.
INSC: 2727

domingo, 18 de septiembre de 2016

Vivo delirio. Poesía de Joan Bernal.

Vivo Delirio. Joan Bernal. Casa de
Poesía. Editorial de la Universidad de
Costa Rica. 2010.
Los poemas de Joan Bernal son de largo y amplio alcance. A veces se hunden hasta lo más profundo del alma y a veces posan su mirada aguda sobre lo más cotidiano del entorno. Se elevan hasta atreverse a entablar diálogos con el Creador o bajan hasta tocar fondo para acompañar a quienes se arrastran por los suelos. Joan Bernal es un místico que no predica, un hombre con gran experiencia en la vida que no presume de sus hazañas, un lector voraz que no abruma con citas ni epígrafes, un romántico que no empalaga, un apasionado que no pierde el tono,  En una palabra, es un poeta. Escribe sobre aquello que lo inquieta, lo sorprende, lo fascina o lo angustia, ya sea la enfermedad de un ser querido, una edificación que se levanta imponente en el paisaje, el club de fútbol del que es entusiasta seguidor o, simplemente, el recuerdo de unos ojos abiertos que lo miran desde el fondo de la memoria.
Discreto y reservado, Joan prefiere mirar y no ser mirado. Asiste puntual a cuanta lectura de poesía lo invitan, pero no busca el protagonismo, ni asume pose, ni interpreta un personaje. Se limita a ser él mismo, sencillo, jovial, sonriente. Un hombre como cualquier otro que se esfuerza por llevar su vida adelante, que le busca solución a sus problemas, que procura crecer espiritualmente, que pasa por alto las pequeñeces, que sabe ser amigo de los amigos y que, además, escribe poesía.
Pese a que ha publicado poco, su nombre ya ha llegado a ser conocido y sus poemas han alcanzado amplia difusión. En el año 1996 apareció Pre-monición, su primer libro, editado por el Taller de Francisco Zúñiga Díaz, del que era miembro. Diez años después, en 2006, Ediciones Perro Azul publicó Homenaje a la Ceniza. Su tercer libro, Vivo Delirio, es una muestra antológica de su poesía, compilada a propósito del IX Festival Internacional de Poesía de Costa Rica. En Vivo Delirio aparecen algunos poemas de Homenaje a la Ceniza y se publica, por primera vez, la serie Los Sentidos del Paraguas que, al año siguiente, Joan incluiría en For Sale, su cuarto libro publicado por Ediciones Espiral
Vivo Delirio empieza con Humus, una secuencia de poemas, algunos eróticos y otros existenciales, junto a los que aparecen cuatro cartas: a Tiresias, al compatriota, a Jesús y a Luzbel. Hay un texto largo, titulado Ahora, que es lo más extenso que he leído de Joan, seguido de una lluvia de poemas de una sola línea y, finalmente, el libro cierra con el segmento titulado A un Dios desconocido
Como en toda muestra antológica, en esta hay un poco de todo, pero el dolor y la alegría son los temas que más se exploran. En varios poemas Joan parece sugerir que alcanzar la felicidad completa es casi imposible, pero estar contento no es tan difícil. Basta una tarde de clima agradable y una ventana abierta al mundo por donde se cuelen los ruidos de la calle. El sufrimiento, por su parte, con frecuencia mortifica más por inexplicable que por doloroso. Maestro en el manejo de la luz y la sombra, Joan nunca presenta una claridad tan resplandeciente que deslumbre, ni una oscuridad tan negra que horrorice.  En su poesía, hasta lo más luminoso tiene pecas y hasta en lo más oscuro se vislumbra un asomo de claridad.
INSC: 2470


Teoría de lo que pasa.


Cuando volví al mundo hace unos meses
y tuve un cuerpo a cuerpo con las caras de ellos.
Me percaté del tiempo que no estuve en la calle.
Até cabos del miedo que me perdí en la casa llamando
tragedia a mi falta de pastillas.
Ceñido en mi ahogo en mis persecuciones.
Abocado a idolatrar mis presuntuosos defectos.
Llorando en el espacio corto de estar triste por nada que no fuera
mi gran dolor de juguete.
Pobre de mí que no veo huracanes que no pasan.
Las palabras que me tengo que tragar frente a un cadáver,
Yo cuidaba una mujer que conocí por dentro,
Yo le vi el corazón palpitar desde el vientre.
Retuve en mi memoria su temperatura.
Me alimentó con su sangre varios años seguidos.
Yo me fui quedando en su casa ajena tomando notas de cómo muere
alguien que se quiere.
Yo trataba de encontrarme un sello de condena.
En aquel silencio de Dios olía muerte.
En vez de ovejas contaba corderos de sacrificio.
Yo pretendía que el mundo llorara mi desgracia.
Eran más de cuatro las direcciones del suelo.
Cuando volví a la calle desorientado y solo.
Bajo el intenso efecto de la desesperanza.
Portando mi dolor como una foto mía,
¿De qué huye un yonki del primer mundo económico?
¿Huye del olor de los billetes nuevos?
¿Evita contemplar tanta abundancia cerca?
¿Qué ahoga en el alcohol un elegido del stablishment?
No me calza tanto loco en un país tan cristiano.
¿Los cursos de cívica?
¿Sacerdotes pedófilos?
Cuando volví a la calle presumiendo de mi lástima.
Sintiéndome mártir.
Santo.
O elegido.
Y vi literalmente muertos de tristeza.
El odio es un arma de destrucción masiva.
Y la propia mente un campo de exterminio.
Prófugos de qué.
Borracho de mí,
Qué pueblo más rebelde es mi corazón.
Pensaba que de veras estuve en un encierro
mojando con lágrimas de salva el almanaque.
Enseñando mis llagas como condecoraciones.
La verdadera tristeza se pavonea invicta.
Por ejemplo en los ojos del hombre despreciado.
Que busca en su placer la muerte.
Su muerte.


