domingo, 17 de mayo de 2015

Historia oculta de los reyes.

Historia oculta de los reyes. De Jaime I de
Aragón a Carlos II el Hechizado. Óscar
Herradón Ameal. Akásico Libros.
España, 2010.
Al ser derrocado, en 1953, Faruk el rey de Egipto afirmó: "En el futuro solamente habrá cinco reyes: los cuatro de la baraja y el rey de Inglaterra."  Poco antes, el mismo Faruk, procurando recuperar algo del respeto perdido, se había declarado descendiente del profeta Mahoma pero nadie, que se sepa, lo tomó en serio. Proclamar semejante parentesco, en la segunda mitad del Siglo XX, era algo que hasta los más fieles monárquicos considerarían absurdo y ridículo. Sin embargo, en gran medida el poder de los reyes se sostuvo gracias a la idea de que su autoridad tenía origen divino.
Actualmente, las monarquías que han llegado al siglo XXI son apreciadas como una tradición histórica inofensiva de ceremonias llamativas,  o criticadas como una carga anacrónica que no tiene sentido y se mantiene por pura inercia. En el debate actual, tanto los críticos como los admiradores de la monarquía se concentran en el papel ceremonial de la corona, su limitada área de acción y la conducta, constantemente vigilada y no siempre intachable, de los miembros de la realeza.
Para una mente del Siglo XXI no hay razón que justifique un puesto vitalicio y hereditario en ningún cargo, y muy especialmente en el de Jefe de Estado. Al echar la vista atrás y repasar la historia, uno acaba sorprendido de que numerosas monarquías hubieran llegado al Siglo XX sostenidas en una concepción medieval. La familia imperial rusa o austriaca, por ejemplo, en medio de la I Guerra Mundial todavía creían que su autoridad era de Derecho Divino. 
Cuando uno se pone a leer libros sobre reyes se encuentra con complicados árboles genealógicos, alambicadas intrigas, alianzas y traiciones, juegos de poder e intereses por ganar territorios y riquezas por medio de las armas. Sin embargo, todas estas apreciaciones pasan por un alto un elemento fundamental, que es el trasfondo mágico que sostenía todo aquello.
Tras la Ilustración, la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, tenemos claro que todos los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos y que el poder viene del pueblo. Cada vez leo en un libro de historia que Fulanito de Tal tenía derecho al trono, tengo problemas para comprenderlo porque nadie tiene derecho a trono alguno.   De hecho, una de los retos más complejos a la hora de leer historia es tratar de comprender la mentalidad de la época. No solo el pretendiente creía tener "derecho" a reinar, sino que el mismo pueblo, dividido en bandos, también creía alguien tenía "derecho" a reinar sobre ellos.
En este sentido, ha sido muy ilustrativo para mí leer el libro Historia oculta de los reyes de Óscar Herradón Ameal, que consta de un ensayo introductorio verdaderamente interesante y cinco sorprendentes biografías de monarcas españoles.
El ensayo con que empieza el libro deja claro que el poder de los reyes, más allá de sus armas y riquezas, estuvo basado en la creencia generalizada de que la autoridad del monarca venía directamente de Dios y su persona era sagrada. Incluso en el caso de que un rey fuera derrotado por las armas, acabara en la bancarrota o diera muestras de ser incapaz para ejercer el cargo, la superstición que existía alrededor de su persona y figura habría sido suficiente para sostener la lealtad de sus súbditos.
En ciertas culturas antiguas, Egipto, Japón o China por ejemplo, el monarca, más que una autoridad puesta por Dios, era considerado una deidad en sí mismo. Recuerdo que en la biografía que escribió Emil Ludwig sobre Cleopatra, se menciona lo difícil que era para ella comprender el gobierno de Roma, que era una república y se contrariaba al ver que su amado Julio César no tenía una autoridad incuestionable, sino que tenía que vivir atento e inmerso en las movidas del Senado. No fue sino hasta muchos años después que los césares fueron considerados, en vida, criaturas divinas. Los césares que pretendieron recibir culto como dioses se cuentan literalmente con los dedos de una mano: Calígula, Domiciano, Aurelio, Heliogábalo y Diocleciano.
