lunes, 11 de mayo de 2015

William Walker antes de Nicaragua.

William Walker. Enrique Guier.
Costa Rica, 1971.
Desde la escuela primaria, a los centroamericanos nos resulta familiar el nombre de William Walker, el filibustero norteamericano que llegó a ser presidente de Nicaragua y que fue expulsado del istmo en una guerra que cada año se conmemora con actos cívicos, discursos patrióticos y desfiles de escolares. El triunfo de los centroamericanos unidos contra el invasor del norte ha llegado a ser considerado el momento más intenso, complejo y trágico de nuestra historia en el Siglo XIX. Sin embargo, a pesar de las conmemoraciones anuales de la gesta, la mayoría de centroamericanos no conocen de William Walker mucho más que el nombre. 
Walker pasó a la historia como líder de fuerzas ocupadoras, pero pocos saben que además era médico, abogado, periodista, autor de tres libros y gran lector de los clásicos griegos y latinos. 
¿Quién era este aventurero y qué lo trajo por acá?
Quien más a fondo ha estudiado a Walker ha sido el Dr. Alejandro Bolaños Gueyer, para quien la vida del filibustero acabó convirtiéndose en una pasión que lo llevó a publicar la biografía completa de Walker en cinco tomos. La síntesis de ese gran trabajo apareció en un solo volumen, en 1992, con el título William Walker el predestinado de los ojos grises. Veinte años antes, don Enrique Guier publicó una biografía también muy meritoria, tanto en la histórico como en lo literario, titulada sencillamente William Walker.  Otros autores, como Noel Gerson, Frederic Rosengarten y Stephen Dando Collins, también han investigado la vida del filibustero.
Nadie habría sido capaz de profetizar que William Walker acabaría siendo comandante en jefe de un ejército invasor. Billy, como lo llamaban en casa, era un joven taciturno y melancólico, delgado, de corta estatura, voz aguda y chillona y maneras afeminadas que nunca destacó en actividades deportivas ni dio muestra alguna de valentía ni arrojo. Era, eso sí, muy inteligente y estudioso.  A los catorce años ya se había graduado en Humanidades en la universidad de su natal Nashville, Tennessee. Su padre, James, un severo y puritano escocés, pretendía que Billy, su hijo mayor, fuera clérigo, pero el muchacho se opuso rotundamente porque él tenía sus propios planes. Quería estudiar medicina para curar a su madre, Mary, también de ascendencia escocesa pero nacida en América, quien además de padecer tuberculosis daba muestras de una progresiva demencia. Con el apoyo paterno, William Walker se trasladó a estudiar medicina en Filadelfia. Ya graduado, pasó dos años en Europa, siguiendo cursos avanzados en la Universidad de Heidelberg, Alemania, desde donde, en las vacaciones, solía viajar a París. 
Con apenas veintiún años de edad, en 1845, Walker regresa a Nashville, abre su consultorio y rápidamente gana fama de ser un cirujano hábil y un médico capaz de brindar diagnósticos acertados y resultados favorables a sus pacientes. Sin embargo, el Dr. Walker pronto tiene claro que su no le será posible hacer realidad su deseo de curar a su madre. La señora está cada vez peor. En un arranque inexplicable, abandona la medicina y se traslada a New Orleans que, con ciento veinte mil habitantes, era en aquel entonces la tercera ciudad más grande de los Estados Unidos. En New Orleans estudia exitosamente Derecho y encuentra tanto la amistad como el amor. En esa ciudad conoció a Edmund Randolph, su compañero del bufete Randolph & Walker y el único amigo verdadero que tuvo en su vida, así como a Ellen Galt Martin, su adorada novia con quien no pudo llegar a casarse. Ellen era sorda y Walker, que para entonces además de inglés ya hablaba alemán y francés y leía en italiano, aprendió el lenguaje de señas para comunicarse con ella.   
Sus ingresos como abogado no eran suficientes como para poder casarse y establecer un hogar, así que, tras dos años de ejercer el Derecho, Walker lo abandona y se convierte en periodista del Crescent, un periódico recién fundado que tenía dos únicos redactores, cuyas iniciales por extraña coincidencia eran W.W.
Mientras Walker se ocupaba de las notas de política, economía e internacionales, Walt, el otro redactor, escribía un espacio llamado Esbozos sobre la vida cotidiana de la ciudad. Ambos periodistas tenían en común el ser grandes lectores, siempre se les encontraba con un libro en la mano, y compartían además un temperamento taciturno y misterioso. Ninguno de los dos acabaría echando raíces en New Orleans. William se iría para California y Walt regresaría a su New York natal. Tras los años que compartieron en la redacción del Crescent, nunca volvieron volvieron a verse. Pero en 1855, el mismo año en que William Walker arribó a Nicaragua, Walt Whitman publicó Hojas de hierba.
