viernes, 22 de mayo de 2015

El coronel no tiene quien le escriba.

El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García
Márquez. Editorial Oveja Negra, Colombia, 1981.
El coronel no tiene quien le escriba fue el primer libro de García Márquez que leí y me atrapó desde la primera línea. Cuando va prepararle el café a su esposa, el coronel descubre que el tarro no queda más que una cucharadita. Entonces derrama más de la mitad del agua caliente sobre el piso de tierra, raspa con una cuchara el tarro para sacarle hasta la última partícula, prepara la bebida y, al entregarle la taza a su mujer que apenas despierta, le dice que él ya tomó. Esa escena inicial muestra la caballerosidad del coronel, el amor de la pareja y la pobreza en que viven. 
La salud del par de viejos no anda bien. La señora debe guardar cama debido al asma y el coronel sufre de un problema intestinal que, quién sabe por qué, se agudiza cada mes de octubre. A Agustín, su único hijo, lo mataron en la gallera en diciembre del año anterior por andar metido en movimientos clandestinos. Además del vacío de su ausencia, Agustín solamente les dejó a sus padres una máquina de coser y un gallo de pelea. La máquina de coser la vendieron y, rindiéndolo al máximo, el dinero que obtuvieron por ella les ha servido al coronel y a su esposa para comer durante meses. El gallo sigue en casa y el coronel espera con ansias el día 20 de enero en que lo echará a pelear en la gallera. Todo el pueblo sabe que ese gallo es un campeón y los muchachos de la sastrería en que trabajaba Agustín, a quienes el coronel visita diariamente, están ahorrando para apostarle. 
Pero enero está muy lejos de octubre si no se tiene ni un centavo. El coronel, que no tiene ni para comer, está dispuesto a pasar hambre resignadamente, pero le preocupa la salud y el bienestar del gallo. Los dos días que pasó sin alimentarlo, porque no tenía ni un grano de maíz, temió que pudiera morir. Su esposa, más práctica y menos soñadora, trata de de convencerlo de que lo mejor es deshacerse del animal. Nada relacionado con la gallera puede entusiasmarla porque allí mataron a su único hijo. Los muchachos de la sastrería, al enterarse como está el asunto, se encargan de la alimentación del gallo y le llevan tanto maíz que alcanza hasta para que coman el coronel y su esposa.
El gallo no es la única esperanza del coronel, quien recibió su grado militar a los veintidós años al haber desempeñado misiones delicadas en la guerra civil. Bastante tiempo después de terminado el conflicto, el gobierno ofreció una pensión a los veteranos y el coronel llenó su solicitud y la envió a las autoridades correspondientes. Aunque lleva ya quince años esperándola, está seguro que muy pronto, tal vez la otra semana, le llegará la carta con la resolución favorable a su solicitud. Cada viernes camina hasta el puerto a esperar el bote que trae, además de mercaderías y pasajeros, el saco del correo, al que el coronel sigue con la mirada desde que lo desembarcan hasta que lo vacían. Para el encargado de repartir la correspondencia ya es rutina exclamar, al terminar su faena, "Nada para el coronel".  
Llega el momento en que lo único más o menos de valor que les queda es un cuadro y un reloj y cuando la señora, muy preocupada, le informa al coronel que se los ofreció a varias personas y ninguno quiso comprarlos, el coronel, muy dolido en su orgullo, simplemente exclama: "Así que ya todos saben que nos estamos muriendo de hambre".
Siempre está abierta la posibilidad de vender el gallo. Don Sabas, el ricachón del pueblo, compadre del coronel, le dijo que el animal bien valía unos novecientos pesos, pero cuando, en un momento de debilidad, el coronel ofreció venderlo, don Sabas le ofreció cuatrocientos. Su intención, naturalmente, era revenderlo. Don Sabas, en palabras del médico, ama más el dinero que su pellejo.
El gallo, en todo caso, no solo es la última esperanza del coronel, sino del pueblo entero. Todos quieren verlo triunfar. A principios de diciembre, ya en una situación desesperada, el coronel, que siempre sueña estar enredado en telarañas, desearía acostarse a dormir y no despertar sino hasta el veinte de enero. No le queda nada material, no sabe si al día siguiente ni en las semanas siguientes tendrá un pan que llevarse a la boca, pero una cosa está decidida: El gallo no se vende y punto.
El coronel no tiene quien le escriba es una novela breve en la que las descripciones son mínimas y los diálogos, escuetos. En este, como en todo relato escrito con economía de palabras, es mucho más lo que se insinúa que lo que se muestra. No son necesarias descripciones detalladas para formarse una idea clara del pueblo, su puerto, su templo, su cine, los almacenes de los sirios y las casas de sus habitantes. Tampoco es necesario entrar en detalles para retratar los rasgos, tanto exteriores como interiores, del coronel, su mujer, el médico, don Sabas y los muchachos de la sastrería.   García Márquez, en este libro, es un narrador puro que nos cuenta lo que ocurre sin entrar a valorarlo. No hay, en todo el texto, ni un solo adjetivo que subraye lo injusta, dolorosa y desesperada que es la situación del coronel. La pobreza del coronel, como la riqueza de don Sabas, la muerte de Agustín, el toque de queda, o la censura del cura sobre las películas simplemente son así y así se cuentan. Uno de los momentos más tensos de la novela, por cierto, se resuelve con la mayor naturalidad. El coronel estaba con sus amigos cuando llegó la policía a hacer un registro. Todos pusieron las manos en alto y el coronel, al sentir en su espalda el cañón de un rifle solamente pensó en su mala suerte. Circulaba de mano en mano una hoja clandestina y él, en ese preciso instante, la tenía en el bolsillo. Al volverse se encontró frente a frente, por primera vez, con el asesino de su hijo. Con la mano apartó el rifle y dijo simplemente: "Con permiso", a lo que el gendarme respondió: "Pase usted, coronel."
Pese a ser dramática, la pobreza del coronel es digna. Arregla su ropa y le saca brillo a sus zapatos al salir a la calle y cada noche fumiga la casa para minimizar el molesto ataque de los insectos. El coronel no inspira lástima, sino respeto. No usa sombrero para no tener que quitárselo ante nadie. El libro no tiene ni un solo lamento, sino que está frecuentemente salpicado de un fino e ingenioso humor. No hay nada mejor tregua en medio de las preocupaciones que reírse un poco.
Definitivamente, la esperanza es lo último que se pierde y, aunque cada semana de los últimos quince años tenía el habitual trago amargo de otro viernes sin carta, el coronel no dejaba de asistir al puerto para ver el arribo del saco del correo. El gallo era su última carta. "Una ilusión que cuesta caro", le dijo su mujer, "porque la ilusión no se come". "No se come, pero alimenta", respondió el coronel.
"Este es el milagro de la multiplicación de los panes y los peces", exclamaba cada vez que se sentaba a la mesa. Después de todo, agregaba, "si nos fuéramos a morir de hambre ya nos habríamos muerto."
El poeta Osvaldo Sauma dice que "cada uno lee en el otro el cúmulo de sus propias miserias." Los libros que más nos conmueven son aquellos que de alguna forma logran tocar una fibra sensible de nuestra propia experiencia. Sin haber llegado necesariamente al extremo en que llegó el coronel, creo que todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos sido solitarios derrotados sin más recurso que una esperanza lejana. Si no creyéramos que, tal vez el otro viernes, llegará nuestra carta o que en ese veinte de enero que se aproxima a paso lento triunfará nuestro gallo, no podríamos sostenernos en pie.
INSC: 0039

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