A un Dios desconocido


Por el mismísimo tacón de todos los amantes
de cuyos besos sale el brote nuestro.
Ponernos nuestros vasos de barro
ante Tu rostro.
Como se junta el pueblo
para alabar Tu Nombre.
Dios feliz.
Nosotros.
No somos tan felices.
No siempre comprendemos
que será esta tristeza.
Este miedo de servir
y predicar razones
que la gente rechaza
ejerciendo su derecho.
Andar modestamente con Dios
dice Miqueas
y pregunto para mí
si es perder modestia
de andar contigo
amar una mujer como esta
en días como estos
y en corazón como este.
Este corazón de hombre
que tropieza
y se levanta
y sigue tal vez otro camino.

El poeta Joan Bernal.

sábado, 17 de septiembre de 2016

Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.

Tradiciones Peruanas. Ricardo Palma.
Editorial Kapelusz. Argentina. 1957.
El escritor peruano Ricardo Palma (1833-1919) cultivó todos los géneros literarios. Sus primeros poemas aparecieron en El Comercio de Lima cuando apenas tenía quince años de edad. A esa misma edad inició su carrera de periodista como director de El Diablo, un periódico satírico sobre temas políticos tan irreverente como punzante y divertido. Años después cambió la poesía por el teatro, en el que logró cierto éxito. Aunque su primer drama El hijo del Sol no se llegó a representar, otras obras suyas alcazaron gran popularidad. Lamentablemente solamente se conservan dos piezas teatrales de Palma, Rodil de 1851 (cuyo manuscrito apareció cien años después de su estreno) y la comedia El Santo de Panchita, escrita junto con Manuel Ascencio Segura. La razón por la que producción teatral de Palma se haya perdido fue que él mismo le prendió fuego.
Además de poesía y teatro, Ricardo Palma escribió cuentos, novelas, ensayos e investigaciones históricas sobre la Inquisición en Lima. Ejerció el periodismo toda su vida, fue iniciado en la Masonería, formó parte de la armada peruana, sirvió como diplomático y, en 1887, fundó la Academia Peruana de la Lengua, de la que fue su primer presidente. Los trabajos de Palma sobre filología y lingüística, como Neologismos y americanismos (1896) y Papeletas Lexicográficas (1903), abogan por la admisión de nuevos vocablos utilizados en el Español de América dentro del léxico oficial recogido en los diccionarios. 
Pese a esta magna obra, Ricardo Palma es recordado, ante todo, por los deliciosos relatos históricos titulados Tradiciones Peruanas, que comenzó a escribir en 1859. Curiosamente, la primera vez que Palma utilizó el término Tradición Peruana, fue en un relato de 1854, que llevaba por título Infernum el hechicero y que nunca fue publicado dentro de las series que después se hicieron famosas.
Palma encontró la fuente de sus Tradiciones en los documentos antiguos que estaban almacenados en el archivo de la Biblioteca Nacional, institución de la que fue director de 1883 a 1912. Repasando papeles amarillentos de todo tipo: correspondencia oficial, informes de autoridades, sumarios de juicios, testamentos y hasta cartas privadas, Palma empezó a familiarizarse con figuras del pasado virreinal que, lejos de parecer figuras acartonadas, saltaron ante sus ojos como personajes pintorescos y llenos de vida que se veían envueltos en situaciones descabelladas.
La información que constaba en actas era apenas un asomo de lo ocurrido y, para completar la historia, había que imaginar los detalles. Quienes utilizan las categorías de Ficción y No ficción para clasificar las narraciones, se verían en apuros ante las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma. Los acontecimientos y los personajes son históricos, pero los diálogos y la descripción de las escenas son inventados.
Las tradiciones, además, no pretenden estar totalmente apegadas a los hechos ni analizar objetivamente sus antecedentes y consecuencias, como si fueran investigaciones históricas. Tampoco buscan deslumbrar por su estructura o belleza expresiva ya que, en el fondo, no tienen grandes pretensiones literarias. Son, más bien, narraciones ligeras, coloquiales, en que lo sucedido se cuenta en tono chismoso. Al contar un chisme, nadie se pone grandilocuente ni brinda referencias sobre la veracidad de lo sucedido. De una u otra manera, todas las Tradiciones son cómicas, pero no generan carcajadas sino sonrisas. Virreyes, generales, regidores, caballeros y miembros de familias de abolengo, saltan de sus páginas llenos de vitalidad y encanto.
Los historiadores más estrictos, le han criticado a las Tradiciones su ligereza y sus inexactitudes. Los críticos literarios más exigentes le reclaman la simpleza de la prosa. Ni unos ni otros, han logrado comprender que Palma no hacía más que compartir con el gran público lo que iba descubriendo en el archivo.
A partir de 1860, las Tradiciones empezaron a ser publicadas en periódicos, no solamente de Perú, sino de toda América Latina. En Lima se publicaron los dos primeros libros con la colección de las Tradiciones, el primero en 1872 y el segundo en 1891. La edición completa y en tiraje masivo apareció en Barcelona en 1906 en cuatro volúmenes. Tras la muerte de Palma, el gobierno peruano auspició la edición completa de las Tradiciones, que fue de seis volúmenes, publicados por Espasa Calpe entre 1923 y 1939.