El libro menciona que en el pueblo Shilluk de Sudán, cuando notaban algún síntoma de debilidad en su rey como, por ejemplo, que no pudiera satisfacer sexualmente a las mujeres, optaban por matarlo. Esta referencia me hizo recordar la novela El reino de este mundo de Alejo Carpentier. En África, la tierra de Ti Noel, el rey era sacerdote, padre, guerrero y cazador, mientras que en Francia, el rey cazaba con la ayuda de monteros, podía ser regañado por un confesor, veía la guerra de lejos y con gran dificultad lograba ser padre de un principito tan enclenque y debilucho como él.
Como en la Biblia se cuenta que Saúl fue ungido rey por Samuel, los reyes cristianos, a partir de Carlomagno, empezaron también a ser ungidos. De hecho, durante toda la edad media y hasta los tiempos de la contrarreforma, los monarcas no eran considerados clérigos ni laicos, sino que se ubicaban en lo que podríamos llamar un estado intermedio, porque su vida era secular pero su misión era sacerdotal. La corona, el cetro, el globo, la espada, así como otras joyas y objetos propios de su oficio, tenían carácter de talismán y representaban poderes sobrenaturales.
Se consideraba que los reyes tenían el don de la profecía y, por ello, se le prestaba mucha atención a sus sueños. Las biografías de reyes antiguos están llenas de eventos extraordinarios. Al rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, por ejemplo, se le apareció San Juan Evangelista. Se creía que los sétimos hijos varones de un monarca podían ser curanderos con poderes asombrosos, aunque existía también la posibilidad de que se convirtieran en hombres lobo.
A los reyes se les atribuía también el don de sanar imponiendo sus manos. San Luis, rey de Francia, tocaba las llagas de los heridos para curarlos. Luego se lavaba las manos en una tina y esa agua se la bebían los mismos enfermos para terminar de curarse. Luis XVI, el decapitado por la revolución, fue el último monarca en imponer las manos para curar. Años después, en 1825, a la muerte de Luis XVIII, Carlos X subió al trono de Francia y en una visita a un hospital se le solicitó que impusiera sus manos para sanar enfermos. La superstición había sobrevivido tras la Revolución Francesa y había llegado al Siglo XIX.
Tras la exposición detallada de los poderes mágicos que se atribuían a los reyes, el libro incluye cinco notas biográficas sobre Jaime de Aragón, Alfonso X el Sabio, Felipe II, Felipe IV y Carlos II el Hechizado.
Hay que aclarar que el título del libro es algo ambiguo. Historia oculta de los reyes, no se refiere, como uno pensaría de primera entrada, en datos poco conocidos, sino en la presencia del ocultismo en la vida de estos monarcas.
Jaime de Aragón dejó escritas, o mandó escribir, unas memorias donde deja clara su convicción de que tanto él como sus antepasados estaban emparentados con la divinidad. Su padre, Pedro II, era bastante mujeriego, pero a su esposa María de Montpellier la aborrecía de tal forma que no soportaba mirarla a la cara. Para que el matrimonio fuera consumado, debieron recurrir a una trampa. Le dijeron que una de sus amantes lo esperaba en una habitación oscura. María, que tampoco sentía afecto por Pedro, consintió en recibirlo solamente por cumplir con su deber de darle un heredero. Cuando el acto estuvo consumado aparecieron notarios alumbrados con candelas. El rey Pedro se indignó al ver que la mujer que tanto lo había complacido era su esposa y, del disgusto, se marchó y no volvió a verla nunca más. El encuentro, en todo caso, dio fruto, ya que nació don Jaime quien, a los diez años se puso la armadura para no volvérsela a quitar hasta su muerte, acaecida cuando había alcanzado la avanzada edad de sesenta y un años.
Alfonso X el Sabio era hijo de Fernando III, proclamado santo por matar infieles, y bisnieto materno de Federico I Barbarroja. En una batalla se le apareció el apóstol Santiago, para echarle una mano a las tropas cristianas en su matanza. De ahí viene aquello de "Matamoros". Alfonso X impulsó la lengua castellana, frente al latín, y concedió también importancia al catalán y al gallego, que utilizó en sus composiciones poéticas. Fundó en Toledo, su ciudad natal, la Escuela de Traductores, donde acogió grandes sabios cristianos, judíos y musulmanes con el fin de que tradujeran del latín al castellano textos de la más variada índole. También fue el impulsor de dos grandes obras de historia, una universal y otra de España. Sus Siete partidas regularon el derecho civil, penal y eclesiástico durante siglos. Alfonso creía en la intervencion divina en cualquier acto de la vida cotidiana, le daba gran importancia a los nombres y a los números y, como parte de su curiosidad científica, histórica y literaria, estudió también la magia, las piedras y los minerales, así como la astrología y la alquimia.   Recibió una embajada del sultán de Egipto que le llevó como obsequio, una jirafa, con la que acabó inaugurando un zoológico con animales nunca antes vistos en España. 