Walker llegó a ser un periodista prestigioso. Sus artículos eran muy leídos ya que, además de ser un despliegue de amplia erudición, se caracterizaban por sorprender con análisis profundos desde perspectivas hasta entonces poco exploradas. En 1848 Walker remontó el Mississippi y retornó a su tierra natal para brindar, como orador invitado, una conferencia en la universidad de Nashville. El texto de la disertación, titulada La unidad del arte, fue publicado luego como libro y es una maravillosa muestra de un romanticismo idealista con el que, supongo, debió haber entrado en contacto durante su estadía en Alemania. No se sabe si Walker le habrá comentado, antes o después de pronunciarla, su conferencia a Walt Whitman, pero me deleito imaginando esa conversación que tal vez nunca ocurrió. La tesis de Walker es que la belleza, la bondad y la verdad, cuando aparecen unidas, forman la esencia del arte más sublime y, para confirmarlo, echa mano de los clásicos griegos y latinos de los que era tan devoto conocedor.
William Walker, chaparrito, flaco, pelirrojo, de ojos
grises, con voz chillona y maneras afeminadas, era
médico, abogado, periodista, militar y llegó a ser
presidente de Nicaragua. Solamente vivió treinta y
seis años 1824-1860.
Cuando ya la boda de Walker parecía posible y cercana, su novia Ellen murió víctima de una epidemia de cólera. El amigo Randolph había partido a California atraído, como tantos otros, por la fiebre del oro. El Crescent cerró poco después y al verse sin amigo, sin novia y sin trabajo, Walker también tomó camino hacia el lejano y salvaje oeste.
Tras el largo viaje, en que debió cruzar Texas, Nuevo México, Arizona y más de la mitad del enorme territorio de California, logró encontrarse con Randolph y entró a trabajar como redactor del Herald de San Francisco. El salvaje oeste era en verdad salvaje. No había ley ni autoridad. Si alguien era golpeado, herido, asaltado o robado, tenía que hacer justicia por su propia mano. De nada valía recurrir a la policía, que era casi inexistente, ni a los jueces que procuraban no despertar la ira de los hombres rudos que saturaban San Francisco y hacían en la ciudad prácticamente lo que les daba la gana. Walker, que era un hombre de temperamento metódico, llama al orden desde las páginas del periódico, reclama la negligencia de las autoridades, es protagonista de sonados juicios y, por primera vez en su vida, se ve obligado a disparar al ser retado en un duelo. El chaparrito, flaquito y afeminado intelectual de Nashville, para sobrevivir en California, se pone el revólver al cinto y da muestras de tener sangre fría cuando hay que resolver un asunto a balazos. Para mantener el orden, Walker forma un grupo llamado "los vigilantes", una organización paramilitar que, como todas, en vez de contener los abusos, acaba cometiendo otros peores.
Un dato importante y poco conocido: Walker era contrario a la esclavitud. Aunque nació y creció en Nashville, donde la enorme mayoría de la población estaba formada por esclavos, por sus convicciones religiosas Walker siempre consideró que la esclavitud era inmoral. Su formación académica tuvo lugar en verdaderos baluartes del liberalismo ilustrado, Filadelfia, Francia y Heidelberg. El Crescent era un periódico antiesclavista y, en buena medida, esa posición fue uno de los motivos de su corta vida en New Orleans, metrópoli de los estados sureños. Walker, desde el Herald, se opuso a la introducción de la esclavitud en California. 
Sin embargo, aunque no era esclavista, Walker sí era imperialista. Los Estados Unidos, con los nuevos territorios que le habían ganado a México, acababan de extenderse de costa a costa. Dio la casualidad que en 1848, el mismo año que California se integró a la Unión, habían aparecido los yacimientos de oro. Walker creía que la misión de las sociedades civilizadas era extenderse dominando otros pueblos para llevar el orden, la prosperidad y el progreso. Y en la extensión de los Estados Unidos, los hijos de Tennessee, la tierra de Walker, habían jugado un papel protagónico. El general Andrew Jackson, que vivía en Nashville, había ganado la batalla de New Orleans y ganado para la Unión al estado de Florida. John Fremont, comandante de Tennessee, había conquistado California. Sam Houston, exgobernador de Tennessee, había fundado la República de Texas y luego la anexó a los Estados Unidos durante la presidencia de James Polk, que también había sido gobernador de Tennessee. Durante el tiempo que vivió en New Orleans, por cierto, uno de los temas de discusión era la conveniencia de arrebatarle Cuba a España para anexar la isla a los Estados Unidos.