La edición que tengo en mi biblioteca es mínima. Un librito pequeño de la Editorial Kapelusz que solamente incluye quince tradiciones. Dado que la colección completa es de seis volúmenes, lo que he leído no pasa de ser algo así como la pequeña muestra que dan a probar para que uno se anime a comprar el queso entero. En mi caso, el propósito se cumplió. Aunque lo que he leído de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma sea poco, ese poco verdaderamente me ha encantado. Todavía no he podido adquirir la colección completa, pero no pierdo la esperanza de conseguirla en algún momento.
Desde la antigüedad clásica, los historiadores concentraron su atención en los conflictos políticos y militares generados en las altas esferas del poder. No ha sido sino hasta muy recientemente que los historiadores han vuelto su mirada al pueblo llano y se han dedicado a investigar la vida cotidiana en las diferentes épocas. En este sentido, Ricardo Palma puede considerarse un precursor de la tendencia. 
En una de sus tradiciones cuenta que de los primeros tres olivos traídos de España que fueron sembrados en Perú, uno fue robado y sirvió de inicio para un olivar famoso en Chile. El punto es que las aceitunas fueron, durante la época colonial y las primeras décadas de la independencia, un manjar apreciado pero escaso y terriblemente caro. Incluso en los grandes banquetes, a cada comensal se le servía solamente una aceituna. Existía el dicho "Aceituna, una". Cuando la producción creció y se llegaron a venderse cuatro aceitunas por un real, se servían cuatro aceitunas por cabeza pero, para evitar abusos, el nuevo refrán era: "Aceituna, oro es una, la segunda plata y la tercera mata", por lo que los invitados solamente comían dos y dejaban las otras dos sin tocar en el plato. Se acostumbraba acompañar con una aceituna la copa de aguardiente, de manera que, para no mencionar el licor por su nombre, los caballeros del Siglo XIX, incluyendo a Bolívar a San Martín, en vez de decir, "Vamos a tomar un trago", decían "Vamos a remojar una aceituna". La palabra aguardiente tiene once letras y, por ello, cuando no había aceitunas, se decía "Vamos a tomar once", expresión que, aunque con distinto significado, en la actualidad, se mantiene en algunos países de América del Sur.
Otro dicho al que Palma le encontró explicación en los papeles del archivo, tiene que ver con un romance entre Margarita, una niña inocentona que a los dieciocho años todavía jugaba con muñecas, y Luis, un joven elegante y apuesto que, aunque era sobrino de un viejo muy rico, no tenía ni dónde caerse muerto. Cuando se destapó el asunto, don Raimundo, el padre de Margarita, se opuso a que su hija se casara con un "pobretón". La palabra ofendió a don Torcuato, el tío de Luis, quien salió a dar la cara por su sobrino. Los jóvenes se amaban y deseaban casarse, pero los viejos se habían declarado enemigos. Don Raimundo intentó disculparse y estuvo dispuesto a entregar la mano de su hija junto con una generosa dote. Don Torcuato, por su parte, sostuvo que solamente aceptaría el enlace con la condición de que don Raimundo no entregara dote ni le diera regalo de bodas a su hija ya que su sobrino no era ningún "pobretón", que necesitara de nada más que el apoyo de su tío para fundar una familia. Don Raimundo insistió que quería obsequiarle algo a su hija. "Ni un alfiler", fue la respuesta de don Torcuato. Tras múltiples negociaciones, don Torcuato accedió que don Raimundo le regalara solamente una camisa. La sorpresa fue que la camisa estaba tenía, en vez de botones, valiosas joyas. Los hechos tuvieron lugar en 1765 y todavía a principios del Siglo XX en Perú se acostumbraba decir: "Me salió más caro que la camisa de Margarita Pareja."
Pero no todo son refranes. El azar tiene un gran peso en la vida de las personas. Sin mencionar nombres, cuenta la historia de un oficial del ejército español quien, desesperado por los atrasos de su sastre, que no le entregó un traje a tiempo, sacó su arma y lo mató. La misma noche del crimen, le confesó lo sucedido a su superior. En vez de arrestarlo y juzgarlo, que era lo que correspondía, su jefe le ofreció una puerta de escape. Si se hubiera enterado del asesinato por medios oficiales, tendría que abrirle una causa, pero como lo supo por la confidencia de un amigo, le sugirió que escapara antes de que el cadáver fuera descubierto y le llegaran con la noticia. El asesino del sastre, que no sabía hacer otra cosas que ser militar, se integró al ejército libertador y llegó a ser uno de los héroes de la batalla de Ayacucho. De no haber matado al sastre, habría luchado en el bando contrario.
Como pasa con todos los escritores populares, Ricardo Palma creó escuela. En mi país, Costa Rica, Ricardo Fernández Guardia, Gonzalo Chacón Trejos y Ricardo Blanco Segura, entre otros, han publicado narraciones breves sobre hechos simpáticos, asombrosos, absurdos o jocosos que encontraron mientras revisaban páginas amarillentas en los archivos. La historia no es tan aburrida como insisten en presentarla los profesores y los libros de texto. Los historiadores, cuando tienen buen sentido del humor y se permiten sazonar con un poco de imaginación sus hallazgos, son capaces de deleitarnos con narraciones que generan sonrisas.
INSC: 1706
Ricardo Palma (1833-1919). Poeta, narrador, historiador, lingüista y autor de
Tradiciones Peruanas.