Felipe II, el rey burócrata, religioso y coleccionista de relojes, presidía un corte excéntrica en la que la demencia era cosa común. Su madre, Isabel de Portugal, comía sola y en silencio mientras tres damas arrodilladas junto a su mesa le alcanzaban los alimentos. Su hijo don Carlos, con el lado derecho de su cuerpo paralizado, era sádico, torturador de animales y perennemente enfermo pese a los cuidados de su médico Andrés Vesalio. Los tiempos de Felipe II fueron los de la Inquisición y los libros prohibidos. Prohibió que los españoles estudiaran en universidades de otros países para evitar que se contagiaran de nuevas ideas. Era un hombre incapaz de delegar y creía que su deber era tomar todas las decisiones. Construyó El escorial porque en la zona había una mina de hierro que en sus excavaciones, había alcanzado tal profundidad que llegó hasta las puertas del infierno y, con el edificio, pretendía evitar la salida de los demonios. Para hacer más eficiente el sello, reunió una impresionante colección de reliquias, entre las que había, desde cabellos de Cristo y de la Santísima Virgen María, hasta el cuerpo entero de uno de los santos inocentes. Entre huesos, cráneos, brazos y piernas, supuestamente de santos, los armarios de El Escorial acabaron llenos de restos humanos. En sus últimos tiempos, tuvo al lado de su cama el ataúd en que debía ser enterrado. 
Felipe IV tuvo cuarenta y tres hijos con distintas mujeres, incluyendo una religiosa recluida en el convento de San Plácido. Hay quienes dicen que esa intromisión de un mujeriego en un convento fue la acabó generando el mito de Don Juan. De hecho, El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, fue publicado poco después de la incursión de Felipe IV en el claustro. Sin embargo, la consecuencias más inmediatas del hecho no fueron literarias, sino satánicas. El convento de San Plácido fue escenario de una posesión demoníaca colectiva: las monjas gritaban blasfemias mientras corrían desnudas por las instalaciones, comían basura y una fuerza oculta las inducía al suicidio. El escándalo, que tardó en calmarse, fue uno de los procesos judiciales, gubernamentales y religiosos más sonados de su momento. 
Para rematar, el libro se refiere a Carlos II el hechizado, cuya madre almacenaba en su dormitorio una pluma del arcángel Gabriel, el báculo de Santo Domingo de Silos, el cuerpo de San Isidro Labrador y el manto de María Magdalena. De poco le valieron los amuletos, porque su hijo a los tres años no era capaz de caminar y los huesos de su cráneo no se habían cerrado. A los cuatro años no había dejado de mamar y más de una docena de mujeres prestaron sus pechos para alimentarlo durante tan largo periodo. Para que se mantuviera en pie, lo sostenían con cuerdas, como una marioneta. A los nueve no había logrado aprender a leer ni a escribir y no está del todo claro si en algún momento lo logró. Carlos II no solía asearse y llevaba el cabello largo. Lo casaron con María Luisa de Orleans, quien nunca lo había visto, pero fue advertida por el embajador francés de que el rey era "feo como para causar espanto". La pobre muchacha hizo lo posible por atrasar la comitiva que, finalmente debió llegar a su destino. María Luisa no logró quedar encinta, sufrió mucho en la corte y murió al poco tiempo de haber llegado. Eligieron como nueva consorte a Mariana de Neoburgo, porque las mujeres de su familia eran famosas por prolíficas. Su madre había tenido catorce hijos. Tampoco logró darle un heredero. En el botiquín de medicinas del rey había, entre otras cosas, cuernos de unicornio y pezuñas de alce. Ante la inutilidad de tales medicinas, se creyó que el rey Carlos II estaba hechizado y con ese apodo pasó a la historia. La muerte de Carlos II en 1700, puso fin a la dinastía de los Austrias en España.
Definitivamente, aunque ha habido monarcas de respetable memoria que lograron brindar aportes a la cultura y el bienestar de sus pueblos, hay otros que se sostuvieron solamente porque la superstición imperante los hacía intocables. Eran otros tiempos y otra mentalidad. La autoridad no era solamente un asunto práctico, sino mágico. 
INSC: 2624


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