Todas esas historias eran, en aquel entonces, noticia reciente y al frágil Billy se le iluminaron sus ojos grises y asumió que su destino, como hijo de Tennessee, era fundar una república militar en algún territorio ocupado para luego agregarle una o varias estrellas más a la bandera de su patria. Ni lerdo ni perezoso puso manos a la obra, reunió una tropa de mercenarios y se fue a conquistar los estados mexicanos de Baja California y Sonora. En la bandera de la República de Sonora, proclamada por Walker apenas pisó suelo mexicano, aparecían las dos estrellas que, algún día, esperaba incluir en el pendón americano.
Aunque resulta un tanto ridículo imaginar a Walker, pequeñito, flaquito y afeminado, arengando con su voz chillona a una horda de hombres toscos y fuertes entre los cuales el menos malo hacía mucho que había perdido la cuenta de los hombres que había matado, tal parece que la determinación y la sangre fría de Walker logró siempre mantener la disciplina de su tropa. Walker daba una orden y al que no la obedecía lo mataba. Así de fácil.
La bandera de la República de Sonora.
Las dos estrellas eran los nuevos estados,
 Sonora y Baja California, que Walker
pretendía anexar a los Estados Unidos.
La República de Sonora, a fin de cuentas, solamente existió en la imaginación de Walker. Ni el gobierno de los Estados Unidos ni el de México tomaron en serio esa incursión de aventureros. La conquista heroica que soñaba Walker fracasó por falta de enemigos. La única batalla, si se le puede llamar así, fue un tiroteo de once minutos con una patrulla mexicana. A Walker, que era un hombre culto, esta vez le fallaron sus conocimientos de geografía. Gran parte del territorio de Sonora es desértico y los gloriosos invasores no hacían más que avanzar bajo el ardiente sol en espera de encontrarse alguna hacienda para beber agua, matar una vaca y comérsela y abastecerse de provisiones. Como dice mi buen amigo Jimmy Alpízar, en Sonora Walker solamente podía encontrarse con el coyote, o con el correcaminos. 
Tras siete meses de recorrer el desierto, el glorioso comandante del ejército invasor, fundador de una nueva república llamada a integrar la unión americana, llegó a perder una bota y, con un pie descalzo, encabezó la marcha de sus hombres hacia San Diego. Pasaron varios días sin comer ni beber agua antes de encontrarse con un regimiento de la caballería de los Estados Unidos, ante el cual Walker se entregó, presentándose como Presidente de la República de Sonora.
El brillante médico, abogado, periodista, autor y conferencista, acababa de hacer una estupidez o, más bien, una locura. Pero Walker, que fue enjuiciado por su incursión mercenaria en un país con el que los Estados Unidos trataba de restablecer la amistad, acabó haciéndose famoso por su aventura. Fueron muchos, en California, los que consideraron que los planes de Walker no eran del todo descabellados. 
Muchos americanos de la costa este querían emigrar a California. El nuevo y creciente Estado requería además mercancías y maquinaria que se producían en la industrializada y superpoblada costa este. Pero el viaje de Nueva York a California era toda una odisea. Tanto por tierra, cruzando interminables praderas pobladas por hostiles pieles rojas y con los tres grandes tropiezos de los Apalaches, el Mississippi y las Montañas Rocosas, como por barco, dándole la vuelta por el sur a todo el continente americano por el Cabo de Hornos, el viaje tardaba meses. 
Dos millonarios de New York intentaron establecer, cada uno por su lado, una ruta más corta. George Law empezó a construir un ferrocarril que cruzaría el istmo de Panamá, de manera que los barcos de Nueva York llevaran los pasajeros y la mercadería hasta Colón y de allí se transportan sobre rieles hasta la ciudad de Panamá, de donde se embarcarían de nuevo rumbo a San Francisco.
El magnate de los trenes de New York, Cornelius Vanderbilt, por su parte, tuvo una mejor idea. Como el ferrocarril de Panamá de su competidor tardaría al menos seis años en construirse, estableció una ruta de barco desde New York hasta San Juan del Norte, desde donde una nave de vapor de menor tamaño remontaría el río San Juan y cruzaría al lago de Nicaragua. Se seguiría luego en mula o en carreta por Rivas hasta llegar a San Juan del Sur y, de allí, en barco rumbo a San Francisco. En agosto de 1849 se firmó el contrato entre la Compañía del Tránsito de Vanderbilt y el gobierno nicaragüense. El día de año nuevo de 1850, Vanderbilt llegó a Granada piloteando personalmente el vapor que haría la ruta del San Juan y el lago. 