domingo, 11 de septiembre de 2016

La edad de oro de José Martí.

La Edad de Oro. José Martí.
Editorial Gente Nueva. Cuba, 1999.
La obra de José Martí es tan amplia como diversa. Líder del movimiento de independencia de Cuba, periodista, ensayista y poeta, dentro de sus múltiples actividades Martí creó una hermosa revista para niños llamada La Edad de Oro. La publicación, editada en Nueva York, solamente tuvo cuatro números, los correspondientes a los meses de julio, agosto, setiembre y octubre de 1889.
Era un proyecto muy personal ya que, en todos los números publicados, Martí escribió la revista entera, desde la primera palabra hasta la última. Muy probablemente la traducción al español del poema de Ralph Waldo Emerson y el de Helen Hunt Jackson la haya realizado el propio Martí. Los dos cuentos de Edouard René de Laboulaye y el de Hans Christian Andersen que llegó a publicar en la revista, fueron reescritos por él en una adaptación libre.
Su intención, al fundar la revista, era, según él mismo dejó escrito en la primera entrega, que los niños aprendieran cómo se vivía antes y cómo se vive hoy, no sólo en América, sino también en otras tierras lejanas. Que comprendieran cómo se hacen las cosas de cristal y de hierro, los libros famosos y las religiones de los pueblos antiguos. Que se familiarizaran con lo que se hace en los talleres, donde suceden cosas más raras e interesantes que en los cuentos de magia.
El proyecto de Martí era ambicioso. Pretendía explicar lo que se sabe del cielo y del fondo del mar. También, por supuesto, incluiría poemas agradables e historias divertidas para que la revista entretuviera a los niños en sus ratos de ocio. 
En la primera página del primer número, Martí invita a los niños a que le escriban si quieren saber sobre algo que no encuentren en La Edad de Oro
Vale la pena hacer un repaso rápido sobre lo publicado. En la edición de julio de 1889, aparece un largo artículo titulado Tres héroes (sobre Simón Bolívar, el cura  Miguel Hidalgo y Costilla y José de San Martín), seguido por el cuento Meñique de Laboulaye y un poema de Emerson. Vienen luego una nota sobre La Iliada de Homero, un artículo sobre juegos nuevos y antiguos, y un cuento titulado Bebé y el Señor don Pomposo.
La edición de agosto abre con La historia del hombre contada por sus casas, en que se explica cómo las distintas civilizaciones optaron por formas de arquitectura acordes con sus particulares recursos y necesidades. Aparecen dos poemas, el cuento Nené traviesa, una nota sobre las ruinas precolombinas en México y un artículo sobre cuatro grandes artistas: el pintor Miguel Angel Buonarotti, el compositor Wolfang Amadeus Mozart, el dramaturgo Moliére y el poeta escocés Robert Burns.
El tercer número está dedicado casi en su totalidad a la Feria Mundial que se realizó en París, en julio de 1889 para celebrar el primer centenario de la Revolución Francesa. Ese año se inauguraron dos monumentos que llegarían a convertirse en verdaderos íconos: la torre Eiffel, en París, y la Estatua de la Libertad, en Nueva York, pero Martí ni siquiera los menciona y, en su lugar, opta por describir todas las cosas interesantes que logró ver en los pabellones de los distintos países participantes. Su decisión es verdaderamente sabia. Los editores de revistas dirigidas a un público específico, con frecuencia se sienten obligados a referirse al tema del momento, que ya ha sido cubierto ampliamente por los periódicos de circulación masiva y sobre el que no hay mucho que decir que ya no se sepa. Martí, al concentrarse en los detalles sorprendentes de la Feria Mundial, logró hacer contagioso su asombro. Además de su nota sobre la Feria, en este número vienen el cuento El camarón encantado de Laboulaye, una nota sobre el padre Bartolomé de las Casas y el poema Los zapaticos de Rosa.
Aunque fue publicada en formato de periódico,
La Edad de Oro estaba ricamente ilustrada.
Esta es la portada del primer número fechado
en Nueva York en julio de 1889.
El último número de La Edad de Oro, de octubre de 1889, incluye dos artículos extensos. El primero Un paseo por la tierra de los anamitas, describe la vida y costumbres de Indochina, mientras que el segundo, Historia de la cuchara y el tenedor, se refiere a los procesos industriales de las grandes fábricas. Siguen tres cuentos (La muñeca negra, Cuentos de elefantes y Los dos ruiseñores, este último basado en un relato de Andersen). Se incluye también una simpática nota sobre la reacción de los lectores sobre el artículo de la Feria Mundial publicado en el número anterior, en el que se dijeron cosas tan asombrosas que no faltaron quienes se negaron a creerlas.
