sábado, 2 de enero de 2016

Corrupción en miniatura.

La soda y el F.C. Alberto Cañas.
Editorial Costa Rica. 1983.
Aunque estudió en la universidad y obtuvo su título de licenciado en Derecho, Lesmes Chaverri es un diputado maicero. No llegó a ocupar un escaño en el Congreso por sus méritos oratorios (que no tiene), ni por sus innovadoras ideas (que tampoco tiene), sino, simplemente, por sus aportes, verdaderamente modestos, pero notorios, en favor del progreso del cantón de San Luis, una pequeña comunidad alejada de la capital de la que ni siquiera es nativo.
Llegó a San Luis como abogado de una compañía minera que, según creían los lugareños, iba a ser una fuente de riquezas inimaginables pero que, a la larga, no pasó de ser intento frustrado. La compañía se fue, pero Lesmes se quedó ejerciendo su profesión en San Luis, donde se casó y estableció su hogar. Además de abogado con buena clientela, llegó a ser dirigente comunal, formó parte de la junta rural de crédito, presidió la municipalidad, se  empeñó en construir una plaza de deportes (con éxito) y en que el equipo local de fútbol ascendiera a la primera división (sin ningún éxito). Figura conocida en el cantón, logró la obtener la candidatura a diputado y acabó sentado en el Congreso, pero él, mejor que nadie, sabe que su carrera política no pasará de allí. No es una ni una ficha valiosa para su partido, que no lo toma muy en serio, ni un contrincante temible para el partido contrario, que ni se acuerda que existe.
Los proyectos que se discuten en el plenario sobre los grandes temas nacionales lo tienen sin cuidado. A Lesmes solo le interesa lograr que el gobierno realice obras en su pueblo, para poder presentarlas como fruto de su labor como diputado ante sus vecinos.
Tanto él, como los otros diputado maiceros, conocen el juego y saben cómo lograr sus propósitos. Aunque les hiere en su vanidad, tienen claro que sus intervenciones son objeto de burlas, que la prensa los considera diputados folclóricos y que los líderes parlamentarios de los diferentes partidos los miran por encima del hombro. Sin embargo, en los casos en que un proyecto no cuenta con el apoyo de una clara mayoría, su voto se torna valioso y ellos saben negociarlo bien. Cuando hay una votación reñida, ellos, los simplones diputados rurales, que no solo no han participado en el debate, sino que ni siquiera lo han entendido, son quienes, al final del proceso, pueden inclinar la balanza. En esas ocasiones, que suelen ser frecuentes, tanto los líderes del gobierno como los de la oposición, se les acercan con halagos y ofertas. Está claro que el voto de cada humilde diputado de provincias está en subasta y será entregado al mejor postor. Muchas veces el éxito o el fracaso de un tratado internacional o de una importante reforma judicial o administrativa, ha dependido de la reparación del puente o del cambio del techo de la escuela de un pueblito tan remoto que solamente sus habitantes podrían ubicar en el mapa.
La negociación de su voto es un juego de poder estimulante para Lesmes Chaverri, pero las largas deliberaciones del plenario lo aburren espantosamente. Cada vez que hay un debate sobre economía o administración pública, que suelen prolongarse por varios días, simula estar atento pero, aunque su cuerpo permanece inmóvil en la silla, su mente acaba divagando sobre cualquiera de sus muchas preocupaciones personales.
Le preocupa particularmente el futuro de su hijo Bernal quien a duras penas terminó la enseñanza secundaria y, ya en el umbral de la vida adulta, no da muestras de tener capacidad ni talento alguno. La posibilidad de que estudie una carrera está descartada. El muchacho no es muy brillante y su padre es el primero en reconocerlo. En San Luis, además, no hay muchas oportunidades de conseguir un buen empleo. Lo ideal sería montarle algún tipo de negocio, pero Lesmes Chaverri, abogado, dirigente comunal y ahora diputado de la República, no dispone del capital necesario para hacerlo. A la larga, sin embargo, gracias a una jugarreta ideada, planeada y ejecutada en solitario, logra hacer realidad su propósito.
La Soda de Chico Artavia, que empezó como una fonda más que modesta y luego pasó a ser cantina y salón de baile, es no solo uno de los negocios más rentables de San Luis, sino el centro social por excelencia (solo hay uno) en que los sanluiseños celebran sus bodas, cumpleaños, graduaciones y cualquier otro tipo de fiesta con asistencia masiva. Chico, el dueño, está dispuesto a vender, pero pide una cantidad de la que Lesmes Chaverri no dispone.
Pensó en buscar un préstamo pero, cuando se discutía el presupuesto de la República, se le prendió la lamparita y tuvo una mejor idea. Mientras los diputados nacionales se enfrascan en acaloradas discusiones sobre la distribución del gasto y la asignación de prioridades, a los diputados rurales solamente les interesa que en el presupuesto se incluya alguna partida específica para su comunidad. Por regla general, se les conceden para mantenerlos contentos ya que su voto puede ser decisivo en algún momento. Por regla general, también, se acostumbra darle el cheque al diputado para que lo entregue formalmente en su pueblo en una ceremonia, sino fastuosa, al menos sonada y colorida, en que los beneficiarios le agradecen el aporte como si su representante lo hubiera donado de su bolsillo y el diputado corresponde con un discurso en que afirma que obtener esos recursos tan necesarios fue más difícil que subir el Everest en velocípedo.
Lesmes Chaverri no tuvo que insistir mucho ante sus compañeros diputados para que se asignara una pequeña partida en el presupuesto para el San Luis Futbol Club. Tampoco le fue difícil lograr que el cheque le fuera entregado a él personalmente. Lo que nadie sabía es que el tal club deportivo había dejado de existir, ni que el propio Lesmes Chaverri, por medio de triquiñuelas legales, se había convertido en apoderado del Club. Otro detalle del que nadie se percató fue que, a la hora de aprobarse la partida, había un cero de más en el monto solicitado.
Los escándalos de corrupción en que suelen verse envueltos los políticos son por sumas astronómicas, esta pequeña novela es sobre un caso de corrupción de miniatura que, incluso en el remoto caso de haberse descubierto, no habría ocupado la primera página de los periódicos. Cuando de corrupción se trata, nadie repara en los mordiscos de ratón.
La soda y el F.C. es la novela menos conocida de don Alberto Cañas. También es la más modesta. No tiene el encanto nostálgico de Una casa en el barrio del Carmen, ni la audacia formal de Feliz Año Chaves Chaves, ni el atractivo histórico de Los Molinos de Dios. Se trata, podría decirse, de un divertimento que, pese a tener como tema central un acto de corrupción, no está escrito en tono de denuncia sino, más bien, en clave cómica.
De sus cuatro novelas, solamente Una casa en el barrio del Carmen, no menciona a San Luis, el pueblo que inventó don Beto como escenario de sus narraciones. Allí, en la lejana comarca fundada por dos tocayos, se evocan los versos del poeta bizco Sinoel Cascante, se repasan los chismes de los Melitones y los enamorados van a bañarse a la poza de los Shultze. Como soy curioso, una vez le pregunté a don Beto si el San Luis de sus libros está inspirado en el cantón de San Carlos y me respondió que no, que San Luis está inspirado en Naranjo, que él conoció siendo muy joven en sus vacaciones. Lo que nunca me atreví a preguntarle, a él que fue diputado en varias ocasiones, fue si la historia de La Soda y el F.C. en realidad ocurrió.
INSC: 1574


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