El viaje de New York a San Francisco, por Nicaragua, duraba solamente veintisiete días y se realizaba con toda comodidad. Nicaragua se había convertido, gracias a la compañía del tránsito de Vanderbilt, en el puente que unía los territorios más alejados de los Estados Unidos. Miles de pasajeros y toneladas de mercadería, incluyendo enormes cargamentos de lingotes de oro procedentes de los yacimientos californianos, atravesaron Nicaragua. 
Ajeno a lo que sucedía en el istmo, Walker había incursionado en política dentro del partido Demócrata y había llegado a ser director del Democratic State Journal en Sacramento, cuando lo visitó Byron Cole, quien había llegado de Nueva Inglaterra a California por la ruta de Cornelius Vanderbilt. En su paso por Nicaragua, Cole había tenido conversaciones con el gobernante local, el licenciado Francisco Castellón, quien requería una tropa de mercenarios americanos para que reforzaran su ejército y Cole le ofreció el contrato a Walker. Mientras avanzaban las negociaciones, Walker, además de empezar a aprender español, leyó Incidentes de viajes en América Central (1841) de John Stephens y Nicaragua, sus habitantes, vistas y monumentos (1852) de Epharin George Squier. No tardó mucho en recibir la carta, fechada 11 de octubre de 1955, en que Castellón le otorgaba el permiso para ir a Nicaragua con doscientos hombres armados. Se ha dicho que el dinero para la expedición lo aportó el alcalde de San Francisco Cornelius Garrison. Walker, con una tropa inicial de cincuenta y ocho hombres, arribó al puerto nicaragüense de El Realejo a bordo del Vesta y fue recibido por el coronel Félix Ramírez. Al llegar a León, además de Castellón, conoció al general Máximo Jerez. ¡Las vueltas que da la vida! Walker había sido compañero de redacción de Walt Whitman, y el coronel Ramírez y el general Jerez serían, respectivamente, el padre adoptivo y el padrino de bautizo de Rubén Darío, quien escribiría un hermoso poema en honor de Whitman. Ramírez y Jerez, que lo recibieron apenas había llegado, al año siguiente fueron grandes líderes en la guerra que se desató para expulsarlo.
Walker quedó impresionado con Nicaragua. Granada y León eran ciudades hermosas, bien trazadas, con bellos templos de altos campanarios y casas amplias y frescas sólidamente construidas. Había universidad, bibliotecas, teatro, caminos, puertos. El paisaje era hermoso: lagos, volcanes y un campo de tierra fértil lleno de cultivos y de ganado. En los mercados, los canastos de frutas, vegetales y granos se desbordaban. Además, el paso constante de pasajeros y mercadería por la ruta del tránsito hacía florecer el comercio y le daba buenas rentas al gobierno. Definitivamente, el panorama que tenía al frente era muy distinto al de Sonora. No tendría que fundar una república imaginaria, porque allí la república ya existía. Nicaragua sí merecía convertirse, algún día, en la estrella que quería agregar a la bandera de su país. Walker escribió a sus contactos en los Estados Unidos y, más que una falange de soldados, quiso establecer en Nicaragua una colonia. Ofrecía sueldo y tierras a quienes quisieran sumarse a su aventura. Más de cinco mil hombres respondieron al llamado de Walker aunque nunca hubo en Nicaragua más de dos mil quinientos al mismo tiempo.
Todos sabemos lo que vino luego. A los pocos meses de haber llegado, Walker se convirtió en Presidente de Nicaragua. Todos los centroamericanos, nicaragüenses, costarricenses, hondureños, salvadoreños y guatemaltecos, se unieron para expulsarlo. Pero ese es otro episodio de una vida que, como puede verse, ya era bastante compleja mucho antes de su arribo a Nicaragua.
INSC: 2122
Una placa señala, en Nashville, Tennessee, el lugaren que nació William Walker.
William Walker. El hombre de ojos grises del Destino. Nacido el 8 de mayo de
1824, Walker se mudó a este sitio desde la sexta avenida norte en 1840. En su vida
temprana fue médico, abogado y periodista. Invadió México en 1853 con cuarenta y seis
hombres y se proclamó Presidente de la República de Baja California. Lideró fuerzas en
Nicaragua en 1855, fue electo su presidente en 1856. En su intento de hacer la guerra
en Honduras fue capturado y ejecutado el 12 de setiembre de 1860.

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