Cada número cierra con unas palabras de despedida verdaderamente emotivas, como si Martí cerrara cada edición sin saber si habría otra en el futuro. No dispongo de datos sobre el alcance de la publicación ni tengo claro por qué la revista tuvo una vida tan corta pero, definitivamente, La Edad de Oro fue un proyecto valioso que aún hoy, a más de un siglo de distancia, podría servir de ejemplo a quienes escriben textos para niños.
Vistos por encima, los temas que tocó La Edad de Oro no parecen muy infantiles. Sin embargo, Martí supo reconocer que pese las limitaciones de lenguaje o de referencias que puedan tener, la principal cualidad de los niños es la curiosidad por todo lo que los rodea. Cualquier tema puede resultar interesante para ellos si quien se los plantea logra presentarlo como atractivo y fascinante. La curiosidad infantil no solo debe ser satisfecha sino también estimulada y desafiada. Tal vez sea necesario recurrir a un vocabulario no muy elevado y marcarles coordenadas que les permitan ubicarse, pero nunca hay que menospreciar la capacidad de comprensión de los pequeños. "Los niños saben más de lo que parece", dice Martí y, convencido de esta afirmación, actúa consecuentemente. En La Edad de Oro expone los temas de manera clara, pero sin llegar al extremo de explicar lo que no requiere explicación. Martí, el filósofo erudito, se pone al nivel de su joven público, pero no duda que los niños sean capaces de comprender los temas que les plantea.
Algunos escritores, al dirigirse a los niños, son incapaces de conectar con su sensibilidad, sus intereses y sus vocabulario. Otros, al intentar acercarse a su nivel, los tratan como si fueran tontos. Martí nunca cayó en esos extremos. Consciente de que la mejor forma de captar la atención de un niño es por provocando su asombro, como quien no quiere la cosa, los atrajo a interesarse por civilizaciones antiguas, episodios de la historia o personajes que, muy probablemente, nunca antes habían escuchado mencionar. Episodios tan complejos como las luchas de independencia o la Revolución Francesa, son explicados con claridad y sencillez en apenas un par de párrafos.
Verdaderamente impresionante es la forma en que Martí se refiere a hechos dolorosos con el cuidado de no provocar odio hacia quienes actuaron indebidamente, sino de generar solidaridad con los que sufrieron y admiración por quienes tuvieron la valentía de buscar una solución.
Entre líneas, exalta valores fundamentales como el heroísmo, la libertad o la justicia, pero sus escritos son mucho más que el soporte de una moraleja. No les cuenta historias a los niños solamente para inculcarles principios o enriquecer su cultura general, sino también para deleitarlos con lo atractivo del relato en sí mismo.
Una vez escuché decir a una persona que se presentaba como "especialista", que el propósito de la literatura infantil es enseñarles a los niños a evitar peligros y plantearles problemas para que descubran cómo pueden ser resueltos. Esa opinión, que considera la mente de los niños como un disco duro en blanco al que se le deben introducir programas con funciones específicas es, lamentablemente, la que impera. En la oferta actual de libros para niños, hay pocos que apelen a su capacidad de asombro, su sensibilidad por la belleza, su curiosidad por el entorno, su habilidad de comprensión y su innegables deseos de conocer y disfrutar el mundo que están descubriendo.
Los cuatro números de La Edad de Oro, reunidos en un solo volumen, son un libro pequeño. El ejemplar que tengo, publicado en Cuba por la Editorial Gente Nueva, es de apenas doscientas ochenta y dos páginas.
Bien harían los escritores de literatura infantil de hoy en día en prestar atención a la técnica y el estilo de Martí. Bien harían los padres de niños pequeños en darles a sus hijos a leer La Edad de Oro, un libro que ofrece diversos vistazos sobre el mundo en el que, más que explicar cómo es o cómo funciona, expone lo interesante, complejo y hermoso que es.
INSC: 1522
José Martí (1853-1895) Poeta, periodista, ensayista, líder del movimiento de
independencia de Cuba y editor de una revista para niños.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Pío II: Único Papa que escribió sus memorias.

Así fui Papa. Pío II. Antonio Castro
Zafra. Argos Vergara. España. 1980.
Eneas Silvio Piccolomini (1405-1464) escribió alrededor de veinte libros sobre historia y geografía. Su obra Cosmografía, en la que consigna la ubicación de los continentes y la posición de los astros en el firmamento, llegó a ser un documento de consulta fundamental para los cartógrafos y navegantes de su tiempo. En la biblioteca de Cristóbal Colón, el ejemplar de la Cosmografía de Piccolomini estaba lleno de anotaciones escritas a mano en los márgenes y totalmente arrugado por el repaso constante. 
Piccolomini se ocupó también de otros temas: escribió un tratado sobre la importancia de la enseñanza de la gramática, un largo texto sobre Europa, libros de viajes por Escocia y Alemania, la biografía de Federico III, un par de obras de teatro y una novela amorosa.
Su vida fue tan diversa como su obra literaria. Estudió los clásicos latinos, fue poeta laureado, diplomático, secretario de un antipapa, de un emperador y de un papa. Nunca se casó, pero se sabe que tuvo dos hijos, uno en Escocia y otro en Estrasburgo, Francia. Se tiene constacia que el niño francés murió a los ocho años de edad pero no se sabe nada del escocés.  
Muy joven, al escuchar la predicación de San Bernardino de Siena, Eneas Silvio creyó sentirse llamado a la vida religiosa, pero el propio San Bernardino, que conocía bien la debilidad del muchacho por las mujeres, lo hizo desistir de la idea de ordenarse. Sin embargo, tras haber culminado una carrera exitosa como humanista, erudito y diplomático, Eneas Silvio optó por el sacerdocio. En seis semanas pasó de diácono a Obispo y, para hacer el cuento corto, en apenas doce años pasó de laico a Papa.
Al ser electo Romano Pontífice, en agosto de 1458, cuando le preguntaron cómo quería ser llamado, Eneas Silvio recordó que en la Eneida de Virgilio, su libro favorito, se llamaba Pío Eneas al protagonista y, por ello, decidió llamarse Pío.
La tarea que tenía al frente, como papa, no era nada sencilla. Los príncipes europeos se hacían la guerra constantemente y había que saber manejar bien las alianzas para evitar conflictos mayores, la curia romana era un centro de corrupción en que nadie confiaba en nadie, los obispos y el clero llevaban una vida disoluta y poco ejemplar y, para completar el cuadro, Constantinopla acababa de ser tomada por los musulmanes. Varios papas habían intentado, sin éxito, detener el avance islámico, establecer la paz entre las naciones europeas y emprender la reforma de costumbres. Pío II tampoco lograría avances significativos en ninguno de esos campos pero, al igual que sus antecesores, al menos lo intentó. 
Aunque los asuntos que debía atender eran muchos y muy complicados, Pío II encontró tiempo para dictar en latín unos apuntes autobiográficos a los que llamó Commentarii rerum memorabilium quae temporibus suis conigerunt (Comentarios de cosas memorables que ocurrieron en su tiempo). Dos semanas antes de su muerte, el papa revisó sus Commentarii y, tras aprobarlos, dispuso que no fueran publicados hasta que hubieran transcurrido cien años de su fallecimiento.  Según explica él mismo, lo único que pretendía al dejar escritas sus memorias era que quienes estudiaran su pontificado tuvieran su versión de los hechos para poder comprenderlos mejor.
Dejó escrito: "Si con la muerte se acaba todo, en nada puede ayudarme la fama del mundo. Si después de abandonar el peso del cuerpo seguimos viviendo, en la desgracia suprema no habrá placer alguno, ni siquiera el de la fama, y en la felicidad del cielo nadie crece por los elogios de los hombres."
Recuerda a sus padres Silvio y Vittoria, quienes tuvieron dieciocho hijos, pero nunca tuvieron vivos más de diez y, al final, solamente llegaron a ver adultos a tres: a Eneas Silvio y a sus hermanas Laudomia y Catalina. 
Cuarto hijo de un noble arruinado, Eneas Silvio pasó toda su infancia y juventud cultivando la tierra. Siendo niño, se dio un fuerte golpe en la cabeza, al que su familia atribuyó el despertar de una inteligencia prodigiosa. Su padre, que supo lo que era tener una gran fortuna y perderla, le aconsejó que estudiara todo lo que pudiera. "La cultura es un tesoro que nadie podrá arrebatarte", le dijo.
Luego de trabajar en los cultivos, el joven Eneas Silvio se aprendía de memoria los textos de Cicerón y Virgilio. Luego estudió a Terencio, Ovidio y Plauto hasta llegar a dominar a la perfección el latín.
Su padre, su maestro y su párroco le daban lecciones, pero los conocimientos de estos tres personajes tenían un límite al que el joven estudiante se aproximaba aceleradamente por sus ansias de saber. Aunque era el único hijo varón de la pareja, fue enviado a estudiar en Florencia.
Eneas Silvio Piccolomini se tomó el consejo de su padre muy en serio. Llegó a convertirse en una autoridad en Latín, Historia, Literatura, Filosofía, Geografía y Astronomía. Sus servicios eran solicitados por obispos, cardenales, príncipes y el propio Emperador. Sin embargo, Eneas Silvio nunca pudo hacer fortuna. Apenas tenía para ir pasando y cada vez que tenía que gastar sus últimas monedas, no tardaba en aparecer un nuevo encargo. El asunto tampoco lo preocupaba: "No le temo a la pobreza porque estoy acostumbrado a ella".
Su primera visita a Roma, sede de la civilización latina que tanto admiraba, fue una desilusión. En la ciudad eterna encontró más ruinas que edificios. Las casas eran de adobe y los habitantes ponían en las puertas cadenas y palos atravesados por miedo a los ladrones.
Eneas Silvio participó como experto en el Concilio de Constanza, en el que defendió la tesis de que la autoridad del Concilio está por encima de la del Papa. Formó parte también de un complot para secuestrar al Papa Eugenio IV. Luego se integró a la corte imperial y llegó a ser espía en Escocia.
Aunque en sus Commentarii evita brindar detalles sobre su vida privada y oculta episodios escabrosos y aventuras románticas, en algún momento confiesa que no es casto sino, solamente, un poeta. Piccolomini se oponía al celibato y consideraba conveniente y saludable que los sacerdotes tuvieran esposa e hijos.
Papa Pío II.
Pinta una imagen muy negativa del episcopado y del clero de su época, en la que abundaban obispos que ni siquiera residían en sus diócesis, clérigos que no atendían sus obligaciones y altos prelados que solamente se dedicaban a negociar beneficios.
Verdaderamente simpáticas son las páginas en que se refiere a las miserias de la corte. En aquella época no había normas de etiqueta. Al sentarse a la mesa no se sabía qué platos se iban a servir ni en qué orden. Como los sirvientes comían las sobras de los comensales, servían de primero los peores alimentos y los invitados, que no sabían si habría algo más después, se atiborraban de nabos, panes y sopa. Entonces, cuando venían las carnes bien adobadas y las salsas más exquisitas, como ya los convidados se habían saciado quedaba más para la servidumbre. Menciona que la carne de oso se servía con más frecuencia que la de vaca. En aquellos tiempos, las vacas se vendían a precio alto, pero para comer oso bastaba con ir al monte a cazarlo.
El papa Calixto III (Primer papa Borgia), nombró cardenal a Eneas Silvio motivado, en gran medida, por sus dotes intelectuales. Su nombramiento no fue muy bien visto en el Colegio Cardenalicio. "Nada molesta más a un cardenal que el nombramiento de nuevos cardenales", dijo Piccolomini.
A la muerte de Calixto III, era evidente que su sucesor sería el cardenal Doménico Capránica, un hombre culto, devoto, de vida y trayectoria intachable que, sin duda, podría por fin llevar a cabo la reforma que la Iglesia necesitaba con urgencia. Sin embargo, el cardenal Capránica murió repentinamente poco antes de que se convocara el Cónclave. No faltaron los rumores sobre un asesinato planificado y ejecutado a toda prisa.
En sus Commentarii, Piccolomini cuenta todos los detalles del Cónclave de agosto de 1458, incluyendo nombres, números de votos y maniobras desesperadas. De los veintiséis cardenales que formaban el Colegio, solamente dieciocho llegaron a tiempo para ingresar. Eran ocho italianos, cinco españoles, dos franceses, dos griegos y un portugués. Piccolomini iba tranquilo porque no tenía ninguna posibilidad de salir electo. Su vida personal, sus escritos sobre la supremacía del concilio, su afición a autores paganos, su rechazo del celibato y el hecho de ser autor de poemas, obras de teatro y una novela lo descalificaban para el pontificado. Su candidato era el cardenal Felipe de Bolonia y, desde la primera sesión, hizo público su voto y declaró que no iba a cambiarlo.
Para ser electo, se necesitaban dos tercios de los votos, es decir, doce votos. Se hacía una votación y si ninguno de los candidatos obtenía la cantidad de votos requerida, se abría la posibilidad de que los cardenales cambiaran su voto en voz alta. Hubo dos votaciones, ambas con humo negro. Los candidatos principales eran el cardenal de Rouen y el de Bolonia. 
La tercera noche del cónclave, el cardenal de Rouen esperó a cada elector en un lugar al que inevitablemente debían ir en algún momento. Ni más ni menos que en las letrinas. Allí fue convenciéndolos uno a uno de que su elección era inevitable ya que había obtenido la promesa de más de doce votos. Todos cayeron en la trampa y con tal de no quedar mal con el inminente nuevo Papa, fueron a acostarse dispuestos a darle su voto a la mañana siguiente. Piccolomini no fue a las letrinas debido a que estaba inmobilizado por la gota. Cuando la enfermedad se manifestaba, una de sus piernas quedaba totalmente paralizada. Al amanecer, el propio Felipe de Bolonia, su candidato, le informó a Piccolomini que el Cardenal de Rouen iba a ser electo por unanimidad. Ya en la sala del cónclave, Piccolomini tomó la palabra, dijo que el peor pecado que podía cometer un cardenal era escoger un papa indigno y, como quien no quiere la cosa, mencionó las letrinas e invitó a los cardenales a votar de acuerdo con su conciencia. El resultado de la elección fue de tres votos para Felipe de Bolonia, seis votos para el cardenal de Rouen y nueve para Piccolomini.  Dos cardenales que habían votado por Felipe de Bolonia cambiaron su voto por Piccolomini y cuando el cardenal Colonna se puso en pie, los partidario del cardenal de Rouen intentaron sacarlo de la sala para evitar la elección pero justo en la puerta Colonna gritó: "Voto por Piccolomini y lo hago Papa."
Alguien dijo: mundano, poeta, pobre, enfermo y Papa. Y Piccolomini, estupefacto, se echó a llorar. Recuerda que el rostro del Cardenal de Bolonia, su candidato, era el que mostraba mayor felicidad.
Uno de sus adversarios, para congraciarse con el nuevo Pontífice, al momento de felicitarlo le dijo que la única razón por la que no le había dado su voto era por su pierna paralizada. Piccolomini le contestó que ni él mismo tenía un concepto tan alto de su persona. "Al mirarme a mí mismo, encuentro muchos defectos más serios que mi pierna inútil."
Cuando le dieron a escoger joyas de sus predecesores, en son de broma preguntó si podrían traerle alguna de San Pío I, quien había sido Papa del año 140 al 155, cuando la iglesia era perseguida y los pontífices no usaban joyas.
Pío II era cargado en una silla porque no podía
caminar. El uso de la sede gestatoria se man-
tuvo por más de quinientos años. El último
papa en usarla fue Juan Pablo I en 1978.
El día de su coronación, la multitud se tiró sobre él y estuvo a punto de caer del caballo. El dolor de su pierna enferma era en ocasiones tan intenso que le impedía caminar, por lo que empezó a desplazarse en una silla cargada en hombros. Como elevado sobre las cabezas de los fieles, el Papa lucía visible e imponente, la costumbre de la entrada en un trono portátil se mantuvo por más de quinientos año. El último papa en usar la sede gestatoria fue Juan Pablo I en 1978.
En los Commentarii, Pío II se refiere en detalle a los asuntos que le tocó atender como Pontífice. Menciona que cuando era nuevo en el cargo, confiaba en sus colaboradores y firmaba cuanto documento le pusieran al frente. Luego descubrió que en muchos casos las resoluciones no se fallaban de acuerdo con estudios rigurosos sino por la cantidad de dinero recibido de las partes interesadas. Con cierta amargura confiesa que en toda la curia contaba apenas con seis personas de su absoluta confianza y que los cardenales, quienes supuestamente debían ser sus colaboradores más cercanos, se conviritieron en su mayor pesadilla. Ya como Papa, tuvo una perspectiva más amplia y detallada de la corrupción del clero. Recibió un informe sobre el superior de una orden religiosa que prostituía las vírgenes consagradas. "Apenas suelta una, toma a otra", decía el documento. La correspondencia con los monarcas no era respetuosa. Todos se mostraban arrogantes y caprichosos. Los obispos y los clérigos en general eran vanidosos e ignorantes y de no ser por las intrigas que urdían unos contra otros, se pasaban la vida sin hacer nada. Pío II trató de entender su época. Estudió a fondo el Islam, que dominaba todo el norte de África, varios reinos de España, la Tierra Santa y hasta la ciudad de Constantinopla. Para referirse a los cristianos que vivían entre los urales y el Atlántico, Pío II empezó a usar una palabra que luego se volvería muy popular: los llamó "europeos".
Naturalmente, el papa Piccolomini creía en Dios, pero no era un hombre muy devoto. Todas las mañanas asistía a Misa, pero muy raras veces la celebraba él mismo. Aún después de su elección como Papa, siguió siendo un filósofo, un humanista. Intentó convocar la novena cruzada para rescatar la Tierra Santa, pero los tiempos de las cruzadas ya habían pasado. Pío II murió en el puerto de Ancona, frente al mar Adriático, cuando se disponía embarcarse con tropas rumbo a Palestina. 
Según la disposición del propio papa, sus Commentarii, debían ser publicados cien años después de su muerte. Ya él había escuchado que en la ciudad alemana de Mainz se había inventado un sistema que permitiría reproducir los libros como si fueran naipes. Se refería a la imprenta de Guttenberg que imprimió la Biblia en 1456 y que ciertamente facilitó la producción editorial. Eneas Silvio Piccolomini nunca llegó a ver un libro impreso. Todos los libros que tuvo eran copiados a mano.
La edición de los Commentarii se realizó tarde e incompleta. En 1584 (ciento veinte años después de la muerte del Papa), el arzobispo de Siena mandó publicar las memorias de Pío II, pero como la obra estaba llena de episodios de corrupción en el clero, la censura eclesiástica suprimió ni más ni menos que dos tercios del original.
En 1980, Antonio Castro Zafra publicó con Argos/Vergara el libro Así fui Papa, basado en los Commentarii de Piccolomini. Esta obra incluye los episodios escabrosos, pero el traductor se tomó más libertades de las convenientes. Piccolomini, al estilo de Julio César, se refirió a sí mismo en tercera persona, pero Castro Zafra, no está claro con qué motivo, cambió el texto a primera persona. Los Comentarios fueron dictados sobre diferentes temas en distintos momentos y Castro Zafra, para facilitar la comprensión, los acomodó en orden cronológico e introdujo fragmentos de otros textos suyos. La lectura de Así fui Papa, es fluida y amena, pero no deja de incomodar el estar leyendo un texto del siglo XV retocado en el siglo XX. El mismo título Así fui Papa, es un gancho de ventas. ¿Quién habría comprado un libro titulado Comentarios de eventos memorables que ocurrieron en su tiempo?
Se conserva un diario del Papa Juan XXIII y numerosas cartas personales de Pablo VI. Juan Pablo II y Benedicto XVI, ya siendo papas, han concedido largas entrevistas en que se han referido a momentos específicos de sus vidas. Algo similar ha hecho el Papa Francisco. Sin embargo, los Commentarii de Pío II constituyen la única autobiografía legada por un Papa a la posteridad. Irónicamente, la versión definitiva fue aprobada por su autor en 1464 y esta es la hora en que aún no se ha publicado una versión íntegra.
INSC: 0341
Eneas Silvio Piccolomini (1405-1464) Papa Pío II de 1458 a 1464.
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